Poema de amor y odio

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Estoy aquí tras la puerta, perdida en el bosque del des-consuelo esperando tu llegada qué pospondrá mi muert e y re n ovará la angustia de que un día como éstos no ve n-gas más. Tengo las luces apagadas y permanezco sentada en un sillón. Lo muevo de lugar en el l i v i n gy me tumbo a esperarte. La gente aconseja beber de un trago las cosas horribles, el aceite de ricino, la magnesia; pero yo los bebo lentamente. Te aguardo y me consumo un poco cada día. Aguzo los oídos y casi oigo tus pasos doblando la esquina de Posadas o dando vuelta sobre la calle Ed u a rd o Schiaffino y me parece que estos cuartos son la cárcel de mis desventuras; sin embargo no nací aquí. Hubo un tiempo ya lejano cuando habitaba una casa donde ve r a-neaba en mi infancia bañada por la luz de la inocencia. Ahora creo que el infierno debe ser menos atormenta-d o r, menos lleno atormenta-de atormenta-detalles que este ve s t í b u l o. No tenatormenta-drá seguramente la chimenea sobre la cual pusiste un retra-to de tu rubia. Lo dejé allí confiada en mis fuerzas, cre-yendo en mi liberalidad, pensando que no me impor-taba. Nunca imaginé cuánto sufrimiento me causaría

o í rte decir que los amores se imponen contra todos y por eso no es malo hablar de ellos pues resulta imposible guardar tales secretos.

La casa de mi infancia olorosa a cera fresca, con su gran mesa cubierta de damasco blanco rodeada de co-mensales, no tenía cortinas que se movieran cuando paso corriendo para que no sientas mi acecho. No tenía tam-poco este gran portal con mosaicos negros y blancos como fichas de dominó donde juego partidas intermi-nables contra mí misma, fichas que he llegado a contar en mi puesto de vigía, ni los ascensores del fondo que a veces se descomponen e intentan dejarnos ocultos hasta morir en su caja estancada. Ascensores por los que subes cada noche más tarde, más tarde en estas horas eternas hasta que no aparezcas. Desde hace tiempo en cuanto te oigo llegar, como si fuera por primera o por última vez, mi corazón acelera sus latidos. Eres un compendio de las personas amadas. Estás imbuido en una atmósfera líquida, transitas en el interior de un océano inmenso donde remontan los peces grandes profundidades y me

Poema de

amor y odio

Beatriz Espejo

Sin lugar a dudas una de las parejas literarias más intensas

de la literatura latinoamericana fue la que formaron Adolfo

Bioy Casares y Silvina Ocampo y, como todas las relaciones

intelectuales, estuvo marcada por momentos de gran

intensi-dad. Beatriz Espejo, autora de

Muros de azogue

,

El cantar del

pecador

,

Alta costura

, entre otros, elabora con inteligencia y

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recuerdas Venecia. Tu boca es lisa como la boca de las tijeras; pero apenas vengas, huiré de aquí y no me verás más. Te lo juro. Tengo el hábito de mentir aunque nunca a mí misma. Por eso, si te alejas, vivo en un mundo opaco, sin aire, y padezco pesadillas.

Podría describirte los ruidos pegados a las paredes, Adolfito, cada uno distinto con su música infernal de media noche, el ruido de la cubertería y de los platos. Las vajillas entrechocándose por más que las traten con cariño durante las comidas. A veces nos acompañan José Bi a n c o , s i e m p re lúcido, Borges que sólo puede ver la niebla esen-cial de los silencios y apenas distingue el amarillo en las polleras de las muchachas o la luz de noviembre en-trando por las ventanas. Y en este odioso oficio de por-tera, mi imaginación, que Georgi alaba tanto, se agiganta, se vuelve un mono haciéndome muecas, manoteando en la oscuridad.

He puesto este sillón tras de la puerta y te espero. Espero el sonido de tus pasos en la plaza de la esquina. Y mejor que oír percibo tu llegada. Entonces coloco todo en su lugar y corro a esconderme en mi recámara, me tapo y finjo la respiración para que me creas dormi-da. No quiero que me descubras temiendo por ti. Pe ro c rueles son las tinieblas cuando aguardo tu re g reso aten-diendo el cascabel de la llave. Me parezco al perro Ayax atigrado, con orejas chicas y frías, que cuando te ibas de viaje, y siempre has viajado mucho, lanzaba un aullido tan lastimero que necesitaba consolarlo deteniéndole la pata. Luego tardaba buen rato acomodándose en su cama, daba vueltas en un círculo cerrado hasta que se acostaba. Tal vez toda esa re p resentación era un engaño y en lugar de ser yo quien lo tranquilizaba él me tran-quilizaba; pero no tengo a nadie para calmarme. Mis bra-zo s quedan estirados en el vacío y sólo palpo bultos in-ventados por mis sueños. Si e m p re en mi niñez y después en mi adolescencia y juventud sufrí de vivir. Hasta que conocí a Ayax. Me enseñó más de lo que me han ense-ñado algunos seres humanos. No era mío, sino tuyo. No i m p o rtaba porque en toda posesión hay re m o rd i m i e n t o.

