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Eurípides. Obras Completas I y II

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EURÍPIDES

TRAGEDIAS

ALCESTIS • MEDEA

LOS HERACLIDAS • HIPÓLITO ANDRÓMACA • HÉCUBA

INTRODUCCIÓN GENERAL DE CARLOS GARCÍA GUAL

INTRODUCCIONES, TRADUCCIÓN Y NOTAS DE ALBERTO MEDINA GONZÁLEZ

Y

JUAN ANTONIO LÓPEZ FÉREZ

BIBLIOTECA BÁSICA GREDOS

© EDITORIAL GREDOS, S. A.

Sánchez Pacheco, 85, Madrid, 2000

A. Medina González ha traducido Alcestis. Medea e Hipólito, y J. A. López Férez, Los Heraclidas, Andrómaca y Hécuba.

Quedan rigurosamente prohibidas, bajo las sanciones establecidas por la ley, la reproducción total o parcial de esta obra por

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mediante alquiler o préstamo público sin la autorización escrita de los titulares del copyright.

Diseño: Brugalla

ISBN 84-249-2465-7. Obra completa. ISBN 84-249-2466-5. Tomo 1.

Depósito Legal: B. 13520-2000.

Impresión y encuadernación:

CAYFOSA-QUEBECOR, Industria Gráfica Santa Perpétua de la Mogoda (Barcelona).

Impreso en España — Printed in Spain.

INTRODUCCIÓN GENERAL

Una antigua anécdota griega contaba que Eurípides nació el mismo día de la victoria sobre los persas en Sa- lamina. En la lucha de los atenienses contra los ejércitos invasores del bárbaro Jerjes, Esquilo se distinguió como heroico combatiente, mientras que el joven Sófocles ac- tuó en las danzas y los cantos corales con que se celebró el triunfo. Este dato nos sirve para señalar la distancia generacional entre los tres grandes autores trágicos: Es- quilo había nacido hacia el 524 a. C., Sófocles hacia el 496, y Eurípides en ese año 480. (La inscripción del Mármol de Paros nos da como año de nacimiento otra fe- cha próxima: la del 484; y recuerda que en ese mismo año Esquilo representó sus primeras tragedias).

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a la distancia de edad entre los tres autores: Esquilo per- tenece todavía a una etapa arcaica, ha vivido la instaura- ción de la democracia en Atenas y ha peleado gloriosa- mente contra los persas, como recordará su epitafio; Sófocles es un coetáneo de Pericles (nacido hacia 490) y de los primeros sofistas. Eurípides, nacido hacia 480, no ha vivido personalmente el gran conflicto ni la solemne victoria de los griegos sobre los persas, y se ha educado en el ambiente ilustrado y en el esplendor de Atenas en la etapa periclea, y, ya en su madurez, presenciará la crisis cívica en la Guerra del Peloponeso (429-404). Eurípides resulta, por otro lado, unos diez años mayor que Sócrates y que Tucídides, nacidos hacia el 470. Pertenece, por tan- to, a la misma generación que el sofista Protágoras (na-

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cido en Abdera, hacia 482) y que el historiador Heródoto (nacido en Halicarnaso, en 482), es decir, a la que se ha llamado «la gran generación», la que tuvo la conciencia más clara de los avances de la democracia y la ilustración ateniense. Como veremos, Eurípides parece, sin embargo, más cercano a Sócrates y Tucídides que a Protágoras y Heródoto, por sus críticas al pensamiento tradicional, su desencanto de la política y su mirada un tanto amarga sobre el imperialismo de Atenas.

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burlas al oficio de su madre, como una verdulera de la plaza, pero esos chismorreos son cómicas calumnias. Su familia era de clase acomodada. Su padre, Mnesarco, era originario del demo ático de File, y tenía tierras en Sala- mina. Eurípides se casó dos veces. (De ahí los autores cómicos sacaron otros motivos de burla, suponiendo que de sus problemas conyugales venían sus ideas sobre las mujeres y sus peligros). Tuvo tres hijos: Mnesárquides, Mnesíloco, y Eurípides el Joven.

Al parecer frecuentaba los círculos intelectuales de Atenas, y allí escuchó algunas lecciones de Anaxágoras y Protágoras, entre otros sofistas y filósofos. Una anécdota relata que fue precisamente en su casa donde el escéptico Protágoras leyó su Tratado sobre los dioses, un texto es- candaloso para los creyentes más ingenuos. Se decía también que poseía una biblioteca propia, una de las primeras privadas de la ciudad, y que meditaba y compo- nía sus tragedias en una cueva de Salamina, solitario XI

frente al mar. Esta imagen del poeta solitario, con sus li- bros propios (por entonces rollos de papiro), frente a un paisaje marino y agreste, es sugestivamente romántica. F. Nietzsche subrayó la afinidad espiritual entre él y Só- crates, como racionalistas y críticos del saber mítico, aunque muy poco sabemos de su relación personal. (Con todo, no caben dudas de que Sócrates resulta más opti- mista que Eurípides en su creencia del poder de la razón frente a las pasiones).

Presentó sus primeras obras trágicas en el año 455, cuando Esquilo acababa de morir, Conocemos el nombre de una de esas primeras piezas: las Pelíades. (Por ese ti- tulo sabemos que se trataba de las hijas de Pelias, que, engañadas por la maga Medea, dieron sin quererlo muer- te a su propio padre). En esa primera ocasión obtuvo el tercer premio del certamen, es decir, el último.

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prestigio. Allí fueron también el músico Timoteo y el dramaturgo Agatón, por los mismos años). Y fue allí, en la nórdica y semibárbara Macedonia, donde Eurípides murió, en 406, unos meses antes de que concluyera, con la batalla de Egospótamos, la larga Guerra del Pelopone- so. Así se ahorró la noticia triste de la derrota de Atenas.

Al conocer su muerte, Sófocles, el fecundo y anciano Sófocles, hizo desfilar a sus actores en el teatro ático de Dioniso vestidos de luto y sin coronas festivas, para ren- dir homenaje a su gran rival. Como Esquilo — que muno en Sicilia—, también Eurípides había perecido lejos de su ciudad, como si con esto quisiera marcar su distancia- x

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miento final de ella. Pronto sus compatriotas le echaron de menos y levantaron en su honor un cenotafio junto a los l..argos Muros. Y también sobre su muerte circuló una versión pintoresca, acaso forjada por algún espíritu devo- to Y malintencionado. Se contó que, allí en la boscosa Macedonia, unos perros salvajes y enfurecidos, de la jau- ría de Arquelao, lo hablan atacado y destrozado. Así se le fabricó, con una anécdota tópica, una muerte digna de su carácter irreligioso y crítico, una muerte digna de un blasfemo o un sacrílego, un final ejemplar tan sangriento coTt~0 el de Penteo o el de Acteón.

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mismo se confiesa gran adn-iiz-ador de Eurípides, y cruza la lag~~ Estigia, entre el croar del coro de las ranas, y pene- tra en el mundo tenebroso de los muertos para traérselo comigo a Atenas. Allí tiene lugar la disputa o agón entre Esqu~ío y Eurípides sobre cuál de los dos ha sido más va- lioso al pueblo de Atenas como educador. (Y éste será el criterio decisivo para dirimir la cuestión, un criterio que revela bien la importancia del autor trágico en la educación de la polis). La balanza se incina a favor de Esquilo, que fue, con sus dramas bélicos y su insistencia en la justicia divina, el educador del pueblo en tiempos heroicos, y será, al fin, a éste a quien se traiga consigo Dioniso. El drama- turg0 más moderno y más crítico y más psicológico, que- da así vencido. Pero, incluso así, la comedia constituye un curi050 homenaje a la memoria de Eurípides por parte de Aristófanes, quien tan a menudo se burló y parodió sus obras más espectaculares.

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Por otro lado, no deja de ser un rasgo interesante con- trastar la popularidad y el atractivo que tuvo tras su

muerte, y a lo largo de los siglos posteriores, frente a los escasos triunfos que obtuvo en vida. Desde su primera representación, en 455, hasta la última, que fue póstuma, en 404, el trágico concursó en las fiestas dionisíacas en veintitrés ocasiones, y sólo cinco veces, si incluimos esa última representación póstuma, obtuvo el primer premio. (Sófocles lo había obtenido más de veinte veces). En el 404 fue su hijo Eurípides, el Joven, quien se encargó de poner en escena sus últimos dramas (Bacantes, I/igenia en Áulide, Alcmeón en Corinto). En cada día de teatro se re- presentan tres tragedias y un drama satírico, así que el to- tal de sus obras se elevó al menos a noventa y dos, como constata algún catálogo antiguo.

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período helenístico en general, se refleja en la multitud de citas, alusiones, reposiciones e imitaciones constantes de sus obras. Y ha influido en el hecho de que conservemos más tragedias de él que de ningún otro autor dramáti- co antiguo. Esta simpatía del público helenístico se debe, probablemente, al hecho de que Eurípides se anticipó a las maneras de sentir y pensar de la época postclásica, y fue un precursor de la nueva concepción del mundo y del individuo, angustiado y doliente, cuando los valores co- lectivos de la polis y del saber mítico entraron en una cn- sis decisiva. Su patetismo y su sentido de la acción trági- ca, por otro lado, justifican que Aristóteles lo calificara, en su Poética, como «el más trágico de los trágicos».

