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Agustín de Hipona ( )

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Agustín de Hipona (354-430)

1 La vida de San Agustín transcurre en un período en el que el cristianismo se ha asentado ya relativamente en el Imperio romano. En el año 313 había sido promulgado el Edicto de Milán, por el que Constantino el Grande hacía oficial la

libertad de culto. En el 380, el emperador

Teodosio convierte el cristianismo en religión oficial, y empieza a perseguirse el paganismo; a su muerte, es irreversible ya la decadencia del Imperio, que en el 395 queda definitivamente dividido. El Imperio de Occidente caerá bajo la presión de los invasores bárbaros en el 476; el de Oriente perduraría casi mil años más, hasta 1453.

Toda la vida de Agustín de Hipona fue una constante búsqueda: de la verdad, de la sabiduría, de la felicidad. Su trayectoria no fe más que la lucha de su espíritu por conseguir un mundo de certeza y de seguridad interior. El recorrido que siguió le hizo ver la limitación de la razón humana para alcanzar ese mundo y la necesidad de una fe que sólo halló en la revelación cristiana. El último período de su vida se caracterizó por el intento de comprender el sentido y la significación profunda de esa revelación, única fuente de salvación para el hombre, en la que integraría el saber filosófico por su capacidad para reconocer y abrazar la verdad, la sabiduría, la felicidad en suma.

La cuestión es averiguar y encontrar el camino que conduce a ella. A esta tarea se consagró Agustín apenas cumplidos los diecinueve años. Tardó en encontrarlo, pero, tras angustias y desesperanzas, alcanzó lo que buscaba. El principio del camino estuvo en el Hortensius; la continuación, en las dos vivencias que experimentó inmediatamente después: la lectura de las

Escrituras de la religión cristiana y su adhesión a la secta de los maniqueos. Vio

que los Libros Sagrados eran indignos de

compararse a la magnificencia de las obras y del lenguaje de Cicerón, por lo que creyó que allí no podía estar la sabiduría. Dio entonces con la gnosis maniquea, que aparentemente ofrecía un pensamiento, religioso y racional a la vez, que pretendía dar una explicación del universo “por la pura y simple razón1”. Tampoco le satisfizo este camino, porque proponía, vestido con los ropajes de la razón un conjunto de absurdos basados sólo en la autoridad de sus doctores.

→El escepticismo de Agustín. Agustín viajó a Italia, donde pasó por otra experiencia vital, breve pero importantísima para entender el sentido que luego habría de tener su cristianismo: comenzó a prestar atención a las doctrinas

escépticas. Muy breve fue el período que

prestó atención a estas doctrinas, pero fue un trance de su vida necesario e intenso a la vez. Necesario, porque así lo requería su evolución intelectual para abandonar definitivamente el maniqueísmo. Intenso, porque le condujo a una situación extrema, la de reconocer los límites de la razón humana y la existencia de una instancia superior a la razón como fundamento de la certeza y seguridad que anhelaba.

La duda agustiniana fue un paso necesario para mostrar cómo de la duda misma puede surgir certeza, como la razón humana está capacitada para alcanzar verdades de las que es imposible dudar.

Su obra Contra Académicos se propone dos cuestiones: mostrar que la verdad existe y ver si es posible encontrarla.

Lo que Agustín trataba de mostrar era que la razón humana es capaz de dar respuesta a las necesidades de certidumbre que todo hombre siente,

1

Sermón CL, 4.

LA PATRÍSTICA; El término Patrística designa a todos los escritores eclesiástica que vivieron

entre los siglos III y VIII murieron en la fe cristiana y en comunión con la Iglesia. Para ser reconocidos como tales deben presentar cuatro características: ortodoxia doctrinal, santidad de vida, aprobación por parte de la Iglesia y antigüedad hasta el final del siglo VIII.

