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Polvo de luna

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Academic year: 2020

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Mi hermana ni siquiera recordaba haber rozado a los hamsters, una pareja de ratones sin cola, que olían a viru-tas, de pelo blanquísimo y suave, con una nariz rosa e in-quieta, pero cuando consultó con nuestro padre, y entre ambos leyeron sobre la rabia en vastas entradas de dife-rentes enciclopedias, decidió inyectarse, no fuera a caerle encima la fatalidad.

Durante casi dos semanas iríamos todas las tardes a casa de los Messner para que un médico contratado por ellos nos aplicara la solución antirrábica. Las vacunas lle-gaban en avión a México cada mañana, preparadas a base de embrión de pato: así, al inocularse, resultaban mu-cho menos riesgosas, según averiguó el señor Messner, hombre cabal, que las hechas a partir del fundamento de los pollos.

La oficiosa señora Messner, quien gravitaba alrede-dor de su familia, al día siguiente de la fiesta que ella y su marido habían ofrecido por el Bar-Mitzva de su hijo Alberto, descubrió a los dos ratones inmóviles en su jaula, panza arriba. De inmediato envió los cuerpecitos a que los analizaran en un laboratorio de Palo Alto, California, o así corría el rumor. El diagnóstico fue contundente: muerte por rabia. Lo sentí por los simpáticos roedores y por los que recibiríamos piquetazos a diario en pleno vientre, o sea, todos aquellos que hubiésemos tocado a los hamsters durante el significativo cumpleaños núme-ro trece de Alberto Messner. Las inmunizaciones podían presentar reacciones severas, se nos advirtió, pero no exis-tía otra salida: o padecer los rebotes de las vacunas o echar espuma por la boca y morirse.

Cada tarde mi hermana, ya casada y con un niño pe-queño, se enfilaba hacia casa de los Messner. A veces sola, otras con la nana y su hijito. Por mí pasaba mi amigo Carlos Goldman en su Volkswagen verde botella y nos apurábamos por el periférico rumbo a las Lomas de Chapultepec. Carlos era primo hermano de los jóvenes Messner. En un primer arranque de liberación de su familia, se acababa de mudar solo a un diminuto depar-tamento de la Colonia del Valle. Estudiaba medicina y yo apenas me encontraba por cursar el primer año de letras hispánicas. En aquella época nuestra amistad era

muy intensa, pero apenas unos años después se desin-tegró sin que yo haya entendido nunca por qué.

A Melisa, la hermana de Carlos, también afectada por el lío de los hamsters, la conducía su mamá a casa de los Messner. La señora Goldman y la señora Messner eran mellizas y las mayores de tres hermanas. Con la situación de los ratones rabiosos, Hanna Goldman visi-taba a su gemela con más asiduidad que la acostumbrada y observaba con horror cómo le surgían a su hija unas aureolas coloradas y duras en el abdomen. La pobre niña, que entonces tendría unos doce años, gimoteaba cada vez que le inyectaban el inmunizante. En la noche un nuevo segmento colorado y caliente le surgiría en la barri-ga, donde se le había delineado ya un mapa lunar, lleno de regiones accidentadas, de procesos tectónicos, cráte-res y grietas. Todos la considerábamos, porque ya nos parecía más que suficiente el doloroso jeringazo, como para encima soportar una respuesta tan tormentosa.

Cada tarde, después del mal rato que nos propina-ba el piquete, nos quedápropina-bamos conversando, incluso con los niños, como si fuésemos miembros de una cofradía. Malke Messner y su hermana Hanna participaban casi alegres. Lo hubieran estado del todo, de no ser por la panza acribillada de Melisa y por la culpa que nuestra anfitriona sentía por haber comprado los hamsters. A estos roedores, el día de la fiesta, los mantuve unos breves minutos entre mis manos. Luego, uno me caminó sobre el cuello con un temorcillo que luego se transformó en avidez por conocer el territorio en el que se movía. Asomó su morro sonrosado a uno de mis oídos y me produjo un agrado desconocido. Son animales crepusculares, me informó Alberto, y de inmediato me identifiqué con ellos para siempre.

