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Cien años de soledad ayer y hoy

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Gabo para

siempre

Como homenaje al autor de la inmortal

Cien años de soledad

,

hemos preparado un expediente de ensayos, recuentos y aproxi

-maciones de voces críticas y eruditas. Uno de los primeros

lec-tores de

Cien años de soledad

fue Emmanuel Carballo, el

crí-tico literario mexicano más importante de la segunda mitad del

siglo

XX

y quien desde ese momento, en 1967, aseguró encontrar

-se ante una de las grandes novelas de la centuria. Recuperamos

ese ensayo profético, que Carballo nos entregó poco antes de su

la mentable muerte, con anotaciones especialmente escritas pa

-ra esta

Revista

.

Incluimos en este expediente una entrevista que Gabriel Gar

cía Márquez concedió a Ignacio Solares en 1972, así como acer

-camientos críticos de Adolfo Castañón y José Pascual Buxó a

otras obras del colombiano universal

—El amor en los

tiempos del cólera, Crónica de una muerte anunciada, El ge

-neral en su laberinto—.

La periodista Silvina Espinosa de los

Monteros en trevista al investigador Gerald Martin, autor de la

más documentada biografía de García Márquez. De igual mo

-do, Ignacio Díaz Ruiz y Hernán Lavín Cerda echan luz sobre

episodios bio gráficos del autor de

El coronel no tiene quien

le escriba

, y los escritores Rosa Beltrán, Ana Clavel, Mauricio

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Este año se cumplen treinta años de la aparición de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez. La novela fue escrita en la Ciudad de México y publicada en Bue-nos Aires. Gabo apenas había cumplido los 39 años.

García Márquez arregló con Milena Esguerra (la co -lombiana esposa en esos años de Tito Monterroso) que yo escribiera el prólogo al disco que sobre su obra edi-taría la UNAMen su serie Voz Viva de América Latina en

los primeros meses de 1967. Leí Cien años de soledad en copia de los originales mecanografiados por Ga briel, unos cuantos meses antes de que Paco Porrúa la inclu-yera en el catálogo de Editorial Sudamericana.

Releo mi prólogo por dos razones: porque fue el pri -mer texto crítico sobre Cien años y porque en él afirmé que al leerla el lector estaba frente a una de las grandes novelas del siglo XX. Creo que no me equivoqué.

***

Gabriel García Márquez nació en Aracataca, Colom-bia, el 6 de marzo de 1927. Este pequeño pueblo, que conoció durante algunos años el auge y la fortuna y des -pués la ruina y la pobreza gracias a una compañía bana-nera instalada en los alrededores, está situado cerca del mar y no muy lejos de la montaña, en una de las pro-vincias que dan al Océano Atlántico, Magdalena. Ausen-te de Aracataca desde 1940, y de Colombia a partir de 1954, García Márquez ha sabido permanecer fiel a su pueblo y país al escribir sus cuentos y novelas: Aracata-ca se transforma en Macondo, y allí, desde el momento en que nace para las letras hispanoamericanas, ha vivi-do y allí morirá, acompañavivi-do por los recuervivi-dos de su

infancia, y por los sueños que ha soñado despierto y que le permiten conocer, como si fuera el oficial del re gistro civil, el paso del tiempo por esa desolada y mitológica aldea colombiana.

Próximo a la costa, este pueblo fue obviamente rico y caluroso. Digo fue, porque hoy está más cerca de la imaginación que de la historia. García Márquez, su bió -grafo, da primacía al contar su vida y milagros al calor sobre la riqueza. La temperatura tórrida, con sus nume -rosas implicaciones, es la escenografía en que se desarrollan la mayor parte de sus cuentos y novelas. La ri -queza, que casi brilla por su ausencia, produce directa o indirectamente varios de los conflictos que se plantean en sus libros.

Nacido en el trópico y escritor de temas y hombres del trópico, García Márquez se conduce como escritor de la llanura. De un solo tajo, y desde abajo, ha cortado la exuberancia, esa planta que ahoga buena parte de la li -teratura hispanoamericana. Su retórica (y empleo esta palabra en su acepción exacta) es la austeridad. En unas obras más que en otras, restringe los adjetivos, expulsa las figuras innecesarias, adelgaza la prosa hasta que esta se convierte en sinónimo de esbeltez.

