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Servidores y testigos de la Verdad. Meditaciones 11. La Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos

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Academic year: 2021

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w .m is io n m a d ri d .e s

“Servidores y testigos

de la Verdad”

Meditaciones 11

La Santa

Iglesia

Católica,

la comunión

de los santos

(2)

ÍN

D

IC

E

Edita: Arzobispado de Madrid C/Bailén, 8. 28071. Madrid www.misionmadrid.es

La Iglesia en el designio y plan de Dios:

la misión de la Iglesia... 3

La Iglesia, organismo social visible...4

Imágenes para hablar del misterio de la Iglesia...5

Notas o rasgos esenciales de la Iglesia...5

La unidad de la Iglesia...5

La santidad de la Iglesia...6

La catolicidad de la Iglesia...6

La apostolicidad de la Iglesia...7

La Iglesia y el Reino de los cielos...7

La comunión de los santos...8

María, madre de Cristo, madre de la Iglesia...10

Para la reflexión y el diálogo, la oración y la vida...10

Meditaciones 11

La Santa

Iglesia

Católica,

la comunión

de los santos

Catecismo de la Iglesia Católica

748-933; 946-959

Compendio 147-193; 194-199

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La Iglesia en el designio y en el plan de Dios: el Misterio de la iglesia

La razón de ser de la Iglesia no es ella misma sino Dios y el hombre, el hombre y Dios. Por eso, para entender qué es la Iglesia, hemos de partir de cómo ha sido creado el hombre por Dios, y también de cuáles son los caminos por los que Dios ha querido revelarse a los hombres y llevar a cabo su obra de redención, salvación y santificación con el género humano; de cualquier otra manera resultaría imposible.

El hombre fue creado por Dios, comunión perfecta de amor, Padre, Hijo y Espíritu Santo, para la comunión con Él y también para que todo el género humano, no obstante la diversidad de razas, de lenguas y de culturas, forme una sola familia, de modo que todos los hombres lleguen a ser un solo pueblo por el amor. Filiación divina y fraternidad son, por tanto, dos dimensiones de una misma realidad, es decir, la de haber sido llamados o invitados a tomar parte de la vida de Dios (cf. Lumen Gentium 2).

● Así, el Dios que es Padre de su único Hijo Jesucristo, nos llama a ser hijos suyos y miembros de esa gran fa-milia que ya ha querido convocar aquí en la tierra y que se reunirá definitivamente al final de los tiempos, en el cielo, desde el justo Abel hasta el último elegido (cf.

Lumen Gentium 2).

● El Hijo, por su parte, Verbo eterno de Dios, por quien todo fue creado y por medio del cual todo se sostiene, fue enviado por el Padre, como Buen Pastor, para reunir a las ovejas dispersas como consecuencia del pecado. Vino también para dar su vida en rescate por todas ellas. Él las ha comprado con su sangre y las ha consagrado para Dios. Son ovejas suyas y le pertenecen (cf. Juan 10,913). De ahí que los cristianos se entienden a sí mis-mos como miembros de Cristo y, también, como miem-bros los unos de los otros (cf. Romanos 12,5; 1 Corintios 12,25; Efesios 4,25), siendo Cristo la Cabeza de este cuerpo (cf. Colosenses 1,18) [cf. Lumen Gentium 3]. ● El Espíritu Santo ha sido derramado en los corazones de

los hombres para dar plenitud a la obra del Padre y del Hijo. Y, desde Pentecostés, la humanidad, antes dis-persa y rota en multitud de lenguas y pueblos (cf.

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Géne-sis 11,89), ha quedado reunida por la fuerza del Espíritu

de Dios y aparece ante el mundo como un pueblo unido “por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (cf. Lumen Gentium 4).

A la luz de este designio de Dios y dada la naturaleza y vocación última del género humano, podemos decir que aquel pequeño grupo que Jesús comenzó a reunir en torno a sí y que no ha dejado de crecer a lo largo de los siglos y las generaciones, es como el germen, inicio, anticipo y tam-bién la garantía de la realización última del plan pensado desde siempre por el Padre, realizado por el Hijo y llevado a su plenitud por el Espíritu Santo, y que ciertamente tendrá su culminación al final de los tiempos, pero que ya ahora está presente de forma misteriosa pero real en la historia y en el hoy de los hombres por medio de su Iglesia. De ahí que la Iglesia pueda ser definida como sacramento, signo e instru-mento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano (cf. Lumen Gentium 1).

