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Inmensos paisajes diminutos

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Academic year: 2020

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La voz de Yahvé sacude el desierto…

Salmo XXVIII

Voz que clama en el desierto…

Isaías, 40, 3

Por la carretera vacía, Sebastián maneja el coche, desatento. Para no dormirse ha venido contando cruces des -de que salieron hace unas horas -de la Ciudad -de Méxi-co. Emiliano, su mejor amigo, duerme a su lado, en el asiento del copiloto. Hacía un poco de calor cuando dejaron Querétaro. Ahorita el calor quema. El resplan-dor del sol se refleja en los vidrios del coche, en el borde de los signos de metal, en el cabello de Emiliano.

Un animal huichol, un venadito hecho de madera, y decorado con chaquiras de múltiples colores, pega-das con miel a la talla, va bailando y chocando contra el parabrisas, como que cuelga del espejo retrovisor. Hay una lata caliente de coca-cola junto al freno de mano y unos chicles azules. La carretera se ve larga y aburrida bajo el sol de invierno, mientras van pasando los cerros pelones, casi todos chatos e iguales. De pronto una cruz

que señala a un muerto; tal vez un peregrino, un niño, un anciano. Flores de plástico, caras a la gente humil-de, adornan la cruz verde. Un poco más adelante, otra cruz, ésta de fierro pintado de negro.

No hay nubes. En el desierto sólo aparecen las tardes de lluvias, galopando, y no siempre. En diciembre son aún más raras. Y las noches, estrelladas.

Emiliano había convencido a Sebastián para no pa -sar las Navidades con sus respectivas familias, quienes, tal vez por tener ellos dieciocho, tal vez por otra razón, se les hacían en esta época inaguantables. La Navidad les parecía pretexto de excesos sentimentales, un “ja -lón” consumista y vulgar. Y no es que ni Emiliano —de cabello ensortijado y con un aire de desafío en sus des-piertos ojos penetrantes— ni Sebastián —más medita-bundo, menos enganchado en los acontecimientos—, fueran muy finos, o no. Pero tenían dieciocho años y no hacían caso de las convenciones, fija su atención en que se podía ser más noble, en que se podía comprender y cambiar todo, que tal vez se podía empezar de nuevo (¿no estaban ellos acaso comenzando?).

Inmensos

paisajes

diminutos

Pablo Soler Frost

Autor de libros como

La mano derecha, Edén

y

El reloj de Moc

-tezuma,

entre otros, Pablo Soler Frost nos conduce en este re lato

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La sociedad les parecía un inmenso pudridero; pu -dieran tener razón. Y Navidad se había convertido en una saturnal presidida por un viejo gordo con nariz de borracho. Pero además, había algo más. Algo terrible que había pasado el pasado septiembre, algo que le pa só a Sebastián y que, sin que él lo supiera, tenía aún su -ficiente fuerza destructora para anidar crías de espan-tosa ralea en su alma. Algo muy malo le había sucedido a Sebastián. Así que Emiliano le dijo:

—Güey, vámonos a Real. Y Sebastián le había dicho: —Sí, güey.

Sin decirle a nadie Sebastián preparó sus cosas de campamento, que tenía ordenadas y limpias: la tienda, su sleeping, la cocineta, la lámpara Coleman, las botas, la hachuela, la palita, y, dentro de su gran mochila, la ro -pa, la navaja, la brújula, la bandera, las pilas, la linterna, los cerillos, y las acomodó en el coche. En la merienda habló con sus papás, que se lo tomaron a la tremenda primero, luego lo dejaron ir con la promesa de que vol-vería el 30. Emiliano en cambio recogió su sleeping de casa de una ex; de su un poco percudida navaja jamás se separaba; luego se peleó con su mamá y con su her-mana y aún fue y compró un chingo de latas de atún, un cartón de cigarros, no mucha agua, y cocacolas y gan -sitos. Tenía además un huato de mota y sábanas. Ésa era su idea de una expedición.

