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Cien años de soledad y la masacre de Aracataca

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Academic year: 2017

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“CI EN AÑ OS DE SOLEDAD” Y LA M ASACRE DE ARACATACA Karen García Delam ut a, Priscila Engel e Silvia Beat riz Adoue

Cent ro Universit ario Claret iano ( Brasil) sbadoue@hot m ail.com

Resum en

En est e t rabaj o t rat am os de las relaciones ent re Lit erat ura, Hist oria y t raum a por m edio del est udio Del relat o de la m asacre ocurrida en Aracat aca ( Colom bia) en 1928 en la t ram a de la novela de Gabriel García Márquez Cien años de soledad. El aut or, nacido en esa ciudad un año ant es de la m at anza, recuperaría, por el recurso de la lit erat ura, fragm ent os de recuerdos infant iles y t est im onios de sobrevivient es, com poniéndolos en una narración ficcional. Lit erat ura com o t ent at iva de lut o.

Palabras clave: Lit erat ura hispanoam ericana - Lit erat ura e Hist oria - Lit erat ura y t raum a - Gabriel García Márquez - Cien años de soledad

Un niño de sólo un año, m uchos años después, frent e al papel en blanco, recordaría que unos soldados lo saludaron al pasar por la puert a de la casa de sus abuelos m at ernos, donde él est aba sent ado. Ese recuerdo im probable, asociado a un conj unt o de relat os fam iliares, sería después m ot ivo para la lit erat ura de Gabriel García Márquez. Palabras para quedar en paz con los m uert os dent ro de él, niño que fue creciendo con la presencia fant asm agórica de esos cadáveres insepult os, alim ent ada por la m em oria alucinada de los vivos.

Est udiando los elem ent os de realism o m aravilloso en la obra de Gabriel García Márquez “ Cien años de soledad” ( 2003) , nos encont ram os con un acont ecim ient o que aquí t rat arem os en la perspect iva de las relaciones ent re lit erat ura y t raum a.

Buscando la fecha de nacim ient o del aut or colom biano, nos encont ram os con una cont roversia: m ient ras él afirm a que fue en 1928, su biógrafo asegura que el escrit or es del año 1927. El herm ano Luis Enrique, ent revist ado por Dasso Saldívar, confirm a la últ im a fecha, no sin ant es aclarar que su herm ano Gabriel se obst ina en afirm ar que su nacim ient o fue en 1928 para hacerlo coincidir con el año de la gran m at anza de Aracat aca, su ciudad nat al ( Saldívar, 2000: pág. 58) .

En la t ram a de “ Cien años de soledad”, García Márquez ficcionaliza en Macondo, ciudad donde se desenvuelve la novela, lo ocurrido el 6 de diciem bre de 1928, haciendo una descripción det allada de la m asacre, de la cual el personaj e José Arcadio Segundo sería un sobrevivient e.

La hist oriografía

En 1905 se había inst alado en Aracat aca un em prendim ient o de la Unit ed Fruit Com pany que explot aba el banano para export ación. La llegada de la em presa t raj o para ala región t ecnologías hast a ent onces desconocidas. El t ren era una de ellas. Adem ás de part ir del local cargado de bananas, llegaba con un aluvión de inm igrant es en busca de em pleo que, post eriorm ent e, García Márquez llam aría de “ la hoj arasca” y al cual dedicaría uno de sus relat os ( 1969) .

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em presa ext ranj era no se responsabilizaba por los encargos sociales. Los t rabaj adores, organizados en sindicat os, hicieron un m ovim ient o por nueve reivindicaciones:

“ Seguro colect ivo, indem nización en caso de accident e de t rabaj o, descanso dom inical rem unerado, aum ent o de salario en cincuent a por cient o, suspensión de los com isionados dent ro de la región, cam bio del pago quincenal por el sem anal, suspensión de los cont rat os individuales y vigencia de los colect ivos, un hospit al para cada cuat rocient os t rabaj adores, un m édico para cada doscient os e higienización de los cam pam ent os de t rabaj adores” ( 1) ( Saldívar, 1997: pág. 59) .

