• No se han encontrado resultados

A ambos lados del muro

N/A
N/A
Protected

Academic year: 2019

Share "A ambos lados del muro"

Copied!
51
0
0

Texto completo

(1)
(2)

A ambos lados

del muro

Edición a cargo de Lander Garro

(3)

Edición:

Editorial Txalaparta s.l. Navaz y Vides 1-2 Apdo. 78 31300 Tafalla NAFARROA Tfno. 948 703934 Fax 948 704072 txalaparta@txalaparta.com http://www.txalaparta.com

Primera edición de Txalaparta

Tafalla, abril de 2005

Copyright

© Txalaparta para la presente edición © Patxi Zamoro

Diseño gráfico

Nabarreria gestión editorial

Impresión

Gráficas Lizarra

I.S.B.N.

84-8136-307-3

Depósito legal

NA-1061-05

Título: A ambos lados del muro

Autor:Patxi Zamoro

Coordinador:Lander Garro

(4)
(5)

El que está en la cárcel escribe como si la vida viniera a su encuentro. A mí, en cambio, que estoy, digamos, en libertad me parece que a veces este paisaje se fuera alejando, diluyendo, acabando.

Mario Benedetti,

Primavera con una esquina rota

D

icen que nadie, tras traspasar el umbral de la muer-te, ha regresado para hablar de ella. Es mentira, pues yo mismo he regresado para, todavía envuelto en su fétido olor, hablaros de la peor de todas las muertes: la que se sufre en vida.

No me digáis que una vez muerto no se siente, que no se experimenta dolor. Yo la he sentido y he gritado de dolor. He vivido allí: unas veces en ataúdes rústicos y rudimentarios, cárceles con siglos de tétrica historia, muros que eran mudos testigos del sufrimiento y las confidencias de mujeres y hombres. Otras, en moder-nos, sofisticados y herméticos ataúdes de puertas y can-celas mecanizadas, donde la sombra aterradora del

(6)

verdugo se desliza con guadañas en forma de porras y sprays.

La cárcel no tiene como fin mejorar y recuperar a las personas para la sociedad libre. Su objetivo es castigar-las, hacerles daño. Pero a las personas no se las mejora dañándolas.

Nadie que conozca el sistema penitenciario, puede creer que la cárcel rehabilita; en el «mejor» de los casos, convierte a los presos en actores que interpretan un pa-pel en ese inmenso escenario de dementes, fingiendo (o sintiendo) serlo con el fin de acortar la estancia entre mu-ros. En el peor de los casos, en asesinos sin escrúpulos que ni siquiera se respetan a sí mismos. En cualquiera de ambos casos, destruye lo mejor que de seres huma-nos tienen.

La cárcel, sin embargo, da a ambos lados del muro. La sociedad, los que vivís a ese otro lado, también sois presos, presos de lo que yo llamo el Cuarto Grado de tratamiento. En él contáis con mayor espacio de movi-miento y prerrogativas que el sistema os concede por vuestro buen comportamiento. La cárcel, a este lado, no sólo es un revólver con el que apuntan a vuestra sien (y con el que os chantajean), sino una celda de castigo en la que se os confinará cuando dejéis de ser “buenos”.

No es casualidad que la cárcel aleje al preso de su entorno natural. Te apartan de las experiencias necesa-rias para crecer como persona y, una vez aquí, descubres que existen mas cárceles dentro de la cárcel; son los gra-dos, las fases dentro de éstos, los regímenes especiales, los aislamientos. Términos todos que definen una reali-dad inamovible: la falta de libertad.

(7)

madruga-dor, del autobús que se retrasa, de la montaña nevada, del mar enrabietado, de los ancianos que aún se agarran las manos. Te apartan de la vida.

El aislamiento, la soledad impuesta, hace mella in-cluso en las piedras; debilita la voluntad mas férrea, re-duce todo tu mundo a un recorrido por el pasado a través de tu mente y, de tanto revivirlo, termina por desgastar-se. Al no percibir experiencias, te conviertes en un pozo con agua estancada, corrompida por no recibir agua nue-va. Las únicas experiencias que se tienen son extremas, violentas. Para sobrevivir a ellas has de asesinar muchas de las cosas valiosas que hay dentro de ti mismo. Esta mutilación termina por embrutecer al preso, o por enlo-quecerlo. De ahí que quienes sufrimos largos periodos de tiempo en aislamiento lleguemos a cometer acciones que, vistas desde otro contexto, se perciben como crimi-nales. Y que no se pueden entender ni justificar. Si se me hubiese preguntado, 18 años atrás, si sería capaz de cau-sarme daño a mí mismo, de autolesionarme, hubiese contestado sonriente: «¿Estás loco? ¡jamás!». Hoy, tras 18 años de prisión, puedo decir que me he cortado las venas de los brazos, y que he ingerido objetos extraños, cucharas de hierro, cuchillas de afeitar, pilas. Que me he clavado cuchillos en el abdomen, que he golpeado mi cabeza contra las paredes. Que he padecido huelgas de hambre y de sed.

Lo mismo hubiese contestado si la pregunta hubiese sido si sería capaz de hacer daño premeditadamente, y a sangre fría, a otra persona: «No, no sería capaz». Sin em-bargo, transcurrido todo este tiempo de cárcel, me he embrutecido lo suficiente como para, por ejemplo, con-cebir la idea de apuñalar a otra persona sin tener remor-dimientos. ¿Qué es lo que me ha transformado?

(8)

es la única salida, el último grito de protesta que el siste-ma nos deja.

(9)

N

ací en Badajoz en 1958, siendo el último en el seno de una familia numerosa; yo era el sexto. No era un buen momento económico, y mi padre se había trasla-dado a Barcelona en busca de trabajo. Cuando cumplí cinco meses, nos trasladamos, con el resto de la familia, al piso que él había comprado en Cornellá de Llobregat, en el extrarradio de Barcelona, donde la mayor parte de la población era emigrante.

Allí crecí y pasé mi adolescencia. Los primeros pasos los di en el balcón de ese piso, el cual daba a un patio con dos bancos de piedra. Recuerdo que a los pies de uno de ellos enterré a un pajarito que tuve de pequeño. Una mañana lo descubrí muerto en su jaula, y, quién sabe por qué, nunca olvidé ese momento. Era una ma-ñana de invierno, y el sol irrumpía en el patio casi hori-zontalmente, de forma que las sombras se hacían largas. Cuando desperté descubrí, con un poco de sorpresa y un poco de miedo, que el pájaro estaba callado. Me acerqué, y allí estaba, boca arriba, con los ojos cerrados, tieso como un poste telefónico. Bajé al patio, y cuando

(10)

deposité el pájaro en el suelo, la sombra de éste se esti-ró casi hasta el otro extremo del patio. Pensé que el pa-jarito se agrandaba para hacer frente con dignidad y fuerza a ese momento. Eso pensé.

Aquel pequeño patio fue el escenario de mis prime-ros juegos y mis primeprime-ros amores. Sé que todo aquello ha cambiado, pero en mis ojos todavía lo sigo viendo igual. Mi madre de tertulia con las vecinas, sus gritos, sus risas. Sábanas y ropas tendidas al aire. La luz sepia de las farolas derramándose sobre los bancos, y el bu-zón. Aquella cabina que nunca funcionaba. Ya, al otro lado de la carretera, la vía del tren, sumergida en las profundidades de un abismo de tierra y hierba, corona-da por un puente viejo que nos unía y separaba de los campos de algarrobas, todo un mundo para explorar. ¡Todo está tan fresco en la memoria y a la vez tan des-gastado de tanto revivirlo!

Cursé mis estudios en la academia del barrio, pero no llegué a terminar el bachillerato. Supongo que fue por el ansia de aportar ayuda económica a mi familia, o simplemente por querer crecer antes de tiempo. Para mí un trabajo era sinónimo de independencia y madu-rez, ¡Quería ser mayor! Con la perspectiva del tiempo me doy cuenta que algo me empujaba a querer hacerlo todo más deprisa, como si presintiera que me quedaba poco tiempo por delante, como si intuyera esta cárcel maldita que se avecinaba; quizá por eso tanta prisa. Y tanta precipitación.

(11)

respiraba en mi casa y que me marcó para el resto de mis días. Me enseñaron a vivir con dignidad, a no mendigar lo que por derecho nos corresponde a mí y a mis iguales. En esa militancia activa llegué a formar parte de la dele-gación de mi zona, y salí elegido enlace sindical en la empresa de electricidad donde trabajaba. Fue precisa-mente por esto que me despidieron: por los continuos enfrentamientos que manteníamos con los empresarios en defensa de nuestros derechos. Con la excusa de tres faltas de puntualidad, me vi en la calle con una hija de apenas un año. No era una excepción, sólo era otro traba-jador más en paro. A partir de ahí vagué de un lado para otro en busca de empleo y, cómo no, hice casi de todo.

