ANEXO 3
BIBLIOTECA ALFONSO BORRERO CABAL, S.J.
DESCRIPCIÓN DE LA TESIS DOCTORAL O DEL TRABAJO DE GRADO FORMULARIO
TÍTULO COMPLETO DE LA TESIS DOCTORAL O TRABAJO DE GRADO
Retorno, rito y memoria. SUBTÍTULO, SI LO TIENE
Una exploración del álbum familiar (1940- 1980)
AUTOR O AUTORES
Apellidos Completos Nombres Completos
Barragán Galán Alba Paola
DIRECTOR (ES) TESIS DOCTORAL O DEL TRABAJO DE GRADO
Apellidos Completos Nombres Completos
Guevara Salamanca José Luis
FACULTAD
Comunicación y lenguaje
PROGRAMA ACADÉMICO Tipo de programa ( seleccione con “x” )
Pregrado Especialización Maestría Doctorado
X
Nombre del programa académico
Carrera de Comunicación Social
Nombres y apellidos del director del programa académico
Mónica Salazar
TRABAJO PARA OPTAR AL TÍTULO DE:
Comunicador social
PREMIO O DISTINCIÓN (En caso de ser LAUREADAS o tener una mención especial):
CIUDAD AÑO DE PRESENTACIÓN DE LA
TESIS O DEL TRABAJO DE GRADO
NÚMERO DE PÁGINAS
Bogotá 2012 100
TIPO DE ILUSTRACIONES ( seleccione con “x” )
Dibujos Pinturas Tablas, gráficos y
diagramas Planos Mapas Fotografías Partituras
X
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Nota: En caso de que el software (programa especializado requerido) no se encuentre licenciado por la Universidad a través de la Biblioteca (previa consulta al estudiante), el texto de la Tesis o Trabajo de Grado quedará solamente en formato PDF.
NO APLICA
MATERIAL ACOMPAÑANTE
TIPO DURACIÓN
(minutos) CANTIDAD
FORMATO
Vídeo
Audio
Multimedia Producción electrónica Otro Cuál?
DESCRIPTORES O PALABRAS CLAVE EN ESPAÑOL E INGLÉS
Son los términos que definen los temas que identifican el contenido. (En caso de duda para designar estos descriptores, se recomienda consultar con la Sección de Desarrollo de Colecciones de la Biblioteca Alfonso Borrero Cabal S.J en el correo biblioteca@javeriana.edu.co, donde se les orientará).
ESPAÑOL INGLÉS
Álbum familiar Family photo album
Fotografía Photography
Memoria Memory
Libro como objeto Book as an object
Lectura colectiva Collective reading
RESUMEN DEL CONTENIDO EN ESPAÑOL E INGLÉS
(Máximo 250 palabras - 1530 caracteres)
El álbum familiar es un objeto que guarda las memorias de toda una especie, en él atesoramos las huellas del pasado, de lo ausente y de este modo lo salvamos de caer en el olvido que tanto tememos. Pero el álbum no se constituye únicamente de fotos, el álbum es también narración, es interactividad, es producto colectivo que no solo habla de una familia, sino que habla de una cultura, de unos ritos y un modo de proceder marcado por procesos sociales. En este sentido el álbum puede estudiarse desde que está vacío —desde la perspectiva de libro como objeto— pasando por el armado que está a cargo de un editor familiar y nos presenta su perspectiva, su narración. La lectura del álbum familiar tiene un carácter socializador que potencia la oralidad como complemento para comprender y completar el rito que este libro engloba. Imagen, oralidad y escritura son las tres formas comunicativas que conviven dentro de este misterioso y encantador libro de memorias.
Trabajo de grado para optar por el título de
Comunicador Social con énfasis en Producción Editorial y Multimedia
Paola Barragán Galán
José Luis Guevara Salamanca Director de Tesis
Pontificia Universidad Javeriana Facultad de Comunicación y Lenguaje
Carrera de Comunicación Social Bogotá, D.C
Agradecimiento
Tabla de contenido
Introducción 1
Capítulo 1. El álbum familiar rito y memoria 8
1.1 Entre la memoria y la imaginación 8 1.2 El miedo al olvido 17
1.3 La memoria colectiva del álbum familiar 28
Capítulo 2. ¿Cómo se crea el álbum familiar? 35
2.1 El álbum familiar como objeto 36 2.2 El fotógrafo y el deseo 45
2.3 El armado 60
Capítulo 3. ¿Cómo se lee el álbum familiar? 72
3.1 Posibilidades de interpretación 73 3.2 Combinación de diferentes códigos 80 3.3 Lectura colectiva 88
Conclusiones 93
Referencias 98
Introducción
El presente no dura más que un instante, no acabamos de caer en cuenta de que es nuestro
presente cuando ya eso que pensamos hace parte de nuestro pasado. Es tan corto el presente,
pero tan grande el pasado que es imposible recordar cada momento, cada detalle. A quién no le
ha pasado que no recuerda qué color de medias tenía ayer, o qué comió el miércoles pasado, o
cuál fue la última película que vio en cine. Quién no ha olvidado cómo lucía hace un año, o
qué padre recuerda que tan pequeña era la nariz de su recién nacido, cómo lucían sus manos y
pies después del baño o cuándo terminó de sanar su ombliguito. Esto para no ir tan lejos y
hablar de fechas, ¿Cuándo es que nací? ¿En qué año entré al colegio? ¿Qué día es el cumpleaños
de mi papá?
Tenemos tanto que recordar como lo que hemos vivido, pero esto es tarea imposible, no
podemos recordarlo todo, no podemos retener en nuestra cabeza cada fecha, cada lugar, cada
nombre, cada detalle incluso de momentos especiales. Tenemos entonces una memoria
selectiva, y no me refiero a que recordemos solo aquello de lo que podemos sacar ventaja, no. A
lo que me refiero con memoria selectiva es al proceso normal con el que se guardan los
recuerdos sea dentro o fuera de nosotros: en nuestras cabezas o en objetos que ayudan a
preservar esas memorias como el álbum familiar.
Por lo tanto es posible valerse del álbum familiar para no dejar a la suerte del olvido
memorias valiosas de todo lo vivido. En el álbum familiar se atesoran cientos de memorias, en
forma de fotografías y otros objetos representativos, que se alinean cuidadosamente de modo
que logran marcar el camino hacia una historia pasada. Son como pistas para llegar a descubrir
lo que se pudo perder en y con el tiempo. Pero no solo lo que atesoramos dentro del álbum
tiene relevancia, pues este desde su forma y su apariencia es ya una de nuestras memorias, el
objeto como tal con su cubierta gris, negra, roja o café, sus páginas negras, sepia, o blancas con
autoadhesivo, narran una historia y son ellas mismas huellas, pistas que nos marcan un camino
que se entrelaza con el de su contenido.
Así mismo, dentro del álbum y su carácter de memoria, interviene su dinámica de
socialización que lo enriquece en la medida en que se lee entre varios y hay un alguien, un
storyteller que nos ayuda a ver esas huellas del pasado. Es nuestra abuela quien pacientemente se
en la historia o quien hace que esas memorias parezcan el presente, todo esto en voz alta, todo
guiado por la melodía de su voz.
