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NUEVAS CIUDADES, NUEVAS PATRIAS. FUNDACIÓN Y RELOCALIZACIÓN DE CIUDADES EN MESOAMÉRICA Y EL MEDITERRÁNEO ANTIGUO

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NUEVAS CIUDADES, NUEVAS PATRIAS.

FUNDACIÓN Y RELOCALIZACIÓN DE CIUDADES EN MESOAMÉRICA Y EL MEDITERRÁNEO ANTIGUO

Editores:

M.

a

Josefa Iglesias Ponce de León Rogelio Valencia Rivera

Andrés Ciudad Ruiz

Sociedad Española de Estudios Mayas

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Facultad de Geografía e Historia Universidad Complutense Madrid 28040

Teléfono: (34) 91394-5785. Fax: (34) 91394-5808 Correo-e: seem@ghis.ucm.es

http://www.ucm.es/info/america2/seem.htm

© SOCIEDAD ESPAÑOLA DE ESTUDIOS MAYAS ISBN: 84-923545-4-2

Depósito legal: M. 41.854-2006

Compuesto e impreso en Fernández Ciudad, S. L. Coto de Doñana, 10. 28320 Pinto (Madrid)

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El surgimiento de la polis en Grecia implica, en un buen número de casos, la aparición de centros nucleados habitados por la población agrícola cuyas explo- taciones están en las proximidades. No obstante, se trata de un proceso que hun- de sus raíces en un periodo previo caracterizado por la existencia de pequeñas agrupaciones aldeanas, de dedicación sobre todo agropecuaria, que van entrando en relaciones mutuas ante la imposibilidad de producir todo lo que necesitan. Un paso importante en el proceso de configuración de una estructura política, que a la vez implicará una modificación en el patrón de ocupación del territorio, será la creación de espacios comunes y centrales, entendidos sobre todo como espacios simbólicos, que con frecuencia darán lugar a la ubicación, en lugares predeter- minados, de la sede física de los mismos. La polis supone en el mundo griego, después de varios siglos, la aparición de estructuras políticas que controlan terri- torios bien delimitados que, por lo general, son más que suficientes para la sub- sistencia de sus ocupantes e, incluso, para la generación de excedentes que serán objeto de comercio con el exterior.

Todo este proceso no parte desde la base de la sociedad, sino desde su cúspi- de al estar dirigido por aquellos individuos que destacan y sobresalen del resto por reclamar para sí ancestros más ilustres, una relación privilegiada con las divini- dades, un nivel económico más desahogado y una mayor capacidad de defender mediante la lucha a la comunidad o de conseguir nuevos territorios o botín me- diante la guerra. Por lo general, todas estas características coinciden en un grupo pequeño y restringido de individuos que han sido los responsables, en las etapas pre-políticas, de ir estableciendo alianzas y pactos de reciprocidad con sus pares en las aldeas próximas. Será, como decíamos antes, la unión de los intereses de estos grupos la que propicie la aparición de la polis, acompañada del desarrollo de normas que garanticen los derechos de estos individuos al tiempo que consagren la sumisión de los que no forman parte de su círculo, que estarán sometidos a las

FUNDACIÓN DE CIUDADES EN GRECIA: COLONIZACIÓN ARCAICA Y HELENISMO

311 Adolfo J. DOMÍNGUEZMONEDERO

Universidad Autónoma de Madrid

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decisiones que los mismos, por lo general de forma colectiva, tomen y que me- diante el monopolio de la administración de justicia, siempre refrendada por los dioses, se asegurarán su posición dominante. Esta unión, que con mucha fre- cuencia implica también un traslado de residencia de buena parte de la población afectada hacia un entorno determinado con anterioridad, en el que se dan ciertas condiciones simbólicas, recibe el nombre de synoikismós, sinecismo.

No obstante, el desarrollo de la polis en Grecia también incluye casos especia- les que presentan una gran originalidad. Quizá podríamos mencionar el caso de Es- parta. La polis de los lacedemonios habría surgido mediante un proceso de sine- cismo que afectó a cuatro aldeas cuyos territorios eran adyacentes pero incluyó también la integración forzosa de una quinta, Amiclas, ubicada a varios kilómetros de distancia de las anteriores. El hecho sorprendente es que la polis surgida de la adición de estas aldeas va a reclamar, y conseguir, controlar un territorio que supera con mucho el que en su inicio abarcaban esas cinco aldeas, puesto que la polis es- partana así surgida será la dueña de un territorio en torno a los 8.500 km2y dentro del cual vivirán no sólo los ciudadanos del nuevo estado, una minoría, sino un nú- mero importante de esclavos comunitarios, los hilotas, así como varias decenas de comunidades autónomas, habitadas por hombres libres, los periecos, pero sometidas a las decisiones de las autoridades espartanas, en cuya elaboración no jugarán nin- gún papel. Por si fuera poco, la polis espartana apenas dispondrá, al menos hasta época helenística, de algo que podamos considerar un centro urbano bien definido y cuando, en este último momento, empiece a surgir uno, el mismo no abarcará toda, por la distancia ya comentada de la antigua aldea de Amiclas, sino una parte de lo que había sido el núcleo originario. El caso de Esparta nos muestra cómo en el mundo griego no era imprescindible disponer de un área urbana para que existiera una comunidad política, siendo esta polis tal vez el caso más extremo de lo que para los griegos significaba la polis, que no era sino una comunidad de hombres libres que obedecían a unas leyes que ellos mismos se habían dado y donde se producía una alternancia entre los que mandaban y los que obedecían.

