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De lejos viene el debate entre quienes consideran el relato, más

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Academic year: 2021

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INTRODUCCIÓN

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e lejos viene el debate entre quienes consideran el relato, más o menos breve, obra menor y aquellos otros que afirman su dificultad y, por consiguiente, su mérito. Incluso en los lec-tores ha habido quienes muestran su predilección, clara y definitiva, por la novela, mejor si se trata del novelón de cerca de mil páginas, aunque para llegar a tal extensión sea necesario, como suele ocurrir en los best seller de hoy, apelar a rellenos reiterativos o a inacabables diálogos en los que nada se dice. Y esto ha sido siempre así, aunque hoy se note acaso más; en mis tiempos de juventud, tuve un amigo, asiduo conocedor de la buena literatura, al que entusiasmaban el «Juan Cristóbal», de Romain Rolland o «Los Thibault» de Roger Mar-tín du Gard, los cito como ejemplos, y desdeñaba los cuentos, aunque los firmaran Chéjov o Poe o nuestro Ignacio Aldecoa. Claro que no sé si yo soy el más adecuado para referirme a ese amigo mío con re-proche, ya que considero, con entusiasmo, una de mis obras favoritas la muy considerable del magistral Marcel Proust.

Y es que quizás ese debate sea, en el fondo, como lo son muchos, un tanto falso y, si no artificial, al menos artificioso. Tal vez, lo esen-cial es que una obra literaria, sea novela o relato corto, la leamos en un cuarto de hora o necesitemos dos semanas o más para echárnosla al coleto, tenga calidad, sea interesante y, en definitiva, encuentre lec-tor al que atraer y enganchar. Preferiblemente, claro, muchos. Que, además de entretener, no esté escrita en un estilo, podríamos decir, 9

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garbancero. Sin olvidar, no obstante, que, en su tiempo, hubo quien motejó precisamente de eso, de garbancero, al propio Pérez Galdós. Lo cual aconseja ser cauteloso en los juicios.

Los relatos o cuentos que siguen gustarán o no. El lector puede opinar lo que de veras sienta. El autor solo tiene derecho a que se le suponga buena intención. Están escritos, unos más que otros, con emoción y alguno con placer. Y como todos son, al fin y en cierto modo, hijos, todos se escribieron con afecto. La mayor parte nacieron como resultado de hechos o situaciones reales vividas más o menos de cerca o que me fueron contadas. A las que yo, lógicamente, convertí en literatura: es decir, fui fiel a veces, cuando me convenía, o añadí o quité, en aras de la creación o del enmascaramiento necesario.

He aquí una leve referencia a cada uno de ellos. «Madre sin besos» parte de un caso triste cuyo relato llegó a mí de primera mano y al que yo sumé episodios ajenos a los verdaderos protagonistas. En «Murió de si misma», a la desgraciada vida del personaje central, amiga muy apreciada por mí, puse y quité episodios y gentes, respe-tando con rigor lo esencial de lo sucedido. Nada de realidad hay en «Animal de bellota», salvo el escenario, Burgos, donde la leve acción, del todo imaginaria, se desarrolla.

«Flores para la amada» es el relato de una caminata, hace años, muy de mañana, por calles de París, después de haber pasado la noche en casa de unos amigos, en la plaza Nation, libando y escuchando música; con un final, como se comprenderá, del todo imaginario. Solo es verdad París. «. «Los primeros pasos» es pura invención, aunque sobre un motivo literario que el lector descubrirá. «Sin comerlo ni be-berlo» se basa en un relato que a mi llegada a Zaragoza, allá por el año sesenta, me hicieron de cierto episodio del viejo periodismo, cuyos protagonistas y circunstancias están en el cuento por completo cambiados. «De Todos los Santos a San José» narra un caso real de la guerra civil que me contó un antiguo soldado presente en los hechos. «¡Eh, toro!» es pura invención en torno a la muerte programada y por desgracia real del pobre «Talanquero», toro de pro, cebado y adiestrado, como tantos miles, para entretener al exquisito y respetable público.

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No hay amor más amargo» es un cuento que para todos será pura invención. Porque es increíble, lo sé, pero verdadero. Yo mismo fui testigo del disparate en una de las glorietas rodeadas de tilos del Jar-dín Botánico de Madrid. El anciano, la señora, el inverosímil diálogo de amor, retenido en mi memoria, es casi literal. Sólo los versos del poema se me olvidaron y no tuve más remedio que inventarlo. Para aumentar lo absurdo de la escena, he de aclarar que el final es falso, añadido por mí con el fin de dotarla de una posible veracidad. Algo duro de creer, lo reconozco, sobre todo cuando el anciano y decrépito señor exclamó aquello de «non posso piú!», así, en italiano. Por com-pleto inventado, sin apoyo alguno en lo real, cosa comprensible con facilidad, es «¡Felices Pascuas!»