Estas son pues las condiciones del álbum familiar: que atesore en su interior memorias
de un grupo, pues si no hay familia retratada y no hay un editor familiar que lo haya organizado
no puede llamarse álbum familiar. Y segundo, es necesario que este libro que fue creado a partir
de instantes la cotidianidad de una familia sea compartido y leído entre ellos, es decir, por un
grupo. Para mi trabajo en particular comencé con un objeto de estudio llamado El Álbum
familiar de Bogotá que fue una iniciativa del Archivo de Bogotá y el Banco de la Republica en el
que varias familias de la capital donaban sus fotos para sí hacer una especie de banco de
imágenes que pudiera encerrar en él la memoria histórica de la familia bogotana. En las miles
de imágenes recopiladas se puede leer la cotidianidad de, no uno, sino varios grupos sociales de
diversos niveles socioeconómicos, también se hacen visibles lugares típicos de la cuidad que han
tenido más importancia en algún determinado momento de la historia, desde 1880 hasta el
siglo XXI. Esta iniciativa, sin duda alguna, tiene cientos de maneras de aproximación y los
campos de estudio se vuelven infinitos conforme se tienen en cuanta las variables que contiene,
aún así, la investigación dio un giro y mi fuente primaria, mi objeto de estudio cambió, ya no
estudiaría el Álbum familiar de Bogotá sino mis álbumes familiares. Esta decisión la tomé porque
al utilizar los álbumes de mi familia me sentía más próxima a las imágenes que veía, y
adicionalmente el objeto de estudio me acercaba justamente al ámbito de lo familiar, a la
dinámica de socialización que genera el álbum familiar. La fuente traía consigo a alguien que
relataba el libro, traía una voz viva que en algunas ocasiones había sido el mismo editor familiar
del libro. Estas características, además de la materialidad del libro, de la posibilidad de pasar
una páginas tras otra y sentir el material de cada fotografía, me acercaban a vivir a través de más
de un sentido la experiencia de memoria del álbum familiar.
Cuando cambió el objeto de estudio, cambió también el reto; al investigar sobre el
Álbum familiar de Bogotá, estaban a la vista, de un modo un poco más evidentes, las
características de toda una ciudad, sus ritos, su cotidianidad, lo que yo debía hacer entonces era
conectar una con la otra, la familia Pérez con la familia Rodríguez, buscar un link entre ellas,
encontrar aquello que las unía; por el otro lado con mi objeto de estudio, muchas veces la
narración y la continuidad de la historia contada en el libro, el carácter de unidad hace pensar
que son elementos aislados de los aspectos macro de una cultura y una sociedad, así que parte
del reto se convirtió en conectar la microhistoria de las fotografías con un contexto, una cultura,
Por lo anterior y adicionalmente por mi deseo de tomar como objeto de estudio un
álbum que me ofreciera una materialidad, que me permitiera deslizar las páginas y sobretodo
ahondar en el proceso de armado, ese en el que está presente, aunque de modo instintivo y
casero, la labor de un editor, uno amateur y familiar que organiza y hace el álbum con ciertos
criterios. Una vez que empecé a recorrer mis álbumes familiares me di cuenta de que en ellos
estaba la identidad de mi familia retratada y a la vez me abrió las puertas hacia una dirección
que antes no había visto: el carácter aglutinador del álbum familiar, es decir su capacidad de
abrir espacios de socialización entre la familia, como aquellos que existían hace sesenta o
setenta años. Así pues recorriendo mis álbumes familiares, los álbumes de mis abuelas, de mis
tías, estaba en un territorio familiar, que es justamente el núcleo, la institución detrás del álbum
familiar y sin la que no podría ser.
Por ende, este trabajo exploratorio se convirtió además en un recorrido personal a través
de las memorias de mi familia, lo que lo acercó mucho más al lado nostálgico característico del
álbum familiar. Cuando lo veo, veo en él un pasado que nunca volverá, que tal vez no era mío
pero igual puedo apropiarme de él, pues me siento identificada. Las fuentes primarias estaban
al alcance de la mano, tanto los álbumes como mi familia; hablar de la materialidad del álbum,
de su forma y su apariencia, era describir lo que veía, lo que estaba en mis manos, hilar las
imágenes de cada álbum era sentarme una tarde con mi mamá a, en vez de ver televisión, revisar
el pasado del que soy producto, era invitar a mis tías a tomar el té en la casa y poner el álbum
en la mitad de la mesa como acompañamiento, o era incluso cumplir la promesa de una visita
que estaba pendiente a la casa de mis abuelitas.
En consecuencia el trabajo se presenta desde un enfoque personal y un recorrido
exploratorio a través del álbum familiar que pretende descubrir su importancia y su razón de ser.
Esta aproximación pretende entenderlo como objeto que ayuda a las familias a enfrentarse a ese
temor de no dejar huella, al miedo natural de todo ser humano de caer en el olvido, y a la vez
verlo como un objeto que es en sí mismo memoria y expresión cultural de aquellos que lo
fabrican. Desde ese punto de vistan el álbum no es solo el contenedor de fotografías y objetos
que narran historia y acercan el pasado, el libro (desde su materialidad) es tan importante como
las imágenes y las palabras que lo rodean. Por lo tanto, el álbum visto como objeto representa —
al igual que todo su proceso de armado— un código específico que puede interpretarse.
Respecto al proceso de armado, para esta investigación, postulo que comienza en la
mente del fotógrafo, pues finalmente la foto es posible por su acción de apretar el obturador en
determinado instante y mirando hacia determinada dirección. Es poco convencional esta idea,
personajes que intervienen en su creación, pero el primero no es el fotógrafo, este personaje
pasa desapercibido (puede que su cara no aparezca en primer plano en la fotografía pero de un
modo indirecto deja su sello y su impronta en la fotografía), pero no por esto es menos
importante que otros agentes como por ejemplo el encargado de organizar las fotografías,
pegarlas, recortarlas y ubicarlas narrando los acontecimientos como mejor lo considere, es decir
el editor familiar. El fotógrafo es igual de importante solo que menos visible. Aún así, a pesar
de estar en la sombra el fotógrafo es vital para la creación del álbum familiar, sea aficionado o
profesional, él tiene ciertos criterios que hacen que tome esa foto que tomó y no otra. La
inmersión del fotógrafo en una determinada cultura es la clave para ubicarlo como la cabeza del
proceso de armado, es por los principios que tiene él y por los referentes que ha visto y vivido
en carne propia —en otros términos por la historia de la mirada en occidente— que capta un
evento de determinado modo. Recreamos y producimos las imágenes valiéndonos de aquello
que hemos visto a lo largo de nuestra vida, de lo que no es familiar y lo que nuestra sociedad
entiende como normal; que al final son nuestros ritos y ceremonias.
La última faceta del álbum que pretendo analizar funciona a manera de broche que
cierra un círculo; el carácter de socialización del álbum se conecta directamente con su
principio que es el de guardar memoria y trascender en el tiempo. Si se desea dejar huella es
para que más adelante alguien la encuentre y se compare con ella, o la estudie, o la interprete, o
simplemente la admire. Así pues el álbum familiar cumple su objetivo cuando logra agrupar a la
familia, cuando alguien lo abre y empieza a contarlo, es allí cuando en medio de la lectura
colectiva cobra verdadero sentido, es cuando todos los códigos, oralidad, escritura e imagen
funcionan en pos de comunicar algo. Por ende el álbum familiar debe ser entendido como un
espacio en el que se conjugan tres medios de comunicación y varias generaciones para estudiar
un pasado. Cabe aclarar que este no es el estudio de un recorrido de lectura individual del
álbum familiar y las diferentes dinámicas que esto implica. Es posible, pero pretendo resaltar la
importancia de que sea relatado por alguien para completar la experiencia.
Aunque al inicio de este trabajo uno de los puntos de más interés para mí, y que nace
de un gusto personal, era la fotografía, este no es el tema central de la investigación, no
pretendo analizar la fotografía desde su carácter estético o técnico, o la misma historia de la
fotografía en Colombia, sino más bien resaltar cómo da cuenta del pasado, y trabaja entonces
dentro de los objetivos del álbum familiar. Así mismo, los ritos y ceremonias que se muestran
en las fotografías no son el objeto de estudio. Aunque de ellas si obtengo valiosa información
de ellos tiene una significación cultural y están enmarcados dentro de un contexto que es
importante entender para poder leer el álbum.
Además de lo anterior, cabe resaltar que el periodo de estudio que se abarcó, desde los
cuarenta hasta los ochenta, que si bien es un periodo extenso es lo que me permite evidenciar
los cambios por los que ha pasado la fotografía, el álbum —entendido como objeto— y la familia
como expresión de una sociedad, un periodo más corto no permitiría evidenciar una evolución.
