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Cuerpo y subjetividad femeninos - espacios de violencia, transgresión y placer en "Cambio de armas" de Luisa Valenzuela

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Academic year: 2020

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violencia, transgresión y placer en "Cambio de

armas" de Luisa Valenzuela

Daniela Marín González

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Cuerpo y subjetividad

femeninos: espacios de

violencia, transgresión y

placer en "Cambio de

armas" de Luisa Valenzuela

Trabajo monográfico de pregrado para el título de literata

Presenta:

Daniela Marín González

Dirige:

Carolina Alzate

Universidad de los Andes de Colombia

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Debo hablar sobre la escritura de las mujeres: sobre lo que yo voy a hacer. La mujer debe escribirse a ella misma: debe escribir sobre las mujeres y traer las mujeres a la escritura, de donde han sido alejadas tan violentamente como de sus cuerpos –por las mismas razones, por la misma ley, con la misma fatal meta. La mujer debe ponerse a ella misma en el texto –así como en el mundo y en la historia –gracias a su propio movimiento.

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A Leydit y Fernando por el amor A Camila y Sara Sofía por la camaradería A Rafael, Andrey y Diana por la constancia A Daniel Alejandro, María Isabel y Leonard por la paciencia

A Sergio, Amel y Pedro por las risas A Carolina Alzate por la persistencia A María Mercedes Andrade por la amistad A Carolina Sanín por la firmeza A David Solodkow por el cuidado

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Índice

Cuerpo y subjetividad femeninos: espacios de violencia, transgresión

y placer en "Cambio de armas" de Luisa Valenzuela

Introducción………....6

El primer orden: “y así se hizo la luz”………...7

El cuerpo significante………....14

Buscar, redescubrir, recordar……….22

Escribir(se): el placer del cuerpo, el placer del texto………...31

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Introducción

En medio de una crisis política y económica que azotaba a Argentina, Luisa Valenzuela tuvo que salir de su país y permanecer en los Estados Unidos durante diez años. Allí se publicó Cambio de armas en 1982. Entre 1976 y 1983 Argentina estuvo bajo el mando de una dictadura militar encabezada por Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti. Esta dictadura fue caracterizada por actos de tortura, desapariciones y matanzas sistemáticas. A este tipo de violencia responde Luisa Valenzuela con esta recopilación de cuentos, que son de alguna forma testimonio de lo que allí pasaba y que ella ahora debía ver desde la distancia.

Mi trabajo se concentra en el cuento que le da nombre al libro: “Cambio de armas”, que es el último de ellos. “Cambio de armas” cuenta la historia de Laura, una mujer que vive

con un militar llamado Roque. Lo primero que se nos dice es que Laura no recuerda mucho de su pasado y que tampoco sabe muy bien qué hace allí. Todas las cosas de la casa, que es donde acontece toda la acción, parecen decir que ella se ha casado con Roque. A lo largo del cuento la lectora va descubriendo que la nueva vida de Laura obedece a todo un proceso de tortura previo. Ella había sido atrapada en alguna clase de ataque contra la organización militar de Roque, y ella le apuntaba con su revólver. Ahora él, después de latigazos continuos y de un periodo de tortura psicológica, la tiene bajo su poder, como una niña, para ser violada en casa y para ser mostrada a modo de trofeo. Sin embargo, esos momentos en casa permiten que Laura vaya recordando algunas cosas, reconociéndose y reconociendo su cuerpo, lo que permitirá al final una subversión y un cambio de armas. Por esta razón este trabajo toma

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como tema principal el cuerpo femenino como lugar sobre el que se trazan los discursos de violencia patriarcal, pero también como lugar para el conocimiento y para la gestación de una revolución, que aunque en el cuento solo abarque lo doméstico, habla metonímicamente de todo un cuerpo nacional argentino subyugado y violentado, que recuerda la afirmación que hace Marta Morello-Frosch en “Relecturas del cuerpo en Cambio de armas de Luisa Valenzuela” (1996): “durante este periodo [el del Proceso de reorganización nacional

(1976-1983)] el discurso oficial autoritario utilizó la metáfora del cuerpo (enfermo) para referirse a la situación política nacional justificando así textualmente el proceso de ‘saneamiento’ por el que se fracturaban cuerpo e identidades” (115). De esta forma, matar, desaparecer, violentar, se justificaron en pro de una limpieza social nacional. Violentar a la mujer que previamente ha sido rebelde y gestar una revolución es otra forma de restaurar una normalidad, de privilegiar al hombre como líder de la nación, de entronizar al patriarca, de glorificar al hombre como sujeto, de cosificar el cuerpo femenino.

I. El primer orden : “y así se hizo la luz”

Entonces Jehová Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras este dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar. Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre. Dijo entonces Adán: esto es ahora hueso de mis huesos y carne de mi carne; esta será llamada Varona, porque del varón fue tomada. Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne. Génesis 2, 21-24

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Laura es una olvidada de sí misma. Las primeras líneas que se leen en “Cambio de armas” dicen que a Laura “no le asombra para nada el hecho de estar sin memoria, de sentirse

totalmente desnuda de recuerdos. Quizá ni siquiera se dé cuenta de que vive en cero absoluto” (Valenzuela 113). Laura es una persona sin memoria, casi sin pensamientos, sin construcción de una subjetividad. Hay una normalidad vigente: el desconocimiento y una aparente voluntad de no saber. Laura es un personaje sin pasado, clavada totalmente en el presente, sin dejar rastro en la vida pública, sin proyectar un futuro. ¿Para qué saber? Saber implica un pasado sobre el que se construye un conocimiento, y luego un proyecto a futuro que cuestiona ese nuevo conocimiento. Saber es saberse bajo el yugo de una ideología dominante, que Laura ignora durante la primera parte del cuento.

Un personaje sin memoria no escribe, no se piensa, no tiene identidad. Vive en un ahora eterno. No ve hacia atrás ni hacia delante. No se reconoce parte de una sociedad, ni de una comunidad, ni de un grupo mínimo. ¿Se sabe Laura mujer? Está Martina, que es mujer, para recordarle su condición femenina en esa sociedad pequeñoburguesa en la que habitan: dos mujeres en el escalón de abajo de poder con respecto al hombre, Roque, don Roque, la roca fundamental, lo esencial frente la inesencialidad de Laura, frente la inesencialidad de Martina.