Pero aquello también tenía que tener sus límites. De hecho, el día que me despidieron de mi último trabajo, de un bar de Cornellá, iba a representar un antes y un después en mi vida. Volvía andando para casa, de no-che, pensando en cómo le diría a mi mujer que estaba de nuevo sin trabajo, cuando un coche patrulla se aba-lanzó hacia mí. Los policías estaban muy nerviosos, y me pidieron la documentación. Yo los miré aterrado y, como carecía de ella, me llevaron a comisaría. Fue inútil decir-les que salía de trabajar, que me dirigía a casa. Allí supe que un comando había hecho explosionar un artefacto cerca de donde me encontraba. Permanecí allí toda la noche y la mañana siguiente, en un calabozo pestilente, con restos de comida, vómitos, y sangre. Nos encontrá-bamos doce personas, en el habitual estado de hacina-miento, compartiendo escasos metros cuadrados. Quien más me llamó la atención fue un chico de mi misma edad más o menos, al que conocía sólo de vista, muy vaga-mente, porque era del barrio. Su larga melena rubia, en-marañada por la mala noche, y su rostro marcado de un culatazo, me impresionaron. Lo habían detenido cuando intentaba hacer un puente en un coche. Era el Lolo.

(12)

suerte y le decretaron prisión. Nuestras vidas se aleja-ron en ese momento, y ni siquiera sospechábamos que volveríamos a encontrarnos.

Meses más tarde volvía a casa con Vanessa sobre mis hombros. Eran instantes antes de anochecer, y lo vi de lejos, más arreglado, eso sí, pero sin dejar de tener un aspecto ciertamente imponente. Acababa de salir de la Modelo.

–¿Cómo estás, Zamoro? –preguntó.

–Vamos tirando –dije–, pero con dificultades. Nada nuevo: deudas. Encontrar trabajo está muy pero que muy jodido.

–Nada nuevo –respondió, y tras permanecer un ins-tante callado, añadió–: quizá pueda ayudarte.

Quedamos en vernos al día siguiente.

Aquel día hablaría, por primera vez, de robos y atra-cos. Lolo tenía armas, pero necesitaba alguien con quien llevar a cabo algunos trabajos. Pensamos que hacer pe-queños robos nos reportaría poco beneficio y mucho riesgo, así que pensamos en ir a por grandes empresa-rios; «Ellos tienen mucho, nosotros ni siquiera trabajo», decíamos. Planeamos un secuestro, pero necesitábamos otra persona más, de modo que un tercer elemento se integró en el grupo: Sebas. A pesar de haber participado en el plan y estar de acuerdo en todo ello, no me sentía del todo animado. No sentía miedo, pero temía que al-guien saliera herido. Tal vez también sintiera inseguri-dad, y cierto remordimiento de conciencia, aunque esto último se me quitaba cada vez que pensaba en los múlti-ples despidos sufridos, y en los malos modos de la clase empresarial. Sentí un irrefrenable deseo de venganza; quizá fuera eso lo que hizo que me decidiera a empuñar un arma.

(13)
(14)
(15)

C

orría el año 1979. La operación fue llevada a cabo por la Brigada Antiterrorista en colaboración con la Briga-da Antiatraco de Barcelona. Pensaban que éramos miem-bros del GRAPO. Permanecimos en las dependencias de Vía Layetana bajo la aplicación de la Ley Antiterrorista durante nueve días. La acusación era de detención ilegal (secuestro), con suplantación de banda armada, tenencia ilícita de armas, conducción ilegal, robo y atraco a mano armada. En total se me incoaban cinco sumarios diferen-tes, sólo fui condenado por uno de ellos, el número 86/79. Se me acusaba de tenencia ilícita de armas, detención ilegal y amenazas. El juicio se celebró tres años después de mi detención, condenándome a 11 años, 4 meses y 22 días. Ni siquiera 12 años, aunque los que tuve que pasar entre rejas fueran muchos más.

El hecho de que pasara todos esos años demás en prisión es el objeto del eterno debate. Ellos dicen que yo mismo alargué mi condena. Yo opino que la gestión penitenciaria es nefasta. Opino que el truco de la zanaho-ria y el asno no es equiparable a un proyecto de

(16)

ción social. Que la política de traicioneo y recompensa no tiene nada que ver con la justicia. Pagué la gestión peni-tenciaria que se remontaba a cuando los nostálgicos del garrote y tente tieso controlaban las prisiones, y pagué, del mismo modo, el haber tratado de conservarme ente-ro, además del haberme rebelado contra tanto abuso.

La génesis de todo esto está en la respuesta que en su día, todavía a ese lado del muro, di a las injusticias que se cometieron conmigo, condenando a mi familia, como a otras tantas, a pasar penurias y necesidades.

Con la aplicación de la Ley Antiterrorista pudieron disponer de mí a su antojo, con total impunidad, sin de-recho, por descontado, a ningún tipo de asesoramiento jurídico. Fui torturado tanto física como sicológicamen-te. Ahí descubrí cómo funciona el sistema que llamamos democrático. Me golpearon hasta producirme lesiones por todo el cuerpo, hasta romperme, por ejemplo, varias costillas. Me privaron de las experiencias sensoriales con el fin de desorientarme, de forma que no sabía cuándo era de día y cuándo de noche. Ruidos a interva-los irregulares que no me dejaban conciliar el sueño. Me esposaron de pie a una percha durante tres días y tres noches y, cuando me desvanecía a causa del cansancio, me golpeaban para que no perdiera la conciencia y con-tinuase erguido. Me asfixiaron con el método de la bol-sa. Me colgaron de una barra de hierro suspendida en el aire recibiendo golpes por todo el cuerpo.

Llegaron incluso a mostrarme a mi mujer y mi hija (de apenas un año) a través de un cristal, amenazándo-me con acusar a la priamenazándo-mera de colaboración. Durante esos eternos nueve días tuve que permanecer en celdas con agua por el suelo, completamente desnudo. En fin, nueve días fueron suficientes para comprobar cómo se las gastan en las cloacas de la democracia.

(17)

Tras este paso por comisaría algo se había roto den-tro de mí, y nunca se volvería a restablecer: nunca volve-ría a ser el mismo.

De madrugada nos trasladaron a prisión, a la Mode-lo. «¿Modelo?», me dije, «¡qué paradoja!». Era una ma-drugada fría, y yo tiritaba desde los huesos hasta el último poro de mi piel. Estaba cansado, pero el miedo y la tensión me mantenían despierto, alerta, desconfian-do de todesconfian-do. Ahora, con la perspectiva del tiempo, me re-cuerdo a mí mismo descendiendo del furgón; salía una luz tenue y lúgubre por la abovedada puerta, como hu-yendo de aquel infierno, y ahí estaba yo, como un gato sorprendido por los faros de un coche que está a punto de atropellarle. Los ojos desencajados y fijos en aquel portón, una enorme cancela de hierro que crujía al abrir-se en manos de un carcelero uniformado de verde.

Sin palabras, sólo con gestos, nos indicaron que en-trásemos y permaneciéramos pegados a la pared. Toqué la pared con las palmas, y percibí la humedad, la irregu-laridad de aquellos muros que habían sido testigos de tantos y tantos momentos como aquél que ahora vivía-mos nosotros. Cruzavivía-mos otra cancela más del largo pasi-llo que iba a dar al centro de la prisión. Ahí quitaron los grilletes de nuestras magulladas muñecas.

Los policías que nos habían escoltado hasta allí fueron relevados por funcionarios que se acercaron en tropel. Es-tábamos frente a una puerta en la que ponía «Gabinete». De uno en uno fuimos pasando a ese cuarto que también hacía las veces de oficina. Allí nos tomaron los datos, y volvimos a formar fila, siempre pegados a la pared, y aho-ra escoltados por varios carceleros. Taho-raspasamos una taho-ras otra las cancelas hasta llegar al centro. Ésta era una garita hexagonal de pequeñas dimensiones, que semejaba la cabeza de un pulpo, y cuyos tentáculos serían las galerías que nacían de su testa y albergaban celdas y más celdas.

