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Lo que significa "hacer" historia de la filosofía: Deleuze y la cuestión del método.

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Lo que significa «hacer» historia de la filosofía:

Deleuze y la cuestión del método

What «making» history of philosophy means:

Deleuze and the question of method

JULIEN CANAVERA*

Cuando escribo sobre un autor, mi ideal sería no escribir nada que pueda entristecerle, o, en caso de que haya muerto, nada que pueda hacerle llorar en su tumba: pensar en el autor sobre el que se escribe… Evitar la doble ignominia del erudito y del familiar. Devolver a un autor un poco de la alegría, de la fuerza, de la vida amorosa y política que él ha sabido dar, inventar.

Diálogos, 133

Fecha de recepción: 14 de junio de 2011. Fecha de aceptación: 9 de noviembre de 2011.

* Departamento de Filosofía de la Universitat de València. Doctorando beneficiario de una beca de investigación

Resumen: el cometido que Deleuze asigna a

la práctica del comentario no es otro que el de liberar al pensamiento del orden filosófico custo-diado por la historiografía standard. Para ello el filósofo francés recurre a un determinado tipo de discurso, calificado como «indirecto libre», capaz de ablandar los cercados en los que la Historia de la Filosofía ha confinado y arrinconado a los pen-sadores —y, con ellos, al pensamiento. Asimismo Deleuze destaca la existencia de un «devenir-filosófico», el cual, a la vez que rebasa la falsa alternativa de lo eterno y de lo histórico, alumbra y anuncia una concepción nueva (intempestiva) de (la historia de) la filosofía.

Palabras clave: Deleuze, historia, devenir,

cons-tructivismo, cartografía, rizoma.

Résumé: la tâche que Deleuze assigne à la

pratique du commentaire n’est autre que celle de libérer la pensée de l’ordre philosophique étayé par l’historiographie standard. Pour ce faire, le philosophe français a recours à un certain type de discours, qualifié d’«indirect libre», capable d’assouplir les enclos dans lesquels l’Histoire de la Philosophie a confiné et circonscrit les penseurs —et avec eux, la pensée. Aussi Deleuze met-il en lumière l’existence d’un «devenir-philosophique», lequel, alors même qu’il dépasse la fausse alternative de l’éternel et de l’historique, prépare et annonce une conception nouvelle (intempestive) de (l’histoire de) la philosophie.

Mots clés: Deleuze, histoire, devenir,

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Introducción

El proyecto general de Deleuze se podría resumir como sigue: se trata de iniciar una variación en el ejercicio del pensamiento, de introducir —siguiendo la conminación nietzs-cheana a distanciarse del «viejo estilo»— una diferencia en la práctica de la filosofía, tanto en su contenido como en sus formas de expresión1. Deleuze se fija, pues, un objetivo

relativa y aparentemente modesto: la cuestión es, en pocas palabras, y según la ya consa-grada expresión foucaultiana, «pensar de otro modo»; es decir, concretando lo que venimos anunciando, «desplaza[r] las fronteras» (LS, 98)2 que circundan el pensamiento dentro de

este campo de saber llamado Filosofía. Con este fin, Deleuze considera una tarea previa e ineludible el adentrarse en —y el hacer— «historia de la filosofía»; pues cualquier doctrina, pese al genial intento de su autor por decir todas las implicaciones filosóficas que derivan del problema constituyente que él ha sabido plantear, continúa alojando —envuelto en su seno— un no-dicho; impensado o (?)-pensado cuya intempestividad potencial nunca ha de ser infravalorada. Así pues, podemos valernos de esa inquietud, expresada por Foucault en su introducción a El uso de los placeres, para arrojar luz sobre el sentido que atribuye Deleuze a la práctica historiográfica: determinar «en qué medida el trabajo de pensar su propia historia puede liberar al pensamiento de lo que piensa en silencio y permitirle pensar de otro modo»3. La cuestión se va concretando: se trata de pensar las fuerzas que determinan

el pensamiento, y, por consiguiente, de pensar en el límite del pensamiento a la vez que de volver pensable dicho límite. «Pues lo propio de lo nuevo, o sea la diferencia, es solicitar al pensamiento fuerzas que no son, ni hoy ni mañana, las del reconocimiento; poderes de un modelo completamente diferente, en una terra incognita jamás reconocida ni reconocible» (DR, 210).

Ahora bien, en el «campo de batalla» filosófico existe una fuerza (reactiva) cuyo pro-pósito esencial es concebir —y presentarnos— la sucesión de los sistemas filosóficos bajo la forma de una «odisea» monumental y épica; pues aquello que, fundamentalmente, nos cuenta la Historia standard de la Filosofía no es otra cosa que el «largo relato» de la Razón. En rigor, habría que decir: «historia de la razón occidental», pero ese adjetivo cartográfico constituye ya de por sí una tipificación que se establece desde el afuera de ese texto (inter-minable) que es también el de la Metafísica; pues es cosa sabida que la razón metafísica se sueña única —no se distingue de otras razones— a la vez que carece de puntos cardinales;

1 Cf. J. L. PARDO: Deleuze: violentar el pensamiento, Madrid, Cincel, 1990, p. 8.

2 Citamos las obras de DELEUZE de acuerdo con las siguientes ediciones y siglas: Empirismo y subjetividad, Barcelona, Gedisa, 1996 = ES; Nietzsche y la filosofía, Barcelona, Anagrama, 1971 = NF; Proust y los signos, Barcelona, Anagrama, 1995 = PS; El bergsonismo, Madrid, Cátedra, 1987 = B; Nietzsche, Barcelona, Labor, 1974 = N; Diferencia y repetición, Buenos Aires, Amorrortu, 2002 = DR; Lógica del sentido, Barcelona, Barral, 1970 = LS; El Anti Edipo, con F. Guattari, Barcelona, Paidós, 2004 = AE; Superpositions, con C. Bene, Paris, Minuit, 1979 = SP; Diálogos, con C. Parnet, Valencia, Pre-Textos, 1980 = D; Mil Mesetas, con F. Guattari, Valencia, Textos, 2003 = MM; Foucault, Barcelona, Paidós, 1987 = F; Conversaciones, Valencia, Pre-Textos, 1995 = C; ¿Qué es la filosofía?, con F. Guattari, Barcelona, Anagrama, 1997 = QF; La isla desierta y

otros textos: textos y entrevistas (1953-1974), Valencia, Pre-Textos, 2005 = ID; Dos regímenes de locos: textos y entrevistas (1975-1995), Valencia, Pre-Textos, 2007 = DRL.

