NOVENA Al
SEÑOR DE LOS MILAGROS 2021
Día Octavo
En el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo. Amén
Oración inicial para todos los días
Amadísimo Señor de los Milagros, hasta tu presencia vengo para confiarte nuestros problemas y nuestras dolencias. Con la misma fe de la mujer que se acercó para tocar el borde de tu manto y que fue curada porque creyó, así nosotros nos postramos ante ti y te decimos desde el fondo del alma: “Señor, si quieres puedes curarnos”. Tú sigues obrando maravillas y sanando los enfermos, porque Tú has asumido nuestras debilidades y cargado nuestros sufrimientos. Concédenos, pues, la gracia que hemos venido a implorarte.
Sabemos bien que tu corazón se conmueve al vernos tan afligidos y desorientados, como ovejas que no tienen pastos. Tú eres nuestro buen Pastor, el que ha dado la vida por las ovejas.
Tu victoria en la muerte y en la resurrección es la mejor garantía para nuestra victoria sobre todo lo que tiene a marca del pecado, es decir, el egoísmo, la injusticia, la violencia, el dolor y la muerte.
Que tu Espíritu santificador nos haga partícipes del triunfo sobre el mal testigos de la novedad en el amor.
Misericordioso Jesús crucificado, te alabamos, te bendecimos y te damos gracias. Que seamos protegidos con tu bendición constante, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén
8. – La resurrección del Señor Jesús y nuestra resurrección
Lecturas:
Primera lectura
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles 10, 34a. 37-43
Sal 117, 1-2. 16-17. 22-23
R/. Este es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo
Segunda lectura
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses 3, 1-4
Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Juan 20, 1-9
El primer día de la semana, María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.
Echó a correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, a quien Jesús amaba, y les dijo:
«Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto».
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; e, inclinándose, vio los lienzos tendidos; pero no entró.
Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro:
vio los lienzos tendidos y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no con los lienzos, sino enrollado en un sitio aparte.
Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.
Palabra del Señor
Consideración del día
La fe en Jesús, resucitado por el Padre, no brotó de manera natural y espontánea en el corazón de los discípulos. Antes de encontrarse con él, lleno de vida, los evangelistas hablan de su desconcierto, su búsqueda en torno al sepulcro, sus
interrogantes e incertidumbres.
María Magdalena es el mejor ejemplo de lo que acontecía probablemente en todos. Según el relato de Juan, buscaba al Crucificado en medio de tinieblas, “cuando aún estaba oscuro”
(20,1). Como es natural, lo buscaba «en el sepulcro». Todavía no sabía que la muerte había sido vencida. Por eso el vacío del
sepulcro la dejó desconcertada. Sin Jesús se sentía perdida.
Los otros evangelistas recogen otra tradición que describe la búsqueda de todo el grupo de mujeres. No podían olvidar al
Maestro que las había acogido como discípulas: su amor las llevó hasta el sepulcro. No encontraron allí a Jesús, pero escucharon el mensaje que les indicaba hacia dónde debían orientar su
búsqueda: “¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado” (Lc 24,5).
La fe en Jesús resucitado no nace tampoco hoy en nosotros de forma espontánea, solo porque lo hemos escuchado desde niños a catequistas o predicadores. Para abrirnos a la fe en la
resurrección de Jesús hemos de hacer nuestro propio recorrido. Es
decisivo no olvidar a Jesús, amarlo con pasión y buscarlo con todas nuestras fuerzas, pero no en el mundo de los muertos. «Al que vive» hay que buscarlo donde hay vida.
Si queremos encontrarnos con Jesús resucitado, lleno de vida y de fuerza creadora, lo hemos de buscar no en una religión muerta, reducida al cumplimiento y la observancia externa de leyes y
normas, sino allí donde se vive según el Espíritu de Jesús, acogido con fe, amor y responsabilidad por sus seguidores.
Lo hemos de buscar no entre cristianos divididos y enfrentados en luchas estériles, vacías de amor a Jesús y de pasión por el
Evangelio, sino allí donde vamos construyendo comunidades que ponen a Jesucristo en su centro, porque saben que
«donde están reunidos dos o tres en su nombre, allí está él» (Mt 18,20).
«Al que vive» no lo encontraremos en una fe estancada y
rutinaria, gastada por toda clase de tópicos y fórmulas vacías de experiencia, sino buscando una calidad nueva en nuestra relación con él y en nuestra identificación con su proyecto. Un Jesús
apagado e inerte, que no enamora ni seduce, que no toca los corazones ni contagia su libertad, es un «Jesús muerto». No es el Cristo vivo, resucitado por el Padre. No es el que vive y hace vivir.