Su arte, que no desdeña la tradición, mira con nue-vos ojos al mundo que lo rodea, y esta mirada rumiante (una y otra vez fija en los mismos seres, los mismos pro blemas y el mismo paisaje) descubre mediante dos me -canismos, el amor y la antipatía, un universo que como caleidoscopio permite pasar de la realidad más opresiva (La hojarasca, La mala hora) a una realidad en que los hechos abandonan la lógica y son capaces de tales proe -zas que llegan a confundirse con la sinrazón y la magia (Cien años de soledad).

Cien años

de soledad

ayer y hoy

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Su compromiso, muy de nuestros días, le permite dejar atrás la literatura militante, las más de las veces ayuna de eficacia y pletórica de buena fe, y sentar las bases, junto con otros novelistas de su edad y mérito, de la nueva novela del continente americano, que ya no se propone ser ejemplar en ningún sentido: polí-tico, eco nómico, moral, y sí ha dado muestras admirables de la actitud que ponen en práctica autores co -mo él (Fuentes, Vargas Llosa), actitud que parte del compromiso con el lenguaje, pasa por el análisis pro-fundo de la realidad personal, se interna en el estudio de los mitos y profecías del mundo en que vivimos y llega a englobar la vida toda del continente, desde el nivel ecológico re presentado por los políticos corrup -tos y toda clase de alimañas que le son adyacentes has ta el nivel en que la ciencia y la tecnología han ayudado y perjudicado a los hombres de esta región subdesa-rrollada del mundo.

Lejos del comentario y la propaganda, estos nove-listas, y sus hermanos mayores: Carpentier, Cortázar, Marechal y Rulfo, han dicho basta a la incompetencia y la demagogia y han echado a andar una novelística entendida como creación, como revelación y como lu -cha a todas horas y en todos los frentes contra las servi-dumbres y enajenaciones que vuelven intolerable la vida en este continente.

Hasta la fecha García Márquez ha publicado cuatro novelas y un volumen de cuentos. La primera de las no -velas la terminó a los 19 años, en 1947, y la da a cono-cer ocho años después: se titula La hojarasca. Apareció en Bogotá, con pie de imprenta de las ediciones S. L. B., el año de 1955. La segunda edición la hizo Editorial Arca de Montevideo en 1965. El siguiente título de su bibliografía, El coronel no tiene quien le escriba, es más bien una novela corta o un cuento largo que una novela de proporciones tradicionales. Terminada de escribir en París en enero de 1957, sale de las prensas de Agui-rre Editor, en Medellín, el año de 1961. Las dos edicio-nes posteriores, de 1963 y 1966, corren a cargo de Edi-ciones Era de la ciudad de México. La mala hora, que obtuvo el premio Esso 1961, se publica en Madrid (Im -prenta Luis Pérez, “el día 24 de diciembre de 1962, vís-pera de la Natividad del Señor”). En 1966, Ediciones Era la reedita precedida de una nota aclaratoria de García Márquez: “La primera vez que se publicó La mala hora, en 1962, un corrector de pruebas se permitió cambiar ciertos términos y almidonar el estilo, en nombre de la pureza del lenguaje. En esta ocasión, a su vez, el autor se ha permitido restituir las incorrecciones idiomáticas y las barbaridades estilísticas en nombre de su soberana y arbitraria voluntad. Esta es, pues, la primera edición de La mala hora”.

Después de cinco años de silencio, dedicados en gran parte a escribir una obra que alcanzaría casi las 500 cuar

-tillas, aparece este año de 1967 Cien años de soledad, la mejor novela de García Márquez y una de las novelas más hermosas dadas a conocer en lo que va del siglo en lengua española. El volumen de cuentos Los funerales de la Mamá Grande, que recoge ocho narraciones, ve la luz en Xalapa, editado por la Universidad Veracruzana, en 1962.