Laura, falta de recuerdos, falta de “yo”, inexplicada, inexplicable por estar fuera, como Helena: “Helena, ella está en cierto modo «fuera». Pero ella no puede apropiarse de

ese «fuera» (incluso es raro que tenga ganas), es su fuera de él: él fuera, a condición de que él no sea lo absolutamente exterior, el extranjero no familiar que se le escaparía. Ella permanece, por tanto, en un fuera doméstico” (Cixous 20. “La joven nacida”). Helena-Laura,

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el otro-doméstico, el otro-aquí, el otro-narrado, la no-historia, las no-sujeto. Un fuera que no es fuera del sistema, sino un fuera de la posibilidad de emitir un discurso dentro de lo simbólico (dentro del discurso masculino-opresor), fuera de un lugar para decir “yo”. Laura en casa, Laura en la habitación. Nunca en la ventana (una ventana cerrada y sellada en la narración), nunca fuera (en lo público, en la plaza -lugar de lo público-), siempre en esa casa, medio rosada, ¿útero?, contenedora, lugar de la clausura. Y la puerta ahí, la conexión con un afuera, la puerta a la que sí acceden Roque y sus amigos.

Ella “quizá ni se dé cuenta de que vive en cero absoluto” (Valenzuela 113), su

presente es su siempre. No hay cuestionamientos, no hay preguntas, no hay dudas. Es un presente eterno, absoluto, plano. “Loca no está. De eso al menos se siente segura aunque a

veces se pregunte -y hasta lo comente con Martina- de dónde sacará ese concepto de locura y también la certidumbre. Pero al menos sabe, sabe que no, que no se trata de un escaparse de la razón o del entendimiento, sino de un estado general de olvido que no le resulta del todo desagradable. Y para nada angustiante” (115). Una Laura olvidada de sí misma, en el lugar cómodo de la ignorancia, en el lugar cómodo-doméstico. Loca no está y ni siquiera ha pensado en que hay un sistema y que quizá puede cambiarlo. Los cuerdos lo reproducen y lo aceptan: Laura en casa, Laura no pregunta, Laura no habla, Laura no se habla. Laura, cumplidora de su deber: objeto de deseo, objeto sexual, receptáculo vacío, tábula rasa, hoja en blanco. Desconocedora de discursos, dibujan sobre ella (Roque, más que todo Roque) lo que quieren ver, y sin pasado ni futuro, ella acepta. ¿Angustia de qué si se desconoce todo afuera y todo dentro del sistema?, sin historia, casi sin palabra, como los lotófagos (los incivilizados, la otredad de Odiseo) de la Odisea. Más nada que animal.

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Laura está casi-fuera y casi-dentro del lenguaje, las palabra que tiene, el discurso que ahora se forma, es un lenguaje re-aprendido. Hubo un lenguaje anterior que al parecer conformaba sus ideas, sus posturas políticas, sus deseos. Y luego el olvido y la tortura. Y después re-aprender, re-entrar en el sistema (la lucha constante, mujer en tensión siempre: ¿desde qué lenguaje hablar?). Desconoce y reconoce significados y significantes, se apropia poco a poco de las palabras, de un discurso siempre doméstico. “Le han dicho que se llama Laura pero eso también forma parte de la nebulosa de su vida” (113), ni su nombre conoce, ni su proveniencia. Se llama como la llaman, es como la narran. ¿Laura?, ¿“loca no está”?, y, ¿de dónde ese concepto? Discurso de hombre y Laura bajo el yugo del hombre. Las palabras que le facilitan son las de la casa: llaves, té, cama, espejo, ventana. Fuera, nada. Pero ella fuera, el otro-fuera-doméstico. Y entonces esas palabras solo válidas en un aquí-hogar: “ella, la llamada Laura, de este lado de la llamada puerta, con sus llamados cerrojos y su

llamada llave pidiéndole a gritos que transgreda el límite (...) y la fascinación de un otro lado que ella no se decide a enfrentar” (114). Y surge la pregunta: ¿cómo es que estos significantes

no coinciden con sus significados? Unas llaves para no abrir el cerrojo, una ventana para no abrirse, un límite para no transgredirse: un mundo al revés para el hombre, la normalidad para Laura. ¿Y cómo funciona?, ¿cómo re-aprende?, ¿cómo se va re-edificando Laura?: “language conceals an invincible adversary, because it’s the language of men and their grammar (...) woman has always functioned ‘within’ the discourse of man, a signifier has

always referred back to the opposite signifier which annihilates its specific energy and diminishes or stifles its very different sounds” (Cixous 887. “The Laugh of the Medusa”). Lenguaje de oposiciones, una que se deriva de otra, contrarios que no se alimentan mutuamente: mujer que sale del hombre como un anexo (de su costilla) y no como necesaria o diferencia. “Noche para su día, así se ha imaginado desde siempre. Oscuridad para su

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blancura. Excluida del espacio de su sistema, ella es la inhibición que asegura al sistema su funcionamiento” (Cixous 20. “La joven nacida”). El primer orden es este: el de los opuestos.

Había escrito Simone de Beauvoir en El segundo sexo (1949) que la mujer ha sido sobrecorporeizada en virtud de una negación de subjetivización. Se ha pensado la mujer solo como cuerpo, materia, fuera de la posibilidad de obtener poder simbólico, fuera de un “yo” trascendente. Laura, solo materia, solo objeto de placer (que no obtiene placer en el primer orden): “una ella borrada es lo que él requiere, un ser maleable para armarlo a su antojo. Ella se siente de barro, dúctil y cambiante, y sus voces internas aúllan de rabia y golpean las paredes de su cuerpo mientras él va moldeándola a su antojo” (Valenzuela 138). Un cuerpo

maleable, cambiable, imperdurable, siempre bajo la voluntad de otro, falto de deseos propios y de sujeto. Materia prima, colonizada, a la orden del discurso opresor. “-No pienses, no te

tortures, vení conmigo, así estás bien, no cierres los ojos. No pienses. No te tortures (dejame a mí torturarte, dejame ser dueño de todo tu dolor, de tus angustias, no te me escapes)” (132), dice Roque. Déjame que yo-sujeto-hombre-blanco te moldee a la manera que me sirves: para mi placer, para tu inmanencia, para tu no-trascendencia. No pienses, que si piensas me descubres. Déjame moldearte siempre para que seas espejo, para que dobles mi imagen, como dijo Woolf en Una habitación propia (1929):

durante todo estos siglos, las mujeres han sido espejos dotados del mágico y delicioso poder de reflejar una silueta del hombre del tamaño doble del natural (...), por eso, tanto Napoleón como Mussolini insisten tan marcadamente en la inferioridad de las mujeres, ya que si ellas no fueran inferiores, ellos cesarían de agrandarse”. (51)

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Lo agranda siempre. Roque/Laura. La pequeñez, oposición de su grandeza. Laura, dobladora de tamaño, la mujer de todos, la mujer de siempre, mujer eterna, incambiable, siempre mansa, siempre en casa, dadora de triunfos heroicos a los hombres grandes de la historia, que habitan lo público.