Por lo general tendemos a considerar a Atenas como el paradigma de lo que significó la antigua Grecia y, sin embargo, el caso ateniense es también bastante peculiar. Una de las principales peculiaridades, para lo que suele ser habitual en Grecia, es que la polis ateniense ejercía su autoridad sobre un territorio de unos 2.500 km2, cuando el territorio medio de una polis estaba entre los 100 y los 200 km2(Hansen 2004: 71). Dentro de ese territorio todos los individuos libres goza- ban de plenitud de derechos con independencia del lugar dentro del mismo en el que residiesen. Atenas sí dispuso de un centro urbano claro, pero eso no evitó que una parte sustancial de la población siguiese residiendo en el territorio, no sólo en pequeñas aldeas y granjas sino también en importantes aglomeraciones, algunas de las cuales adquirieron rasgos urbanos con el tiempo aun cuando, sin embargo, no eran «ciudades» en sentido estricto, puesto que la «ciudad» era Atenas, con- cepto en el que hemos de englobar tanto el centro urbano como el territorio rela-

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cionado con ella. El resto de lugares de habitación, grandes o pequeños, eran lla- mados en Atenas «demos» y aunque algunos de ellos desarrollaron también una intensa vida municipal sus habitantes siempre tuvieron como ámbito de referencia e identidad la polis de la que formaban parte. Según explicaban las propias tradi- ciones que los atenienses habían elaborado, su sinecismo, llevado a cabo por un rey mítico, Teseo, no había implicado un traslado de la población hasta el centro principal sino, por el contrario, una continuidad de residencia en cada localidad, pero sí la abolición de los órganos de gobierno locales y su «traslado» a la ciudad de Atenas desde donde se dirigiría la totalidad del territorio (Plutarco, Vida de Te- seo, 24). Sabemos, incluso, cómo aún en época clásica muchos individuos, en es- pecial de origen aristocrático, seguían estando muy vinculados a los lugares de origen de sus familias, en donde solían tener sus propiedades y donde, por lo ge- neral, recibían enterramiento (Garland 1982: 125-176).

Los datos hasta aquí expuestos nos muestran cómo también en la propia Gre- cia podemos hablar con seguridad de fundación de ciudades, puesto que las mis- mas son un fenómeno nuevo que va extendiéndose desde los inicios de la Edad del Hierro, el periodo que los arqueólogos engloban bajo el nombre de «Proto- geomético» (Lemos 2002); sin embargo, no insistiré tampoco en este aspecto por- que prefiero centrarme en el proceso colonizador.

El tema de la colonización griega, que ha gozado de una amplísima tradición dentro de los Estudios Clásicos, ha desarrollado unas metodologías que, en cier- tos momentos, ha podido parecer que lo apartaban de otros aspectos de la Histo- ria de Grecia; aun cuando quizá esto haya sido necesario para poder analizar con detalle todas las implicaciones que la colonización tiene en el mundo griego, no es menos cierto que en los últimos tiempos el fenómeno colonial en Grecia se tien- de a insertar dentro del propio desarrollo de la ciudad-estado o polis como un ele- mento que forma parte intrínseca del propio desarrollo político griego (Domín- guez 1991: 98-101) si bien otros autores prefieren ver el fenómeno como el resultado de actividades de índole privada con poco o ningún peso de las estruc- turas estatales metropolitanas (Osborne 1998: 251-269). Junto a este debate, no re- suelto por completo, el fenómeno colonial griego es, también en los últimos tiempos, objeto de análisis más amplios que tratan de insertarlo dentro de otros procesos coloniales, antiguos y modernos lo que tiene, como no puede ser de otro modo, sus ventajas y sus inconvenientes (Lyons y Papadopoulos 2002; Stein 2005). En este artículo, y teniendo en cuenta la perspectiva general adoptada en el presente volumen sobre la fundación de ciudades, me centraré en aquellos rasgos que desde mi punto de vista caracterizan la colonización griega, dejando a otros que extraigan las conclusiones oportunas sobre el desarrollo de modelos que puedan ser válidos para el Viejo y el Nuevo Mundo (por ejemplo, Smith en este volumen).

Es un hecho hoy día admitido que fueron los griegos de Eubea quienes ini- ciaron y desarrollaron los mecanismos que permitieron el traslado de grupos de

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gentes hacia otros puntos del Mediterráneo con las suficientes garantías como para tratar de reproducir en los lugares de destino condiciones de vida semejantes a las que habían tenido en sus residencias originarias. El avance de las investigaciones ha permitido comprobar cómo buena parte de este ímpetu que los eubeos llevaron a cabo en territorios alejados de Grecia fue primero «probado» en la propia Gre- cia (Fig. 1). Prescindiendo, en aras de la brevedad, de la posible relación que al- gunos autores han considerado del tipo metrópolis-colonia entre Lefkandí y Ere- tria ( VV.AA. 2004: 228-233; Walker 2004: 98-110) nos centraremos en el caso de Oropo.

Por supuesto, hay elementos que diferencian el caso de Lefkandí-Eretria de los experimentos coloniales en sentido estricto, entre ellos la proximidad entre ambos establecimientos así como, según parece, lo gradual del proceso; es decir, que mientras que Eretria iba consolidándose como centro urbano se iba produciendo el abandono de Lefkandí pero durante buena parte del siglo VIIIambos estableci- mientos estuvieron activos, lo que plantea problemas de tipo político y jurídico

Fig. 1.—La Grecia europea y la Grecia del Este, con los principales lugares citados en el texto.

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que, sin embargo, no podemos resolver en el estado actual de nuestra documen- tación, entre ellos si todavía existía una sola polis o dos, y en el primer caso dón- de se encontraba el centro político y si la construcción temprana del santuario de Apolo Dafnéforo en Eretria implicaba el traslado al nuevo emplazamiento del mismo o no. Da la impresión, no obstante, de que más que una auténtica coloni- zación lo que tenemos es un traslado del lugar de residencia, fenómeno que los griegos conocían como metoíkesis y del que, para épocas posteriores sobre todo, conocemos no pocos casos (Demand 1990).

Por lo que se refiere a Oropo se trata de un lugar que se encuentra justo en- frente de Eretria, pero ya en el continente. Sólo disponemos de una información directa que considera Oropo como colonia de Eretria, en un fragmento de un his- toriador casi desconocido —Nicócrates— (Bonner 1941: 26-35), aunque la in- formación indirecta es muy abudante y apunta a una estrecha relación entre ambas localidades (Knoepfler 1985: 50-55). Por otra parte, las excavaciones arqueoló- gicas de los últimos años muestran cómo, a lo largo del siglo VIII, Oropo parece haber sido ocupado por gentes procedentes de la costa eubea, en concreto de Ere- tria, a juzgar por las enormes semejanzas que presentan sus materiales; cierta- mente parece haber una coincidencia entre el inicio del declive de Lefkandí, el ini- cio del poblamiento de Eretria y la ocupación de Oropo, en cuya área puede que existiesen ya establecidas poblaciones de otro origen (Mazarakis-Ainian 1998:

179-215, 2002: 183-227).