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pleta de las tragedias de Eurípides, ordenadas con crite- rio alfabético. Los dos códices pues conservan piezas cu- yo titulo empezaba por las letras griegas E, H, e L (Se les añadió, al final, las Bacantes, que también figura en la elección de las diez tragedias, pero el texto final, en esta última pieza de la selección, está bastante dañado por un azar de la transmisión de los manuscritos).

De las dieciocho piezas una, el Reso, es de autoría muy discutible, y muy discutida. Tal vez fuera obra de al- gún otro trágico contemporáneo de Eurípides, y, por ca- sualidad, quedó luego agregada a la lista de las suyas. De todas ellas una sólo, el Cíclope, es un drama satírico. Así que tenemos, por un lado, las diez tragedias de la selec- ción: Cíclope, Hécuba, Orestes, Fenicias, Hipólito, Medea, Alcestis, Andrómaca, Troyanas, y Reso. Y de los dos códi- ces vienen Helena, Electra, Heracles, Heraclidas. Suplican- tes (en griego Hikétides), Ifigenia en Áulide, Ifigenia entre los Tau ros, y, ya fuera del orden alfabético, Bacantes.

Conocemos, además, una serie numerosa de fragmen- tos de Eurípides, que viene de citas hechas por diversos autores y, sobre todo, de fragmentos encontrados en res- tos papiráceos en Egipto. Citas y breves textos en papiro atestiguan el dato ya reseñado de que Eurípides fue el au- tor dramático más leído en la época helenisticoromana. De entre las piezas fragmentariamente conocidas por pa- L

piros merecen destacarse las de Alejandro, Antíope, Cre- tenses, Erecteo, Faetonte, Hipsípila y Téle fo.

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Electra e Ifigenia entre los Tau ros vienen a ser de entre 414 y 412. Helena es del 412. Las últimas tragedias de la serie son Fenicias, de entre 412 y 409, Orestes, del 408, y, finalmente, Bacantes e Ifigenia en Áulide, que fueron re- presentadas en el 405, llevadas a escena por su hijo Eurí- pides el Joven.

Los estudiosos que admiten Reso como obra de Eurípi- des le asignan una fecha más bien temprana, lo que ayudaría tal vez a explicar sus diferencias frente a las otras piezas, que, como hemos señalado, pertenecen a una época bastante avanzada de su vida. Recordemos que su primera represen- tación fue en 455, y, por tanto, muy poco sabemos de sus primeros veinte años, ya que la Alcestis es del 438, y Me- dea, que viene luego, del 431. Todas las demás obras con- servadas están compuestas en los años de la Guerra del Pe- loponeso. (Es decir, en plena madurez del trágico, ya con más de cincuenta años).

Por otro lado, El Cíclope, que, siendo un drama satíri- co, se diferencia en su construcción de las obras auténti- XIV

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un coro de sátiros). Pero podemos completar nuestra idea comparando El Cíclope con otros dos dramas satíricos que conocemos parcialmente por importantes fragmentos, que son Los rastreadores de Sófocles y Los que arrastran las redes (o Dictiulcos) de Esquilo. En la comparación vemos que Eurípides no descollaba por su vis cómica. El Cíclope escenifica el famoso episodio de la Odisea del en- cuentro entre Polifemo y Ulises, con el motivo central de la borrachera del feroz ogro, al que el astuto héroe vence con ayuda del vino. Junto a Polifemo aparecen aqui los sátiros, semisalvajes, grotescos, bulliciosos. La recreación del episodio es más interesante por su singularidad que por su fuerza dramática o su comicidad.

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Se suele subrayar en las tragedias de Eurípides la in- fluencia de la sofística o, mejor dicho, de la ilustración ateniense. Hay, en efecto, en sus dramas numerosas re- flexiones y críticas sobre los mitos y creencias tradicio- nales, en un intento de analizar, con ayuda de la razón, las situaciones trágicas. Los personajes se enfrentan en discusiones de principios, acuden a una retórica que nos recuerda las disputas de la asamblea, se rebelan contra la tradición y exigen una explicación justa y una actuación racional. Esa perspectiva racionalista es muy propia de su teatro, en contraste con el de Esquilo o el de Sófocles. El empeño en someter a examen los motivos de la acción y L

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najes tal como deben ser, Eurípides tal como son en rea- lidad». En sus parlamentos y polémicas sobre la escena percibimos los ecos del desasosiego espiritual y la crisis moral que inquietaba a Eurípides y a muchos de sus con- ciudadanos.

Los atenienses, que en un comienzo se escandali- zaban de tales reflejos, acabaron luego por reconocerse en ellos. Es característica de Eurípides esa marcada ten- dencia a la descripción psicológica y a una exposición más realista (aunque el teatro trágico no es, por su esen- cia, ni psicológico ni realista), lo que lleva, en definitiva, a una crítica del universo mítico, tradicional y arcaico, del que surgían los argumentos de la tragedia. Esa crítica del mito, unida a una progresiva humanización de los héroes, es un rasgo del ilustrado dramaturgo, a quien Nietzsche llamó «un decadente», acusándolo de ser el destructor de la sabiduría trágica del repertorio mítico.

Todo se discute en sus dramas y abundan en ellos los agones o enfrentamientos dialécticos, que a veces parecen un eco de las antilogías retóricas de los sofistas. (También se dan en los discursos contrapuestos que intercala en su obra histórica su contemporáneo Tucídides). Eurípides es un intelectual — y así lo vio Aristófanes en sus burlas y parodias—, que busca la verdad a través de discusiones y reflexiones.

Sus personajes tratan de analizar su situación y deci- dir su acción a partir de ese examen. Así Medea o Fedra,

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el destino con una voluntad lúcida, pero las pasiones pueden influir en la decisión con más fuerza que la mera razón. Las pasiones arrastran a esos personajes a la catás- trofe y la muerte, sea la de uno mismo o la de sus seres más queridos. La reflexión no garantiza una elección fe- liz, pues el carácter apasionado impone muchas veces un final desastroso. Recordemos el monólogo famoso de Me- dea, en el que ella afirma que su pasión es más fuerte que su razonamiento. Medea sabe qué terribles daños va a cometer, y sin embargo no evita sus crímenes. Es dificil no advertir en esa escena una oposición a la tesis socráti- ca de que el mal procede sólo de la ignorancia. A la idea optimista de Sócrates sobre el triunfo de la razón, la he- roma de Eurípides opone su ejemplo; su lúcido razona- miento no esquiva su dolorosa ruina, no le evita avanzar, impulsada por su afán de venganza, hacia la destrucción de lo que más ama.

Es curioso notar que a Eurípides se le han podido apli- car los epítetos opuestos de «racionalista» (A. W. Verrail) e «irracionalista» (E. R. Dodds). En su afán de someterlo to- do a discusión racional podemos percibir un reflejo de la época de la ilustración sofistica, como ya hemos dicho. Como discípulo de Anaxágoras y de Protágoras, como casi coetáneo del escéptico Sócrates, se empeña en la búsqueda de unos valores morales auténticos, desconfiado de la retó- rica política, ambigua y engañosa, y de los prejuicios de la sociedad tradicional. Como si creyera en la razón como el método más humano para buscar una salida a los conflic- tos trágicos, pero advirtiendo luego su insuficiencia real y práctica. Sus personajes reflexionan y buscan, en sus mo- nólogos, una salida para huir de su conflicto, pero ese es- fuerzo no les sirve para escapar a un fatal destino, porque los conflictos trágicos no tienen clara solución.

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a sus decisiones y las imposiciones divinas, censuran a los mismos dioses, cuyos designios oscuros son dificiles de interpretar. Encontramos en estos dramas ejemplos de la crueldad divina, como en Sófocles. Pero mientras el pia- doso Sófocles veía en esa enigmática presencia del dolor un signo de la insondable decisión divina, los personajes de Eurípides piden cuentas de tales angustias.

A un nivel puramente teatral, se halla a veces una so- lución mediante la intervención de un dios, un personaje divino que acude cuando ya todo parece perdido, para dar una conclusión benévola al drama. Es el llamado deus ex machina, que se aparece al final de una obra para ofre- cer una hábil componenda. (Se le llama deus ex machina porque el tal dios aparecía introducido por una máqui- na del teatro, una especie de grúa, que lo traía «volando» desde el Olimpo para concluir la pieza). La frecuencia con que Eurípides usa este recurso es una indicación de cuán a menudo no sabe dar con una solución intrínseca a la desesperada situación final del conflicto dramático.