La Iglesia, organismo social y visible

La Iglesia, unida a Cristo como los miembros del cuerpo lo están a la Cabeza, cumple una función análoga a la de la humanidad asumida por el Verbo en el misterio de la encar-nación; por eso, es entendida como un organismo social (cf.

Lumen Gentium 8) mediante el cual el Verbo conduce a los

hombres a la unión con Él, los alimenta con su propio cuerpo y les da parte en su vida gloriosa (cf. Lumen Gentium 48).

La Iglesia aparece, pues, como la continuadora de la obra comenzada por Cristo, instrumento al servicio del Espíritu de Cristo, el cual hace que el Cuerpo tenga vida propia, crezca y se desarrolle hasta alcanzar su madurez. De hecho, las ac-ciones de la Iglesia son eficaces porque el Espíritu Santo la asiste continuamente: para santificar de esta manera a los creyentes (cf. Lumen Gentium 4); para que puedan conocer al Padre y al Hijo y, por su medio, conozcan también al Es-píritu como EsEs-píritu del Padre y del Hijo. Ese mismo EsEs-píritu, al igual que guió y condujo a Jesús desde su encarnación hasta su exaltación a los cielos, es el que guía, conduce y edifica la Iglesia mientras peregrina por este mundo.

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Imágenes para hablar del Misterio de la Iglesia

En la Sagrada Escritura encontramos multitud de imáge-nes y de figuras relacionadas entre sí, mediante las cuales la Revelación habla del misterio inagotable de la Iglesia. Las imágenes tomadas del Antiguo Testamento constituyen va-riaciones de una idea de fondo, la del Pueblo de Dios. En el Nuevo Testamento (cf. Efesios 1, 22; Colosenses 1, 18), todas estas imágenes adquieren un nuevo centro por el hecho de que Cristo viene a ser "la Cabeza" de este Pueblo, el cual es desde entonces su Cuerpo. En torno a este centro se agrupan imágenes "tomadas de la vida de los pastores, de la agricultura, de la construcción, incluso de la familia y del matrimonio” (Catecismo de la Iglesia Católica 753). Así la Iglesia es llamada redil, rebaño, labranza o campo de Dios, construcción de Dios, templo santo, Jerusalén celeste, Madre nuestra, Esposa de Cristo, el Cordero inmaculado (cf.

Catecismo 754-757; 781-801). Cada una de ellas pone de

relieve alguno de los aspectos esenciales del misterio de la Iglesia. Resulta, por ello, muy aconsejable, leer detenida-mente los números del Catecismo que desarrollan cada uno de estos nombres e imágenes.

Notas o rasgos esenciales del misterio de la Iglesia

Desde muy temprano, la Iglesia ha sido caracterizada con cuatro notas o rasgos principales: una, santa, católica y apostólica. Así aparece ya en el Credo niceno-constantino-politano. Introduzcamos brevemente cada una de ellas.

La unidad de la Iglesia

La Iglesia es una debido a su origen, que no es otro sino el único Dios Trinitario y el único plan de salvación querido por él y cuya culminación es la vida de Jesucristo el Señor. Afirma Clemente de Alejandría, Padre de la Iglesia entre los s. II-III: “¡Qué sorprendente misterio! Hay un solo Padre del universo, un solo Verbo del universo y también un solo Espí-ritu Santo, idéntico en todas partes; hay también una sola virgen hecha madre; y me gusta llamarla Iglesia”.

No hace falta decir que la unidad original de la Iglesia ha sido dañada y sigue siendo dañada por los pecados de todos los cristianos. Así pues, aunque creemos que aquella

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unidad que Cristo concedió a la Iglesia desde el principio subsiste indefectiblemente en la Iglesia Católica, hemos de suplicar que dicha unidad sea plenamente restablecida y lle-vada a su consumación.

La santidad de la Iglesia

La Iglesia es santa y nunca dejará de serlo porque Cristo ha derramado su Espíritu Santo sobre ella en Pentecostés y la ha engendrado. Ahora bien, puesto que Jesús ha llamado a que sean discípulos suyos no precisamente los justos, sino los pecadores, y no vino a buscar a los sanos, sino a los en-fermos, la Iglesia está formada necesariamente por pecado-res.