Y Laura, habitáculo de su cuerpo. ¿Qué ocupa el cuerpo de Laura si Laura es solo cuerpo? Y cuerpo no-pensado. Solo masa para que otros amasen. Otros hombres. Materia sin razón. Mujer no pensada por sí misma porque no es sujeto: “hemos interiorizado el horror a

lo oscuro. No han tenido ojos para ellas mismas. No han ido a explorar su casa. Su sexo les asusta aún ahora. Les han colonizado el cuerpo del que no se atreven a gozar. La mujer tiene miedo y asco de la mujer” (Cixous 21. “La joven nacida”). Mujer que tiene miedo de sí

misma, que no escudriña su cuerpo, que no lee en su interior, que siente pero no habla, cuerpo que existe pero que no emite un discurso propio, cuerpo que significa, pero solo para otros. Cuerpo de mujer, cuerpo incompleto según otros, tan falto de amor como de falo:

‘la hembra es hembra en virtud de cierta falta de cualidades’, decía Aristóteles. ‘Debemos considerar que el carácter de las mujeres padece de un defecto natural’. Y, después de él, Santo Tomás decreta que la mujer es un ‘nombre frustrado’, un ser ‘ocasional’. Esto se simboliza en la historia del

Génesis, donde Eva, según palabras de Bossuet, aparece extraída de un ‘hueso supernumerario’ de Adán. La humanidad es macho, y el hombre define a la

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Cuerpo sin falo, cuerpo carente, mujer que por definición es pobre a falta de pene-poder. Decretada caída, cuerpo anormal, incompleto, imperfecto, inconcluso, inacabado, defectuoso. Mujer, ¿humana? A falta de razón, puesta en oposición al hombre-blanco-racional, mujer-negra-salvaje. ¿Humana?, ¿humana?

Puesta del lado de la columna derecha, siempre. Laura tiene miedo al cambio: “Actividad/pasividad, Sol/Luna, Cultura/Naturaleza, Día/Noche, Padre/Madre, Razón/sentimiento, Inteligible/sensible, Logos/Pathos” (Cixous 13. “La joven nacida”).

Definida a partir de un otro siempre imperante y ella en la oposición pasiva. Lugar cómodo por ser el lugar del no-saber. Lugar seguro para no entrar en discusión. Pero también miedo de transgredir el margen que delimita el ser mujer. Discurso de hombre operado por la impresión de miedo (¿a dónde más puede ir Laura?), de amenaza física (el rebenque) y discursiva: no te tortures (yo te torturo), no te explores (yo te narro), no te ames (yo te quiero para mí). Miedo hacia fuera y miedo hacia adentro: miedo a amarse y verse, “most of all, don’t go into the forest. And so we have internalized this horror of the black” (Cixous 878. “The Laugh of the Medusa”); y miedo a cruzar la puerta; y miedo al negro, al pozo negro que

esconde el cuerpo femenino, emisor de mensajes sin voz todavía, vetado por el hombre y por Laura misma.

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II. El cuerpo significante

Tú, hombre dueño que me cabalga o lo pretende, y yo, que te parezco seguir en ese juego, consentir en él, pero en realidad rehusándolo, caminando ya en otros laberintos, ciertamente tórridos, más trayectos míos. Porque solo te importa verdaderamente mi posesión: yo tu tierra, tu colonia, tu

árbol-sombra-programado para calmar los sentidos. También tú me quieres de clausura: tú mismo mi convento, mi única ambición, en definitiva mi único desierto. “Primera carta II” de las Tres Marías en Nuevas cartas portuguesas.

Hay una ley en casa de Laura, hay unas normas estipuladas y unos castigos concretos para unas violaciones de la ley determinadas. Laura tiene permitidas ciertas acciones como la desnudez en casa y pedir la comida que desee cuando desee. Tiene, en cambio, unas prohibiciones determinadas como hacer demasiadas preguntas o negarse a tener sexo. Todas estas normas obedecen a la ley del padre de la casa, Roque, quien ha construido esa pequeña nación para Laura, que es en todo caso reflejo de un “afuera” de la casa: la dictadura

acechante, la opresión del débil, la institución familiar como núcleo y reflejo a nivel micro de la nación. Sin embargo esas normas particulares obedecen a una ley anterior, más amplia, que cobija la norma y el castigo. Dice Foucault en El pensamiento del afuera (1966) que “la ley, soberanamente, asedia las ciudades, las instituciones, las conductas y los gestos; se haga lo que se haga, por grandes que sean el desorden y la incuria, ella ya ha desplegado sus poderes” (21). Foucault se refiere a la Ley más grande, la ley absoluta, no la ley del papel,

sino la que se vela y se esconde, la que se inmiscuye en las palabras y cuya principal característica es la disimulación:

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¿Cómo se podría conocer la ley y experimentarla realmente, cómo se podría obligarla a hacerse visible, a ejercer abiertamente sus poderes, a hablar, si no se la provocara, si no se la acosara en sus atrincheramientos, si no se fuera resueltamente siempre más allá, en dirección al afuera donde ella se encuentra cada vez más retirada? ¿Cómo ver su invisibilidad, sino oculta en el reverso del castigo, que no es después de todo más que la ley infringida, furiosa, fuera de sí? (22)

Laura recibe diversos castigos a lo largo del cuento: ver el látigo, por ejemplo, recordarlo y así sufrir una tortura psicológica que la devuelve a la docilidad de la que había querido escapar, volver a la ley. La cicatriz en su espalda es la manifestación de una ley creada, el espacio material de la memoria, la respuesta del dictador a la subversión. Pero, ¿cuáles son las posibilidades de escapar a esa ley? Si “la ley es esa sombra hacia la que necesariamente

se dirige cada gesto en la medida en que ella es la sombra misma del gesto que se insinúa” (Foucault 23), cada acción retadora termina por convertirse en la ley misma, y de esta forma, la ley contiene todas las posibilidades y sus respuestas. Cada intento de subvertirla, incluso si parece lograrse, está previamente contemplado por la ley. Pensemos, por ejemplo, en el momento en el que Laura obtiene el revólver. La pregunta que la lectora puede hacerse es: ¿se combate un sistema de violencia con violencia?, ¿se combate la escritura con la escritura?, ¿por qué están las llaves puestas en el buró, como posibilidad de escape, tan fácil, y aun así Laura sospecha que no se ajustan a la cerradura? Es la invisibilización de la ley: la puerta falsa. La ley misma ofrece un supuesto sistema de escape, ofrece un espejismo de fuga, una posibilidad: la distancia crítica. Verse oprimida, verse lejana y reconocerse y

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reconocer su cuerpo portador del castigo, le permite a Laura (siempre dentro de la ley) ver por un momento la ley, reconocer su funcionamiento y vislumbrar su invisibilidad.