Por eso, otros estudiosos han destacado el «irraciona- lismo» de Eurípides, insistiendo en qué inquieto, com- plejo y desconfiado en la razón se muestra Eurípides en algunas obras; tal como sucede en Bacantes, por ejemplo. Así E. R. Dodds subrayó cómo se esforzaba por reflejar los aspectos íntimos y oscuros del alma humana, cómo avanza hacia una nueva religiosidad personal, cómo insi- núa una apertura al misterio. Se puede advertir en él, en efecto, como ha comentado A. J. Festugiére, una nueva

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tica con la naturaleza dionisíaca. Lo cierto es que parecen coexistir en él ambos aspectos: críticas aguzadas contra la inmoral conducta de los dioses, crueles, volubles, despia- dados, y a veces inicuos, y recelos frente al mito y la pie- dad tradicional, y, en la línea opuesta, un sentir religioso que se expresa de pronto en versos que parecen reflejar una profunda y emotiva piedad.

Al escribir, en su Poética, que Eurípides era «el más trá- gico de los trágicos», Aristóteles se refería al patetismo y la acción espectacular de sus escenas más logradas. En ese afán efectista Eurípides parece mas cercano al viejo Es- quilo que a Sófocles, que se centra más en la construcción del carácter de sus héroes y heroínas. Pero Aristóteles hacía notar también la decadencia que podía percibirse en la composición de algunos de sus dramas, de escasa tensión trágica. No sólo por la derivación del drama hacia lo nove- lesco o el melodrama, bien visible en piezas como Helena o Ifigenia entre los Tauros, sino por la más débil conforma- ción heroica de los protagonistas. Es significativo también el menor papel que tiene el coro en muchas de sus obras, en especial de las más tardías, como en Fenicias o en la Ifi- genia en Áulide. Esos estásimos corales, de gran belleza formal muchas veces, pero de escaso rendimiento dramáti- co, desvinculados de la acción trágica, reflejan la evolución de la tragedia hacia un drama sin coros. Pero, recordemos que Eurípides es un autor de extraordinaria complejidad, y siempre puede sorprendernos. Y así en Bacantes, su últi- ma tragedia, deja al coro un papel muy relevante, y ese es- pléndido coro resulta imprescindible para el desarrollo de la tragedia. Ahí reelabora el viejo Eurípides un argumento dionisíaco muy antiguo, ya tratado por Esquilo, pero con una trama de corte arcaizante, formidable y paradigmática, tan canónica como la trama del Edipo rey de Sófocles. INTRODUCCIÓN GENERAL

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a su auditorio y abrió una nueva perspectiva sobre la so- ciedad. Éste es un rasgo que han destacado todos los his- toriadores de la literatura antigua. Citaré, al respecto, unas lineas de Gilbert Murray (en su Historia de la Litera- tura Griega, escrita hace un siglo):

«Le llamaban el enemigo de las mujeres, y Aristófa- nes hace que las de Atenas conspiren para vengarse de él (en su comedia Las mujeres en las tesmoforias). Por su- puesto que, en realidad, sucedía todo lo contrario. Ama- ba, estudiaba y pintaba las mujeres que los socráticos ig- noraban y que Pendes aconsejaba conservar en las casas en silencio. Pero el crimen es mucho más llamativo y palpable que la virtud. (Al menos en la escena trágica). Heroínas como Medea, Fedra, Estenebea, Aérope, Cli- temnestra, llenan acaso más la imaginación que las figu- ras angélicas o adorables: como Alcestis, que muere por salvar a su marido; Evadne y Laodamla, que no quieren sobrevivir a los suyos, y toda la lista de doncellas m~rti- res (como Macaria en Los Heraclidas e Ifigenia en Ifi ge- ma en Áulide). Sin embargo, es un hecho significati- vo que, al igual que Ibsen, Eurípides rehúsa idealizar al hombre y, en cambio, idealiza a las mujeres... Y, además, Eurípides no nos permite tomar aversión a sus mujeres peores. Nadie puede defender a Medea (que escapa, victoriosa, sin recibir su castigo); y algunos aman a Fe- dra, aun cuando ha hecho perder la vida a un hombre inocente.

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las cuestiones del sexo femenino en todas sus formas. Hay obras basadas en asuntos de adulterio, como el Hi- pólito y la Estenebea, en la cual la heroína obra con Bele- rofonte como la mujer de Putifar con José. Otra, el Crisi- po, condenaba las relaciones entre hombres y jovencitos, que en la época se consideraban sólo como un pecado leve, y que Eurípides permitía únicamente a los Cíclopes. Había otra pieza, el Eolo, que presentaba un problema del viejo e ingenuo dios del viento, con sus doce hijos y doce hijas casados entre sí, viviendo en su isla ventosa y errante. En esta obra, Macario plantea la famosa alega- ción siguiente: ‘¿Qué cosa es vergonzosa, si el corazón del hombre no siente verguenza por ello?’.

Pero más importante aún que esos dramas singula- res es la constante afición del poeta a presentar sus expe- rimentos respecto a relaciones entre personajes que él trata de comprender (con nueva visión crítica), espe- cialmente las de las dos clases de personas que la socie- dad consideraba de segundo orden: mujeres y esclavos. No es extraño que el público en general no supiera qué hacer con él. ¿Pues, cómo tenían que considerar a un hombre tan severo con los placeres del mundo, y que, sin embargo, no reflexionaba que muchos de sus héroes eran bastardos? A la sacerdotisa Auge, cuyo voto de vir- ginidad había sido violado y a quien se había dirigido en términos de adecuado horror la virgen guerrera Atenea, la hace contestar blasfemando:

Las armas negras de sangre enrojecidas,

y la desdicha de los que mueren, no son malas para ti. Con certeza disfrutas con esas cosas. Pero, en cambio, de una niña desamparada, Auge, te asustas y averguen- [zas».

Hasta aquí, el texto de G. Murray. Añadamos alguna precisión. No me parece que Eurípides idealice a la mu- jer, lo que sucede es que le concede un primer plano y la deja hablar para exponer sus penas y sus quejas. Lleva a .1

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frecuencia a los hombres con que se enfrentan. Ellos quedan en un plano moral inferior, ya sea cuando como Admeto han aceptado el sacrificio de AJcestis para salvar su propia vida (y el sincero dolor posterior no puede bo- rrar esa imagen previa de su mezquindad), ya sea cuando, como Jasón, traicionan su matrimonio para medrar con una nueva boda, abandonando a Medea a su desdichado exilio. Tanto Alcestis como Medea dan pruebas de su ánimo heroico. Medea, la bárbara y desdichada maga, que asesina a sus hijos, y lo hace tras proclamar desde la escena los infortunios comunes de las mujeres en la so- ciedad griega, debió de causar una fuerte impresión en el auditorio. Fedra, víctima de la pasión, víctima de una cruel Afrodita, arrastra a la muerte al casto Hipólito, ino- cente del crimen; pero, aun así, es una figura de cierta nobleza. La joven Ifigenia (en Ifigenia en Áulide) acepta el sacrificio por salvar la expedición de los aqueos, con un valor ejemplar, mientras que su padre Agamenón y su tío Menelao, los grandes soberanos, al frente de sus fieros guerreros, parecen a su lado mezquinos y taimados.

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fabricar una estatua de su amado esposo, y con ella

duerme hasta ser descubierta y suicidarse. En Fénix, Ftía, rechazada por el joven Fénix, lo acusa de violación ante su padre, y éste lo deja ciego. En Estenebea tenemos un punto de partida semejante: ella, esposa del rey Preto, acusa a su huésped Belerofontes de acoso sexual, y éste, al final, tiene que matarla. (Como en el Hipólito, donde Fe- dra acusa a Hipólito ante Teseo, se repite el esquema del motivo mítico de Putifar). En Las Cretenses se ponía en escena la pasión erótica de Pasífae, la esposa de Minos, hacia el maravilloso toro blanco enviado por Poseidón, con el que ella se une amorosamente y del que nace el Minotauro. Minos se propone matar a la adúltera, pero el dios acude a salvarla.

Otros dramas, perdidos para nosotros, trataban de mujeres seducidas por un dios o un héroe, cuyo destino, a consecuencia de esa relación sexual, se volvía trágico para ellas y sus hijos. Así en la trama de Melanipa, que dio a luz dos mellizos de sus amores con Poseidón. (A su mito dedicó dos obras Eurípides: Melanipa la sabia y Melanipa cautiva). También Álope tuvo un hijo de Poseidón, y sus peripecias y reconocimiento se contaban en la tragedia de su nombre: Álope. En Hipsípila los hijos de ésta y Jasón salvaban a su madre de un grave apuro. En la Dánae se escenificaban los sufrimientos y angustias de la madre de Perseo, seducida por Zeus. En Auge, la protagonista, sa- cerdotisa de Atenea, es violada por Heracles en una fiesta nocturna. Por otro lado, el llamado «motivo de Putifar», es decir, la mujer despechada que-acusa al joven al que no ha logrado seducir, se reiteraba, como ya dijimos, en Fedra, en Estenebea, en la también perdida Peleo, etc.

Esas figuras femeninas fueron una novedad en la te- mática trágica, y en la comedia de Aristófanes, Las ranas (vv. 1043 y ss.), el viejo Esquilo se lo echa en cara a Eurí- pides:

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prostitutas como Fedra o Estenebea, ni puede decir na- die que yo sacara a escena a ninguna mujer enamorada.

Eurípides.— No, por Zeus, en ti no había nada de Afrodita.