Sus amores fueron apasionados. Parecía imposible que un perro tan serio se volviera tan desconsiderado. Se esca-paba en busca de su hembra, cruzaba potreros, campos d e s i e rtos, arboledas, como si se hubiera ido para siempre . Y a su regreso se quejaba sin parar. Fue entre los demás mi perro favo r i t o. Me enseñó el valor de la fidelidad y lo asocio a la llegada de la dicha. En mi memoria los días felices van siempre acompañados de aquel perro parado junto a mí y recuerdo a san Roque cerca del suyo.

Conoces mis miedos, esos miedos supersticiosos que me devoran el alma. ¿En qué parte del cuerpo se localiza el miedo? ¿En el nacimiento de la garganta y escurre hacia el estómago y llega hasta los pies? Se siente miedo a la penumbra, a la vejez, al desplazamiento, a la vio-lencia de la inercia, al paisaje que ya no reconoceremos, miedo a olvidar el temblor del ser amado. Mi miedo me hace tirar cartas, leo las palmas de las manos, busco seña-les en las líneas, veo si la vida será larga o corta, si el triángulo de la abundancia augura unos privilegios que se nos escapan con tu nula capacidad para los negocios. Descubro si las estrellas bajo el dedo índice izquierdo marcan amores. En los residuos del café hay caminos próximos. Por eso en mis cuentos surge la idea del saber anticipado, la predestinación, la presencia. Intento des-cubrir indicios del futuro y del aye r, como si eso sirv i e r a para algo aunque me has dicho que tales cosas son pava-das y que te molestan hasta el fastidio. Al conocerme to-m a s t e to-mi to-mano con dulzura y dijiste que tenía to-manos de quiromántica. Si vaticino lluvias, el cielo se derrum-ba y nos encontramos en medio de tempestades, de rayos que ensordecen y cruzan el firmamento como si fueran a rajarlo. Por mi insistencia manejas despacio y te proteges con las ramas de algún gomero, tú que según dijiste hubieras querido ser piloto de fórmula uno. No sabes, no intuyes que me aterroriza tu ausencia defini-t i va, el día en que algo suceda y no aparezca en el vano defini-tu elegante silueta y no huela ya la colonia que despren-den tus casimires ingleses bien cortados por los que te han escogido el hombre más elegante de Buenos Aires.

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Eras elegante desde que de bebé te sentaban entre coji-nes como muñeco de porcelana con una boina vasca en la cabeza observando divertido al fotógrafo, sonriendo pícaramente seguro de que el mundo estaba hecho para que lo disfrutaras de lo lindo y lo has disfrutado.

Hace años las señales de la baraja me dijeron que iban a secuestrarte para pedir rescate. Por poco lo con-siguen. Apenas llegaste a Ezeiza rumbo al depart a m e n t o de París, agazapados en un lugar estratégico del aero-puerto estaban dos delincuentes. Ése es el estanciero, le dijo uno al otro, y se dispusieron a la emboscada. Pepe, nuestro chofer, recordó mis recomendaciones, los oyó y pudo intimidarlos amenazándolos con llamar a la policía. Creyeron que los habían fichado, pensaron sus intenciones y se perdieron entre la multitud. Como tantas otras cosas nunca te conté el incidente. No lo su-piste. Pasaste junto a ellos despreocupado siguiendo la línea de pasajeros para montar al avión con esos andare s tuyos amplios, de play boy, los mismos andares con que recorres la ciudad cerca de la plaza San Martín acom-pañado en tus paseos de las tardes por otras mujeres, o cuando vas al Lawn Tenis Club llevando tu raqueta bajo el brazo o asistes al hipódromo y le apuestas al caballo favorito.