Además, porque ha recibido el Espíritu de santidad, la Iglesia es en el plan de Dios instrumento eficaz para que, por la predicación, los sacramentos y el ejemplo de vida de los hermanos, los pecadores se conviertan en justos, los enfer-mos sanen y de hombres viejos pasen a ser hombres nue-vos.

La catolicidad de la Iglesia

El término “católica” es sinónimo de “universal”. Se dice que la Iglesia es católica, en primer lugar, porque en ella se da la plenitud de los medios de salvación. Es decir, en ella se da la confesión recta y completa de la fe cristiana, la vida sacramental íntegra y el ministerio ordenado que proviene de los apóstoles. ¿Quiere decir esto que fuera de la Iglesia Católica no hay salvación? El Catecismo enseña explícita-mente que el significado positivo de esta afirmación es “que toda salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia que es su Cuerpo” (Catecismo 847); y que “no se refiere a los que, sin culpa suya, no conocen a Cristo y a su Iglesia”

(Cate-cismo 847).

En segundo lugar, la Iglesia es católica en tanto en cuanto ha sido enviada por el Señor Jesús a todas las naciones; y, por eso, gentes provenientes de todos los lugares del mundo son convocadas en el único pueblo de Dios. En este sentido, la Iglesia es misionera y, como decía Pablo VI, existe para evangelizar.

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La apostolicidad de la Iglesia

La Iglesia es apostólica porque fue construida sobre el fundamento de los Apóstoles en un triple sentido:

- Fue y permanece edificada sobre el fundamento de los apóstoles y profetas (cf. Efesios 2,20); ellos fueron es-cogidos como testigos y, luego, fueron enviados en mi-sión por el mismo Cristo.

- Guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza recibida de los apóstoles. - Sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los

apóstoles hasta la vuelta de Cristo, gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia y el colegio de los obispos, asistidos por los presbíteros y los diáconos.

Iglesia y Reino de los Cielos

En la predicación de Jesús ocupó un lugar central el anuncio de la llegada del Reino de Dios. Los signos que re-alizó pretendían ser una manifestación de lo que sus pala-bras proclamaban: “El Reino de Dios ha llegado hasta vosotros” (Mateo 12,28). Su propia persona y su estar en medio de los hombres como el enviado del Padre eran ga-rantía de lo que afirmaba: “El Padre ha tenido a bien daros el Reino” (Lucas 12,32). Ahora bien, Jesús habló del Reino como una realidad misteriosa: una realidad presente y ac-tuante en medio del mundo (cf. Mateo 4,17), pero que debe llegar a su plenitud (cf. Lucas 21,2728); una realidad que hay que sembrar (cf. Marcos 4,3), pero que, luego, crece y se desarrolla por sí sola sin que el labrador sepa cómo (cf.

Mar-cos 4,27). Algo manifiesto y, a la vez, escondido que hay que

descubrir (cf. Mateo 13,44).

La Iglesia, igualmente, siente que ella es realización del Reino de Dios, pero, también, experimenta que el Reino de Dios tiene que manifestarse y transformar las realidades de este mundo, que aún distan mucho de estar plenamente consagradas a Dios, de modo que Dios lo sea todo en todos. La Iglesia se sabe “peregrina” por este mundo y no tiene aquí patria ni meta definitiva. Anhela, más bien, que lle-gue el momento de su manifestación final, cuando serán reu-nidos todos los hombres en el único pueblo de Dios.

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Entonces se revelará como la Esposa Santa del Cordero In-maculado (cf. Apocalipsis 21,9).

La comunión de los santos

Este artículo del Credo, en realidad, como indica el

Ca-tecismo, es una explicación del anterior. Porque, ¿qué es la

Iglesia sino la asamblea de todos los santos? Los bautiza-dos, como decía san Pablo, han sido hechos miembros de Cristo. Lo cual significa no sólo unión con la Cabeza, sino también unión de los unos con los otros, formando así un solo cuerpo que tiene muchos miembros.

El Catecismo nos recuerda que la expresión “comunión de los santos” tiene fundamentalmente dos acepciones: co-munión de las “cosas” santas y coco-munión entre las personas santas.

En cuanto a la comunión de las “cosas” santas y si-guiendo lo que san Lucas nos resumió en el siguiente suma-rio sobre la vida de la primitiva comunidad: [Los bautizados] “perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la co-munión, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hechos

de los Apóstoles 2,42), el Catecismo nos habla de diversas

dimensiones en las que se ha de vivir la comunión: comunión en la fe; comunión de los sacramentos, en particular en la eucaristía; comunión de los carismas para edificación de la Iglesia; la comunión de los bienes; y la comunión de la cari-dad.