Los dirigent es sindicales, com unist as y anarcosindicalist as, convocaron a una huelga que duró 28 días y que traj o perj uicios a la em presa. El gobierno conservador de Miguel Abadía Méndez declaró “ est ado de alt eración del orden público” y “ t oque de queda” en la víspera de la m asacre. Al m ism o t iem po, arm ó una t ram pa a los t rabaj adores: se les dij o que el gobernador y el gerent e de la Unit ed Fruit llegarían en t ren para proponer un acuerdo. Al am anecer del día 6 de diciem bre, los huelguist as se concent raron en la est ación esperando a las aut oridades. Pero fueron sorprendidos por la llegada del general Carlos Cort és Vargas, j efe civil y m ilit ar de la zona, acom pañado por unos 300 soldados. El general leyó a la m ult it ud cuat ro decret os ordenando que se dispersase baj o am enaza de abrir fuego. Com o la m uchedum bre no se ret iraba, Cort és Vargas dio un m inut o m ás. Según la hist oriografía, una voz en el m edio de la m asa respondió: “ Puede quedarse con el m inut o que falt a” ( Robert o Herrera Sot o y Renán Vej a apud Saldívar, 1997: pág. 60) . Los m ilit ares abrieron fuego. La m asacre ocurrió ent re la una y m edia y las dos de la m adrugada. El cálculo de los cadáveres ocurrió sólo a las seis de la m añana. Se supone que ent re las dos y las seis hubo procedim ient os para hacer desaparecer la gran m ayoría de los cuerpos, reduciendo el núm ero oficial a 9, que coincidía con el núm ero de reivindicaciones levant adas por el m ovim ient o, y 3 heridos. Exist en docum ent os gráficos de la fosa com ún en que fueron ent errados esos 9. El hist oriador Herrera Sot o inst ala la cont roversia, sin em bargo, diciendo, en su libro “ La zona bananera del Magdalena”, que el cálculo com plet ó el núm ero de 13 m uert os y 19 heridos. El diario “ La prensa” de Barranquilla habló de 100 m uert os. El general conservador Pom pillio Gut iérrez, cinco m eses después de la m asacre, dio ent revist a al diario “ El Espect ador” afirm ando que t enía pruebas irrefut ables de que los m uert os eran m ás de 1000 y que el gobierno lo ocult aba. Carlos Arango, en su libro “ Sobrevivient e de las bananeras”, habla de cent enas de m uert os y cit a t est im onios com o los de Carlos Leal y Víct or Góm ez Bovea, chofer de uno de los vehículos que llevaron los cadáveres hast a las lanchas para echarlos al m ar ant es de las 6 de la m añana. El propio cónsul de Est ados Unidos, en un inform e ahora público, afirm ó que los m uert os pasaban de 1000 ( Saldívar, 1997: pág. 57) .

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las grandes lluvias. Pero, en Aracat aca, fueron aun m ayores, result ado del desast roso desvío de los ríos Aracat aca, San Joaquín y Aj í, que la Unit ed Fruit había realizado. Todo eso llevó a la ret irada de la com pañía de la región.

La lit erat ura

El relat o de la m asacre ocurrida en Aracat aca ocupa cuat ro páginas de “ Cien años de soledad”. La m at anza es descript a de m anera t an det allada que acaba t ransform ándose en una denuncia front al, con sólo un pequeño episodio realist a m aravilloso, regist ro que, sin em bargo, im pregna el rest o de la novela. José Arcadio Segundo est aba en el m edio de la m ult it ud que se había concent rado en la est ación, porque, habiendo part icipado de la reunión de dirigent es sindicales, había sido encargado de m ezclarse con los t rabaj adores para orient arlos según las circunst ancias.

“ [ ...] esperando un t ren que no llegaba, m ás de t res m il personas, ent re t rabaj adores, m uj eres y niños, había desbordado el espacio descubiert o frent e a la est ación y se apret uj aban en las calles adyacent es que el ej ércit o cerró con filas de am et ralladoras” ( García Márquez, 2003: pág. 363.) . “ - Señoras y señores –dij o el capit án con una voz baj a, lent a, un poco cansada- , t ienen cinco m inut os para ret irarse.