(18)

tras las puertas de aquellas celdas que apenas vislum-braba desde mi posición, había hombres en silencio, oyendo e imaginando igual que los que llegábamos a aquel lugar. Algunos, los más afortunados, estarían en brazos del sueño, transportados a la única evasión posi-ble. Otros, desvelados, perpetuarían la tortura del largo día de encierro que se difuminaba en la noche. Pero no podía detenerme en descifrar mis emociones porque voces prepotentes me ordenaban que me desnudara mirando a la pared y sin hablar. ¿Puede alguien imagi-narse lo que supone para la dignidad de una persona desnudarse y ver desnudarse a otros bajo la atenta mi-rada de carceleros que reían vomitando veneno a cada palabra? Una vez desnudos, permanecimos en esa posi-ción hasta que se les antojó a los funcionarios. Iban y ve-nían del centro hablando con los carceleros que hacían guardia en las galerías, mientras nosotros, humillados, esperábamos impertérritos.

Cuando se dirigieron a uno de nosotros, vi en su ros-tro el miedo, aunque supongo que mi expresión sería la misma. Le ordenaron hacer flexiones hasta plegarse por completo, y no sé cuánto le tuvieron así, pero aún seguía cuando ordenaron lo mismo a otro compañero. Su reac-ción, llena de dignidad y genio, nos sorprendió a todos. Se volvió de cara al carcelero y le dijo que no estaba dis-puesto a hacerlo. Al carcelero se le cambió el semblante. Enrojecido y con las facciones desencajadas, dijo:

–¿Cómo dices?

–Que no voy a enseñarte el culo –respondió el otro, y con esta respuesta se precipitaron los acontecimientos.

El funcionario le lanzó un golpe con la porra al pecho, y éste pareció ser la señal que los otros esperaban para lanzarse sobre él. Lo golpearon con saña. No lo pensé ni un instante; me volví, y arremetí contra los agresores, re-cibiendo a mi vez golpes por todos los lados.

(19)

aboveda-do. Tenía una diminuta ventana fuera del alcance de mis manos, que dejaba penetrar un rayo de luz mortecino, color sepia. Los barrotes quedaban reflejados en la pa-red. Desde mi posición veía también lo que aquí se lla-ma «cangrejo», una cancela en forlla-ma de U invertida que hace la función de doble puerta. Al abrir el carcelero la primera le permite introducirse en la celda estando fuera de nuestro alcance. Pero nosotros sí que estamos a su al-cance, siempre lo estamos. Desde el cangrejo te pueden gasear, o lanzar agua invadiendo el espacio unos cuantos centímetros. A través de una abertura horizontal a ras de suelo te deslizan la comida, por el mismo sitio por donde se saca la basura. Hacen que te tengas que agachar para recoger todo lo que el carcelero deposite. Junto al can-grejo, un agujero en el suelo hacía las veces de inodoro y lavabo, pues a un metro escaso de él un grifo sirve para beber, o asearte. Sólo a unos treinta centímetros, una piedra adosada al suelo sirve como cama y único asiento. Ése era todo el mobiliario del que disponía. Me sentía dolido por la paliza, el cansancio, la tensión acumulada de los días anteriores, pero afortunadamente caí en un profundo sueño que me liberó, casi piadoso, de aquella realidad.

(20)

reducía a meterte en una mazmorra algo mayor que tres celdas juntas, donde se juntaba a unas veinte personas en medio de una miseria más que llamativa. Humedad, insectos, vómitos, restos de comida, y unos sacos relle-nos de trozos de goma espuma, mugrientos de tanto uso; ésa era toda nuestra herencia. Ni siquiera se moles-taban en un simulacro de reconocimiento médico. Por allí sólo aparecían los llamados cabos de vara, unos or-denanzas que eran más carceleros que los propios car-celeros. Pasaban tres veces al día. Por la mañana, tras el toque de diana, que se hacía con una trompeta desde el centro, nos dejaban una cacerola con un agua color café, además de unos mendrugos de pan endurecidos. Al me-diodía nos servían la comida en bandejas metálicas. De-bíamos comer todos de ahí, con las manos, pues no teníamos cubiertos, ni nada con que poder fabricárnos-los. Por las noches, del mismo modo, nos traían la cena. El resto del día era una sucesión de horas vacías.

(21)

con cerrar los ojos y trasladarme, despacito, hasta mi ba-rrio, mi casa, mi mundo.

Con el paso de los días descubrí que ya no evitaba rozar aquellas paredes, ni evitaba echarme en los mu-grientos sacos de trapo. Poco a poco me vi formando parte de todo aquello. Ahora sé que mi mecanismo de supervivencia estaba funcionando, y que me permitiría sobrevivir a todo aquello. Cuando salí de allí, me había jurado que nada ni nadie me destruiría, y que lucharía por conservar la cordura aunque ello supusiera alargar la agonía. Sobreviviría por encima de todo, y lo haría man-teniéndome entero. Siendo yo mismo.

Las seis galerías estaban divididas de la siguiente manera: la primera era la destinada a menores; la segun-da a destinos, es decir, a los presos que realizaban algún trabajo dentro de la prisión; la tercera correspondía a los reincidentes; la cuarta era para los extranjeros, los cuales eran, en su mayoría, de origen africano; en la quinta (ésta era la galería más temida) estaban las celdas de castigo; en la sexta, por último, se alojaban los destinos impor-tantes como los del economato o las ordenanzas.

También estaban allí los refugiados, todos aquéllos que pedían, por uno u otro motivo, protección. General-mente se trataba de prisioneros que habían tenido plei-tos con otros presos. En el código interno no escrito de los presos, sin embargo, esta salida estaba harto despres-tigiada, pues implicaba pedir asilo a aquellos que origi-naban, en muchos de los casos, lo propios problemas. Por otro lado, el guardia no deja de ser el guardia, y los pre-sos intentan organizarse y actuar al margen de éstos.

(22)

Me destinaron a la tercera galería, reincidentes, a pesar de ser mi primera estancia en prisión. Traspasa-mos la cancela y esperaTraspasa-mos nuestro turno para que nos tomaran de nuevo los datos y destinaran la celda. Ob-servaba atónito el enjambre humano que pululaba por las pasarelas de las tres plantas que configuraban la ga-lería. Hombres como robots, en un ir y venir frenético, saliendo y entrando del patio. Nosotros en medio, carne fresca que despertaba el interés de todos los que a nuestro alrededor pasaban, preguntándose de qué ma-terial estaríamos hechos. La cárcel rompe a mucha gente pero a otra la convierte en piedra.

Todavía no había accedido a la oficina, cuando se acercó a mí un conocido de Cornellá, de nombre Adolfo, que años después moriría en un tiroteo tras un atraco. También vi otras caras conocidas, y eso me dio cierta tranquilidad. No tuve necesidad de que me destinaran celda, pues ellos se encargarían de apañarme un hueco en alguna de las suyas.

El hueco lo encontré, de hecho, en una celda habita-da por cuatro personas. Las literas estaban adosahabita-das a la pared, y dejaban un espacio central. En éste, una caja hacía la función de mesa. Mesa que, por otra parte, no nos servía ni para comer, pues no cabíamos; o lo hacía-mos por turnos, o sentados sobre las literas con los pla-tos encima de las piernas. El inodoro estaba en unas condiciones deplorables, y a su lado había un pequeño lavabo con grifo. Teníamos que asearnos allí, y hacer nuestras necesidades sin ninguna intimidad.

(23)

Para poder comunicar vis a vis con tu familia debías tener el beneplácito del jefe de galería de cada guardia. Por entonces (hasta la llegada de Juan José Martínez Zato a la Dirección General de Instituciones Penitenciarias, en 1983) los carceleros trabajaban durante tres días se-guidos, en turnos de 24 horas. El mencionado Zato cam-bió esto poniendo tres turnos de 8 horas. Esto produjo mucho descontento entre los carceleros, pues les quita-ban poder dentro de la cárcel, además de impedir que se pluriempleasen. Los carceleros cobraban su frustra-ción a los presos; para conseguir un vis a vis, por ejem-plo, el preso debía rellenar una instancia con un texto como el siguiente: «Si los jefes de galería de las tres guardias no ven objeción alguna en que se le conceda al interno una comunicación especial vis a vis con su fami-lia», etc.

Tras conseguir la firma de cada uno de ellos, esa ins-tancia debía pasar al carcelero encargado de las comuni-caciones, y obtener su conformidad, asignándote, a su vez, día y hora. Estas comunicaciones de desarrollaban en una sala conjunta con mesas y bancos, además de un baño. No existía intimidad ninguna. Para hacerse oír era preciso gritar, y para cualquier contacto con la pareja ha-bía que hacer cola en el baño. Siempre haha-bía que hacer cola en la cárcel, casi como un ritual, casi con la misma naturalidad con la que llueve en invierno.

