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Las siete palabras desde la cruz - José-Fernando Rey Ballesteros.pdf

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© José-Fernando Rey Ballesteros, 1998

Edición digital: © José-Fernando Rey Ballesteros, 2013 NIHIL OBSTAT: José Francisco Guijarro, censor IMPRIMATUR: Joaquín Iniesta, Vicario General ISBN: 978-84-616-6568-6

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PRÓLOGO

Sé que es difícil y atrevido escribir sobre los sentimientos de otra persona. Pero si esa persona es el Hijo de Dios, el intento puede parecer de una arrogancia rayana en lo irreverente. ¿Cómo atreverme a poner por escrito, sobre un papel, lo que tuvo lugar en ese Corazón que era la puerta abierta del Misterio divino? A primera vista, parece una osadía reprobable. En medio de un mundo para quien la privacidad es un valor casi sagrado, yo me estoy proponiendo, nada menos, escribir unas líneas que inviten a la contemplación de la intimidad del propio Dios hecho carne.

Semejante tarea supondría, de un lado, la suma impertinencia, y, de otro, la suma arrogancia, a no ser porque estoy plenamente convencido de que es el propio Dios quien, movido de su Amor hacia el hombre, ha querido mostrarnos su secreto. La Historia humana ha sido a la vez testigo y beneficiaria de un acontecimiento, ocurrido en esta tierra que pisamos y hace casi dos mil años, que la ha convulsionado hasta el punto de convertirla, de alguna manera, en Historia sagrada. Entonces el Verbo de Dios, su Palabra escondida, se hizo carne y se manifestó a los hombres. Jesús de Nazareth, hijo, según se creía, de un carpintero, pasó por este mundo como una puerta que se abre hacia el Cielo, mostrando a los hombres la intimidad del propio Dios. Esa puerta aun no se ha cerrado, y no se cerrará jamás mientras haya hombres en el mundo, porque es una invitación permanente a que el ser humano entre en el Misterio de Dios.

Nadie menos celoso de su intimidad que Jesús de Nazareth: los sentimientos de su Corazón nos han sido entregados como una ofrenda amorosa, y, en este caso, el pecado consistiría en no contemplarlos. San Pablo nos anima a hacerlos nuestros, lo que significa apoderarnos de esa intimidad divina y convertirla en nuestra propia intimidad. Repito que parecería un sacrilegio, a no ser porque se trata de un don hecho por el propio Dios a un hombre al que ama de modo inexplicable.

Si los sentimientos cuya contemplación me propongo poner por escrito son los que llenaban el corazón de Cristo en el momento terrible del Calvario, la tarea se presenta, además, como especialmente dura. Especialmente dura porque en ese sagrado momento el corazón de Jesús de Nazareth estaba siendo taladrado por nuestros pecados, y necesariamente el pecado humano habrá de ser el principio de esta contemplación. Creo firmemente que el centro de la oración del cristiano no debe ser su propia miseria. Esa oración fácilmente se convierte en un profundo ejercicio de soberbia. La realidad central de nuestra vida, aquella que merece la atención de nuestros ojos en todo momento, es el inmenso Amor de Dios. Pero también creo que dar la espalda a la verdad sobre nuestro pecado constituye una suma estupidez, que además se me antoja altamente peligrosa. Sí; partiremos del pecado, como partía San Ignacio de Loyola, porque ese pecado, en el Viernes Santo, estaba golpeando y perforando el Corazón de Cristo.

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Entonces veremos cómo todas nuestras culpas, al alcanzar las entrañas de carne del Hijo de Dios, se sumieron en un mar de misericordia que las limpió y las presentó ante el Amor del Padre como una ofrenda de sangre, y de sangre redentora. Ese es el centro de nuestra contemplación: la misericordia divina. Pero la misericordia, el día de Viernes Santo, tuvo forma de sangre.

La invitación que desde ahora hago al lector de estas páginas no es a bajar la mirada hacia lo más sucio de si mismo, sino a levantarla sin miedo hacia lo alto del Monte Calvario, donde el Amor de Dios se nos está manifestando de forma apabullante. Así, con los ojos fijos en la Cruz, descubriremos también la realidad de nuestro pecado, pero la veremos reflejada en quien es todo misericordia. Entonces, al conocerle a Él, nos descubriremos también a nosotros mismos como seres locamente amados y totalmente perdonados. Es una experiencia dolorosa, y a la vez sumamente dulce, porque se trata del conocimiento del Amor de Dios sobre nuestras vidas, incluso cuando esas vidas se han apartado de Él. Cuando yo estaba pecando, Dios me estaba amando, y por eso ahora no tengo que disfrazarme ante Él, ni ante mí mismo, ni ante los demás. Detrás de todo esto late, en la forma en que late un grito, la más alegre de las noticias, y esa noticia es el Amor omnipresente de Dios sobre mí.

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LA TORRE DEL CENTINELA

En mi puesto de guardia me pondré, me plantaré en mi muro, y otearé para ver lo que él me dice, lo que responde a mi querella. (Hab 2, 1)

Muchas veces, a lo largo de su vida, había anunciado el Señor el momento de su muerte. Lo veía con la claridad con que cualquiera de nosotros guardamos los recuerdos más penetrantes y desgarradores, y a la vez más determinantes de toda nuestra vida. Con esa misma nitidez con que, en algunos momentos, invaden nuestra memoria acontecimientos ya pasados, acudía al alma profética del Salvador el momento terrible y crucial (temido y deseado a la vez) de su Pasión. Cuando esto sucedía, su corazón humano y divino se estremecía preso de un sinfín de sentimientos contradictorios: por un lado, todo aquel panorama de dolor le llenaba de angustia y pánico; por otro, deseaba con apasionamiento de enamorado que llegara la hora de bañar con su sangre los pecados de cada alma. Y este cruce de sentimientos comenzaba ya a desgarrarle por dentro, como el preludio de su obra salvadora.

En esos momentos, ante los ojos desconcertados de los apóstoles, el alma del Señor sangraba palabras de fuego que aquellos doce no comprendieron hasta que hallaron su cumplimiento. La mayor parte de las veces aparece la figura de la Cruz: esa cruz aún vacía que esperaba con implacable sed de muerte y de vida; esa cruz que necesitaba (que aún hoy necesita) con verdadera urgencia un Cristo para atraer sobre ella la mirada misericordiosa y sanadora de Dios. Como le ocurre al caminante ansioso de alcanzar la meta, los ojos del Señor se medio entornaban y se clavaban en el horizonte, fijos, inamovibles, reposando ya en el lecho que, al final del camino, otorgaría el descanso a su deseo de construir en la tierra (en las almas) el verdadero Templo de Dios (cf. Jn 2, 19). En este contexto hemos de situar palabras tales como: "El que quiera

venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga" (Lc 9,

23); "El Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y escribas (...) para

crucificarle" (Mt 20, 18-19); "mi yugo (el yugo de la Cruz) es suave y mi carga ligera"

(Mt 11, 30).

En otras ocasiones, su Pasión se le mostraba como un bautismo: "Con un

Bautismo he de ser bautizado, y ¡cómo me consumo hasta que se cumpla!" ( Lc 12,

50); un sumergirse en las negras aguas del sufrimiento y la muerte para resurgir mirando cara a cara el rostro del Dios vivo.

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Pero será el evangelista Juan quien nos acerque a otra clave que abrió al Señor un torrente de luz sobre su futura Pasión: bajo esta clave, Él sería "levantado en lo alto". Ya al inicio de su vida pública, en su diálogo con Nicodemo, Jesús se sirvió de esta imagen: "igual que Moisés levantó la serpiente en el Desierto, así tiene que ser

levantado el Hijo del hombre" ( Jn 3, 14). Más adelante le escucharemos, también en

este mismo lenguaje: "Cuando yo sea exaltado sobre la Tierra, todo lo atraeré hacia

Mí" ( Jn 12, 32); "cuando levantéis al Hijo del hombre, sabréis que Yo soy" (Jn 8. 28).