A lo anterior, he agregado dos casos de mi inspector, luego comi-sario, Orbaneja, aparecido ya en relatos anteriores. «Casi un error ju-dicial» está basado en un homicidio ocurrido de veras en un poblado próximo a Zaragoza, hace años. La vista del juicio oral, con las inter-venciones del fiscal y de los testigos, son casi reproducción exacta. El resto, desde que el inspector interviene, nada tiene que ver con la realidad. Qué más hubiera querido aquel pobre diablo, acusado y creo que, a la postre, condenado. Y otra ficción total es el título que cierra el volumen: «Han matado a Esteve».

El resto ha de ponerlo el buen ánimo y mejor talante del lector, en cuyas manos dejo ya estas páginas.

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MADRE SIN BESOS

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iene el maduro profesor cuanto razonablemente puede haber deseado y hasta lo no deseado. El trabajo en la Facultad le sa-tisface y le da la grata sensación de que no desperdicia la vida. Los alumnos del maduro profesor están contentos, con moderación, de su trato y consideran aceptables los niveles de exigencia que im-pone en los exámenes. Algunos, inclusive, le aprecian y se sienten atendidos cuando acuden a él para despejar dudas espinosas de la asignatura. Los compañeros de claustro estiman su capacidad y la cualidad que le distingue de no provocar problemas y de ser casi sabio sin parecer nunca sabihondo ni caer nunca en lo fastidioso. La prueba es que al maduro profesor, pese a lo extenso de sus conoci-mientos, aún nadie, que se sepa, le ha llamado pedante. Por ese lado, el profesional, está tranquilo. Gracias a ciertas investigaciones en su rama, la opinión científica le ha proporcionado también renombre en el extranjero y una Universidad de reconocida fama le otorgó recien-temente un premio, cuya dotación le ha proporcionado el consuelo de no ser feliz, caso de que el maduro profesor se encuentre en este trance agudo de la infelicidad. No tiene, en cambio, el maduro profesor, motivos para ello. La mujer del maduro profesor, muy bella en tiempos, no ha perdido del todo los dones que aún la conservan hermosa.

Ninguna queja se le ocurre el maduro profesor formular contra la serenidad de este matrimonio. Los dos hijos, adolescentes y, por tanto, más o menos lejanos y extraños, todavía no han roto amarras 13

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y no le dan disgustos extraordinarios; son, por el contrario, buenos chicos los dos y van estudiando sin grandes brillanteces ni aspavientos geniales; pero, paso a paso, avanzan, aunque quién puede predecir hacia dónde. La vida del maduro profesor es quizá, reconozcámoslo, un poco gris, pero no llega a ser tediosa. Tampoco las enfermedades han asomado su mala intención y los cuatro, maduro profesor, mujer e hijos, son sanos, una pizca de inconscientes y, dentro de ciertos lí-mites, alegres.

Tiene el maduro profesor un querido santuario, en el cual le sor-prendemos en sus meditaciones, un despacho organizado a su gusto, con un rimero de libros favoritos, de todo género, los necesarios a su ejercicio docente y los, más gustosos, de sus aficiones. Tiene el ma-duro profesor inclinación por las artes, es docto en literatura, curiosea en las Humanidades y en la ciencia, ama la poesía y varios de sus anaqueles están repletos de libros de sus vates más dilectos. En Filo-sofía, sus amigos preferidos son los estoicos, aunque los epicúreos le atraigan, adepto como es al vivir cada momento con plenitud y, así, espigue a menudo en Lucrecio y en Horacio. Diciendo esto, hemos trazado casi la etopeya completa del maduro profesor.

El maduro profesor no tiene, no puede tener, por todo lo dicho y por más que sobraría si se dijere, problemas. Es lo bastante formado, sólido y, lo repetimos, maduro, para afrontar con éxito los problemas chicos, los únicos por otra parte que podrían alterar su vida, propios de lo cotidiano. Apenas aparecen, se dispone, con segura y serena actitud, a resolverlos, antes de que le turben. Tampoco le preocupan cosas que tiene y no hubiera, siendo sincero, deseado tener. Como la calvicie. Se mira al espejo y la toma con resignación y perdona al cris-tal la impertinencia con que le muestra la imagen tersa y reluciente de su cabeza. Lo que importa es lo que hay debajo, se dice, en un alarde de profunda originalidad, y sonríe. El maduro profesor, no obstante, no se encuentra esta tarde en plena forma. Ha intentado or-denar las últimas notas tomadas de aquí y de allá y no las logra en-samblar del modo que él querría, para adelantar en el ensayo que escribe. El maduro profesor ha notado cómo, dentro, le ha crecido,

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