Esquilo.— Ni ojalá nunca lo haya. En cambio sobre ti y sobre los tuyos se imponía a lo alto y lo ancho, y a ti en persona, en efecto, te dominó.

Eurípides.— ¿Y qué daño causan, oh infeliz, mis Es- tenebeas a la ciudad?

Esquilo.— Que has persuadido a mujeres nobles, es- posas de hombres nobles, a beber la cicuta, deshonradas por tus Belerofontes.

Eurípides.— ¿Es que puse en escena una leyenda inexistente?

Esquilo.— No en verdad, existía. Pero el poeta debe ocultar lo malo.

También en otros aspectos expresa Eurípides una postura muy crítica frente a los valores admitidos. Siem- pre estuvo a favor de la democracia ateniense, y se mos- tró un patriota ferviente al recordar mitos en los que se exaltaba el talante hospitalario de Atenas con los refugia- dos y los suplicantes. Así, por ejemplo, en los Heraclidas, y en Las Suplicantes, y en dramas perdidos como Teseo, Erecteo, o Cres fontes. Supo elogiar la grandeza moral del héroe ático Teseo (por ejemplo, en Heracles) y, por el con- trario, presentó como un taimado y ruin, en más de una ocasión, al rey de Esparta Menelao (como en su Orestes y en Ifigenia en Áulide).

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so de las llamadas «tragedias troyanas», como Hécuba y Las Troyanas. El dramaturgo pone en primer plano a los que sufren, las víctimas dolorosas, como esas pobres mujeres, que son ahora el botín de los vencedores des- pués de haber perdido a sus maridos, muertos, y su ciu- dad, saqueada e incendiada. La guerra exige el sacrificio absurdo de muchachas inocentes, como Ifigenia o como Políxena, ofrecida como víctima sobre la tumba de Aqui- les. Insensatez es el culto heroico que se expresa en tan crueles ritos. El destino final de Casandra, Andrómaca, Hécuba, se escenificaba en Las Troyanas como una terri- ble acusación de barbarie contra los aqueos victonosos. (Y la representación de esta tragedia, en el año 415, des- pués de la terrible matanza de la isla de Melos, donde los atenienses mostraron su aspecto más implacable, pasan- do a cuchillo a los hombres, y esclavizando a las mujeres, no pudo ser más oportuna. Justo por entonces los ate- menses se embarcaban en otra expedición de conquista, con una gran flota, hacia Sicilia, en una aventura de final funesto).

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muestran los jovenes dispuestos al sacrificio por la patria, como las ya mencionadas Macaria e Ifigenia o Meneceo en Fenicias.

Otras veces la manera de recrear el mito introduce de- talles realistas que desacreditan o enturbian la acción de los héroes. Así, por ejemplo, en su Electra hace que ésta y Orestes maten a su madre Clitemnestra, cuando ella acu- de para ayudar a su hija en un fingido parto. Es decir, es el afecto de Clitemnestra hacia Electra lo que propicia y facilita la implacable venganza de sus hijos. En el Ores- tes, las Furias que persiguen al matricida están en su pro- pia imaginación, y el héroe acosado por las diosas de la venganza aparece como un enfermo, enloquecido y epi- léptico.

Pero las críticas al mito alcanzan también a los gran- des dioses. El ilustrado Eurípides les exige un comporta- miento digno de la justicia divina. Y esas críticas, como las de Jenófanes antes, chocan con la conducta mítica de los dioses, que con los héroes comparten el espacio dra- mático. Recordemos una vez más que la tragedia no hace sino recrear escénicamente los mitos. Los dioses se mues- tran crueles y vengativos — como Afrodita en Hipólito y Dioniso en Bacantes — y tienen amoríos furtivos de tristes consecuencias — como Apolo en Ion—. En fin, no están a la altura moral que la nueva conciencia crítica reclama.

En algunas tragedias los personajes alzan sus duras. criticas contra ellos o manifiestan su incredulidad. (Y atacan la creencia en la adivinación a menudo). «Que los dioses condesciendan a amores ilícitos, que se encadenen los unos a los otros, eso yo no lo he creído nunca, como no creeré jamás que un dios pueda someter a otro a su dominio. Dios, si hay un dios, en verdad está libre de cualquier defecto, y todo el resto no es más que mentiro- sas fantasías de los poetas», se dice en el Heracles. «Ni los XXVI

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XXVIII EURíPIDES

dioses, que se llaman sabios, son menos engañosos que los leves sueños. Grande es la confusión que reina en las cosas divinas y humanas. Sólo me duele que, por hacer caso a adivinos, perezca quien no carece de cordura», di- ce Orestes en la Ifigenia entre los Tau ros. Podríamos citar otras sentencias semejantes.

La crítica sofística había hecho vacilar la fe en los dioses, y la desconfianza en las creencias religiosas tradi- cionales se deja sentir en estos personajes de Eurípides, tan atrapados en su desdicha, tan angustiados por lo ex- tremado de su peripecia. No pueden sentir la antigua pie- dad en los dioses, han perdido esa confianza en la justicia divina que impulsa a los de Esquilo, se sienten perdidos ante los embates de la Fortuna, la T~che, que con sus vai- venes los zarandea y lleva a la destrucción o a un éxito inesperado. (Que, paradójicamente, puede venir de la mano de una divinidad aparecida de improviso, en un milagro de último momento, en forma de un deus ex ma- china).

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XXIX

que iba extendiéndose entre los contemporáneos ilustra- dos del dramaturgo. Esa visión desencantada y crítica de los dioses míticos va acorde con la presentación de unos héroes muy humanizados, impulsados por pasiones y anhelos muy próximos a los del hombre y la mujer de la calle, bajados de su noble pedestal arcaico. Y lo uno y lo otro, la crítica teológica y la psicología realista, amenazan la solemne prestancia de unos dioses y héroes excesiva- mente humanos.

La humanización de los héroes acerca sus figuras al presente de los espectadores. Su alma dolorida y vacilan- te parece un lugar de lucha tan decisivo para su destino azaroso como el ámbito externo donde se dan las luchas sangrientas. Dubitativos, movidos por las pasiones y los recelos, los protagonistas de sus dramas han perdido la arcaica solidez de las figuras encumbradas de la leyenda. Tomemos como ejemplo a Orestes y Electra, tal como aparecen en las tragedias que llevan su nombre. El hijo de Agamenón, que, cumpliendo su lastimosa tarea, ya ha dado muerte a su madre, en el Orestes aparece como un joven enfermizo y vacilante, perseguido por unas Furias aloja- das en su propia imaginación, y ansioso de sobrevivir, sobrevivir a toda costa. Esta Electra, la antigua princesa, que aquí está casada con un modesto campesino, está agriada por el rencor y el odio hacia su madre, la reina que ha logrado una vida más cumplida según sus deseos. El conflicto no se presenta aquí como en Esquilo. No se trata ahora de los dos principios sociales enfrentados. No importa discutir si es más grave el- asesinato de un esposo o el de una madre, sino que lo que el drama resalta es la actitud psicológica de madre e hija, enfrentadas en una amarga discusión, y la de los dos hermanos planeando su despiadada vendetta.

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XXX

EURIPIDES

ha usurpado el trono con una audacia leonina, sino una madre que siente remordimientos por su pasado y acu- de a mostrar su afecto por sus hijos, justo ese afecto que la lleva a la trampa mortífera preparada por Orestes y Electra. Era una manera nueva de presentar el famoso matricidio, poniendo en primer plano la psicología de los personajes. Es probable que muchos espectadores se sintie- ran inquietos ante esta interpretación, que presentaba a la malvada Clitemnestra tan humanizada y a los vengado- res tan implacables, a la vez que pensarían: «pudo ser así».

* * *

Es muy comprensible que estas tragedias de Eurípi- des conmovieran y, a la vez, escandalizaran a los especta- dores. Su reinterpretación de los vetustos mitos — intro- duciendo a veces curiosas variantes de detalle — su crítica social y sus avances psicológicos debieron de causar un cierto asombro, y quizás una sensación de incómoda inquietud, en la conciencia de sus conciudadanos. Su tea- tro indagaba en los conflictos perennes de la condición humana, a través de las figuras de los mitos, reactualiza- das. La «purificación del terror y la compasión», esa ka- tharsis sentimental de la que escribió Aristóteles, se reali- zaba aquí acompañada seguramente de esa inquietud. Al hurgar en el interior de las figuras trágicas, las acerca a los hombres y mujeres reales. Planteaba así dramas sobre la condición humana y la injusticia social, y al hacerlo en los moldes trágicos, con intención realista, desafiaba las convenciones tradicionales. Recordemos de nuevo, desde esta perspectiva, la vieja sentencia: «Sófocles presenta a los héroes tal como deben ser; Eurípides tal como son».

