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Imágenes mentales

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Imágenes

mentales

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–¿Qué hora es? –preguntó en voz alta el reo de la celda 23. Guardó silencio y esperó algunos se-gundos.

–¿Alguien me puede decir la hora? –exclamó por segunda vez, pero ahora elevando el tono de su voz. No obtuvo respuesta.

–¡¿QUÉ HORA ES?! –gritó.

–¡QUÉ IMPORTA LA HORA! –le respondió al-guien. Era una voz ronca y cansada; se trataba del reo de la celda 26.

El de la 23 asomó la cabeza por entre los barrotes dirigiendo la mirada a la celda 26, que se

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encon-traba diagonal a él. No veía muy bien. La escasa luz de esa hora solo le permitió vislumbrar una difusa silueta.

–Es importante, necesito saberlo –aseguró, sua-vizando el tono pero procurando conservar la firmeza de su voz. Luego guardó silencio y aguardó. Entonces vio la débil proyección de un rostro que se asomaba por entre las rendijas de la celda 26.

–No sé con precisión la hora. Deben ser más de las 3 de la madrugada. –respondió entonces con un tono más afable el reo de la 26.

El prisionero de la celda 26 se llamaba Jaime Ná-jera, uno de los internos que más tiempo lleva-ban dentro del pabellón y amigo del reo de la 23. Varios años atrás Nájera había sido condenado por el asesinato de un contrincante en una noche de tragos. Luego de lo ocurrido, no opuso nin-gún tipo de resistencia. Ni cuando llegaron los policías a la escena del crimen, ni a lo largo del proceso que se llevó en su contra. El juez con-denó a Nájera por homicidio preterintencional y lo sentenció a una pena de veinte años tras las

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rejas. Eso sí, no faltó quien dijo que la familia del finado había sobornado a los testigos involucra-dos para buscar la peor sentencia. A lo largo de los años fue trasladado por varias prisiones has-ta dar con eshas-ta. Cuando llegó al pabellón era un hombre temerario que actuaba si la situación lo requería, pero que en general, no generaba pro-blemas.

Nájera y el prisionero de la 23 eran buenos ami-gos. En los frecuentes ratos de ocio que implica-ba la vida dentro del pabellón solían jugar cartas, fumar y charlar.

–Viejo, no puedo dormir –comentó el prisionero de la celda 23.

–Eso me dijo ayer –respondió Nájera. –Yo sé. ¿Le interrumpí el sueño?

–No, tranquilo.

–Estaba pensando en Salazar.

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–Sí. El mismo.

Fernando Salazar era un interno que se había lanzado del tercer piso del pabellón, chocando de cabeza contra el suelo. Se había desnucado en el acto. Los investigadores asignados al caso dic-taminaron que sus acciones no habían sido cata-lizadas por una circunstancia específica sino por la depresión crónica por la que venía siendo tra-tado tiempo atrás. Sus pocas pertenencias fueron repartidas entre sus compañeros, siguiendo la petición hecha por el difunto en una nota. Antes de hacerlo, sin embargo, se analizó el material en busca de alguna irregularidad. Se trataba de una baraja de naipes, una bolsa repleta de cigarrillos, su correspondencia y algunos libros.

–¿Qué pasa con él?

–¿A usted le tocó algo de él?

–Una baraja. ¿Y a usted?

–Unas hojas.

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–De unos párrafos de unos cuentos.

–¿Y de qué se tratan?

–De un tipo que camina.

–¿Cómo así?

–Sí, solo camina. Va de un lugar a otro. De una estación de bus a un museo.

–¿Y qué pasa después?

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Bardo exprés

Su mente seguía ahí, su cuerpo también. A pesar de tener frente a él el bus, prefirió caminar y a medida que andaba su mirada se fijaba en lo que estaba a su alrededor. Le pareció que la ciudad que veía era monótona: personas en las aceras, carros en las vías, edificios en los costados y nu-bes en el cielo. Por dentro se sentía bien y nunca hubiera imaginado que estaba a punto de desfa-llecer.

Todo comenzó después de haber recorrido la mi-tad del camino. De improviso, su mente fue inca-paz de asimilar el significado de una publicidad que pasaba frente a él. Primero, no pudo

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enten-der el significado de la palabra “S-U-B-W-A-Y”. Luego, fue inhábil para entender la implicación semiótica de esos fonemas como signos de una estructura de lenguaje. Su marcha seguía, su dis-persión, también. Sus movimientos eran mecá-nicos y automáticos, no pensados ni causados. Lo mismo sucedía con la intención de esquivar aquello que venía en su dirección, se sorteaban los obstáculos de manera inercial y ajena a cual-quier orden que pudiera provenir de manera consciente del cerebro. ‘El viaje’ continuaba y la dispersión se volvía crónica; los ojos habían per-dido la propiedad de distinguir los colores y en consecuencia les resultaba imposible reconocer cada tonalidad como una manifestación lumíni-ca independiente de las demás. Entonces, el rojo del carro que se veía parqueado y el gris del ce-mento del andén por el cual transitaba se fun-dían en una misma expresión visual. De manera simultánea sucedía lo mismo con los demás sen-tidos: los olores se habían mezclado en una masa odorífera homogénea y luego se le desvanecían. Los ruidos de los carros se atenuaban con cada paso y el oído no podía diferenciar una frecuen-cia sonora de otra.

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No había dolor, este proceso interno era genuino pero indoloro y de alguna manera imperceptible, pues así como los sentidos se minimizaban has-ta el punto de su desaparición, su conciencia se disipaba en todas las direcciones hasta dividirse en partículas indivisibles que contenían a aquel que él era. Mientras que una partícula contenía el significado de un color, otra albergaba el re-cuerdo de una pequeña sensación. Sus pasos, sin embargo, seguían hacia el frente, era un ente orgánico programado para caminar que no se preguntaba por qué lo hacía, porque no podía, así como tampoco entendía el proceso mismo de estar caminando.

El tacto sería el último de los sentidos en des-aparecer. Cuando comenzó el ‘borramiento’, lo primero en perderse de esta noción fue la per-cepción del contacto entre sus labios. Se conver-tía en una expansión vírica que una vez se ha-bía tomado los labios, se adentraba en la boca, eliminando la sensación líquida que produce la saliva en los pliegues recónditos que se forman entre las encías y las mejillas, que subía a la fren-te, haciendo imperceptible el frío y el calor y que bajaba al pecho desapareciendo la sensación del

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roce de la tela de la camisa con la piel desnuda.