La rechifla y los grit os redoblados ahogaron el t oque de clarín que anunció el principio del plazo. Nadie se m ovió.

- Han pasado cinco m inut os –dij o el capit án en el m ism o t ono - . Un m inut o m ás y se hará fuego. José Arcadio Segundo, sudando hielo, se baj ó al niño de los hom bros y se lo ent regó a la m uj er. ‘Est os cabrones son capaces de disparar’, m urm uró ella. José Arcadio Segundo no t uvo t iem po de hablar, porque al inst ant e reconoció la voz ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco con un grit o a las palabras de la m uj er. Em briagado por la t ensión, por la m aravillosa profundidad del silencio y, adem ás, convencido de que nada haría m over a aquella m uchedum bre pasm ada por la fascinación de la m uert e, José Arcadio Segundo se em pinó por encim a de las cabezas que t enía enfrent e, y por prim era vez en su vida levant ó la voz.

- ¡Cabrones! –grit ó- . Les regalam os el m inut o que falt a.” ( pág. 364) .

El narrador relat a el episodio en t iem po real. Llegam os a sent ir la respiración de los m anifest ant es, oír el barullo de las am et ralladoras...

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reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, ent re la m uchedum bre com pact a que parecía pet rificada por una invulnerabilidad inst ant ánea. De pront o, a un lado de la est ación, un grit o de m uert e desgarró el encant am ient o: ‘Aaaay, m i m adre.’ Una fuerza sísm ica, un alient o volcánico, un rugido de cat aclism o, est allaron en el cent ro de la m uchedum bre con una descom unal pot encia expansiva. José Arcadio Segundo apenas t uvo t iem po de levant ar al niño m ient ras la m adre con el ot ro era absorbida por la m uchedum bre cent rifugada por el pánico.” ( pág. 364- 365) .

Después de est e t recho, el punt o de vist a dej a de ser el de José Arcadio Segundo para pasar al de un niño que ést e levant a del piso, para evit ar que sea pisot eado. Pero est e cam bio com ienza con una referencia al recuerdo que el niño t endría post eriorm ent e:

“ Muchos años después, el niño había de cont ar t odavía, a pesar de que los vecinos seguían creyéndolo un viej o chiflado, que José Arcadio Segundo lo levant ó por encim a de su cabeza, y se dej ó arrast rar, casi en el aire, com o flot ando en el t error de la m uchedum bre, hacia una calle adyacent e. La posición privilegiada del niño le perm it ió ver que en ese m om ent o la m asa desbocada em pezaba a llegar a la esquina y la fila de am et ralladoras abrió fuego. ( pág.365) .

Ese j uego de avance y ret roceso punt úa algunos m om ent os de “ Cien años de soledad” a part ir de la frase que abre la novela: “ Muchos años después, frent e al pelot ón de fusilam ient o, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella t arde rem ot a en que su padre lo llevó a conocer el hielo” ( p.9) . Según Josefina Ludm er:

“ I naugurar la ficción com o un ret roceso [ ...] im plica delim it ar el m at erial de la hist oria com o lo pasado; inaugurarlo com o recuerdo de un personaj e im plica, adem ás, regresar a ese pasado a t ravés de la m em oria.” ( 1989: pág. 23 - 24) .

Pasam os a conocer lo que ocurrió por un recuerdo de infancia. En el caso del párrafo que sigue, de alguien que fue t est igo privilegiado, por haber sido elevado por arriba del m ar de cabezas, única m anera de t ener una visión de conj unt o. Sin em bargo, su t est im onio, años después, sería recibido com o el de un loco, de ningún m odo confiable:

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siendo sist em át icam ent e recort ados en redondo, com o pelando una cebolla, por las t ij eras insaciables y m et ódicas de la m et ralla. El niño vio una m uj er arrodillada, con los brazos en cruz, en un espacio lim pio, m ist eriosam ent e vedado a la est am pida. Allí lo puso José Arcadio Segundo, en el inst ant e de derrum barse con la cara bañada en sangre ant es de que el t ropel colosal arrasara con el espacio vacío, con la m uj er arrodillada, con la luz del alt o cielo de sequía, y con el put o m undo donde Úrsula I guarán había vendido t ant os anim alit os de caram elo.” ( p. 365- 366) .