Por lo tanto en esta investigación me dediqué a entender e investigar el álbum familiar de papel,
no en ningún otro formato. Si bien dejo la puerta abierta a empezar una discusión sobre lo que
puede significar el cambio del papel a lo digital por parte del álbum familiar, no es el tema de
mi investigación. Sucede lo mismo con el carácter editorial del álbum familiar, si bien hay
algunas pistas sobre el ejercicio de un posible editor familiar —que organiza y rehace la historia
de sus familiares, sin ser necesariamente consciente de la responsabilidad que está en sus manos,
pues es la composición que él haga la que perdurará en el libro y será memoria, es lo que él
decidió editar lo que generaciones futuras tendrán en cuenta y leerán, es su visión la que llega a
su nietos, bisnietos e incluso a la sociedad (el libro se hace para la familia, pero no se sabe a
manos de quién pueda llegar ni qué impacto pueda tener a nivel macro) —no es lo que pretendo
analizar en el presente trabajo.
El primer capítulo de esta exploración por el álbum familiar empieza por hablar de su
carácter de rito y memoria; busca entender cómo la memoria y la imaginación conviven dentro
de él, cómo la certeza, o la prueba y la especulación caben y trabajan en un mismo espacio,
ambos con el fin de no dejarse atrapar por el olvido al que tanto miedo le tenemos los seres
humanos, a no trascender y no dejar huella. El capitulo cierra con la memoria colectiva que se
genera alrededor del álbum familiar, pues es un libro que muestra la vida de una familia que no
está dentro de una esfera y es ajena a los moldeamientos de la sociedad. Es memoria colectiva
pues es expresión de la cultura que cierto grupo adquiere al estar inmersa en una sociedad1.
El segundo capítulo responde a cómo se crea el álbum familiar una vez que hemos
entendido su fin de guardar memoria y trascender para no caer en el eterno olvido. El álbum
familiar es entonces objeto desde su materialidad, desde antes de que se pegue la primera foto;
en él encontramos rasgos que hablan desde cierto código de la familia que tiene la intención de
llenarlo y también de su cultura y sus necesidades en determinados momentos. Así como el 1 Desde este punto de vista, y aunque no lo desarrollé, cobra validez el sentido del Álbum familiar de Bogotá, pues que mejor que ese trabajo para hacer evidentes las diferentes expresiones de una familia que hablan de la cultura y la sociedad en la que está inscrita. 2 Estas características se vuelven casi que el objetivo de estudio en la iniciativa del Álbum familiar de Bogotá. Al
libro como objeto es importante, el momento de captura del instante también. En este capítulo
planteo que el álbum familiar empieza a crearse no cuando se pegan as fotos, sino cuando se
desea tomar la fotografía. Así pues el fotógrafo y el deseo de captar el instante son cruciales para
la posteridad, el fotógrafo tiene dentro de sí ciertos imaginarios como, por ejemplo, el de cómo
debe lucir una familia, y es así como la retrata, algo de él queda en la fotografía y por supuesto
que quedan los miembros de la familia que quisieron ser retratados para poder verse más
adelante como alguna vez fueron. Finalmente una vez que la foto está impresa en el papel y que
hemos ido a recogerlas del laboratorio unas semanas después, es cuando el armado empieza,
sentarse a reconstruir el pasado, a ordenar las fotografías y darles un lugar, una al lado de la otra,
es el inicio de una narración del pasado que pasa por el filtro de un editor casero que toma
decisiones importantes sin notarlo pues es una labor espontanea; tan espontanea que es casi
imperceptible. El editor casero realiza el proceso, pega, recorta, desecha, pero no es consciente
de que esos son principio de criterios editoriales. El lugar que las fotografías ocupan es
entonces importante, pero en este punto también se enriquece el álbum con diversos objetos
que son expresión cultural de la familia y también contienen valor sentimental para ellas.
Recortes de periódico, postales, mechones de pelo entre otros son elementos que empiezan a
jugar con las fotografías y los espacios en blanco del álbum.
Y para terminar el recorrido, qué mejor que responder a cómo se lee el álbum familiar,
ver cómo se completa el ciclo, como se cumple el propósito con el que fue armado este libro de
memorias. Así como un libro de literatura, el álbum es susceptible de ser leído; cada página está
ahí para que se interprete pero para esto se requiere de un lector activo que sea capaz de
interrogar al texto para poder entender sus códigos. Una vez que esto se logra, las posibilidades
que hay de interpretación son infinitas, por el mismo carácter de memoria colectiva del álbum y
su combinación de diferentes códigos, ante los que el lector debe estar atento. No se trata solo
de leer imágenes, es también interpretar el gesto de la abuela y cómo los pie de fotos modifican
la fotografía o la soportan. En este capítulo se resalta el carácter comunicativo del álbum
familiar, desde el punto de vista que dentro de él conviven la oralidad, la escritura y la imagen.
Para completar la circunferencia el álbum cumple su fin de ser compartido, esa meta de
congregar a la familia en torno a él para recordar el pasado se cumple cuando la lectura se
vuelve colectiva, cuando el recorrido a través de sus páginas se hace acompañado por un
storyteller con quien podamos interactuar, interrogar y descifrar esas fotos que el fotógrafo tomó
y que el editor casero organizó en determinada secuencia.
más directo de lo que pienso, tiene que ver con lo que soy hoy en día. Los invito a ser un
miembro activo más de la familia que se reúne en torno al álbum familiar para viajar a lugares
Capítulo 1. El álbum familiar rito y memoria
El álbum familiar está estrechamente relacionado con el pasado, con lo que como familia
hemos vivido y hemos capturado en fotografías. Desde esta perspectiva el álbum es memoria, se
construye de fragmentos de la realidad, de hechos que dejaron huella en nuestras vidas y no
queremos dejarlos solamente en nuestras mentes, en donde son propensos a borrarse a medida
que pasa el tiempo.
Por lo tanto, el álbum familiar se instaura como un lugar en donde nuestros recuerdos
pueden descansar seguros, así cada vez acumulemos más pasado y encontrar un recuerdo
específico sea una tarea más compleja, el álbum tiene en sí evidencia que nos ayuda a hilar los
recuerdos desde lo visual y no caer en el territorio de la imaginación por vía de la especulación y
por efectos del temor a aceptar que hemos perdido el recuerdo. Que hemos olvidado el pasado.
Y es que olvidar el pasado es negar una existencia, es cortar el legado, un atentado a
nuestra propia naturaleza como individuos y como grupo, como miembros de una familia, de
una sociedad, de una cultura. Por ende —para no perder el pasado irremediablemente—
documentamos momentos importantes de nuestras vidas, instantes que culturalmente son
claves en la vida del ser humano y se tornan en ritos casi obligatorios.
Por consiguiente, el álbum familiar se forma de trozos de humanidad, de memorias que
aunque son de una familia en particular, se parecen a memorias de otras familias cercanas o
lejanas, parecidas o diferentes, pero que tienen en común una cultura, y sobretodo un deseo de
perdurar en el tiempo, de dejar huella, de ser recordados y no simplemente desvanecerse en el
inevitable devenir.
1.1 Entre la memoria y la imaginación
Recuerdo que… me acuerdo que… se me olvidaba que… todas son frases que hacen referencia a
la memoria, lo que en ella conservamos y también lo que de ella se nos escapa. La memoria nos
transporta a lugares, personas y situaciones del pasado, a eventos que tuvieron lugar y por
alguna u otra razón quedaron marcados en nuestros cerebros, en nuestra piel. Y es que los
nuestros sentidos, por lo tanto “la memoria no es sólo responsable de nuestras convicciones,
sino también de nuestros sentimientos” (Todorov, 2008, p. 41) La memoria no está limitada en
el campo de las ideas, no solo nos hace pensar y movernos en el terreno de lo lógico, también
nos hace sentir, nos hace revivir aquel amor de adolescentes.
Recuerdo como si fuera ayer mi fiesta de cumpleaños en la finca, aún puedo sentir la
humedad flotando en el aire, el frío calando mis huesos (ver imagen 1). Le pregunté a mi mamá
si se acordaba del frío que hacía ese domingo, si recordaba a mis amigas, si se acordaba de las
delicadas gotas de agua sobre las margaritas a la entrada de la casa. No recordaba. No recordaba
ni el frío, ni a mis amigas, ni mucho menos que fuera domingo o las margaritas. Pero sí
recordaba que casi todos los cumpleaños los celebrábamos allá (ver imagen 2)., que ir los
domingos era parte de nuestra rutina y que siempre antes de regresarnos, peleaba conmigo y
mis hermanos porque no queríamos volver a la casa.