Para cuando se trataba de un zombi inconscien-te que deambulaba de manera apresurada por la calle, había recorrido diez cuadras. Mientras tanto, una batalla de carácter biológico y esencial se desataba en su interior, entre un panorama de fusiones, de moléculas que se desvanecían y de cuánticos que aparecían de la nada. Y las células en su cuerpo eran rápidamente reemplazadas por otras nuevas, que hacían lo mismo. Las recién nacidas células rojas intercambiaban dióxido de carbono por oxígeno en los pulmones y lo lleva-ban a través del torrente sanguíneo a las nuevas células que integraban el novel cuerpo. Entonces los procesos físicos llevados a cabo por estas no sucedían más deprisa o más despacio que con las viejas, sino al mismo ritmo. Y en algún lugar de ese caótico infierno orgánico, las partículas indi-visibles de su ser copiaban el destino de las viejas células y daban paso al surgimiento de nuevas partículas de ser formadas por los mismos frag-mentos de identidad que las anteriores.

Después de algunos instantes las primarias, e in-divisibles, partículas de ser se empezaron a unir

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en parejas y formaban ahora moléculas de ser que vagaban por el nuevo cuerpo en la búsqueda de un escape que no encontraban. Y las moléculas de ser querían escapar, porque tenían sus propios deseos de formar sus propios seres, o de unirse a otros ya existentes, pero se veían limitadas a los confines proveídos por la piel del cuerpo donde se encontraban. Así, las moléculas terminaban por unirse entre ellas y formaban nuevos reta-zos de lo que era un ser; un retazo, por ejemplo, se componía de la última frase de una canción, de una experiencia sexual, del recuerdo de un perro que el ser anterior había visto alguna vez y del significado del significante ‘8’. Otro retazo se conformaba de la unión entre la partícula que contenía el significado del frío y de la imagen de una niña de la que alguna vez se enamoró.

A manera de un microcosmos, los retazos de ser más grandes ejercían un proceso de atracción sobre los más chicos que absorbían para luego hacerse más atrayentes. Eventualmente, solo quedaban dos enormes mitades de ser que de manera inevitable chocaron con fuerza creando un nuevo individuo que tenía la misma aparien-cia y memorias que el anterior, pero que en su

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esencia biológica y espiritual era distinto.

Ahora todo estaba bien. El nuevo ser había naci-do y estaba a naci-dos cuadras de llegar al museo. Y el nuevo ser era ingenuo e inconsciente de su pro-pia distinción y creía que era el mismo de antes, incapaz de reconocer su recién nacimiento.

Cuando llegó al museo, subió las escaleras y ha-bló con el vigilante. Le preguntó por la exposi-ción temporal que había llegado la semana an-terior. Éste le señaló que era arriba, en el último piso. Y el nuevo ser era feliz. No porque hubiera llegado al museo, sino porque de manera inexpli-cable sentía un deseo de conocer el mundo. Un nuevo mundo. Porque aunque su mente estuvie-ra repleta de memorias, tenía un ferviente deseo de conocerlo todo, como si estuviera dispuesto a reinventarse el mundo.

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Asombro

Una vez conocí a un hombre que se atribuía una labor sobrehumana: aseguraba que su trabajo consistía en crear las formas que componen el cielo. Él decía que las nubes en su estado natural eran siempre ovaladas y por tanto ajenas a cual-quier tipo de interpretación poética de sus for-mas. Dijo también que no buscaba retratar en las nubes representaciones exactas de las formas que se encuentran en la tierra, porque, según él, su labor consistía en abrir la imaginación de los que se detenían a mirarlas y nunca guiarlos en una dirección concreta. –La belleza –decía –radica en ver un pájaro o un avión escondidos detrás de una conjunción de formas incoherentes–,

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enton-ces alguien le arguyó que su obra caería en des-uso porque ya nadie contemplaba el cielo y por-que los fenómenos de la naturaleza se por-quedaban cortos frente a la avasallante realidad urbana. El dibujante del cielo no se molestó. De hecho le dio la razón a su interlocutor, pero sí le dijo algo más. Le aseguró que su labor sería siempre la misma y que nunca renunciaría a ella, porque los dibujos en el cielo eran les permitían a las personas ima-ginar la naturaleza, no solo contemplarla.

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Volviendo a las raíces

Era el cadáver más hermoso de todos. Eso le inquietó, no en un sentido estricto sino en uno tímido e inconsciente. No porque ante sus ojos hubiera un muerto, sino porque el muerto no era un cadáver-persona. Tenía, eso sí, características antropomórficas: ojos, nariz, labios, manos y de-dos. El ser muerto –que no era humano– se veía perfectamente simétrico y emanaba un brillo blanco y hermoso. Lo tocó todo. Pensó que no estaba bien, pero no pudo evitarlo. Tenía que ha-cerlo. Lo besó. Lo acarició. Le hizo el amor mu-chas veces.

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nadie lo encontrara, pero debía irse. Sabía que su vida entre la sociedad de los hombres había terminado. Le esperaban un par de cosas por resolver y sabía que para la madrugada del día siguiente estaría de vuelta. Cuando abandonó la escena no era el mismo que había llegado. Algo del aura del cuerpo se impregnó en él. Salió del bosque y se adentró en el sendero en un estado ‘semicatatónico’ mientras su mente regresaba infinitas veces al bosque con el cuerpo y la caja. Anduvo varias horas hasta que se topó con al-guien más. Cuando llegó al pueblo entró a un burdel, tomó de la mano a la primera mujer que vio y se la llevó a un cuarto. Hicieron el amor. Fue inolvidable para ella, quien sin saberlo había sido poseída por el aura en su aspecto más esen-cial y sintiendo equívocamente que esta provenía de él, se enamoró perdidamente y le rogó que se quedara. Pero él no estaba ahí. Su mente seguía en el bosque, con el cuerpo y la caja.

Llegó a su casa. Su mujer abrió y él le dijo que se iba para siempre, le dio un beso en la fren-te y regresó por donde había llegado. Siguió su camino y se internó en el sendero que conducía al bosque. Anochecía, pero nunca experimentó

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miedo, se sentía ajeno a este mundo y el único pensamiento que dedicó para sí (los demás taban con el cuerpo y la caja) le indicaba que es-taría bien morir por esta causa. Cuando llegó, el cadáver más hermoso de todos era rodeado por el paisaje más maravilloso que jamás había visto. Todos los animales del bosque estaban allí; se ha-bían reunido en torno al cuerpo y la caja, como si de manera instintiva reconocieran su autoridad. Se prometió que permanecería por siempre junto al cuerpo y la caja. Sabía que allí nunca más ten-dría que comer o dormir, que el frío no le haría daño y que los animales lo aceptarían como uno más del sistema natural en el que se encontraba.

Y así fue… al menos por un tiempo.