(25)

la Guerra del Peloponeso le habían empujado a escribir obras como Las Troyanas y Hécuba. De otro, tal vez como L

INTRODUCCIÓN GENERAL XXXI

contrapunto a esa visión desesperada, compuso dramas <de evasión» y melodramas de final feliz, como son Ifige- nia entre los Tauros, Helena e Ion. Estas piezas reelaboran variantes míticas sorprendentes. (Lo hace, por ejemplo, al tomar de Estesícoro la leyenda de que Helena no fue a Troya, sino a Egipto, mientras que los dioses engañaron a Paris entregándole un doble fantasmal de la bella esposa de Menelao, y fue en Egipto donde Helena y el Atrida, que volvía de Troya, tras la destrucción de ésta, se reen- contraron y desde allí juntos regresaron a Esparta). Y tie- nen en común un hábil desarrollo argumental, con nota- bles peripecias, emotivas escenas de reconocimientos o anagnórisis, y un final nada trágico, como decíamos. La acción sucede en parajes lejanos, como son el delta del Nilo y la bárbara región de los Tauros, hay momentos de emotivo suspense, y, a la postre, todo acaba bien. Eurípi- des se muestra como un precursor de la Comedia Nueva, e, incluso, de la novela de aventuras. Con estos melodra- mas se aleja de las angustias de la guerra y, en cierto mo- do, también de la tragedia en su sentido más estricto.

De entre las tragedias de Eurípides quizás la más clá- sica, en el sentido de la más ajustada a un esquema canó- nico, según la Poética de Aristóteles, es Bacantes. Fue una de sus últimas obras, y se representó póstumamente, co- mo dijimos. Ya muerto obtuvo el gran dramaturgo el primer premio, con evidentes méritos. Es curioso obser- var que se representó a la vez que la Ifigenia en Áulide, una obra de características muy diferentes. Esta Ifigenia es, en claro contraste, una típica tragedia tardía, con unos coros muy líricos y alejados de la acción, y unos perso- najes de sorprendentes cambios anímicos (rasgo que ya criticó Aristóteles).

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INTRODUCCIÓN GENERAL

comentada y discutida. Ninguna ha suscitado tantas con- troversias respecto a su mensaje último. Pues esta trage- dia, cuya construcción dramática es todo un paradig- ma clásico, arcaizante y de grandeza esquilea, con un coro que es esencial en la acción y que tiene, a la vez, una magnífica belleza lírica, se funda sobre un mito de impre- sionante patetismo y rara perfección. Como si el viejo Eu- rípides retornara aquí a un drama sacro, donde el dios Dioniso se presenta como el antagonista del héroe. Éste, el protagonista, es el rey Penteo, un teómaco víctima de su propia intolerancia, mártir de la razón y defensor de las leyes de la polis. Por su rigor al frente de la ciudad, el puritano Penteo, primo del dios festivo que retorna a Te- bas, sufrirá la peor muerte, despedazado a manos de su propia madre y de las frenéticas Bacantes. Como Eteocles en Los Siete contra Tebas, Penteo es el rey que defiende con todo su coraje y su tiránico poder su ciudad contra el invasor. Pero el extraño que ahora se enfrenta a él, segui- do del tropel de sus ménades, es el dios Dioniso, hijo de la tebana Sémele, y divinidad terrible contra sus enemigos.

Eurípides escenifica un gran mito dionisíaco, y las Ba- cantes es la única tragedia conservada que presenta a

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¿Qué mensaje pretende dar aquí el viejo Eurípides? ¿Es un nuevo ataque a la crueldad de cultos religiosos bárba- ros y orgiásticos, o bien es la confesión de la invencible y extraña grandeza religiosa de ese dios que invita a sus adeptos a la fiesta comunal del vino y la danza montaraz, lejos de las normas represivas de la civilización griega?

Desde la nórdica Macedonia Eurípides envía su enig- mática despedida, un apasionado testamento espiritual, en este drama a la antigua, con su espléndida construc- ción y su religioso mensaje. Eurípides nos sorprende de nuevo con su dominio de los recursos escénicos, con la be- lleza de los cantos corales, con la intensidad de sus diálo- gos dramáticos, con la vivacidad de su lenguaje.

Nietzsche acusó a Eurípides —en su libro juvenil El origen de la tragedia— de ser, en compañía de su compa- dre Sócrates, el causante de la decadencia del arte trági- co, al arruinar con su crítica el saber del mito arcaico. La acusación parece, cuando uno atiende no a alguna pieza suelta, sino al conjunto de los dramas del trágico, suma- mente injusta. Es cierto que los viejos mitos parecen, a veces, cuartearse en sus manos, pero él no es el causante del derrumbe, sino tan sólo el testigo de una evolución que precipita ese final.

Eurípides fue el dramaturgo decisivo para el teatro posterior. Tanto en el griego —incluso en la Comedia Nueva— como en el roniano. Séneca se inspiró en él constantemente. Y luego su huella ha resurgido en cual- quier intento de teatro neoclásico, en Racirie, por ejem- pío. Muchos han visto en él, con muy clara razón, no sólo al trágico más moderno, humano y realista, sino al más trágico de los trágicos, como va dijo Aristóteles, un buen conocedor del género.

CARLOS GARCÍA GUAL XXXII

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SIIS3ZYJV y

(29)

INTRODUCCIÓN

La tragedia Alces tis fue representada en el año 438 a. C., bajo el arcontado de Glaucino. Ocupaba el cuarto lugar de la tetralogía formada por Las Creten- ses, Alcmeón en Psófide, Télefo y la misma Alces tis, lugar que solía estar destinado al drama satírico, lo cual, unido a la circunstancia del análisis valorativo del segundo de los Argumentos, ha llevado a los crí- ticos modernos a detectar rasgos satíricos hasta donde no los hay. A pesar de ser la primera obra que se nos ha conservado de Eurípides, es evidente que no estámos ante un logro de juventud, ya que el poeta llevaba ya diecisiete años produciendo para la escena.

La leyenda. — La leyenda en la que se inspiró Eurí- pides para componer su obra es eminentemente popu- lar y debe situarse en el mareo de dos temas muy familiares entre los antiguos: el de la esposa amante que ofrece el sacrificio de su vida para salvar la de Su esposo y, unido. a éste, el de la lucha victoriosa del héroe mítica con el genio de la muerte. La saga parece ser de origen tesalio, igual que la de Protesilao y Laodamía, y este hecho es muy significativo, si tene- mos en cuenta que Tesalia fue probablemente la cuna del culto popular de Deméter, en cuyo ámbito estaban encuadrados los mitos que narraban el rapto de Core,

4

TRAGEDIAS

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la luz del sol, coincidiendo con la germinación de las cosechas.

La primera mención de Alcestis y Admeto aparece ya en los poemas homéricos (Ilíada II 711 y sigs. y

763; XXIII 376 y sigs., etc.). En el verso 766 del canto II de la Ilíada se ha pretendido ver ya una alusión al mito de Apolo sirviendo de jornalero en casa de Admeto.

En las Eeas o Caldiogos de las Mujeres, que la Antiguedad atribuyó a Hesíodo, ambos temas, el del sacrificio de Alcestis y el de las peripecias de Apolo, debieron de ser tratados con pormenor; aunque los restos que poseemos son escasísimos, éstos, unidos a una serie de fuentes posteriores, permiten hacernos una idea bastante exacta de la leyenda. El punto de arranque es el castigo que recibió Asclepio de Zeus por haber resucitado a un muerto. Por acto semejante el rey del Olimpo lo niató con su rayo. En venganza de ello, Apolo, padre de Asclepio, quitó la vida a los Cíclopes, que eran los encargados de fabricar el fuego de Zeus. A pesar de que el sumo dios quería precipitar a Apolo en las profundidades del Tártaro, la interven- ción mediadora de su madre Leto hizo que sólo fuera castigado a servir como jornalero durante un año en la mansión de un mortal, Admeto, hijo de Feres. El trabajo de Apolo en casa de Admeto consistía en ocu- parse de los rebaños, pero los servicios que en seguida le prestaila serían muy superiores. Admeto estaba ena- morado de Alcestis, pero Pelias, el padre de la joven, exigía como condición para conceder la mano de su hija que le llevasen unos leones y jabalíes que estaban uncidos a un carro. Con la ayuda de Apolo, Admeto realizó la proeza y pudo casarse con Alcestis. El día de su boda se olvidó de hacer sacrificios a Ártemis y, en venganza de ello, fue castigado con la muerte. ALCESTIS

5

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menos, la versión popular del mito.

Con estos materiales miticos, el poeta trágico Fn- nico, que pertenecía a la misma generación que Es- quilo, compuso su drama Alcestis. Por escasísimos tes- timonios indirectos, con la única excepción de un verso original conservado por Hesiqujo, sabemos que Frínico representaba a Tánato, la Muerte, armada de una espada y hacía mención, al parecer, de la lucha entablada por Heracles contra la Muerte, a fin de sal- var a la muchacha. Si esto último es cierto, Frínico habría innovado ya el tema tradicional, haciendo que fuera Heracles y no Core quien devolvía a Alcestis al mundo de los vivos. Dicha innovación fue aceptada por Eurípides, pero no podemos aventurar nada respecto al desarrollo que dio Frínico a la acción, debido a la información casi nula que poseemos sobre el trata- miento del tema por este autor.

