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CINE LATINOAMERICANO: UN NOMBRE EN DESUSO.

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DESUSO.

¿Es la coproducción cinematográfica una alternativa de

integración regional?

Entrevista a Roberto Trejo Ojeda

Licenciado en Filosofía de la Universidad Católica, diplomado superior en Ciencias Sociales de Flacso (Costa Rica), magíster en Comunicación e Industrias Audiovisuales de la Universidad Internacional de Andalucía (España), profesor de la Facultad de Comunicaciones de la UC, profesor de la Escuela de Cine y TV de la Universidad Arcis, productor ejecutivo de cine de largometraje, ex jefe del Programa Fomento del Cine y la Industria Audiovisual (Corfo)

tel. (09)8412772

robertotrejoojeda@hotmail.com

Actualmente al menos la mitad del cine chileno es resultado de coproducciones con países latinoamericanos y europeos. El fenómeno es fruto de una serie de mecanismos mucho más profesionalizados en la región para afrontar el problema de la producción y distribución del cine, entre los cuales el aval del Estado chileno ha tenido un papel fundamental.

Entre los aportes del Estado se pueden mencionar iniciativas exitosas, tales como el Fondo Nacional para el Desarrollo de las Artes (Fondart), administrado por el Ministerio de Educación y dependiente de la División de Cultura y de las secretarías ministeriales de Educación. Hasta la fecha el Fondart ha financiado 2.931 proyectos, equivalentes a más de 10.000 millones de pesos, en las áreas de plástica (pintura, escultura, fotografía y afines), artes audiovisuales (cine y video), teatro, danza, música y artes integradas.

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Por otra parte, la Ley de Fomento Audiovisual contempla la creación del Consejo del Arte y la Industria Audiovisual, el cual estará integrado en su gran mayoría por cineastas, documentalistas, guionistas y productores, cuya misión es asistir al gobierno en la elaboración de una política de desarrollo estratégico para el sector y administrar un fondo concursable de más de 1.500 millones de pesos. Además, la ley fomenta, a través de programas y subvenciones, la promoción de la producción audiovisual nacional, así como su comercialización nacional e internacional, con cargo al Fondo de Fomento Audiovisual (creado en el marco de esta misma ley).

Existe también un “Convenio de Integración Cinematográfica Iberoamericana” (Ibermedia, 1989), que ha facilitado y normado la coproducción cinematográfica entre los países firmantes, representa una de las instancias de promoción de la coproducción más importantes que existen y tiene un carácter de convenio marco, ya que con su firma ya se encuentra cubierta toda la región iberoamericana.

Finalmente, las acciones del Ministerio de Relaciones Exteriores y de la Secretaría General de Gobierno han favorecido la difusión internacional, con numerosas muestras de cine chileno en todo el mundo y la presencia de obras y creadores en importantes eventos.

Este marco normativo ha incrementado la producción de una industria que hasta hace ocho años no estrenaba más de cuatro o cinco películas anuales y que durante 2004 tuvo 21 estrenos (entre cintas de ficción y documentales). Una coproducción es una asociación de derecho privado entre productoras, en la cual se fija una serie de términos y normas preestablecidas que se circunscriben a un proyecto. La distribución de las ganancias y los márgenes de influencia están establecidos por el capital aportado, y el director es un empleado de la productora. Es necesario entender que la coproducción no es solo un esfuerzo creativo, de productores o de creadores, sino también un entendimiento en los aspectos comerciales, de presupuesto, financiamiento y conquista de mercado, que constituye al fin y al cabo el verdadero origen de la coproducción.