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2 proponiendo, al menos, una verdad de certeza inmediata: la del propio pensar, esto es, la de la experiencia interior de cada sujeto humano, que ni en el sueño ni en el estado de demencia puede ser negada. Reivindicó así para la filosofía el sentimiento del existir, del darse cuenta, el de la actividad autónoma del sujeto humano. Pero a la par, la refutación escéptica y la superación de la duda académica con el hallazgo de unas verdades de las que no se puede dudar, señalan también la propia limitación de la razón humana porque ésta se ve impotente para sobrepasar determinados umbrales. Por eso dice Agustín que “debemos creer, porque no podemos ver”.

→El itinerario intelectual de San Agustín. La verdad que la razón alcanza sólo es una representación de la verdad que existe por sí misma, por lo que para alcanzar las verdades inteligibles, que superan el orden sensible, es menester que el hombre sea iluminado. El camino que deberá seguir el ser humano estará dentro del hombre, puesto que la verdad está dentro de él. Es el camino de la

interioridad de la conciencia, otra de las

aportaciones de Agustín. Frente a la manera de pensar de la antigüedad griega, para la que la más inmediata y primitiva de las certidumbres residía en el exterior, como confirman la mayéutica y la dialéctica, que exigen ir fuera de sí mismo, Agustín establece como nueva e inmediata seguridad el saber que el alma adquiere de sí misma. La experiencia interna consigue la absoluta primacía en lo que se refiere a la evidencia.

Fue el platonismo – el neoplatonismo – el que le permitió descubrir el mundo de la interioridad humana y el que le hizo ver en el mal sólo un defecto o privación de bien. Para Agustín, el alma descubre dentro de sí la verdad, y al descubrir la verdad descubre a Dios, porque Dios es el fundamento

último de toda verdad. Y el conocimiento del mundo inteligible, el acceso a la verdad, a la que le han llevado la refutación escéptica y la lectura de los libros neoplatónicos, se muestra entonces como una iluminación, esto es, como una

revelación; es fruto de una desvelación

divina, porque la apropiación de la Verdad no se consigue tanto por el conocimiento cuanto por la fe.

Lo que propone el de Hipona es que el camino de la razón es ya insuficiente. La fe se convierte en el camino necesario que conduce a la sabiduría, a la vida feliz. Lo que descubrió tras su experiencia académica fue que la razón sola no puede encaminar al hombre a la posesión de la sabiduría, aunque sí pueda alcanzar algunas verdades. Para llegar a la vida verdaderamente feliz es necesaria la fe.

Pero Agustín encontró que estos mismos fines, conseguir la verdad, la sabiduría, la felicidad, son también propios del cristianismo. El cristianismo se le presentó como una filosofía o, mejor aún, como la verdadera filosofía, porque Dios es la misma, la Verdad misma y, por tanto, la felicidad misma, el sumo bien del hombre. La filosofía consiste en el amo a Dios, es decir, es una búsqueda que acaba en Dios, conociéndole y amándole, en lo cual reside la verdadera felicidad.

Agustín identificó, la verdadera religión con la verdadera filosofía. Esta convergencia entre religión y filosofía se debe entender como exigencia de la razón por parte de la fe para alcanzar su plenitud. La razón prepara para la fe, pero la fe también prepara la razón. Ambos aspectos están recogidos en una célebre fórmula agustiana, repetida a lo lardo de la Edad Media: “Entiende para que puedas creer,

cree para que puedas ver”. Hay que

entender los motivos por los que se cree pero también hay que disponer a la razón para que pueda entender aquello en lo que cree. Pero son las palabras del profeta, repetidas insistentemente por Agustín, las

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3 que dan pleno sentido a su fórmula: “se ha dicho por el profeta: si no creyéreis, no entenderéis”. La verdadera inteligencia del contenido de la fe es dada por la fe misma: crede ut intelligas; la fe es la que ayuda a comprender aquello en lo que se cree, pero es la razón la que, en definitiva, encuentra aquello que busca la fe.