Imagen 2. Como mi madre lo recuerda. Cumpleaños en la finca. Álbum de Lucía Galán de Barragán. (1997)
Ahora bien, lo importante de esta anécdota no es que recordara lo mismo que yo, es
que recordara algo, lo que fuera. Paul Ricoeur dice que “la memoria es el vínculo fundamental
con el pasado” (1997, noviembre, p. 107 ) tener memoria de que esto o lo otro tuvo lugar es
haber vivido, haber estado allí, haber compartido. Tener presente en la memoria personas,
lugares, situaciones y diferentes eventos es la conexión de lo que ahora somos y de aquello que
ya no es, pero que sí nos condujo hasta donde estamos ahora mismo. Sin vínculo con el pasado
¿cómo podríamos siquiera saber qué somos? ¿quiénes somos? ¿por qué estamos en dónde
estamos? ¿Cómo podríamos siquiera relacionarnos, armar vínculos con los que nos rodean?
Pues bien, de no tener memoria sin duda estaríamos perdidos, viviríamos en un eterno
presente que nunca nos llevaría a ningún lado. No aprenderíamos nada, no podríamos
arrepentirnos de nada tampoco, no habría devenir, no cambiaríamos, no podríamos
compararnos con nada. Al respecto Todorov dice que “la recuperación del pasado es
indispensable; lo cual no significa que el pasado deba regir el presente” (2008, p. 40)
Afortunadamente la memoria existe, en nuestros cerebros podemos almacenar lo que nos pasó
ayer, lo que dijimos hace un año. Tenemos la capacidad de retener información y lo más
importante la posibilidad de volver a algún momento del pasado y revivirlo; la memoria nos
permite viajar en el tiempo, no para modificar nuestra historia—al mejor estilo de las películas
de ciencia ficción— pero sí para revisarla, para “recordar como si fuera ayer” o simplemente
Aún así, es de resaltar que la memoria humana es frágil, engañosa y selectiva. No
podemos acordarnos de todo ni contarlo todo, pues “el mero hecho de elaborar una trama con
distintos acontecimientos del pasado precisa una gran selección en función de lo que se
considera importante, significativo o susceptible de hacer inteligible la progresión de la historia”
(Ricoeur, 1997, noviembre, p. 111) El ejemplo de mi cumpleaños aplica acá también, mi madre
no recuerda cada detalle que yo recuerdo, ella no seleccionó los mismos momentos que yo —no
tenemos los mismos intereses, por la diferencia de edad, gustos, proyecciones— por lo tanto no
quedaron grabados en su memoria. La memoria se basa en un proceso de selección que varía de
una persona a otra, recordamos cosas diferentes de un mismo evento, las sentimos diferente, de
hecho, así mi mamá y yo recordemos el mismo ponqué de mi cumpleaños, el recuerdo en su
mente es diferente al mío.
Siendo así, cabe decir que “el recuerdo es una modificación específica de la
presentación, al menos en cuanto recuerdo primario o retención” (Ricoeur, 2008, p. 72). Es
decir que el recuerdo almacenado en nuestra memoria no es una copia idéntica de lo sucedido,
de lo visto, lo oído, lo probado, es la imagen de lo que vimos, oímos o probamos, la imagen que
nosotros hicimos de esa experiencia. El recuerdo viene a nuestras mentes modificado de cómo
sucedió en ese momento por el simple hecho de que lo experimentamos, lo sentimos de un
determinado modo y así se instaló en la sección de recuerdos. Sea entonces una imagen muy
modificada, o muy cercana al evento vivido están sin duda conectadas a algo que tuvo lugar en
el pasado, en otro tiempo. La memoria hace referencia a lo ausente, a lo que ya no está es
justamente por eso que, como dice Ricoeur, “es necesario ir en su búsqueda” (2008, p. 20) Hay
que perseguir el recuerdo como solía ser.
La imaginación también hace de lo ausente su punto de partida: pensar, por ejemplo,
que habríamos podido pedir el clásico viaje a Disneylandia cuando cumplimos quince años hace
referencia no solo a una persona ausente (pues sin duda ya no somos aquella niña de quince
años) sino que también se refiere a un tiempo pasado, a un tiempo que ya no es. De igual
manera, pensar en cómo será nuestra boda y de qué color queremos que sean los arreglos
florales de la iglesia es pura especulación, no somos aún esa persona que se va a casar y las flores
que existen ahora para ese entonces ya estarán marchitas. Tanto lo uno como lo otro —imaginar
el pasado, o imaginar el futuro— son ideas que nacen de permitirse escapar de lo que en
realidad ha tenido lugar.
Por lo tanto, si al imaginar escapamos del territorio de lo real cabe preguntarse ¿a qué
nuevo mundo nos conduce este acto? Imaginar nos sitúa en un territorio en dónde todo puede
mágico. Es un encantamiento destinado a mostrar el objeto en el que se piensa, la cosa que se
desea, de modo que uno pueda tomar posesión de él” (Sartre, citado en Ricoeur, 2008, p. 77)
La boda que imaginamos tiene lugar en nuestra mente, allí se vuelve imagen —incluso se vuelve
imagen con movimiento— refleja lo que deseamos, y en ocasiones, es tan fuerte ese deseo que se
atenta con desdibujar los límites entre memoria e imaginación. Entre lo real y lo ficticio.
Según lo anterior, “entre la imaginación y la memoria existe una especie de
complementariedad y, a la vez, cierta desigualdad. Por un lado, ambas facultades tienen algo en
común: se refieren a cosas ausentes” (Ricoeur, 1997, noviembre, p. 107). Por el otro lado —
hablando de sus desigualdades— la memoria está enraizada en aquello que ha sucedido
realmente en un tiempo determinado; por su parte, la imaginación no se entiende como prueba
de algo, no depende del tiempo, simplemente reposa en el territorio de lo fantástico, es un
encantamiento como dice Sartre, o en términos de Husserl Phantasie. Cuando él habla de
Phantasie, “piensa en las hadas, en los ángeles, en los diablos de las leyendas: se trata sin duda
de ficción” (Husserl, citado en Ricoeur, 2008, p. 69).
Así pues, complementarias y desiguales, la memoria y la imaginación son factores que
no se pueden separar del álbum familiar, de la fotografía, de la imagen, de la narración que
surge a lo largo de sus páginas. Ambas tienen funciones para lograr entender este libro, desde la
razón de su creación. El álbum familiar en sí mismo constituye un elemento que guarda
memoria, es memoria en su materialidad, en su oralidad. Es creado con el fin de guardar
memoria para poderla contar de nuevo cada vez que se recorran sus páginas. Y a la vez tiene
espacio para la imaginación pues como no se conoce todo de él y no apunta a certezas absolutas
hay espacio para suponer, para imaginar.
Según lo anterior el álbum familiar es memoria, fue fabricado por una persona que
deseaba que la historia de su familia trascendiera en el tiempo; desde este punto de vista el
álbum familiar puede ser considerado como un fenómeno de la memoria. Los fenómenos de la
memoria, según Le Goff, “ya en sus aspectos biológicos, ya en los psicológicos, no son más que
los resultados de sistemas dinámicos de organización, y existen sólo en cuanto la organización
los conserva o los reconstituye” (1991, p. 132). Es decir, el álbum familiar es expresión de la
memoria y de los procesos que las personas —e incluso instituciones, como la familia— emplean
para salvaguardar huellas. El álbum familiar es un archivo organizado de memorias que se
atesora, se conserva y con el paso del tiempo se complementa.
Ahora bien, junto al deseo de guardar huellas, de atesorarlas en un lugar que las proteja
se dispone a pasar hoja por hoja, a ver cada fotografía, cada imagen e intentar relacionar la una
con la otra. Acá existen dos posibilidades: una, que la persona que está viendo el álbum sea solo
un Spectator y no se vea a sí mismo en las fotografías (por lo tanto no vivió esa historia) o por el
contrario, sea tanto Spectator como Spectrum —en términos de Barthes— y pueda recordar la
historia porque la vivió en carne y hueso. La primera conduce más fácilmente al círculo de la
suposición: como no sabemos, imaginamos que… La segunda por su parte aunque contiene
cierta creencia y certeza dentro de sí, no se cierra ante la posibilidad de conectar episodios
confusos a través de la magia de la imaginación.