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aquí la razón «no se piensa a sí misma en la historia, sino siendo su propia historia, una historia que se constituye al contarse».4

El relato tradicional de la odisea filosófica presenta dos versiones históricas de fácil reconocimiento: la primera, antigua, se caracteriza por colocar la razón en un cielo teórico ajeno al decurso temporal y, correlativamente, por asimilar la cadena de los filósofos a la «eterna cadena de los sabios»; en cuanto a la segunda, más propia de la modernidad, se distingue de la primera por acercar la razón al tiempo y hacer de las doctrinas filosóficas un «encadenamiento de la historia». Sin embargo, por más que la «historización» (moderna) de la razón tenga el mérito de revalorizar —bien es verdad hasta cierto punto— los derechos del cambio, de la variación, e inclusive de una determinada discontinuidad, no por ello esa estrategia deja de ser insuficiente si, como Deleuze, lo que se pretende es libertar el pensa-miento de toda trascendencia, y su devenir de toda estratificación histórica; pues la «filosofía de la historia» (que, desde un cierto punto de vista, es algo así como el hijo legítimo de la historiografía standard) se caracteriza precisamente por dibujar un movimiento circular y autocentrado al final del que se re-encuentra lo que se había implícitamente postulado en el origen. Razón de por qué los distintos eslabones de la cadena filosófica no son nada por sí solos, nada en sí mismos; tan sólo pueden cobrar sentido y valor a la luz de esta Razón que actúa como causa final y unificadora de la serie.

Para liberar el pensamiento de sus cadenas, ya sean eternas o históricas, —lo que, en otras palabras, significa restaurar los derechos del pensar frente al monopolio de una razón cuyos fines son a veces poco razonables—, hace falta dar un paso más; paso que Nietzsche (seguido por el propio Deleuze) ha sido el primero en realizar. Al ahondar en la historicidad de la razón, Nietzsche ha descubierto más acá de ella un devenir del pensamiento —un «devenir-filosófico», dirá Deleuze— cuya propiedad consiste en doblar el encadenamiento histórico sin confundirse no obstante con él. De ahora en adelante hemos, pues, de tener presente que la cadena de los filósofos no es otra cosa que «una cadena rota, la sucesión de cometas, su discontinuidad y su repetición que no se refieren ni a la eternidad del cielo que atraviesan, ni a la historicidad de la tierra que sobrevuelan. No hay ninguna filosofía eterna, ni ninguna filosofía histórica. Tanto la eternidad como la historicidad de la filosofía se reducen a esto: la filosofía, siempre intempestiva, intempestiva en cada época» (NF, 152).

El Edipo propiamente filosófico

La Historia de la Filosofía constituye, como venimos señalando, el primer obstáculo que opone una franca resistencia a la tentativa de pensar diferentemente. Esa «formidable escuela de intimidación» (D, 17), como Deleuze gusta de estigmatizarla, se caracteriza ante todo por el haber producido históricamente una «Imagen del pensamiento»5; imagen «ortodoxa» o

«dogmática» cuyo logocentrismo, por decirlo en clave derridiana, descalifica de antemano todo intento de alumbrar el pensamiento desde los márgenes de la representación, esa «forma emblemática de la razón». Si Deleuze llega entonces a asimilar la Historia de la Filosofía a

4 J. L. PARDO: La Metafísica. Preguntas sin respuesta y problemas sin solución, Barcelona, Montesinos, 1989, p. 24.

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una empresa de edipización forzada del pensamiento (Cf. C, 13), es porque aquélla cumple una verdadera función represiva al imponer un modelo discursivo, además de castrarnos intelectualmente con su «¿cómo queréis pensar sin haber leído a Platón, Descartes, Kant y Heidegger, y tal o tal libro sobre ellos?». De ahí la crítica lapidaria de Deleuze: «Histórica-mente se ha constituido una imagen del pensamiento llamada filosofía que impide que las personas piensen» (D, 17).

Agente a la vez que «marcador temporal del Poder» (SP, 103), la Historia de la Filosofía actúa en el campo del pensar como una auténtica «policía noológica». Regida por exigencias sistemático-clasificatorias y genético-evolutivas, nos obliga, por un lado, a reagrupar los pensadores en escuelas y, por el otro, a ordenar las doctrinas filosóficas a modo de pautas necesarias —pero siempre superables— que jalonarían la línea de progreso infinito de la Razón humana desde el balbuceo presocrático. Asimismo, la Historia de la Filosofía no duda en enfocar el devenir de los sistemas de pensamiento bajo el prisma del recuento épico, transformando así la invención en descubrimiento y las modestas verdades en gigantescas epopeyas6. No será, pues, de extrañar que dicha Historia defienda y fomente en última

ins-tancia una imagen «arborescente» del pensamiento calcada del Estado, con sus sujetos, sus tribunales y sus juicios7; una imagen conceptualmente inepta, pero a la vez políticamente

reaccionaria; pues

el pensamiento toma su imagen propiamente filosófica del Estado como bella inte-rioridad sustancial o subjetiva. Inventa un Estado propiamente espiritual, como un Estado absoluto, que no es ni muchísimo menos un sueño, puesto que funciona efectivamente en el espíritu. De ahí la importancia de nociones como las de univer-salidad, método, preguntas y respuestas, juicio, reconocimiento o recognición, ideas justas, tener siempre ideas justas. De ahí la importancia de temas como los de una república de los espíritus, una investigación del entendimiento, un tribunal de la razón, un puro ‘derecho’ del pensamiento con ministros del Interior y funcionarios del pensamiento puro. La filosofía está impregnada del proyecto de convertirse en la lengua oficial de un Estado puro. Así el ejercicio del pensamiento se ajusta tanto a los fines del Estado real, a las significaciones dominantes, como a las exigencias del orden establecido (D, 17-18).

Por consiguiente, si la cuestión es «penser autrement», y si la posibilidad de inducir una variación en el ejercicio del pensar conlleva la necesaria de(con)strucción de la imagen dogmática, entonces hace falta, a modo de pauta previa e ineludible, poner en tela de juicio la Historia dominante que le sirve de garante. Para ello, hay que hender primero la «bella interioridad» historiográfica, abrir sus catastros y sus fronteras que se supone han sido esta-blecidos «una vez para siempre», con el fin de (re)conectar el pensamiento sobre ese afuera que le es esencial y al que Deleuze llama «devenir-filosófico» (D, 6). La cuestión es, en otras palabras, idear una historia alternativa a lo Foucault, o sea, «hacer de la historia una

contra-6 M. FOUCAULT: Nietzsche, la genealogía, la historia, Valencia, Pre-Textos, 1988, p. 27-28. 7 Cf. D, 31. Véase también R. SCHÉRER: Regards sur Deleuze, Paris, Kimé, 1998, p. 8.

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memoria, y desplegar en ello por consiguiente una forma totalmente distinta del tiempo»8.

Sólo así es como el (devenir del) pensamiento logra escapar a la atrofia historicista, a la sucesión unilineal y teleológica de sistemas «bien acabados», para presentarse realmente tal como es, a saber: como una coexistencia de planos heterogéneos cuyos múltiples componen-tes y estratos están arrastrados en un movimiento incesante, del que el historiador —vuelto geógrafo y cartógrafo— debe dibujar los contornos. Asimismo, el tiempo del devenir-filosófico ya no está sujeto al antes y al después (Aristóteles después de Platón, Kant antes de Hegel), sino que remite a un «tiempo estratigráfico, en el que el antes y el después tan sólo indican un orden de superposiciones» (QF, 61). Por eso —escribe Deleuze— «hay un devenir-filosófico que no tiene nada que ver con la historia de la filosofía, y que pasa más bien por aquellos que la historia de la filosofía no puede clasificar» (D, 6).