Valoración general de la obra. — Alcestis es una tragedia que ha sido interpretada de modo muy diver- so. Si a la sensibilidad antigua le chocaba ya su carác- ter, por estar muy alejado de la esencia de lo trágico, no nos puede extrañar que críticos modernos, como Kitto 1, la consideren una especie de tragicomedia, junto con Ifigenia en la Táurica, Jón y Helena. La realidad es que la obra, aparte dc no profundizar ape- nas en las motivaciones que impulsan a los personajes

Cf. H. D. F. Kino, Greek Tragedy, 3a cd., reimp., Londres, 1966, págs. 311 y sigs.

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a actuar, plantea una serie de dificultades a los críti- cos meticulosos que buscan una mayor coherencia y hasta una mayor seriedad en algunas escenas (piénsese en el festivo tratamiento de Heracles, por citar el

ejemplo más relevante). Como ha notado muy bien Lesky 2, habría que preguntarse en qué lugar del drama habla Alcestis del amor que le impulsa a sacrificarse por su esposo, y si merece ser tomado en serio un hombre que deja que su esposa acepte morir en su lugar, un hombre que, por otra parte, es descrito con luces tan vulgares, con una cobardía que no es que sea impropia de un héroe, sino hasta de un hombre que verdaderamente lo sea y esté realmente enamo- rado de su esposa.

Todos estos problemas y otros similares han hecho que los investigadores derramasen ríos de tinta al

respecto. No es nuestra intención mediar en esta polé- mica. Nos contentamos con esbozarla y expresar nues- tra opinión, más o menos personaL sobre la cuestión. En relación con el carácter tragicómico de la obra, no debemos perder de vista que la misma ocupaba el lugar reservado tradicionalmente al drama satírico; algún motivo tendría Eurípides para incluirla ahí. Debe tenerse en cuenta, además, que con Eurípides la tra- gedia griega evoluciona en el sentido de que los per- sonajes empiezan a perder o han perdido por completo su temperamento heroico y se convierten en seres de carne y hueso, acechados por las pasiones y por los problemas humanos, en los que la alegría y el dolor se entremezclan constantemente. En una palabra, la tragedia ha perdido ya su carácter venerable y se aproxima ya, a grandes pasos, a los ideales que infor- man la Comedia Media y la Nueva, en la cual el des-

2 A. LESICY, Hisioria de la Literatura Griega. Madrid. 1968. pág. 394.

ALCESTIS 7

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cálculo de Admeto y Feres, puede ser considerada una heroína del temple de la Electra o la Antígona de Sófocles.

Apuntemos, por último, que el lector de hoy no

hará bien tratando de hallar una coherencia y armonía totales ni en el desarrollo de la obra ni en la delinea- ción psicológica, muy incipiente aún en Alcestis, de los protagonistas del drama. La razón fundamental radica en la enorme distancia que media entre el espectador griego del siglo y y el contemporáneo. Resulta evidente que la brusca transición desde una situación patética al rigor lógico de la fría argumentación, tan frecuente en Eurípides, apenas asombraría al ateniense medio, acostumbrado a las peroratas de los tribunales y al influjo enorme de la Sofística y su gusto por la dia- léctica sutil. ¿Comprendería un ateniense de la época • de Eurípides el psicologismo, rayano a veces en lo • enfermizo, de gran parte de nuestro teatro contem- poráneo?

Estructura esquemática de la obra. —

PRÓLOGO (1-76). Expuesto por Apolo, con la aparición de la

Muerte que dialoga con la divinidad.

P.~ROOo (77-140). Primera aparición del Coro en la escena. Episoo¡o lo (141-212). Diálogo de un sirviente con el Coro. EsTAsiMO 1.~ (213-279). El Coro sc lamenta dc la situación en que se encuentran Alcestis y Admeto.

EPIsouio 2.o (280-392). Dcspcdida dt Alcestis y Admeto.

KoMMOS (393-415). Diálogo lírico entre cl hijo de Alcestis y su madre, con intervención de Admeto y el Coro.

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TRAGEDIAS

ESTÁSIMO 2.0 (435-475). El Coro canta la abnegación de Alcestis. Episooío 3•o (476-568). Aparición de Heracles que dialoga con el

Coro y, posteriormente, con Admeto.

EST~SIMO 3•o (569-605). El Coro ensalza la hospitalidad de su senor.

E~ssooio 4o (606-860). Enfrentamiento de Admeto con su padre Feres. Diálogo entre el Sirviente y Heracles.

KOMMOS (861-961). Lamentos de Admeto con el Coro sobre su desgracia. Anuncio de Admeto de solemnes funerales.

EsTAsIMo 4.o (962-1005) Exaltación, por el Coro, del imperio de la Necesidad.

E~isooIo 5o (1006-1158). Heracles rescata a Alcestis de la Muerte. Exoro (1159.1162). Versos sentenciosos del Coro.

ARGUMENTO (POR DICEARCO)1

Apolo había pedido a las diosas del Destino que Admeto, a punto de morir, pudiese presentar a alguien que quisiera morir voluntariamente en su lugar, con la finalidad de que pudiese vivir un tiempo igual al que había vivido. Alcestis, la esposa de Admeto, se ofreció ella misma, puesto que ninguno de sus padres aceptaba morir por su hijo. Poco después de haber acontecido este hecho, se presenta Heracles y, habiendose ente- rado por un sirviente de lo sucedido a Alcestis, se encamina hacia la tumba y, obligando a la Muerte a alejarse, cubre con un vestido a la mujer y a Admeto le pedía que la acogiese y la protegiese. Pues decía que la había recibido como premio de una competición de lucha. Ante la negativa de aquél a acogerla, le mos- tro que era la mujer por la que se lamentaba.

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Y contemporáneo de Teofrasto.

TRAGEDIAS

(DE OTRO MODO)2

Alcestis, hija de Pelias, habiendo aceptado morir en lugar de su propio esposo, es salvada por Heracles que se encontraba entonces en Tesalia, obligando a los dioses infernales y arrebatándoles a la mujer. El tema no es tratado por ningún otro de los trágicos. Ocupa en la producción de Eurípides el lugar decimo- séptimo. Se representó bajo el arcontado de Glaucino (483 a. C.)... Sófocles obtuvo el primer premio y el segundo Eurípides con Las Cretenses, Alcm eón en Psófide, Télefo y Alcestis... El desenlace del drama es, más bien, cómico. La escena del drama tiene lugar en Feras, una ciudad de Tesalia. El coro está formado por algunos ancianos del lugar, que se presentan para compartir el dolor de las desgracias de Alcestis. Apolo recita el Prólogo [...] era corego.

El drama es, más bien, satírico, pues tiene un desen- lace alegre y placentero, contrario a la esencia de lo trágico. Se rechazan, como impropios de la poesía trá- gica, Orestes y Alces tis, ya que comienzan por una desgracia y concluyen en felicidad y alegría, lo cual es más adecuado a la comedia.

2 La segunda Hypothesis es de un carácter totalmente dife- rente, es del tipo de las atribuidas en nuestros manuscritos

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exigua sobre el tema, seguida de una parte didascálíca, con datos sobre la fecha de composición, títulos que formaban la tetralogía, lugar obtenido en el certamen, el nombre del corego (aquí corrupto) y apreciaciones más o menos personales sobre el carácter de la obra.

PERSONAJES

APOLO. LA MUERTE. CoRo.

Una SIRVIENTE de Alcestis. ALCESTIS.

ADMETO.

EUMELO, hijo de Alcestis. HERACLES.

PERES.

Un SIRVIENTE. lo

Saliendo de la casa de Admeto, Apolo recita el Prólogo de un modo retórico.

APOLO ~. — 10h moradas de Admeto, en las que so- porté con resignación estar sentado a la mesa de los

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hijo Asclepio, clavándole un rayo en el pecho, fue el responsable de ello. Irritado yo por esto, maté a los 5 Cíclopes, constructores del fuego de Zeus ~. Y mi padre me obligó, en represalia, a servir como asalariado en casa de un mortal. Y, viniendo a esta tierra, apacen- taba las vacas a mi huésped y, hasta hoy, ejercía una protección sobre esta casa. Un santo como yo vino a ío topar con un hombre santo, el hijo de Feres, a quien salvé de morir, engañando a las diosas del Destino ~. Ellas me permitieron que Admeto escapase, por el

El Prólogo informativo, en este caso recitado por una divi- nidad, es típico de las tragedias de Eurípides y cumple la

función de informar sobre la situación previa a la acción. Al parecer, no se trata de una innovación, sino que formaría parte de las manifestaciones más antiguas del verso griego.

~ En la mitología griega los Cíclopes son los forjadores de los rayos que lanza Zeus. En una ocasión incurríeron en la

cólera de Apolo, al fulminar Zeus con sus rayos a su hijo Asclepio, por haber resucitado a los muertos. No pudiendo ejercer su venganza sobre Zeus, Apolo dio muerte a los Ciclo- Pes; en castigo de esta acción se vio obligado a servir como jornalero en casa de Admeto.

~ Las Moiras o diosas del Destino son la personificación de la suerte que a cada ser, animado o inanimado, le corres-

Ponde en esta vida.