Una persona o un objeto se sitúan en alto para que puedan ser vistos por todos desde lejos. Moisés levantó la serpiente de bronce para que los hebreos heridos pudieran dirigir hacia ella sus miradas, y así quedar sanos. Del mismo modo, el Salvador esperaba una hora en que sería levantado ante las miradas atónitas de toda la Humanidad herida y culpable. Era necesario, estaba escrito, que Él fuera expuesto como espectáculo ante hombres y ángeles. Lucas nos dirá que, después de su muerte, "cuantos habían

contemplado aquel espectáculo, al ver lo que pasaba, se volvieron golpeándose el pecho" (Lc 23, 48). Habían quedado sanados; habían alcanzado la contrición.

La vocación del Señor no era ser contemplado sólo por los hebreos de su época; levantado en la Cruz, debía erguirse sobre las ataduras del tiempo y del espacio, para ser contemplado como espectáculo de vergüenza y de salvación por todos los hombres de todas las épocas en cualquier parte del mundo. Quienes con sus manos elevaban la cruz de Jesucristo no tenían la menor idea de la altura a la que la situaban. Dos mil años después, cualquiera de nosotros, con solo levantar la vista, puede contemplar la figura y el rostro del Divino Crucificado, ser atraído irresistiblemente por Él, y ser sanado de sus enfermedades. Y así, porque el Señor ha sido elevado, nosotros somos contemporáneos de Cristo.

Si quien está en alto no es una serpiente de bronce, sino un ser humano de carne y con corazón de hombre, la dirección de las miradas se cruza inevitablemente. Cuando miramos a la Cruz, somos también mirados desde la Cruz por unos ojos que, al estar en alto, lo penetran absolutamente todo y hacen innecesaria cualquier palabra que pudiera brotar de nuestros labios. Somos mirados desde la Cruz por unos ojos que hacen que los nuestros se claven en el suelo y que nosotros mismos quedemos sumidos en actitud de profunda adoración.

Desde el puesto de centinela de la Cruz, los ojos de Cristo contemplan un panorama insólito, que la mirada humana quizá no podría abarcar ni resistir sin una ayuda de la gracia divina. Si, al alcanzar la cumbre de una montaña elevada, sentimos vértigo y fascinación a la vez por el paisaje que se abre ante nosotros, desde lo alto de la Cruz, a esa altura que se eleva sobre el Cosmos entero y la total tragedia de la Historia humana, ante aquel panorama estremecedor de pecado y misericordia que contemplaron los ojos de Cristo, el vértigo se llama muerte y dolor de los pecados, y la fascinación se llama Caridad, amor desbordante e inexplicable de Dios por cada alma.

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paisaje, en que cielo y tierra se unen, reventando en medio de ambos el frágil velo de su carne humana, interpuesto como escudo y como puente entre estos dos mundos de pecado y santidad. Jamás podremos, en esta vida, participar de todo lo que entonces se presentó ante sus ojos. Sólo siete palabras que salieron de sus labios mientras contemplaba aquella escena nos hacen partícipes, en la medida en que nuestra mirada puede abarcar, del campo de visión que en ese espeluznante momento se presentó ante el alma de Cristo.

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PRIMERA PALABRA

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34)

Desde los ojos del Señor

La realidad del pecado, como la de la gracia, se escapa en gran medida a nuestra mirada mezquina. Es verdad que una serie de conceptos y una buena formación teológica nos hacen conscientes de la trascendencia de uno y de otra, e incluso de las implicaciones que tienen. Pero, en la vida cotidiana, nuestros ojos se hallan tan clavados en tierra que, a menudo, tratamos las realidades más trascendentes y radicales, aquellas realidades de las que dependen nuestras vidas (e incluso las de los demás) con la misma superficialidad con que un niño trata un juguete usado: volvemos de comulgar, y el mismo Hijo de Dios hecho carne y escondido en la Sagrada Hostia viene a hospedarse en el miserable cuerpo de un hombre pecador a quien no necesita para nada; el milagro es tan grande como lo es el que no tiemblen ante él las piedras de la iglesia. Y, mientras tanto, nosotros podemos estar pensando en que tenemos que hacer tal cosa a las once de la mañana. Se ha abierto ante nuestras propias narices el Sancta Sanctorum de la intimidad del propio Dios, y nosotros estamos dando más importancia a un pequeñísimo acontecimiento puntual que sin el propio Dios ni siquiera existiría.

Lo mismo sucede con el pecado: lo cometemos sin pararnos a considerar la magnitud de nuestra acción ni la trascendencia que conlleva. Lo sabemos, pero no lo consideramos en ese momento. Pienso que, si se presentara ante nuestra vista la fealdad, la desgracia de un solo pecado y sus devastadores efectos sobre el alma humana con la misma nitidez y crudeza con que se muestran en Televisión las imágenes de cuerpos humanos famélicos y enfermos en países del Tercer Mundo, no podríamos resistirlo; moriríamos, sin duda, de no ser por una ayuda especial de la Gracia.

Pues bien: este y no otro es el panorama que contempla el Señor desde lo alto de la Cruz. Desde allí arriba se divisa en toda su crudeza el drama del pecado humano: y así el Señor contempla a un Dios infinitamente bueno, todo Él misericordia y dulzura, que ama a cada hombre de una forma inexplicable, que se vuelca con la pequeñez de cada una de sus criaturas, que colma de dones gratuitamente a cada alma y desea guardarla entre sus brazos amorosos; a un Dios que parece no tener otra cosa que hacer en toda la eternidad que regalar y regalarse en un amor inmenso a cada ser humano, y que es correspondido tantas veces por el hombre con injurias, desprecios e infidelidades. Ni que decir tiene que, elevado en alto, la mirada del Señor se dirigió entonces a cada

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uno de nosotros, a cada uno de nuestros pecados. En ellos encontró más dolor incluso que en los de quienes materialmente le crucificaban; porque nosotros hemos recibido ya la Sangre de Cristo, hemos sido lavados por el Bautismo y por la Penitencia, y sabemos, porque así está escrito, que quien peca "crucifica de nuevo al Hijo de Dios y le expone

a pública infamia" (Heb 6, 6). Y, aún habiendo recibido tanto y conociendo el alcance

de lo que hacemos, hemos vuelto a pecar. Podemos decir que, a nosotros, Dios se nos ha entregado hasta la muerte, y nosotros le hemos correspondido con más muerte.

La Verdadera Cruz

Paradójicamente, en el ser humano el dolor crece a la vez que el amor; quien ama mucho, sufre mucho, puesto que el amor acentúa la sensibilidad en todo lo referido al ser amado. Nuestras desgracias las sufren con nosotros aquellos que nos aman, y dejan más fríos a quienes no nos conocen. De esta forma, el amor infinito de Cristo por su Padre Dios hace que hubiera bastado uno solo de nuestros pecados para que el sufrimiento producido en su alma al contemplarlo le hubiera llevado a la muerte. Y ahora, su corazón era apedreado no por uno, sino por una infinidad de pecados que, sin embargo, Él sufría uno a uno (las pupilas de Cristo son tan estrechas que en ellas no cabe más que un solo rostro, un solo pecado, una sola lágrima. El Señor siempre nos mira a solas). Era como un interminable y doloroso taladro. Por ello, el amor del Señor hacia su Padre quedará convertido en el leño vertical de la verdadera cruz que destrozó su corazón humano.

Esa verdadera cruz tenía también un leño horizontal, que cruzaba y desgarraba el vertical en un encontronazo terrible: su amor al hombre, a cada hombre, a quien veía enfrentado con el Padre y sometido voluntariamente al poder de las tinieblas y de la muerte. No podemos hacernos a la idea de lo que Cristo ha sufrido por cada uno de nosotros desde el puesto de centinela de la Cruz. En nuestra estrechez de miras, no queremos hacernos conscientes del efecto salvador del Amor de Cristo, y no queremos mirar hacia abajo para ver de dónde hemos sido rescatados, acogiendo así a Cristo como nuestro verdadero Redentor. Hemos corrido una cortina sobre el abismo del pecado, la muerte y el Infierno, y nos es más cómodo vivir sin afrontar directamente la hondura de estas realidades. Nuestra vida es falsa, es la constante escapada del verdadero drama humano que ha llevado a Cristo a la Cruz. Y esto, entre otras cosas, nos ha convertido en unos ingratos.