«Ustedes lo mataron, pero Dios lo resucitó» (Hch 5,30). Esto es lo que predican con fe los discípulos de Jesús por las calles de
Jerusalén a los pocos días de su ejecución. Para ellos, la
resurrección es la respuesta de Dios a la acción injusta y criminal de quienes quisieron callar para siempre su voz y anular de raíz su proyecto de un mundo más justo.
No lo hemos de olvidar. En el corazón de nuestra fe hay un Crucificado al que Dios le dio la razón. En el centro mismo de la Iglesia hay una víctima a la que Dios ha hecho justicia. Una vida crucificada, pero vivida en el espíritu de Jesús, no terminará en fracaso, sino en resurrección.
Esto cambia totalmente el sentido de nuestros esfuerzos, penas, trabajos y sufrimientos por un mundo más humano y una vida más dichosa para todos. Vivir pensando en los que sufren, estar cerca de los más desvalidos, echar una mano a los indefensos…, como lo hizo Jesús, no es algo absurdo. Es caminar hacia el Misterio de un Dios que resucitará para siempre nuestras vidas.
Creer en el Resucitado es resistirnos a aceptar que nuestra vida termine, finalmente, en una tumba fría. Creer en el Resucitado es esperar que haya «justicia total» para todas las víctimas inocentes de la historia humana, una justicia que impida la impunidad humana.
Creer en el Resucitado es abrirnos a la esperanza de un mañana mejor, donde ya no habrá pobreza ni dolor; nadie estará triste, nadie tendrá que llorar. Por fin podremos ver a los inmigrantes
llegar a su verdadera patria.
Creer en el Resucitado es saber que todo lo que aquí quedó a medias, lo que no pudo ser, lo que estropeamos con nuestra torpeza o nuestro pecado, todo alcanzará en Dios su plenitud.
Nada se perderá de lo que hemos vivido con amor o a lo que hemos renunciado por amor.
Creer en el Resucitado es esperar que las horas alegres y las experiencias amargas, las
«huellas» que hemos dejado en las personas y en las cosas, lo » que hemos dejado en las personas y en las cosas, lo que hemos construido con amor, quedará transfigurado. Ya no conoceremos la amistad que termina, la fiesta que se acaba ni la despedida que entristece. «Dios será todo en todos» (1 Cor 15,28).
El mejor testimonio en favor de la resurrección del Señor Jesús no es la tumba vacía, ni los relatos de apariciones, sino la conversión de los discípulos. Si la muerte del líder los dispersó, la resurrección de Jesús los volverá a reunir; si la muerte del Maestro los alejó de Jerusalén, su resurrección los hará retornar; si la cobardía los llevó a negarlo y hasta abandonarlo en Getsemaní, la resurrección los transformará en hombres y mujeres valientes, capaces de afrontar la persecución, la cárcel, los azotes, hasta la muerte; si antes de la Pascua eran personas reservadas, la experiencia del
Resucitado los sacará de su mutismo y los hará predicadores
valientes de esta Buena Noticia.
Nuestro compromiso en la historia humana es ser testigos del Resucitado. No basta con una simple confesión de labios («el Señor resucitó»); hay que confirmarlo con la vida. La prueba más convincente de que el Señor está vivo, tiene que ser nuestra conversión. Si él es capaz de sacarnos de nuestro egoísmo y
convertirnos en hombres y mujeres justos, será la mejor prueba de que está vivo y resucitado. Que podamos decir con convicción:
¡cuando yo me encontré con el Señor Jesús resucitado, mi vida cambio! Y que esa convicción la confirme nuestra nueva manera de actuar.
Consagración
Señor de los Milagros, porque te amo, he venido a visitarte para alabarte, bendecirte, y darte gracias por tantos favores que me has concedido.
Señor de los Milagros, porque te amo, me arrepiento de los pecados que he cometido. Te prometo comenzar desde hoy una vida nueva.
Señor de los Milagros, porque te amo, quiero verte presente en mis hermanos.
Señor de los Milagros, porque te amo, he venido a suplicarte como el leproso del evangelio: Señor, si quieres, puedes curarme. Perdona mis pecados y cura las enfermedades que me hacen sufrir.
Señor de los Milagros, porque te amo, me consagro a tu servicio con mi familia, mis seres queridos, mis trabajos, estudios, problemas y alegrías.