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mise-rable pueblo de la región de Magdalena, la gran metáfora tras la cual se esconde Colombia y la invención mí -tica que reconstruye el pasado y presente de América Latina y avizora su porvenir incendiado por las llamas. Después de la publicación de Cien años de soledad la obra de García Márquez forzosamente tiene que di -vidirse en dos mitades: una que recoja los libros publi-cados antes de esta novela y otra que empiece con este libro y que contará como suyos los textos que publique posteriormente. Antes de Cien años Gabriel García Már quez era un buen escritor, ahora es un extraordinario es -critor, el primero entre sus compañeros de equipo que escribe una obra maestra.

Si Juan Rulfo encuentra a los principales persona -jes de Pedro Páramo (1955) después de que estos han muer to, cuando el juicio particular (la novela es católi-ca, apostólica y romana) ha dado a unos y otros, vícti-mas y opresores, su ubicación ultraterrena definitiva, La hojarasca, también dado a conocer en 1955, recoge a sus héroes de la basura, de la descomposición progre-siva de un pueblo, Macondo, sobre cuyo destino pesan terribles profecías y de la cuales, la mayor, es la muerte: sus habitantes, en el momento en que da comienzo la novela, están pendientes del entierro de un hombre que se ha ahorcado y cuya muerte en cierta forma es un sím -bolo de lo que tarde o temprano sucederá a Macondo. Si Rulfo hace hablar a los muertos, García Márquez da a conocer las palabras postreras de los agonizantes. En

cierto sentido, y hasta cierto punto, Comala y Macon-do son Macon-dos pueblos gemelos en los que las palabras son murmullos, los hombres sombras y las acciones princi-pales, casi siempre, recuerdos de una época afortunada anterior al progreso y sus consecuencias funestas.

La hojarasca es una elegía, un responso a tres voces que toma como pretexto el suicidio de un hombre y el odio que el pueblo siente hacia su cadáver para referir la vida y los hechos sobresalientes de ciertos personajes que tienen que ver con los años difíciles, los de la fun-dación, el esplendor y la ruina de Macondo. La estruc-tura, adrede caótica y laberíntica, cumple su función, apuntala las bases en que se sostendrá, de aquí en ade-lante, el mundo narrativo de García Márquez, y ofrece la primera muestra del arte reiterativo, rumiante, de este autor que en el momento menos pensado salta limpia-mente de la realidad a la imaginación, del realismo tra-dicional a un realismo hecho con los mejores elementos de la novela contemporánea, de la sencillez a la ambi-güedad y el hermetismo. Quien lea con cuidado a Gar-cía Márquez observará una línea, la más importante de su obra, que parte de este libro, continúa en dos cuen-tos de Los funerales de la Mamá Grande (“La siesta del martes” y “Un día después del sábado”), se detiene en un texto publicado en la Revista Mexicana de Literatura (mayo-junio de 1962), “El mar del tiempo perdido”, y concluye, robustecida y magnífica, en Cien años de soledad. Esta línea se llama Macondo.

Gabriel García Márquez con el rector José Narro

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En la superficie, El coronel no tiene quien le escriba cuenta una historia en la que la dignidad del coronel sobrevive a la humillación. En un estrato más profun-do, narra una anécdota que pudo ocurrir en cualquier lugar y época; la lucha sin cuartel y sin tregua que sos-tiene el hombre contra el transcurrir del tiempo. En el plano físico, el coronel combate contra la vejez y la en -fermedad y, en un plano más intangible, contra la postergación de su persona. Esta pospostergación, que casi equi -vale a la muerte, le ayuda a recordar y revivir el pasado y a vivir con dignidad la hora presente. Una carta, que no llega a sus manos porque nunca será escrita, le permite oponer a la muerte las poderosas razones de la vi da. Esta novela corta, que es por su validez humana lo -cal, nacional y universal, pone de nuevo en ejercicio un viejo dilema: ¿la vida del hombre se llama esperanza o desconsuelo?