Al cabo de veinte años, el hombre seguía allí, nunca se alejaba del cuerpo o de la caja más de veinte pasos. El cuerpo seguía intacto, se veía tan puro y limpio como el día en el que el hombre lo había encontrado por accidente. Los animales continuaban también estáticos. Ni el hombre, ni los árboles, ni los animales ni el cuerpo o la caja habían envejecido un solo día. Pero eso era irre-levante. El tiempo carecía de sentido en ese lugar,

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porque su flujo era inexistente para los que habi-taban la comunidad natural. El hombre iba com-pletamente desnudo ahora, no sentía frío por las noches y se había convertido en una criatura más; sus pensamientos no seguían un proceso lógico o racional, eran puramente instintivos. No pensaba en lo que debía hacer, solo hacía lo que tenía que hacer. Cualquier vago recuerdo de su familia o de la sociedad de la que había escapado alguna vez era atribuido a alguien más. Pensaba que quien antes era ya no le pertenecía a él.

Cuando comenzaba el día, el hombre comía una manzana del árbol que estaba al lado del cuerpo. No la necesitaba, porque mientras estuviera al lado del cuerpo y la caja podía vivir sin comer; lo hacía porque le gustaba. Resultaba evidente que el aura se había impregnado en el manzano y sus frutos. Luego el hombre se metía al riachue-lo que serpenteaba bosque abajo y se quedaba allí meditando. Un día, en medio de una de sus meditaciones descubrió que podía mantener la cabeza debajo del agua ilimitadamente. Cuan-do terminaba su baño salía del río y se acosta-ba boca arriacosta-ba junto a todas las demás criaturas mientras miraban todos al cielo y permanecían

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muchas horas en un estado de perfecta armonía. El espíritu del hombre vagaba entonces por el universo mientras visitaba todas sus dimensio-nes y conocía hasta los secretos más ínfimos del ser primario. A veces se sumergía en este esta-do de éxtasis por varios meses hasta que decidía regresar a la dimensión que ocupaba su cuerpo. Eventualmente adquirió también la habilidad de comunicarse con los otros animales del bosque, pues había recuperado la capacidad de hablar en el lenguaje original, el que hablaban todos en el momento de la Creación y que los hombres ha-bían reemplazado y olvidado cuando decidieron abandonar el mundo natural. Todo, para él, iba bien, muy bien.

Un día, sin previo aviso, su perfecta armonía fue irrumpida. Sus ojos se posaron hacia la dirección del pueblo; su mirada se había acostumbrado a no encontrar nada, pero esta vez no fue así: una torre de cemento se erigía tan alta que parecía imposible. Habían transcurrido trescientos años, el pueblo se había transformado en una enor-me ciudad y los límites de esta se acercaban pe-ligrosamente al paraíso en la tierra. El hombre sintió algo… tuvo que reflexionar un instante

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para saber qué era: miedo. No había tenido esa sensación en más de trescientos años y resultaba lógico que olvidara lo que significaba. Entonces volteó la mirada hacia el cuerpo y la caja, y le pareció que era el momento de partir. Tomó con sus manos el cuerpo y lo jaló con toda su fuer-za. No pudo moverlo. Era el cuerpo más pesado de todos. El cuerpo y la caja estaban destinados a permanecer allí y no en ningún otro lado. El hombre no sabía qué hacer… se acostó, miró al cielo y vagó por el universo en busca de una res-puesta.

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Supersónicos

Existe un mundo donde los hombres perciben la realidad de manera supersónica. Como carecen de ojos, van por ahí modelando el entorno en su mente. Recrean la existencia en su cabeza a par-tir de sutiles señales que van emitiendo. Viven creando imágenes mentales todo el día. Modelan en su cabeza las mujeres que conocen, una y otra vez; las construyen desde todos los ángulos. Las oyen hablar a sus espaldas. Las oyen murmurar en silencio. Las ‘ven’ de perfil. Buscan las mane-ras más ingeniosas de construirlas.

Contrario a lo que se creería, la apariencia es en este mundo es tan importante como en cualquier

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otro. No hay atracción a primera vista. En este universo el arte no existe… al menos no como un fenómeno colectivo sino más bien como una experiencia puramente individual. Si existe, es solo por necesidad.

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Fracaso

Revisando entre los álbumes familiares di con una fotografía de mi difunto abuelo Simón. Se le veía sonriente, apuesto, de barba tupida y som-brero de ala corta. Consideré que la imagen re-flejaba fielmente su aura y que podía hacer un buen retrato a partir de ella, como lo había hecho con el rostro de la modelo de revista que había llegado a mí la semana anterior con Natalia, la decoradora de salas. Ese día, recuerdo, me dio una pequeña lección sobre su oficio. Para ella, su labor no consistía en combinar colores sino en descifrar personalidades:

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que usted nunca verá en el tapizado de un sofá de revista. Y aun así, míreme. De aquí salgo a reu-nirme con una señora que quiere su diván en ese color. Y sabe, eso lo veía venir desde que hablé con ella por teléfono la primera vez.

–¿Por qué? –pregunté. Tomó un respiro y pro-siguió: –lo que sucede es que desde el inicio, la señora no mostró recato alguno y me explicó que de ninguna manera el tapizado podría ser de cuero por lo ruidoso que sería si era usado a medianoche –entonces Natalia se detuvo por un instante y lacónicamente dijo:

–Bueno, que cada quien viva como le parezca. ¿Listo para tomar una decisión?

–Creo que no –respondí –sé que lo quiero de otro color, pero no puedo visualizar alguno que me guste.

–Ya veo –me respondió y sacó una revista que tenía en su portafolio. –Dios, voy un poco tar-de. ¿Qué le parece si le dejo esto y nos vemos el jueves?

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Pasaron varios días hasta cuando le di un vista-zo a la publicación. En un principio no encontré nada que llamara mi atención en ella. Pasé varias páginas hasta dar con la modelo que después re-traté. Servía de imagen para yo no sé qué publi-cidad de perfumes. Su estilo era más bien andró-gino: de pelo oscuro y corto, labios pintados de negro, y una camisa negra de cuello formal con una corbata blanca. Entonces recorté de tajo la imagen y la guardé en mi portafolio.

Luego de algunos días retraté la fotografía de mi abuelo por primera vez. Usé carboncillo y papel. Tardé media hora. Al terminar, me pareció que no había hecho un buen trabajo. La segunda vez lo hice en algo más de tres horas. Fui cuidadoso modelando sus gruesos labios. Obsesivo con las sombras y respetuoso de los espacios en blanco. Cuando terminé, me alejé del dibujo. Salí del es-tudio y fui a lo de un amigo.

–Esto no está bien. –Fue lo que pensé al ver el retrato al día siguiente. Sí, en los trazos había téc-nica y estilo. Incluso se podría decir que algo del aura de mi abuelo se había plasmado en él. Pero no pude evitar sentir que algo ajeno se había

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fil-trado. En consecuencia, la impresión que gene-raba el dibujo en mí distaba enormemente de la que había producido la fotografía.

–Necesito la opinión de alguien más –pensé.