(24)

cuerda». Consistió en dejarles hacer, sin intervenir, has-ta que todo se desbordó.

Por un lado, un sector de la coordinadora comenzó a abusar de las pequeñas cotas de logros que se habían conseguido (por las que se había derramado mucha san-gre). Robaban, violaban, cobraban impuestos a presos mas débiles; hicieron buena la máxima de que el poder corrompe, dando así una baza patética y dolorosa a los órganos penitenciarios. Se dirigían a los carceleros con despotismo, les amenazaban, e incluso les agredían. Los medios de comunicación empezaron a hacerse eco de todo ello, alarmantes y demagogos como ellos sa-ben, y el apoyo del exterior desapareció casi por com-pleto. Otro sector de la coordinadora, solidario como el primero, comenzó a negociar con las autoridades peni-tenciarias beneficios propios. El último grupo, el más minoritario, se fue quedando solo en la verdadera lucha por el interés común o, por decirlo de otro modo, por el sentido común. García Valdés encontró los suficientes argumentos para intervenir, y lo hizo con la contunden-cia habitual; dispersó a los cabecillas que habían nego-ciado limosnas a los mejores destinos (o los premió con la libertad), y castigó a los que se negaron a olvidar que los presos seguían teniendo derechos. Los llevaron a las peores prisiones, y entre ellas habrían de encontrar la recién inaugurada Herrera de la Mancha, campo de ex-terminio en toda regla, donde se comenzaron a practicar todo tipo de guarrerías a las que, intramuros, tanto gusta calificar con conceptos del tipo «programas de readap-tación».

(25)

sumi-sa, iba progresando de fase, con lo que le concederían mas beneficios, y así sucesivamente. Era (y es) un juego imposible, un chantaje llevado a la perversión más ab-soluta. En realidad convertían los derechos en prerroga-tivas. El aparato carcelario conculca los derechos, y luego el preso tiene que recuperarlos, ganarlos con servilismo y sometimiento. Abortan todo brote de solidaridad, pre-miando el colaboracionismo.

En Herrera de la Mancha, junto con los presos políti-cos, confinaron a los líderes más destacados de la coor-dinadora de todas las prisiones del estado. Con ello «depuraron» las cárceles, y en ellas se impuso la ley de los carceleros más casposos.

Pero volvamos a la Modelo.

A pesar de la buena acogida de los compañeros de celda, me sentía fuera de lugar. Eran demasiadas sensa-ciones a la vez, como si me estuvieran acariciando y abofe-teando al mismo tiempo. Sentía miedo a lo desconocido, a lo que veía a mi alrededor, inseguridad, y confusión. Re-cordaba todo lo que había dejado en el exterior, me moría por ver a mi hija, por cogerla en brazos; me resistía a dejar de ser padre, o al menos a dejar de ejercer como tal. Eran sensaciones inmovilizadoras, y el no saber era cada vez más y más pesado. Sentía que yo no encajaba allí, que nunca me adaptaría a aquello, que no sería uno más de aquéllos que vagaban por allí como el que entra en una habitación desconocida. Sin embargo, a medida que fue pasando el tiempo, me descubrí inmerso en la rueda car-celaria. Y terminaría por actuar del mismo modo que los demás, por formar parte de aquel enjambre humano.

(26)

¡Recuento! No faltaba nadie, y la trompeta sonó atrona-dora: el recuento estaba hecho. Unos minutos después volvía surgir el pitido maldito. La trompeta llamaba al reparto del desayuno. Bajamos al comedor, y, sin darme cuenta, ya era parte de ellos.

Así comenzaba un día cualquiera de cárcel. Una vez repartido el desayuno sobre las ocho de la mañana se abrían las puertas del patio. Sólo quienes tenían autori-zación médica podían quedarse en las celdas o en las galerías, los demás debíamos obligatoriamente hacer-nos al patio. Como en un gran mercado, el patio mostra-ba una faz ruidosa y trepidante. Se formamostra-ban garitos de apuestas: dados, cartas, frontón… todo valía para apos-tar y todo ello era controlado por los «caseros». Éstos se llevaban un tanto por ciento de cada apuesta. También existían los llamados «escribientes», que redactaban instancias, denuncias, o cartas a aquellos presos iletra-dos. Así ganaban algo de dinero para ir sobreviviendo. La verdad es que los patios presentaban un cuadro pin-toresco en el que, sobre todo, sobresalía la miseria de hombres desgastados por la monotonía.

Comida al mediodía, recuento, patio, cena, un rato merodeando por las galerías o viendo la tele, y a las nueve y media, vuelta a la celda. A las once, el último to-que de trompeta, anunciaba el «silencio floreado». Y así, sucesivamente, día tras día.

(27)

in-descriptible oír cómo torturan a una persona sin poder hacer nada por impedirlo.¡Tantas veces nos hemos des-trozado los puños pegando contra las puertas suplicando que dejaran en paz a algún compañero! ¡Tantas veces nos han golpeado por ello!

A pesar de todo esto, la noche solía ser como una bendición. Tumbarnos en aquel mugriento saco del que nos privaban durante todo el día, era algo inexplicable. Cuando no se producían incidentes, me gustaba tum-barme y dejar libre mi mente, que ésta viajara hasta mi barrio, mi casa, mi familia.¡Pero las noches se hacían tan cortas! Sin darme cuenta, ya estaba inmerso en otro día más de largo y vacío hastío.

La vida en la quinta galería, en aislamiento, era poca cosa. Nos levantábamos a las siete de la mañana, recogía-mos el saco, y lo preparábarecogía-mos para entregarlo con el primer recuento. Nos repartían el desayuno, siempre en último lugar (podían ser las nueve o las diez, de modo que ya estaba frío), y ya comenzaba a oírse el trajín de las galerías. Nunca sabíamos cuándo íbamos a salir al pa-tio, si antes de desayunar, si durante la mañana, o por la tarde. La vida estaba dividida en dos regímenes: algunos salían una hora, solos, a un diminuto patio de no más de quince metros por cuatro, y otros vivían en «vida mixta», saliendo en grupos de tres o cuatro durante dos horas. El resto del día lo pasábamos confinados en las celdas con la única compañía de unos libros, unos folios, un bo-lígrafo, y una muda.

(28)

Así, mi primer contacto con la quinta galería fue bre-ve, apenas de unas horas. Pero no tardé mucho en vivir aquello en su verdadera dimensión. Llevaba poco me-nos de dos meses en la prisión. Ya me había adaptado a su ritmo; mi madre solía decir: «las personas se acos-tumbran a lo bueno, a lo malo, y a lo peor». Y es cierto, pues lo contrario significa morir. Yo, sin embargo, enten-dí que acostumbrarse no era sinónimo de resignación, sino de capacidad de sobrevivir. Había encontrado mi lugarcito en el escalafón social de la cárcel, y, por dere-cho propio, me había ganado el respeto de los demás. En la cárcel el peor «delito» que puedes cometer es el de destacar, y yo, sin proponérmelo, delinquí en ese sentido. Sobresalía del resto sencillamente por desco-nocer esa lección imponderable. Mi actitud no era sumi-sa, pero tampoco prepotente. No me consideraba más que nadie, pero tampoco menos. Esto, a ojos de los car-celeros, me situaba en el otro bando.

Una mañana estaba frente al panel situado junto a la puerta de la oficina de la galería, leyendo notas de la di-rección. Un carcelero de la quinta galería, famoso por los malos modos, pasó a mi lado. Era el Demonio; bajo, de complexión fuerte y barba cerrada que le cubría el cue-llo y los pómulos, siempre llevaba enfundados unos guantes de cuero negros. Al pasar se dirigió a mí, y dijo algo que no entendí.

–¿Sí? –pregunté.

–He dicho que salgas al patio –dijo, acercándose de modo provocativo.

–Estoy comprobando si tengo correo –dije, y conti-nué leyendo la lista del panel, intentando mantener la calma.

–¿Te lo tengo que decir de otra manera? –dijo mien-tras se ajustaba los guantes.

–¿Qué es lo que me vas a decir de otra manera? –res-pondí, sabedor ya de que todo estaba perdido. El Demo-nio se aproximó más, y ya muy cerca de mi rostro, dijo:

(29)

Para entonces ya estaban a su lado dos carceleros más, y un tercero cerraba la puerta del patio, evitando que nadie pudiera acceder a la galería.