Por consiguiente podemos relacionar el momento de la interpretación con el momento
en el que la imaginación entra a jugar en el mismo terreno que la memoria, es cuando ante un
lapsus de la memoria, un hueco de saber y de ver, la suposición y cientos de ideas del mundo de
lo irreal pueden hilar la narración. Por ejemplo: un álbum de mi familia empieza con la
fotografía de una niña, que asumo es mi tía —así que debe ser alrededor de 1938 antes de que
naciera mi mamá, por la vegetación y la vestimenta no creo que sea la capital sino un lugar más
cálido—, lo supongo porque logro reconocer a mi abuelo abrazándola. Después, está la foto de
un grupo de niñas haciendo la primera comunión (esto lo interpreto por el vestido que tienen y
porque yo también tengo una foto del grupo con los que hice la primera comunión)
nuevamente asumo que mi tía está ahí en alguna parte. Paso la hoja y veo dos niñas sonrientes
sosteniendo una muñeca, aquí viene de inmediato a mi mente una anécdota de mi mamá sobre
cuánto quería a su muñeca de porcelana y cómo un día mi tía se la botó escaleras abajo, por esa
anécdota asumo que esa es la famosa muñeca. Salto a la otra fotografía y están (creo) mi mamá
de mal genio, y mi tía —sonriente como siempre— en lo que me imagino que fue un paseo con
mis abuelos durante el fin de semana, tal vez el domingo “(ver imagen 3)”.
Así podría continuar analizando todo el álbum, entre creo e imagino, supongo y a lo
mejor sé. Soy solo Spectator —así las imágenes me toquen emocionalmente— no estoy
contextualizada, no puedo recordar con certeza, porque no existía en ese entonces y lo poco que
recuerdo es por narraciones colaterales que me permiten asumir esto o aquello. Ahora bien,
voy a hacer el mismo ejercicio pero con un storyteller (Silva, 2012, p. 23) al lado, en éste caso mi
mamá, transforma la historia y la dota de credibilidad, no se basa en el tal vez, en creo y
supongo, ya que fue protagonista de esa historia. Puede que en su memoria no estén los
recuerdos exactos pero a grandes rasgos, sabe que eso tuvo lugar, sabe cómo narrar ese aquél
Imagen 3. Lucía y María Cristina. Álbum de Graciela Contreras. (1948- 1960)
De este modo el que recorre el álbum familiar desprovisto de Storyteller o de
conocimiento previo, tiene una lectura y experiencia de ver el álbum familiar diferente. Esta
diferencia no se encierra únicamente en la nostalgia y el rito de reunirse en familia para contar
y revivir anécdotas e historias escondidas, va mucho más allá, incluso la diferencia se puede
poner en términos de memoria e imaginación, dos facultades que a pesar de referirse a lo
ausente hablan de ello desde diversos ámbitos.
Para Paul Ricoeur “la diferencia fundamental entre ambas facultades consiste en
que la imaginación se desarrolla espontáneamente en el ámbito de lo irreal, de lo posible,
mientras que la memoria siempre se encuentra vinculada de un modo u otro con lo que
realmente sucedió” (1997, noviembre, p. 107). Entonces abrir el álbum familiar y pasar página
por página por nuestra cuenta nos invita a recorrer los caminos de la especulación, de imaginar
que tal vez un grupo de amigos es un grupo de primos. Imaginar, por ejemplo, que la que está a
guiamos por algunos gestos e indicios que la fotografía encierra dentro de sí. Puede que en algo
tengamos razón, puede que por el contrario, no sea una escena familiar, sino una cena de
negocios en la que los únicos relacionados son el hombre de la esquina izquierda y la mujer de
la esquina derecha, el resto pueden ser amigos, compañeros de trabajo.
Imagen 4. Abuelos y otros. Álbum de María del Tránsito Gómez. (1958)
Lo anterior se refiere directamente a la lectura que hacemos de las imágenes. La imagen
nos habla, nos grita, nos susurra. Así la imagen no cambie cuando la mira una persona o la
mira otra, sí adquiere un significado diferente para aquel que la mira. La lectura entonces se
vuelve subjetiva, existen mil modos de leer una fotografía. Como las fotografías son en sí
mismas algo histórico, encierran en ellas memorias, eventos y personas que han tenido lugar,
describen algo pero de modo indirecto de manera que no necesariamente aquello que leemos
es verdadero. Siendo así al igual que “un cuadro, una pintura, podían ser leídos como imagen
presente o como una imagen que describe una cosa irreal o ausente” (Ricoeur, 2008, p. 69) Las
fotografías nos ilustran un pasado, cercano o lejano, pero que en todo caso ya no es, y al mismo
tiempo, al sugerir ese pasado, nos hace buscar en nuestro presente un modo de interpretarla, así
recurrimos a imaginar o recordar.
Por lo tanto, ver un álbum familiar sin un Storyteller es perderse, dejar pasar
muchos detalles, también requiere un mayor esfuerzo por contextualizarse en la época, es
recurrente. Si es cierto que al no tener una voz que traiga a nosotros el olor del pasado y la
nostalgia de lo ausente nuestros sentidos pueden agudizarse y prestar atención a otros factores
que se ven opacados por los sentimientos que se evocan en el relato.
Cuando observamos el álbum por nuestra cuenta saltan a la vista modas, que
van desde los peinados, pasando por la ropa, los lugares preferidos para tomar una fotografía, o
los sitios predilectos para ir de paseo2. Se descubren patrones superficiales que también hacen
parte de la memoria; pero en cuanto al relato y la asociación de personajes, lugares y eventos, es
posible perderse en un sinfín de posibilidades y acabamos por escoger el que más apropiado
parezca pero que al final no tiene más fundamento que la imaginación: me imagino que ese fue
el primer carro que mi abuelo Alfonso compró. (Ver imagen 5).
Imagen 5. Alfoncito con su carro. Álbum de María del Tránsito Gómez. (1955)
Iniciar un recorrido a través del álbum familiar puede hacerse acompañado o en
la comodidad de la soledad, cualquiera que sea el caso es válido y supone un rito, el rito de
observar lo ausente y hacerlo presente. En todo caso cualquiera que sea la compañía que se
escoja para deslizar las páginas del álbum, los une una misma intención: el miedo ante la
posibilidad de perder las memorias. El Storyteller no es más que, como nosotros, un ser humano,
propenso a olvidar, a dejar pasar, con una memoria frágil. “Lo que hemos aprendido o
2 Estas características se vuelven casi que el objetivo de estudio en la iniciativa del Álbum familiar de Bogotá. Al
adquirido puede llegar a perderse. Por ello, hemos de conservar las huellas” (Ricoeur, 1997,
noviembre, p. 110). La oralidad y la memoria, aunque son base para conservar memorias, son
susceptibles de evaporarse con más facilidad que aquello que está escrito, que está impreso, que
se resguarda en algún material más sólido que el aire. Las huellas, en este caso se guardan en el
álbum, pues como dice Silva “la foto tenía lugar, y el álbum era su hogar más seguro” (2012, p.
51). En el álbum salvaguardamos aquellas huellas que en un futuro nos sentaremos a leer de
nuevo.
El álbum familiar es entonces un objeto que salvaguarda aquello que sucedió, que tuvo
lugar en un determinado tiempo del pasado, es a través de fotografías, recortes e incluso
diversos objetos que aquel que se da a la tarea de armar el álbum pretende conservar del pasado
para no dejarlo perder; arma el álbum con piezas de eventos que dejaron huella en su vida para
recordarlos, para sobrellevar el miedo de perderlos en algún lugar, en algún momento en el
tiempo, las guarda para tener la posibilidad de recordar al ver y no exponerse a tener que
imaginarlo todo por haber perdido la memoria. Archivos y registros organizados como el álbum
familiar, permiten enraizar lo sucedido, darle algo de certeza, amarrar por lo menos los rostros y
las siluetas a lo certero. Como lo interpretemos es un asunto que no se puede controlar, si
daremos rienda suelta a la especulación o si cavaremos tan profundo como sea necesario para
encontrar así sea un ínfimo grano de certeza, de realidad.