Siguiendo con mi plan, llamé a mi amigo Andrés y le propuse que se pasara por el estudio a mos-trarme sus últimas pinturas. Nunca le dije, por supuesto, que en realidad era él quien iba a ver mi trabajo. Para mi satisfacción, me dijo que por el momento no tenía nada terminado pero que podría hacerme una visita.

–Sí, claro, ven y conversamos un rato. –Le agra-decí y quedamos en vernos por la noche. Des-pués de colgar, arreglé el estudio. A excepción del retrato, guardé todos los dibujos en el cobertizo.

–Hola Andrés, ¿cómo vas? –inquirí.

–Muy bien, ¿y tú? –me respondió.

–Pues bien. ¿Quieres cerveza? –me dijo que sí y se sentó en la improvisada salita que había dis-puesto con unas sillas prestadas.

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–Y qué, ¿viste lo de Martina? –me preguntó. –No, hace mucho que no sé de ella. ¿Le ha suce-dido algo?

–Se va para Barcelona.

–Ah, qué bien, ahora que lo pienso ella sí me había hablado de eso en algún momento. –dije mientras le pasaba la cerveza. Luego puse algo de música y me senté con él. Cuando le pregunté por sus trabajos, me habló de algunos proyectos que en este momento no recuerdo con precisión. Tuve que esperar media hora hasta que por fin me preguntó:

– ¿Y tú? ¿en qué estás trabajando ahora? –enton-ces giré la cabeza hacia el dibujo. Andrés hizo lo mismo.

–Ah, ¿tu último dibujo, Santi?

–Sí –respondí y callé, a la espera de sus opinio-nes.

Transcurrieron varios meses antes de volver a pensar en la foto. Sucedió mientras veía

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televi-sión. Había una película sobre una isla que nau-fragaba bajo una ola de desperdicios. Consideré que el personaje principal se parecía a mi abue-lo, y entonces recordé los dibujos, y pensé que el tiempo podría haber matizado mi opinión sobre ellos.

Cuando saqué los bocetos de la gaveta, me sentí decepcionado una vez más. El tiempo solo había agudizado mis impresiones iniciales. Sentí que los tres dibujos mostraban versiones distorsio-nadas de mi abuelo. Versiones híbridas de él con algo más. Mientras tanto, la foto permanecía ahí, intacta, despertando en mí el mismo interés de siempre.

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El otro universo

No tendría más de seis años cuando el otro uni-verso se me manifestó por primera vez. Era de noche y me encontraba en la terraza con mi pa-dre y mi hermano Sebastián probando el peque-ño telescopio que me habían regalado de cum-pleaños.

–¡Miren! ¡Miren ahí! –dijo mi padre

–¿qué papá? –preguntó mi hermano Sebastián.

–¡Ahí, debajo de la luna! –respondió él, y vimos

en lo alto una figura blanca que parecía danzar

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–Es que no lo es…–replicó mi padre –…es un ángel–.

Mi padre nunca calló sus creencias sobre el otro universo. Recuerdo que alguna vez me contó de la vez que se había topado con un ángel juntó a la iglesia de San Martín cuando regresaba del tur-no tur-nocturtur-no, –estaba parado ahí frente al portón

–me dijo –cómo si estuviera velando por algo–.

Fueron muchas las noches de mi juventud en que aguardé al otro universo en la terraza, junto al telescopio, con la esperanza de maravillarme una vez más. Rogué al cielo, por una manifestación o al menos breve visión del otro universo. Pero en ese tiempo, no tuve nunca respuesta alguna.

Los años siguientes fueron para mí apenas regu-lares: de amores y desamores, de viajes, de estu-dios y de nuevos rostros que pronto olvidé. No fue sino hasta que cumplí los cuarenta años que el otro universo regresó para matizar mi reali-dad. Sucedió algunos meses después de la muerte de mi hermano en un accidente de auto. Fueron días difíciles, en las noches dormía muy poco y en el día, difícilmente podía dar con mis labores.

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En casa de mis padres, las cosas no iban mejor. Ya no salían con la frecuencia en que lo hacían y parecían haber entregado su vida a un estado de tristeza y desolación.

Debían ser las diez de la noche cuando en el ca-mino de regreso a casa un gato negro se detuvo frente a mí a la altura de la iglesia de San Martín. El animal aprisionaba con sus colmillos una pa-loma que revoloteaba en su intento por escapar. Pasaron algunos instantes hasta que el gato abrió la boca dejando caer la presa al suelo. La paloma revoloteó las alas con fuerza y cuando pareció que iba a lograr dar al vuelo el gato brincó sobre ella matándola en el acto.

Cuando abrí los ojos lo primero que vi fue la hora que marcaba el radio de la mesita de noche. Me levanté de la cama y habiendo caminado dos pasos sentí un soplo frio en mi nuca, entonces volteé a mirar y al ver el cable del radio desco-nectado inmediatamente entendí que estaba al otro lado.

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Los soles

Cuando Juan Carlos Escobar alzó la mirada y vio en el cielo un resplandeciente sol negro, se des-plomó. Días más tarde despertó en la clínica sin recordar el motivo de su desfallecimiento. A su lado se encontraba Laura María, su esposa, quien lo había acompañado los seis días en que había perdido la conciencia. La primera vez que Juan Carlos Escobar contempló el sol estaba fumando un cigarrillo en la azotea del edificio donde tra-bajaba. Le pareció que no era amarillo como se lo habían enseñado, sino blanco, muy blanco.

–Se acabó la jornada –le dijo su compañero An-drés Fernández, interrumpiendo su soledad.

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–¿Y…?

–Las CHL nunca subieron –murmuró Fernán-dez apresuradamente.

Escobar aspiró el cigarrillo y lo lanzó al suelo. Luego lo aplastó con la suela del zapato.

–Ya no tengo cómo responderles –exclamó Es-cobar exhalando el humo por la boca. Fernán-dez bajo la mirada y salió de la azotea. Escobar se mordió los labios y alzó nuevamente la mirada. A pesar de todo, el sol lo asombró por segunda vez.

Horas más tarde, cuando abrió la puerta de su casa encontró a su esposa acompañada de una amiga.

–Buenas, cómo van. –Saludó, sonriendo. Su es-posa se levantó y lo besó.

–¿Cómo te fue?

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–¡Uy! pero qué guapo está. –Bromeó sonriente la amiga.

Escobar la saludó amigablemente.

–Amor, ¿tienes hambre? –preguntó Laura María.

–No, linda. Tengo que revisar unos reportes an-tes de que comience la jornada de mañana –co-mentó y se fue a la cocina, luego sacó una lata de cerveza del refrigerador y se fue a su cuarto. Prendió el televisor y sintonizó el canal de de-portes mientras pensaba en lo que iba a hacer el día siguiente.