Ante la tragedia humana

Todo eso que nosotros no queremos mirar de frente lo tuvo ante sus ojos el Señor desde su puesto de vigía. Vio como cada uno de nosotros, creado para mirar cara a cara a Dios, para remontarnos a alturas inexplorables y establecer una relación única, personal, de amor con el Autor de la vida; creado para gozar de la felicidad más plena, de

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la misma gloria y de la paz de Dios, voluntariamente le volvíamos la espalda y nos entregábamos en manos del Príncipe de las tinieblas; cambiábamos nuestra primogenitura divina por un puñado de falsos placeres y nos sometíamos al poder de la muerte. Nos vio enfangados en nuestra propia miseria y llevados a la autodestrucción. Vio nuestras manos, creadas para elevarse al Cielo en alabanza, empleadas en ofender a los hombres y a Dios; nuestros labios, creados para bendecir al Padre de la misericordia, rebosantes con el fango de la injuria y la blasfemia; nuestros ojos, creados para contemplar el rostro humano de Dios, fijos en la carroña de los sentidos mientras ese mismo Rostro era escupido, ultrajado y desfigurado... Si a una madre le rasga el alma ver sufrir a su pequeño, ¿qué no sufriría ese Señor que nos ama a cada uno de nosotros con el verdadero amor materno origen de todo amor?

Y, en nosotros, que hemos recibido el Bautismo y la Penitencia, vio el Señor cómo entregábamos una y otra vez el preciosísimo fruto de su Pasión, la gracia de Dios, en las sucias manos de Satanás a cambio de unas bagatelas de muerte. Repito que el Señor, sin duda, sufrió mucho más por nosotros que por Caín. Caín no comió nunca el Cuerpo de Cristo. Nosotros sí, y también hemos asesinado la Gracia de Dios en nuestra alma.

Vio el Salvador a la Humanidad precipitarse de lleno en el sufrimiento y en la muerte - consecuencias del pecado - y despeñarse definitivamente en el abismo del Infierno. Y lo más doloroso - no me cansaré de repetirlo - es que no lo vio como una multitud, sino que pudo fijar su vista en cada rostro.

Para entender esto correctamente, y contemplando la Sagrada Escritura en su totalidad, es preciso aclarar que, cuando nos referimos a la visión de la tragedia del pecado con todas sus consecuencias, sabemos que la consecuencia última, para el hombre, es el Infierno. Al pecar, cada uno de nosotros ha tomado un camino que conduce a la condena eterna, y que pasa irremisiblemente por el sufrimiento y la muerte. Y, en ese camino, ninguno de nosotros puede dar marcha atrás por mérito propio o por sus solas fuerzas. De este modo, el Señor verá desde la Cruz a cada uno de los hombres, a quien ama con un amor loco, despeñarse definitivamente en la muerte perpetua. No es fácil penetrar en el sentimiento que esta realidad le producía: en su corazón se mezclaban el pavor y la angustia de la madre que ve perderse así a su hijo, y que el Señor sufrió en Getsemaní, con la profunda tristeza del amante que ve al ser amado alejarse para siempre.

Ya varias veces durante su vida pública - aunque quizá debiéramos decir que siempre - se situó el Señor frente a esta despiadada escena. Recordemos el llanto sobre Jerusalén: "¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a sus

polluelos bajo las alas, y no has querido! Pues he aquí que se os va a quedar la casa vacía " (Mt 23, 37-38). Es decir: "¿qué tengo que hacer para salvarte? Te ando

persiguiendo desde toda la eternidad para librarte de la muerte, y no quieres venir conmigo".

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Más adelante, en la Última Cena, el Señor contempla este mismo cuadro de una forma muy particular: tiene ante Sí a su querido Judas, a quien llamó y eligió como amigo íntimo, y al mirarle, sus ojos, que siempre ven más allá, contemplan la fealdad de su pecado y el horror del destino que se ha marcado. Entonces brota esta frase de sus labios : "¡Ay de aquél por quien es entregado el Hijo del hombre! Más le valdría a ese

hombre no haber nacido." (Mt 26, 24). Ni siquiera es una frase de reproche; es un

lamento que brota de la pena inmensa de ver caer en la espiral del pecado y de la muerte a quien ama con un amor infinitamente tierno.

Y, de una forma mucho más desgarrada, se sitúa el Señor ante esa escena espeluznante camino del Calvario. Unas mujeres, conmovidas ante la contemplación de la humanidad destrozada de nuestro Salvador, le siguen llorando por el camino. El Señor se para y les dice: "no lloréis por mí. Llorad por vosotras y por vuestros hijos(...).

Porque, si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?" (Lc 23, 28.31). Es una

invitación a unirse a su mismo llanto. Las ve llorando, y viene a decirles : "más lloraríais si vierais lo que yo estoy viendo; eso es lo que deberíais llorar, y no mi cuerpo reventado; porque esto no es nada en comparación con lo que os espera a vosotros. Y eso es lo que me hace llorar a mí."

Imposible describir el tremendo desgarro interior de Cristo cuando, ya subido en el puesto de centinela de la Cruz, se queda solo frente a este cuadro aterrador. Él se situó ante la verdadera tragedia de cada una de nuestras vidas, ante esa tragedia que nosotros no hemos querido afrontar, y en la que hemos preferido introducirnos con los ojos cerrados del vértigo de la muerte.

No me resisto a transcribir, llegado a este punto, un texto del profeta Jeremías que parece escrito para ser puesto en labios de Cristo en este momento. Ya hemos dicho que la altura a que fue elevada la Cruz permitió que fuera vista con una claridad extraordinaria por todos los hombres. Pero especialmente Isaías, Jeremías y los autores de los salmos la describen con una claridad que asusta.

"Mis ojos se deshacen en lágrimas,

día y noche no cesan:

por la terrible desgracia de la doncella de mi pueblo,

una herida de fuertes dolores.

Salgo al campo: muertos a espada;

entro en la ciudad: desfallecidos de hambre;

tanto el profeta como el sacerdote

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¿Por qué has rechazado del todo a Judá?

¿Tiene asco tu garganta de Sión?

¿Por qué nos has herido sin remedio?

Se espera la paz, y no hay bienestar,

al tiempo de la cura sucede la turbación.

Señor, reconocemos nuestra impiedad,

la culpa de nuestros padres,

porque pecamos contra ti.

No nos rechaces, por tu nombre,

no desprestigies tu trono glorioso;

recuerda y no rompas tu alianza con nosotros. " (Jer 14, 17-21)

Es entonces, situado a solas frente a aquel horror, cuando el Señor acude a su Padre con las palabras de un corazón angustiado que busca socorro:

" Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34 )

El grito de amor

Para empezar debemos decir que este grito es el grito de una madre. Lo escuchamos en la misma clave en que ya antes habló el Salvador, llorando ante Jerusalén, cuando se comparó a Sí mismo con la gallina ansiosa de reunir a sus polluelos bajo sus alas; o, por expresarlo con palabras del Antiguo Testamento, en aquella clave en la que, a través del profeta Isaías, se expresó el amor de Yahweh por su pueblo: "¿acaso

puede una madre olvidarse de su pequeño; no compadecerse del hijo de sus entrañas? pues aunque ella se olvidase, Yo no te olvido" (Is 49, 15). De este modo, viendo el

Señor a los que tanto ama despeñarse definitivamente en la muerte, gime angustiado pidiendo la salvación para ellos.

Algunos, abierta o veladamente, han querido ver en este grito de Jesús una especie de "exculpación universal": el mismo Señor, desde la Cruz, estaría ratificando que el hombre no es responsable de su pecado porque no es capaz de vislumbrar las consecuencias y el alcance de sus actos. Semejante afirmación hace de todo punto innecesario el tormento de la Cruz de Cristo, y convierte la Pasión en un acto puramente modélico. Si el hombre no merece condena, no hacía falta que todo un Dios hecho hombre se inmolase en un leño como víctima expiatoria. Por lo tanto, ni hemos pecado realmente, ni hemos estado a las puertas del Infierno, ni hemos sido salvados de allí por

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un Amor tremendo que se ha inmolado a Sí mismo para obtenernos el perdón. Una vez más, se ha intentado dar la espalda a la gran tragedia humana.