–Vamos a la quinta –dijo entonces el Demonio, enca-minándose él hacia allí. No me moví del sitio y dirigién-dome al jefe de galería, dije patéticamente:

–¿Por qué he de ir a ningún lado? Me ha venido pro-vocando, yo…

–Qué vengas para acá, ¡coño! –gritaba el Demonio desde la cancela.

Crucé la mirada con los otros carceleros, y tras unos tensos segundos, me dirigí lentamente hacia allí. Crucé el centro, y ya estaban los carceleros de la quinta espe-rándome en la puerta.

El aire olía a azufre. Subí los tres escalones que acce-dían a la planta.

–Ponte de espaldas a la pared, y vete quitándote la ropa –ordenó el Demonio con la porra en las manos, mientras los demás se ponían su atuendo: cascos, escu-dos, y porras. Fui desnudándome como me habían indi-cado, dejando la ropa cuidadosamente a mis pies, pero el Demonio la desperdigaba por el suelo utilizando los pies. Tenía que hacer verdaderos esfuerzos para conte-nerme y no lanzarme sobre él, que era, por otro lado, lo que esperaba. Una vez desnudo ordenó que me diera la vuelta, y señaló mis genitales con la porra.

–Levántatelos –dijo.

Le miré fijamente y él me golpeo el abdomen. Me contraje en una mueca de dolor, pero no grité.

–Que te levantes los huevos, ¡cabrón!.

(30)

con los pies, a patadas. No consiguieron arrancarme ni un solo grito, y eso les enfureció más.

Cuando se cansaron de golpearme, sudorosos y des-camisados, me dejaron en el suelo. Tras unos minutos regresaron y ordenaron que me pusiera en pie. No po-día hacerlo, tenía el cuerpo dolorido, y continuaba es-posado a la espalda. Aún así lo intenté, y, ladeándome, tomando impulso con balanceos desesperados, casi lle-gué a conseguirlo. Uno de ellos me ayudó cogiéndome por las axilas.

–Mira hacia la pared, perro, te vas a cagar –dijo, y aña-dió–. Venga, comienza hacer flexiones.

Permanecí un instante en silencio e intenté ser razo-nable:

–Yo no hago flexiones, eso atenta contra mi dignidad. Pero no estaban para sermones, y sin darme tiempo a acabar la frase, me propinaron una serie de golpes, rá-pidos y contundentes.

–¡Que flexiones!

Desde el fondo de la galería se comenzó a oír la pro-testa de los compañeros que estaban en las celdas, gol-peando en las puertas y gritando. Los carceleros se volvieron durante un instante, y el Demonio amenazó:

–Como no os calléis ahora mismo, vamos a por vo-sotros.

Cesaron algunos golpes, pero otros persistieron hasta que los carceleros les abrieron las puertas. Los rociaron con sprays lacrimógenos, al tiempo que los insultaban. Los golpes sonaban secos, ahogados por el grosor de los muros.

(31)

y, al poco, me introdujeron en una celda de la planta baja, junto a la oficina.

Permanecí desnudo y esposado durante horas. Des-pués conseguí quitarme las esposas, casi desollándome las manos en el intento. Me dejé caer en un rincón tras recorrer furiosamente la celda de un lado a otro, con la adrenalina desbocada. Cuando anocheció recordé que no había ingerido alimento alguno en todo el día. En rea-lidad, había pasado el día solo, en silencio, corroído por la rabia. Sólo de vez en cuando veía un ojo espiándome por el chivatode la puerta. Caía la noche, y después del último recuento, oí unos golpecitos que provenían de la pared. Contesté con otros golpes y me animé: no estaba solo. A los pocos minutos oí una voz. Era el compañero de la celda de a lado, que trataba de decirme algo a tra-vés de la ventana. Me incorporé y, de un salto, me enca-ramé a la ventana.

–¿Quién eres? –preguntó. –Soy Zamoro.

–¿Por qué te han traído?.

–Por la cara –respondí–, son unos hijos de puta. –Cabrones –dijo, solidario.

–Imagínate, me tienen desnudo. –Y tabaco, ¿tienes?

Permanecí un instante callado, y respondí: –No fumo.

–No, si era para que me pasaras un cigarro, aquí es-tamos mataos.

Era el Tete, de la cuarta galería, y llevaba dos meses en vida mixta. Yo creía recordarlo, pero no estaba segu-ro. Intenté ser amable.

(32)

–Vale –respondió sin formalismos. Oi cómo saltaba de la ventana al suelo, e hice lo propio.

Al día siguiente, durante el desayuno pedí mi ropa, pero no me contestaron. Estuve pidiéndola durante toda la mañana, hasta que, a media tarde, me la arroja-ron. Estaba mojada y sucia, pero me hizo sentir mejor. Las esposas, en un ataque de rabia, las había lanzado por la ventana. Aunque me correspondía una hora diaria de patio, no me sacaron hasta pasados tres días, en los que no me pude asear en condiciones, pues carecía de los enseres necesarios. No tenía nada.

Lo peor era ver cómo se sucedían las horas y los días sin poder intercambiar una sola palabra con nadie. Ha-blar por las ventanas estaba prohibido, y había que es-perar a las noches. También era preciso tener suerte con la guardia pues, según quien te tocara, la persecución podía ser casi canina. Aunque todos están hechos de la misma pasta, están tan embrutecidos por el rol que de-sempeñan, que apenas son conscientes de su brutalidad. La mayoría de ellos entiende que no es suficiente con que se nos condene a estar privados de libertad, tienen que hacernos sentir la cárcel en su máxima expresión.

Al tercer día me trajeron algunas cosas que mis com-pañeros de celda me habían preparado: unas sábanas, toalla, jabón, un peine, unas hojas, un bolígrafo, y una foto de mi hija. Ése era todo mi universo. Entre las hojas encontré una nota que decía: «Ánimo, estamos contigo. Cuídate». Leí y releí esas palabras mil veces, y me perdí mirando la pequeña fotografía de Vanessa, una y otra vez, deteniéndome en cada detalle, en cada gesto suyo, casi hasta desgastarla, ¡la echaba tanto de menos!

(33)

actua-lidad esta Junta está compuesta por el director (o subdi-rector), y el secretario, además de un funcionario.

Cuando llegué estaban reunidos en la oficina, y me presentaron ante ellos esposado con las manos atrás. Permanecí de pie, frente a ellos que estaban cómoda-mente sentados, y el jefe de servicios comenzó a leerme los cargos que había contra mí:

–Que en el día 11 de junio, siendo usted requerido por el señor funcionario hizo caso omiso de sus órdenes, profiriéndole insultos y golpeándole, por lo que tuvo que ser reducido y conducido a la quinta galería, donde continuó con los insultos a los señores funcionarios agrediéndoles y produciéndoles lesiones diversas…

Me parecía inaudito estar oyendo eso, no porque me extrañara, sino porque sabía que ninguno de los que es-taban allí creían nada de todo aquello.

–¿Qué tiene que alegar a esto? –preguntó el director. –Que es todo mentira, que el único que ha sido apa-leado aquí, humillado y torturado, he sido yo.

El director me miró por encima de los anteojos, y tras hacer un gesto con la boca, espetó:

–Aquí no se tortura a nadie –luego añadió–: ¿desea decir alguna otra cosa?

–Sí, que me examine el médico y que explique cómo me han salido estos hematomas, y que explique cómo he podido causar lesiones a seis funcionarios con las manos esposadas.

–El médico ya le mirará en su momento –hizo un ges-to a los funcionarios–, lleváoslo.

(34)

co-menzaba a ocultarse en el horizonte de la estructura car-celaria, como una bendición. Comencé a caminar, y com-probé que desde las ventanas me miraban algunos rostros, entre ellos el del Tete. Me animaban con gestos y sonrisas, y yo les miraba casi de reojo, pues el carcele-ro permanecía al acecho. En aquellas miradas, sin em-bargo, había más diálogo de lo que se pudiera expresar con palabras.

Pude darme una ducha rápida antes de regresar a la celda, y estuve escribiendo hasta que me apagaron la luz. En la cárcel, sobre todo en aislamiento, las cartas representan mucho más que tinta sobre un papel; son casi el cuerpo con el que hacemos el amor, reímos, o lloramos. Se convierten en un pedacito de ti, que aun-que no consiga expresar lo todo lo aun-que quisieras, te acerca a tu gente; son también el modo que tenemos de escupir nuestra rabia e impotencia, de maldecir. Son mucho más que cartas.