La tercera vez que Juan Carlos Escobar con-templó el sol estaba esperando que el semáforo peatonal diera paso. Esta vez le pareció amarillo, muy amarillo.

–Disculpe– susurró detrás de él quien intentaba adelantarlo. El peatonal estaba en verde y Esco-bar había creado un embotellamiento a su alre-dedor. Cuando llegó a la oficina se encontró con su jefe leyendo una revista y tomando tinto.

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más viven menos –aseveró mientras ponía la re-vista en el escritorio.

–¿En serio? –Interrogó Escobar.

–Sí, así lo determinó el estudio de una de esas universidades... Hoy llegan los de la firma audi-tora. ¿Sabes los protocolos que debes seguir?

–Sí, les doy el acceso a mi cuenta y salgo de la oficina. Luego ellos me llaman y me hacen la en-trevista.

–Así es. No te preocupes, ve y tómate un café – aconsejó el jefe. –Los espero a ti y a tu esposa en la fiesta de mi hija mañana.

–Claro, dale, allá estaremos– respondió Escobar.

–Perfecto – concluyó el jefe y salió de la oficina.

Escobar era la única persona en la cafetería. Mientras la cabeza le daba vueltas, su sentido de supervivencia lo obligaba a repasar escenarios y formular respuestas a las preguntas que lo po-drían estar esperando en su oficina. Se dijo una

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y otra vez que todo estaba bajo control. Que no había forma de que dieran con las incongruen-cias y que aunque así fuera podría justificarlas en las demás cuentas. Su esposa también estaba en su mente. Le pareció que seguía igual de hermo-sa y que eventualmente lo superaría con alguien más. Eso le dolió. A decir verdad, a Laura María nunca le faltaron pretendientes y Escobar no es-taba seguro de su lealtad en los momentos que podían venir.

–Qué hace –dijo Fernández interrumpiendo sus pensamientos.

–Nada, esperando a los de la auditoría. Respon-dió Escobar.

–No se preocupe, lo escondimos bien, es solo un procedimiento de rutina. Además, recuerde que están auditando a todos– comentó Fernández bajando la voz.

–¿A usted ya se la hicieron?

–Sí. Un par de preguntas y ya. Que cuánto había vendido en este bimestre, qué cuáles eran mis

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promedios semanales, que quienes eran mis ma-yores clientes…

La cuarta vez que Juan Carlos Escobar contem-pló el sol estaba en un cuarto de hotel. La mu-jer con la que había estado se encontraba en la ducha. El sol se metía por la ventana, era gris. Escobar activó su celular y lo revisó. Tenía cuatro llamadas pérdidas y tres mensajes de texto, todos de la misma persona: Andrés Fernández. Le pe-día que lo llamara con urgencia. Escobar llamó a la recepción del hotel y pidió algo de comer. Lue-go prendió un cigarrillo y se quedó así por algún tiempo. Entonces llamó a Fernández:

–qué más, ¿qué pasó? –dijo Escobar.

Fernández le respondió; estaba agitado y furioso y le recriminó a Escobar haber apagado el teléfo-no. Luego le dijo que los de la auditoría habían estado en la oficina hablando con el jefe.

–Y, ¿qué pasa? –preguntó Escobar.

El otro le replicó que el jefe había solicitado su presencia en la oficina, pero que él se había

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esca-pado en medio de un ataque de nervios.

–¿Usted hizo la limpieza que tenía que hacer?... –preguntó Escobar –…entonces no se preocupe, seguramente él querrá hablar con usted de otra cosa–.

Luego Escobar se quedó algunos minutos inten-tando calmar su amigo. Finalmente cuando el otro se tranquilizó, le preguntó si a él también lo habían llamado

–No, no que yo sepa– dijo Fernández y colgó.

¿Quién era? –Preguntó Andrea, la amiga de su esposa, mientras salía en toalla.

–cosas del trabajo –replicó Escobar mientras su mirada era absorbida por el resplandeciente sol negro que se metía por la ventana.

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Miedo

Para cuando eran las cinco de la tarde, lo que quedaba de Roberto Gómez estaba escondido bajo un puente de la Autopista Norte. Se había transformado en una presencia aterrada que buscaba escapar de la mirada que lo pudiera al-canzar. Estaba descalzo, había tirado sus zapatos, junto con su chaqueta y corbata, algunas horas atrás en medio de su desfallecimiento catatónico.

Ese día había salido de su casa a las siete de la mañana. Saludó a su vecina de manera amable y salió del edificio. Luego de caminar un par de cuadras, pudo tomar un taxi. Indicó la dirección a la que iba y se acomodó. Una vez iniciado el

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re-corrido, el taxista comenzó a hablarle. A Rober-to le gustaba esa charla afable y trivial, comen-zaron hablando del clima, de cómo la mañana se presentaba oscura y con signos de una lluvia por venir. Al cabo de los minutos, la charla se intensificó un poco a medida que se perdía algo del formalismo que había entre el conductor y el pasajero, y entonces hablaron de los últimos acontecimientos deportivos y un par de cuadras más adelante, de política. A pesar de su falta de información sobre el tema, para Roberto no fue un problema oír atentamente el pequeño edi-torial del conductor, quien se quejaba un poco del gobierno y un poco de las personas. Roberto entonces le preguntó por su familia; el taxista le dijo que tenía esposa hacía muchos años y tam-bién un hijo, que este vivía en otra zona del país. Luego le dijo, que con su esposa habían ahorrado durante mucho años para mandarlo a la univer-sidad. Y que su hijo se había graduado con hono-res de la universidad.

Cuando Roberto Gómez abrió los ojos, vio al hombre con el que estaba hablando manejando el mismo carro pero con más pelo y menos ca-nas. Roberto estaba inerte. En un sentido literal

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y absoluto. No se podía mover, tampoco, hablar. Solo podía ver. El taxista no le dirigía mirada al-guna por el espejo retrovisor; ni le hablaba. Ro-berto pensó lo peor. Pensó que de alguna manera lo había dopado y que estaba alucinando. El con-ductor detuvo el auto a un lado del andén. Una mujer se subió. Se sentó justo al lado de Roberto y le pidió al conductor que la llevara a algún lugar. Luego la mujer y el taxista, se pusieron a charlar, ignorando a Roberto. Con algunas excepciones y matices, la conversación se parecía a la misma de la que hasta hacía muy poco Roberto era par-tícipe. Eso se mantuvo así por una media hora, hasta cuando la mujer le pidió al conductor que parara al lado de un edificio y a continuación le preguntó por el valor de la carrera. El taxista le respondió, ella le pagó y se bajó. El taxi siguió su recorrido y pocos minutos más tarde se vol-vió a detener. Otra mujer se subió; era un poco mayor que la anterior y le indicó al conductor una dirección. Este le empezó a hablar, la mu-jer le respondió de manera breve, con síes y noes a modo de extinguir la conversación. Pasó un tiempo corto y se realizó otra parada, la mujer se apeó y el auto arrancó, siguiendo su recorrido a lo largo del día mientras nuevos pasajeros subían