Lo que nos muestran, pues, estos lugares, muy vinculados entre sí, es cómo a lo largo del siglo VIIIse están produciendo procesos migratorios a corta distancia que tal vez se relacionan con el movimiento colonial a larga distancia que está también teniendo lugar durante ese periodo en otros ámbitos como pueden ser las costas del Mar Tirreno.

La que pasa por ser la colonia más antigua de la que fundaron los griegos, Pitecusas (Fig. 2) habría sido establecida hacia el 770 a.C. aunque no empieza a haber restos constructivos de cierta relevancia hasta mediados del siglo VIII. Jun- to a la necrópolis y un basurero correspondiente a la acrópolis, se ha excavado en Pitecusas un área de tipo artesanal dedicada al trabajo del metal y en uso du- rante toda la segunda mitad del siglo VIII, compuesta por tres edificios rectan- gulares, sin duda talleres, y uno absidal, quizá de uso residencial (Ridgway 1992: 92-96). Este conjunto muestra unas extraordinarias semejanzas con el área artesanal excavada en Oropo y es posible que podamos considerarlas como una manifestación de los intereses metalúrgicos de los eubeos. Un rasgo común que presentan los sitios que hemos mencionado hasta ahora es que no hay indi- cios de ningún tipo de organización urbana regular en ellos, ni tan siquiera en la propia Eretria, en donde la ubicación de las distintas áreas de habitación y cul- turales puede estar relacionada con la propia topografía del terreno aunque quizá tampoco pueda descartarse que la ocupación posterior haya respetado tra- mas preurbanas anteriores.

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En cualquier caso, no parece que en estos primeros momentos en los que se están produciendo traslados de población, bien a corta distancia bien ya a distan- cias más considerables, haya una preocupación clara por ajustarse a un orden pre- determinado. Por ende, en la propia isla de Ischia excavaciones posteriores han sa- cado a la luz algunas factorías agrícolas en la parte meridional de la misma, que quizá surgen a partir de mediados del siglo VIII, lo que mostraría que nos hallamos ante un cambio importante en la orientación que hasta entonces habían tenido los movimientos de población.

Fig. 2.—Las colonias griegas en la Magna Grecia y en Sicilia.

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En Pitecusas podemos apreciar el tránsito entre dos procesos diferentes, aun- que simultáneos y protagonizados por gentes del mismo origen. En primer lugar, un proceso de explotación de nuevos lugares que proporcionaban determinados beneficios económicos, centrados sobre todo en la búsqueda y transformación de metales y en el comercio. En segundo lugar, la búsqueda de territorios aptos sobre todo para la agricultura. Ya en el establecimiento de Eretria tiene más peso un motivo que el otro; en efecto, Lefkandí se había hallado en el margen oriental de la fértil llanura lelantina, que sin duda se había repartido con Cálcis hasta que el conflicto entre ambas determinó el progresivo abandono y declive de Lefkandí. El sitio elegido para el traslado, Eretria, tiene sobre todo unas excelentes cualidades portuarias y, al controlar a través de Oropo la costa opuesta, garantizaba benefi- cios económicos a sus habitantes; el territorio del que podía disponer Eretria, si- tuado al este de la ciudad, no era tan fértil como parece haberlo sido la llanura le- lantina. Por su parte, en Oropo la razón de ser de la presencia eretria es, como ya se ha dicho, su posición estratégica y las ventajas de su área portuaria, sin que po- damos descartar tampoco la existencia de intereses metalúrgicos, puestos de ma- nifiesto en las excavaciones llevadas a cabo allí. Por último, el establecimiento más antiguo en Pitecusas está especialmente en función de los recursos mineros y metalúrgicos de las costas tirrénicas, tanto de la Península Itálica como de Cer- deña, siendo también un punto sólido en los contactos con el área norteafricana.

El dato de interés es, no obstante, que estas redes comerciales que se han ido estableciendo permitirán que, cuando las condiciones cambien en Eubea y en otras partes de Grecia, haya un conocimiento suficiente de las potencialidades y de las ventajas de algunos de esos territorios desde el punto de vista de su aprovecha- miento agrícola; en el caso de Pitecusas puede observarse esto al comprobarse cómo el primer asentamiento griego parece tener una finalidad ante todo artesanal y comercial, y cómo sólo en un segundo momento parece producirse la llegada de poblaciones cuyos intereses se centran fundamentalmente en la agricultura, y que parecen en cierto modo al margen de las actividades de los que llegaron en primer lugar.

Al movimiento de poblaciones con fines agrícolas es a lo que por lo general llamamos colonización en el caso griego, empleando un término, colonia, que to- mamos de una lengua que no es la griega. En esta lengua este fenómeno es lla- mado apoikía, que da idea del traslado del lugar de residencia, la casa u oikos, a otro entorno. Si Pitecusas fue o no una apoikia es algo que ha hecho correr ríos de tinta, pero si nos atenemos a la opinión de algunos autores antiguos, la colonia más antigua de las fundadas en Italia y en Sicilia habría sido Cumas (Estrabón V, 4, 4).

Cumas abre una larga serie de fundaciones que, a partir de la segunda mitad del siglo VIIIa.C. se irán sucediendo hasta el siglo VI, jalonando buena parte de las costas mediterráneas y del Mar Negro y que encontrarán su continuación, aunque con otros rasgos, en los procesos coloniales de época clásica y helenística.

Quizá algo que debió de observarse pronto, merced a las experiencias previas,

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a alguna de las cuales nos hemos referido, era la necesidad de que hubiese alguien que se responsabilizase, en nombre de la polis originaria o, en ocasiones, del gru- po colonizador, de todos los aspectos, materiales e inmateriales, que una empre- sa de este tipo requería. Este individuo sería el oikistés o fundador.

No nos consta la existencia de oikistés en Pitecusas y los datos de que dispo- nemos para Oropo tampoco nos mencionan a ningún personaje que pudiera haber desempeñado esta función. Sin embargo, para Cumas las fuentes ya nos transmi- ten este dato (Estrabón V, 4, 4) y para Naxos de Sicilia, que fue la colonia más an- tigua fundada en la isla (Tucídides VI, 3, 1) también disponemos del nombre del oikistés. En este caso es interesante constatar cómo el individuo que actuará de oi- kistés ya había visitado y conocido con anterioridad el entorno, tal y como asegura Estrabón (VI, 2, 2), lo que le sirvió para poder dirigir con éxito a los colonos con los que fundó Naxos y poco después Leontinos.