Esa noche dormí bien por primera vez, y en los días sucesivos me empecé a organizar. Conseguí libros, y de-dicaba algunas horas del día a ejercitarme físicamente.

(35)

celdas, en la prisión de Alcalá Meco. Por supuesto, no pude acudir a su entierro, ni despedirme de él. Cuando el carcelero cerró la puerta tras comunicarme la noticia, las lágrimas comenzaron a recorrer mis mejillas, casi sin cobrar conciencia de que estaba llorando: fue mi adiós particular al hombre que me dio la vida y con el que nun-ca supe comuninun-carme.

Dos días después de haber asistido a la Junta me tra-jeron el acuerdo sancionador: tres faltas muy graves de catorce días cada una, junto con dos partes más por ca-lumnias e insultos en la Junta o, dicho de otro modo, más de sesenta días de celdas y ocho meses de régimen mixto.

Los días en la quinta galería, mientras tanto, transcu-rrieron cansinos y silenciosos. Mejor así; los únicos soni-dos eran metálicos, o el de las pisadas de los carceleros. Eran una amenaza. Cada sonido era como un zumbido de alta frecuencia que se te metía por los oídos y reco-rría tu cuerpo.

En los ocho meses que permanecí en aislamiento, además de dedicarme al deporte comencé a interesar-me por la mitología. Confeccioné junto con otro compa-ñero, de apellido Beltrán, un árbol genealógico de los dioses griegos. Nos lo requisaron pensando que era un plan de fuga.

Llevaba aproximadamente tres meses en la quinta, ya en vida mixta, cuando trajeron a Beltrán para compar-tir la celda conmigo. Nos conocíamos de otras galerías, aunque apenas habíamos cruzado unas palabras. La his-toria de este hombre con su trágico final es, cuanto me-nos, curiosa.

(36)

los otros: tiroteos en la calle, asalto a las viviendas, y todo tipo de agresiones y atropellos. El odio entre ambos era cada vez mayor. En uno de estos intentos Beltrán hijo consiguió matar a uno de sus hermanastros, hijo de su propio padre y de su actual mujer. El tiempo y el azar qui-sieron que coincidieran en la misma prisión Beltrán, su padre y un yerno de este último, el Morgan.

Estábamos una mañana en el patio, como siempre abarrotado de gente. Unos jugaban al parchís, otros al frontón, otros tomaban el sol, y otros, simplemente, pa-seaban. Beltrán (hijo) era uno de ellos. Iba de un lado para otro, en compañía de otro preso. En ese patio, sin embargo, estaba también Morgan. En un momento dado, desde una de las ventanas que daban al patio, le lanza-ron a Morgan un cuchillo. Morgan recogió la ofrenda, y fue veloz hacia Beltrán, asestándole una cuchillada por la espalda. Éste cayó contra la pared, con gesto de dolor, mientras Morgan seguía ensañándose. Beltrán, sorpren-dentemente, consiguió incorporarse; alcanzó una silla y, consiguió hacerle frente. Pronto se hizo un círculo alrede-dor, unos gritaban animando a Morgan, y otros aullaban en la dirección opuesta. En un momento dado, alguien alcanzó un cuchillo a Beltrán. Ambos comenzaron a lan-zarse puñaladas; Beltrán alcanzó a Morgan en un par de ocasiones. Ya estaban los dos heridos, sangrando pero todavía en pie. Los carceleros, al final, empezaron a llegar antes de que aquella reyerta desencadenara una trage-dia. Los dos fueron llevados a enfermería antes de vol-ver a la quinta galería.

(37)

Men-chu, mientras tanto, apretaba contra sí a Vanessa, como gesto protector, horrorizada. La gente corría de un lado a otro, buscando alguna salida para escapar de allí, pero todos estábamos igual de presos en ese recinto. Los car-celeros se hicieron con el control de la situación. Beltrán fue trasladado urgentemente al hospital. El cuchillo con el que fue agredido fue a parar a mis manos; el compañe-ro que agarró a Morgan, tras desarmarlo, me pasó el pu-ñal, pues era quien más cerca estaba. Yo lo lancé por la ventana que iba a dar al patio de la enfermería, y allí de-sapareció.

Beltrán fue dado de alta y regresó a la Modelo, volvi-mos a coincidir en el mismo módulo, pero la amistad había desaparecido. Algo había oído del cuchillo y, aun-que le aseguraron aun-que yo no estaba detrás de la agre-sión, se mostraba reacio a mi presencia. La cárcel es así, engendra desconfianzas. Así se sentía Beltrán respecto a mí: desconfiado.

Una tarde, fui invitado a la celda de unos compañe-ros para beber un poco de vino de fabricación casera cuando entró Beltrán (hijo) cuchillo en mano. Era una en-cerrona, y yo había picado como un principiante.

–Zamoro, te voy a matar –dijo.

–Beltrán, te estás equivocando –hablé con la seguri-dad del que se sabe inocente, pero estaba desarmado. Me incorporé rápidamente, reculé hacia el fondo de la celda, y renuncié a coger una de las cajas que hacían de sillas para defenderme. Volví a insistirle que no tenía nada que ver, pero Beltrán indicó a los demás que salie-ran de la celda y nos dejasalie-ran solos. Me lanzó otro cuchi-llo para que me defendiera, pero cayó cerca de él. No lo cogí, pues podía ser una treta que se solía utilizar.

–Beltrán –dije–, ¿crees que si hubiese deseado tu muerte nos hubiésemos encontrado hoy aquí? Hubiera ido a por ti nada más llegar, que estabas más débil.

(38)

para hacerme con el cuchillo. Nos íbamos a matar por algo en lo que yo no tenía nada que ver. Nos miramos midiéndonos con los ojos, y no sé que vio en los míos pero tiró la navaja.

–Podemos solucionarlo a puñetazos –dijo.

Por un momento pensé que llevaría otro cuchillo en la cintura escondido, pero al final creí en él. Me deshice de mi navaja, y me abalancé sobre él. Era imposible pe-lear a puñetazos en un espacio tan reducido, así que más bien era una lucha brazo a brazo. Las fuerzas esta-ban igualadas, pues ambos éramos de complexión pare-cida. No tardamos en caer y revolcarnos por el suelo hasta agotarnos. Cuando entendimos que aquello había acabado, me alcé y cogí su cuchillo. Me miró y se prote-gió instintivamente con una caja. De pronto, me la arrojó a la cara. La esquivé, y se quedó esperando mi ataque. Pero yo arrojé el cuchillo, con gesto hastiado, y le tendí la mano en señal de paz. Quise demostrarle que si hu-biese querido matarle, lo huhu-biese hecho. Quise demos-trarle que era su amigo y nada había tenido que ver con lo que pasó en los locutorios. Pegamos a la puerta para que entraran el resto de los compañeros.

–¿Qué ha pasado aquí? –preguntó uno de ellos. –Nada, lo que tenía que pasar ya ha pasado –dijo Beltrán, y me miró con humildad.

Aún dolido por haber caído en una emboscada con tal inocencia, reté al supuesto amigo que me había invi-tado, pero el asunto se solucionó sin más violencia. Me llevé los dos cuchillos, en señal de poder. Los cuchillos, de hecho, eran todo un botín.

(39)

éste había sido su delator. Pero en lugar de intentar aca-bar con él, lo había acogido entre los suyos, y lo tenía de «machaca». Aquello resultaba doloroso, y, perdiera quien perdiera, él siempre saldría ganando.

Me enteré de su muerte a los años, estando en otra prisión, y lo sentí de veras; había compartido con él mu-chos buenos y malos momentos, y tanto unos como los otros, en la cárcel, unen mucho. Como en la calle, en la cárcel estaban cambiando las cosas, la heroína comenza-ba a hacer estragos entre la gente, y Beltrán, como otros, quedó atrapado. Degeneró, comenzó a tener jaleos, y en uno de ellos encontró la muerte. Los hermanos Romero, que eran quienes controlaban el comercio del caballo, fueron quienes acabaron con su vida. Eran muchos los amigos y enemigos de Beltrán, con lo que la prisión se dividió en dos bandos. Al poco de su muerte se amoti-naros en la cuarta galería, y aprovechando que los carce-leros estaban secuestrados, se libró allí una autentica batalla campal; muchos resultaron heridos, y otros mu-chos perecieron en una lucha absurda.

(40)

tiempo preciso, no te eches a dormir en él pues puedes quedarte anclado».

Beltrán fue uno de las tantos compañeros y compa-ñeras que han muerto en prisión.