Sentado esto, podríamos decir en lo que respecta a la Historia de la Filosofía lo que Deleuze afirma acerca de la historia en general, a saber que «la historia […] es sólo el conjunto de condiciones casi negativas que hacen posible la experimentación de algo que es ajeno a la historia» (QF, 112-113). Y si bien es cierto que el devenir (filosófico) queda-ría reducido a algo meramente transitivo, inestable, puramente virtual sin una historia (de la filosofía) que lo actualizara, no por ello se confunde con sus efectuaciones históricas; pues «sin historia, la experimentación permanecería indeterminada, incondicionada, pero la experimentación no es histórica, es filosófica» (QF, 113). Ésta es la razón de por qué hacer historia de la filosofía se convierte en una empresa peligrosa; pues ya no puede pretender ser la presentación objetiva de los sistemas filosóficos, ni puede siquiera aspirar a insertar un sistema dado dentro de un linaje o una familia filosófica, puesto que la discontinuidad misma del tiempo filosófico (así como la singularidad del plan(o) o del problema corres-pondiente a un filósofo) impide cualquier generalización. Se trata, a la inversa, de rastrear las líneas quebradas y bifurcantes que atraviesan la Historia de la Filosofía para restar a ese gigantesco mapa (de cuño marcadamente platónico-hegeliano) unos pedazos o parcelas cada vez más grandes de pensamiento libertado de las taxonomías vigentes. La cuestión es, pues, hacer una «cartografía», es decir, desenredar las líneas que componen el dispositivo historiográfico con el fin de encontrar, por debajo de su «segmentariedad dura», los trazos y otros pasadizos a raíz de los que las cosas empiezan a moverse; pues «hay que instalarse en las líneas mismas, que no se conforman con componer un dispositivo sino que lo atraviesan y lo arrastran, de norte a sur, de este oeste o en diagonal» (DRL, 305).

En este punto, la práctica deleuziana del comentario se asemeja a un auténtico mala-barismo filosófico donde se compaginan exégesis rigurosa y osadía en el ejercicio del pensamiento. En efecto, aquello que se pone en marcha aquí es el acoplamiento insólito de dos influencias aparentemente heterogéneas: el llamado «método dianoemático» de Martial Guéroult y la concepción nietzscheana de la interpretación entendida como fuerza. Del pri-mero Deleuze retoma la idea según la cual todo sistema filosófico es reductible, mediante contracción sincrónica, a un problema matricial; pues se trata, como se mostrará páginas ade-lante, de extraer el núcleo constituyente de una filosofía, su «Idea-sistema», su «dianóema»9.

Pero al mismo tiempo, y siguiendo a Nietzsche, Deleuze reclama y se apropia de la idea

8 M. FOUCAULT: Op. Cit., p. 63.

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arriba aludida según la cual la historia de la filosofía, vuelta devenir de los sistemas, siem-pre siem-precisa una evaluación y un diagnóstico caso por caso, quedando así descartado el ideal (cartesiano) de un descubrimiento sucesivo de la verdad y de un conocimiento atemporal de las doctrinas. El trabajo monográfico de Deleuze alumbra, pues, una compleja y sutil mezcla de clasicismo y de novedad (revolucionaria). Deleuze, anarchiste tory.

Sobre el discurso indirecto libre y consecuencias

Deshacer —y deshacerse de— la Historia de la Filosofía quiere decir ante todo librarse de las constricciones que dimanan de las burocracias intelectuales, las cuales suelen operar como guardianes del orden filosófico preestablecido. En otros términos, la cuestión es evitar a toda costa las cuestiones de ortodoxia y escolástica; pues, ¿qué son «el verdadero Hume» o «el verdadero Kant»? sino imágenes dominantes (custodiadas por la policía noológica) que configuran ese lugar fértil en discusiones y otros debates tan altamente narcisistas como infructíferos. Por el contrario, hace falta idear un método capaz de ablandar los cercados, catastros y otros lindes fijos en los que la Historia de la Filosofía ha arrinconado a los pen-sadores, y con ellos, al pensamiento. Para Deleuze se trata, pues, de «minar los muros y atravesarlos con la lima, lentamente y con paciencia» (AE, 141-142) para «lograr hacer pasar una línea de fuga» (D, 22). Ésta es la razón de por qué Deleuze se decanta por una forma de discurso, denominado «discurso indirecto libre»10, cuyo peculiar efecto consiste en volver

borrosas las fronteras que existen entre el autor comentado y el autor comentante. Sentado esto, conviene señalar dos escollos con los que tropiezan frecuentemente algunos comen-taristas. El primero sería considerar que Deleuze, a través de sus obras monográficas, se adentra en la historia de la filosofía desde la presencia subyacente, autónoma y algo retraída del simple comentarista respecto de la doctrina comentada; y, en consecuencia, reducir sus monografías a un pequeño ejercicio sin importancia por el que un nuevo nombre trata de afianzarse en el escalafón bien vigilado de la Academia11. El segundo, que es el correlato

del primer punto, sería reiterar el error aún tenaz y persistente que consiste en dividir la obra de Deleuze en dos bloques (o incluso tres), los comentarios por un lado, y sus obras en nombre propio (o en dúo) por el otro.

Contra el primer punto. Hay que señalar que sus estudios monográficos, por más que se

aparezcan bajo la forma de un trabajo simple y banalmente honesto de cara a su pretensión escolar y didáctica, testimonian el interés (heterodoxo) de Deleuze por unos filósofos que distan mucho de ser los pensadores predilectos de su época; una época más bien dominada por las tres «H» (Hegel, Husserl y Heidegger), o sea, por una corriente fenomenológica que, según opinión del propio Deleuze, configura «una escolástica aún peor que la de la Edad Media» (D, 16). Considerando ante todo que «a la filosofía le falta empirismo» (ID, 184), Deleuze se decanta por aquellos filósofos que se apartan, en mayor o menor medida, de la tradición racionalista o platónica-hegeliana, cuya marcada inspiración dialéctica siempre termina, por complejos y sutiles que sean sus recorridos, subordinando lo múltiple a lo Uno, el devenir al Ser, las partes al Todo —y, en suma, la vida al pensamiento. La dialéctica, que

10 E. ALLIEZ: Deleuze. Philosophie virtuelle, Paris, Synthélabo, 1996, p. 9. 11 Cf. J. L. PARDO: Deleuze: violentar el pensamiento, Madrid, Cincel, 1990, p. 16.

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podríamos definir en términos generales como «ese arte que nos invita a recuperar propie-dades alienadas», es efectivamente indisociable —como bien ha mostrado Nietzsche— de un movimiento de la degeneración (el nihilismo) que, bajo las exigencias aparentemente inocuas de verdad y de razón, testimonia el compromiso del «pensador puro», de la «cien-cia ‘pura’» con unas fuerzas que, por su parte, no son tan razonables (Estados, religiones, valores en curso). La (historia de la) filosofía vuelta «recuento de todas las razones que el hombre se da para obedecer»: henos aquí con lo que enseña la historia de la filosofía, de los socráticos a los hegelianos, a saber «la historia de las largas sumisiones del hombre y de las razones que se da para legitimarlas» (N, 216).