La referencia a la vent a de “ anim alit os de caram elo” inform a sobre la perplej idad de las víct im as por el hecho de encont rarse con la cat ást rofe en un escenario m arcado por los recuerdos de un cot idiano apacible y delicado. La m asacre m arca ent onces un ant es y un después. La m em oria de la inocencia violent ada en la hora de la carnicería y la m em oria post erior de la propia carnicería.

Es la m irada del niño desde el claro prot egido de las balas ( único elem ent o realist a m aravilloso de t odo el fragm ent o de cuat ro páginas) que nos inform a del desvanecim ient o de José Arcadio Segundo, que se desm aya y sólo se despiert a dent ro de un vagón del t ren que carga m illares de m uert os. Ent onces percibe la am plit ud de la m at anza ocurrida en Macondo:

“ Trat ando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio Segundo se arrast ró de un vagón a ot ro, en la dirección en que avanzaba el t ren, y en los relám pagos que est allaban por ent re los list ones de m adera al pasar por los pueblos dorm idos veía los m uert os hom bres, los m uert os m uj eres, los m uert os niños, que iban a ser arroj ados al m ar com o el banano de rechazo. [ ...] Cuando llegó al prim er vagón dio un salt o en la oscuridad, y se quedó t endido en la zanj a hast a que el t ren acabó de pasar. Era el m ás largo que había vist o nunca, con casi doscient os vagones de carga, y una locom ot ora en cada ext rem o y una t ercera en el cent ro. No llevaba ninguna luz, ni siquiera las roj as y verdes lám paras de posición, y se deslizaba a una velocidad noct urna y sigilosa. Encim a de los vagones se veían los bult os oscuros de los soldados con las am et ralladoras em plazadas.” ( pág. 366-367) .

José Arcadio Segundo cam ina m ás de t res horas baj o un aguacero t orrencial y ent onces vislum bra una casa en la cual es recibido por la propiet aria que se asust a al verlo, pues él parece haber sido t ocado “ por la solem nidad de la m uert e”. Él com ent a a la m uj er que deben haber sido t res m il m uert os y la m uj er niega diciendo que “ Desde los t iem pos de t u t ío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo” ( pág. 368) . Después él pasa por t res casas donde le dicen lo m ism o: “ No hubo m uert os” ( pág. 368) .

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donde José Arcadio Segundo est á sent ado y no lo ven, ret om ando el cont ext o de realism o m aravilloso. “ Eran m ás de t res m il –fue t odo cuant o dij o José Arcadio Segundo- . Ahora est oy seguro que eran t odos los que est aban en la est ación” ( pág. 374) .

Josefina Ludm er, que elaboró una int erpret ación sobre “ Cien años de soledad”, analiza la est ruct ura narrat iva en la secuencia de veint e capít ulos que com ponen la novela: los diez prim eros narran la m ism a hist oria que los diez últ im os, de form a invert ida, con avances de m ovim ient o ent re present e y pasado ( 1989) . Según est e esquem a, el relat o de la m asacre, en el décim o quint o capít ulo, daría inicio al desenlace. En est e sent ido reconocem os la cent ralidad de la m at anza dent ro de la est ruct ura, m as t am bién reconocem os en él una cent ralidad del punt o de vist a sem ánt ico: a part ir de ese episodio, com ienza una lluvia que dura 4 años, 11 m eses y 2 días y t odo se pudre, la narrat iva anda para at rás. El personaj e sobrevivient e afirm a que su único m iedo es el de ser ent errado vivo y Sant a Sofía de la Piedad le prom et e “ luchar por est ar viva hast a m ás allá de sus fuerzas, para asegurarse de que lo ent erraran m uert o” ( pág. 374) .