1.2 El miedo al olvido
Como especie tenemos un fin que no deja espacio para la incertidumbre, nuestro destino, sea
lo que sea que hagamos en vida, es la muerte. Nacimiento y muerte pertenecen igualmente a la
vida y se contrapesan. “El uno es la condición de la otra. Forman los dos extremos, los dos
polos de todas las manifestaciones de la vida” (Schopenhauer, 2006, p. 67). Inicio y fin de
nuestra existencia, es lo único que viviremos con seguridad; abrimos un ciclo y lo cerramos. Lo
demás, lo que hagamos o no, en el transcurso de un punto al otro nos enriquece, nos
empobrece, nos llena de felicidad o nos atormenta hasta el día en que la naturaleza misma nos
conduce a nuestra única certeza; a unos antes, a otros más tarde.
Aún así, a pasar de tener un punto final que no podemos eludir, es posible hablar de la
inmortalidad, pero no de la inmortalidad como es expuesta en Diario de duelo:
“27 de octubre
pirrónica: no sé”
(Barthes, 2009, p. 19).
Es cierto que es extraño hablar de inmortalidad cuando todos sabemos que nuestro
cuerpo, fisiológicamente, no va a durar para siempre, que nuestro corazón por fuerte que sea no
puede latir sin cesar hasta el infinito de los tiempos. Es decir que en algún momento dejamos
de existir. No podemos ser inmortales y ver pasar generaciones tras generaciones, nacemos con
una, tal vez veamos nacer otras tres pero eso es todo; esa dinámica no esta siquiera cerca de
tocar el infinito. Existe una forma de inmortalidad pero es más metafórica y consiste en que el
fallecido, el desaparecido, en fin, el mortal, permanezca en el corazón y la mente de los demás
por aquello que hizo envida. Desde ese punto de vista la inmortalidad se logra a partir del
recuerdo. Pyotr Ilyich Tchaikovsky, murió hace más de un siglo (1840- 1893), pero sigue vivo en
cada pieza que compuso, sigue inspirando y haciendo soñar, esta vivo aún en todo aquel que se
pierde en sus composiciones, en los que las aman, los que las odian, los que las envidian.
Sucede los mismo —aunque guardando las proporciones— con, por ejemplo, mi abuelo.
Su memoria quedó en la mente de todos sus nietos, al recordarlo su imagen viene a nuestras
cabezas y tal vez, así sea por un instante, sentimos que aún está ahí, que vive de un modo u otro
dentro de nosotros, que nunca se ha ido. La diferencia entre estos dos ejemplos consiste, tal vez,
en que como sugiere Schpenhauer a “la humanidad y no al individuo es a quien se le puede
asegurar la duración” (2006, p. 68). Es decir, mis nietos puede que no guarden en su memoria a
mi abuelo al final de cuentas es un simple viejo que jamás compartió con ellos, al que nunca
vieron, al que nunca tocaron. Saben de él por mí, por sus padres, con suerte lo reconocen por
las desteñidas fotografías en las que él aparece, pero nada más. Tchaikovsky por su parte puede
ser conocido por los nietos de mis nietos, y por seis generaciones más lejanas. Su memoria, sus
obras, su herencia es menos frágil y no se pierde con el paso del tiempo tan fácil como la vida
de mi abuelo. Uno pasa por la humanidad, el otro resta como individuo, permanece en la
esfera de lo familiar.
Aún así, cualquiera que sea el caso —Tchaikovsky o mi abuelo Gustavo— el encuentro
con la muerte es seguro, no hay escapatoria. Detener el tiempo y preservarse en una época es
también un imposible. Y pensar que nunca caeremos en las sombras del olvido, es la
manifestación del miedo que sentimos ante la certeza de ese hecho. De este modo, por miedo al
olvido, al lento desvanecimiento, llegamos incluso a negar la muerte, a alejarla de nosotros, a
reconocemos que siempre estuvo allí, que siempre caminó a nuestro lado; pero pronto, con el
mismo paso del tiempo que llevó a alguien a ser tocada por la muerte, la volvemos a olvidar.
“16 de noviembre
Ahora, por todas partes, en el café, en la calle, veo a cada individuo bajo la especie del
que-debe-morir, ineluctablemente, es decir, muy exactamente del mortal. Y, con no menor evidencia, los
veo como no sabiéndolo”
(Barthes, 2009, p. 62).
La muerte nos persigue desde que nacemos, nos acompaña en cada paso, posa —
silenciosa e imperceptible— junto a nosotros cuando nos toman una fotografía, sabemos que
aunque no aparezca en el recuadro, después de revelado el negativo, ella está ahí, esperando
paciente. Somos mortales, así que el abuelo que paseaba sonriente junto a sus nietas “(ver
imagen 6)” algún día ya no estará, y no va a regresar. Sus nietos, hijos, esposa y demás familiares
o amigos cercanos pueden extrañarlo y desear que aún pudiera acompañarlos; pueden incluso
traerlo de vuelva pero solo en sus mentes, pueden sentir su voz, recordar algo de su aroma, pero
eso es todo. Evocar al mortal no lo va a traer de nuevo a la vida, y no importa que tan fuerte
queramos que así sea, el deseo y la energía merman a medida que el tiempo trata de sanar las
heridas, a medida que la vida se reorganiza.
Aún así, es importante resaltar que no es necesario morir para ser presa del olvido;
existen más caminos que conducen al mismo lugar. Podemos estar vivos, pero al mudarnos a
otro país, por ejemplo, dejamos un vacío en donde solíamos vivir. Dejamos una ausencia que
pronto será, con suerte, solo recuerdo; si no, se perderá en la oscuridad y caerá en el, tan
temido, olvido. Y es que Silva lo dice: “todo tiempo pasado está perdido para siempre” (2012, p.
38). Lo pasado, lo ausente es más susceptible de desvanecerse de nuestras mentes a medida que
pasa el tiempo, se pierde entre la memoria y se confunde con la imaginación. Sea como sea, ese
pasado no va a volver nunca, por más que el recuerdo nos invada con extrema nitidez, no deja
de ser recuerdo y no se salva de perder su nitidez.
Ante la constante amenaza a la que estamos expuestos de perder nuestros recuerdos,
creamos diferentes mecanismos que tratan de evadir el fatídico e inevitable destino. Sabemos
que actuamos contrarreloj y que cada minuto que pasa hace parte de un pasado que no volverá
y tal vez olvidemos. Siendo así dejamos una pequeña ventana —en forma de palabras, fotos,
videos— por donde de vez en cuando un viejo pero dulce recuerdo pueda volver con la nitidez
de lo que alguna vez fue. Aún así, vivimos entre olvido y recuerdos, entre las sombras y la luz,
pero ante todo vivimos con temor, con miedo a caer en el olvido eterno, a no recordar por
nuestra cuenta ni con ayudas externas.
Así como la muerte es natural e inseparable del destino humano, el temor a no dejar
huella, a desaparecer y desvanecerse también, por eso día tras día luchamos —conciente o
inconcientemente— contra lo que Aristóteles llamaba “el carácter destructor del tiempo”
(Ricoeur, 1997, noviembre, p. 108) nos apresuramos a estudiar y producir grandes trabajos que
aporte de un modo u otro a la sociedad; nos casamos y tenemos hijos que educamos a imagen y
semejanza y así entendemos nuestra propia existencia. Y aún tenemos la impresión de que
“hagamos lo que hagamos nuestras huellas se borrarán siempre de un modo irremediable”
(Ricoeur, 1997, noviembre, p. 109). Los días, meses y años transcurren y aquello que vivimos
ayer, ese tan esperado viaje, se archiva en la memoria y queda debajo de una montaña de
recuerdos más recientes, hasta que resulta sepultado. Incluso cuando hemos puesto estas
memorias en soportes físicos como el álbum familiar que resultan, literalmente, sepultados bajo
el peso del tiempo y las hojas.