El médico contratado por los Messner para adminis-trarnos la dolorosa vacuna se aprendió muy bien nuestros nombres y bromeaba con cada uno de nosotros. Después de la larga sesión de inyecciones se sentaba un rato con todos a beber té y a comer una que otra pastita, un peque-ño trozo de linzer de zarzamora, un chocolate amargo con una raja de naranja caramelizada que la señora Messner, para endulzar nuestro trago amargo, mandaba servir

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bre la mesa de su family room, donde nos congregába-mos uno a uno después del pinchazo obligatorio.

Al despedirse el doctor, siempre de buen talante, un cerco de mayor confianza nacía. Entonces Malke Mess-ner dejaba entrever una preocupación creciente por la salud de su marido. Su hermana Hanna deslizaba de pronto comentarios muy extraños, que su hermana reco-gía con inquietud. Me he comprado varios suéteres rojos del mismo estilo. Es una manera de ahorrar, apuraba de pronto. Carlos, sin venir a cuento, se incomodaba con su tía y sus primos, como si le debieran algo. Entretan-to, todos conversábamos con mucho empeño, por lo que no se abrían nunca espacios al silencio. Pepita, mi hermana, narraba casos extraordinarios de apariciones espectrales, de médiums que lanzaban profecías y hasta de la incursión en nuestro planeta de platillos volado-res. La señora Messner, aunque poco expresiva, arrugaba tempranamente el entrecejo cuando se refería al volu-men de trabajo que realizaba su marido, aún cuando no fuese necesario, y a la debilidad de su corazón que pro-venía del maltrato en un campo de concentración cuan-do niño, pero escuchaba aquellas historias fantásticas con gusto. En cambio Hanna Goldman, neé Maier como sus hermanas, de pronto desviaba la plática hacia asun-tos domésticos que, por la manera de relatarlos, los vol-vía incomprensibles, como cuando intentó dar la receta del Gefilte fish de su bobe y en el camino ya no se sabía si los ingredientes eran para un matza ball o para el pesca-do molipesca-do. Si alguien la corregía, Carlos lanzaba darpesca-dos diminutos pero constantes y desviaba la conversación hacia la pintura mexicana contemporánea, por ejemplo, que le interesaba tanto como la medicina. Yo parodiaba ciertas posturas de mis padres, severos y anticuados, que se quedaban tranquilos en casa, mientras me encontra-ra en la compañía de los Messner, de los Goldman y de mi hermana. Pocos más cabían en ese grupo, ya que el mundo, para ellos, se erguía como un peligro latente para mí.

La muerte de los hamsters entristeció tantísimo a Alberto que había perdido el apetito. Su madre mante-nía un nivel constante de aflicción por tal motivo, así que le proporcionaba al hijo toda clase de goodies, que él tranquilamente apartaba de sus ojos. Prefería para-frasear algunas partes de los cinco primeros libros de la

Biblia y nos compartía, con un dejo de

descreimien-to, que el rabino afirmaba que habían sido escritos por Moisés, en el monte Sinaí, por inspiración divina. Lo único que le entusiasmaba en esos días era la próxima llegada del hombre a la luna, lo cual, en lo personal, me atraía también, mucho más que el mundo incierto de los fantasmas, las angustias de la señora Messner y, desde luego, que las incongruencias de su hermana Hanna o las clases de pintura que dictaba Carlos, mi buen amigo de entonces.

El día 16 de julio, a las 10:30 de la mañana desde Cabo Kennedy, Florida, laNASAhabía lanzado a tres

astronautas muy diestros, impulsados por el Cohete Sa-turnoV, rumbo a los misterios de nuestro satélite. Miles

de turistas se conglomeraron para ver partir la nave. Quisiera haber estado allí, haber oído el estruendo del cohete propulsado hacia el espacio, nos participaba Al-berto. La pequeña tripulación, encabezada por el coman-dante Neil A. Armstrong, por el piloto del módulo de descenso Edwin “Buzz” Aldrin y por el piloto del arte-facto lunar, Michael Collins, entablaría comunicación después del despegue y durante todo el tiempo del viaje con Houston. Doscientos minutos después de haber levantado el vuelo, el Apolo se encontraba ya en órbita y, explicaba Alberto, los navegantes siderales ya no dependían de la gravedad de la Tierra. En Houston un equipo de físicos espaciales los monitorearía minuto a minuto

Quiere estudiar física, decía entre orgullosa y asusta-da la señora Messner. ¿Quién se encargará de las fábri-cas, quizá mis futuros yernos?