La entrada en vigencia de tratados de libre comercio, paradójicamente, ha beneficiado a la industria local, ya que propende al establecimiento de una serie de normas que, producto del modelo económico, no existían hasta

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ahora en Chile, como derechos de autor, propiedad intelectual, piratería, intercambio comercial, todos ellos patrones exigidos por Estados Unidos y Europa. El asunto es que Chile es un mercado tan pequeño, que las grandes productoras ya han copado el espectro nacional. En este sentido, el derribo de barreras arancelarias solo puede beneficiar el acceso de películas chilenas a mercados más grandes, para los cuales, en todo caso, el cine chileno no es significativo. Es importante destacar que el caso del cine es especial respecto de otras producciones culturales, puesto que el Estado posee fondos destinados especialmente a subsidiar al cine chileno, caso que no se da en la industria editorial.

A juicio del entrevistado, resulta difícil hablar hoy de un cine latinoamericano; se está privilegiando la diversidad, y en los últimos años la producción ha demostrado ser muy diversa en lo narrativo y discursivo. Quizás el único rasgo de identidad está dado por la precariedad en que se realiza, por ser un cine que desde los márgenes trata de ganar mercados. Especialmente a los directores de cine no les acomoda el apelativo; la razón creativa es que nadie quiere sentirse parte de una corriente que lo encasille y la razón comercial es que cuando se habla de cine latinoamericano se lo convierte inmediatamente en un cine de gueto, ya que en Europa, especialmente, este circuito de cine es de elite.

Un claro ejemplo del esfuerzo de los realizadores por escapar de esa elite es el de los directores mexicanos y argentinos que, tomando valores universales y temas contingentes, han logrado grandes éxitos de taquilla (en el caso mexicano, “Y tu mamá también”, y en el caso argentino, “Nueve reinas” y “El hijo de la novia”).

La fórmula más utilizada hoy para referirse al cine de la región es la mención del país de origen: cine chileno, colombiano, etc., porque se parte de la premisa de que “valorizando las historias locales se debe ser capaz de identificar valores universales”. Es decir, se explicita la necesidad de una mirada propia que responda al carácter singular de los pueblos y que articule, desde esta idiosincrasia particular, un discurso universal.

Otro de los factores que han llevado a los directores latinoamericanos a intentar diferenciarse es que en el mercado internacional el cine chileno, por ejemplo, no compite con el norteamericano sino con los otros cines hablados en español, lo que representa una barrera para el ingreso a los

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grandes mercados. Si se considera que Latinoamérica produce el 5% del cine mundial, es decir, unas 150 películas al año, y que Chile, en el año 2004, estrenó trece largometrajes de ficción y ocho documentales, la competencia por la distribución y los mercados es muy desfavorable para la industria nacional, por lo que hay la necesidad imperiosa de hacer una diferencia que la torne atractiva para el mercado objetivo, es decir, una ventaja comparativa difícil de lograr con películas de otros países. En este sentido Chile ha explorado nuevos géneros cinematográficos, aprovechando el desarrollo técnico y dejando un poco de lado el drama con tinte político para pasar a la comedia, el terror o el suspenso. El éxito no está asegurado, pero en la experiencia y el ensayo se va creando un nuevo modo de hacer cine en el país.

“Cachimba” (2004), cuyo productor ejecutivo fue Roberto Trejo, muestra la historia de Marcos Ruiz, empleado de banco y aficionado al arte que en una escapada a Cartagena con su novia llega a una destartalada casona-museo que aloja los cuadros de Larco, un olvidado pintor. Obsesionado por rescatar las obras y dejar alguna huella en este mundo, Marcos intenta una campaña de descubrimiento, sabiendo que en un país como Chile lo más probable es que termine sacando plata de su bolsillo para lograr su objetivo. Esta parece ser una historia acerca de cómo se hace cine en Latinoamérica, cómo se hace arte en Chile: golpeando a las puertas, juntando monedas, dejando pasar largo tiempo entre cintas y reciclando fórmulas; en otras palabras, en la precariedad.

“Cachimba”, dirigida por Silvio Caiozzi, fue una coproducción chileno-argentina-española y, en palabras del entrevistado, la experiencia valió la pena, pues el nivel de los técnicos y actores aportados por los países participantes superó las expectativas y el producto final se vio claramente enriquecido por esta alianza.