Aún así, a medida que esos mismos días, meses y años pasan, nosotros como individuos,
nuestra familia, o la sociedad —como colectivos— dejan escrita una historia; una serie de eventos
y experiencias que de un modo u otro van dejando huella: haber escrito un libro, lanzarse a la
carro, ir de paseo. Todos estos eventos se acumulan en nuestras memorias como huellas que
determinan quiénes fuimos y qué nos impulsó a ser.
De hecho, y como dice Augé, “nuestro presente se divide con frecuencia entre las
incertidumbres del porvenir y las confusiones del recuerdo” (1998, p. 21). Aquí sentada me
pregunto con curiosidad y ansias ¿qué me depara el mañana?, ¿qué estaré haciendo dentro de
otros cinco años?, ¿en qué lugar del mundo estaré? Y al mismo tiempo veo sombras borrosas de
hace cinco años cuando empecé la universidad ¿a dónde pensaba llegar?, ¿qué hacia ahí?, ¿era la
buena decisión?, ¿cómo me veía al final del camino en el que estoy hoy?, ¿Por qué no me cambié
a estudiar otra cosa? Futuro y pasado, así es como vivimos el presente. Recordamos amigos,
extrañamos tiempos lejanos, pero no podemos esperar a vivir el mañana, corremos apresurados
hacia él para ver que de nuevo hay, para descubrir nuevas cosas, soñar otras y extrañar eso que
un día fue nuestro presente.
Ahora bien, el tiempo pasa y cada minuto que vivimos, se convierte en pasado tan
rápido como lo vivimos. En cada minuto que pasa se ha perdido información pero también se
ha almacenado otra, alguna estará ahí por un corto tiempo y luego se borrará por completo —así
como la memoria de nuestro correo electrónico, guarda cierto número de mensajes, no muy
importantes —me refiero al famoso junk mail o spam—, por un determinado tiempo y luego los
elimina automáticamente— otras quedarán por largo tiempo ahí guardadas, latentes, esperando
a ser utilizadas alguna vez. De todos modos, es tanta la información que es imposible recordarlo
todo, guardar en nuestras cabezas cada instante de nuestra existencia es tarea imposible, y de ser
así ¿Qué sería del carácter nostálgico del recuerdo? Recordar cada minuto de nuestras vidas con
precisión alejaría la magia de cavar en nuestra memoria y tratar de sacar a la luz ese oscuro
recuerdo que pensamos que ya no conservábamos. Pienso que recordarlo todo supondría vivir
el presente y el pasado simultáneamente y se llegaría, incluso, a perder el sentido del aquí y el
ahora.
Además de utilizar nuestra mente, para recordar eventos, personas y cosas, es decir, para
almacenar información, la fotografía, la imagen plasmada en un soporte físico ha sido clave
para ayudarnos a recordar. Y es que finalmente un recuerdo es una imagen. “Al recordar, como
suele decirse, representamos un acontecimiento pasado” (Ricoeur, 1997, noviembre, p. 107)
treinta años después aún podemos recordar nuestra fiesta de quince años, y aunque el vestido
ya no existe, podemos ver el color e incluso evocar la música de la orquesta ”(ver imagen 7)”.
Todo eso está en el pasado, pero al recordar, al intentar pensar en aquel día, en nuestra mente
Lentamente eso que estaba irremediablemente perdido en el tiempo, regresa por un instante, la
memoria gracias al apoyo que brinda el soporte físico, recupera lo real y lo aleja de lo ficcional.
Imagen 7. Fiesta de quince. Álbum de Marcela Barragán. (1988)
Por lo tanto, el recuerdo entendido como imagen puede ser metafórico, si nos referimos
a que es en nuestra mente que se recrea una imagen. Pero podemos también pasar al plano
literal, en dónde la imagen constituye una memoria, donde la fotografía contiene un recuerdo
de algo que tuvo lugar y logró dibujarse con la luz de aquel instante. La fotografía —a lo que ella
se remite y de lo que está hecha— tiene que ver irremediablemente con el paso del tiempo, el
temor a ser olvidados, y con la ausencia. Silva dice al respecto que “la fotografía posee una
naturaleza perversa porque, por principio, una escena hecha para el olvido, como consecuencia
del natural paso del tiempo, se quiere mantener en el recuerdo, para seguirla viendo” (2012, p.
33). Por ejemplo, la fotografía de mi papá bebé parado en la terraza del apartamento, con el
ceño fruncido y la mirada imponente, “(ver imagen 8)” es una imagen que a los dos meses ya
estaba relegada. Mi papá ya no era ese, una nueva cara, un nuevo gesto había reemplazado a ese
bebé y ni hablar después de que han pasado veinte años (ver imagen 9), del referente de esa foto
no queda más que el recuerdo, es tarea casi imposible identificar lo que era y en lo que se
Imagen 8. Luchito en Carácas. Álbum de María del Tránsito. (1949)
Así mismo, según Barthes “en toda fotografía hay un retorno de lo muerto” (2010, p.
30). Aquello que está en la fotografía, aunque aún esté presente (vivo en el caso de que sea un
ser humano), sin duda alguna no es el o lo mismo exactamente de la fotografía. El paso del
tiempo nos modifica, no podemos ser los mismo de hace un segundo, nunca lo seremos. Es
como decir que un hombre no se baña dos veces en el mismo río pues la vida está en constante
flujo, en constante cambio. Es precisamente por eso —además de la fragilidad de nuestra
memoria— que la fotografía sirve como un medio para poder conservar el caracter efímero de
un instante y el álbum como lugar en donde las fotografías están seguras de no desaparecer tan
fácilmente.
Para comprobar lo anterior Calvino en su cuento La aventura de un fotógrafo dice que
“a menudo la pasión del objetivo nace de manera natural y casi fisiológica como efecto secundario de la paternidad […] dada la rapidez del crecimiento, resulta necesario fotografiarlo a menudo, porque nada es más lábil e irrecordable que un niño de seis meses, borrado en seguida y sustituido por el de ocho meses y después por el de un año” (1953, p. 1).
Para no perder lo que una vez fue y poder en el futuro reconstruirlo, verlo, recordarlo
con nitidez, recurrimos a la imagen —en su momento a la pintura o a partir del S. XIX a la
fotografía—.
Pero así como en el siglo XVIII las pinturas por encargo tenían un lugar específico en
donde ser puestas, las fotografías (de menor tamaño) también cuentan con un espacio en donde
pueden ser expuestas, agrupadas, un lugar en donde se encuentran seguras y atesoradas: el
álbum de fotos. Augé dice que “nuestros libros hablan de nuestras vidas” (1998, p. 68) y qué
mejor ejemplo de esto —aparte de la literatura— que el álbum de fotos familiar. En un comienzo
el álbum, y según la etimología de la palabra en sí: albus (que viene del griego) se refiere a lo
blanco, lo vacío (Silva, 2012, p 38); un determinado número de páginas en blanco listas para ser
adornadas por rectángulos a blanco y negro, sepia, o todo el espectro de color.