Deleuze no tiene pelos en la lengua cuando se trata de denunciar esa falsa creencia en los Universales; el Ser, el Uno y el Todo no son más que «el mito de una falsa filosofía totalmente impregnada de teología» (LS, 354)12. Por el contrario, Deleuze encuentra en

los filósofos por los que se interesa un «vínculo secreto», «una línea quebrada, explosiva, volcánica» (ID, 181) que pasa entre Lucrecio, Hume, Spinoza, Nietzsche y Bergson; línea maldita que se caracteriza por «la crítica de lo negativo, la cultura de la alegría, el odio a la interioridad, la exterioridad de las fuerzas y las relaciones, la denuncia del poder» (C, 13), y que habrá de culminar en «la gran identidad Spinoza-Nietzsche» (C, 216). Pues bien, así como la cuestión es volver a pensar en el presente esas filosofías «menores» del pasado «a favor, lo espero, de un tiempo por venir»13; asimismo, lo que ha sido pensado debe ser

pensado de nuevo, ya que cada pensamiento es un acontecimiento profusamente dotado de virtualidades infinitas que pueden actualizarse al precio de un auténtico acto de creación.

A consecuencia de ello, el tono empleado en los estudios monográficos da testimonio de la existencia de «una causa común al autor comentado y al autor comentante», como lo ejemplifica el magistral Nietzsche y la filosofía. Discurso indirecto libre: tal es, pues, el momento «en el que las dos posiciones de sujeto se insinúan una en otra» (F, 33); ideas propias y ajenas se entretejen de tal suerte que la distinción entre ellas se torna apenas posi-ble. Asimismo, aparece —escribe Deleuze— una «zona de indiscernibilidad» tal que «hay un ámbito ab que pertenece tanto a a como a b, en el que a y b ‘se vuelven’ indiscernibles» (QF, 25). Deleuze suscribiría, pues, de buen grado las palabras de Man Ray: «considero como autorretratos todo lo que hago»14, pero siempre bajo la condición de una colisión

despersonalizante del retratante con lo retratado. Pues para Deleuze el (acto de engendrar el pensamiento en el) pensar se produce a partir de encuentros (originariamente violentos e involuntarios) con otros pensamientos, cuyo resultado radica en la disipación de las identi-dades y, correlativamente, en la expresión de singulariidenti-dades impersonales y preindividuales15

—«esplendor del ‘SE’», dice también Deleuze en su prefacio a Diferencia y repetición. Pues «lo primero es un SE HABLA, murmullo anónimo en el que se disponen emplazamientos para posibles sujetos: ‘un gran zumbido incesante y desordenado del discurso’» (F, 83).

12 Véase A. VILLANI: «Crise de la raison et image de la pensée chez Gilles Deleuze», Noesis (Nice), nº 5, 2003, p. 203.

13 F. NIETZSCHE: Segunda consideración intempestiva. De la utilidad y los inconvenientes de la Historia para

la vida, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2006, p. 12: «… actuar contra el tiempo, y de este modo sobre el

tiempo, a favor (lo espero) de un tiempo venidero».

14 M. RAY: Ce que je suis et autres textes, Paris, Hoëbeke, 1998, p. 32.

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El «SE» desacreditado, sujeto indefinido de la banalidad, de la célebre «banalidad coti-diana» opuesta por Heidegger a la autenticidad de la existencia, este «SE» que no debería designar nada más que la seña de la opinión, del lugar común, de los clichés, se transforma en Deleuze, en razón de su impersonalidad misma, en el indicio de la más alta potencia vital y cogitativa.16 Se convierte en el «operador acontecimental» por antonomasia, en el vector

que hace subsistir, más allá de las coordenadas personológicas (y objetuales), el sentido producido (otro nombre del problema) por una determinada filosofía. Ahora bien, de esta indecidibilidad del sujeto de la enunciación derivan las críticas opuestas y convergentes que se suelen dirigir en contra del método deleuziano: se coloca a Deleuze ante una falsa alternativa a raíz de la que se le reprocha ora de reducir la actividad filosófica al mero comentario, ora de reencaminar a los autores comentados hacia su propia filosofía. Sin embargo, el efecto principal que se colige de esta estrategia debería justamente desembocar en el cuestionamiento de toda propiedad del pensamiento y en la afirmación correlativa de su dimensión ineluctablemente colectiva e impersonal; pues, al igual que la vida (que lo activa y que, a cambio, exige ser afirmada por él) el pensamiento «no es algo personal» (D, 10). Asimismo, podríamos valernos de una cita extracta de El Anti Edipo y decir mutatis

mutandis que el sujeto (de la enunciación) es quien carece de pensamiento, o el pensamiento

quien carece de sujeto fijo17.

Sentado esto, convendría —por parafrasear a Klossowski— hacer de cuenta que las obras monográficas de Deleuze son falsos estudios18. No tanto porque habría razones para

dudar de la factura de sus trabajos —bien al contrario—, sino porque la cuestión, como ya señalábamos páginas atrás, estriba en evitar esas interminables cuestiones de ortodoxia y de escolástica de las que el propio Deleuze procura escapar. Para él, «hacer» historia de la filosofía es algo parecido al «arte del retrato en la pintura»; pues «se trata de retratos men-tales, conceptuales». Pero esta semejanza del retrato con el retratado ha de lograrse «por medios desemejantes»:

El modo de liberarme —escribe Deleuze— que utilizaba en aquella época consistía, según creo, en concebir la historia de la filosofía como una especie de sodomía o, dicho de otra manera, de inmaculada concepción. Me imaginaba acercándome a un autor por la espalda y dejándole embarazado de una criatura que, siendo suya, sería sin embargo monstruosa. Era muy importante que el hijo fuera suyo, pues era preciso

que el autor dijese efectivamente todo aquello que yo le hacía decir; pero era igual-mente necesario que se tratase de una criatura monstruosa, pues había que pasar por toda clase de descentramientos, deslizamientos, quebrantamientos y emisiones secretas, que me causaron gran placer (C, 13-14, ss.).

Pero repitámoslo: cuando Deleuze habla, de manera algo provocativa, de «hacer hijos a espaldas de un filósofo», no quiere decir que la cuestión sea de deformar, desnaturar o forzar sin más, sino de entrar en una filosofía con el objetivo de arrojar luz sobre dónde las

16 Véase R. SCHÉRER: Op. Cit., p. 32. 17 Cf. AE, 33-34.

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haces maleables de los conceptos trazan una línea «interpretativa» que nadie, hasta entonces, había entrevisto ni seguido. Tal es, de hecho, una de las facetas de lo que Villani considera ser un «principio de legitimación como piedra angular del buen libro»19; principio que se

encuentra «secretamente alojado» en la obra de Deleuze y que se declina en tres aspectos. Si se escribe un libro, es para: 1/ remediar un error global (función polémica del libro); 2/ reparar un olvido acerca del tema tratado (función inventiva); 3/ crear un concepto nuevo (función creativa)20.