Esa primera ley, la ley del padre, toma formas materiales, aunque en un primer momento no lo parezca. Louis Althusser, en Ideología y aparatos ideológicos del Estado (1970), define el término “ideología” de la siguiente forma: “la ideología representa la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones reales de existencia” (57). Así, la relación que establece el individuo con su entorno material obedece a unos nexos imaginarios entre sujeto y realidad, los cuales se convierten en objetos de representación. Althusser explica que “no considerando más que un sujeto (un individuo cualquiera), diremos que la existencia de las ideas de su creencia es material, en cuanto que sus ideas son actos materiales, reguladas a su vez por el aparato ideológico material del que dependen las ideas de ese sujeto” (66). Cada acto que lleva a cabo cualquiera de los personajes del cuento obedece a una ley absoluta anterior, a una ideología que todo lo cobija. La ideología que rige el mundo de la casa de Roque, que la lectora sospecha que rige también el mundo exterior a esa casa, se manifiesta, por ejemplo, cuando Roque le da un vestido a Laura para que lleve en la reunión con sus amigos: Laura trofeo, cosa para mostrar, belleza materializada; se manifiesta también cada vez que la llama “puta”: Laura objeto sexual, Laura dadora de

placer; o por ejemplo, todas las veces que recibió latigazos: Laura espacio para la violencia, Laura esclava, Laura paciente. Cada una de estas prácticas son ecos de una ideología patriarcal. Cada acto materializa ese pensamiento, vuelve tangibles las ideas del padre.

Bajo esa ley, y bajo esa ideología que siempre se materializa, están sometidos los cuerpos. El de Roque, el de Laura, el de Martina, el de los guardaespaldas. Cómo se comporta

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cada uno y qué acciones lleva a cabo materializan una manera de relacionarse con la realidad. El cuerpo, su forma y las acciones que llevan a cabo son susceptibles al cambio, en tanto ley e ideología se van transformando, y así mismo, cada cuerpo emite un discurso, que lo hace significante y lo hace significar.

Según Rosi Braidotti,

el cuerpo se refiere a un estrato de materialidad corporal, a un sustrato de materia viva dotada de memoria. Siguiendo a Deleuze, entiendo esto como un fluir puro de energía, capaz de múltiples variaciones. El sí mismo, entendido como una entidad dotada de identidad, está anclado en esta materia viva, cuya materialidad está codificada y representada en el lenguaje. La visión que propongo aquí, posterior a la visión psicoanalítica del sujeto corpóreo, implica que el cuerpo no puede captarse o representarse plenamente: excede la representación. Para mí, la identidad es un juego de aspectos múltiples, fracturados, del sí mismo; es “relacional”, por cuanto requiere un vínculo con el “otro”; es retrospectiva, por cuanto se fija en virtud de la memoria y los

recuerdos, en un proceso genealógico. Por último, la identidad está hecha de sucesivas identificaciones, es decir, de imágenes inconscientes internalizadas que escapan al control racional. (195)

Así, para Braidotti, pensar en el cuerpo, decir qué es el cuerpo, depende de varios aspectos: la representación, la identidad, las relaciones con otros cuerpos, la memoria, la subjetivación. De esta forma, en tanto se define a partir de todo estos aspectos, una representación total es

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improbable, depende de una perspectiva y de un énfasis, es fragmentaria siempre. El cuerpo de Laura, como materia viva dotada de memoria, obedece igualmente a estos aspectos. La pregunta que se hace la lectora, entonces, es: ¿cómo se representa este cuerpo de Laura?, ¿qué significa?, ¿cómo significa?, ¿es posible un cambio en la significación?

Y Laura, ¿cómo se siente?, ¿cómo siente su cuerpo? “Extraña es como se siente.

Extranjera, distinta. ¿Distinta de quiénes, de las demás mujeres, de sí misma? Por eso corre de vuelta al dormitorio a mirarse en el gran espejo del ropero” (Valenzuela 118). Ella

reconoce la soberanía que ejerce sobre su cuerpo, primeramente, al reconocerlo como diferente de otros. Decía Derrida en La différance (1968) que el signo juega su sentido en tanto difiere de otros (tanto para el significado como para el significante), y explica:

el signo, se suele decir, se pone en lugar de la cosa misma, de la cosa presente, “cosa” vale aquí tanto por el sentido como por el referente. El signo representa

lo presente en su ausencia. Tiene lugar en ello. Cuando no podemos tomar o mostrar la cosa, digamos lo presente, el ser‐presente, cuando lo presente no se presenta, significamos, pasamos por el rodeo del signo. (8)

Así, el signo resulta ser la marca de una presencia diferida. Una no presencia constante. De esta forma, el significante se convierte en un rodeo de lo que no está, y a partir de la creación de discurso con significantes, se comienza a significar. Por tanto, el significante no obtiene su condición de aparato que significa, sino en su diferencia de otros significantes, de otras formas. El cuerpo, portador de discursos, se configura como un significante de esta misma manera en “Cambio de armas”. El cuerpo de Laura se hace “su cuerpo” en el momento en

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que es capaz de identificarlo como diferente del cuerpo de Roque, del de Martina, del de los guardaespaldas o del de los amigos de Roque. Así, asistimos al orden de la metonimia, más que al de la metáfora: el cuerpo de Laura no representa “los cuerpos”, es más bien un cuerpo

que convive con cuerpos, es una extensión de otros cuerpos y que difiere de ellos, en tanto significante, por su ausencia. Así, el cuerpo de Laura designa una ideología supuestamente ausente, que se vuelve presente a partir del cuerpo mismo y de las prácticas inscritas en él. Sin embargo, la ideología, como el significado, es presencia diferida: así como el significado de la palabra necesita otras palabras (significantes) para definirse y por tanto se difiere al infinito, la ideología y la ley se invisibilizan en el cuerpo. Podría pensarse así que el espejismo al que nos somete el significado (la presencia) es comparable a la estrategia de invisibilización de la ley y la ideología: el cuerpo/significante, aunque materialización de la ideología, tiene detrás una no-presencia, por ser presencia absoluta, un diferencia al infinito, porque la ley se esconde tras sí misma.

Por otro lado, el cuerpo como signo, significado y significante, es entonces un espacio para la inserción de discursos. Una mirada atenta, que podría ser lo que Foucault llamó “la distancia crítica”, permite leer este significante, ver qué está diciendo el cuerpo de Laura.