Distinto es el caso de “Machuca” (2004), de Andrés Wood, que muestra la amistad de dos niños de distinta clase social en el contexto del golpe de Estado dado en Chile en 1973. Aunque fue una coproducción chileno-española, el aporte ibérico se limitó finalmente al financiamiento, mientras el proyecto fue resultado íntegro de la concepción del director.

Hay proyectos en los que la coproducción no es necesaria en términos creativos, sino únicamente en cifras comerciales, y es durante el proceso de

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negociación de una coproducción cuando se establecen las áreas de injerencia de cada uno de los participantes.

Es importante señalar, en todo caso, que las obras son concebidas como coproducciones y que, por lo tanto, en el proceso creativo la obra se adecua para este fin, teniendo en cuenta los temas relevantes y los mercados a explorar.

Las coproducciones son la alternativa para la producción cinematográfica nacional, y en ese sentido el apoyo del Estado chileno es vital, puesto que actúa como aval ante los otros países e imprime confianza en los proyectos. Sin embargo, el gran desafío para el Estado es crear una base empresarial que dé sustento a la producción audiovisual de manera sostenida en el tiempo, no solo en cuanto a las capacidades profesionales y tecnológicas sino también financieras, para que los privados inviertan en cine y de esa forma los aportes estatales vayan dirigiéndose hacia quienes no obtienen apoyo privado, focalizándose progresivamente en la producción de autor y en nuevas propuestas más independientes.

Al igual que en todas las producciones culturales, faltan espacios para una producción más independiente y experimental. Una de las razones parecería ser la tendencia a la competencia excesiva por los mercados, a lo “vendible” y lo generador de márgenes financieros importantes. Es verdad que todos los directores sueñan con tener el apoyo de las grandes productoras, pero la realidad muestra que solo algunos consiguen financiamiento; el resto va quedando en el camino. Nunca, como hoy, se ha requerido tanto un Estado más activo en el apoyo a los nuevos proyectos cinematográficos, que garantice el surgimiento de una producción cultural originada en la diversidad. La coproducción se muestra como una alternativa viable al momento de hacer cine. Sin embargo, resulta importante preguntarse si es una mera alianza comercial o si detrás de cada coproducción existe un discurso latinoamericano integrador. A la luz de la entrevista, no se observa una voluntad explícita en que la coproducción cinematográfica impulse una identidad propia de nuestros pueblos. Sin embargo, es visible que la integración comercial entre productoras ha sido propulsora de una mayor

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profesionalización en el sector, de un intercambio de saberes, de un mejor aprovechamiento de las potencialidades que cada país pueda aportar a la obra y, por lo tanto, de un enriquecimiento de la manera como se hace cine en América latina.

El establecimiento de dictaduras en el continente provocó, sin duda alguna, un estancamiento de la producción cinematográfica; al igual que el libro, el cine fue considerado subversivo. Con la vuelta a la democracia, el cine latinoamericano ha comenzado a “comercializarse”, con lo cual la diferenciación surge como la base de su éxito en los mercados extranjeros; muestra de ello son las incursiones del cine chileno en géneros como la acción, la comedia o el terror. En este sentido, es importante señalar que la distinción no solo debe hacerse en los formatos sino también en los contenidos, para ser capaces de producir un cine dirigido a los distintos estratos de la población y que los refleje, como ocurre con las temáticas de adolescentes, amor, diversidad sexual, diversidad étnica, etc.

Independientemente de lo anterior, es justo rescatar el valor del género documental. Por ejemplo, “La batalla de Chile” (Patricio Guzmán), “Fernando ha vuelto” (Silvio Caiozzi), “Estadio Nacional” (Carmen Luz Parot), entre otros, constituyen un esfuerzo, al margen de los intereses comerciales, por ser parte de un archivo invaluable de la historia chilena. En este sentido el documental, al menos para una parte importante de la población, entrega una base identitaria más poderosa que el cine de ficción.

Carla Estrada Jopia carlaestrada@gmail.com

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