Por ser tal vez más desconocidos, digamos una palabra sobre los dos últimos aspectos: la comunión de bienes y la comunidad de la caridad. El libro de los Hechos afirma: “lo poseían todo en común” (Hechos de los Apóstoles 4,32). Así indica que ningún bien, ninguna propiedad puede conside-rarse absolutamente privada, puesto que, visto con ojos de fe, todo lo que tenemos es don de Dios y, por lo tanto, no solo para beneficio propio sino para bien de todos y ha de estar al servicio del bien común. Como recuerda el

Cate-cismo, el cristiano es simplemente administrador, no es

dueño de ningún bien.

Por otro lado, como decía san Pablo, “ninguno de nos-otros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo” (Romanos 14,7). Nadie, pues, en el Cuerpo de Cristo vive

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sólo para realizar su interés, puesto que somos miembros los unos de los otros, nada hay que le suceda a un miembro que no afecte al resto del cuerpo. Por eso, en cristiano, nadie puede buscar su propio interés, sino siempre ha de mirar por el interés de los demás (cf. 1 Corintios 13,5). En esta solida-ridad entre todos los miembros del cuerpo es en lo que se funda la comunión de los santos. Se trata de unos vínculos tales que ni la misma muerte los puede vencer; la comunión de los santos, de hecho, existe también con los miembros del cielo, con los del purgatorio y con todos los que aún ca-minamos por esta tierra.

En cuanto a la comunión de las personas santas, hay que señalar que la unión de quienes peregrinamos aquí en la tie-rra con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Al contrario, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales (cf. Lumen

Gen-tium 49). Por eso, el Catecismo habla de la intercesión de

los santos, de la comunión de los santos y de la comunión con los difuntos en la única familia de Dios.

La intercesión de los santos consolida más firmemente la santidad de toda la Iglesia. Ellos, unidos a Cristo, Mediador universal, no dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Su ejemplo nos estimula en el camino de la vida, sus ense-ñanzas nos instruyen y su intercesión nos consuela en medio de nuestra debilidad. El amor a los santos y la devoción con que los veneramos no puede quedarse tal solo en una mera imitación de sus virtudes. Nuestra unión con ellos supone la práctica del amor fraterno, sabiendo que al estar unidos a ellos por la caridad, y al estar ellos únicos a su vez a Cristo, nosotros conseguimos una unión más plena con el Señor.

Por fin, honramos y recordamos a los difuntos como muestra de la caridad que nos ha de unir a todos los bauti-zados. Un lazo que no se destruye ni con la muerte. Pero también sabemos que nuestra caridad con los difuntos nos debe llevar a querer satisfacer por ellos en su favor, para que se vean libres de las penas merecidas por sus pecados. Sa-bemos que Cristo es quien satisfizo plenamente la deuda de nuestras culpas. Nosotros nos unimos a la entrega de Cristo y podemos interceder también por los difuntos para que la misericordia de Dios borre en ellos todo aquello que les im-pide poder contemplar el rostro de Dios, pues solo los lim-pios de corazón podrán verle, como dijo Jesús.

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María, madre de Cristo, madre de la Iglesia

Siguiendo la estela del Concilio Vaticano II, el Catecismo, al terminar de exponer la enseñanza sobre la Iglesia, dirige sus ojos a María y la contempla como Madre de Cristo y Madre de Iglesia.

Mujer de fe, esperanza y caridad, María, asunta gloriosa-mente en cuerpo y alma, no deja de interceder por todos nosotros, de animarnos en nuestras luchas, de seguir dicién-donos, como en Caná de Galilea: “Haced lo que Él os diga” (Juan 2,5). Por ello, con razón la invocamos como abogada, auxiliadora, socorro y mediadora.

La Iglesia entera honra y venera a María. Su misión ma-ternal de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que, al contrario, manifiesta su eficacia. Ciertamente no hay que confundir a Dios con sus obras, y ninguna criatura puede ser puesta en el mismo orden que el Verbo encarnado y el Redentor. Por eso tam-poco cabe confundir el culto a María con la adoración a su Hijo, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo. María es ve-nerada y honrada por la Iglesia por ser la madre del Salvador y por su misión singular en la Historia de la Salvación.