Mi primera experiencia con la muerte se me quedó enredada en el alma. Todavía veo aquel cuerpo reventa-do a mis pies. Horas antes había estareventa-do hablanreventa-do con él, con el Gilillo. Lo había conocido meses atrás; lleno de vida, alegre, y dinámico. Solía apuntarse a todo lo que tuviera que ver con la diversión. Cuando jugaba al par-chís, por ejemplo, nos desternillábamos de risa. Ese día, tras unos meses de aislamiento en la quinta galería, esta-ba sentado en uno de los esta-bancos de piedra del patio, ha-blaba solo, eran palabras inconexas y se balanceaba como una botella en el mar. Nadie reparaba en él. En rea-lidad, en la cárcel nadie repara en nadie, cada cual va a lo suyo. Vi cómo Gilillo apagaba un cigarrillo en la palma de su mano, y cómo volvía a prenderlo, para volver a que-marse. Me senté junto a él, pero no me prestó atención, seguía hablando con alguien imaginario. A veces creía oírle mencionar a su madre diciéndole: «mamá, llévame contigo». Le quité el cigarrillo de la mano, pero rápida-mente buscó otro. Le hablaba mientras le abrazaba pero no parecía oírme, ni siquiera sentirme. Así permanecimos hasta que tocó la trompeta para ir a las celdas. Lo comen-té con los compañeros, y hablamos con el jefe de servi-cios, pero no nos hicieron ningún caso.

(41)

No sé qué fue lo que, en el último instante, le hizo reaccionar, pero estiró la mano, y logró aferrarse a una de las barandillas. Ello hizo que su cuerpo se balancea-ra, y frenara un poco la velocidad de la caída.

Cuando llegué abajo lo cogí entre mis brazos, y com-probé que sólo estaba aturdido. Pero en seguida llega-ron los guardias, y nos expulsallega-ron del módulo. Yo hice un amago de resistencia. «Este tío está muy jodido», dije, pero fue en vano.

El día siguiente amaneció lluvioso. A la hora de la co-mida, las galerías se comenzaron a llenar de gente que venía del patio. Vagábamos de un lado a otro, esperando a que nos sirvieran. Nadie reparó en él. Yo estaba pasean-do con pasean-dos compañeros más cuanpasean-do, justo a nuestros pies, cayó el cuerpo de Gilillo, reventándose contra el suelo. Fue un sonido seco. Ni un lamento salió de su boca. Nos miró y creí advertir una sonrisa, luego vomitó san-gre, y murió. Durante unos segundos todos a su lado permanecimos inmóviles, incapaces de reaccionar. Des-pués de todos estos años, todavía tengo clavada en mi memoria la mirada vidriosa de aquel chico muerto. No sé en qué momento llegaron los carceleros. Uno de ellos, dirigiéndose a mí, preguntó qué había pasado. Lo miré, y sentí ganas de cogerlo por el cuello, de estrangularlo, pero sólo fui capaz de hablar.

–¿Qué ha sucedido? –dije–: qué habéis matado a un crío.

(42)

H

acía escasos días que había salido de cumplir una sanción de catorce días de aislamiento. Era un 16 de julio de 1981, y me encontraba en los locutorios comunicando con mi madre y mi hija Vanessa. Parecía un día como cualquier otro, pero algo casi imperceptible convirtió ese día en un verdadero infierno. De repente, se apagaron todas las luces de los locutorios. Esto solía ocurrir cuan-do el guardia quería indicar que las comunicaciones ha-bían llegado a su fin, sin embargo, no podía ser, pues nuestro turno había comenzado en ese mismo momento. Reinó el desconcierto en las veinte cabinas que forma-ban los locutorios. Al retornar la luz, vimos a los carcele-ros que entraban en el ala de los familiares, indicándoles que salieran. En nuestro lado los guardias también iban de patrulla, pero con porras en las manos. Nos cachearon de arriba abajo y nos dividieron en dos grupos; los de las cabinas que iban de la 11 a la 20, debían esperar en la sala contigua. Los restantes, entre los que me encontra-ba yo, debíamos ir a la quinta galería.

(43)

Cuando llegamos nos desnudaron rasgándonos la ropa, y nos introdujeron en celdas separadas. Comencé a oír cómo golpeaban a mis compañeros, me abalancé hacia la puerta, y golpeé en ella con todas mis fuerzas. Cuanto más se acercaban a mi celda, más ansioso me sentía. Cuando uno espera su turno oyendo los gritos de los compañeros, es tal la tensión, que casi está deseando que lleguen cuanto antes. Yo estaba fuera de mí, deseoso de que entraran para poder defenderme, golpearles, y sacar toda la rabia contenida. Se abrió la puerta y apare-cieron los carceleros, sudorosos, descamisados, con los ojos desencajados llenos de odio. Gritaban, parapetados en sus artilugios de guerra: esposas, porras, sprays, escu-dos protectores. Parapetaescu-dos también en la impunidad.

–¡Al fondo, venga perro, al fondo! –gritaban.

(44)

Actué rápidamente, y antes de se hubiera abierto la puerta completamente, cuando apenas vislumbraba unos pies en el umbral, me corté el antebrazo. Seccioné una vena, y la sangre comenzó a brotar levemente. En un segundo corte, el rojo brotó con más fuerza. Después me abalancé contra la pared, golpeándome fuertemente la cabeza. Caí al suelo, pero no perdí el conocimiento; simu-lé haberlo perdido. Me encontraba aturdido, flotando en-tre cortinas de nubes. Les oí gritar, cerraron de nuevo la puerta, y una multitud de pasos corrían de aquí para allá, como ratas huyendo de un incendio. Al poco, regresaron. Precavidos, abrieron la puerta con sigilo, y me llamaron varias veces: no contesté. Se acercaron con desconfianza, y, de pronto, se abalanzaron sobre mí, inmovilizándome las manos y los pies. Luego, me esposaron.

Me arrastraron fuera de las duchas, hasta el centro de la galería. Un médico me auscultaba, me abría los ojos y observaba mis pupilas, pero no lo hacía con mucha segu-ridad, percibía su miedo. Considerando el estado en el que me encontraba, sangrando y con hematomas, acon-sejó que se me trasladara a la enfermería. Hubo discu-siones pero, al final, sentí cómo me subían a una camilla, y cómo era conducido por los pasillos de la prisión. En el patio exterior me esperaban una ambulancia y dos co-ches de la Guardia Civil. Cuando por fin me introdujeron en la ambulancia, respiré hondo. Se puso en marcha, y salimos de la Modelo.

Llevábamos transitando por la ciudad unos minutos, cuando descubrí que no había nadie a mi lado. Adelan-te, el conductor con bata blanca, estaba acompañado de un carcelero y un guardia civil. Manipulé las esposas que me sujetaban una de las manos a la barra de la ca-milla con la que tenía libre, y conseguí abrir el grillete. Sin pensar en otra cosa que en salir de allí, tomé aire, encogí ambas piernas, concentré todas mis fuerzas en ellas y las lancé contra las puertas traseras del vehículo.

(45)

Quedé quieto un segundo. No podía ser: las puertas estaban abiertas. Pero no podía pensar y salté. Vi ante mí uno de los coches escoltas, distanciado bastantes metros (no les pude ver la expresión del rostro). Salté a la carretera, y caí de espaldas impulsado por la inercia. Me puse en pie rápidamente, y comencé a correr, correr, correr. «Corre, Zamoro», me decía. Sólo oía mi respira-ción, entre el ruido de coches, cláxones, sirenas y voces. No veía a nadie, aunque me rodeaban muchísimos tran-seúntes. Corría, corría desesperadamente. Crucé la ca-rretera, me perdí por varias calles, y alcancé un portal, donde, sin aliento, me introduje asustado como un ani-mal. Me dejé caer en las escaleras, resoplando como un caballo. Me latía tan fuerte el corazón, que creí que me delataría. Del exterior llegaban los ruidos de coches, gente pasar, sirenas. Intenté pensar: a casa no podía ir y contactar telefónicamente con alguno de mi familia era una locura. No recordaba ningún número de teléfono.

Al fin, decidí salir de aquella trampa. Era consciente de que atraería la atención de la gente, sólo llevaba los calzoncillos y las marcas de sangre y vendaje, pero ha-bía oscurecido y al otear desde detrás de los cristales del portal, comprobé que apenas había gente. Abrí la puerta, y corrí hacia un taxi que acababa de dejar a un hombre. Su puerta todavía no se había cerrado cuando me introduje en él. El taxista me observó, y sólo podía ver mi parte superior. Eso le bastó: se alarmó. Le supli-qué que me trasladara a un hospital, e improvisé que me habían atacado para robarme. En los siguientes se-gundos, ya una vez el coche, pensé simular que tenía un arma; obligaría al taxista a que me llevara a una zona poco transitada, le quitaría la ropa y le dejaría atado. Luego me perdería entre la gente. Pero la verdad es que estaba desorientado. No sabía dónde estaba, ni donde quedaría el hospital más cercano.