Es más prudente y más correcto abrir de una vez los ojos, para obtener una visión más amplia de lo que está sucediendo en ese madero en el que el Hijo de Dios está muriéndose de tristeza por el hombre. Ese mismo Hijo de Dios, tan sólo unas horas antes, cenando por última vez con los suyos, ha dicho: "si no hubiera venido y no les

hubiera hablado, no tendrían pecado; pero ahora no tienen excusa de su pecado" (Jn

15, 22). Y, en la misma cena: "si no hubiera hecho entre ellos las obras que no ha

hecho ningún otro, no tendrían pecado; pero ahora las han visto, y nos odian a mí y mi Padre" (Jn 15, 24). De nuevo palabras de quien, lleno de tristeza, ve perderse al ser más

amado. Lo que puede ser duro de aceptar, aunque es enteramente cierto, es que Cristo no ha contemplado a unos hombres ingenuos o estúpidos engañados por la perfidia del Diablo, sino a unos hombres culpables que, voluntariamente, se entregaban en manos del Enemigo despreciando al Dios-Amor que tenían delante de sí. Guste o no guste, esa es la terrible realidad.

El grito de defensa

Y allí, elevado en alto, Cristo es también Abogado. Es por ello por lo que rápidamente vienen a sus labios las palabras del Defensor, que busca la única atenuante para su defendido: "no saben lo que hacen”; “tienen la mirada en tierra"; "se han tapado

los ojos para no ver" (Ez 22, 26; cf. Hech 7. 57) "y los oídos para no oír, y por eso no

miran el alcance de sus actos". Es decir: hemos cubierto el Rostro de Cristo con un velo para que no se nos congele la mano antes de golpear la Faz más hermosa que ha habido sobre la Tierra, del mismo modo que lo hicieron los criados del sumo sacerdote durante aquella farsa que llamaron juicio. En términos de justicia, eso no nos libera en absoluto de nuestra culpa, pero la Divina Misericordia que llena el Corazón de Cristo ya no encuentra otra excusa para nosotros. Como un buen abogado, se aferra a lo único que puede disminuir en algo la culpabilidad del defendido. No podemos olvidar - a riesgo de perder de vista toda la riqueza del acto de inmolación del Señor - que lo que Cristo presenta a Dios Padre no es una reclamación imperativa ni la exigencia de un letrado que esgrime implacablemente una circunstancia eximente ante un juez, sino la súplica humilde de un Pobre que implora misericordia en Quien sabe ha de hallarla. Esa es la abogacía de Cristo.

"En los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía librarle de la muerte" (Heb 5, 7).

El gesto sacerdotal

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para obtenernos el perdón. Pero hemos de leerlas de la misma forma en que leemos el resto de su vida: en Cristo, palabra, persona y obras adquieren una unidad asombrosa: sus palabras han de ser interpretadas siempre a la luz de sus obras, y sus signos nos muestran todo su contenido a través de las palabras que les acompañan. Al mismo tiempo, palabra y obras de Cristo no son otra cosa que un desvelar progresivamente el Misterio de su persona, puesto que Él mismo es la Palabra de Dios hecha carne. Cuando, en lo alto del monte, el Señor pronuncia las Bienaventuranzas, no está hablando sino de Sí mismo, el verdadero pobre, manso, limpio de corazón con hambre y sed de justicia; y no hay mejor explicación de estas bienaventuranzas que la contemplación de la persona de Cristo clavado en la Cruz por amor a nosotros.

Visto así, desde el altar de la Cruz, donde se está celebrando a la vez el juicio de Dios enfrentado a una humanidad pecadora y el sacrificio de salvación ofrecido por todos los hombres, la palabra de Cristo es la del Abogado "que intercede por nosotros

ante el Padre" (1 Jn, 2,1,); su obra es la del Sacerdote que ofrece la víctima de

propiciación; y esta Víctima es su propia persona ofrecida por nosotros. Palabra, obra y persona se unen en una súplica poderosísima por nuestra salvación hecha por quien es nuestro Abogado, nuestro Sacerdote y nuestra Víctima.

De no haber responsabilidad en el hombre por su pecado, hubiera bastado la palabra serena de Cristo-abogado para obtenernos una declaración de inocencia. Pero si realmente existe la culpa en el hombre, y existe de forma inapelable, entonces esta palabra no basta; es necesario unir la satisfacción por el mal causado, una ofrenda infinita que repare la ofensa a un Dios de infinita majestad. Y esa ofrenda la pone el propio Salvador en nuestras manos entregando al Padre su propia persona en sacrificio con su gesto sacerdotal. Son ese gesto y esa persona los que dan valor a la palabra de ese abogado.

Nuestra contemplación del espectáculo de la Cruz ya no puede ser la de quien contempla una escena desgarradora que le arranca unas cuantas lágrimas, como sucedió a aquellas mujeres camino del Calvario. Se está celebrando un Juicio, y cada uno de nosotros es el reo, y reo culpable. Estamos siendo defendidos por un Abogado que ha hecho saltar, hechas pedazos, las normas procesales, porque la fría justicia no podía salvarnos. Y por ello ha convertido la acción jurídica en un acto litúrgico, en un sacrificio de misericordia, en el que Él mismo, movido de un inefable amor hacia cada uno de nosotros, ha ofrecido como víctima su propia persona destrozada, convertida en una súplica ardiente por nuestra salvación. Y, de esta forma, la misericordia ha irrumpido de forma asombrosa entre las frías paredes de la sala de Justicia. Por una admirable peripecia del Amor, quien era el ofendido se pone de lado del culpable y presenta una reparación, la única reparación más que suficiente para obtener el perdón total. Así, quienes habíamos quedado a merced del Acusador (cuya arma, paradójicamente, era la fría justicia) hemos sido rescatados por obra de la misericordia de una Víctima que no ha venido "a condenar al mundo, sino a que el mundo se salve por él" (Jn 3, 17). El castigo que, de haber recaído sobre nosotros, nunca hubiera sido suficiente para reparar

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nuestra culpa, ha caído sobre Él, y se ha transformado en ofrenda de Amor. "Él soportó

el castigo que nos trae la paz" (Is 53, 5).

El dolor que nosotros no hemos sentido por nuestros pecados ha taladrado su corazón; la vergüenza que no hemos sufrido por nuestras culpas ha sonrojado su rostro; y, porque nuestros labios impuros no eran capaces de abrirse pidiendo eficazmente perdón a Dios, Él, con sus labios purísimos aunque rotos a bofetadas (nuestras bofetadas) ha dicho desde la Cruz: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34).

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SEGUNDA PALABRA

“En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso” ( Lc 23, 43)

El hombre y la cruz

El hombre nace y vive crucificado. Después del primer pecado, la Humanidad entera se apartó de Dios del mismo modo que una rama se desgaja del tronco que le da la vida. Una vez desgajada, esa rama no puede esperar más que ir muriendo cada día hasta llegar a ser polvo o cenizas. El horizonte vital de un recién nacido, hasta que Cristo nos redimió, era exactamente igual de triste: ir muriendo un poco más cada día hasta precipitarse definitivamente en el Infierno. Este “ir muriendo” se va realizando en los mil sufrimientos, impotencia, frustraciones y enfermedades que consumen la vida del hombre a diario. Frente a ello tenemos la gran farsa de la apariencia: el poder, la falaz belleza, los honores, los falsos placeres: una anestesia efímera que no hace variar en nada el destino del hombre. Con todo su poder, Julio César murió y fue devorado por la tiniebla. Y, para escándalo de puritanos, Abraham, Jacob, Isaac, el rey David, los profetas... todos ellos acabaron también en el Infierno; allí tuvo que bajar el Señor a rescatarles. Es cierto que el Seno de Abraham, que los recibió después de su muerte, no conllevaba la desesperación de la Gehenna, el inmenso “quemadero de basuras”, pero el Cielo aún estaba cerrado y aquel lugar era, con todo, ausencia de Dios, Seol. Es a ese Seno de Abraham al que nos referimos en el Credo de los apóstoles cuando decimos:

“descendió a los Infiernos”.

A poco que uno conoce a las personas, se da cuenta de que, detrás de cada mirada de prosperidad, se encuentra un hombre crucificado. Yo estoy crucificado, y lo sé. Y en cada persona que me encuentro veo una cruz, grande o pequeña, pero siempre pesada; porque la propia cruz, por pequeña que sea, es siempre la que más pesa. Cuando alguien me dice que no necesita de nada, que vive muy bien y se encuentra a gusto como está, hasta en su tono de voz me muestra su cruz secreta. Quizá tendríamos que decir que la cruz vergonzante es la peor cruz, porque abrasa en el alma y en la conciencia.