En la Odisea, que integra en el relato épico experiencias de muy diversos mo- mentos, aunque sobre todo del siglo VIII, podemos encontrar ya bien definido el papel del oikistés en el relato que hace de la ciudad de los Feacios: «De allí los sacó Nausítoo, semejante a un dios: condújolos a Esqueria, lejos de los hombres que comen el pan, donde hicieron morada; construyó un muro alrededor de la ciudad, edificó casas, erigió templos a las divinidades y repartió los campos. Mas ya entonces, vencido por la Parca, había bajado al Hades y gobernaba Alcínoo, cuyos consejos eran inspirados por los propios dioses» (Odisea VI, 1-12).

Con frecuencia las tradiciones relativas a las fundaciones coloniales han su- frido numerosas reelaboraciones con el paso del tiempo hasta quedar fijadas en la tradición literaria merced a la cual nos han llegado; ello ha hecho que muchos ele- mentos de tipo legendario y mítico se hayan añadido a las mismas, y en buena parte éstos se han centrado en la figura del oikistés. En consecuencia, no siempre queda claro qué procedimientos existieron para su nombramiento, que van desde la propuesta voluntaria (sería el caso de Teocles, el fundador de Naxos), hasta la elección por el grupo que va a acabar fundando una colonia (sería el caso de Fa- lanto, el fundador de Tarento), pasando por el nombramiento por la divinidad, en especial por Apolo (como por ejemplo, el caso de Miscelo, fundador de Crotona o de Bato fundador de Cirene). Da la impresión, sin embargo, al menos en relatos más racionalistas, como el de Tucídides, que debía de ser la comunidad originaria, o metrópolis, la que designaba al que iba a conducir a sus conciudadanos hacia su nuevo emplazamiento, siendo frecuente que, cuando había más de un contin- gente significativo, hubiese tantos oikistai como grupos distinguibles existiesen;

la relación del okistés con problemas internos dentro de las comunidades de ori- gen, interpretados en clave religiosa, ha sido puesta de manifiesto en algún trabajo reciente (Bernstein 2004).

Junto al oikistés el otro elemento fundamental en la fundación de una colonia era la población que iba a constituirla; aunque es posible que en alguna de las co- lonias más antiguas el grupo colonizador se haya formado de modo más o menos

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espontáneo, da la impresión, a partir de las diferentes tradiciones que conserva- mos, que dicho grupo ha sido organizado o, incluso, forzado, desde la metrópolis.

Ello nos lleva a las causas de la fundación de colonias. Parece claro que detrás de este proceso lo que hay es, sobre todo, un problema de tierras, no tanto de escasez de las mismas, cuanto de mala distribución. No cabe duda de que los círculos di- rigentes, que parten de una situación ya privilegiada pueden disponer de terrenos suficientes como para diversificar sus producciones e, incluso, para hacer frente a las características con frecuencia adversas del clima mediterráneo. Por otro lado, el propio surgimiento de la polis pudo favorecer un crecimiento de población que, si bien no es generalizado en toda Grecia, en algunas partes de ella pudo haber te- nido consecuencias graves debido a lo limitado del territorio agrícola. Regiones como Eubea, Corinto, Mégara o Acaya (ver Fig. 1), que serán los principales te- rritorios que colonicen durante los siglos VIIIy VIIpudieron empezar a tener pro- blemas con aquellos individuos que no tenían tierras o que, aun teniéndolas, te- nían dificultades para obtener lo suficiente para su alimentación. A todo esto pueden añadirse factores naturales como periodos de sequía o hambrunas que en algunas de las tradiciones conservadas se convierten en los motivos últimos de la marcha.

Ante estas situaciones de escasez de recursos la polis corría un riesgo grave de desestabilización porque los desposeídos podían optar por alguna solución vio- lenta. El caso de los partenias espartanos, que acabarían fundando una colonia en Tarento, muestra el peligro de subversión interna que un grupo de desposeídos puede concitar y cómo la defensa de la polis o, al menos de su orden establecido, pasa por la expulsión de estos individuos. En ocasiones las fuentes literarias y epi- gráficas nos hablan de los procedimientos empleados para designar a los que ten- drán que marchar a fundar una colonia, y que pueden ir desde consagrar como diezmo a una parte de la población, como en el caso de Regio (Diodoro, VIII, 23, 2; Estrabón VI, 1, 6), hasta la coerción forzosa que obliga a un hijo de cada fa- milia elegido por sorteo, siempre que hubiese alcanzado la adolescencia, a partir para fundar Cirene, bajo pena de muerte en caso de tratar de desobedecer la orden (Heródoto IV, 153; SEG, IX, 3). Junto a este grupo podrían partir también todos aquellos que lo desearan y, en muchas ocasiones, cuando se está organizando una nueva colonia se puede también buscar la participación de gentes de otras poleis con las que por lo general se mantienen estrechas relaciones a fin de garantizar, en lo posible, el éxito de la empresa.

Un hecho que caracteriza a las colonias, y sobre el cual el oikistés debe velar, es la igualdad de la que parten los colonos una vez producido el establecimiento.

El llamado «Acuerdo de los Fundadores», un epígrafe que recoge las cláusulas que rigieron la fundación de Cirene (Graham 1960: 94-111), establece que aquellos que partan hacia la fundación, de forma forzosa como veíamos antes, lo harían «en iguales condiciones y en iguales términos» (ibidem: líneas 28-29); en relación con ello, lo que nos muestran los datos arqueológicos es que, una vez pasado el mo-

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mento de las primeras migraciones, quizá algo más desorganizadas, la nueva ciu- dad que se iba a crear reflejaba en su aspecto físico este ideal igualitario.

Son varias las colonias arcaicas que han podido ser objeto de excavación para recuperar los restos más antiguos de su historia, pero de todas ellas es en Mé- gara Hiblea, en Sicilia (ver Fig. 2), donde los resultados resultan más espectacu- lares. Fruto de las recientes investigaciones es la constatación de que antes de que se produzca la planificación general del terreno en el que se asentará la ciudad y la construcción de la misma, ha existido un periodo previo en el que los colonos han residido en viviendas mucho más endebles, ya sean tiendas o cabañas (Gras et al. 2004: 523-526); esto es algo que ha podido verificarse con mucha más fre- cuencia, por ejemplo, en el Mar Negro (Solovyov 1999: 31-43; Tsetskhladze 2004: 225-278). Pero una vez que esta fase hubo finalizado, como de nuevo muestra el caso de Mégara Hiblea, se produjo una planificación general de toda el área urbana, fijándose el límite de la misma, jalonado por el trazado de murallas, que dejaban fuera de las mismas las necrópolis, y marcado por una serie de ejes principales en torno a los cuales se abrían los secundarios que, a su vez, delimi- taban parcelas de una igualdad (en superficie) sorprendente (Gras et al. 2004; Va- llet et al.1976). Un fenómeno muy semejante se detecta en otras fundaciones casi contemporáneas, como son Naxos (Lentini 2000: 114-124; Pelagatti 1978: 136- 141, 1981: 291-311) y Siracusa (Pelagatti 1977: 119-133, 1982: 117-163) (ver Fig. 2).