Un domingo muy de mañana pasó Sebastián por Emiliano cerca del Monumento a la Revolución. Por las Torres de Satélite todavía le habló a Emiliano su mamá,

para preguntarle cuándo pretendía regresar y decirle que si no se daba cuenta de que era la única época del año en que podían estar juntos, en que su papá tenía vacaciones, etcétera. Emiliano le contestó con monosílabos. Luego de San Juan del Río, compraron bastante agua y un que -so: pasando la Peña de Bernal, Emiliano se durmió.

Siguieron. Fueron pasando los minutos; Sebastián iba pensando en algo que lo entristecía o lo enojaba. Pa -só más tiempo. Le dio un trago a la coca-cola caliente y la tragó con disgusto. Se quedó mirando un cerro co -mo pirámide. Y al pasar un bache Emiliano se desper-tó adormilado.

—¿Qué onda güey? —Nopal…

Emiliano se limpia la comisura de los labios con su chamarra. Pasa una camioneta lujosa y blanca.

—Ricos…, dice Emiliano. Pasa al rato un vochito. —Pobres…, dice Sebastián.

Silencio en la carretera, Sebastián saca su mano y va toreando al viento con la mano, acelera. Luego mete la mano; Emiliano saca su mano, hace lo mismo, dejarla ir contra el viento.

Pasa un coche negro, volado. —Narcos…, dicen.

Luego llegaron a la extraña Matehuala. Compraron pan dulce y leche, a instancias de Sebastián.

—Fresa…, dice Emiliano.

Salieron de Matehuala y sus moteles y refaccionarias navideñas.

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Antes de llegar a Cedral, el retén. —Sardos…, alcanza a decir Sebastián. —¿Todo bien?, dice Emiliano.

Sebastián asiente. Un soldado con una bandera roja cruzada por una raya blanca les hace detenerse. Se acer-ca otro, un sargento y un soldado más, armado hasta los dientes. Hay más soldados más allá, y una torre de guar dia, y una posición defendida con sacos de arena. De -trás de un tendajón con un árbol de plástico blanco y esferas rojas y un árbol esmirriado y sediento, un cam-pito donde hay unos soldados jugando una cascarita de futbol; juegan los de playera contra los descamisados. Se oye su relajo.

La mota la traen escondida en el sleepingbag de Emi -liano, pero los soldados los revisan someramente. Será que es domingo. Luego siguen. Y por fin, más tarde, des -pués de más y más kilómetros, llegan a Real. Muy cerca del lugar. El lugar. Muy cerca del montañón que lla-man “El Quemado”. Ellos lo llalla-man “el otro mundo” o “la cañada de los tubos”. Pero primero tienen que ascen -der la montaña.

Dejan el coche con un italiano platicador que les ase -gura que allí estará perfectamente a salvo. Real, desde la última vez que vinieron, ha cambiado; no demasia-do, pero ha cambiado.

Bajan la tienda, los sleeping, las mochilas. Emiliano lleva además una hielera con el agua, la leche. Sebastián vuelve a hacer las mochilas: la de Emiliano es un desas-tre, pero saca todo y lo ordena todo de nuevo dentro de ambas, equilibrando el peso. Es curioso, porque si estu -diaran filosofía, Emiliano sería un empirista, pues sólo cree en su experiencia, y en cambio, Sebastián es un me -tafísico; pero Emiliano, que debía fijarse en las cosas, es un presumido desastre y Sebastián, que uno pensaría que está en las nubes, un chavo ordenado y decidido. Para muestra basta un botón: para leer Emiliano llevaba las

Crónicas marcianas de Ray Bradbury; Sebastián El culto del peyote de Weston La Barre. Emiliano no creía que

las experiencias de los demás estuviesen ni remotamen-te conectadas con la propia; Sebastián, en cambio, pre-fería abrevar donde otros hubiesen abrevado.