Traum a. H ist oria y Lit erat ura

Ese im probable recuerdo infant il que abre nuest ro trabaj o, relat ado por Gabriel García Márquez a su biógrafo y considerado por el escrit or com o su prim era recordación, t al vez sea una llave para com prender la poét ica del escrit or y los vínculos de est a poét ica con la hist oria de Am érica Lat ina. Pero t al vez sea t am bién una clave para aproxim arnos a las com plej as relaciones ent re t raum a, hist oria y lit erat ura.

Las m ot ivaciones ínt im as del escrit or coinciden con las de los lect ores. El genocidio y su ocult am ient o son experiencias com part idas en nuest ro cont inent e. El ej ercicio de la escrit ura y de la lect ura puede ser un int ent o de elaborar colect ivam ent e el lut o por esa pérdida. Porque a la om nipresencia de la m uert e, la realidad exasperada de la m uert e, debe sum arse la censura de su relat o, su negación.

Pero, ¿por qué la ficción ? ¿Es acaso porque sólo la ficción lit eraria puede, en la bat alla de las narrat ivas, enfrent ar a la ficción oficial? Recordem os que, para lo ocurrido en Aracat aca, el Est ado y la com pañía t am bién const ruyeron una ficción. Ese relat o t iene, t am bién él, una poét ica de m uert e. Pensem os, por ej em plo, que la versión del ej ércit o hablaba de 9 cadáveres, uno por cada reivindicación de los huelguist as.

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una cat ást rofe, es de ant em ano perdido, porque “ no se da en el regist ro de una conciencia soberana” ( ápud Seligm ann- Silva, 2000: pág. 86) .

La m irada del niño podía m ant ener, hast a ciert o m om ent o, un regist ro de los det alles, en la m edida en que, en su inocencia, su falt a de experiencia, no asociaba los acont ecim ient os con la m uert e. Era, t al vez, su prim er cont act o con ella. Su perspect iva era, del punt o de vist a espacial, la de un t est igo privilegiado. Pero, t am bién por ese m ot ivo, la m uert e le dio con t odo: una m uert e inaugural, digam os, y sim ult áneam ent e t an excesiva. Al m ism o t iem po pierde la m adre y el m undo conocido y t ranquilo, donde com praba “ anim alit os de caram elo”. Se produce una “ quiebra de confianza” ( Seligm ann-Silva, 2001: pág. 106) en t odo aquello que hast a ent onces parecía am igable. La infancia es el ideal de la condición en que se encuent ra la víct im a del t raum a. Com o ese personaj e, t am bién el niño Gabriel García Márquez vio pasar a los soldados, que lo saludaron, y él los m iró con la inocencia de quien no percibe el paso de la m uert e frent e a la puert a de la casa fam iliar. Com o el personaj e, t am bién Gabriel García Márquez fue alej ado de la m adre en seguida de nacer. El t est im onio del niño, ya crecido, será descalificado com o delirio o ficción. El niño observa t am bién la “ m uert e” , el desm ayo, de José Arcadio Segundo. Y, ent onces, t am bién él, desaparece del relat o. Hay una pérdida de sent ido, de la conciencia y, por lo t ant o, de la capacidad de t est im oniar.