Siendo así las cosas, la figura de los dos ladrones crucificados junto a Jesús de Nazareth debería sernos especialmente cercana. Podríamos decir que ellos estaban allí mucho antes que el Señor. Esos dos ladrones somos nosotros, es toda la Humanidad que, a partir del primer pecado, esperaba clavada en una cruz a un Mesías. Todo el mundo espera a un mesías, hasta quienes niegan con rabia la existencia de Dios.

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Gestas

“ ¿No eres tú el Cristo? Pues sálvate a ti y a nosotros”

( Lc 23, 39 ) Gestas (le llamaré así, pues así se le ha conocido popularmente) esperaba a un mesías que le bajase de la cruz. En Gestas está encerrada toda la rebeldía del hombre ante el sufrimiento. Si hay un Dios allá arriba, no puede permitir que suframos así. Si

ese Dios es Padre, y tiene poder, no puede consentir que sus hijos padezcan, que mueran, que se vayan deshaciendo poco a poco. Es decir, Dios tiene que ser como yo y

actuar como yo actuaría si yo fuera Dios. Gestas está muy extendido hoy día. En realidad, dentro de cada ser humano hay un Gestas, un rebelde que no quiere pararse a reflexionar porque está muy ocupado sufriendo. Si ese Gestas se proclama agnóstico o ateo, convertirá todas las catástrofes mundiales, los terremotos, epidemias, hambre... en pruebas de la no existencia de Dios. Yo comprendo bien a ese Gestas que no ha visto al Señor. Es cierto que mucha gente, como el Cirineo, han conocido a Cristo cuando se han encontrado con la Cruz; se han topado de bruces con el Crucificado, y han recibido una luz serena sobre sus sufrimientos. Pero esto no deja de ser una gracia. A un hombre que padece sin Dios no se le puede pedir que haga un acto de contrición perfecta. Primero ha de encontrar, junto a él, esa mirada misericordiosa en la que Gestas no quiso fijarse, y, por desgracia, mucha gente hoy no la encuentra. Confío en que la misericordia de Dios no permita que ellos se condenen por nuestros pecados.

Me parece que hay una realidad mucho más dura que esa: a Gestas le tenemos en Misa de siete todos los días, convencidísimo de que Jesús de Nazareth, al final, le ha dado la razón. Es el Gestas bautizado y practicante que conserva el convencimiento de la existencia de un camino de salvación más directo, más económico, y, sobre todo, más cómodo que el de la Cruz. Este Gestas al que trato a diario es un burgués que cree haber comprado a Dios con sus oraciones. Va a la Iglesia porque es más cómodo que estar en casa afrontando los problemas diarios; acude al sacerdote porque es más barato que el psiquiatra; y, en lugar de tomar pastillas, recurre a la oración. Pero, cuando se encuentra con la Cruz, levanta los ojos a lo alto, unas veces desafiante, y las más con gesto de víctima inocente, como diciendo: “ ¿qué sucede? ¿Es que he hecho algo malo? ¿No

rezo y voy a Misa todos los días? ¿Por qué entonces me sucede esto a mí? “ . Si

escucha en la Iglesia palabras duras, piensa que se dirigen al vecino de banco, y si se le pide que viva conforme a la fe que profesa, se escandaliza: “Yo no venía a esto; yo

venía a encontrar tranquilidad, no a complicarme la vida” . En definitiva: el gestas de

Misa de siete no quiere tener nada que ver con la Cruz. Le guste o no, está crucificado, pero es incapaz de entender las palabras del Señor:

“ Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprenden de mí, que soy manso y humilde de

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corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 29)

¿Cómo se puede hablar de descanso en la cruz?. La cruz es el eterno cansancio. No descanso porque sufro, y sufro más porque no le encuentro sentido a mi sufrimiento. Es un insulto decir que en la cruz se puede descansar.

Y lo peor de todo es que tiene razón. Porque la cruz de Gestas es un tormento insufrible. Pero esa cruz, hoy día, está superpoblada. ¡Qué multitud de crucificados pudo contemplar el Señor al girar su rostro hacia la izquierda!

“ ¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque lo hemos merecido con nuestros hechos. En cambio éste nada malo ha hecho.” (Lc 23, 40-41)

Dimas

La otra cruz, la cruz de Dimas, tiene las mismas dimensiones que la de Gestas. Aparentemente, ambos sufren el mismo dolor. Sin embargo, entre una y otra media toda la distancia que separa el Cielo del Infierno, la paz de la condena. A Gestas le vemos sufrir descompuesto, desencajado, desesperado. Patalea y se rebela ante el dolor, y con ello aumenta su propio suplicio. Se considera víctima de Dios y de los hombres, y enemigo de la Creación y del Creador, que ni siquiera le escucha cuando le pide que le libre de la cruz. Está solo. A Dimas, sin embargo, le vemos sereno y manso. Esa mansedumbre no procede de una debilidad de carácter o de una sensación de impotencia. Dimas no es un imbécil que se deje hacer porque no tenga recursos para cambiar su destino. Si así fuera, su paz sería la de los tontos, la de quien está totalmente vacío, la misma que nosotros buscamos cuando pedimos “que nos dejen en paz”. Es la falsa paz de los muertos. Pero la paz de Dimas sólo puede explicarse si proviene de una mirada al Señor. En medio de su tormento, en lugar de cerrarse a su propio dolor, y tejer un escudo que rompa sus vínculos con la realidad, Dimas ha mirado a Cristo. Aparentemente, es uno como él: un malhechor, un infractor de la ley que cumple su justo castigo. Pero basta mirar su cuerpo para ver que ha sufrido mucho más: le han cosido a

latigazos hasta los mismos huesos:

“ La cabeza toda está enferma, toda entraña doliente.

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golpes, magulladuras y heridas frescas,

ni cerradas ni vendadas,

ni ablandadas con aceite”. (Is 1, 5-6)

Es un milagro que todavía esté vivo. Se han ensañado con él. En su cabeza han clavado una corona de espinas, y en su rostro se mezcla el barro con la sangre y con los esputos de los soldados. Más parece un gusano que un hombre... Pero su semblante... ese semblante lleno de paz y de dolor... es el semblante de un hombre limpio. En esa faz que, aún acribillada, más parece divina que humana, no se ha marcado ni una mancha de maldad. Esa es la faz de un hombre inocente, lleno de amor.

La mirada atenta, absorta, a la pureza que refleja el rostro de Cristo crucificado le pone a Dimas suavemente ante su propia realidad:

Esa inocencia no la llevo yo en el rostro. Desde pequeño he pecado, y me he ido esclavizando de mi propia maldad. Quienes me han traído aquí todavía no saben realmente el mal que yo he hecho: ni yo mismo lo sabía hasta hace un momento, cuando, mirando el rostro de este hombre, que dice ser el Rey de los judíos, he visto aquello que yo estaba llamado a ser y no he querido ser. Yo merezco estar aquí, he pecado mucho, y me he hecho reo de un gran castigo, pero él... A él le ha traído aquí, no su maldad, sino la misma ponzoña que habita en mi corazón y en el de tantos hombres. Yo le he traído aquí. Él está sufriendo por mis pecados. Y en sus ojos se ve que lo hace porque quiere; tiene ojos de majestad, no como los de un hombre traído a la fuerza, sino como los de quien sufre voluntariamente. Es una locura, es como si él mandara aquí. Es el Rey de los judíos. Pero, a la vez... es un gusano, está desnudo como yo, está más destrozado que yo... ¡Qué cerca está de mí! Casi siento suavemente su mirada como una mirada de cariño, de perdón. Nadie me ha mirado nunca así, y menos quienes me juzgaban. Y, sin embargo, él, que es inocente, que es el único que podría juzgarme, me mira de tal manera que me hace sentirme perdonado; es como si, bajo su mirada, yo también me sintiera inocente.