Señor de los Milagros, porque te amo, quiero vivir contigo durante la vida para vivir contigo en el cielo.
Oh María, Madre del Perpetuo Socorro, presenta esta consagración a tu divino Hijo. Amén.
Gozos al Señor de los Milagros
1. Para salvar tus corderos te llamaste Buen Pastor, y con ese inmenso amor cruzaste nuestros senderos, Dios y Hombre verdadero: nuestro guía y nuestra luz. Milagroso buen Jesús Sálvenos tu Santa Cruz, Bondadoso buen Jesús, Eres vida, gozo luz.
2. El Reino fue tu programa, la justicia y la hermandad, la paz y la caridad que un nuevo mundo proclama y que el corazón inflama, peregrino de Emaús. Milagroso buen Jesús Sálvenos tu Santa Cruz, Bondadoso buen Jesús, Eres vida, gozo y luz.
3. Admirable caridad de una indígena sencilla, que te obliga – oh maravilla- a volver una vez más para mostrar tu bondad, amable y dulce Jesús. Milagroso buen Jesús Sálvenos tu Santa Cruz, Bondadoso buen Jesús, Eres vida, gozo y luz.
4. Tras la noche más oscura se hace el mundo luminoso porque el Cristo Milagroso- como un astro de luz pura- sobre los pueblos fulgura desde el árbol de la cruz. Milagroso buen Jesús Sálvenos tu Santa Cruz, Bondadoso buen Jesús, Eres vida, gozo y luz.
5. Multiplicas los portentos como en tu vida terrena, cambias en gozo las penas y en gracia los sufrimientos, a los tristes das contento y pan a la multitud. Milagroso buen Jesús Sálvenos tu Santa Cruz, Bondadoso buen Jesús, Eres vida, gozo y luz.
6. Vamos haciendo camino entre gozos y dolor. Mira al pueblo en aflicción, Samaritano Divino, y que tu aceite y tu vino hagan fecunda la cruz. Milagroso buen Jesús Sálvenos tu Santa Cruz, Bondadoso buen Jesús, Eres vida, gozo y luz.
7. Oh profeta de la vida, pregonero de la paz, concédenos superar la violencia fratricida. Cambia, Señor, las heridas en justicia y rectitud.
Milagroso buen Jesús Sálvenos tu Santa Cruz, Bondadoso buen Jesús, Eres vida, gozo y luz.
Oración final para todos los días
Dios Padre misericordioso, tu gloria llena el universo y toda la creación proclama tu sabiduría. Pero has querido hacerte el encontradizo en nuestro camino para demostrarnos tu amor y el deseo que tienes de salvarnos.
Con el pueblo de Israel te encontrabas en la tienda del tabernáculo y, más tarde, en el esplendor del templo de Jerusalén. Y al llegar la plenitud de los tiempos te hiciste
totalmente cercano enviándonos a tu Hijo como Redentor. Él es el nuevo templo, el lugar de encuentro entre lo humano y lo divino.
Hemos venido hasta este sitio para responder a la invitación que tu Hijo nos ha hecho:
Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, que yo los aliviaré de sus cargas. Porque sólo Él es la palabra de vida eterna y sólo Él puede dar respuesta a las preguntas angustiosas de la existencia.
Padre de bondad, concédenos la gracia de que esta visita sea para nosotros fuente de gozo y de vida nueva. Que
encontremos alguien que nos diga: En el nombre de Jesucristo, levántate y anda y nos podamos alzar de nuestra opresión y de nuestras tristezas. Y entremos en tu templo alabando tu ternura para con los humildes.
Envíanos la fuerza de tu Espíritu para renovarnos interiormente con tu perdón y ser como piedras vivas del templo de tu Iglesia.
María, madre de Jesús y madre nuestra, acompáñanos en nuestra oración. Amén
Bendición
PADRE NUESTRO QUE ESTÁS EN LOS CIELOS…
DIOS TE SALVE, MARÍA, LLENA ERES DE GRACIA…
GLORIA AL PADRE Y AL HIJO Y AL ESPÍRITU…
Que la gracia y la bendición del Señor de los Milagros esté con cada uno de nosotros. La paz de su semblante nos tranquilice.
Los méritos de su cruz nos defiendan.
El amor de su corazón nos inflame. Los sufrimientos de su Pasión nos consuelen. El resplandor de sus llagas ilumine cada una de nuestras palabras y acciones. Y sus brazos amorosos nos acojan algún día en la gloria eterna del cielo.
Y la bendición de Dios todo poderos: Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre nosotros y permanezca para siempre.
Amén