Razón y fe, religión y filosofía se funden así en un único concepto de búsqueda, aquel que Agustín deseó desde los diecinueve años y que desembocó en su hallazgo de la Verdad, de la Sabiduría, de la Felicidad. Éste es el verdadero filósofo, el filósofo cristiano, aquel al que dirige estas palabras: “Ama en gran manera al intelecto”. Fe y razón vienen a concurrir en la verdad; la fe no está en oposición a la razón, sino que para alcanzar la salvación es necesario saber clara y precisamente lo que se cree, configurando así un nuevo concepto de búsqueda y de investigación en el que consiste la nueva filosofía, la verdadera filosofía que es el Cristianismo.

Agustín aceptó que el

conocimiento sensible, si se mantiene en

sus propios límites, posee valor cognoscitivo al que se ha de dar crédito. Porque como simple aparecer, como simple percepción de aquello que se aparece y se presenta delante, es infalible. En cambio, si es tomado como criterio de vedad inteligible, entonces puede conducir al error, porque esa verdad está por encima de sus límites excediéndolo. Al reconocer la limitación del conocimiento sensible, Agustín, como buen platónico, sostuvo que la percepción de los sentido son puede producir ciencia, sino que queda confinada al ámbito de la opinión. Aunque no dé origen a un conocimiento científico, las modificaciones que origina la percepción sensible en los mismos sentidos son verdaderas, porque no pueden ser puestas en duda aunque sean mera apariencia, que ya nos dan testimonio de la realidad. Agustín refutó la duda permanente de los académicos también en el nivel del conocimiento sensible.

→En búsqueda de la verdad.

Agustín no ha encontrado aún la verdad, pero ya sabe que puede alcanzarla. Afirmar la autocerteza de la conciencia, primero, respecto de la propia vida; después respecto del propio ser y del propio cogitare, esto es, de la conciencia.

Hay una certeza fundamental que se extiende a todos los estados de conciencia, puesto que, como se ve, Agustín se esfuerza por manifestar que todas las clases de actos mentales están implícitas en el acto dubitativo. Dudar implica vivir, recordar, conocer y querer. De ninguna de estas operaciones es posible dudar, porque aunque erran en ellas, ni siquiera me cabe dudar de ese error. La duda y el error son pruebas irrefutables de la existencia y del pensar humano. El hombre, desde la certeza de su existencia como ser que piensa, puede fundar la certeza de su pensamiento.

La razón descubre la verdad dentro de sí misma, como algo allí puesto, sin que el hombre sea su creador. Esa verdad posee unos caracteres específicos, que le son propios: la universalidad, la necesidad y la inmutabilidad.

La verdad es superior y más excelente que la razón: es la que regula y transciende al alma, porque la verdad no es otra cosa que las ideas o arquetipos ejemplares que están en la mente de Dios, modelos sobre los que Dios forma el universo. Pero como estas ideas no se diferencian de Dios, la verdad, entonces Dios mismo.

→ La Teoría de la iluminación.

Siendo la verdad el mundo de las ideas divinas, el mundo inteligible, Agustín no puede aceptar que pueda ser conocido por el conocimiento sensible, sino que se adquiere, como en Platón, independientemente de la experiencia, pues sólo la razón es capaz de descubrirlo.

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4 Pero, ¿cómo llega la razón a estas verdades? ¿Cómo puede descubrirlas? Agustín evoca la doctrina platónica de la reminiscencia y propone su teoría de la

iluminación. Y transforma la reminiscencia

en la idea de una luz que ilumina la razón, en una especie de iluminación intelectual. Para él, la verdad descubierta por una cierta luz incorpórea, es, mediante una iluminación que le muestra la verdad. Esa iluminación es proporcionada por una fuente de luz, por medio de la cual el hombre puede conocer en su interior las verdades, ideas, formas o razones de las cosas. Esa fuente de luz no es otra cosa que Dios mismo, luz increada que ilumina nuestras mentes para que podamos entender.

Elabora cristianamente el pensamiento platónico, como reconoce al afirmar que fueron los platónicos los que por primera vez vieron que Dios era la luz.