Contra el segundo punto. Los estudios de Deleuze —y aquí radica precisamente lo

importante de su labor como historiador de la filosofía— son parte integrante, y no sólo a modo de preámbulo o pródromo, de la filosofía que llevará su nombre —he aquí, por lo demás, la paradoja que firma su filosofía toda y reza así: sólo se alcanza lo más singular con tal de que se llegue a lo más impersonal.21 Así pues, las obras monográficas son —para

Deleuze— la ocasión de confeccionarse una potente artillería conceptual, de «[fundir] los conceptos antiguos del mismo modo que se puede fundir un cañón para fabricar armas nuevas» (QF, 34). Se trata, por decirlo en otro registro también querido por Deleuze, de fabricarse una «caja de herramientas» (ID, 269) y, asimismo, poder experimentar esta «satis-facción del ‘bricoleur’» (AE, 16) a la que el filósofo, buen conocedor del martillo y de su uso polivalente, no es en absoluto ajeno. En efecto, si bien es cierto que la filosofía ha de definirse como «conocimiento por puros conceptos», no por ello deja de ser —aunque sea a su manera— una suerte de bricolaje donde lo que se fabrica son los conceptos mismos; pues «la filosofía es el arte de formar, de inventar, de fabricar conceptos… los conceptos no nos están esperando hechos y acabados como cuerpos celestes. No hay firmamento para los conceptos… Platón decía que había que contemplar las Ideas, pero tuvo antes que crear el concepto de Idea» (QF, 8-12).

La teoría es, en este sentido, indisociable de la práctica; es más: la teoría es una práctica. Pero aquí el término «práctica» no mienta la aplicación de una teoría, su consecuencia, ni tampoco aquello en lo que la teoría habría de inspirarse. Las relaciones entre teoría y prác-tica, como se mostrará páginas adelante, ya no se conciben como un proceso de totalización, ya sea en un sentido o en el otro, sino que apuntan a relaciones mucho más parciales y fragmentarias. Una teoría es, según Deleuze, siempre local y su aplicación, que no es nunca una relación de semejanza, introduce una serie de variaciones, desplazamientos y emisiones regionales que inciden a su vez sobre el propio teorizar haciendo necesario otro discurso. Se fragua entonces un movimiento pendular e interactivo entre teoría y práctica; pues así como la práctica constituye un conjunto de «relevos» para una teoría atascada, asimismo constituye a su vez la teoría un «relevo» de una práctica a otra. Razón de por qué «ninguna teoría puede desarrollarse sin llegar a una especie de muro, y la práctica es necesaria para perforar ese muro» (ID, 267-268).

19 A. VILLANI: La guêpe et l’orchidée. Essai sur Gilles Deleuze, Paris, Belin, 1999, p. 56. 20 Ibídem, carta del 29/12/1986 extracta de una correspondencia entre Villani y Deleuze.

21 Cf. C, 14: «Es curioso lo de decir algo en nombre propio, porque no se habla en nombre propio cuando uno se considera como un yo, una persona o un sujeto. Al contrario, un individuo adquiere un auténtico nombre propio al término del más grave proceso de despersonalización».

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De la cartografía como trazado rizomático

Los conceptos que Deleuze sonsaca de los autores comentados se presentan siempre bajo la forma de extracciones locales. Asimismo aparece esta figura —con frecuencia incomprendida— del «discípulo local»; figura que, a su vez, parece entrar en una extraña resonancia con la del «intelectual específico» a lo Foucault. Pues, todo concepto sonsacado de un pensador (y/o inventado por cuenta propia) posee una esfera de influencia local, tal que su cometido no puede ser otro que el de resolver una problemática a su vez regional. En pocas palabras, no hay cabida para la polimatía. Por esta razón dice Deleuze: «yo no soy un intelectual, porque no tengo una cultura de la que pueda disponer, carezco de reservas. Lo que sé lo sé únicamente de cara a las necesidades del trabajo de cada momento y, si vuelvo a ello algunos años después, necesito volver a aprenderlo todo» (C, 219).

Esta figura contempla, por lo demás, una total coherencia con el «pluralismo» (otro nombre del empirismo) que Deleuze reivindica. En efecto, así como el pluralista concibe la realidad a modo de multiplicidad de cosas irreductibles las unas a las otras e irreductibles a un todo único, de suerte que le es posible conocer una sola sin tener necesidad de hacer referencia a las demás22; asimismo el discípulo local puede apropiarse de un concepto ajeno

sin tener la obligación de cargar con el corpus teórico del cual aquél entra a formar parte. Por otro lado, es de interés subrayar que los conceptos deleuzianos suelen retornar de un comentario a otro, ganando o perdiendo componentes en función del plan-problema siem-pre local y moviente que están llamados a solventar. De este modo, cualquier reiteración conceptual vierte en Deleuze el tránsito obligado y viviente por un nuevo punto de vista, una nueva perspectiva, de suerte que la obra siempre en curso fragua un juego cautivador e interminable de ecos y resonancias23. La terminología deleuziana es, pues, siempre

flu-yente, no hay términos realmente fijos: «Hago, rehago y deshago mis conceptos a partir de un horizonte móvil, de un centro siempre descentrado, de una periferia desplazada que los repite y diferencia» (DR, 17).

Pues bien, no sólo se trata de pensar el movimiento sino de hacerlo. Hay efectivamente un movimiento o desarrollo circular del concepto —como bien ha visto Hegel—, pero lejos de desplegarse en una esfera de interioridad —como bien podría ser la Historia— este movimiento sólo se vuelve (y continúa siendo) operativo bajo la condición de conectar con un devenir cuya propiedad es la de «[no dividirse] sin cambiar de naturaleza» (B, 41), o sea, la de introducir novedad al dividirse. Asimismo, se percibe la huella imborrable de Bergson quien afirmaba que el pensamiento, para poder «instalarse en la realidad móvil» y «adoptar su dirección siempre cambiante», tiene que «refundar sin cesar sus categorías» siendo ésta la condición para «[desembocar] en conceptos fluidos, capaces de seguir la realidad en todas sus sinuosidades»24. Dicho esto, conviene recalcar que la cuestión no es para Deleuze

abogar por un espíritu que divaga y pasa del desatino a la sinrazón. El hilo es tenue entre la crítica y la clínica, la experimentación esquizo-inventiva del concepto y el sinsentido del

22 Véase al respecto la valiosísima reseña de Deleuze (DR, 315): Descartes, en sus Respuestas a Arnauld, esta-blece una notable distinción entre la determinación completa de una cosa y su determinación entera.