Esta es la paz de Dimas. Está tan crucificado como Gestas, pero mientras su compañero se ha encerrado en su escudo egoísta, él no está solo. En ese sagrado momento en que está teniendo lugar la única Misa de la Historia, el único Sacrificio Eucarístico que a diario se actualiza en nuestros templos, ambos están presentes, pero sólo Dimas está participando en la liturgia. Se podrían poner en sus labios, con toda propiedad, las palabras de San Pablo: “estoy crucificado con Cristo” ( Gál, 2, 19 ). Este “con Cristo” marca la diferencia entre el lecho mortuorio y el lecho nupcial. La cruz es instrumento de muerte para quien la padece a solas, sumergido en su propio dolor. Pero existe, tiene que existir, un momento en que la fe nos desvela el verdadero rostro de la

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Cruz: antes de que nosotros llegáramos a ella, Cristo ya moraba allí, ya se había dejado clavar en nuestra cruz. Tiene que existir ese momento de claridad en que veamos, en nuestra cruz, esperándonos con paciencia de siglos, sereno y sufriente, al Crucifijo, al Señor que se ha querido hacer uno con nosotros en nuestro sufrimiento. Y, cuando ese momento llega, cuando abrimos esos ojos de la fe y vemos el rostro sufriente de Cristo, la cruz se convierte en lugar de amor, en lecho nupcial. Envueltos entonces en la noche más espesa del espíritu, sabemos que somos amados por un amor irresistible, supremo; nos reconocemos abrazados por un Amante que, al estar cubierto de llagas, las está imprimiendo en nuestra propia alma; y, rodeados misteriosamente por un amor tan grande que hace daño, nuestra vida se quiebra, se rasga, para dar cabida en ella, al fin, al señorío absoluto de Aquel a quien pertenecemos y que ha querido robarnos el corazón. La voluntad tiene entonces que rendirse por completo a su imperio, y esta rendición total abre las puertas del alma, que será fecundada suave y eficazmente por el Espíritu origen de toda vida. Quedamos, de este modo, como preñados de Dios, y nos damos cuenta de que todo ha cambiado. Ya sólo a Él le pertenecemos; hemos encontrado, por fin, el único Tesoro que merece la pena conservar a cualquier precio. Y todo esto sucede allí, en el Monte Calvario. Por ello muchos santos han querido hacer de la Cruz su morada en esta tierra. ¿Quién que entre en la Cámara Real y guste el vino del Amor verdadero desea volver a salir para encontrar lo que ya no puede menos que saberle a poco? Soy consciente de que decir estas cosas acerca de la Cruz en este mundo que odia el sufrimiento produce escándalo, pero, también sé que ese escándalo reside en la ceguera de Gestas.

Frente a frente

En ocasiones, las cruces de Dimas y Gestas están tan cerca como dos camarines de un tanatorio. Como sacerdote, tengo que visitar a menudo estos lugares, en los que queda tan al descubierto la verdad del hombre en su condición de crucificado. Un tanatorio es siempre un monte Calvario poblado por gran cantidad de cruces. Pero, en el fondo, allí, como en cualquier otro sitio, sólo existen tres cruces: la del Señor, que ha querido presidir con su presencia hasta el último rincón del Cosmos, y, junto a Él, como siempre, Dimas y Gestas. En un camarín se contempla una escena desoladora: gritos, desesperación, rostros desencajados, llanto ruidoso, y, sobre todo, una total falta de consuelo. Allí reina la muerte, no sólo en los restos de la persona fallecida, sino en los mismos familiares y amigos, que no tienen ojos más que para la muerte. En el camarín de al lado, sin embargo, hay un silencio profundo. Se palpa un dolor intensísimo, desgarrador, pero una sensación de serenidad lo invade todo. Cuando entras, te reciben con una sonrisa y, de la forma más sencilla y natural, te hablan de Dios. Te hablan de Dios como quien da voz a los sentimientos e ideas que en ese momento discurren por dentro del alma. Te abren su espíritu y te hablan de Dios: y la palabra “Dios” se escurre como bálsamo de consuelo por las heridas del alma. Se experimenta entonces la esperanza, la fe... Están contemplando la Cruz de Cristo, y lo que centra su atención ya

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no es la muerte, sino la vida, la vida eterna, la vida verdadera. En medio de su dolor, están abismados en el Dios de la vida, y allí reina la paz.

Dimas y Gestas están realmente en todas partes en que haya hombres.

La súplica confiada

“ Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu reino”

(Lc 23,42) No existe, en todo el Evangelio, una frase comparable a esta. A lo largo de los relatos de los evangelistas, desfila una gran cantidad de personas que se acercan a Cristo y le dirigen la palabra. Unos le llaman “Maestro”; otros “Señor”; otros “rabbí”. Los más audaces le llaman por su nombre, como el ciego Bartimeo, pero añadiendo un título :

“Jesús, hijo de David” (Mc 10, 47). Sin embargo, hasta su llegada al Calvario, nadie se

había dirigido a él como lo haría un hermano o el mejor de los amigos, llamándole, simplemente, Jesús. Y es ahora cuando ese hombre, a quien los evangelistas llaman “malhechor”, le habla por vez primera con esa cercanía. Si el Jesús a quien Dimas se dirigía así era el Hijo de Dios, esto quiere decir que acaba de inaugurarse una nueva forma de relación entre el hombre y su Creador.

A lo largo de la vida de Cristo, nadie ha estado tan cerca de Él como lo ha estado Dimas; ni tan siquiera Juan, el discípulo amado. Dimas consiguió en unos minutos un grado de comunión con Jesús que los apóstoles no gozaron en tres años. No sólo ha creído en Él, no sólo se ha enamorado de Él: además, ha participado con Jesús del suplicio de la Cruz, y hasta se diría que ha unido su cruz con la de Cristo. Y de este modo, una persona que, durante su vida, ha sido un malhechor, se ha convertido, minutos antes de su último aliento, en el modelo de discípulo de Cristo. Por mi parte, me siento consolado al tener como modelo a un malhechor. Siento que Dimas ha empujado ante mis ojos esa puerta del Cielo que es Cristo (cf. Jn 10, 7), y gracias a ese empujón contemplo abierto, también para mí, el Paraíso.

Se cumple una promesa

Por un instante, los ojos del Señor se han iluminado. Mirando a Dimas, un torrente de luz ha inundado su alma. Mientras su sangre salvadora se derrama sobre la Tierra, ha visto en aquel compañero de suplicio a tantos corazones humillados bajo el peso de sus culpas recibir, por esa sangre, el perdón de sus pecados y la liberación que tanto anhelaban.

Ahora podemos decir que, desde lo alto de la Cruz, se divisa un panorama fascinante de consuelo y de esperanza. Quienes se encaminaban al abismo de la muerte eterna están siendo lavados de sus culpas; la sentencia de condena se está transformando

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ahora en absolución de todos los crímenes; los corazones de piedra, al abrirse para recibir la sangre del Cordero, se están transformando en corazones de carne; hombres muertos por el pecado, cadáveres ambulantes de todos los tiempos y de toda la Tierra, están resucitando bajo la efusión purificadora del agua bautismal; la humanidad está siendo redimida.

Todas las promesas de consolación contenidas en el Antiguo Testamento están comenzando a cumplirse en la persona de Dimas. Revisarlas una a una llevaría muchísimo tiempo, pero el Señor las vio ponerse en pie a todas juntas, desde lo alto de la Cruz, a través de los ojos de aquel Dimas transfigurado y manso.

Una de estas promesas, a la que ya nos hemos referido anteriormente, estaba contenida en aquel pasaje de Pentateuco que nos cuenta cómo los hijos de Israel fueron sanados de las mordeduras de serpiente al dirigir su mirada hacia la serpiente de bronce levantada en alto por Moisés (cf. Núm. 21, 4-9). Tal y como el Señor había dicho, Él es esa serpiente, animal maldito, que atraerá la bendición sobre todo el que la mire. Él se ha hecho maldito colgando de un madero (cf. Dt 21, 23), y ha atraído sobre nosotros la salvación de Dios.