Por entre las bardas de cal y canto crecidas de nopa-les y de aloes, entre las piedras y unos burritos negros, comienzan la ascensión, dejando el pueblo semi fantasma. Su plan, como siempre, es subir al Quemado, ins -talar en su cumbre el campamento, cerca de la ofrenda, para al día siguiente bajar a Wadley a recolectar el pe yo -te y luego caminar a “el otro mundo”, la cañada entre el Rucio y el Quemado, para contemplar las cosas y con -templarse a sí mismos.

A Sebastián le gusta este camino, le gusta mucho, y le agrada el esfuerzo, y conoce algunas de las piedras. A Emiliano le cuesta subir, prefiere estar ya arriba y fu -marse unos “marleys”.

Sebastián es el primero en llegar a la cumbre, y, cuan -do Emiliano por fin lo alcanza, ya Sebastián levanta el campamento luego de estar mirando muy bien la tierra, no vaya a haber un hormiguero de hormigas de fuego cer -ca, ni haya cerca esas terribles matas de pura espina que se enredan en la ropa de uno y cuyas espinas cuesta mu -cho sacar. Sebastián es muy orientado; sabe hacer cosas. Miran sus manos, como si estuvieran en un ritual. Luego las ponen a la obra.

Primero la trinchera para la tienda, luego la tienda, bien tensada. Levanta Sebastián la tienda; luego ama-rra al mástil una bandera mexicana. Enseguida mete su mochila, su sleeping, unas mantas; luego desempaca unas sillas de lona naranja, pequeñas, pero cómodas, una mesa plegable, la lámpara; Emiliano echa sus cosas, entra a la tienda de campaña, agarra el huato de mota de adentro de la tienda, sale de la tienda sin meter las botas, y, to mando una de las sillitas, una revista de gaming y sus sá banas que saca de su bota izquierda, se pone a forjar to -do el huato entero. Va atardecien-do. Ya tienen casi to-do listo. Sebastián hace un redondel de piedras para el fue -go. Emiliano no lo ayuda porque ya una vez lo picó un alacrán al buscar piedras y, como él dice, no tengo pa -ciencia para eso; Sebastián, en cambio, primero mueve con la pala la piedra un poco, y luego la voltea, no vaya a ser que en sus recovecos anide una araña o tenga su gua rida un ciempiés o un alacrán. Luego ya la agarra, la sa -cude, la avienta, y la recoge de nuevo y la lleva al hogar que está haciendo. Emiliano abre un agua; se la da a Se -bastián; luego abre otra para sí mismo. Cuando el fuego ya está encendido, prenden un toque. Están contentos.

Miran a su alrededor. Al frente tienen las yucas verdes y afiladas, las piedras rosas, naranjas; la ofrenda (¿es

-La Mesa, Nayarit, ca.1898, National Museum of the American Indian, Smithsonian Institution

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tará de más decir que eran súper respetuosos con la ofren -da de los huicholes?); más abajo el como espolón u otra cima que tiene El Quemado; más allá el Rucio. A su de -recha está Wadley, el valle. A su izquierda otros pedazos del Rucio, y la cañada y más montañas; detrás de ellos, y de otras montañas pobladas de yucas, está Real.

Emiliano. —Las sombras… Sebastián, muy excitado. —Sí, las sombras…

Siendo como es El Quemado el cerro más alto de los alrededores, con sus tres mil ciento ochenta metros so -bre el nivel del mar, al ponerse el sol, sus rayos provo-can que las sombras de la montaña se proyecten sobre el valle, sobre los otros cerros. Es muy impresionante ver cómo van creciendo, devorando las laderas de en fren -te, alargándose hasta que se hace de noche y llega el frío. Esa noche, bien abrigados, mientras cenaban el fa -moso pan dulce de Matehuala, riendo a veces, hablaron de otros viajes de peyote, y luego de unos ovnis que vie-ron en Cuernavaca.