¿Qué está escrito en el cuerpo de Laura? La cicatriz en su espalda, por ejemplo, es una forma inscrita en ella, está diciendo que está bajo el yugo de un poder que la oprime y que se acerca a ella desde la violencia física y psicológica. Significa también que hay una sobrecorporalización de su humanidad, y que su cuerpo se ha convertido en su definición para ese otro superior: el padre. La violencia ejercida y duradera sobre su cuerpo habla de quién es su dueño, para quién existe y quien controla sus movimientos corporales: Roque a Laura, como el ganadero marca a las vacas. Y a pesar de que ella parece haber olvidado su

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pasado, el cuerpo no olvida y la cicatriz permanece. Están, por otro lado, las prácticas que Laura lleva a cabo en su cotidianidad: llevar el vestido nuevo y caro que le regala Roque, ver las llaves y no tocarlas, y hablar poco son todas formas en la que su cuerpo significa en tanto produce estos actos, reflejo de la ideología hegemónica de esa casa y a partir de esas acciones se configura su feminidad: el uso de determinadas ropas, el miedo y el silencio permanentes. Así, como indica Sharon Magnarelli en su artículo “Luisa Valenzuela: cuerpos que escriben

(metonímicamente hablando) y la metáfora peligrosa” (1996),

el Coronel de ‘Cambio de armas’ ha re-escrito a Laura; no sólo le ha dejado

marcada la espalda (una cicatriz que él la fuerza a mirar con frecuencia, para que vea la inscripción del poder del amo), sino que además ha borrado su pasado e incluso su lenguaje, imponiéndole el suyo. O al menos así parece hasta que en los últimos momentos del texto ella le apunta con ‘este instrumento negro que él llama revólver’ (Cambio 146), y el lector se queda

preguntándose si ahora va a ser ella quien escriba su cuerpo. (57)

Hay una doble escritura sobre el cuerpo de Laura: la material y la simbólica, que aunque diferentes, no se separan. Es por esto que “una ella borrada es lo que él requiere, un ser maleable para armarlo a su antojo. Ella se siente de barro, dúctil y cambiante, y sus voces internas aúllan de rabia y golpean las paredes de su cuerpo mientras él va moldeándola a su antojo” (Valenzuela 138). Las palabras que se usan para decir esto hacen referencia a elementos materiales, artesanales: de barro, dúctil, moldeándola. Laura es en el cuento una cosa a la que se le da forma para llegar a un propósito: la mujer esperada, eco de Eva (hecho

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el hombre de barro y ella de una costilla de un hombre de barro), moldeable su cuerpo y moldeable el discurso que la contiene, su subjetividad.

Así, Roque/hombre/dios ha escrito sobre Laura un deber ser de su feminidad, representado en su cuerpo y en su praxis. Como indica Nelly Martínez en El silencio que habla: aproximación a la obra de Luisa Valenzuela (1994), “en un mundo como el nuestro en que lo nombrado, lo discursiva o simbólicamente organizado, adquiere estatuto de ‘realidad’ (...), el nombrar del varón a la larga se identifica con el poder de crear: es esta

precisamente la problemática entrañada en el falogocentrismo ancestral que la autora busca deconstruir con su práctica narrativa” (27). De esta forma, el coronel, identificado con el dios

creador masculino, ha adquirido derechos sobre el cuerpo de Laura y lo moldea a su antojo material y simbólicamente, y aprovecha la flexibilidad del cuerpo y de la subjetividad de Laura para construir una subjetividad que no solo la define dentro de una comunidad patriarcal, sino que también ella internaliza como una subjetividad propia y obvia: el lugar del esclavo, el ser paciente, la creatura y no la creadora. Como escribe Jane Ussher en el artículo “Introduction: Towards a Material-Discursive Analysis of Madness, Sexuality and Reproduction” (1997),

rather than sexuality being pre-given or innate, here it is seen as something which is performed or acquired. In the process of becoming ‘woman’, women

follow the various scripts of femininity which circulate in the symbolic sphere, negotiating the contradictory representations and repertoires which are hegemonic at any point in time, in order to find a fit between what they wish to be and what is currently allowed. (5)

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Así, aunque Laura escuche unas voces internas, en un principio lejanas y deformes, el discurso hegemónico que se nos muestra primeramente es el de la mujer dócil que es ella y cuyo discurso ha internalizado. Es, de hecho, el de una subjetividad casi no-subjetiva, pues es ante todo cuerpo, pero cuerpo violentado y colonizado, cuerpo creído cosa y no materia viva. “-Abrí los ojos y mirá bien lo que te voy a hacer porque es algo que merece ser visto, ¡Abrí los ojos, puta!” (Valenzuela 122), le dice Roque, y ese es el espacio de reconocimiento

simbólico (lenguaje aprendido al que no se puede escapar, otro espacio de la Ley) que ella internaliza. Ser mujer, tener su cuerpo en ese determinado momento significa ser puta, su puta.

III. Buscar, redescubrir, recordar

Predestinada fuiste entonces a la luz y a las secas márgenes en los listos gestos tan fieles que áridos parecen mas no fáciles de ti te distancias y la medida es justa como si de fátima vestida el agua se llenara “Fátima” de las Tres Marías en Nuevas cartas portuguesas

Buscarse, leerse, preguntarse, mirarse son las acciones que Laura lleva a cabo para poder redescubrise y respensarse. Debe aprender a leer su cuerpo, las marcas en él, las acciones que genera voluntaria e inconscientemente. Laura piensa que “loca no está. De eso al menos se siente segura (...) sabe que no, que no se trata de un escaparse de la razón o del entendimiento,

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sino de un estado general de olvido que no le resulta del todo desagradable. Y para nada angustiante” (Valenzuela 115). Y ese primer orden de la aceptación, del olvido querido, de

la tranquilidad en el desconocimiento es el que se intenta subvertir a lo largo de la narración. Un primer paso es el no saberse loca (estar fuera del discurso), sino saber que se comparten esos registros (el espacio, la lengua, el tiempo), aunque marginalmente.

El primer espacio de exploración es el cuerpo visto o el cuerpo reflejado. Laura se enfrenta a su cuerpo primero como cuerpo representado: los espejos, las fotos. El primer espejo que Laura ve es la foto de su boda: “la foto está allí para atestiguarlo, sobre la mesita de la luz. Ella y él mirándose a los ojos con un aire nupcial. Ella tiene puesto un velo y tras el velo una expresión difusa” (116). La foto está puesta en un lugar excepcional: la mesa de la luz, que llama la atención sobre la foto porque alumbra y dice ¡mírame! (¡recuérdame!), y a diferencia de toda la oscuridad de la memoria de Laura, se ilumina esta memoria mentirosa, que Laura no reconoce ni vagamente, aunque reconozca su cuerpo en ella. La foto muestra su boda, que bien puede ser una puesta en escena (no lo sabemos aunque lo sospechamos), pero que en todo caso emite un mensaje con miras a ser internalizado como pasado. No en vano se usa la palabra “atestiguarlo”, de forma que la foto se vuelve garantía de un pasado

en el que no debe caber la duda, sino que más bien funciona como recuerdo detenido en el tiempo, lugar al cual volver para descubrir un pasado. En la foto Roque y Laura se miran, ella con un velo y expresión difusa. El velo se vuelve metáfora de la situación que ella vive en el presente de la narración: ver a través de él que es su velo, sus lentes para ver el mundo, su único contacto con un posible exterior de la casa, espacio para la familia pequeño-burguesa, producto de un patriarcado imperante, la ley de un afuera de casa reproducida en “el hogar”, lugar de la represión y reflejo del velo de la fotografía. La expresión difusa de

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Laura, sin embargo, permite a su vez reconocerse perdida y ausente en el momento de la foto: ¿cuál Laura retrata la foto? La imagen en la mesita de la luz cumple así una doble función: emite un mensaje con carácter de verdad, como testigo de una situación pasada, y a su vez revela en el rostro de Laura la mentira, la tergiversación de su significado.