El relat o en t iem po real, esa m em oria del det alle, de la m inucia, no coincide con el regist ro general de la novela. Las cuat ro páginas que relat an el episodio son com o una piedra incrust ada en el t ext o. La im agen coincide con una descripción del t raum a que Márcio Seligm ann- Silva hace: “ com o una especie de quist e aut ónom o que represent a un núcleo duro resist ent e a la sim bolización y al significado” ( 2001: pág. 109) . La opción por ese regist ro coincide con las “ exigencias” del t ext o t est im onial: la lit eralidad en la vuelt a a la escena t raum át ica, porque la generalización supone el ej ercicio de la abst racción, de la universalización que es im posible ( Seligm ann- Silva, 2000) . ¿Cóm o incluir t al exceso en un m odelo explicat ivo, en un m odelo de represent ación universal y en una cronología que j erarquice los acont ecim ient os y seleccione lo esencial? Esa m em oria exasperada del det alle es result ado de una conciencia no soberana j ust am ent e porque el suj et o que pret ende conocer es t am bién obj et o, víct im a de la violencia. El sobrevivient e precisa guardar t odos los det alles para “ t iem pos m ej ores” , si los hubiere, para cuando est é en condiciones de pensar racionalm ent e sobre lo sucedido. Ent onces, com o “ Funes el m em orioso”, personaj e de Borges ( Borges, 1995) , recuerda absolut am ent e t odo. Y, para recordar los acont ecim ient os, precisa t ant o o m ás t iem po que para vivirlos. Por eso el relat o en t iem po real. Pero el present e del acont ecim ient o t raum át ico es un present e que desborda y se expande para el pasado y para el fut uro, im pregnando t odos los recuerdos y const it uyéndose en la única realidad. I nst aurando un t iem po en el cual los acont ecim ient os no cesan, no nos preservan m ás de su presencia perm anent e: “ Est ar en el t iem po ‘post ’cat ást rofe significa habit ar est as cat ást rofes” ( Seligm ann- Silva, 2000: pág.103) . En las cat ást rofes, los reloj es paran. Más que recordado, el t raum a es revivido.

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int roducción de nuevas t ecnologías por fin m uest ra su rost ro siniest ro en las am et ralladoras. I m pregna de desconfianza la aproxim ación a invent os inofensivos que habían producido fascinación com o el hielo m ant enido en m edio del clim a t ropical de Macondo, present ado com o at racción de circo, o la pianola que anim aba las fiest as de adolescent es casaderas. El progreso t rae j unt o con él la dest rucción. La acción hum ana sobre la nat uraleza sólo t rae la cat ást rofe. Del desvío de los ríos a la m asacre. Del prim ero zigurat a la bom ba neut rónica. La nat uralización del universo m ágico de la t radición y la perplej idad frent e a la int roducción de aquello que viene de la racionalidad europea, procedim ient os propios del realism o m aravilloso para poner de punt a cabeza el discurso que opone civilización y barbarie, parece el recurso adecuado para hablar de la realidad lat inoam ericana. La acción hum ana sobre la nat uraleza sólo t odo lo arruina. La lluvia que pudre t odo. La lluvia de 4 años, 11 m eses y 2 días es un llant o largo que est á im pedido a los sobrevivient es por el ocult am ient o y la censura. A part ir de esa acción de la com pañía bananera, Macondo cam ina para el det erioro. La nat uraleza recupera lo que le fue ret irado. “ El t iem po pasa, pero no t ant o”, dice Úrsula.

El sobrevivient e es una especie de m uert o/ vivo que ni siquiera es “ vist o” por las fuerzas de la represión. A part ir de aquel m om ent o, José Arcadio Segundo, se dedica a descifrar los pergam inos. Los pergam inos est án escrit os en sánscrit o. Ellos cont ienen un m ensaj e “ encript ado” . El t raum a t am bién queda “ encapsulado” en la m em oria, inscript o en ella com o en una t um ba donde perm anece com o “ algo que conocem os, pero de lo cual nos ‘olvidam os’...” ( SELI GMANN- SI LVA, 2001: p. 112) . Su cont enido no se despega de una “ concret ud” que no adm it e sim bolización ni sent ido. Para at ribuir significado es preciso “ desencript ar” ese m at erial, com o si t rat ásem os con una escrit ura cifrada. En los pergam inos est á el sent ido de t odos los hechos de la hist oria de la fam ilia Buendía, de Macondo, de Colom bia, de Am érica Lat ina, de t oda la hist oria hum ana... El descifram ient o de los pergam inos perm it e al penúlt im o de la especie organizar los hechos, darles un sent ido, conocer el origen, la falla de origen, el “ pecado original” que provocó la caída, la expulsión del paraíso, de la Arcadia, de la Edad Áurea, a la est irpe de Arcadios y Aurelianos, y que los llevará a su ruina. Ese descifram ient o se da por la escrit a y la lect ura:

“ La lit erat ura est á en la vanguardia del lenguaj e: ella nos enseña a j ugar con lo sim bólico, con sus flaquezas y art im añas. Ella es m arcada por lo ‘real’ y busca cam inos que lleven a él, procura est ablecer vasos com unicant es con él. Ella nos habla de la vida y de la m uert e que est á en su cent ro [ ...] , de lo visible de su m arco que no percibim os en nuest ro est ado de vigilia y de const ant e ‘Angst ’ – delant e del pavor del cont act o con las cat ást rofes ext ernas e int ernas.