Al día siguiente despertaron al mismo tiempo; Emi -liano preparó un café bien cargado, fumaron un toque, bebieron su café y luego, provistos de navajas, gorra y sombrero, bajaron a Wadley a la búsqueda de “las hue-llas del venado”, uno de los muchos nombres indígenas de la planta, porque así parecen, huellas del venado. Es tuvieron un rato buscando, porque no son fáciles de ha -llar: dicen que los botones de peyote son como un topo que asoma su cabeza entre la tierra. Si te lo quedas mi -rando muy fijamente, no se va. Pero si te descuidas y volteas para otro lado, aunque sea un microsegundo, ya no está; ha regresado a la tierra.

Los fueron hallando, guiados, ¿será?, por la canción del peyote. Luego, antes de subir de regreso al Quemado, se sentaron bajo unas yucas, y comieron varios bo -tones. Con agua limpia les arrancaron la pelusilla que les da su nombre: del náhuatl, péyotl, que significa algo sedoso, como un capullo de gusano de seda, o una tela de araña o el pericardio, la cubierta del corazón. Dice Weston La Barre que el “pericardio era bastante fami-liar para los aztecas”. Aparte del agua, Sebastián llevaba acitrón, Emiliano un boing de fresa y unos caramelos. Lo comieron con acitrón. La sal está prohibida el día en que se come el peyote.

Y cuando les pegó, se echaron a andar, con esa ener-gía, esa sensación de integridad, ese ánimo que otorga el cactus.

* * *

El Quemado de lejos parece una esfinge decapitada. A su lado, la cañada. Se van los dos acercando, a buen paso.

En medio de la inmensidad el ruido de las piedras que van pisando parece música. Hay un ritmo en sus pi sa das que sin querer dice que son jóvenes, que son amigos, que son distintos, que son iguales, que son hombres. Óye -los. No se oye nada más en el desierto; si acaso de pronto la metálica voz de un insecto, que no es su voz, puesto que no procede de su boca, sino del frotamiento de alas y membranas y patas. ¿O es el peyote? ¿Es el peyote can -tando su canción cuando van llegando a la cañada?

Comienzan a ascender por la cañada, por entre las in -mensas piedras de color arena; están ya cerca del lugar. Con sus manos beben agua. Luego dejan la impre-sión de sus manos en la arenisca. Ríen. Siguen subiendo.

Sebastián va pensando:

—¿Por qué el desierto me conmueve? ¿Por qué siento aquí esa presencia? ¿Cómo es que sé que vive en las piedras? ¿Cómo sé que sostiene a las plantas?

¿Cómo sé que es su soplo el que anima a los animales? Emiliano va pensando:

—¿Por qué siento tan fuertemente su presencia en el desierto?

¿Por qué parece que esa presencia me siente, que me toca, que me inspira?

¿Por qué no puedo verla?

¿Qué es todo esto? ¿Por qué las flores parecen estre-llas y las estreestre-llas parecen ojos, y los ojos parecen puer-tas hacia las almas, y las almas, estrellas, y el peyote es un hermano mayor?

Un lagarto les dice a ambos:

—¿Por qué les conmueve tanto el desierto? ¿Qué voz estás oyendo mientras oyes mi voz en el desierto?

¿Por qué te impresiono tanto? ¿Por qué te conmuevo? ¿Será porque hablo?

¿Será porque mi hermano mayor te habla cantando? Pero luego el lagarto se calló. Pasaron nubes blancas y ralas, como pelusilla, como una telaraña. Y más bien fueron siguiendo sus propias tonadas, sus propios rit-mos. Respiran casi acompasadamente.

Al llegar al lugar que nombran “el otro mundo”, Se -bastián toma una nuez que traía en su bolsillo, y la deja junto a una piedra. Después saca un pañuelo blanco y lo desgarra en dos. Emiliano lo mira; ya sabe lo que van a hacer. Van a jugar al juego de Stalker. Sebastián anu da los dos pedazos del pañuelo alrededor de la nuez, ha -ciendo una honda.