A diferencia de los novelistas de la generación pre-cedente, García Márquez sirve al lector en cada uno de sus libros un platillo raro y exquisito: si en última ins-tancia su literatura es social y comprometida, a primera vista no lo parece, y no da esa impresión porque para cada una de las trampas que la vida tiende a la literatura opone un ardid que le permite acercarse y no ser atra-pado por ellas. Así, se acerca peligrosamente a la ternura y escapa a tiempo por la puerta de la ironía; se aproxima al documento, y cuando es más fácil caer en la adoctrina -ción o el panfleto, un giro imprevisto del estilo lo lleva a guarecerse bajo el toldo de la crueldad, de la aparente gro sería (recuérdese la última línea de El coronel ) o del escep ticismo, actitud frecuente de sus personajes: tras ella es -conden el desencanto de sus esfuerzos revolucionarios. El coronel de este libro, como tantos otros corone-les resentidos pero estoicos que aparecen en casi todos sus textos, sabe reírse del infortunio y sabe, también, usar la fantasía cuando se siente rodeado por la lógica implacable de las necesidades cotidianas. En esta nove-la corta el gallo de pelea es un símbolo polivalente que lo mismo representa la victoria que la derrota, la realiza-ción personal que la enajenarealiza-ción a un orden de cosas irremediable y sin sentido.

Escritor que respeta en profundidad a sus lectores, García Márquez no se atreve a señalar con toda clari-dad cuáles son sus preferencias y cuáles sus antipatías. Si se lee con atención se puede saber lo que piensa, pero también averiguar lo que omite y deja a la capacidad del lector. Una novela suya se realiza y alcanza toda su significación en el momento en que se complementan el autor y el lector, es decir, aquel que lanza la piedra y esconde la mano y aquel otro que al leer puede sumar las alusiones y elusiones, los sonidos y los silencios, las pistas falsas y las pistas verdaderas.

En Los funerales de la Mamá Grande convergen los cuentos que tienen como escenario a Macondo y los

cuen tos que suceden en un pueblo, como todos los pue -blos, hipócrita, resentido, lujurioso, ávido de noveda-des, que conoce únicamente los placeres devaluados de la rutina, un pueblo que piensa poco en el pasado y sue -ña en un futuro que lo compense de las privaciones, del aburrimiento, de la tacañería de atesorar la vida que no ha consumido y que por miedo se niega a dejarla fluir con despilfarro, un pueblo que da a Dios lo que es de Dios, regateándoselo, y al gobierno civil la parte que le co -rresponde, un pueblo que si bien no conoce la felicidad tampoco se atreve a vivir en el desconsuelo, un pue blo, en fin, que acepta la dialéctica de la realidad hispanoa -mericana, que desea progresar, que practica la polí tica y se entrega a la politiquería y que periódicamente en cien de la esperanza de una vida mejor sintiéndose solida rio de las guerrillas, a las que, a su debido tiempo, denun cia y con cuya extinción coopera. A diferencia de Macondo, que vive en la leyenda, que cree en los milagros y las catástrofes, este pueblo sin nombre, y no lo tiene por-que así engloba en su realidad mezquina a todos los pueblos del continente, prefiere la historia al mito. Seis cuentos configuran la vida de este pueblo corrompido y desagradable: “Un día de éstos”, “En este pueblo no hay ladrones”, “La prodigiosa tarde de Baltazar”, “La viuda de Montiel”, “Rosas artificiales” y “Los funerales de la Mamá Grande”. También suceden en este pueblo dos de las novelas de García Márquez: El coronel no tie -ne quien le escriba y La mala hora.

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le permite usar, reunidas, todas sus cualidades, y el cuen -to, en cambio, solo le da oportunidad de emplear aisladamente sus recursos predilectos. El cuento que da tí -tulo al volumen, “Los funerales”, es un ejemplo de lo dicho: al ser una caricatura feroz de la vida en Colom-bia y América Latina no tiene el tiempo suficiente para equilibrar la mordacidad con la ternura, el realismo cru -do y a ras de tierra con el realismo escueto, pu-doroso e insinuante, que es la mejor arma que emplea García Márquez en sus novelas.

De todos sus libros, La mala hora es quizá el más apegado a la realidad certificada, es decir, a la historia, y el que más lejos se encuentra de la fórmula en que pue -de encerrarse su literatura: la narración escueta que huye con igual vehemencia tanto de los signos que delatan la realidad inmediata como de todo propósito didáctico o ejemplar. Esto no quiere decir, por supuesto, que Gar -cía Márquez huya de los problemas sociales y políticos, únicamente que los plantea de tal modo que no es él quien dictamina cuáles son, cómo se manifiestan y cómo pueden resolverse, sino el lector, a quien corresponde atar cabos, unir hechos, comprender a los personajes pa -ra así dar a la novela propósitos y significado.