23 Cf. F. ZOURABICHVILI: Deleuze. Une philosophie de l’événement, Paris, PUF, 2004, p. 13.

24 H. BERGSON: La pensée et le mouvant, Paris, PUF, pp. 213-217. Citado también en H. BERGSON: Memoria

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andrajo drogado. Pero el pensador deleuziano está siempre del lado de lo inventivo: al crear conceptos, el filósofo moviliza nuevas conexiones, nuevos caminos, nuevas sinapsis (Cf. C, 237); produce «un nuevo tipo de relaciones, una dimensión irreductible al saber: conexiones móviles y no localizables» (F, 103).

En este sistema-en-devenir —oximoron que, por lo demás, caracteriza el pensamiento metódico de Deleuze— habrá pues un recorrido (o movimiento) del concepto en tres pau-tas: 1/ punto de inscripción: es el momento en que el concepto aparece en el sistema; 2/

superficie de desarrollo: es su zona operatoria, la esfera de presencia local donde actúa; 3/ punto de disipación: remite al momento en que el concepto deja de ser operatorio porque

ha cumplido la tarea que le estaba asignada. La periodización de un concepto contiene su problematización, tal y como atestigua por ejemplo el concepto de «cuerpo-sin-órganos», que Deleuze toma prestado de Artaud y que se irá enriqueciendo de nuevas componentes desde su primera aparición en Lógica del sentido hasta su última inflexión en Francis Bacon:

lógica de la sensación, pasando por El Anti Edipo.

Así pues, la tarea primordial para Deleuze es el construirse una red conceptual. Y se habla aquí de «red conceptual» porque el discurso deleuziano es, como ya venimos anun-ciando, un discurso no jerarquizado, —aquí no hay diferencia de estatuto entre conceptos primeros y derivados, entre conceptos que fundan y conceptos fundados—; pues se trata de un discurso en el que cada concepto remite al otro, interactúa con él, de tal suerte que no se puede establecer una subordinación, sino que de lo que se trata es de visualizar el trazado rizomático que se perfila. En efecto, «una de las características más importantes del rizoma quizá sea la de tener siempre múltiples entradas» (MM, 18). Y estas entradas múltiples remi-ten precisamente a los distintos conceptos que el filosofar deleuziano se encarga de construir para configurar una red conceptual; red por cuanto —decíamos antes— no existe una arbo-rescencia jerárquica, sino que cada concepto se encuentra unido, a modo de nudo, cuello o foco, con otros conceptos y a cada uno de los cuales es posible llegar prosiguiendo diversos itinerarios, pues, aquí «los conceptos son centros de vibraciones, cada uno en sí mismo y los unos en relación con los otros» (QF, 28). En rigor, se podría decir que el pensamiento de Deleuze, en tanto que filosofía del devenir y en devenir, no es sino el constante retrenzado de una inicial red conceptual, adecuando el tamizado de la misma a las necesidades teóricas del momento, añadiendo, cuando es preciso, algún nuevo concepto-nudo para asegurar la precisión de la captura25. Por ello el concepto siempre posee un contorno irregular, un límite

poroso; es un todo fragmentario, puesto que cada concepto se encuentra en la encrucijada de problemas y realiza nuevos cortes. He aquí la declaración de principios: hemos acabado —dice Deleuze— con los conceptos globalizantes.

De ahí deriva, por otra parte, la dura crítica que Deleuze dirige a sus «cultifilisteos» contemporáneos, los (grandilocuentemente llamados) «nuevos filósofos». Estos últimos, además de reintroducir la caducada «función-autor», operan por conceptos toscos y vacíos favoreciendo así la restauración de dualismos estériles (Cf. DRL, 135); procedimiento reac-tivo que opone una franca resistencia a la labor filosófica consistente en fabricar «conceptos de articulación fina, o muy diferenciada» —y en determinar «funciones creadoras» que ya han abandonado toda referencia al sujeto de enunciación; pues ya sea dicho de una vez, «el

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sujeto de enunciación no existe» (D, 90-91)—. Pero de sus críticas a los conceptos dema-siado toscos, a los dualismos someros y grotescos —y en suma, al monismo; pues «para llegar a dos, según un método espiritual, [siempre se] necesita presuponer una fuerte unidad principal» (MM, 11)— sería no obstante erróneo colegir una incompatibilidad radical y definitiva entre el pensamiento de Deleuze y la concepción sistemática de la filosofía, de la filosofía como sistema. Como bien dice, «se habla del fracaso de los sistemas en la actuali-dad, cuando sólo es el concepto de sistema lo que ha cambiado» (QF, 14-15). Claro es que la concepción más clásica y más razonable del sistema (división jerárquica de los principios, causalidad lineal, temporalidad unidimensional, etc.) no se adecua en absoluto a la exigencia deleuziana de una red conceptual flexible, capaz de abrazar (y hacer) el movimiento de la vida. Pero Deleuze se refiere a otro tipo de sistemas, a sistemas llamados abiertos. En un tal sistema el «buen comienzo» se hace «por el medio», en el «entre»; su operador lógico es el «y» y ya no el «es», puesto que carece de concepto primero, concepto-pivote que echaría unas raicillas a partir de las que se desplegaría sucesiva y deductivamente un «orden de las razones». Asimismo, un sistema abierto es, por retomar mutatis mutandis una fórmula de

Empirismo y subjetividad, una «colección» o un «conjunto» de conceptos —en el más lato

sentido de la palabra—, esto es: una «colección sin álbum», una «pieza sin teatro» o un flujo de conceptos (Cf. ES, 13), dado que los conceptos ya no son como las casillas de un «gran columbarium» teórico que les preexistiría. Aquí los conceptos no remiten a esencias objetivas (realismo) ni tampoco a actos noéticos (idealismo) sino a circunstancias, a

acon-tecimientos (constructivismo). En pocas palabras, el sistema abierto «trata el concepto como

objeto de un encuentro» (DR, 17), pero no por ello deja el concepto de ser una creación, una invención propiamente filosófica, ya que no está dado o hecho de antemano como cuerpo celeste. Y es que, por otro lado, tampoco los conceptos son generalidades (o particularidades intercambiables) que se hallan en el espíritu de la época. Por el contrario, son singularidades que reaccionan frente a los flujos ordinarios de pensamiento, razón de por qué —escribe Deleuze— «se puede perfectamente pensar sin conceptos, pero sólo cuando hay conceptos hay verdaderamente filosofía» (C, 54). En resumen, un sistema abierto se presenta como un conjunto descentrado y a-jerárquico de fragmentos y pedazos conceptuales que el sistema totaliza sin atenuar ni suprimir su pluralidad:

Estamos en la edad de los objetos parciales, de los ladrillos y de los restos o resi-duos. Ya no creemos en estos falsos fragmentos que, como los pedazos de la estatua antigua, esperan ser completados y vueltos a pegar para componer una unidad que además es la unidad de origen. Ya no creemos en una totalidad original ni en una totalidad de destino. Ya no creemos en la grisalla de una insulsa dialéctica evolutiva, que pretende pacificar los pedazos limando sus bordes. No creemos en totalidades más que al lado (AE, 47)