Una de diecisiete y la otra de quince, las niñas Mess-ner, Elizabeth y Clara, aguardaban un futuro auspicioso. Clara noviaba ya y, en menor grado que Melisa, tam-bién respondía a las vacunas con ronchas sobre la panza. Papá se preocupa porque Clara tenga novio antes que

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Elizabeth, que es la más grande, qué tal que Clara se casa primero y deja en vergüenza a Elizabeth, me reve-laba Alberto, sin entender el conflicto, que tampoco yo alcanzaba a despejar.

Primero recorrieron dos veces la órbita de la Tierra mientras se preparaban para la difícil expedición. Luego se enfilaron hacia el satélite, en una suerte de inyección trans-lunar, uno de los puntos críticos de la misión. Cada posible obstáculo fue considerado por los espe-cialistas de laNASA, pero de la teoría a la realidad, solos

los astronautas en el Universo, cualquier cosa inespera-da podía surgir.

Nelson, el novio de Clara, parecía no escuchar mucho a Alberto y se dedicaba a reconfortar a su novia, como hacía mi amigo Carlos con su hermana Melisa. Cuan-do llegamos a la parte de que al módulo lunar, oculto en la parte de atrás de la nave, había que colocarle ade-lante, mi hermana contó la historia de una casa embru-jada en la Colonia Roma, en la calle de Cuernavaca. Allí, ella y su marido, con un grupo de parapsicólogos y gente de otras disciplinadas interesadas también en lo para-normal, introdujeron una grabadora encendida, dotada de un casete virgen, durante toda una noche, en una vieja vitrina. Todos permanecieron en el aquel sitio hasta la mañana siguiente, bebiendo café y, a su vez, contándose casos inexplicables. El resultado del experimento fue con-tundente, el aparato arrojaba la voz clara y fuerte de un hombre que pedía que arrearan a los caballos, al tiempo que se oían los pasos de los equinos y los lloriqueos le-janos de una mujer.

Antes de la expedición, los tres tripulantes guarda-ron cuarentena en una enorme caja de plástico, y desde allí adentro dieron entrevistas. La idea era que no lleva-ran bacterias a la luna. ¿Se imaginan inaugurar los viajes espaciales infestando al Universo?, había dicho Jamil la única vez que llamó por el teléfono, la hermana más joven de las Maier, íntima amiga de Pepita, y quien se escon-día con sus hijos, lejos de su ex marido y de su familia política. En donde estuviesen, sus niños tendrían que entregarse también a las vacunas. Espero que provengan de patos en embrión, comentaba Alberto, preocupado por sus primos más jóvenes.

A Hanna Goldman le impresionó el asunto del ais-lamiento de los astronautas. ¿Qué dirán sus esposas?, inquiría de pronto, como si regresara de una ausencia neurológica. Sus pequeños ojos miopes guiñaban detrás de sus espejuelos. A nadie, más que a la señora Goldman, durante aquellas veladas, le interesaban las mujeres de los viajeros del espacio.

Y piensen ustedes, qué horror tantos días metidos en sus trajes espaciales, se imponía Betty, una amiga de las Maier, antes asidua al té de las tardes y que ahora se aparecía de vez en vez. ¿Cómo se rascarán sus partes pudendas? Llevan guantes todo el tiempo, ¿no?

¿Se cambiarían de ropa interior?, me preguntaba yo. Mi hermana volvía a sus temas ocultistas, la señora Messner, que hacía de su frente un surco cuando recor-daba el rostro desmejorado de su marido, nos invitaba a merendar, no bien se había despedido ya la mayoría de los vacunados. Carlos optaba casi siempre por no

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darse, y entonces mi hermana me regresaba más tarde a mi casa.

Se han colocado ya en un trayecto más preciso hacia la luna, leyó Alberto de un periódico. La señora Messner consultaba su reloj pulsera y hacía caso omiso de lo que co-mentaba su hijo porque ansiaba el regreso de su marido. Pepita ¿has visto ovnis alguna vez? Entraba inespe-radamente a la conversación Hanna Goldman. No, res-pondía mi hermana. Pero de que surcan el espacio, lo surcan. Me haría muy feliz establecer contacto con algún extraterrestre. Yo intervenía para protestar, ya que pre-fería escuchar más acerca del próximo alunizaje. En esas reuniones diarias, cada quien manifestaba rotundamen-te su inrotundamen-terés principal. Carlos espoleaba a su tía y a sus primos durante la conversación. Luego, con tiento y dul-zura, le pedía a su mamá que le desabotonara la falda a Melisa, tan vapuleada por los pinchazos. Betty, y yo lo notaba por los cuchicheos entre ella y mi hermana, in-cubaba un secreto, que Malke no notaba exaltada por las ojeras que le oscurecían el rostro a su marido, según apreciaba ella. Hanna, sin ton ni son, se desentendía del mundo, pero no de su hija y de sus escozores y molestias.