(46)

corriendo y gritando. Salí para ponerme al volante, y tar-dé unos segundos que me parecieron horas en poner el coche en marcha. Al acelerar, el coche comenzó a mover-se a trompicones, como un caballo desbocado. Conmover-seguí dominar el vehículo, y enfilé carretera hacia adelante. Detrás quedaban el taxista y un grupo de personas que gritaban y gesticulaban. Pensé en abandonar el taxi y sa-lir corriendo, pues en él era más localizable, pero estaba desnudo, y mi mente iba a mil por hora. Seguí adelante hasta que accedí a la carretera de Gerona. Ése fue el fi-nal. Me interceptaron en un control que ni siquiera esta-ba puesto para mí. Era un control rutinario: suficiente para acabar con el trocito de libertad que tanto había peleado.

(47)

Compañero, no permitas que tus pies se acostumbren al mismo suelo.

E

l segundo intento de fuga fue meses más tarde, en la cárcel de Carabanchel. Ésta era de la misma época que La Modelo. Vieja, con una infraestructura desorde-nada y antigua, con puertas que se abrían manualmente. Las dos tenían cierto aire medieval y patético.

Un día, tras una visita, descubrí que una de las can-celas que daba a la galería exterior estaba abierta. Venía-mos de comunicar un grupo bastante numeroso, pero ninguno se percató del incidente, y el funcionario mira-ba negligente hacía el otro lado. Cuando el último preso salió hacia el interior de prisión, yo me quedé rezagado, sorprendido por la decisión que mostraba al actuar. «Nada tengo que perder», pensaba. Nada tenía que per-der, en realidad. Cuando sobrepasé la puerta, me uní a un grupo de familiares que se dirigía al exterior, y me ca-muflé entre ellos. En el grupo, una mujer se quedó

(48)

gada, y aproveché para ponerme a su altura. Seguí hacia adelante sin mirar atrás. La suerte estaba echada.

El primer portón, por donde el furgón accede al re-cinto penitenciario, lo traspasé casi sin advertir si había algún carcelero. La adrenalina corría por mis venas a una velocidad vertiginosa, y aumentaba conforme me iba acercando a la puerta principal.

Al llegar al patio exterior pensé en esconderme en uno de los coches que estaban aparcados, pero descarté la idea de inmediato. Cuando diesen la alarma al echar-me de echar-menos cerrarían las puertas y registrarían hasta el último rincón.

Escuché mi propia voz, que se me antojaba ajena y distante, dirigiéndome a aquella mujer rubia y vestida totalmente de cuero negro. Ignoro qué le dije, cosas sin sentido, seguramente, monosílabos inconexos. Caminá-bamos juntos hacia la puerta general. A escasos metros de la verja, dos guardias civiles custodiaban la puerta.

Fotografié mentalmente mi alrededor. Detrás de mí, la gente entraba y salía de la prisión, y otros pasaban al Hospital Penitenciario, el cual se encuentra allí mismo. A mi derecha, en una estrecha acera, dos picoletos char-laban mientras fumaban. A mi izquierda, una oficina, y en ella un carcelero, que escribía en una libreta. Al fren-te, algo más allá de los guardias que custodiaban la puerta, una enorme fila de familiares que esperaban su turno para comunicar. Tras ellos, ¡la libertad!

(49)

perder de vista al otro. Muy amablemente me señaló la oficina del carcelero

–Señor, le llaman allí.

Intenté serenar el rostro, pero la tensión me parali-zaba por completo. Un torbellino de ideas y sensacio-nes brincaban en mi cerebro. Traté de ser lo más natural posible.

–¿Sí? –pregunté con inocencia.

Éste me solicitó la documentación. Introduje la mano izquierda en el bolsillo interior del anorak, y hur-gué en busca de una documentación inexistente. Perma-necí pensativo un instante, con cara de asombro.

–¡Ah sí, el carné! –exclamé, y me lancé hacia la mu-jer–: ¡Mari, Mari, la cartera!

La mujer se volvió con sorpresa, y también lo hicieron algunos de los presentes, que me miraban expectantes. Sin proponérmelo, esta reacción dio más credibilidad a la comedia que estaba representando. Seguí hacia ella pasando por delante de los guardias civiles de la puerta y, al llegar a su altura, continué andando hacia la carrete-ra. Estando fuera de prisión, oí que el guardia estaba gri-tando, y me lancé a la carrera. Eché a correr con todas mis fuerzas. Detrás, el carcelero avanzaba con el guardia civil, fusil en mano, gesticulando y gritando. Yo no podía oír, pues lo único que sonaba en mis oídos era el sonido del viento, y el jadear de mi respiración. Jamás había co-rrido tanto en mi vida; era como si mis pies no tocaran el suelo. Los pulmones me ardían, como si me fueran a ex-plotar. Los centinelas gritaban desde las torretas, apun-tándome con los rifles, y el carcelero seguía corriendo, con uno de los guardias civiles. Los coches circulaban en ambas direcciones, y una sensación de irrealidad se apo-deró de mí; parecía más una película tridimensional y ra-lentizada, que una persecución.

(50)

fre-nar; todo había acabado. Con la misma sorpresa que ha-bía empezado, llegaba a su fin.

Me sentí vacío, solo, más solo que nunca, y sin fuer-zas. A mi derecha la salvación se presentó en forma de taxi. Los picoletos empuñaban sus armas, pero sin inten-ción de disparar. La puerta del taxi estaba abierta, pues acababa de bajar un pasajero. El taxista, ocupado en contar y ordenar el dinero, no vio la desesperación en mi rostro. Sólo se percató de que alguien entraba en su co-che. Nos miramos; yo jadeaba, y notaba la lengua de tra-po en la boca seca. El taxista me observaba expectante, pero al final, con gestos desesperados, conseguí hacerle entender que arrancara. Perplejo, puso el taxi en marcha. Fuera, los policías amenazaban con disparar, pero esta-ban a cierta distancia, y no podían arriesgar.

Desde el interior del vehículo pude ver al carcelero y al guardia civil que se acercaban corriendo. Gritaban y agi-taban los brazos, llamando la atención del taxista, y éste frenó en seco. Me miró, y ambos comprendimos la situa-ción.

–Acelera, o te meto tres tiros –dije, mientras intenta-ba hacerle creer que portaintenta-ba un arma. El hombre, horro-rizado, pisó el acelerador violentamente, pero conforme se acercaba el carcelero, fue disminuyendo la marcha.

–¡Acelera! –repetí.

–¿Es que quieres que lo atropelle? –dijo el taxista en tono de súplica.

–Que aceleres, ¡coño!

(51)

Referencias

Documento similar

En la monarquía constitucional «pura», reflejada en los textos constitucionales has- ta nuestros días, el Gobierno se configura como «Gobierno del Rey», y en consecuencia, se

Tras establecer un programa de trabajo (en el que se fijaban pre- visiones para las reuniones que se pretendían celebrar los posteriores 10 de julio —actual papel de los

26) Freud exige comentario aparte: desde sus co- mienzos, por ejemplo en el «Proyecto de Psicología para Neurólogos», y en una conocida carta a Fliess, declaró abiertamente

«intelectual» la denomina Averill, 1996), y, como dije antes, un mecanismo de defensa. 2) La esperanza es una creencia acerca de un fu- turo estado de cosas; un mecanismo

Volviendo a la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, conviene recor- dar que, con el tiempo, este órgano se vio en la necesidad de determinar si los actos de los Estados

bb) Suspensión de los actos de la Comunidad Autónoma, por vulnerar las normas o disposiciones estatales. Esta técnica de tutela se la atribuye el artículo 20 de la Ley orgánica

95 Los derechos de la personalidad siempre han estado en la mesa de debate, por la naturaleza de éstos. A este respecto se dice que “el hecho de ser catalogados como bienes de

SUMARIO: CONSAGRACIÓN CONSTITUCIONAL DE LA POTESTAD REGLAMENTARIA SIGNIFICADO EN CUANTO A su CONTENIDO Y EXTENSIÓN (§§ 1 a 31): I. C) Innecesariedad de habilitación para los