En La mala hora se invierten hasta cierto punto los papeles: al lector le corresponde actuar dócilmente, y dejar a un lado su función de coautor de la novela y al novelista le toca asumir el papel del testigo que lo sabe todo y dice a cada momento la última palabra. Sin caer en la literatura de tesis, García Márquez abandona aquí parcialmente la actitud que consiste en mostrar un mun -do y abstenerse de emitir juicios sobre lo que en él ha ocurrido: la manera de presentar al alcalde, de mostrar-lo no como un hombre complejo sino como un comer-ciante que aprovecha la autoridad para enriquecerse, como un tipo más que como un personaje, es un ejemplo de cómo esta novela no cumple los postulados so -bre los que están construidas El coronel no tiene quien le escriba y Cien años de soledad.

La mala hora ofrece al lector una serie de evidencias que le permiten darse cuenta de lo que hoy sucede en Colombia y de cómo esa situación no surge de la nada sino que es producto de una larga cadena de hechos que comienza a ocurrir en el momento en que la nación obtiene la independencia, sigue su curso a lo largo del siglo XIX, a través de las calamitosas y ridículas guerras

civiles entre conservadores y liberales, llega hasta nues-tros días manifestándose en la desigual distribución de la riqueza, en la concentración de la tierra en unas cuan -tas manos, en la hegemonía que ejerce la Iglesia sobre las conciencias y las decisiones del poder civil, en el al -fabetismo, la insalubridad y la falta de vías de comunicación y también, en la otra orilla, en los frecuentes bro -tes de rebeldía que han creado en ciertas regiones del país un clima permanente de violencia y muerte.

Hasta cierto punto, La mala hora es una radiogra-fía de la Colombia de la que surgen las actuales gue-rrillas y una advertencia a los guerrilleros, a quienes les avisa que este tipo de lucha no es nueva entre los colombianos y sí posee una tradición en que mezclan los triunfos episódicos y los fracasos definitivos. Los guerrilleros solo han servido, en el triunfo y la derro-ta, para encum brar a cierta casta de políticos tram-posos que al hacerse del poder olvidan al pueblo y se burlan de sus intereses.

La estructura de esta novela es novedosa en la obra de García Márquez. Si La hojarasca cuenta desde tres puntos de vista y por primera vez la historia sucinta de Macondo, si El coronel no tiene quien le escriba se cons-triñe a narrar una sola historia, la del militar abandonado a su propia suerte, y en el fondo se contempla a grandes trazos la vida del pueblo sin nombre próximo a Ma -condo, en La mala hora no hay héroes particulares sino un héroe colectivo, los habitantes de esta aldea, a los que ilumina uno por uno en determinado momento y a los que deja después que sigan viviendo en las tinieblas.

La novela está armada de tal modo que al concluir de pasar revista a los personajes más representativos Gar -cía Márquez ha contado de principio a fin la historia que se proponía referir. La aparición de pasquines en las casas de las personas a las que el pueblo otorga categoría de víctimas, una lluvia que inunda los barrios po -bres y hace emigrar a sus moradores a tierras más altas propiedad del municipio, o lo que es igual del alcalde, y el recrudecimiento de las pasiones entre las banderías enemigas: los representantes del gobierno y los aldea-nos, son las calamidades que permiten a García Márquez contemplar cómo es el vecindario y cómo reaccio -na ante circunstancias que ponen en peligro sus vidas y la tranquilidad de sus conciencias.

Una vez cerrado el libro lo primero que llama la aten -ción de Cien años de soledad es el anacronismo. Cierto tipo de anacronismo que en vez de ser un lastre que anule la validez de la novela le da ciertas características que le conceden un sitio aparte entre las obras narrati-vas publicadas en los años recientes. Me explico: a dife-rencia de los novelistas de su generación, García Már-quez busca y consigue la originalidad por caminos en apariencia reaccionarios, caminos que en vez de dirigir-se al futuro recorren en dirigir-sentido inverso la historia de la literatura y descubren el pasado, un pasado que el ais-lamiento y la soledad han purificado y vuelto irrecono-cible. De tan viejo da la impresión de intacto, de ser más nuevo que el periódico de hoy.