El segundo lugar en el que Laura ve y reconoce su cuerpo es en el espejo: “extraña es

como se siente. Extranjera, distinta. ¿Distinta de quiénes, de las demás mujeres, de sí misma? Por eso corre de vuelta al dormitorio a mirarse en el gran espejo del ropero” (118). Laura, que comienza a sentirse diferente de otros, de otras, corre hacia al espejo para recordar su cuerpo unitario, para recordarse todo el tiempo que es una y que su cuerpo no está diluido en el espacio de la casa. Ella, que ha sido devuelta al estadio de la niñez, totalmente dependiente de Roque, el padre, a manos de un olvido forzoso, carece aún de una subjetividad formada por ella misma. Cuando Laura se ve en el espejo, asiste al reconocimiento de ella como ser unitario en lo que Lacan llama el estadio del espejo:

el estadio del espejo es un drama cuyo empuje interno se precipita de la insuficiencia a la anticipación; y que para el sujeto, presa de la ilusión de la identificación espacial, maquina las fantasías que se suceden desde una imagen fragmentada del cuerpo hasta una forma que llamaremos ortopédica de su totalidad —y hasta la armadura por fin asumida de una identidad alienante, que va a marcar con su estructura rígida todo su desarrollo mental. (102)

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Así, antes de verse al espejo, Laura ve su cuerpo como un cuerpo fragmentado y en el momento que se ve, se identifica con la imagen “ortopédica” reflejada y asimila su unidad

corporal, que finalmente dará lugar a la creación de una identidad corporal por lo menos más definida que la inicialmente fragmentada. Ella, comparable a una niña por la forma en que es retratada en el texto, comienza la formación de una subjetividad que se complementa cada vez que vuelve a hacerlo: “este momento en que termina el estadio del espejo inaugura (...) la dialéctica que desde entonces liga al yo [je] con situaciones socialmente elaboradas” (104).

La imagen en el espejo, entonces, permite la creación de un “yo” y el comienzo de una construcción identitaria dentro del lugar que Laura habita y a partir de las relaciones que establece con los demás cuerpos en el cuento. Así ella ve la unidad que es su cuerpo, pero también se fija en la escritura que hay sobre él: “una cicatriz espesa, muy notable al tacto,

como fresca aunque ya esté bien cerrada y no le duela” (Valenzuela 119). Y entonces reconoce la marca de un pasado que, aunque no logra situar su aparición en su memoria, asimila que hace parte de su cuerpo y que esta marca también establece diferencias entre su cuerpo y los demás cuerpos. Ese estigma identitario, vocero de un pasado, es testigo preciso (a diferencia de la foto) de una experiencia vital, de una identidad robada que ahora ella busca recuperar a través de un examen juicioso del reflejo de su cuerpo en el espejo.

El último espejo que aparece es el del techo:

él la obliga a mirarlo [el espejo] y por ende a mirarse, boca arriba, con las piernas abiertas. Y ella se mira primero por obligación y después por gusto, y se ve allá arriba en el espejo del cielo raso, volcada sobre la cama, invertida y lejana. Se mira desde la punta de los pies donde él en este instante le está

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trazando un mapa de saliva, se mira y recorre -sin asumirlos del todo- sus propias piernas, su pubis, su ombligo, unos pechos que la asombran por pesados, un cuello largo y esa cara de ella que de golpe le recuerda a la planta (algo vivo y como artificial), y sin querer cierra los ojos (…) y ella abre bien las piernas, del todo separadas y son de ellas las piernas aunque respondan a un impulso que ella no ordenó pero que partió de ella, todo un estremecimiento deleitoso, tan al borde del dolor justo cuando la lengua de él alcanza el centro de placer, un estremecimiento que ella quisiera hacer durar apretando bien los párpados y entonces el grita

¡Abrí los ojos, puta!

Y es como si la destrozara, como si la mordiera por dentro. (123)

En este espejo, a diferencia del primero, se mira por obligación (aunque luego por gusto). El espejo, entonces, tiene una doble funcionalidad. Por un lado, el espejo en el techo tiene como finalidad una internalización del rol que debe llevar Laura en casa: la esclava sexual a merced de Roque, que ostenta el poder de la escena. El verse en el espejo hace que esa identidad en formación de Laura guarde para sí este papel, esta normalidad en su vida. Por otro lado, el espejo funciona aquí como otro reconocimiento corporal: ella ve cada parte de su cuerpo a la vez que Roque la recorre con su lengua; sabe qué lugares estimulados son placenteros, comprende sus dimensiones y sus formas y verse le resulta también placentero, dulce. Sin embargo, cuando Roque alcanza su centro de placer y ella desea concentrase en su cuerpo, solo en su cuerpo y no en su reflejo, Roque le grita “¡abrí los ojos, puta!” y la devuelve a la

imagen reconocible y su relación con la esclavitud sexual. Se asocia la imagen en el espejo con un rol en el espacio en que ella habita: su cuerpo como significante se asocia con la

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violación sexual normalizada, con un “puta” pronunciado por el hombre, que a fin de cuentas

la define. No en vano traza el mapa del cuerpo de Laura con su saliva: su boca la enuncia, la dice, la adjetiva. El espejo se convierte entonces en el espacio de una lucha de identidades que aún no toman forma en Laura: una autodefinición y un cuerpo autoexplorado o un cuerpo dicho por Roque, un cuerpo desubjetivizado.

Entre las pocas cosas de las que Laura puede hablar está su cuerpo porque es su realidad inmediata, lo que cree suyo cada vez que se ve, que se toca: “a veces le duele la cabeza y ese dolor es lo único íntimamente suyo que le puede comunicar al hombre” (115).

Ella habla solo de lo que conoce (no conoce qué pasa fuera de casa y por tanto no puede hablar de ello), y está conociendo su cuerpo y comunica sus dolores, que son hasta ahora su intimidad, algo solo suyo. Así, cuando comienzan a narrarse las escenas sexuales y ella descubre otros lugares de su cuerpo y hace un mapa en su cabeza, amplía a la vez su espacio corporal y su capacidad discursiva. Conoce nuevos lugares sobre los que decir algo:

los momentos de hacer el amor con él son los únicos que en realidad le pertenecen. Son verdaderamente suyos, de la llamada Laura, de este cuerpo que está acá, -que toca- y que la configura a ella, toda ella. ¿Toda? ¿No habrá algo más, algo como estar en un pozo oscuro y sin saber de qué se trata, algo dentro de ella, negro y profundo, ajeno a sus cavidades naturales a las que él tiene fácil acceso? Un oscuro, inalcanzable fondo de ella, el aquí-lugar, el sitio de una interioridad donde está encerrado todo lo que ella sabe sin querer saberlo, sin en verdad saberlo y ella se acuna, se mece sobre la silla, y el que se va durmiendo es su pozo negro, animal aquietado. (129)