Sebastián es el primero en lanzarlo. Y luego, si guien -do el juego, buscan el lugar -donde cayó, y al en contrar el señuelo, lo lanzan de nuevo; es uno de sus jue gos favo-ritos; en su gusto se ve que aún son muy niños.

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el campamento. Saben que antes de que anochezca por completo desearían estar de nuevo en el campamento de la cumbre. Suben zigzagueando, deteniéndose cuando la planta que obra y actúa en su interior se de tiene, avan-zando luego, otra vez, como venados, sortean do rocas y espinas y sombras y luces verdes que danzan como las de San Telmo en los navíos.

Están ya arriba. Le da tiempo a Sebastián, antes de tirarse, de encender el fuego. Beben agua. Emiliano bus -ca un toque. Comienzan a ver rutilantes -caleidoscopios que giran sobre sí mismos, encendiendo luces que no es taban allí, luces que se convierten en formas y que lue -go o crecen, o se multiplican, o se multiplican y lue-go desaparecen, para dar paso a otras figuras que también se astillan, o se despliegan obedeciendo a secretas leyes, inexpresables, pero, en ese momento, para ambos, perfectamente lógicas, perperfectamente comprensibles, co -mo que son parte de un todo armónico que respira y siente y vive.

En eso se les acerca un hombre. Parece venir del lado donde está la ofrenda. Va vestido de negro, con un gran sombrero.

Este personaje, que es y no es Jodorowsky, desentie-rra luego una piedra del suelo, con gran cuidado.

—El secreto está en los inmensos paisajes diminu-tos. Abre tu mano. Ahora tú.

La piedra tiene las mismas líneas que las líneas de la mano de Sebastián.

Ése que era y no era Jodorowsky, desaparece, deján-dolos sumidos en la perplejidad. El viaje sigue, y como que se profundiza, al mismo tiempo que se acelera, pa ra

luego desacelerarse, y luego volver a tomar velocidad. Pero sus ojos están en lo más pequeño.

Y las estrellas, Andrómeda en particular y las Pléya-des, que parecen peyotes.

Ahora sí, es como si de verdad estuvieran en la zona de Stalker: las hierbitas, las piedrecillas, los líquenes blan -cos, con sus dendritas, ensombreciendo un pedacito de roca por donde camina un arador rojo, casi invisible, llevando minutos y minutos a cuestas; los bordes de las hojas como espadas de las yucas, los colores infinitesi-males de las piedras, el chillido del halcón, la flor que se abre de noche, en cámara rápida, en cámara lenta; el murciélago orejón que se acerca instantáneamente, pero aparece como detenido frente a la flor blanca y olorosa; la piel de su brazo, como con pálidos reflejos lunares; una gran roca roja y marciana. Un cuadro italiano co -mo del siglo XIV. Y, por fin, el sueño.

Pasan el día en el campamento, recuperándose. Emi -liano fuma: Sebastián hace de comer. Luego Sebas tián lee. A veces le lee un párrafo a Emiliano, que se come un botón como si nada.

De noche Sebastián, ante una pregunta de Emi-liano, comienza a relatarle su secuestro, acaecido en noviembre. Lo habían tenido quince días con los ojos casi siem pre vendados. Lo habían pateado. Lo habían amenazado. Lo habían vuelto a amenazar. Luego, un día o una noche, lo habían desnudado. Lo habían co -menzado a to car, groseramente. Había sentido algo caliente, y otro golpe. Y luego lo habían tirado boca abajo en el piso. Y alguien desnudo se había echado sobre él. Y...