No sé si en realidad eres tan bello como siempre te he v i s t o. El más bello que conozc o. Se me figura que escon-d e s las claves escon-del Universo. La suaviescon-daescon-d escon-de tus maneras tiene algo de manto lunar, un aura que te acompaña por todas partes. Así te veo. Así te vi desde el momento en que viniste a visitarme. Tu madre te dijo que yo era la más inteligente de las Ocampo, incluso más que la mandona de Victoria, mi hermana mayo r, la que tuvo los juguetes más perfectos. Le creíste y te pre s e n t a ron conmigo. Nu e s-t ro e n c u e n s-t ro fue irresiss-tible. No s-te impors-t a ron los once malditos años que te llevo y esperé tu encuentro. Te n í a s veintitrés y yo treinta y cuatro. Estuviste en el atelier

donde pintaba, criticaste mis cuadros, nada para caer-se del impacto. También tus escritos de la época va l í a n p o c o. Hablamos de todo como para ponernos al corrien-t e de nuescorrien-tras respeccorrien-tivas experiencias y a pesar de la claustrofobia que tanto me angustia nos besamos en el ascensor. Y el ascensor no me quitó la vida. Me la dio. Con tu beso desperté como la bella durmiente del bos-que al deslumbramiento de la primavera, me enfermé de pasión y mi cara se volvió hermosa, idéntica a la tuya, hermosa porque me amaba un jovencito aún imberbe vestido como d a n d ysin ninguna arruga que pert u r b a r a su chaqueta ni entristeciera su camisa. Aún no consigo

Cuando escribías, cuando ibas a firmar alguna

dedicatoria te quedabas pensando y apoyabas tu

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reconstruir ese encuentro sin sentirme confusa porque sucedió en la oscuridad y afuera brillaba el sol. ¿Quién lo diría? Entonces eras un muchacho inseguro que habías padecido decepciones; pero me hechizaste sin remedio y mi beso también cambió tu destino, re veló al príncipe encantado de nuca peligrosa que seduce con su fama de millonario conquistador; sin embargo jamás has sabido administrar el dinero, ni el tuyo ni el mío que te he de-jado gastar sin pedirte cuentas.

Siempre anhelaré inútilmente que estés acompa-ñándome durante las interminables noches de mi exilio; sin embargo en el agua, rodeada del lujo que aún tene-mos, me muero de sed sin esperanzas de hallar algo mejor sino esperarte. Agrando mis ojos miopes y escruto las sombras. Apenas si dejo una lamparita prendida en un rincón. Y vislumbro. Borges dijo que tengo el don de la clarividencia atribuida a los pueblos de oriente. Dijo también que miro a los demás como si fueran de cristal y por eso es difícil engañarme. Tú, Adolfito, lo sabes mejor. Ante mí te vuelves translúcido. Incapaz de men-tirme me contabas tus andanzas y a medida que lo hacías me tornaba tu confidente y dejaba de ser tu mujer. Te decía, hacé lo que quieras, y en silencio me retorcía de rabia y vos me tomabas la palabra. Te parecía que así dejabas nuestras relaciones intactas, sin importarte que yo penara en silencio por no ser más la única, la insus-tituible. Cuando me doblaba, para que no me vieras, me escondía tras el biombo de madera pintada, junto al

calo-rífico del comedor donde quedan olores a fritura y na-ranjas. Mis lágrimas te desagradan; sin embargo, ¡cuánto te gustaban las lágrimas del Cielo, la lluvia que había deja-d o en tu rostro un frío similar al deja-de mi rostro! Ya me ha-bías traído la hija que no logré darte; luego trajiste los nietos que no eran míos. Me repugnaba verte pegado al moisés hablando boberías como lo hacen los adultos con los pequeños. Si e m p re me gustaron los chicos y vo s nunca insististe para que venciera mi terror al quirófano y me operara. En cambio dejaste de acostarte conmigo; sin embargo, educar a una criatura me da mucho placer, leerle historias, escribir historias que la enternezcan, po-ner sus manitas sobre el teclado para que aprenda escalas. Intento ser civilizada y simulo la madre que no soy. En cambio sos de lágrima pronta y corazón alegre. Y como difícilmente lloro, me decías que casi nunca lo hago por-que tengo mi creación para consolarme. En honor a ese consuelo y a nuestras dotes establecimos un pacto secreto. No estropear el talento del otro. Cuando escri-bías, cuando ibas a firmar alguna dedicatoria te que-dabas pensando y apoyabas tu frente en la mano izquierd a antes de caligrafiar un nombre que por herencia te enor-gullece, Adolfo Bi oy Casares. No me atrevía a move r m e para no interrumpir tus pensamientos. Me alejaba de puntitas sin que lo advirtieras. Éramos un matrimonio de escritores comprensivos y jamás nos importunamos porque aprendimos desde siempre que es de buena educación no molestar consultando títulos o esa clase de