A diferencia de lo que ocurría en muchas partes de Grecia, en donde la apari- ción de núcleos urbanos es un proceso con frecuencia lento y en donde, incluso, como veíamos más atrás, habrá algunas poleis, como Esparta, donde este centro urbano no existirá realmente, las colonias tuvieron que hallar en un corto espacio de tiempo una fórmula que les permitiese reforzar su presencia en entornos si no siempre hostiles sí, al menos, diferentes de aquellos a los que estaban acostum- brados. Debió de verse pronto que la tendencia hacia la definición de centros nu- cleados que estaba produciéndose en Grecia tenía que acelerarse en los ámbitos coloniales puesto que las eventuales amenazas podían ser más acuciantes que las que podían producirse en Grecia. Por otro lado, la tendencia a la igualdad que se observa en los trazados urbanos de las colonias más antiguas, y que es descono- cida en esa Grecia contemporánea, no era sino una consecuencia del rechazo, al menos teórico, a las desigualdades que habían provocado la partida de los colonos de sus metrópolis.

Elemento también importante en los primeros trazados urbanos en las colonias griegas es la definición de un lugar central, dentro del recinto urbano, que sirva, como indica el término con el que se le llama, como el lugar de la palabra, el ágo- ra. En los casos que conocemos, el ágora se configura como un espacio abierto, delimitado por el trazado de las calles, que se convierte en el lugar en el que se reúnen los ciudadanos para tomar decisiones y también para realizar las transac- ciones económicas cotidianas; con frecuencia, el ágora es también el lugar en el

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que se encuentra la tumba del oikistés, convertido en héroe tras su muerte, y desde la que sigue protegiendo el destino de su fundación. Al mismo tiempo, la delimitación de los lugares reservados a los dioses, tanto en la ciudad como en el territorio es otro de los momentos claves en la configuración de la nueva polis.

Pero tampoco podemos perder de vista el hecho de que, aunque los datos ar- queológicos son mucho más visibles en las áreas urbanas, el objetivo básico de una apoikía no era otro que permitir la supervivencia y la perduración en ese en- torno de los recién llegados. Para ello eran necesarios dos elementos básicos: las tierras y las mujeres que permitiesen la reproducción del grupo.

Por lo que se refiere a las tierras, es tarea fundamental del oikistés, a la vez que define el espacio urbano, delimitar el territorio del que se alimentarán los ciu- dadanos y que constituirá la base de sus oikoi respectivos. Así que lo primero que se necesita es disponer de un área lo bastante amplia para garantizar esta necesi- dad básica. Aun cuando cada colonia representa una experiencia propia, sí que po- demos asegurar que las áreas en las que se establecen los griegos no están vacías, suelen ser siempre propiedad de grupos indígenas que ya vivían en esos territorios y que hacían uso de los mismos aunque sin duda de forma diferente a como lo ha- rán los griegos. Por consiguiente, la apropiación del territorio es una de las pri- meras tareas de los colonos; esta apropiación, en nuestras fuentes, presenta dife- rentes variedades, desde la cesión por parte de quienes tenían la propiedad de la misma, los indígenas en el caso de Mégara Hiblea, hasta su conquista y usurpa- ción, bien de forma violenta bien como resultado de algún pacto o acuerdo que previese un uso compartido entre griegos e indígenas. Aunque muchas tradiciones griegas posteriores harán hincapié sobre todo en las formas violentas de ocupación del territorio, no podemos perder de vista un hecho interesante y es que, por lo ge- neral, los griegos preferirán terrenos próximos al mar que son los que, habitual- mente tenían menos uso antes de la llegada griega por parte de los indígenas, tan- to por sus propias orientaciones económicas como por el peligro que podía venir desde el mar en forma de incursiones de piratas. No es, por ello, improbable que en muchos casos los nativos hayan autorizado o consentido el establecimiento de los griegos en unos terrenos de los que ellos apenas sacaban partido desde el pun- to de vista económico. En cualquier caso, tampoco hemos de despreciar cómo en ocasiones el propio sentido de superioridad de los colonos ante situaciones co- nocidas pueda haber favorecido el establecimiento, como muestra el relato de la fundación de Naxos de Sicilia en el que el fundador se ve persuadido de la ido- neidad del lugar tras comprobar «la debilidad de sus ocupantes y la bondad de la tierra» (Estrabón VI, 2, 2); en otros casos, incluso, los propios indígenas son los que van guiando a los griegos hasta hallar el lugar de la instalación definitiva, como muestra el relato de la fundación de Cirene (Heródoto IV, 158), aunque en el mismo los indígenas son los que parecen mostrar una mayor sagacidad al ocultarles a los griegos los entornos más ricos y fértiles de su territorio; por fin, el caso de la ya mencionada Mégara Hiblea es mucho más significativo puesto que

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el propio rey indígena Hiblón el que les entrega un terreno de su propiedad a los griegos (Tucídides VI, 4).

Así pues, una vez logrado el territorio y protegido mediante el estableci- miento de fortalezas o torres defensivas y, sobre todo, de santuarios extraurbanos, que sirven a la vez para marcar los límites de la polis, pero también como ele- mento de vínculo entre campo y ciudad, era necesario parcelarlo y distribuirlo.

Las huellas que los repartos más antiguos han dejado en tierras que han seguido siendo objeto de uso durante largos siglos son escasas; no obstante, la combina- ción de diferentes técnicas modernas ha permitido, en algunos casos, reconstruir parcelaciones rurales antiguas. Las mejor conocidas son las de Metaponto, en el sur de Italia, que data de finales del Arcaísmo (Carter 2000: 81-94), y la de Quersoneso Táurico, en Crimea, que parece ser de inicios del siglo IV(Carter et al. 2000: 707-741). Lo que estas parcelaciones muestran es, ante todo, una gran regularidad que reproduce, a una escala mucho mayor, el orden que se observa en el área urbana, mostrando que se han aplicado unos principios semejantes que im- plican un acceso igualitario a la propiedad de la tierra entre los primeros colonos.