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TRAGEDIAS

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mujer, que quisiera dejar de contemplar ya la luz del sol, muriendo en su lugar. A ella la lleva ahora en

20 sus brazos por la casa, con el alma rota, pues en este día le ha sido decretado morir y abandonar la vida k

Y yo, para evitar que la impureza me alcance8 en la casa, abandono el cobijo queridísimo de estos muros. 25 Estoy viendo que se acerca ya la Muerte, sacerdotisa de los muertos, que está a punto de conducirla a la

morada de Hades. Ha llegado con puntualidad, guar- diana de este día en que ella debe morir 8a~

A parece en escena la Muerte.

MUERTE. — ¡Ah ah! ¿Por qué tú ante estos muros? 30 ¿Por qué merodeas por aquí, Febo? ¿Pretendes delin- quir de nuevo, recortando y aboliendo los honores de los de abajo ~? ¿No te bastó con impedir el destino

6 Hades, hijo de Crono y Rea, es la divinidad de los infier- nos y de los muertos, de “los de abajo~, como suele decirse en griego. Es uno de los tres soberanos que, juntamente con Zeus y Posidón, se repartieron el mando del Universo, después de derrotar a los Titanes.

7 Expresiones tautológicas de este tipo son muy frecuentes en la poesía griega y sirven para dar una mayor intensidad y solemnidad a la frase. Cf., por ejemplo, 18: morir y dejar de ver la luz del sol.

8 Apolo no quiere contamínarse con la vecindad de un muerto; como Artemis que abandona al moríbundo Hipólito por la misma razón en Hipólito, vv. 1437-9.

Sa Metáfora tomada del lenguaje militar, mediante la cual se compara a la Muerte con un atento centinela, al que ninguna víctima le puede pasar desapercibida.

9 La acusación evidencia el uso de un vocabulario estricta- mente judicial. La Muerte presupone que Apolo pretende me- terse en su terreno, ahorrando una víctima que corresponde a las divinidades infernales. Este lenguaje debía de ser muy familiar al público ateniense tan habituado a los procesos, cir- ALCESTIS

15

de Admeto, engañando a las diosas del Destino con embaucador arte? Y ahora, de nuevo, la mano armada 35 del arco, montas la guardia junto a ella, la hija de

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APOLO 10. — No temas. Poseo la justicia, sin duda, y buenas razones.

MUERTE. — ¿Para qué necesitas el arco, si posees la justicia?

AYoLo. — Tengo por costumbre llevarlo siempre. 40 MUERTE. — Sí, y también ayudar injustamente a esta casa.

APOLO. — Estoy abrumado por las desgracias de un amigo.

MUERTE. — ¿Vas a robarme este segundo cadáver? “. APOLO. — El primero no te lo quité por la fuerza. MUERTE. — ¿Y cómo está aún sobre la tierra y no 45 bajo el suelo?

APOLO. — Ha hecho un cambio con su esposa, la que tú ahora has venido a buscar.

MUERTE. — A ella me la llevaré bajo la profunda tierra, tenlo por seguro.

APOLO. — Tómala y vete. No sé si llegaría a persua- dirte.

MUERTE. — ¿A matar a quien debe morir? Ése es oficio.

APOLO. — No, sino a aplazar la muerte de los que so IStén a punto de morir.

~“1Stancia que ridiculizaría ARIsTÓFANEs en Las Avispas. Cf. una ~na semejante en -Esouíw, Las Euménides, 179-234, en la

• Apolo litiga con las Erínis sobre el destino que le corres- •de a Orestes, tras su horrible crimen.

~ Se inicia un cortante diálogo esticomítico (línea a línea), le constituye una de las características más notorias de las

Igedias de Eurípides, autor muy influido por la retórica sofís- Sa Y el lenguaje usado en los tribunales de Atenas.

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TRAGEDIAS

MUERTE. — Ahora comprendo tus palabras y tu celo. APOLO. — ¿No hay ninguna posibilidad de que Alces- tis llegue a la vejez?

MUERTE. — Ninguna. Piensa que yo también me gozo con mis honras.

APOLO. — Aun así, no podrás llevarte más que un alma.

55 MUERTE. — De los que mueren jóvenes obtengo ma- yor ganancia.

APOLO. — Aunque muriera vieja, sería enterrada con lujo.

MUERTE. — Estableces tal ley, Febo, teniendo en cuenta a los ricos.

APOLO. — ¿Cómo has dicho? Mira que no haberme dado cuenta de que eras una ilustrada...

MUERTE. — Los que tuvieran posibles comprarían morirse de viejos.

60 ApoLo. — En resumidas cuentas, ¿no quieres hacer- me este favor?

MUERTE. — No, ya conoces mi manera de ser. APOLO. — Odiosa para los mortales y, para los dio- ses, abominable.

MUERTE. — No puedes poseer todo lo que no debes. APOLO. — Tú has de ceder, tenlo por seguro, por muy 65 cruel que seas; a la casa de [Feres] un hombre tal

vendrá, enviado por Euristeo, a buscar un carro de caballos desde los helados lugares de Tracia ~ el cual, recibido como huésped en esta casa de Admeto, por la

12 Alusión a las ideas igualitarias de la Sofística avanzada. basadas en un racionalismo naturalista, en virtud del cual no tiene por qué haber diferencias entre los hombres. ThanatOS es, en griego, un personaje masculino; en castellano, la Muerte se personifica como femenina.

13 Se trata del trabajo impuesto a Heracles por Euristeo, rey de Argos, de conquistar los caballos de Diomedes, rey de Tracia, cuyo clima en invierno era muy riguroso.

ALCESTIS 17

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ciendo eso y serás objeto de mi odio. (Apolo sale de escena.)

MUERTE. — Por mucho que hables, no conseguirás nada. Esta mujer descenderá a la morada de Hades.

Me dirijo hacia ella, para comenzar el sacrificio con la espada. Sagrado es a los dioses infernales aquel de 75 quien esta espada un cabello corte. (Entra en Palacio.)

El Coro, compuesto por quince ancia- nos de Feras, entra en la orquestra.

CORO 14~

—¿Por qué este silencio delante de los muros? —¿Por qué está callada la casa de Admeto?

—No veo cerca a ninguno de los suyos que pudiera SO decirme si debo llorar a mi reina como muerta, o si,

wva aún, ve esta luz la hija de Pelias, Alcestis, cele- brada por mí y por todos como la mejor mujer que ~u esposo haya podido tener. 85

Estrofa 1.”.

—¿Oyes tú gemido o golpear de manos por el pala- CZO, o lamento, como si todo hubiera concluido?

—Nada oigo, ni en derredor de las puertas criado iguno está. ¡Ojalá te presentases como respiro entre 90 ms olas de la desgracia, oh Apolo sanador! 15

—No estarían en silencio, si hubiera perecido. —Ya es un cadáver.

14 El coro entona la Párodo, dividido en dos grupos. Los

~nes, siguiendo la edición de Oxford, indican las posibles Visiones y reparto de los versos, que no todos los editores

diniten del mismo modo.

~ El oscuro adjetivo metakúmios del y. 91 parece hacer “‘-3ón al respiro que se produce entre el embate de dos olas.

(42)

18

TRAGEDIAS

—Es evidente que aún no ha sido llevada fuera de la casa 16

95 —¿Qué te induce a pensar así? Yo no estoy tan confiado. ¿Qué te da ánimo?

—¿Cómo iba a haber realizado Admeto un funeral en soledad ( ) a su digna esposa?

Antistrofa l.a.

—Delante de la puerta no veo el agua clara de las íoo purificaciones que se acostumbra a colocar en el um- bral de los muertos.

—Ningún cabello cortado hay a la puerta, arrojado al suelo en señal de duelo por los muertos; tampoco resuena la mano joven de las mujeres 17

los —y sin embargo éste es el día señalado. - —¿A qué día te refieres?

—En que ella debe ir bajo tierra.

—Me has herido el alma, me has herido la mente. —Cuando los buenos sufren tormento, menester es íío que sufra quien desde siempre goza de buena repu- tación.

Estrofa 2.a.

—No hay lugar de la tierra adonde pueda enviar

íís una nave, ya a Licia, ya a la árida sede de Amón 18, para liberar la vida de la infortunada, pues el destino funes-

120 to, cortado a pico 19, se aproxima, y dc los altares de

16 Para ser expuesta, según el ceremonial fúnebre.

17 Golpeándose el pecho en señal de duelo, se sobreentiende. 18 Se refiere al templo y oráculo de Apolo en Licia (HER45D., 1 282), así como al templo y al oráculo de Zeus Amón, en un

(43)

19 Bella metáfora, por medio de la cual el destino es com- parado con una roca cortada a pico. Ni que decir tiene que

ese destino inminente es aquí la muerte. ALCESTIS

19

los dioses en que se sacrifican los rebaños no sé ya a encaminarme.

Antistrofa 2.~.

—Sólo si esta luz pudiese ver con sus ojos el hijo de Febo, regresaría ella, abandonando las moradas 125 sombrías y las puertas de Hades. Él resucitaba a los domeñados por la muerte, antes de que a él mismo le alcanzase el golpe del fuego fulmíneo lanzado por Zeus. Mas ahora, ¿qué esperanza de vida puedo concebir? 130 —El rey ha realizado todos los ritos. Los altares de todos los diosés están repletos de sacrificios sangran- tes. Ya no hay remedio de los males. 135

Una sirvienta sale de palacio y el Cori- feo se dirige a ella.