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minucias, cada quien las re s u e l ve por sí mismo. Y cosa curiosa siempre pienso en ti cuando escribo porque al cabo de tanto tiempo me preocupan tus opiniones. Su-primo lo que no te gustaría y soporto tus críticas a ve c e s c rueles porque no quiero desagradarte. En cambio vo s sos susceptible, si te digo algo negativo re c u e rdas aquellas épocas en que leías tus obras primerizas a los amigos de las cenas familiares y algunos se morían de risa. Di c e s que no sanan las viejas heridas; pero te arreglas bien para disimularlo.

Comentabas a los cuatro vientos que el hombre per-sigue cosas maravillosas y cuando las siente a su alcance trata de obtenerlas. Ese impulso y el de seguir viviendo se parecen mucho. Quizá por eso tenías a f f a i re scon todas las minas que te rodearon. No importaba que fueran mis mucamas o mis sobrinas. Me traicionabas con mis amigas y parientas. Eran un segundo intenso; yo una pre-sencia desganada; pero después, como un dibujo que se borra, acababas dejándolas. Muchas te perseguían y las detestabas, te negabas a responder sus cartas o sus tele-fonemas. Se desvanecían en el viento hasta desaparecer fantasmalmente; sin embargo, para la mayoría jamás hubo un sustituto, acataron su suerte y no import u n a b a n tus nuevas escapadas. Yo procuraba conservarte, oír el ascensor subiendo hasta el quinto piso trayéndote de vuelta a este edificio casi despoblado para que con sólo una pared de por medio durmieras en el suelo y descan-saras tu espalda herida en el lento proceso que re q u i e re n

lusiones, vos me habías hecho entrar al paraíso y desde ahí me soltaste. Ahora recorro el infierno.

Pa s a ron los años en que éramos amantes y desafiá-b a m o s a la sociedad porteña que acadesafiá-bó aceptándonos y nos convirtió en un mito por la fuerza de nuestros ante-pasados, por el orgullo y prestigio de mi padre. Noso-tros, en la estancia, hacíamos el amor a todas horas. Esa magia nos alegraba el presente y el porvenir. Las repa-raciones de la casa con el techo lleno de goteras y los muebles desvencijados y los tablones que tronaban nos unían; lo mismo que los planes descabellados que hacía-mos aunque no se cumplieron y de antemano sabíahacía-mos que no se cumplirían. Aquellos inconvenientes aviva b a n nuestra felicidad. ¡Éramos tan incautos! Hasta yo lo era con mi rancia ingenuidad de enamorada perdida. Las tardes de invierno prendíamos un fuego y contemplá-bamos las llamas consumiendo troncos con un crujir sordo de aniquilamiento que nos hechizaba como si fuera presagio de locura. La mía que no iba a extinguir-s e , la tuya que terminaría pronto. Eextinguir-stabaextinguir-s deextinguir-stinado a no quemarte en las llamas ni a extinguirte en el delirio. Luego caminando por la Avenida Centenario dije unos versos que se me ocurrieron de pro n t o. Te gustaro n y me convenciste de que sería una escritora import a n t e . Debía empeñarme en el oficio para unirme más a ti y hacer planes en tu compañía. Y mejoré deseosa de alcan-zarte y mantenerme a tu altura. Quizá lo conseguí. Nunca lo sabré y no me importa. Me importaba más cuando en la estancia Borges y vos hicieron juntos aquel texto curioso sobre el yogurto aquellos otros libros que tanto éxito lograron. Y se reían de sus ocurrencias. Me dejaban a un lado y me parecían absurdos. Escribían hasta muy tarde. Yo me quedaba dormida en un sofá pensando que parecían idiotas, oyéndoles reír y comen-tar sus propias carambolas. Terminaste novelas enteras y a pesar de no importunarte añoraba nuestras tardes desnudos junto al fuego y me sentía excluida de tu inti-midad más entrañable, aunque siempre he sabido hacer-me a un lado para que seas libre, para no borrarte esa sonrisa confiada, para pre s e rvar esa cualidad que te hace asombrarte con las cosas más inauditas como los títeres que manipulas sentado en un tapete fingiendo diálogos venidos de otra voz que no es la tuya. O las máscaras que te fascinan y te horrorizan. Siempre cuentas que tu madre te enseñó a ser faquir en la vida y que debíamos atender a todos como si no tuviéramos preocupaciones personales. Morirse y jorobar a la gente le parecía des-c o rtés. Tomaste la ledes-cdes-ción y la des-conve rtiste en parte de tu e n c a n t o. Comprendí que debía aprenderla. Eso me hace e s p e r a rte tras la puerta y salir corriendo apenas llegas aunque me cuesta mudar mi sitio. Casi no salgo de estas