Una vez delimitados los lotes de tierra se procedía a su sorteo entre los colonos;

no sabemos si se trataba de un sorteo puro o, por el contrario, mediatizado por agrupaciones previas, como el origen o la familia; es el hecho del sorteo lo que le da a la parcela de tierra su nombre en griego, kleros. Por lo general, el número de parcelas disponible superaba al de los colonos, sin duda con la intención de atraer a nuevos pobladores en un segundo momento, que completasen hasta un cierto número la población de la ciudad. Es posible que en muchas ciudades, especial- mente en el sur de Italia, este número fuese mil, a juzgar por la aparición en ellas, en épocas posteriores, de órganos decisorios que se llaman con este nombre,

«los Mil»; del mismo modo también en ocasiones se resalta la primacía de los pri- meros colonos, de los lotes más antiguos (palaioi kleroi) (Aristóteles Política, 1266 b 21; 1319 a 11).

Junto a las tierras y en relación, en muchos casos, con el proceso de adquisi- ción de las mismas, estaba el problema de las mujeres. Es hoy un hecho por lo ge- neral admitido que la colonización griega es un fenómeno que afecta en exclusi- va a los varones, aun cuando haya en ocasiones alguna presencia femenina, limitada a la propia esposa del oikistés o a alguna sacerdotisa. Por consiguiente, era necesario obtener in situ mujeres para poder perpetuar la nueva polis. Aunque a veces se ha pensado que el prototipo mítico introducido por el episodio del

«Rapto de las Sabinas» en los orígenes de Roma podría haber sido un mecanismo empleado de forma usual, lo cierto es que van a ser los contactos con los indíge- nas, que consienten en muchos casos el propio asentamiento, los que van a per- mitir la existencia de matrimonios entre miembros de la ciudad griega y mujeres indígenas (Domínguez 1986: 143-152).

Con estos elementos, a los que se pueden añadir otros como el panteón divino, el calendario o las leyes, puede decirse que se ha articulado ya una comunidad po-

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lítica; el culto al oikistés, que perdurará en el tiempo, será otro de los elementos característicos y que marcarán también la propia identidad de la colonia. Sin duda ha habido interacciones e interferencias entre los procesos que han tenido lu- gar en los ámbitos coloniales y metropolitanos aunque será el mundo colonial el que en apariencia muestre un ritmo más rápido en los primeros momentos por ra- zones ya apuntadas antes, entre ellas la, en general, mayor urgencia por comple- tar una estructura que surge, en la práctica, ex novo y por dotarse de los elementos que, siquiera desde un punto de vista genérico y teórico, caracterizan a todas las poleis.

Los escenarios que habían visto la gran colonización de los siglos VIIIy VII

a.C., sobre todo la península italiana y la isla de Sicilia (ver Fig. 2), van a con- vertirse en territorios griegos aunque en vecindad permanente con poblaciones in- dígenas pero, al tiempo, la posibilidad de que se instalen en ellos nuevas colonias va a ser cada vez más reducida. Por otro lado, durante el siglo VI, tanto las áreas de procedencia de los colonos como los motivos para la colonización y las áreas de destino de los colonos van a variar también con respecto a los siglos anteriores.

En efecto, y para empezar por las áreas de procedencia, el principal ímpetu co- lonizador en el siglo VIva a venir de la mano de los griegos del Este (ver Fig. 1), asentados desde hacía ya varios siglos en las costas occidentales de la Península de Anatolia y que apenas habían intervenido en el movimiento colonial anterior.

Por lo que se refiere a los motivos para colonizar, aunque podamos aceptar que existe una carencia de tierras o una mala distribución de las mismas, es probable que una de las causas de esto proceda de las presiones que potentes estados indí- genas están ejerciendo sobre esos territorios ya desde el siglo VII, sobre todo los li- dios y, a partir de mediados del siglo VI, los persas. Aun cuando también en este momento y en esta región se combinan los intereses comerciales con los agrícolas, el movimiento colonial llevado a cabo desde la Grecia del Este tiene como obje- tivo principal la ocupación de tierras que permitan a sus nuevos dueños desarro- llar el tipo de vida a que los griegos estaban acostumbrados y que se centraba so- bre todo en una economía campesina de base agrícola y con pretensiones autárquicas. Por último, el territorio principal al que se encaminan las colonias será el Mar Negro (Fig. 3) aun cuando también, si bien de forma tímida, se abre a la colonización griega el Extremo Occidente, esto es, el sur de la Galia y la Pe- nínsula Ibérica.

Es difícil saber con detalle las causas profundas y los cambios internos que provocaron que las ciudades de la Grecia del Este iniciaran su movimiento colo- nizador con tanta fuerza, pero sí que tenemos indicios de que en esas ciudades ha- bía un gran excedente de población que tenía que buscar una nueva vida fuera de sus ciudades. Me refiero a las informaciones sobre los mercenarios, que eran em- pleados por millares en los ejércitos asirios, babilonios, egipcios y de potencias menores ya desde la segunda mitad del siglo VII, pero con una mayor intensidad en el siglo VI(Heródoto II, 163) (Trundle 2004: 31-39). Lo que nos indica este ex-

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cedente de población es que las ciudades de la Grecia del Este llevaban ya tiem- po inmersas en problemas internos que obligaban a gran número de sus ciudada- nos a abandonarlas, a veces de forma temporal, para buscar mejores medios de vida al servicio de las potencias del momento.

Sin embargo, no todo el mundo estaría dispuesto o capacitado para llevar esta vida mientras que su situación social y económica empeoraba. La presión de los lidios y, más adelante, de los persas, tampoco sirve como justificación única para explicar el proceso colonizador; a ello hay que unir los habituales problemas internos dentro de las poleis griegas que enfrentaban a facciones distintas. Este es el caso, por ejemplo, de Mileto, que será una de las principales colonizadoras del momento y cuya historia política en época Arcaica es bastante complicada (Gor- man 2001: 87-128; Greaves 2002: 95-96); además, tampoco se debe perder de vista que tanto los lidios como los persas se apoyarán en una parte de la población proclive a ellos frente a otros grupos opuestos a la injerencia externa. Por consi- guiente, la política interna dentro de muchas de estas ciudades no se plantea en muchas ocasiones como la imposición de un control extranjero sino como con- flictos entre facciones que buscan apoyo militar o económico en esos elementos extranjeros.