Los demás personajes que asistían a la vacunación antirrábica desaparecían tan pronto como el médico se retiraba: la ex novia histórica de Carlos, quien, un año mayor que yo, estaba a punto de casarse con un judío chileno; los hijos adolescentes de una psicoanalista que tocaban en una banda de rock, muy motorolos ellos, años luz lejanos a la cultura judía; varios treceañeros del colegio Tarbut, rubios o pelirrojos y algunos hasta con cierto aire muy arábigo. A la mamá de uno de ellos se le arrasaban los ojos todo el tiempo. Parecía oriental, como ocurre con ciertas mujeres judías, por más askenasíes que sean. Atravesaba por tiempos difíciles, decía. Fumaba cigarrillos de colores y comía chocolates compulsiva-mente antes de despedirse. Luego se aparecía un hom-bre joven, recién divorciado, a recoger a su criatura. La de rasgos orientales lo esperaba con disimulo y terminaban por salir juntos hacia sus autos estacionados en fila. El mismo Alberto de trece años se percataba de ellos. “Son raros esos”, le comentaba a su hermana Elizabeth, quien estaba más atenta a la vida que Clara.

El módulo lunar, que digamos que es una nave de ayuda, y que hará que Armstrong y Aldrin se desprendan del Apolo para descender en la superficie de la luna, se llama Eagle en honor al escudo de Estados Unidos. El módulo más grande lleva por nombre Columbia, en ho-menaje a Cristóbal Colón.

¡Cómo sabe este niño, Malke!, dictaminaba Betty Gatz. Alberto la escudriñaba. ¿Por qué la “tía” Betty ves-tía de hippie, cuándo se había modernizado tanto?, nos preguntaba a Elizabeth y a mí. Estudia una maestría en laUNAM, en la Facultad de Filosofía y Letras. También la

tía Jamil fue alumna de ese lugar, contaba Elizabeth. La veo muy diferente, opinaba el nuevo lector de la Torá. Tiene treinta y tantos años y ahora copia en su vestimen-ta y arreglo a nuestra prima Joycelin y a sus amigas del colegio Americano, agregaba su hermana.

El 19 de julio el Centro Espacial de Houston anun-ció que la misión Apolo había entrado en la fuerza gra-vitacional de la luna. ¿Ustedes creen que dormirán tran-quilos de ahora en adelante, inquiría Betty, si es que están a unos quince mil kilómetros de su objetivo, lo cual no ha significar mucho en el espacio sideral. Hablaba con pausas, mientras se pintaba los labios de blanco nacarado. Transcurría el tiempo y el señor Messner volvía del trabajo. Lo saludábamos, lo veíamos beberse un whiskey en las rocas y todos poníamos pies en polvorosa para dejarlo en paz.

A la tarde siguiente renovábamos nuestros encuen-tros, el pinchazo, el festín de postres, las noticias sobre los astronautas y sobre las investigaciones de Alberto, de las que sólo nos enterábamos su hermana Elizabeth y yo y a veces Carlos. Una tarde, después de la inyección, metidos en la cocina, Alberto desembuchó que a su tía Betty la acababa de descubrir susurrando monerías por teléfono con alguien que no era el tío Isaac. El tío Isaac, en esos momentos, bebía pausadamente whiskey con el señor Messner en la sala grande.

Ya detecté que la mamá de David Nader también tiene algo que ver con el papá de José Darzur, pero no es asunto amoroso. Es otra cosa.

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Elizabeth sacaba prenda pero luego obligaba a su her-mano a jurar silencio. No diré nada. Pero estoy un poco confundido. Debería conversar con el rabino Torovitz. No se te ocurra, Alberto. El mundo adulto es compli-cado. La señora Nader juega con compulsión, según la “tía” Betty. A lo mejor le debe dinero al papá de José Darzur, cosa que no le interesa nada al rabino Torovitz ni a nosotros. No por es eso, Elizabeth. Soñé que papá se moría y estoy muy asustado.