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Y entonces el sentir su cuerpo, el conocerlo, abre las puertas para hacerse otra pregunta: ¿qué más hay?, ¿dónde habita la interioridad?, ¿hay una? Los momentos de placer (“hacer el amor”) atestiguan una interioridad, un fondo negro al que ella no se atreve a entrar todavía como no se atreve a tocar las llaves: “ella, la llamada Laura, de este lado de la llamada puerta,

con sus llamados cerrojos y su llamada llave pidiéndole a gritos que transgreda el límite (...) y la fascinación de un otro lado que ella no se decide a enfrentar” (114). Laura sabe que hay

un afuera, que las llaves quizá le posibiliten ese acceso, y también parece saber que hay un adentro suyo, y una puerta que ella misma ha construido y que le han construido. Y esas llaves del adentro tampoco las toma todavía. Todavía con miedo, todavía en el lugar seguro de lo ya conocido: “el mensaje es demasiado fuerte para poder soportarlo, mejor estar fuera

de ese pozo negro tan vibrante, mejor reintegrarse a la pieza color rosa bombón que según dicen es la pieza de ella” (130). Y ese cuerpo contado por otros que es solo su sexo, la

definición dada y un más allá, un más adentro que da miedo, porque es negro:

as soon as they begin to speak [las mujeres], at the same time as they’re taught their name, they can be taught that their territory is black (...) your continent is dark. Dark is dangerous. You can’t see anything in the dark, you’re afraid. Don’t move, you

might fall. Most of all, don’t go into the forest. And so we have internalized this horror of the dark. (Cixous 877. “The Laugh of the Medusa”.)

Y Laura con el miedo al negro, que es el lugar de su subjetividad y también el de su memoria. Y entonces vuelve al abismo, pero no lo salta, no se atreve por el miedo internalizado, por el peligro que le han dicho que representa el negro. Aunque poquito a poquito va entrando, se

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va preguntando, se va mirando la cicatriz, va asumiendo sus placeres y sus dolores. Pero no cruza, no del todo, solo hasta que recuerde, hasta que cree memoria, hasta que tome las llaves, hasta que salte al abismo.

La máscara

En una entrevista que dio Luisa Valenzuela a Montserrat Ordóñez en 1985, Valenzuela decía:

[La máscara] es lo que usamos para ocultarnos y para revelarnos. Creo más en la máscara que revela que en la máscara que oculta. Eso lo dijo Oscar Wilde: dadme una máscara y os diré la verdad. Si de alguna manera nos ocultamos un poco tras aquello que somos y no somos, podemos decir nuestra verdad. Al mismo tiempo, la elección de la máscara, la del humor, la del disfraz, la del cinismo, la de la voz, la de la pintura, es una elección que revela al que la lleva.

Con las máscaras, con el juego de máscaras, podemos romper la doble barrera de la censura, la barrera especular: la censura impuesta desde afuera y nuestra propia censura interior. El miedo articula el silencio. (512)

En el caso de Laura, una primera máscara le ha sido impuesta por Roque: la máscara de la debilidad, del silencio, del sujeto paciente. Esta máscara no oculta interioridad alguna, porque esta interioridad misma (máscara impuesta) es la que se intenta despegar Laura todo el tiempo, cada vez que se mira, que busca, que se acerca al hoyo negro. Sabemos de una máscara anterior que fue robada: “algo hay que ella conoce y sin embargo tendría que revelar.

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Algo de ella misma, muy profundo, prohibido” (Valenzuela 134), su anterior máscara, su

anterior verdad. Por momentos sabemos de su pasado que vuelve poco a poco, la máscara que se reintegra y revela verdades: “desde el mismo rincón donde se ha refugiado parte hacia otros confines donde todo es abierto y hay cielo y hay un hombre que de verdad la quiere -sin rebenque-, es decir, hay amor” (132). Entonces Laura recuerda un pasado menos tortuoso, es capaz de quitarse la máscara de Roque, obtiene una nueva arma, que es el revólver, una nueva máscara.

Aunque el final del cuento no revela si Laura dispara o no (si dispara, ¿falla?), lo que nos muestra en cambio es el juego de máscaras del que habla Valenzuela: desde la máscara y su protección se articula una verdad, que sin su cobertura lleva a la doble censura del exterior y la propia. La máscara que ha puesto Roque sobre Laura permite que ella lleve a cabo una búsqueda propia, un reconocimiento y un autoconocimiento para seguidamente cambiar de máscara, una que le permita decir su verdad. Lo que no sabemos es si lo logra: ¿recuerda del todo?, ¿con qué máscara dispara si es que dispara?, ¿dispara a Roque para llevar a cabo un crimen pasional y aún no se ha liberado de esta máscara?, ¿o ha adquirido una nueva subjetividad, una nueva máscara y desde allí ataca a su opresor? La máscara, que esconde y revela al mismo tiempo, recuerda a la lectora la maleabilidad de la subjetividad, el rostro siempre diferido, una identidad siempre detrás de otra identidad, de otra identidad, la subsistencia de múltiples verdades en Laura.

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IV. Escribir(se): el placer del cuerpo, el placer del texto

Historia

puedes contarme cualquier cosa creer no es importante lo que importa es que al aire mueva tus labios o que tus labios muevan el aire que fabules tu historia tu cuerpo a toda hora sin tregua como una llama que a nada se parece sino a una llama Blanca Varela en Valses y otras confesiones

Los momentos de placer a los que accede Laura son cortos pero efectivos. Cuando se mira en los espejos y reconoce su cuerpo y cuando tiene placer sexual logra abrir brechas pequeñitas en la ideología que la domina, para dejar transitar otras y para reconocerse como sujeto y como cuerpo. Cada descubrirse, entonces, se convierte en un momento de una pequeña rebelión contra el sistema que la oprime. Y estos descubrimientos se dan a partir de la concesión del placer a Laura. Así, el espacio del placer se convierte en el espacio de la subversión subjetiva y corporal. Laura puede escribir un nuevo texto/cuerpo y puede crear un nuevo “yo”.

Cuando

ella abre bien las piernas, del todo separadas y son de ellas las piernas aunque respondan a un impulso que ella no ordenó pero que partió de ella, todo un estremecimiento deleitoso, tan al borde del dolor justo cuando la lengua de él

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alcanza el centro de placer, un estremecimiento que ella quisiera hacer durar apretando bien los párpados (Valenzuela 123)

el sistema juega a su favor. Aunque enmarcada esta acción en un acto de violencia, la posibilidad de obtener el placer subvierte la finalidad del acto sexual y Laura comprende que el sexo genera placer, aunque el sexo también sea eco de una violencia. Ese placer que ella obtiene es así prueba de que ese manto de opresión patriarcal tiene agujeros por los que de vez en cuando ella escapa para reconfigurase a través del placer mismo.