Las ciudades jonias arcaicas experimentaron tales conflictos de base política y social de forma extraordinaria porque las presiones a que estaban sometidas eran

Fig. 3.—Las colonias griegas en el Mar Negro.

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también muy grandes, y se sabe también que durante el periodo lidio no sólo las amenazas, sino también los conflictos sangrientos, estuvieron a la orden del día.

Todo ello provocaba inseguridades que favorecían el éxodo, en especial cuando los sistemas políticos de corte aristocrático o, incluso, tiránico, tampoco aportaban soluciones válidas.

Como se apuntaba antes, Mileto fue la ciudad que más colonias fundó en el Mar Negro (ver Fig. 3), hasta el punto de que algunos autores cifran sus funda- ciones en unas noventa (cf. Estrabón XIV, 1, 6; Plinio Historia Natural, V, 122) lo que puede ser algo exagerado, pero da cuenta de la intensidad de la acción co- lonizadora griega en la región. La mayor parte de las fundaciones corresponde al siglo VI, que es la época en la que las presiones sobre la ciudad son mayores (Ehr- hardt 1983).

Un dato interesante sobre la importancia que en el pensamiento político grie- go acabará teniendo la colonización, podemos observarlo ya durante el siglo VI a.C. en especial en la Grecia del Este donde, ante los retos que supone la super- vivencia de las poleis frente a la inminencia de la conquista, sobre todo por los persas, surgirá toda una serie de reflexiones sobre cómo la colonización podría ser el mecanismo adecuado para preservar la integridad de la polis libre de interfe- rencias ajenas.

En este sentido, es interesante observar cómo en las reuniones que tuvieron los jonios en vísperas del ataque persa hacia el 540 a.C. el sabio Biante de Priene pro- puso que todos se embarcasen hacia Cerdeña y que fundasen allí una colonia co- mún mientras que el filósofo Tales de Mileto, planteaba una propuesta más mo- desta, pero quizá más efectiva desde el punto de vista de una defensa común, como era que los jonios hicieran un sinecismo, construyendo un bouleuterio co- mún en Teos, que se encontraba en el centro de Jonia, con lo que las antiguas po- leis pasarían a ser como aldeas de esa nueva polis (Heródoto I, 170). Ninguna de las dos propuestas tuvo éxito, sin duda por lo inviable que resultaba y por las ri- validades políticas que habían caracterizado la historia pasada de los jonios, y así cada ciudad tuvo que enfrentarse por su cuenta al peligro persa, de lo que derivó la caída de toda la Grecia del Este en manos de Ciro el Grande.

No obstante, hay dos casos donde estas ideas sí tuvieron una realización práctica, el de Focea y el de Teos (ver Fig. 1). Los ciudadanos de Focea, ante el ataque persa, resolvieron abandonar su ciudad para establecerse en otro sitio; a tal fin, desalojaron su ciudad llevándose consigo mujeres e hijos y todo lo que pu- dieran transportar, así como los objetos sagrados de los santuarios, con el fin de conservar su libertad. Un primer intento de asentarse en las islas Enusas, que per- tenecían a Quíos fracasó por la oposición de los quiotas, por lo que los foceos de- cidieron emigrar a una región mucho más lejana, a la isla de Córcega, donde ha- cía unos veinte años que habían fundado una ciudad, Alalia. No obstante, la perspectiva de abandonar para siempre las aguas del Egeo no debía de ser acep- table para muchos ciudadanos que, a pesar de los juramentos que se hicieron, de-

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cidieron permanecer en su ciudad en lugar de emprender el largo y arriesgado via- je. Algo más de la mitad, pues, se quedó en Focea, mientras que el resto emigró a Occidente donde, tras diversas vicisitudes, acabaron fundando una ciudad en la costa tirrénica de la península italiana, que se llamó Elea (Heródoto I, 164-167).

A diferencia de una colonización normal, el caso de Focea representó una emigración en masa y, aunque buena parte de los huidos acabó estableciéndose en Elea, tenemos indicios de una diáspora más considerable que debió de afectar a otras fundaciones foceas así como a otros puntos del Mediterráneo Occidental.

Aunque no tenemos demasiados detalles, da la impresión de que las dos ciudades, Elea y Focea, no mantuvieron demasiadas relaciones, puesto que la discordia ci- vil impidió que se llevara a cabo el plan que habían acordado y tal vez Elea se consideró la heredera legítima de Focea ya que los que permanecieron en ella ha- bían quebrantado los juramentos que habían realizado.

El otro caso que conocemos, y para el que disponemos de más información que la que nos proporciona Heródoto, es el de Teos. Los teyos, igual que los fo- ceos, decidieron abandonar su ciudad y se dirigieron a Tracia (ver Fig. 1), donde fundaron la ciudad de Abdera (Heródoto I, 168). Como en el caso de Focea, tampoco Heródoto nos da toda la información, puesto que parte de los refugiados de Teos se marcharon hasta el Mar Negro (ver Fig. 3) donde fundaron la ciudad de Fanagoria (Eustacio 549; Pseudo-Escimno 885-886). Los que se refugiaron en Tracia tuvieron que combatir contra los indígenas para poder garantizar su esta- blecimiento, aunque acabaron triunfando en la empresa. Sin embargo, la historia no acaba aquí porque en algún momento, que no puede precisarse con exactitud, la colonia de Abdera se convierte en refundadora de su abandonada o casi desierta metrópolis. Un poema de Píndaro (Pean II frag. 52 b, 28-31), certifica este hecho:

«Soy una ciudad nueva, pero di a luz a la madre de mi madre cuando fui des- truida por el fuego del enemigo»; eso es algo que también recoge Estrabón (XIV, 1, 30) cuando asegura que después de la fundación de Abdera algunos colonos re- gresaron a Teos.