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y bajaban. Y mientras tanto Roberto continuaba ahí, insustancial, inerte, mudo e invisible. Para entonces ya había pensado mucho, sentía que no se trataba de una alucinación. Y por ahí aparecía intermitente una imagen del taxista diciéndole que con el trabajo duro había mandado a su hijo a la universidad…

Roberto Gómez llegó a su destino, le pagó al taxista y se bajó. Caminó. Tenía miedo, pero ca-minó. Se apegó con fuerza a la idea de su rutina. Mirando siempre el piso. Saludando a nadie y pensando siempre. Entró a su oficina. Por suer-te para él, llegaba suer-temprano. No le tocó hablar con nadie. En realidad a él le gustaba hablar con la gente de su oficina, pero en esta ocasión, no. Hoy estaba en otro lado. Su mente divagaba en lo que le había pasado, en su viaje de muchas ho-ras para llegar al trabajo. La señora que limpiaba ese piso se cruzó frente a la oficina de Roberto y lo saludó; de donde pudo, Roberto le respondió con una sonrisa. Pasaron los minutos y desde su oficina oía cómo la planta principal del piso se llenaba de voces. La jornada matutina estaba por empezar. Mucha gente se apareció en su oficina, todos sonrientes e infelices. Saludaron a Roberto

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y se pusieron a charlar. Y entonces, le volvió a suceder.

Roberto Gómez estaba en un enorme salón. Se encontraba en una fiesta; en el centro de la fiesta había una niña y alrededor de ella, varias perso-nas. Todas entonando la canción de cumpleaños y Roberto en un rincón, observándolo todo. Fijó la mirada y vio a una mujer; se trataba de alguien que trabajaba con él, una de las compañeras de su oficina. Como había sucedido anteriormente, estaba invisible e insustancial; entonces las per-sonas lo atravesaban y a veces se paraban en el espacio que él creía ocupar. Roberto estaba ate-rrorizado. Una nariz ajena se superponía a su quijada invisible, su cabeza se intercalaba con la de alguien más y él solo podía seguir ahí, inerte.

Abriéndose paso a empujones, Roberto Gómez salió corriendo de su oficina, dejando a los con-currentes en una pequeña conmoción. Las mira-das de todos lo siguieron mientras se alejaba por el pasillo tan rápido como podía; llegó al baño, se abalanzó sobre la puerta, y entró. Se lanzó so-bre uno de los inodoros y empezó a vomitar; el vómito era azul. Roberto estaba temblando.

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Es-peró. Aún temblaba pero se sentía mejor a medi-da que pasaban los momentos. Pensó en lo que había pasado, en que había empujado brusca-mente a sus compañeros para llegar al baño, en que afortunadamente fue así y en que no vomitó frente a todo el mundo. Hubo un mayor silencio. Su afán fisiológico no le había permitido notar si el baño estaba solo. Tal vez era peor. Tal vez alguien lo había perseguido, preocupado por su brusco escape. Se volteó lentamente y con la mi-rada inspeccionó el baño por encima. “Gracias a Dios”, se dijo, estaba solo.

Fue hasta la puerta y le puso seguro, dirigiéndose luego al lavamanos; abrió la llave y tomó un poco de agua, a continuación se enjuagó la boca y es-cupió. Repitió la operación varias veces, se sentía muy nervioso. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué iba a hacer? ¿Qué les iba a decir a sus compañeros oficinistas? Las preguntas se sucedían unas tras otras. Por el momento lo importante era enten-der el fenómeno, ya habría tiempo de ocuparse de los demás trabajadores. Le pidió a Dios que no lo estuvieran esperando al otro lado de la puerta; había gente pasando por ahí, pero nin-guna persona estaba pendiente, realmente. Miró

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al piso y empezó a caminar, de pronto alguien lo saludó de manera efusiva. Apresuradamente Roberto dijo cualquier cosa y siguió muy rápi-do. Bajó por las escaleras que nadie usaba, hasta el primer piso, saliendo de allí, abandonando el edificio. Ya en la calle, un taxi pasó velozmente frente a él, pero volvió a sentir las náuseas, miró al piso y caminó apresuradamente. Enfocó todas sus energías en no vomitar. Era difícil, sentía la saliva tibia que antecede a las ansias.

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En peligro de extinción

Llegó ese día a destiempo. No porque fuera tarde, de hecho, entró a la hora que se había propuesto, la una p.m. Más bien diremos que apareció a des-tiempo porque cuando lo hizo había una enorme fila. Si se hubiera presentado con media hora de antelación, a las 12:30, se habría encontrado con que solo tres personas estaban delante de él. Si por el contrario hubiera venido con media hora de retraso, a la 1:30, serían cinco las personas a las que tendría que esperar que atendieran mien-tras le tocaba su turno. Pero a la hora que llegó, por lo menos 20 personas se habían dispuesto en la fila primero que él. No se enfureció, no se

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mo-lestó, ni siquiera se inmutó. Era tan fiel a su pro-gramación, que más le hubiera molestado entrar tarde, así no hubiera encontrado fila para hacer.

Estaba obsesionado con los momentos triviales de la vida, las obviedades de la cotidianidad que a cualquiera otro molestan: hacer una fila, pagar una cuenta, viajar parado en un bus o iniciar una pequeña conversación en un ascensor. Se quería perder en la monotonía, como quien se desvane-ce en una sobredosis de alcohol. Deseaba profun-damente perder su esencia de un día para otro y transformarse en un autómata gobernado por la inercia de las acciones inútiles e inevitables. Los resultados de su experimento personal ya esta-ban dando fruto: su mente se iba de las conver-saciones mientras sus labios seguían emitiendo sonidos y sus manos convertían en gestualidad las palabras. Pasaba un tiempo y se encontraba a sí mismo hablando de cualquier deliciosa irrele-vancia con su interlocutor.

No estaba solo, vivía en un mundo donde la mitad de las personas querían hacer lo mismo, mientras la otra mitad estaba, en contra de su voluntad, condenada a hacer lo mismo. Estaban

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todos presos de un flujo intrascendente, caren-te de propósito y en donde se habían extinguido los grandes momentos. Diremos que se habían extinguido, porque alguna vez existieron esos momentos tan grandiosos que dan propósito a ese estúpido relleno. Este era un mundo pacífico y absurdo. La gente deambulaba por aquí y por allá, sin cuestionar nada, no existían los gran-des procesos internos reflexivos que conducen a grandes transformaciones en la forma de vivir o incluso a la extinción de cualquier forma de vida.