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habitaciones sofocantes. Aquí recibo llamadas y ofrezc o el té. Aquí me visitan y me entrevistan. Tenían que arras-trarme para dejar la estancia o al revés. Me arrepentía estando a punto de partir rumbo al Pardo. Me resistía hasta que gritabas para ponerme en marcha. Siempre fuiste impaciente como buen mimado, impaciente y lento al tomar decisiones porque te contagié mis miedos. Las barajas me dijeron que corrías peligros y traté de evi-tarlos, aun si te enojabas porque me opuse a que fueras c o r redor de autos. Y si en Mar del Plata te metías a nadar muy adentro y a lo lejos sólo podía verse tu cabeza, me asustaba a tal punto llamándote con insistencia que re-gresabas hecho un inválido y con el lumbago golpeán-dote furioso hasta que decidí no ir a Villa Silvina y la dejé empolvándose a pesar de mi lecho con dosel rodeado de mosquiteros y su gran cocina construida hacia el parque. La dejé sin dudarlo creyendo que te salvaba de peligros inminentes.

Cuando dejaste de amarme, dejé de ser bonita. Mis rasgos se endure c i e ron como si fuera una de tus máscaras y el tiempo hizo milagros. Me convirtió en un mons-truo a pesar de mis collares y brazaletes de Cartier y mis batas de gasa firmadas por Balenciaga. Dejé de verme en los espejos y hubiera deseado taparlos con velos luc-tuosos. Empecé a notar que mis piernas eran muy del-gadas, odiaba mis pies y no había zapato que me sirv i e r a , ni siquiera un par de los veinticinco que alguna vez tra-jiste a prueba. Me lastimaban como si me pegaran al suelo y yo quisiera vo l a r. Me cubro el ro s t ro con anteojos negros y si pudiera usaría un antifaz. Detesto las fotos

y cada vez que me retratas me siento insultada por vos y tu máquina. Me devuelven a una realidad. Me enfre n t a n a mi aspecto, a mis arrugas y mi pelo áspero y encane-c i d o. Como eres tan olvidadizo, olvidaste el amor que me tuviste. Supongo que apenas recuerdas nuestras tardes calentándonos uno al otro, apoyando tu cabeza en mi hombro. Todo se fue convirtiendo en costumbre. En cambio, yo reconstruyo los detalles que nos unieron como re c u e rdo los que fueron apartándonos. Contaba a quienes quisieran escucharme la existencia de tus hijos y describía a sus madres como modelos, mientras me afeaba cada vez más con mis ojos miopes devorados por los espejuelos más grandes que venden en la ópticas y mis oídos de tísica y mis eternas recomendaciones de que te abrocharas el abrigo no fueras a pescar un resfriado, y de que no dispararas por las calles el auto a todo motor. Volvías y me contabas detalladamente tus andanzas. Fingía alegría. Tomabas el té con tus amigas y me trai-cionabas con ellas hasta por turnos; martes y jueves con una; miércoles y viernes con otra. Yo en cambio no soy sociable sino tímida y como si el encanto hubiera desa-parecido se abrían ante mí pozos profundos que me jalaban hacia la desesperación. Si salías de viaje, me metía en la cama sin comer. Te escribía largas cartas llenas de amor y odio que rompía para no llenarte de culpas. De s-pués de hacer tres o cuatro o cinco acababa mandándo-te por correo certificado una que no pudiera molestart e porque escribir es un acto generoso. Y a mis íntimos les contaba mis preocupaciones por lo mucho que gastabas y mi temor de quedar en la miseria. ¡Tené cuidado!, te

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con esta cara a dónde voy. A los demás les digo, mirá, perdonáme, me siento mal. Y no salgo a ninguna parte. Una vez, como Ayax, casi me suicido. Creyó que ataca-ban a su amo y se tiró desde el techo para defenderlo. Yo intenté echarme por la ventana de la cocina. Mis sir-vientes lo impidieron entre gritos de no haga caso de nada doña Silvinita. Es que no lograba soportar más esta tristeza. Dejé que me consolaran y detuvieran en un último instante a mí que me costaba tanto esfuerzo tomar decisiones y una decisión así era definitiva. Y yo que ni siquiera soy buena para escoger un par de zapatos y dudo mucho antes de ir al dentista, me consolé pen-sando en que hubo un tiempo en que todas las miserias cotidianas grandes y pequeñas, todo lo que motiva fas-tidio en los demás para nosotros era dive rt i d o. Y casi en-seguida te re c o rdé tan aristocrático y simple que aceptás las chifladuras de esta vieja miedosa y soportás su voz insegura y entrecortada.