La documentación epigráfica ha venido a añadir más luz a este asunto, pues- to que tanto unos epígrafes descubiertos en siglo XVIII, pero perdidos, como otros hallados en 1976 en Teos muestran las estrechas relaciones existentes en el se- gundo cuarto del siglo Ventre Teos y Abdera (Graham 1991: 176-178, 1992: 44- 73; Santiago 1990-91: 327-336), incluso con leyes que tenían fuerza en ambas po- leis hasta el punto de que es probable que entre ambas existiese una sympoliteia, esto es, que formasen una entidad política común. Pero, en cualquier caso, y fuese cual fuese la relación concreta existente entre metrópolis y colonia, que a su vez es metrópolis de su metrópolis, lo que sí puede destacarse es la fuerza que asumirá la identidad política de sus integrantes que, a pesar de sus relaciones y de la peculiar historia de ambas ciudades, se mantendrán bien definidas. Eso mues- tra que, una vez que se había decidido la fundación de una colonia, y pronuncia- dos los juramentos correspondientes, la nueva entidad tenía ya existencia real mar-

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cando una clara separación con su metrópolis, por fuertes que pudieran ser los vínculos entre ambas; a partir de ese momento, las relaciones entre sus ciudadanos tenían que ser sometidas a regulaciones legales. Eso permite entender el caso que considerábamos antes, el de Focea, en el que una parte de la población, a pesar de los juramentos realizados, decidió volverse atrás de los mismos.

De esta misma percepción sobre la colonización como medio de conservar la libertad participa, siquiera desde un punto de vista teórico, también la Atenas del 480 cuando, en vísperas de la batalla de Salamina, y como medio de hacer valer su plan de combatir a los persas, Temístocles amenaza a los demás griegos con que los atenienses podrían montarse en sus barcos y dirigirse a Italia y fundar una ciudad en Siris (Heródoto VIII, 62); no hemos de perder de vista que la población ateniense había sido desalojada del Ática y trasladada, en parte a Trecén y Egina y en parte a Salamina (Green 1996: 97-103; Heródoto VIII, 31; Plutarco Vida de Temístocles, 10).

Estos traslados en masa, que parecen haber sido un rasgo del pensamiento jo- nio del siglo VI, y que sólo se pusieron en práctica en las dos ocasiones que hemos mencionado, dieron paso en el siglo V a otros modelos de colonización ya con otro carácter más centrado en prolongar el dominio político y territorial de la me- trópolis. Es el caso, por ejemplo, de las fundaciones y refundaciones de los tiranos sicilianos en la primera parte del siglo Va.C., que no dudan en desposeer a los an- tiguos habitantes de los territorios que quieren colonizar para situar allí a gentes adictas a su causa; de este modo, el tirano Gelón, refunda en la práctica Siracusa atrayendo, con frecuencia de forma forzada, a gentes de otras partes de Sicilia para poblar su ciudad, al tiempo que incluirá en el cuerpo cívico a sus propios mercenarios. Por su parte, su hermano Hierón utilizará el territorio de Catania para establecer allí, una vez desposeídos sus ciudadanos originales, su nueva colonia de Etna, poblada por gentes que habían servido a sus órdenes como mercenarios; al tiempo, se hará con el dominio de territorios antes ocupados por los indígenas que se verán también desposeídos de forma violenta de los mismos. En ambos casos se trataba de conseguir ciudadanías adictas que aceptaran el dominio personal re- presentado por el tirano y que sirvieran como baluartes en su política de ampliar su dominio sobre partes importantes de la isla que pasarían a una situación de su- bordinación dentro de sus esquemas políticos.

Otro tipo de colonia que tendrá gran éxito, vinculado también al diseño im- perial de Atenas, serán las llamadas cleruquías: establecimientos de ciudadanos atenienses, que no perderán su ciudadanía, en lugares de interés para Atenas; allí serán dueños de las tierras asignadas por Atenas, por lo general a expensas de la comunidad originaria y se convertirán en un elemento importante del imperialis- mo ateniense del siglo V, si bien cuando mejor conocemos el fenómeno es en el siglo IV(Cargill 1995; Salomon 1997).

Sobre otros proyectos y realizaciones, como la fundación panhelénica de Tu- rios, inspirada por Atenas, así como de las teorías y prácticas de colonizaciones

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panhelénicas que serán propias del siglo IVa.C. no insistiré en esta ocasión, salvo para indicar que preludian y anticipan las políticas colonizadoras de Filipo II de Macedonia en tierras europeas y las de su hijo Alejandro Magno y sus sucesores en tierras asiáticas, a las que tampoco me referiré aquí (Domínguez 1994: 453- 478).

En definitiva, y a modo de conclusión de este rápido panorama sobre la fun- dación de ciudades en el mundo griego, podríamos decir que, por una parte, es un rasgo muy característico del mundo griego su proceso expansivo que se basó, du- rante una buena parte de su historia, no en un modelo de tipo imperialista y con fi- nes imperialistas, sino que se asentó en las necesidades de las gentes que vivían en la polis de buscar nuevas formas de vida debido a los problemas de base que el propio sistema de la polis tendía a generar. Este proceso inicial, no obstante, va in- troduciendo en la cultura griega una percepción de la colonización que hará que se convierta, sobre todo a partir del siglo V, en un elemento de dominio territorial, con la introducción de las cleruquías y que a partir del siglo IV, con la ideología de la colonización panhelénica, pase a ser un instrumento, siquiera teórico, de la supremacía cultural que los griegos de ese momento se atribuirán sobre las res- tantes culturas. Algunos procesos colonizadores, que se dan sobre todo en ámbi- tos occidentales, tratan de reforzar el peso del helenismo en territorios disputados, como Sicilia, aun cuando en muchas ocasiones los efectos no son, a medio plazo, los esperados en un primer momento e, incluso, llegan a ser contraproducentes. La política colonizadora que inicia Alejandro con la fundación de Alejandría de Egipto (331 a.C.) pero que se desarrollará de forma extraordinaria en los territo- rios asiáticos de su imperio, combinará las experiencias y las teorías desarrolladas en siglos anteriores y hará de las ciudades griegas uno de los polos en torno a los que se articulará la organización política y territorial de esos reinos.

Pero, en todos los casos, desde el siglo VIIIa.C. hasta las últimas fundaciones del siglo II a.C., hubo un factor común: la forma habitual de organizarse estos griegos, quizá con la excepción del Egipto ptolemaico, era y siguió siendo la po- lis, que frente a los que postulan una «crisis» de la misma a partir del siglo IV, fue el marco de referencia obligado para todos aquellos que, al emigrar, iban a fundar o a integrarse en poleis cuyo grado de esplendor y desarrollo todavía nos sor- prenden.

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