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construcción de la destrucción, el amor del odio, la re -ligión de la impiedad, el trabajo del ocio, el totalitaris-mo de la anarquía, unos hombres y un mundo situados en la acera de enfrente de los convencionalismos socia-les, los dogmas políticos, las creencias religiosas, el uti-litarismo y, en general, los estupefacientes que hacen posible y duradera la vida de una comunidad. (Tan es así, que el pueblo de El coronel no tiene quien le escriba y La mala hora hubiese resultado imposible, por con-formista y enajenado, para albergar la historia y los per-sonajes de Cien años).

Mediante la adopción del mundo de las novelas de caballería, García Márquez puede encontrar en Macon -do seres y maneras de ser que tengan puntos de contacto con una humildad y un universo anteriores al momen-to en que la épica se reblandece y los personajes se vuelven egoístas, calculadores, amigos sistemáticos del racio -cinio que, en última instancia, solo les interesa por las ventajas materiales o inmediatas que pueda proporcio-nales. En cierto sentido Macondo es el paraíso terrenal, la ocasión perfecta y única concedida al hombre para que realice aquí y ahora sus mejores deseos. Pero como en el paraíso, los enemigos del hombre no desaprovechan las oportunidades que se les presentan para co -rromper o devaluar la felicidad humana.

La fundación de Macondo, que equivale a la idea de América que se forjaron los europeos en el lapso que va del descubrimiento a la conquista, trae consigo, al mismo tiempo que el goce de vivir, las semillas de des-trucción que más adelante no dejarán en el pueblo pie-dra sobre piepie-dra. En otras palabras, Cien años es como

una biblia, con su antiguo y nuevo testamento, que rela -ta, acorde en la superficie con las normas tradicionales del arte de narrar, la historia del pueblo elegido, Ma condo, desde el génesis hasta el apocalipsis, desde el ins -tante en que los primeros Buendías pisan el suelo de lo que será esta aldea mitológica y desgraciada hasta el momento en que las hormigas se adueñan de la tierra y devoran, recién nacido, al último de los hombres de esta estirpe.

Después de la impresión que produce de ser ana-crónica, Cien años parece indicar que es una novela de aventuras en la que se mezclan la heroicidad y la fábula. Y así es, es una novela de aventuras, parecida, para el lector desprevenido, a Las mil y una noches en versión americana, que reduce casi a las proporciones de un juego macabro y estúpido la historia de Latinoamérica desde el momento de su independencia hasta la hora presente. Juego que se permite ciertos retrocesos, no in dicados en el texto, que señalan cómo pudo ser este con tinente en ciertas épocas pasadas de su desarrollo: así exis -ten suposiciones que admi-ten imaginar cómo debieron ser extralógicamente entre nosotros la Edad Media, el Renacimiento y el Siglo de las Luces.

Como no tuvimos en sentido estricto las dos pri-meras épocas y la tercera se redujo a acallar los brotes subversivos de los criollos ilustrados, García Márquez puede hacer uso irrestricto de su imaginación al referir-se a estas posibilidades que nos fueron negadas por el arribo tardío al banquete de la civilización occidental. Paradójicamente, Melquiades es el alquimista medie-val, el hombre-orquesta del Renacimiento y el precur-Con Álvaro Mutis

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sor de los derechos del hombre en pleno siglo XVIII. Por

eso, quizá, muere dos veces, y por eso es posible que vuelva a nacer para indicarnos cómo saldrá Macondo, es decir, América Latina, de la muerte aparente a que lo condena García Márquez al final de la novela, conclu-sión que curiosamente coincide con el principio: Cien años de soledad empieza al presentar a Macondo como tierra baldía que invita a los hombres de la comarca a poblarlo y termina tal como empezó, con una nueva lla -mada a los nuevos inmigrantes, que bajarán por dife-rentes motivos de las montañas, como la vez anterior, para poblarlo y darle leyes más justas y menos perece-deras. Por otra parte, Melquiades puede morir y rena-cer porque, habitante al fin y al cabo de América Latina, aunque por sus venas corra sangre extranjera, no dis-tingue los límites entre la vida y la muerte: en esta parte de América nada muere de todo (piénsese en el feuda-lismo y las doctrinas liberales) ni nada nace del todo completamente. (Los ejemplos sobran).