Nadie los obligaba a ser así. No había un gran dictador ni una tremenda conspiración de quien los gobernaba que los llevara a vivir de esa mane-ra. Entonces el mundo al que pertenecían pare-cía estar exento de cualquier clase de plan divino o humano. Ningún dios parecía estar interesado, para bien o para mal, en lo que les sucediera. So-bra decir, por supuesto, que no existía una reli-gión en este mundo. Tampoco había un partido político o una estrella de rock que convulsiona-ra a las masas. Nadie creía en nada, nadie tenía la necesidad de que creyeran en él. El estado de inercia inconsciente en el que todos se sumer-gían poco a poco formaba parte de un proceso

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evolutivo de lógica razón donde se convertían, voluntariamente, en una enorme colonia de hor-migas que solo hacían, no preguntaban, porque el instinto las motivaba a hacer lo que hacían siempre y en donde el carácter individual era una especie en grave peligro de extinción.

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Verde

Lloré a mi papá desde el día anterior a su muerte. Salí de la clínica pasadas las diez de la noche. La calle estaba invadida, la masa humana se espar-cía con velocidad de viernes. Primero caminé a paso muerto, luego anduve a paso rápido, quería perderme entre la gente, quería ser la gente. Sin haber andado mucho, mis ojos fueron captura-dos una y otra vez por las mujeres de tacones al-tos y labios pintados con las que me cruzaba. Pa-sados algunos minutos entré al único lugar que estaba abierto.

–¿Quiere agrandar papas y gaseosa por dos mil pesos? –me preguntó la cajera.

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–No, gracias –respondí.

Pagué la orden y subí al segundo piso. El am-biente era insoportable: baldosines amarillentos cubrían las paredes y los espaldares de las sillas resultaban incómodos. Noté que nadie más co-mía solo en el lugar, pues las otras mesas estaban ocupadas por grupos de amigos y parejas. A mi lado, una chica de azul y otra de rímel corrido hablaban mientras comían papas a la francesa.

–¿Qué va a hacer, Juana? ¿Qué va a hacer cuan-do volvamos? –dijo la joven que tenía corricuan-do el rímel.

–¿A qué se refiere? –respondió Juana, que era la del vestido azul.

–No se haga. Que si cuando regresemos le va a dar el pase a Felipe o al tipo del bar que la quería conquistar.

–No me gusta Felipe, sí, es muy guapo, y nos be-samos en el cumpleaños de Camila pero nada más. Me parece lindo y ya. ¿Me entiende? y en cuanto al niño del bar, pues no sé. Si pasa algo

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entre nosotros, bien, si no, también.

–Pero entonces, ¿Felipe, no? porque él piensa que ustedes son novios.

–Es que Felipe es un amor, no le digo que no, pero se obsesiona con las ideas equivocadas.

La hamburguesa estaba rancia y las papas ‘sobre-fritas’, pero sabía que era el único lugar abierto para comer a esa hora. Además, prefería estar en cualquier lado antes que en la clínica.

–¿Cuándo fue la última vez que lo vi bien? –pen-sé.

En ese momento se sentó en la mesa del otro lado un joven de gabán negro y bufanda gris. Se demoró un rato en probar la comida mientras pulsaba los botones de su celular. Nunca subió la mirada, ni para comer; picaba las papas y mordía la hamburguesa cada tanto mientras se reía vien-do la pantalla del aparato. Mis oívien-dos regresaron con Juana y su amiga del rímel corrido.

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– ¿Y cuándo vuelve? –le respondió Juana.

–No sé. Me dijo que tenía una tía allá...

–Ah. ¿Pedimos otra porción?

–No, Felipe me escribió. Que nos está esperando.

– ¿Que nos? Que la está esperando, dirá –excla-mó sonriente la joven del rímel corrido.

– ¡Ay!, no sea tonta. Vamos –entonces se levanta-ron y salielevanta-ron de la escena.

Comí sin prisa. La mitad de la gente que estaba cuando llegué ya se había ido, incluyendo al jo-ven del gabán. No sé por qué, pero solo hasta ese momento me fijé en lo sucio que estaba el sitio. Los restos de comida, así como los desechables, se esparcían por las mesas y el piso, entonces me dio asco y salí de ahí.

Mientras bajaba las escaleras me crucé con dos jóvenes, uno sobrio y otro con la cabeza gacha. A medida que subían, el sobrio decía con suavidad:

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Cuando salí a la calle lo primero que sentí fue el frío que golpeaba mi cara. Me quedé parado frente al restaurante mientras decidía qué hacer. Miré la hora. Había un verde en el dorso de mi mano que se extendía desde los nudillos hasta la muñeca. Me quité el reloj y volví a mirar: la man-cha seguía ahí. Entré nuevamente al restaurante y me senté en una mesa del rincón. La luminaria me confirmaba la existencia de una mancha ver-de sin textura que se acoplaba a las marcas natu-rales de la piel.

–Hijueputa, malparido, hijueputa–. Volteé a mi-rar, eran dos jóvenes conversando mientras ha-cían fila.

–Tranquilo, costeño, tranquilo –le respondió el amigo.

El primero se rio –eso me pasa por haberme ido. La dejé descuidada –replicó.

–Eso es cierto.

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–Claro, hermano. Catalina y él llevan de novios al menos dos meses.

El costeño se rio de nuevo y exclamó: –Y con la cara de güevón que se manda el bobo ese.

–Bueno, no se preocupe que Catalina no es la primera, ni será la última ¿Cómo le parece la amiga de Andrés?

–Es linda, pero yo te digo que a mí Catalina me sigue pista… me sigue dando pista– alardeó.

–Qué va. No le creo.

No llegaba a mi mente el momento en que se me podría haber manchado la mano. Repasé mi día. Estaba casi seguro de no tener la mancha cuando me había bañado por la mañana, antes de salir a la clínica; luego había estado todo el día con mi papá. La única interrupción a eso fue el medio-día, cuando almorcé en la cafetería de la clínica. Había sido pasta, con albóndigas y en salsa bo-loñesa con una botella de gaseosa. No consideré posible haberme manchado durante el almuer-zo. Salí de mi memoria y regresé a la realidad.

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El baño estaba ahí, lo primero que vi al entrar fue el papel higiénico regado por el piso y una mancha de sangre en el lavamanos. Me recosté sobre la pared debajo de una luminaria e inspec-cioné por tercera vez la mancha. Estuve a punto de concluir que a pesar de su tamaño no había de qué preocuparse, no tenía textura o relieve y eso me pareció algo bueno. Abrí el grifo del lavabo y puse la mano bajo el chorro, restregando el verde del dorso un par de veces. Una y otra vez. Otra y otra vez. Cada intento acrecentaba mi miedo un poco más porque el verde no se borraba. No se borraba nada. Entonces me sentí ansioso, y mi papá, la hamburguesa rancia y las conversa-ciones juveniles que había acabado de escuchar pasaron al último plano. Eso me hizo sentir mal después, por mi papá por supuesto.