Santa Catarina Cuexcomatitán, Jalisco, 1922, National Museum of the American Indian, Smithsonian Institution

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Emiliano se levanta; le da la espalda a Sebastián; vol -tea su cachucha, y comienza a caminar, hacia la ladera, hacia la noche, hacia abajo. Con cuidado va bajando, y ba jando, y sigue caminando. No quiere oír eso que desea -ba oír. Se da cuenta de muchas cosas, y todas lo hieren.

“El secreto está en los inmensos paisajes diminutos”. Amanece. Emiliano de pronto intuye, o siente, o ima -gina que un árbol acaba de crecer detrás de él. Por muy imposible que sea, un árbol, de un sólo tirón ha salido, irguiéndose con su dosel sostenido por sus ramas creci-das de su tronco, justo detrás de él. Decide voltear para verlo; pero, al voltear, el árbol, sin que él lo mire, se ha movido a su izquierda. Intenta entonces Emiliano un rá -pido vistazo en esa dirección, pero el árbol ya se halla erguido a su derecha. Una o dos veces más repite la ope ración. No logra ver al árbol, aunque lo siente. Pero siem -pre queda fuera de su campo de visión.

Entonces Emiliano comprende. Se hinca lentamen te, y cierra los ojos. El árbol, increíble, refulgente, se ha -lla allí, dentro de él, en ese espacio que hay entre los ojos.

Con los ojos cerrados comienza a desandar el cami-no hasta llegar a donde Sebastián. Los va abriendo, pero cada vez que los cierra allí está el árbol. Sebastián sigue acuclillado frente a la fogata. Emiliano llega hasta él y lo abraza como tal vez nunca antes ha abrazado a al -guien. Como se abraza a un árbol conocido.

* * *

Unos malos fueron a dejar allí un cuerpo. Y los encon-traron. Y no se tentaron el corazón y los ametrallaron. ¿O era gente que seguía a Sebastián? ¿O Zetas, hie-nas hambrientas de sangre, de corazones agusanados? ¿O un loco? ¿O la guardia blanca de la ambición

des-medida? ¿O un policía borracho? ¿O…? ¿O quién en este país de los altares ensangrentados?

Los mataron a mansalva. Así está ocurriendo como ocurría antes.

Nunca se sabrá a ciencia cierta qué pasó, sino hasta el día del Juicio.

* * *

Desde afuera, mirando por una miserable ventanuca, con barrotes, una mujer espera y aguarda. Mira una mos -ca que vuela en el ministerio público de Matehuala. Mira las bancas de plástico que parecen sudar. Hasta el ven-tilador de aspas parece que en lugar de traer fresco den-tro del cuarto todo lo que hace es remover un aire espe-so, caliente. Una patrulla hipernueva, afuera, echa humo; unos policías la revisan. La mujer mira que el huichol no suda sino está muy atento al agente del MP, quien, lo

mira la mujer, sí que suda, por lo que con gran cuida-do extrae las hojas y el carbón para las copias; y las mete en la máquina de escribir con el gesto automático de un robot programado para esa función; luego se seca las ma -nos en el pantalón otra vez, otra vez saca su paliacate y se enjuga el rostro; otra vez se seca, y comienza a interrogar al indio y a levantar el acta. “¡Maldito lugar!”, “¡maldi-to calor y maldi“¡maldi-to pinche testigo!”; el agente del MPeso

piensa. La mujer piensa en lo valiente que es su herma-no Manuel. Luego mira con fijeza a la máquina que empotra letras que se hacen palabras y luego renglones; a cada renglón hay que mover el rodillo, como si fuera un ruidoso telar. Ella muy apenas sabe leer, y sólo letras mayúsculas y de molde. Pero igual se para de puntitas para no perder detalle de las letras que van ennegrecien -do la página blanca.

El acta ministerial va diciendo así, mientras el sudo -roso hombre escribe con ambas manos, penosamente. “Al calce un sello que dice ‘Estados Unidos Mexica-nos’. En números rojos: ‘Foja 590’”.