Soportás incluso mis devaneos con mujeres aunque mis historias no fueran tan frecuentes como las tuyas; pero también fueron intensas. Alguna vez dijiste que nuestro cariño iba más allá de la atracción física y por eso no podías prescindir de mí y tolerabas que estuviera rodeada de homosexuales en los que encontraba a mis confidentes. Entienden más de mí de lo que vos nunca entendiste. Vos que avanzabas tan confiado en la vida con tus palabras suaves, tomando la mano a las mujeres, di-ciéndoles pero qué linda estás. Hoy estás más linda que nunca, aunque pensaras lo contrario rodeado de tu luz resplandeciente siguiéndote por todas partes. Sólo con-m i g o te olvidabas de adularcon-me. A estas alturas hubiera sentido que te burlabas. Emboscabas tu vocación des-t rucdes-tora en des-tu permanendes-te cordes-tesía y des-tus frases amables. Vos que te conformabas con platillos simples, un bife y una papa hervida. Complicada como soy eso no me basta, dejé morir a mi sobrina Angélica que se había enre d a d o contigo y a Alejandra Pizarnik que se enredó conmigo sin darles algún consuelo, quizá por el terror de enfre n t a r la muerte. ¡Qué contradicción para una suicida frustrada!

Mientras todos duermen sucede lo más terrible del m u n d o. Uno puede imaginar pecados. Es para inve n t a r

que abaratan su precio, la lujuria convertida en una an-ciana inquieta montada en un dragón, la gula blan-diendo su cuchara en un campo de chocolate, la ira llena de gusanos blancos que le emponzoñan el alma, la ava-ricia contando sus monedas llenas de hongos. Jamás he sido avara. Doy cuanto tengo. Tú lo confirmarías si hicie-r a s examen de conciencia. En cambio, la ihicie-ra me consume los huesos como una osteoporosis imbatible desde que leí en un periódico que Elena Garro era la mujer más inte-ligente que habías conocido, la más inteinte-ligente y mis-teriosa usando zapatillas blandas para danzar un vals fantástico con el cabello rubio rebotándole en las meji-llas. Entonces mis pecados salieron a flote. Algo se me rompió por dentro. Ya no podía perdonarte. La habías metido en mi reino, osabas compararnos, le dabas el ce-tro y la corona. Algo ocurrió, el tiempo pegó una volte-reta y se fue volando por el techo, los muros se cuartea-ron, los vidrios de los ventanales sacaron chispas, el piano tocó una marcha fúnebre y dejé de hablarte aun-que me pidieras arrodillado aun-que te diera un beso. Ap r i e t o los labios, volteaba hacia otra parte y no te dirijo la pala-bra sabiendo el daño que te hago. Sé que no iré nueva-mente a Venecia, no aspiraré el olor podrido de sus calle-jones, no correré por la Plaza San Marco, ni llegaré al Palazzo Ducale, ni contemplaré mis cuadros favoritos de Guirlandaio o Rafael. No escucharé los conciertos uno y dos de Brahms con sus acordes terribles que anuncian mundos desconocidos y no veré tus ojos celestes mirán-dome embelesados como me miraban en la hora de nues-t ro encuennues-tro. Tampoco vos irás a mi ennues-tierro prenues-tex- pretex-tando el sufrimiento que te causaría mi féretro llevado hacia la cripta familiar; pero no podrás despedirte de mí porque eres animal de costumbres. Y junto a mi ataúd habrá un gato, uno de esos gatos odiosos que ella te envió desde París para que los cuidaras y los trajiste a nuestra casa a pesar de mi furia. Esos gatos que entregué al ve t e-rinario ordenándole que los durmiera. Uno sobrevivió y aguarda el momento de subirse a mi caja y saltar de allí y escapar entre las tumbas de la Recoleta. Mientras tanto, aprendo una vez más que el dolor es intransferible y te aguardo tras la puerta.

Si salías de viaje, me metía en la cama sin comer.

Te escribía largas cartas llenas de amor y odio

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