Intenté controlarme. Pensé que de pronto se po-dría hacer algo, tal vez un poco de jabón popo-dría servirme. Accioné el dispensador con la mano y lo mantuve presionado mientras el líquido caía en mi palma. Estaba ansioso, y entonces un pes-tañeo en la luminaria artificial fue suficiente para hacerme dudar de mi condición mental. El ver-de ya no estaba. Mi mirada se quedó fija en el

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dorso de mi mano. Estaba bien, limpia y blanca, como siempre. Entonces salí definitivamente del restaurante.

–El descanso terminó– pensé.

Sentí un déjà vu. Quería ver la hora pero tenía miedo de repetir mi visión anterior. Jalé la man-ga de la camisa para tapar el reloj y me fui de ahí. Regresé por donde había venido. Cuando llegué a la clínica noté como sus enormes paredes blan-cas contrastaban con la oscuridad de la hora. Alcé la mirada y supe lo que iba a pasar después. Mientras él seguiría durmiendo tranquilamen-te en su cama (ese privilegio nunca se lo pudo quitar la enfermedad) yo fracasaría intentando hacer lo mismo en el sofá que estaba junto a su cama. Yo sabía que mi papá iba a morir ese día. Y también sabía que solo lo haría hasta que saliera el sol. Él esperaría a que yo estuviera ahí. Consi-deré que tenía unas seis horas más y no las quería desperdiciar intentando dormir. Le di la espalda a la clínica y seguí caminando.

–Splash, splash, splash– el sonido de mis pasos sobre un charco de agua me despertó luego de

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haber caminado un largo rato como en piloto automático. Miré a mi alrededor y me detuve, no oí ruido alguno. No había gente ahí, ni auto-móviles pasando. No oí ningún perro ladrando. Era yo solo bajo la que parecía la única luminaria prendida en esa calle. Todo lo demás era oscuro. Estaba en el centro de la luz, sentía como si estu-viera en el sol de un microsistema. Bajé la mirada y en el charco vi mi reflejo… y en el reflejo, mi rostro. Y en el rostro, había una mancha verde que bajaba desde mi frente hasta el surco entre el labio superior y la nariz. Entonces quise llorar, pero no pude.

Flexioné las piernas y me agaché al máximo. For-mé un pequeño recipiente juntando mis manos y las sumergí en el charco. Cerré los ojos y me lavé la cara restregando de manera frenética mi rostro. Cuando miré el reflejo, vi una versión dis-torsionada de mi cara en el charco. Vi un rostro sin frente. En su lugar había un hueco por el que pasaba el rayo de luz proveniente de la lumina-ria que estaba sobre mí. Sin perder de vista mi reflexión, me arrodillé en el charco y lentamen-te sumergí mi mano en el punto donde estaba el hueco de luz. Con la cabeza quieta, miré

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ha-cia arriba y vi los dedos saliendo por mi frente. Saqué la mano del agua y metí la cabeza en el charco.

Mi papá murió en la mañana de un sábado de agosto, inconsciente de que estaba muriendo. La agonía duró algo menos de una hora. Pue-do decir que a pesar de toPue-do fue una mañana de mucha tranquilidad. El día comenzó despejado, realicé mi caminata hacia la clínica en medio de un clima limpio, con el flujo de aire entran-do con facilidad en mi cuerpo y los tenues rayos de sol calentándome el rostro. Cuando entré a la habitación, mi padre yacía durmiendo tranquila-mente. Me acerqué a él, le di un beso en la frente y me senté en la silla que había ocupado a su lado los últimos quince días. No tenía sueño. No tenía hambre. Solo me quede ahí, pensando.

–¿Me puede traer café? –era él, había abierto los ojos.

–¿Hola, papá, cómo está? ¿Cómo durmió? –dije, procurando esbozar una sonrisa en mi rostro.

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yo siempre he podido dormir bien. ¿Me puede traer un poco de café?

–Papá, usted no puede tomar eso. Pero sí, ya se lo traigo – dije y salí de la habitación.

Cuando iba por el corredor le pedí a una de las enfermeras del piso que revisara los signos de mi padre. Llegué a la cafetería y pedí dos cafés. Cuando regresé al cuarto, la enfermera estaba mirando el monitor de signos vitales.

–Buenos días –dije, mirando a la enfermera – papá, acá le traje el café –susurré. En realidad, no me preocupaba lo que pudiera pensar la en-fermera, ella sabía, al igual que yo, que en este punto solo se trataba de complacerlo en lo que pudiéramos.

–Todo está en orden –aseguró ella y salió del cuarto.

– ¡Uy! Se me quedó el azúcar para mi tinto –ex-clamé, procurando sonar sincero y salí del cuarto caminando rápidamente para alcanzar a la enfer-mera.

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–¿Cómo se encuentra? –pregunté.

–Hay un leve decaimiento, su temperatura es mayor a la de ayer.

–¿Hay algo que se pueda hacer? ¿Traerle alguna cosa para hacerlo sentir mejor?

–Por eso no se preocupe. Como le dije ayer, él no está sufriendo. Afortunadamente, y a pesar de todo, sus síntomas no implican un gran dolor. Lo mejor que puede hacer es ir y charlar con él. Intente que su mente se vaya a otro lado.

Asentí con la cabeza, le di las gracias y regresé al cuarto. Mi padre estaba viendo televisión.

–¿Qué ve, papá? –interrogué.

–Nada, mijo, estoy mirando qué hay –dijo él sin apartar la mirada de la televisión. Al fin paró cuando dio con un canal que mostraba una ba-llena jorobada saltando con fuerza hacia la su-perficie.

–Las ballenas son fascinantes –opinó. –Alguna vez las vi, hace mucho tiempo, cuando estaba de

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paso por Punta del Este.

–Sí, usted me había contado. ¿Hace cuánto fue eso?

–Eso hará más de treinta años. Ni siquiera cono-cía a su mamá. Nunca en mi vida he estado en un lugar con un aire más limpio que el que se respira allá. Eso es un lugar que se llama…– alargó la palabra mientras intentaba recordar. –Que se lla-ma... espere a ver… que se llama… Punta Balle-na. Sí. Queda al lado de Punta del Este –Añadió mi padre mientras yo procuraba escuchar sus palabras con atención.

Entonces me remangué la chaqueta y vi la hora. Eran las ocho de la mañana. Subí la mirada y vi la mancha verde en la frente de mi padre. La vi go-tear. La vi esparcirse sobre su cuello y su pecho. Mientras tanto, él me seguía hablando incons-ciente de que estaba agonizando. De que sus ojos se cerraban y de que el sonido de cada palabra que pronunciaban sus labios era de una tonali-dad más opaca que la anterior.

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