En la Delegación de Policía de Matehuala, ante mí, C. Amadeo Almanza García, agente número 86 del Mi nisterio Público del Estado Soberano de San Luis Po -tosí, siendo las 12:45 del día 29 de diciembre de 2009, compareció quien dijo llamarse Manuel Jiménez Pé -rez, nombre que no comprueba por no tener identifi-cación oficial, huichol, por lo que se requirió la presencia del C. Prof. Enrique Santos Pineda, quien se identifica con credencial de elector. Comenzado de nuevo el in terrogatorio y traduciendo el profesor antedicho las pa labras del declarante, éste reiteró que su nombre es Ma -nuel Jiménez Pérez, quien dijo tener cincuenta años y ser vecino de Ixtlán. Dice el susodicho que la noche del 28, iba caminando por el monte, en dirección de Real, y luego para allí ir en dirección a Juan Sarabia, aunque

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no pensaba llegarse hasta allá sino tomar luego otro ca mino para ir a San Miguel donde unas personas lo aguar dan (sic), cuando oyó ráfagas de ametralladora. El de -clarante asegura que éstas ocurrieron en un paraje que ellos nombran “Rojo y Negro”, a los pies de la monta-ña que le dicen “El Quemado” y asegura que fueron tres ráfagas. Que ha de haber sido como a las 12 de la noche y que lo sabe porque las estrellas que nombran “Los Tres Reyes Magos” estaban altas en el cielo. Que eso ocurre hacia las doce de la noche. Que entonces le dio miedo y se escondió. Que luego, aunque no puede decir qué tanto más tarde, oyó cerca camionetas que se alejaban y vio pasar las luces. Que entonces decidió ir a ver qué había pasado y que quería ver si podía ayudar. Que su -bió El Quemado y que allí los encontró, quiere decir que allí estaban los hoy occisos. (De acuerdo al reporte peri -cial los occisos son Sebastián N* y Emiliano González, presumiblemente oriundos del Distrito Federal, que ha -bían venido a comer peyote: anexo expediente X-2666

con sus generales). Que uno, el llamado Sebastián, to da -vía estaba vivo y que le dijo que se llamaban Emiliano González y Sebastián..., y que éste ya no había dicho más, sino que había muerto en sus brazos; y que enton-ces les había cerrado los ojos, y que al lado había otro cuerpo, encobijado, que ya comenzaba a apestar, y se ha -bía venido caminando a Matehuala para dar parte a las autoridades. Y añadió el declarante más que no se in -cluye por no ser de ninguna relevancia para la

investi-gación, sino más bien supersticiones y delirios que tie-nen que ver con dicha referida planta. El C. Agente hace constar que ya se practicaron las diligencias correspon-dientes al caso y que al parecer lo dicho por el testigo es verdadero, aunque se esperan aún los resultados de la autopsia, y que, toda vez que no han llegado, se decla-ra un receso padecla-ra ésta, y que una vez que lleguen, se dará por concluida esta diligencia. Y firma a las 2:30 horas del día 29 de abril, exhortando al testigo y al intérprete a que no salgan de Matehuala hasta concluirse a satis-facción de las autoridades competentes el trámite ini-ciado por el doble asesinato cometido en la cumbre de El Quemado. Doy fe. SUFRAGIO EFECTIVO. NO REELEC -CIÓN. Rúbricas ilegibles”.

* * *

Luego se empezó a escuchar algo raro; algunos decían que era cierto, otros que no. La llamó la gente la leyenda de los muñecos. Y decían que por los tubos de la ca -ñada, o por el tanque, se aparecían a veces dos mucha-chos, a veces incólumes, a veces con heridas de bala, sobre todo a los que querían tranakar en las mineras, y a gringos que habían comido peyote, aunque también a al -gunos huicholes y a al-gunos mexicanos de la ciudad, y a veces no decían nada, a veces decían algo así como: “No lo puedes permitir”.

La Sierra de Nayarit, Musée du Quai Branly, 1896-1898

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