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est a t um ba sino el propio hist órico?” ( Seligm ann-Silva, 2001: pág.112) .

El ret orno a los hechos, a la “ realidad t al com o ocurrió” , es al m ism o t iem po una necesidad y una im posibilidad. La ficción de García Márquez, un m iem bro de la segunda generación de la gran m at anza de Aracat aca, es un int ent o. Su poét ica no puede ser separada de esa int ención: “ ¿Cóm o cont ar una realidad poco creíble [ ...] cóm o suscit ar la im aginación de lo inim aginable a no ser elaborando y t rabaj ando la realidad, poniéndola en perspect iva?” ( Seligm ann- Silva, 2001: pág. 95) , es preciso crear una “ poesía que [ int ent e] crear una ‘sepult ura del t ext o’, lit eralm ent e: ent errar los m uert os” ( pág. 97) .

La represent ación ficcional de la cat ást rofe parece, por ot ra part e, j ust ificada por el escam ot eo de la hist oria. Podríam os llenar las lagunas de la hist oriografía por el recurso a la ficción. De hecho, ant e la cont roversia a propósit o del núm ero de m uert os, “ Cien años de soledad” ha cont ribuido a fij ar una cifra acept ada hoy com o verdadera por el sent ido com ún. ¿Cóm o llegó a ella García Márquez? Aparent em ent e, según confesó a su biógrafo, por un procedim ient o caprichoso en que calculó los cachos de banana que cabrían en cada vagón, m ult iplicó por el núm ero de vagones y sust it uyó los cachos de banana por cadáveres ( SALDÍ VAR, 2000: pág. 57) . Al cinism o oficial, que reconoció nueve cadáveres, uno por cada una de las reivindicaciones de los huelguist as, el escrit or responde con ot ra ficción, donde el núm ero 3 t am bién se repit e: José Arcadio Segundo cam ina 3 horas baj o la lluvia t orrencial, pasa por 3 casas y dice que los m uert os fueron 3 m il. La lluvia se prolonga por 4 años, 11 m eses y 2 días.

Fij ando una cifra grande, parece que la ficción da idea de una desm esura que la violencia, aunque fuese com et ida cont ra un único cuerpo, ya inst aló. Com o escribe Borges: “ son 14, son infinit os” ( Borges, 1957: pág. 69) . Es preciso decir de alguna m anera que el universo, por esa acción, que es hum ana, quedó incom plet o. Pero ocurre t am bién que el ocult am ient o, m ás de 3 décadas después de la m asacre, hizo proliferar los cadáveres de m anera fant asm agórica. Llegar a un núm ero, cualquiera que sea, t am bién debe t ener algo de “ t ranquilizador” , porque es acot ar, poner un lím it e.

El dist anciam ient o favorecido por el espej o ficcional perm it e m irar para los hechos, reflexionar sobre ellos sin que la angust ia nos haga “ perder el sent ido” . Tal vez la necesidad de lut o sea la razón para el relat o. Tal vez haya sido el m ot ivo por el cual el niño Gabo, m uchos años después, frent e al papel en blanco, recordaría que unos soldados lo saludaron al pasar por la puert a de la casa de sus abuelos m at ernos, donde él est aba sent ado. Ese recuerdo im probable, despert ado por infinidad de relat os fam iliares, t al vez haya sido m ot ivo de su lit erat ura, com o lo reconoce Márcio Seligm ann- Silva, “ port era de la cript a”.

N ot as

( 1) La t raducción de ést a y las ot ras cit as del port ugués al cast ellano es de las aut oras.

Bibliografía

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Aires: Em ecé, 1957.

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