Pues bien, así como el pensamiento de Deleuze consiste en un sistema abierto que pende del devenir y de la perpetua inventividad correspondiente a dicho movimiento, asimismo se divisa que pensar no puede ser aquí asunto de «Origen» (Ursprung), ya remita el origen ora a lo que está explícitamente dado desde el principio, ora a aquello que, inicial e implícita-mente postulado, debe ser recobrado al final. En otras palabras, lo interesante no reside ni

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en el punto de partida ni en el destino, atañe más bien a lo que pasa en el medio; pues «lo que cuenta en un camino, lo que cuenta en una línea, nunca es ni el principio ni el final, siempre es el medio, siempre se está en medio de un camino, en medio de algo» (D, 34). Así pues, la pregunta deleuziana «¿qué es lo que sucede ‘entre’?» (C, 193) firma una operación filosófica que, a la vez que se ciñe a los términos medios, los pone de relieve por sí mismos sin retrotraerlos a los extremos26: «sólo existen medios y entre-dos» (F, 116). Tal es, por lo

demás, la única manera de ampararse ante la posible reintroducción de la dialéctica. «La historia de la filosofía no sólo implica que se evalúe la novedad histórica de los conceptos creados por un filósofo, sino la fuerza de su devenir cuando pasan de unos a

otros» (QF, 37, ss.). Y de igual manera, hemos de preguntar por lo que pasa entre los

pen-sadores convocados por Deleuze: ¿qué es lo que ocurre entre Lucrecio y Hume, Hume y Spinoza, entre Spinoza y Nietzsche, etc.? La pregunta deleuziana por el «entre» se enmarca, en efecto, dentro de una «lógica de las relaciones» donde la exterioridad de la conjunción «y» derriba la interioridad del verbo «ser», y con ello, la lógica atributiva imperante en filosofía al menos desde Aristóteles. La pregunta por el «entre» atañe, pues, al «devenir-filosófico», este movimiento demoníaco y monstruoso que salta por encima de las moiras, los códigos, territorios y catastros sacro-santos de la tradición, que burla las propiedades y funciones fijas cuidadosamente delimitadas por la Academia (Cf. D, 49) para conectar, de forma paradójica y aberrante, lo que la Historia de la Filosofía supone ser la forma más feroz del irracionalismo (Nietzsche) con el racionalismo en su grado más absoluto (Spinoza), o a este último con lo que sería su más encarnizado enemigo natural (Hume)27. Así pues,

dado que la (historia de la) filosofía deja de coincidir con una alineación homogénea de sistemas bien acabados y abre correlativamente paso a una comunicación transtemporal de plan(e/o)s problemáticos que entablan relación según las aristas (o puntos singulares) que la historia standard no ha logrado aplanar, se colige entonces que el método empleado por Deleuze no puede ser ni clasificatorio ni verificativo. Por el contrario, «nos parece —dice Deleuze— que la historia de la filosofía debe desempeñar un papel bastante análogo al de un collage en una pintura» (DR, 18). Ahora bien, del mismo modo que un patchwork se compone de fragmentos heterogéneos y mutuamente exteriores, —aquí los términos ligados no anteceden a sus relaciones—, la historia menor deleuziana hace comunicar por derecho a pensadores cuyos distintos horizontes filosóficos no parecían, cuando se les continuaba enfocando desde el punto de vista de la historia dominante o «monumental», o sea, desde el punto de vista único y homogeneizante del hecho, estar apriorísticamente predestinados a encontrarse para así funcionar conjuntamente, para maquinarse. He aquí, por lo demás, lo difícil de la empresa filosófica según Deleuze: «hacer conspirar todos los elementos de un conjunto no heterogéneo, hacerlos funcionar juntos» (D, 61). De este modo, divisamos que la cuestión del «entre», relativa —como acabamos de ver— al «devenir-filosófico», se concatena en Deleuze con la idea reiteradamente expresada de fabricarse una «serie»; una serie que funcione y sin la cual estaríamos perdidos (amenaza del caos, del caos en las ideas). De ahí se deriva, pues, la imperiosa necesidad de buscarse intercesores: «Lo esencial son

26 Cf. A. VILLANI: Op. Cit., p. 10.

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los intercesores. La creación son los intercesores. Sin ellos no hay nada… me busco mis intercesores, y así puedo decir lo que tengo que decir» (C, 200).

Ahora bien, si tuviéramos que establecer una relación analógica entre el imperativo deleuziano de fabricarse una serie y un determinado tipo de práctica deportiva, diríamos que tal actividad no se equipara tanto con un deporte de las alturas o de las profundidades cuanto con un deporte relativo a las superficies, acorde a la horizontalidad: una suerte de atletismo

filosófico, diría Deleuze. A pesar de ello, ciertos comentaristas han reprochado al filósofo

francés el haber caído en una contradicción patente: en el mismo momento en que Deleuze pretende deshacer —y deshacerse de— la historiografía de corte platónico-hegeliano, crea una cadena filosófica tal que cada eslabón está llamado a cumplir una función de «relevo» —en el sentido de aufhebung— con respecto a los eslabones anteriores. En otras palabras, el anti-dialéctico Deleuze habría reconstruido, muy a su pesar, una historia hegeliana de la filosofía, por menor o minoritaria que quisiera que fuese. Sin embargo, esta crítica sólo sería válida en el caso de considerar que todos los filósofos —y, en particular, aquellos que Deleuze convida a su peculiar banquete— tienen en común exactamente los mismos proble-mas y, en suma, que los probleproble-mas filosóficos son los mismos desde el origen. Ahora bien, si «el genio de una filosofía —escribe Deleuze— se mide, en primer lugar, por las nuevas distribuciones que impone a los seres y a los conceptos» (LS, 15), es porque cada filosofía digna de este nombre traza un plan(o) problemático original que «le da el ser a lo que no era y hubiera podido no llegar jamás» (B, 12); crea una Idea-problema que sólo puede ser retomada en función de nuevas necesidades teóricas y, por lo tanto, al precio de una diferen-ciación que impone a su vez una nueva redistribución regional a las palabras y a las cosas. Inventar un problema es, pues, lo mismo que trazar una línea de fuga: es una práctica del tipo lanzar una flecha (Nietzsche) o arrojar una botella al mar (Adorno), flecha o botella que otro pensador recogerá para lanzarla a su vez en otra dirección. De este modo, si bien es cierto que Deleuze emplea con frecuencia, como se ha mostrado líneas atrás, el término «relevo», resta que su acepción no mienta la «relève» en el sentido hegeliano de superación-conservación, sino el «relais» en el sentido desterritorializado de «carrera de relevos»: una peculiar carrera en la que los corredores son filósofos-artistas, el testigo problemas y conceptos y la pista un «círculo siempre excéntrico para un centro siempre descentrado» (LS, 335), o sea, el círculo tortuoso del Eterno retorno, del eterno retorno de lo diferente.