●Para comprender la naturaleza de la iluminación, es preciso que veamos la diferencia que estable Agustín entre Ciencia y Sabiduría.

Por una parte está la función superior, constituida por la sabiduría, a la que compete el conocimiento de las verdades eternas. Y, por otro lado, está la función inferior, la ciencia, que consiste en la aplicación de la mente a los datos de la experiencia sensible, es decir, al conocimiento de las cosas temporales.

Habría que distinguir, al menos,

dos tipos de iluminación en sentido

estrictamente filosófico: la de la luz de la razón, por medio de la cual el hombre conoce las cosas sensibles, y la de la luz del intelecto, por el que conoce de manera intuitiva las verdades eternas, fundamento de los juicios de la razón. En virtud de ambas, el hombre posee conceptos, ideas o verdades con los que opera para interpretar la experiencia sensible, y unos modelos o patrones por los que aprehende

la verdad de los juicios universales y necesarios.

Parece que la naturaleza de la iluminación se realizaría sobre ambos. Parece que la naturaleza de la iluminación debe ser entendida como una presencia de las ideas en el alma, es decir, como una forma modificada de la reminiscencia platónica.

La teoría de la iluminación, no es otra cosa que la justificación de la posibilidad del conocimiento racional e intelectual, basada en la presencia de Dios en la mente humana.

→Algunas consideraciones sobre el hombre.

Agustín meditó mucho sobre el hombre. A él y a su salvación consagró toda su especulación. Los intereses agustinianos eran el conocimiento de Dios y del alma. Conocer el alma es conocerse a sí mismo; conocerse a sí mismo es conocer a Dios y al mundo. Pero… ¿Cómo entiende Agustín al hombre? Lo define como compuesto de cuerpo y alma, en donde no hay dos naturalezas distintas, sino una unidad indisoluble. Esta unión, que no es planteada en términos de unión substancial como se haría más tarde, se da tanto que el alma es la que vivifica y gobierna el cuerpo, sometiéndolo a la belleza, armonía y orden que ha recibido de Dios. Las definiciones platónicas, que parecían aceptar, resultan insuficientes a la luz de la unidad vital entre cuerpo y alma; esta unidad ontológica es afirmada categóricamente por Agustín.

El alma se conoce a sí misma por esencia y en su saber sabe que no es corpórea, porque no precisa de nada corporal en su actividad de conciencia. Tiene en sí todo lo que precisa para existir. Y aunque reconoce en ella las tres facultades clásicas, vegetativa, sensible e intelectiva, sin embargo añade otra división en el alma: ser, como la memoria que el espíritu tiene de sí mismo; saber, que es el resultado de la inteligencia; y amor, que es

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Agustín de Hipona (354-430)

5 fruto de la voluntad, configurando así tres principales facultades agustianas del alma: memoria, entendimiento y voluntad, que se manifiesta como la imagen en el hombre de la misma Trinidad divina.

Ser, saber y amar son tres

determinaciones progresivas de la unidad del alma, que muestran la unidad de la Trinidad divina.

¿Y qué ocurre con la maldad? Con

ayuda del neoplatonismo supo ver que la verdadera naturaleza del mal consiste en la negación: el mal no es más que privación del ser y de bien; por ello, no pertenece al orden de las cosas reales, creadas por Dios. Si hay mal en el mundo, este mal sólo puede ser aquel que es obra de la concupiscencia, es decir, que procede de una libre decisión de la voluntad. La voluntad del hombre es libre, como lo prueba la autodeterminación, la capacidad que tiene de moverse a sí misma hacia la acción, hacia el querer o el no querer, así como el completo dominio que el hombre puede tener de sus propios actos, de sus deseos y pasiones. Pero la experiencia le muestra a Agustín que el poder del hombre en orden al bien es débil, mientras que es muy fuerte su inclinación al mal. Esto le lleva a distinguir entre la capacidad de poder elegir, natural al hombre, a la que llama libre albitrio, y la capacidad de hacer el bien, que no es natural, sino dad por Dios, a la que llama propiamente libertad. → Las dos ciudades.