CORIFEO. — He ~tquí que una sirvienta sale de la casa derramando lágrimas. ¿Qué acontecimiento voy a ofr? Sentir pesar, si algo les ocurre a los señores, es comprensible; mas nos gustaría saber si la reina está 140 aún viva o ya no existe.

SIRvIENTE. — Puedes decir que está viva y muerta. CORIFEO. — ¿Y cómo podría una misma persona estar muerta y ver la luz?

SIRVIENTE. — Ya está con la cabeza inclinada y el ma derrama.

CORIFEO. — ¡Oh desgraciado, qué mujer va a echar falta un hombre como tú!

SIRVIENTE. — Antes de que lo sienta en su carne no 145 de saberlo.

CORIFEO. — ¿Ya no hay esperanza de salvar su vida? SIRVIENTE. — El día fatal le impone su violencia. CORIFEO. — ¿Cómo no se han hecho los preparativos Invenientes?

(44)

20

TRAGEDIAS

150 CORIFEO. — ¡Que ella sepa que ha de morir llena de gloria, mujer la mejor con mucho de las que viven bajo el sol!

SIRVIENTE. — ¿ Y cómo no habría de ser la mejor? ¿Quién lo negará? ¿Qué debe ser la mujer que desta-

que sobre todas? ¿Cómo podría dar mayor prueba de 155 amor por su esposo que aceptando voluntariamente morir en su lugar? Es evidente que esto lo sabe toda la ciudad, mas te asombrarás al oír lo que hizo en su 1 160 casa. Cuando se dio cuenta de que había llegado el día decisivo, lavó su blanca piel con agua del río ,yE sacando de la habitación de cedro un vestido 20, puso todo su empeño en adornarse como convenía, y situán- dose delante del altar hizo la siguiente súplica: «Seño- ra 21, ya que marcho bajo tierra, postrándome ante ti 165 por última vez, voy a suplicarte que te cuides de mis niños huérfanos, y a uno le unzas esposa que lo ame

y a la otra un noble esposo. Y que no mueran sin madurar 22, como ahora sucumbe su madre, sino que, felices en la tierra paterna, vivan por entero una vida

170 agradable.» Todos los altares que acoge la casa de Ad- meto recorrió, ornó con coronas y oró ante ellos, des-

pojando de retoños la rama de mirto ~, sin llanto, sin gemido, sin que el funesto futuro cambiase el buen

175 color de su piel. Después, entrando en su habitación nupcial y echándose sobre su lecho, rompió a llorar y dijo: « ¡Oh lecho, en el que yo solté mi doncellez vir- ginal por este hombre, causa de mi muerte, adiós! No

~1 Preferimos con M~RXDIER traducir dómón por habitación, en lugar de arca, como hacen otros traductores como DIA~4o.

Cf. comentario de A. M. DAi.a ad loc.)

(45)

22 Bella metáfora tomada del lenguaje campesino. El adje- tivo aórous se aplica a los frutos que están aún sin madurar.

23 Sobre el carácter purificador del mirto y sus usos en las ceremonias fúnebres, cf., también, Electra 334, 512.

ALCESTIS 21

te odio, aunque me perdiste a mi sola. Muero, por no iso haber querido traicionaros a ti y a mi esposo. A ti

alguna otra mujer te poseerá, dudo que más sensata, pero quizá más afortunada.» Después de postrarse, lo besa y la calcha toda se impregna con la ola que hume- dece sus ojos 24, Una vez que se sació de tanto llanto, 185 arrancándose de la colcha, echa a andar, la cabeza

abatida y, saliendo muchas veces de su habitación, volvió a entrar y se arrojó de nuevo sobre el mismo lecho. Sus hijos, agarrados al vestido de su madre,

prorrumpían en llantos y ella, tomándolos en brazos, 190 los cubría de besos, ora a uno, ora a otro, como quien ve próxima su muerte. Y todos los criados por la casa sollozaban de compasión por su señora. Y ella daba la mano a cada uno y no había hombre tan vil a quien 195 no concediese la palabra y él, a su vez, no le respon- diera. Tales desgracias hay en la casa de Admeto; si hubiese muerto, habría desaparecido, pero, al escapar a la muerte, tiene un dolor tal que nunca olvidará.

CORIFEO. — ¿Llora Admeto, sin duda, ante estas des- gracias, ya que ha de verse privado de tan noble 200

esposa?

SIRVIENTE. — Si, llora con su querida esposa en sus brazos y suplica que no le abandone; busca lo impo- &ible, pues ella se consume y desfallece por el mal, sin fuerzas, fardo desdichado de su brazo ~ (...). Sin cm- 205 bargo, aunque no tenga más que un poco de aliento, quiere mirar los rayos del sol, que nunca volverá a Ver, sino ahora por última vez ~. Ahora me voy y anun- Hipérbole metafórica para expresar el llanto incontenible Alcestis.

25 Bella imagen, mediante la cual se indica el lamentable Cstado de abatimiento en que se encuentra Alcestis. La maxoría de los editores ven una laguna en este pasaje.

(46)

22

‘tRAGEDIAS

210 ciaré tu presencia, pues no todos miran bien a los soberanos, hasta el punto de asistirles benévolos en sus desgracias, pero tú eres un viejo amigo de mis señores.

CoRo. Estrofa.

—¡Ay, Zeus! ¿Qué salida, cómo y por dónde, habría de los males y qué liberación de la desgracia que cae

sobre mis soberanos?

215 —¡Ay, ay! ¿Saldrá alguien? ¿Debo cortar mi cabello y revestirme con la negra túnica de luto?

—Manifiesto, amigos, manifiesto es, mas, sin em- bargo, supliquemos a los dioses, pues su poder es in- menso.

220 —¡Oh soberano Sanador, hállale a Admeto un reme- dio de sus males! ¡Proporcionáselo, of réceselo, pues también antes lo encontraste ~‘t, y sé ahora también 225 liberador de la muerte y haz retroceder a Hades fu- nesto!

Antistrofa.

—¡Ay, ay, hijo de Feres! (...). ¿Qué hiciste para verte privado de tu esposa?

—¡Ay, ay! ¿No es el hecho digno dc la espada, mót 230 aún, de que un nudo corredizo, flotando en el cielo, rodee el cuello?

—Pues en este día vas a ver morir no a la mujer querida, sino a la más querida.

(Admeto sale de palacio sosteniendo a su esposa.)

(47)

lacio.

27 El texto de esta parte coral está evidentemente corrupto y es de muy difícil interpretación. Ninguna de las correcciones ofrecidas parece satisfactoria. Se alude al engaño anterior de Apolo a las diosas del Destino.

ALCESTIS 23

—¡Grita, gime, oh tierra de Feras, por la mujer 235 excelente consumida por el mal, que se dirige bajo

tierra junto a Hades subterráneo!

CORIFEO. — Nunca afirmaré que el matrimonio pro- porciona más alegrías que penas, a juzgar por las 240

pruebas anteriores y viendo este infortunio del rey, que, privado de la mejor esposa, vivirá en el futuro una vida que no es vida.

ALcEsTís. Estrofa.

¡Sol y luz del día, celestes torbellinos de una nube 245 errante! ~.

ADMETO.

Nos ve a ti y a mí, dos infortunados, que no han hecho nada a los dioses para que tú mueras.

ALcEsrís.

Antistrofa.

¡Tierra y techos de palacio, virginales lechos de mi Yolco! ~.

ADMETO.

¡Vence tu abatimiento, desdichada, no me abando- mes! ¡Suplica a los dioses poderosos que tengan coni- uión de ti!

ALCEsí-Is. Estrofa.

Veo la barca de dos remos en la laguna y al bar- ¿ero de los muertos, Caronte ~, teniendo la mano

(48)

DIOS que es preferible interpretar esta frase como una bella Igen poética, en la que las nubes errantes contrastan con radiante claridad del cielo dominado por el sol.

~ Ciudad de Tesalia, célebre como patria de Jasón y punto partida de la expedición de los Argonautas.

~ Caronte es una divinidad del mundo de los inflemos, 250

24

TRAGEDIAS

255 sobre el varal, que me llama ya. ¿Qué esperas? ¡Apre- súrate, me estás haciendo retrasar! Ya a su lado me

insta y me apremia.

ADMETO.

¡Ay de mí, amarga es la travesía que me has men- cionado! ¡Oh infeliz de ti, qué desgracias estamos pa- deciendo!

ALcEsTIs. Antistrofa.

Alguien me lleva, alguien me lleva —¿no lo ves?— 260 hacia la morada de los muertos, mirando bajo sus cejas de azulado reflejo, con alas, Hades 3¡. [...] ¿Que haces? ¡Dé jame! ¡Sobre qué camino, infelicísima de mí, tengo ya el pie!

ADMETO.

Sobre un camino amargo para los tuyos, sobre todo 265 para mí y para tus hijos, que compartimos este dolor.

ALcEsTís.

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