Ya hemos visto que, para Deleuze, el cometido del historiador de la filosofía es hacer retratos, retratos conceptuales. Sin embargo, por más que se consiga un retrato mental a fuerza de descentramientos y desplazamientos varios, no quiere decir esto que el retrato en cuestión haya de operar a modo de espejo deformante. No se trata de deformar ni de forzar sin más; pero tampoco la cuestión es repetir lo que ya dijo en su momento el filó-sofo retratado —pues como señala Deleuze por adelantado, nadie habla mejor de la obra de un pensador que el pensador mismo. ¿De qué se trata entonces? Pues se trata de volver enunciable lo no dicho, de resaltar aquello que está necesariamente sobrentendido en su filosofía y como incrustado en lo dicho. Pues bien, realzar lo que el autor no dice y que, no obstante, está presente, insiste o persiste en lo que dice es, en definitiva, hacer visible aquello que es «no visible y, sin embargo, no oculto» (F, 42, nota 21), a saber: el problema —el plan(o)— del que depende todo aquello que pueda decir el filósofo concernido. En efecto, si bien resulta dificultoso llegar a explicitar lo que está implicado en un texto, ello

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se debe, no a la intención de un autor maligno que desearía engañar al lector-comentarista introduciendo significaciones ocultas, sino a que el problema que plantea «no es inmedia-tamente perceptible: siempre está recubierto por las frases y las proposiciones» (F, 42). Por esta razón, escribe Deleuze, cuando se comenta a un autor, el modo de proceder ha de ser el siguiente: «hay que elevarse hasta los problemas que plantea un autor genial, hasta lo que no dice en aquello que dice, para extraer de ahí algo que se le deberá siempre, aunque se pueda también volver contra él» (ID, 181)28.

Conclusión

«La historia de la filosofía es comparable al arte del retrato. No se trata de cuidar el ‘parecido’, es decir de repetir lo que el filósofo ha dicho, sino de producir la similitud des-pejando a la vez el plano de inmanencia que ha instaurado y los conceptos nuevos que ha creado» (QF, 58). Sentado esto, y para concluir el presente trabajo, quisiéramos determinar cuál ha de ser el modo de aproximarse al pensamiento de Deleuze; si es posible aplicar a su obra este método —«anti-cartesiano»29— que él mismo ha dibujado; pues a partir de las

muchas flechas lanzadas por Hume, Nietzsche, Spinoza o Bergson, Deleuze traza a su vez una multiplicidad de líneas de vida que se diseminan en un plétora de direcciones, de suerte que su pensamiento, vuelta madeja de líneas quebradas y siempre bifurcantes, no resulta ser de fácil recorrido. La dificultad teórica es a veces de tal magnitud que no le queda otra alternativa al lector que la de contentarse —por lo menos en un principio— con una «com-prensión no filosófica», parte no obstante esencial según advierte el propio Deleuze; pues «la filosofía no requiere únicamente una comprensión filosófica, por conceptos, sino también una comprensión no filosófica, por afectos y perceptos. Los dos aspectos son necesarios. La filosofía mantiene una relación esencial y positiva con la no-filosofía: se dirige directa-mente a no filósofos… La comprensión no filosófica no es una comprensión insuficiente o provisional, es una de las dos mitades, una de las dos alas» (C, 222).

Dicho esto, consideramos que la tarea más ardua que ha de afrentar el lector atañe, sin lugar a dudas, a una buena comprensión conceptual de Deleuze, comprensión que debe evi-tar el doble escollo de lo erudito y de lo familiar. La plétora de conceptos creados, el hecho de que éstos se conecten unos con otros siguiendo travesías externas y extremadamente ramificadas, y que asimismo ganen o pierdan componentes en función de la zona proble-mática en la que están llamados a operar, son unos de los factores en razón de los que toda intención de restituir à la lettre el pensamiento de nuestro autor se vea abocada por adelan-tado al «fracaso», ante todo y sobre todo, cuando lo que se pretende es desplegar el ovillo conceptual deleuziano a raíz de unos cuantos motivos que se supone son reiterativos en la obra; aún así, se pasa al lado de aquello por lo que el propio autor firma su filosofía toda:

28 Sea el caso llamativo de Kant en la obra de Deleuze: el autor de la Crítica parece «armado para invertir la imagen del pensamiento», —Kant descubre «el prodigioso dominio de lo trascendental; es el equivalente de un gran explorador»—, pero no por ello deja de «renunciar a los presupuestos implícitos de la representación». Deleuze se apropiará de los conceptos-clave del kantismo (trascendental, tiempo, discordia facultatum…), basamento que según confesión propia le entusiasma, para no obstante volverlos contra el edificio que está construido encima.

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hay totalidad, pero se trata de una «totalidad al lado». Sin embargo, este tipo de lectura, que podríamos calificar de «internalista», no es el único en «errar» el tiro. Ciertos comentaristas optan al revés por una lectura de corte «externalista», escindiendo al propio Deleuze (ora en el Deleuze joven de las monografías y el Deleuze maduro que «habla en nombre propio», ora en el Deleuze guattarizado y el no guattarizado) y extrayendo aquí y allá fragmentos que les convienen, ya sea para corregir lo que dijo Deleuze —es el caso de A. Badiou30— o,

quizá más arriesgado aún, para volverlos contra él —tal es el caso, desde todos los puntos de vista ejemplar, de S. Žižek31. Ahora bien, de querer hacerle hijos a sus espaldas, es muy

posible que sea Deleuze quien nos los acabe haciendo a nosotros. Pues como señala Pardo, «la mitad que [las lecturas externalistas] creían haber cortado limpiamente comienza a proliferar de pronto por el costado más imprevisto causando desperfectos irreparables en la construcción», la cual queda reducida en última instancia a «un borrador que no consigue ni de lejos alcanzar la altura del propio Deleuze (es lógico: le falta la mitad)»32. Pues bien,

parece que la única manera de aproximarse al pensamiento de filósofo francés sea ésta: res-petar a Deleuze traicionándolo o traicionarlo para resres-petarle. En resumidas cuentas, lo difícil, cuando se estudia a Deleuze, no es tanto entrar en —y viajar por— su obra como salir de ella. Para ello habría, en primer lugar, que saber distanciarse lo suficientemente como para evitar «hablar el deleuziano» y, sobre todo, para poder ofrecer una valoración crítica; ahora bien, adentrarse en el espesor (más bien que en la profundidad) de su pensamiento conlleva un imperioso —cuando no largo— tiempo de reflexión. Luego la cuestión radicaría en hacerse con (todos) los matices y las resonancias conceptuales que se establecen de un libro a otro, entre un capítulo y una meseta, y lograr «salir del apuro», sobrellevar el profundo embarazo en el que Deleuze nos induce. Por último, y quizá sea ésta la tarea más compleja que haya de afrontar el lector de Deleuze, presentar una «síntesis» capaz de abrazar las sinuosidades de un pensamiento en continuo movimiento y cuya coherencia, lejos de expresarse en la fijeza de los referentes, se presenta más bien como una «coherencia-en-dispersión disparatada»33.

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32 J. L. PARDO: «Inversión y fuga. Apuntes para un retrato filosófico de Deleuze», en: DRL. Asimismo remitimos el lector a este brillante y muy sugerente estudio preliminar.

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Referencias

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