Hay dos amores en el hombre y hay dos ciudades en las que se agrupan los hombres. Agustín vuelve a exponer, en clave cristiana, la antigua idea de que el hombre es ciudadano de dos ciudades, porque la naturaleza humana es doble, espiritual y corporal, en una distinción básica para entender todo el pensamiento ético y político del cristianismo. Agustín hizo de ella la clave para comprender la historia humana, dominada por la lucha entre las dos sociedades o civitates: la Ciudad terrestre, constituida por todos

aquellos que llevan la vida del viejo hombre, del hombre terrenal, unidos por su amor común por las cosas temporales, una ciudad que no se puede definir como “ciudad del mal”, porque el mal es deficiencia en el ser, no un principio a partir del cual se puede construir una ciudad; y la Ciudad de Dios, formada por el conjunto de hombres que están unidos por el vínculo del amor divino. Aquélla, fundada en los impulsos terrenos, apetitivos y propios de la naturaleza humana inferior; ésta, fundada en la esperanza de la paz celestial y la salvación espiritual. La ciudad terrena es la ciudad humana, aquella en la que el hombre, olvidando su vocación hacia lo eterno, se encierra en su finitud y considera como su fin lo que sólo es un medio: es la ciudad en que el hombre se olvida de Dios y se convierte en idólatra de sí mismo.

Establecida la existencia de estas dos ciudades, entendidas espiritualmente, no se puede reducir a realidades históricas y concretas, y, sin embargo, sólo se dan en la historia, sólo se manifiestan y se oponen en la realidad histórica. Por esta razón, la Historia tiene que ser concebida por Agustín como la contraposición de estas dos fuerzas históricas y supra-temporales que, no obstante, se manifiestan y actúan a través de las fuerzas históricas.

La Historia no es entonces, sino un intento de mostrar y exaltar la Providencia divina y los designios de Dios. Concebido como el Summum Bonum, Dios es principio de toda regla y de todo orden; él vigila y dirige todo según los inescrutables designios de su bondad y de su justicia. Pro ello, a él le están sometidas las vicisitudes de los Estados y de los Imperios. El proceso histórico, por tanto, depende de Dios, creador de cielos y tierra; las fuerzas ciegas del destino, a las que se hacía responsables de la historia humana, quedan ahora completamente aniquiladas y sustituidas por la suprema voluntad de Dios.

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Agustín de Hipona (354-430)

6 En resumen podríamos decir que éstas son las características de la filosofía de la historia de Agustín:

1) Explícito rechazo del eterno retorno, es decir, de la circularidad del tiempo (estoicismo). La historia es lineal y nada se repite: Dios hace siempre cosas nuevas.

2) La historia tiene un comienzo y un

final. El comienzo es el pecado de

Adán y Eva. Si no hubiera sido así, el estado primitivo e la humanidad (el paraíso) se hubiera prolongado indefinidamente.

3) La historia tiene, pues, un sentido: la “salvación” de los elegidos, el triunfo definitivo de la ciudad de Dios.

4) Concepción trágica y dualista de la historia: la lucha permanente de la ciudad terrena contra sí misma (vive dividida en guerras continuas) y contra de Dios.

5) “Historificación” de la naturaleza. El mundo ha sido creado en el tiempo y es el escenario de la historia.

6) Meta transcendente de la historia: más allá e este mundo – que terminará – habrá un cielo y un infierno.

7) Papel relevante de la libertad: los acontecimientos humanos no están determinados por la necesidad de la naturaleza (estoicismo).

8) Sin embargo, es Dios quien dirige la historia. La historia es la realización de un plan divino: predestinación a la salvación o la condenación, auxilio divino (gracia) a los que se han de salvar. Esta filosofía de la historia es, como se ve, más bien una teología de la

historia basada en la interpretación agustiniana de la Biblia.

Referencias

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