Yo quería desviar la conversación, así que introduje el tema inacabado de los astronautas, que recorrían el espacio en un embudo, lo que lo mismo se convertiría en un hecho histórico sin precedentes o en una trage-dia. El novísimo lector de la ley judía, me refunfuñó, ¡Dios tiene fe en ellos, en Aldrin, Armstrong y Collins! Yo contesté idem, a tu papá no le pasará nada, ya me han martirizado esos sueños y no ocurre nada nunca. Carlos, que había escuchado la última parte de nuestra plática mientras salíamos al jardín a ver la luna, nos ex-plicó que las culpas inconscientes se manifestaban así. Nos tranquilizó un poco.

Faltaba la última vacuna. Nos la aplicarían justo el 20 de julio de 1969, la fecha para el alunizaje. La seño-ra Messner organizó un pequeño festejo por tal motivo, azuzada por su hijo Alberto. El señor Messner, siempre ocupado, tomaría un avión esa mañana rumbo Nueva York para cerrar un negocio. Como nadie había pade-cido una reacción realmente grave a las inmunizaciones, ni siquiera la pobre Melissa Goldman, era procedente la celebración. Los primeros aguijonazos y sus círculos bermellones se desvanecían, en lo que los últimos resal-taban aún sobre el vientre de la niña, pero nada más. Tampoco Clara Messner ni los hijos de la tía Jamil, escondidos quién sabe dónde para no ser descubiertos por su padre, tuvieron reacciones severas. ¿Les pondrían las vacunas de embrión de pato, insistíamos muchos? Probablemente se ocultaban en Estados Unidos, suponía mi hermana.

Papá estaba tan arrebatado con el próximo aluni-zaje como Alberto Messner. Leía paso a paso de la haza-ña astronáutica en diarios gringos y mexicanos, así que la señora Messner invitó a mis padres a ver el aconteci-miento en su casa, que se transmitiría en el mundo entero. El pobre John F. Kennedy, el promotor inicial

del viaje a la luna, se lo había perdido de antemano, la-mentaba Alberto.

Intempestivamente el señor Messner decidió viajar con su hijo a Nueva York. Allá verás el alunizaje y en los próximos días quiero que te enteres de los negocios de nuestra familia. Las fábricas aquí son sólo una parte. Alberto aceptó a regañadientes, lo sabíamos todos. En la mañana temprano lo visitó el médico que nos vacuna-ba y le pincharon la panza por vez última. De allí voló con su padre a Estados Unidos, en ese domingo tan definitivo.

Esa tarde me cayó mal la vacuna. Me encontraba tensa y debo haber apretado el vientre. El colon lo tenía irritado, además. Me puse un poco hipocondríaca. Mi hermana insistía que la proximidad de la llegada de nuestros padres me turbaba, que deseaba a nivel in-consciente sus mimos después de tantos días de inyec-ciones. Desautorizaba así mi condición de adulta. La verdad era que extrañaba que Alberto no nos acompa-ñara, me parecía cruel que no le hubiesen permitido presenciar la llegada a luna de los tres astronautas en nuestra compañía, incluso me entristecía que, a partir de la penúltima tarde de vacunación, nos reuniríamos ya muy poco con él.

Houston, aquí la base de la Tranquilidad. El águila ha aterrizado.

Hablaba Armstrong. El júbilo se desató. Aplaudimos al mismo tiempo, como si fuera un único aplauso. Había dos hombres en la luna y otro aguardándolos en la nave que los traería de regreso a la Tierra. Aún me hacía pasar momentos malos la colitis y el dolor del postrer pique-tazo, pero me emocioné.

Describía Armstrong el polvo muy fino de la luna. La euforia tendría colmados a los viajeros del espacio. ¿Pensarían en las posibles dificultades del regreso? Mi padre, que había visto de niño la película de Georges Méliès, se encontraba extático.

En esos mismos instantes, lo supimos después, David Messner era ingresado de emergencia en el hospital Mon-te Sinaí de Manhattan, víctima de un infarto al miocar-dio. Alberto se comportó como un verdadero hombre e hizo frente a la desgracia, nos dijeron. La retransmi-sión del alunizaje, cuando su padre comenzaba a recu-perarse, logró pescarla en un par de ocasiones.

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