Pero más allá de que el álbum familiar agrupe las fotografías de diversos tamaños,
formatos, colores, temáticas, “la esencia primera es que el álbum corresponde a un deseo de
familia: el deseo de sobrevivir a la muerte como especie, como apellido, como rango, en fin,
como imagen” (Silva, 2012, p. 35). En el álbum familiar es evidente el accionar de la memoria,
cada fotografía, cada recorte de periódico, cada objeto inusual —mechones de pelo y cordones
umbilicales, entre otros— cada fotografía es una memoria de un tiempo vivido, es un pedazo del
Por lo tanto así como la fotografía, el álbum familiar comparte la dimensión del pasado;
ambos son objetos que podemos tener un nuestras manos pero que pertenecen —por su materia
prima, lo que fue fotografiado, lo que fue pegado con un determinado orden en cada página— a
un mundo lejano, a un universo pasado. El álbum como deseo de familia de perdurar y como
objeto generador de memoria responde a un proceso de selección: “algunos rasgos del suceso
serán conservados, otros inmediata o progresivamente marginados, y luego olvidados” (Todorov,
2008, p. 22). Es decir que una sociedad mediante la selección, conserva o suprime
determinados recuerdos, lo que podría relacionarse con el editor de un periódico que, por
ejemplo, debe decidir qué va en la primera página del diario, que no se va a incluir en absoluto
e incluso decide con qué tono se escribirá la noticia. Una familia, en el momento de hacer el
álbum, incluso a la hora de releerlo, puede decidir quitar, o poner una fotografía, también
modificarla para suprimir algo o a alguien (ver imagen 10) acciones que la convierten de un
modo espontáneo en editor de su historia, de su álbum; la familia entonces, o aquel que
Imagen 10. Fiesta. Álbum de Lucía Galán de Barragán. (1963)
El proceso de selección —rasgo fundamental de la memoria— y la anterior afirmación de
Todorov funcionan por igual en el álbum familiar. En un primer momento podemos pensar
que este libro que se crea con el paso del tiempo, se hace con el deseo de conservación, de
recordar momentos felices, metas y sueños alcanzados. Lo anterior es cierto, fotografiamos
momentos felices, sonrisas, abrazos, algunas veces hasta lágrimas de alegría; pero la tragedia, el
duelo y la muerte han pasado a un segundo plano (tal vez porque son acontecimientos muy
dolorosos para querer recordar) ya no tiene la visibilidad de antes dentro del álbum familiar y
cada vez se elimina más y más el espacio que se le guardaba a esa clase de eventos, de este modo
largas o por el tabú que se genera alrededor de la muerte— terminan por suprimirse. Al respecto
Silva dice que “en el álbum se excluye, por principio visual, la tragedia. Es paradójico que si
bien la foto es el signo más evidente y constatable de la muerte, el álbum como paradigma
general se escapa e insiste en que su misión no es trágica sino amistosa, y hasta risible” (2012, p.
71).
Aún así, cuando en el álbum solo vemos una novela llena de momentos alegres,
podemos leer entre el vacío, entre lo que quedó por fuera del marco de la fotografía, o en los
espacios en los que solía haber una fotografía y ahora solo queda la sombra de su silueta, el
deseo de olvidar. Recordar y olvidar, archivar y no archivar; el deseo de olvidar momentos
dolorosos mediante la exaltación de instantes de felicidad. “Pero cabe recordar que el álbum es
foto sólo a medias; la otra mitad se la debe a quienes lo coleccionan y lo cuentan” (Silva, 2012,
p. 37). Es justo en esta narración, en el porqué se puso una foto justo antes de la otra o en el
centro de la página que se hace más evidente el juego entre lo que recordamos y olvidamos,
entre lo que queremos recordar y si no es por un registro no podríamos, o lo que habíamos
enterrado en la sombra del olvido y una imagen lo revivió como si fuera ayer.
Por ende, el álbum familiar, contemplado como una narración del pasado se apoya en el
soporte gráfico y en la oralidad, la combinación de estas dos le sirve a la familia porque como
afirma Armando Silva:
cuando la familia abre su álbum para contarlo, reinstala ahí mismo su imaginario de eternidad evocando el tiempo pasado en un presente continuo; como si ahora estuviera ocurriendo, sin mediar lapso entre el antes y el presente. Cuando lo cierra regresa a la máxima irrevocable y a su única verdad posible.: todo tiempo pasado está perdido para siempre (2012, p. 38)
Pero también funciona para la sociedad; el álbum familiar no se limita a ser un objeto
de memoria individual —si bien dentro de él hay muchas microhistorias— ver el álbum de varias
familias, de las familias bogotanas sirve para crear una imagen de una determinada época de un
determinado grupo social3. Y si este proceso crea imagen, recrea el pasado.
Ver el álbum familiar desde la posibilidad de crear una memoria colectiva, de estudiar
ciertos rasgos, tendencias o modas de diferentes épocas es tan válido como leer un libro de
historia. Incluso tiene algunas ventajas, desde el punto de vista del detalle, de esos detalles que
no pueden ser descritos pero que en una fotografía si quedan marcados para siempre, desde la
3 Como es el caso del Álbum familiar de Bogotá en el que, si bien, es complicado seguir la historia de una única
intimidad, desde la capacidad de llegar a lugares reservados a la vida privada, a la cotidianidad
de las familias.
1.3 La memoria colectiva del álbum familiar
La memoria colectiva, como su nombre lo indica, nace de un grupo, de sus costumbres, sus
estándares, de su ideología, de su proceder. Lo que es cotidiano y normal para un grupo se
instaura entonces como la cultura del momento o por lo menos así se identificará cuando algún
cambio nos haga notar lo que solíamos hacer, lo que nos solía gustar y lo que estaba —en aquel
entonces— permitido dentro del grupo. Al respecto Augé dice que “la memoria engloba el
pasado, los mitos, las instituciones, el vocabulario de grupo” (1998, p. 45) y también se puede
decir lo mismo del álbum familiar. A lo largo de sus páginas, el actor o la institución objeto del
álbum no es ninguna otra que la familia, una familia que registró en imágenes pasajes de sus
vidas, momentos importantes que dejaron huella en su evolución.
Por lo tanto el álbum familiar está circunscrito en el pasado, en un tiempo diferente al
nuestro, en lugares que se han transformado y parecen escenarios míticos, lejanos. Las imágenes
de nuestros álbumes nos hablan de un estilo, un vocabulario, un accionar, incluso hasta una
forma de posar, de usar la máscara que es diferente de cualquier otro álbum de otro momento.
Por eso cuando hablamos de las imágenes del álbum familiar, como afirma Armando Silva,
estamos hablando de fotos con contexto de imágenes-memoria que nos hablan desde cierta
época y tienen una lógica determinada y para entenderla es preciso contextualizarse.
La foto del álbum va generando signos mientras se mira y, dada la circunstancia de que cada foto es parte de una totalidad, el álbum como signo participa de la naturaleza de la literatura y se torna en una expresión temporal (Silva, 2012, p. 93).
Así, por ejemplo, la foto desteñida de mi bisabuela sentada en un puesto privilegiado y
rodeada por su nietos habla de un estatus, de una estructura familiar jerárquica, habla de
respeto, de un núcleo —Matilde que nació alrededor de 1890, como me cuenta mi abuela, era
de una escuela diferente. En esa época los padres eran la autoridad, no los amigos, por lo tanto
se debía guardar distancia y rendir pleitesía. Adicional a este modo de comportamiento,
Matilde creció en un momento en el que las cámaras de bolsillo no se inventaban todavía, así
que para hacer una fotografía era preciso ir al estudio del fotógrafo y posar de un modo
adecuado, con todo el protocolo, era preciso cumplir todo el proceso de rito. Por ejemplo, los
jerarquía e importancia— (ver imagen 11); pero por otro lado, también puedo encontrar la foto
de mi abuelo acurrucado a un lado junto a sus hijos y ellos ocupando el centro de atención de
la fotografía —Alfonsito nació en 1920, aún en esta época los padres eran el núcleo familiar y la
autoridad, pero ya para 1950 el rol del hijo y la madre cobran importancia y se ubican como el
nuevo centro del hogar; esto es evidente hasta en las composiciones fotográficas pues los niños
ocupan lugares de más exposición y privilegiados en los retratos— (ver imagen 12). Como
resultado de la lectura de las dos imágenes podemos pensar en algo más grande que una
microhistoria, podemos pensar en los cambios culturales de una sociedad, podemos
preguntarnos por qué el cambio en la pose, por qué el cambio de lugares. Podemos pensar en la
historia misma dictada desde lo que la imagen, como signo4, nos muestra, y lo que
interpretamos de ella.
Imagen 11. Matilde con sus nietos. Álbum de María del Tránsito Gómez. (1949)
4
La imagen como signo “se refiere al objeto que denota en virtud de que realmente es afectado por tal objeto” (Silva, 2012, p. 86) De este modo, si quitamos el referente de la foto y lo cambiamos por otro, la foto necesariamente cambia, se transforma en otra, adquiere las cualidades del nuevo referente.