Por último, Cien años de soledad plantea un dilema que los escritores de esta parte del mundo todavía no acaban de resolver: hasta qué punto la novela, y el resto de los géneros literarios, deben reflejar las condiciones objetivas, en este caso el subdesarrollo, o hasta qué pun -to es líci-to, pensando que la novelística está en manos de hombres tan capaces como los europeos y estadounidenses, ir más allá y dar a los lectores una imagen es -tructural y estilística acorde con lo que está sucediendo en los laboratorios literarios más avanzados de los paí-ses que viven y gozan las ventajas del siglo XX.

La respuesta de García Márquez me parece convin-cente: en Cien años dice que el subdesarrollo económi-co y polítieconómi-co no tiene que desembocar necesariamente en una novela conformista técnicamente ni en una no -vela que se desentienda del contexto histórico del con-tinente. Su punto de vista es irreprochable ya que no reniega de los descubrimientos de la nueva novela ni de las conquistas que están presentes en nuestra tradición literaria. Así puede satisfactoriamente entregar a los lec tores una obra americana que es también, en todos con -ceptos, una obra que nada tiene que envidiar a las que se escriben en otras partes del mundo.

Sin proponérselo, responde a la pregunta que hace muchos años se formulara nuestro compatriota Igna-cio Manuel Altamirano: cómo escribir una novela que, sin renunciar a las prerrogativas del arte, no se desen-tienda de la calamitosa historia en que nos debatimos. Si Altamirano se equivocó al formular una respuesta teórica, García Márquez acierta al escribir esta novela que es de Aracataca, de Colombia, de América Latina y del mundo.

Cien años de soledad es una novela perfecta, hasta donde este adjetivo pueda usarse sin que suene a falso. La estructura, la historia (mejor, las historias), los

per-sonajes, el estilo, la atmósfera cumplen rigurosamente su cometido. En ella forma es fondo, y viceversa, y to -do en su más alta expresión: vida, -dolor, muerte y espe-ranza de un futuro en que la imaginación, el absurdo y todos los excesos posibles imaginables hoy puedan con -vertirse en realidad.

Después de escribir esta novela Gabriel García Már -quez puede dormir tranquilo, aunque existe la posibi-lidad de que esta obra le quite el sueño, como el insom-nio que padeció Macondo, por el resto de sus días.

***

Releído mi prólogo de 1967, me percato de que las profecías en literatura suelen ser inciertas y a veces fala-ces. En él supuse que García Márquez, como Rulfo y tantos otros autores, después de escribir una obra maes -tra, enmudecería. Pero no: esquivó este riesgo y siguió adelante.

De 1967 a 1992 ha publicado siete libros: La increí -ble y triste historia de la cándida Eréndida (1969), Relato de un náufrago (1970), Cuando era feliz e indocumentado (1973), El otoño del patriarca (1975), Crónica de una muerte anunciada (1981), El amor en los tiempos de có -lera (1985) y El general en su laberinto (1989).

No estoy seguro, en cambio, de que García Márquez haya escrito obras perfectas como lo fueron en su mo -mento Cien años de soledad y un poco más bajo El coronel no tiene quien le escriba. El temple de ánimo y la vo -luntad de forma de entonces son, después del año 67, una nostalgia, un mundo perdido e irrecuperable. El García Márquez posterior a Cien años ya no es un descubridor de nuevos territorios para la literatura de nues -tro tiempo, es un escritor dueño de un estilo poderoso (el que en sus numerosos seguidores se convierte en parodia), de una habilidad estructural notable y de un vasto y suculento repertorio de recetas de cocina que permiten al lector inexperto confundir el hallazgo con la repetición.

Sus dos títulos más ambiciosos después de Cien años, Crónica de una muerte anunciada y El amor en los tiem-pos del cólera, son dos excelentes novelas, pero no dos novelas geniales. Si en la bibliografía de otro narrador menos dotado ambos libros serían garbanzos de a libra, en la de García Márquez son obras que se leen con cui-dadoso deleite, pero no con el provecho y asombro que deparan las obras maestras.

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