Hay algo en esa promesa que aún hoy sigue siendo piedra de escándalo, y es el hecho de que la salvación provenga de una mirada. Para el hebreo, la bendición de Dios recae sobre el hombre que cumple la Ley, y todavía nosotros, hoy día, conservamos ese esquema mental. Vivimos como si la salvación consistiera, fundamentalmente, en un hacer. Es cierto que hablamos también de oración, pero hasta cuando queremos explicarlo nos referimos a “hacer oración”, o, peor, “hacer la oración”. Junto a ello, añadimos un número de obligaciones y preceptos que el cristiano debe cumplir para salvarse, y excluimos fácilmente de la salvación a quien no los cumpla. En el fondo, nuestra idea de la justificación todavía está anclada en el Antiguo Testamento. No hemos entendido nada a San Pablo, que vio saltar hecho pedazos este esquema ante de sus propios ojos, o, más aún, dentro de su propia alma, en la forma de una liberación gozosa. Y, sin embargo, la figura de Cristo elevada en alto como la serpiente de bronce nos está diciendo a gritos que lo que nos hace buenos es algo tan sencillo y a la vez tan valiente como una mirada. El hacer, por sí mismo, no cambia el corazón, y por ello no podrá nunca justificarnos ante Dios. Por duro y escandaloso que pueda parecer, es perfectamente posible acudir a Misa todos los días y entregarse a supuestas “obras de caridad” con el corazón lleno de ponzoña. Una persona puede estar escuchando a diario durante años la palabra de Dios proclamada y predicada desde el ambón y permanecer inmóvil como una piedra en el camino de la salvación personal. Todo lo que escucha le gusta, le atrae, pero nunca se da por aludida, nunca piensa que Dios habla para ella. Es decir, no se deja mirar por Dios en lo más íntimo de su miseria, y por ello no puede mirar a la Cruz sintiendo que su desnudez ha quedado al descubierto. Ha cubierto su ponzoña con “actos piadosos”, y es incapaz de mirar y sentirse mirada por Cristo crucificado, como Dimas. En esto consiste uno de los pecados más graves y más secretos desde los

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días de Cristo hasta hoy: la dureza de corazón.

La oración de la mirada

Dimas está en el final de su vida terrena. Dentro de unos minutos se presentará ante el Juez supremo, y no cuenta con obras que le justifiquen. Está totalmente desnudo. Pero desde su cruz ha fijado la vista en su Compañero de suplicio, y la mirada de Cristo le ha derretido las entrañas. Ante ella se ha reconocido culpable, se ha postrado por tierra, se ha dejado enamorar. Su corazón ha sido purificado ante la contemplación de la Bondad suma, y el amor a Cristo que ha brotado de ese cruce de miradas sostenidas le ha puesto tan cerca de su Salvador que le ha tratado como a un amigo a quien se reconoce tras un largo período de amnesia. Y así, Dimas se va a presentar ante Dios desnudo de obras, pero mostrando en su misma desnudez un corazón limpio unido al de Cristo por un flechazo de última hora. Está siendo salvado, y salvado por una mirada.

Repito que este pasaje reviste una especial importancia para nosotros, y debe hacernos meditar sobre nuestro modelo de oración. Mientras rezar consista en mirarnos a nosotros mismos, en evaluar nuestra conducta y hacer propósitos para cambiarla; mientras nuestra oración no sea más que un mirarnos en el espejo, y, doliéndonos de lo pecadores que somos, retocar nuestro maquillaje espiritual en busca de una falsa santidad llena de soberbia; mientras el tema central de nuestras conversaciones con Dios siga siendo cómo somos y cómo debemos ser, esa oración nuestra nos precipitará aún más en nuestra cárcel y en nuestra tristeza, cuando no salimos llenos de soberbia y confianza en nuestras propias fuerzas. La oración que justifica al cristiano consiste esencialmente en mirar la bondad, no la maldad; en clavar los ojos en Cristo, que se nos muestra en el Evangelio, y rindiendo ante su belleza nuestro corazón inmundo, arrodillarnos y ser entonces purificados por Él, no por nuestros débiles propósitos.

Quizá el origen de este tipo de oración, centrada, en el fondo, en el mismo hombre, sea el buen deseo de dar frutos. Y es cierto que el Señor ha dicho “por sus

frutos los conoceréis” (Lc 6, 44), pero, a la vez que esto, dijo “no puede el árbol malo dar frutos buenos” (Lc 6, 43). Nos empeñamos en sacar frutos buenos del árbol malo, y

quizá no hemos reparado en que, primero, ese árbol debe hacerse bueno. Y lo que hace bueno a ese árbol que somos nosotros es una mirada de amor a Cristo. Una vez purificado, sus frutos serán buenos. La realidad humana del pecado es demasiado central como para ser erradicada por un mero cambio de conducta. Pasar del pecado a la virtud exige mucho más, exige una purificación que sólo se realiza en la mirada a Cristo crucificado.

El inicio de la Redención

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mirada al panorama consolador y apasionante de la Redención. Están naciendo los sacramentos. Junto a Él, el primer cristiano está siendo bautizado en las mismas aguas de dolor en que el propio Cristo se bautiza, y aquel reconocimiento de su pecado unido a la petición de misericordia han constituido, y así ha de quedar para siempre, la primera celebración litúrgica del sacramento de la Penitencia. Dimas tuvo el privilegio, al inaugurar este sacramento, de confesar sus culpas al mismo Cristo y recibir de sus labios las palabras de absolución. Es cierto que ya anteriormente el Señor había concedido el perdón a muchos que se le acercaron, como un anticipo de los frutos de su Pasión. Pero es ahora, cuando se está realizando el sacrificio pascual, cuando podemos hablar de sacramento propiamente dicho, y de efusión de gracia.

Mirando hacia la Humanidad en la persona de Dimas, el Señor ya ve un río de sangre que corre inundando el Cosmos y la Historia y purificando los corazones de los hombres. Los ojos de Cristo se cruzan ya, en una intensísima mirada de amor, con los de cada uno de nosotros, que se levantan hacia su rostro amable en busca de misericordia y que, a veces, por cobardes, no son capaces de mantenerle la mirada. Ante Él se están descubriendo los secretos de nuestros corazones. Cristo nos está mirando desde la Cruz, y, al levantar nosotros la vista hacia sus ojos y clavarla en el perdón y la bondad que encierran, su mirada está delatando nuestro pecado, y, a la vez, nos está haciendo buenos. Al mirar hacia la Tierra, al mirarnos a cada uno de nosotros, el Señor está contemplando el inicio de nuestra conversión.

La oración del centinela

Pero, tras las palabras de Dimas, el Señor levanta su mirada también hacia el Cielo. Mirar al Cielo desde la Cruz no es como mirar hacia la Tierra. Hacia la Tierra el Señor mira como Rey, porque está puesto en alto sobre el Cosmos y la Historia. Pero hacia el Cielo... El Cielo se ve muy lejos desde la Cruz. De allí bajó un día, y ahora ha descendido hasta lo más profundo de la miseria, del pecado, y del abatimiento humanos. Así ha querido asumir el Señor todo dolor y toda pobreza, hasta hundirse en la poza del más pobre, del más humillado, del ladrón, del blasfemo, del martirizado, del agonizante, del mendigo, del desnudo, y, sobre todo, del más pecador de los hombres. Por ello, cuando el Señor ahora mira al Cielo, grita con sus ojos como en el salmo:

Desde lo hondo a ti grito, Señor,

Señor, escucha mi voz.

Estén tus oídos atentos

a la voz de mi súplica.

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¿quién podrá resistir?

Pero de ti procede el perdón,

y así infundes respeto.

Mi alma espera en el Señor,

espera en su palabra;

mi alma aguarda al Señor

más que el centinela la aurora.

Aguarde Israel al Señor,

como el centinela la aurora.

Porque del Señor viene la misericordia,

la redención copiosa;

y Él redimirá a Israel

de todos sus delitos (Sal 129)

Dios no podía ignorar las súplicas que su Hijo le dirigía desde lo más profundo de la realidad humana, y por eso ahora el salvador, al mirar al Cielo, verá cómo las puertas del Paraíso, que durante tantos siglos habían estado cerradas a fuego, esas puertas que el hombre había inútilmente golpeado con millones de sacrificios y acciones legales, esas puertas que no quisieron ceder ni ante la fe de Abraham ni ante la tenacidad de Moisés, comienzan ahora a abrirse solemnemente ante la inocencia de la sangre de un Cordero que es el Hijo de Dios. Estamos ante el momento más sublime y decisivo de toda la Historia humana, mientras unos soldados se ocupan en sortear unas ropas al pie de una cruz. Sólo los ojos de Cristo lo ven, y ahora también lo verán los de Dimas, y los nuestros.