De la misma manera funciona el texto de Valenzuela, que hace eco del cuerpo de Laura: es un texto fragmentario que explora las posibilidades de placer escritural y de lectura posibles. Y como el cuerpo de Laura, está erotizado. Muestra de a poquitos lo que viene, pero no lo muestra todo. Se explora a sí mismo como cuerpo conjunto. Está bajo los dominios de un escritor, pero es susceptible a ser leído de múltiples formas. Cuerpo y texto son espejo uno de otro. Como recuerda Barthes en El placer del texto (1973):

¿El lugar más erótico de un cuerpo no es acaso allí donde la vestimenta se

abre? En la perversión (que es el régimen del placer textual) no hay "zonas

erógenas" (expresión por otra parte bastante inoportuna); es la intermitencia,

como bien lo ha dicho el psicoanálisis, la que es erótica: la de la piel que

centellea entre dos piezas (el pantalón y el pulóver), entre dos bordes (la

camisa entreabierta, el guante y la manga); es ese centelleo el que seduce, o

mejor: la puesta en escena de una aparición–desaparición. No se trata aquí del

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hay desgarradura, no hay bordes sino un develamiento progresivo: toda la

excitación se refugia en la esperanza de ver el sexo (sueño del colegial) o de

conocer el fin de la.... historia (satisfacción novelesca). (19)

Y entonces el texto placentero, la escritura de Valenzuela descubre progresivamente una

verdad literaria en su trama. Va encantando a la lectora y va erotizando el texto, sin revelar

demasiado y sin cubrir del todo. Y la misma forma del cuento (y la misma forma de El placer

del texto) se escriben fragmentariamente. No se trata de una escritura tradicional, sino que

esta se explora a sí misma. Rompe unos límites propios para dejar entrever en las ranuras

otra escritura. Tiene un ritmo cortado, que hace referencia a los momentos de violencia, pero

también a las rupturas en el sistema cada vez que Laura asume su cuerpo. De esta forma,

Laura y el texto transitan todo el tiempo en un ir y venir entre el placer de la ruptura y la

forma tradicional del cuerpo (la mujer-objeto-esclava sexual) y del texto (la escritura del

padre).

Si ese placer del texto y ese placer del cuerpo se encuentran en las fisuras, allí en el

espacio entre lo que debe ser y en la subversión, los espejos en los que Laura se mira

adquieren otra nueva función, como cuando “ella se mira primero por obligación y después

por gusto, y se ve allá arriba en el espejo del cielo raso, volcada sobre la cama, invertida y

lejana” (122). El cuerpo que descubre obedece doblemente al cuerpo femenino de la

tradición, que es repasado por la labia del hombre y al cuerpo revolucionario y revolucionado:

“sus propias piernas, su pubis, su ombligo, unos pechos que la asombran por pesados, un

cuello largo y esa cara de ella que de golpe le recuerda a la planta (algo vivo y como

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que la compone y cada línea la asombra pues se enfrenta a su novedad y a su doble significado

de placer y de opresión. Se debate entre dos puntos, como la planta: algo vivo y como

artificial. Se reconoce en medio de dos discursos, uno que ahora emite ella misma y otro que

la dice. Su cuerpo, que es texto, obedece a lo que Barthes llama la redistribución de la lengua:

como dice la teoría del texto: la lengua es redistribuida. Pero esta

redistribución se hace siempre por ruptura. Se trazan dos límites: un límite

prudente, conformista, plagiario (se trata de copiar la lengua en su estado

canónico tal como ha sido fijada por la escuela, el buen uso, la literatura, la

cultura), y otro límite, móvil, vacío (apto para tomar no importa qué

contornos) que no es más que el lugar de su efecto: allí donde se entrevé la

muerte del lenguaje. Esos dos límites –el compromiso que ponen en escena–

son necesarios. Ni la cultura ni su destrucción son eróticos: es la fisura entre

una y otra la que se vuelve erótica. (15)

De esta forma, el alcance del placer al que llega Laura sólo es posible en medio de los dos

discursos que la dicen. El éxtasis sexual lo alcanza cuando Roque llega a su centro de placer,

con unos movimientos externos a ella que alguien más (la tradición) procura. Y luego está

ella, que se comienza a definir en todos los ámbitos, mirándose, estudiándose. Y es en ese

momento en el que se conjugan ambos acontecimientos (el verse en el espejo y el ser

lamida-dicha por el hombre) que llega a un éxtasis sexual, el goce corporal, el placer textual.

(35)

todo lo que te hice lo hice para salvarte y vos tenés que saber, así se completa el círculo y termina mi obra (...) yo solo, ahí con vos, lastimándote, deshaciéndote, maltratándote para quebrarte como se quiebra un caballo, para romperte la voluntad, transformarte (...) ya te iba a obligar yo a quererme, a depender de mí como una recién nacida, yo también tengo mis armas. (144)

Y la lectora se da cuenta de cómo el círculo se cierra, como se cierra la ideología: la obra se termina, el moldeamiento de Laura se logra (aunque ella lo va rompiendo). La lectora se pregunta por cuáles son esas armas que tiene Roque y que se muestran literales (el rebenque, el revólver) pero se adivinan las inmateriales: el maltrato psicológico, la tortura, el discurso opresor. Y así, la fisura que abre Laura (el placer del cuerpo/texto) está en todo caso contemplada por la Ley total. Para llevar a cabo una liberación no se escapa simplemente de la ideología. Se deben resignificar los signos: “[Laura] empieza a entender algunas cosas, entiende sobre todo la función de ese instrumento negro que él llama revólver. Entonces lo levanta y apunta” (146). El revólver, que es una de las armas de opresor, se convierte en su

arma. El falo, que es la pluma que escribe, que es el discurso, se convierte en su arma. Se cambia el sexo por la escritura. Y se cambia la tortura por una poética del placer.

Al final del cuento se empuña un arma contra la lectora, que también se resignifica para dar lugar a la subversión. Laura levanta el revólver y apunta, pero no se sabe si dispara, ni si quiera sabemos hacia dónde apunta. ¿Es un crimen pasional?, ¿se dispara Laura a ella misma?, ¿mata a Roque?, ¿le dispara, pero falla? El texto violenta a la lectora porque no entrega un final cerrado. Pero esta violencia y esta escritura dan lugar a una nueva fisura. Hay un nuevo cambio de armas. La autora entrega a la lectora la posibilidad de la escritura

(36)

sobre este mismo cuerpo/texto. Ahora que Laura tiene la posibilidad de escribirse porque ha empuñado el arma de la escritura, también puede la lectora ser autora del texto. La fisura dialéctica que se abre entre autora y lectora es origen dador placer. La lectora/autora empuña el arma de la escritura y así se politiza. Cuerpo y texto se politizan. Lectora, autora, Laura, cuerpo, texto, espacios todos para la práctica politizada del placer escritural.

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