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TERCERA PALABRA

“Ahí tienes a tu hijo... Ahí tienes a tu madre” (Jn. 19, 26.27)

En voz alta y en voz baja

A lo largo de su paso por la Tierra, el que es la Palabra de Dios hecha carne habló al mundo en voz alta y en voz baja. Como secreto maestro de escena del gran drama de la Historia humana, cuidó muy bien la escenografía cuando decidió hacer su aparición. No hay en la vida de Cristo una sola palabra improvisada, nada dejado al azar. Siempre dice exactamente aquello que tiene que decir, en el momento justo y en el lugar preciso.

Desde lo alto de un monte, ante miles de personas, proclama el sermón de la montaña (cf. Mt, 5, 1): quiere que todos los hombres, abatidos por el sufrimiento y la miseria de la vida humana, escuchen palabras de misericordia que sanen sus heridas. A toda esa multitud dolorida y enferma quiere anunciarles el final de la Ley antigua y el comienzo de la nueva era, la era del Amor de Dios derramado como bálsamo sobre los corazones sufrientes. Desde una barca apartada de tierra predica a las gentes las parábolas del Reino (cf. Mt, 13, 2), para inaugurar con tan solemne pregón el imperio de Dios sobre la tierra, hasta entonces en manos del Príncipe de este mundo. Cinco mil hombres, sin contar mujeres ni niños, comieron de los cinco panes y los dos peces (cf. Mt, 14, 21), y todos supieron con alegría que Dios Padre no se olvidaba de alimentar a sus pequeños. Cuando el Señor obra curaciones y milagros, a menudo vemos multitudes que se arremolinan, hasta pisarse unas a otras. En todas estas ocasiones, Jesús aparece como el pregonero divino, enviado por Dios para traer al mundo un mensaje de alegría. Es tan irresistible en Él el deseo de ser escuchado, de llenar la Tierra con las palabras del Amor de Dios, que en ocasiones le veremos llamando Él mismo a la multitud, para que nadie quede sin oír su voz ( cf. Mt, 15, 10, Jn, 7, 37).

Sin embargo, en otras ocasiones, el Señor se expresó en voz baja. Cuando se quedaba a solas con los apóstoles les hablaba con palabras que a nadie más dirigía. Les explicaba las parábolas, desentrañaba para ellos los misterios del Reino, les preparaba para la Pasión... Sólo tres de ellos pudieron contemplar su cuerpo transfigurado (cf. Mt, 17, 1). A Nicodemo, maestro de la Ley y fariseo, le habló al oído y de noche (cf. Jn 3, 1-21), como se habla a un amigo en la intimidad. ¡Y cuántas palabras de Jesús, dichas en privado a los suyos, no han llegado hasta nosotros!. Sobre todo, busca la intimidad con los suyos cuando quiere abrirles el alma. En la última cena, Jesús, ante los doce,

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desahoga su corazón entristecido con palabras tan estremecedoras que sorprende y apena ver entre tanto a los apóstoles discutir sobre quién de ellos era el mayor (cf. Jn 14-16). En todos estos momentos, Jesús busca más bien la privacidad en la cual se desvelan los secretos más profundos. Si antes mirábamos a Jesús gritando como pregonero de Dios, le vemos ahora susurrando como amigo del hombre: “vosotros sois mis amigos, porque

todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn, 15, 15). No sabemos

nada de oración si no tenemos nuestros secretos con Jesús, si no le hemos conocido como amigo, y amigo íntimo que habla en voz baja a lo profundo del alma.

Intimidad junto a la Cruz

Pero volvamos a la escena que está siendo objeto de nuestra contemplación: estamos en los últimos momentos de la vida de un hombre que agoniza. Aunque uno muera en plena calle, atropellado por un automóvil, ese momento es siempre un momento íntimo, personalísimo. La muerte no pertenece a la vida pública, y el pudor exige morir en la estricta compañía de los seres queridos. Aunque el cuerpo de Cristo fue desnudado y presentado a la sucia mirada del hombre, aunque su muerte fue exhibida como espectáculo, no por ello dejamos de estar en un momento de suma intimidad, de esos en los que un hombre sólo habla en voz baja, para los más cercanos. Quien se acerca a la Cruz debe hacerlo siempre en silencio, con un respeto supremo al Dios del amor que, desnudo y destrozado, termina de entregarse, de consumir su vida por cada alma. Una de las mayores faltas de respeto de los fariseos, uno de los mayores sacrilegios, fue acercarse a la Cruz a pedir un signo, como si Jesús estuviese todavía en su vida pública, pronunciando uno de sus discursos ante miles de personas boquiabiertas, sin respetar el recogimiento que corresponde al momento supremo de la muerte.

“A otros salvó, y a sí mismo no puede salvarse” (Mc, 16, 31)

“Tú que destruías el Santuario y en tres días lo reedificabas: sálvate a ti mismo bajando de la cruz” (Mc 16, 30)

Desde la Cruz, Cristo no habla a las multitudes. El tiempo de las multitudes ha dado ya paso al tiempo de la soledad. Es, más bien, la hora de los secretos, de las palabras que se graban a fuego en el corazón. Ya he recalcado antes que el alma que se acerca a la Cruz debe sentirse única, nunca parte de una muchedumbre llorosa como los cientos o miles de personas que abarrotan nuestras salas de cine o nuestros campos de fútbol. Ese alma debe sentirse mirada en soledad, amada en soledad. No han desnudado al Señor ante el mundo entero: Él ha querido mostrar toda su intimidad en secreto ante una sola alma, que por ello debe entrar en su presencia con el corazón descubierto. Todo

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lo demás es una abominable falta de respeto, porque el cristiano se acerca a la Cruz para vivir con Cristo la intimidad de la muerte del Señor y de su propia muerte.

Cuando el alma se aproxima así a la Cruz, con verdadero dolor de los pecados y deseo de intimidad con el Señor, escucha palabras de vida que nunca antes había escuchado, y comienza a conocer a Cristo como se conoce al mejor de los amigos. De este trato nace un vínculo indisoluble y secreto, determinante y privado, un vínculo que ocasiona tal cambio en la vida que la Cruz queda grabada como un estigma en el alma del cristiano.

Todo este ambiente de cercanía y soledad rodea la escena del Monte Calvario. Y, sin embargo, las palabras que ahora me dispongo a comentar, salidas entonces de los labios del Señor, tienen tal repercusión universal y tal alcance histórico que sorprende que hayan sido reservadas hasta este momento, en que tan sólo dos personas podían escucharlas. Sin ninguna duda, pertenecen a ese tipo de palabras al que antes me refería, aquellas que el cristiano no comprende verdaderamente hasta que las escucha en la intimidad de la Cruz.

Un supuesto “último decreto”

Hay quien habla de estas palabras como si fueran un último decreto de Jesús: tras habernos entregado todo cuanto tenía, y como un gesto de sumo amor y suma generosidad, nos entrega también a su madre. En la persona de Juan estaríamos representados todos los hombres, que en él habríamos recibido, por obra de este decreto, a la madre de Jesús por madre nuestra. Esta interpretación de los hechos es tan piadosa y bienintencionada como imprecisa. De ser cierta, estaríamos ante una ficción legal, una adopción decretada por el mismo Cristo antes de morir. Su único fundamento serían estas palabras del Señor, sin las cuales nunca podríamos pensarnos hijos de la Santísima Virgen. Esto, ciertamente, sería un gran don, pero veremos que lo que hemos recibido al pie de la Cruz es aún mucho más.

Sobre todo, esta visión de los hechos es falsa porque el Gólgota no es lugar de decretos. Repito que la vida pública ha pasado ya; las multitudes enfervorizadas y la admiración han dado paso a la soledad de los agonizantes y a las burlas y el desprecio de las gentes. El cuerpo hermosísimo de Jesús, revestido de gloria en el Tabor y recibido entre aclamaciones al entrar en Jerusalén, está tan roto que ya no parece ni humano. Ya no es tiempo de decretos. Ahora el Rey de los judíos se muestra al mundo como un cordero manso, no como un general victorioso legislando sobre su territorio.

La imagen del nacimiento

Referencias

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