La Iglesia y cada cristiano miran a María y encuentran en ella plenamente realizado lo que Dios nos prometió. Y como su pariente Isabel, la proclamamos dichosa por haber creído, pues para Dios nada hay imposible.

Para la reflexión y el diálogo

- A la luz del proyecto querido por Dios y revelado por medio de Jesús en el evangelio, ¿qué es para ti la Igle-sia?

- ¿Qué dificultades concretas encuentras para comprender a la Iglesia como sacramento de salvación? ¿Y qué es lo que, en cambio, te ayuda?

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Para la oración

Hechos de los Apóstoles (2,42-44.46-47)

Los que habían sido bautizados perseveraban en la en-señanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones. Todo el mundo estaba impresionado y los apóstoles hacían muchos prodigios y signos. Los cre-yentes vivían unidos y lo tenían todo en común. Con perse-verancia acudían a diario al templo, con un mismo espíritu, partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón; alababan a Dios y eran bien vistos de todo el pueblo; y día tras día el Señor iba agregando a los que se iban salvando.

Lo que sabemos sobre el misterio de la Iglesia se ha de convertir en la luz que ilumine nuestro cami-nar por este mundo. Por eso queremos convertir en súplica aquello mismo a lo que, por la fe, sabe-mos que Dios nos llama a realizar en medio del mundo: ser signos, sacramentos e instrumentos de su amor. Además, ya sabemos que ser Iglesia no es una obra nuestra, algo que nazca de la vo-luntad de cada uno de nosotros o de la suma de nuestras voluntades y deseos. Es un proyecto de Dios, es una obra divina, que se ha de realizar en nosotros y en la que hemos de colaborar, asu-miendo y aceptando el plan de Dios para con los hombres. Por eso hemos de pedir y desear que el proyecto de Dios se cumpla y que cada uno de nosotros sea instrumento dócil en sus manos para que se haga realidad en nuestro mundo.

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Oración

La Iglesia, signo de la comunión con Dios y de la unidad de todo el género humano

Te damos gracias, Dios nuestro y Padre todopoderoso, porque, en una humanidad dividida por las enemistades y las discordias, tú diriges las voluntades para que se dis-pongan a la reconciliación.

Tu Espíritu mueve los corazones para que los enemigos vuelvan a la amistad, los adversarios se den la mano y los pueblos busquen la unión.

Con tu acción eficaz consigues que las luchas se apaci-güen y crezca el deseo de la paz; que el perdón venza al odio y la indulgencia a la venganza.

Concédenos tu Espíritu, para que desaparezca todo obs-táculo en el camino de la concordia y tu Iglesia resplan-dezca como signo de unidad e instrumento de tu paz. Que este Espíritu, vínculo de amor, nos guarde en comu-nión con el Papa y con los obispos.

Y, así como nos reúnes en torno a la mesa de tu Hijo, unidos con María la Virgen, Madre de Dios, y con todos los santos, reúne también a todos los hombres de cual-quier clase y condición, de toda raza y lengua, en el ban-quete de la unidad eterna, en un mundo nuevo donde brille la plenitud de tu paz.

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Para la vida

- ¿Te sientes miembro vivo y activo del Pueblo de Dios? ¿En qué piensas que debes cambiar para conseguir lle-gar a serlo verdaderamente?

- ¿Vas descubriendo a tu prójimo como hermano tuyo y experimentas que los demás te son necesarios como lo son, unos para otros, los miembros de un mismo cuerpo?

- Si realmente crees que la Iglesia es una, santa, católica y apostólica, ¿qué consecuencias debe tener esto para tu vida cotidiana?

- ¿En qué te ayuda concretamente para tu vida la fe en la comunión de los santos?

- En tu vida de fe ¿están verdaderamente vinculados el amor a María y el amor a la Iglesia? ¿En qué se nota y cómo debería mejorar?

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ORACIÓN PARA LA MISIÓN MADRID

Señor Jesucristo,

Hijo de Dios vivo y Hermano de los hombres, te alabamos y te bendecimos.

Tú eres el Principio y la Plenitud de nuestra fe. El Padre te ha enviado para que creamos en Ti y, creyendo, tengamos Vida eterna.

Te suplicamos, Señor, que aumentes nuestra fe: conviértenos a Ti,

que eres la Verdad eterna e inmutable, el Amor infinito e inagotable. Danos gracia, fuerza y sabiduría para confesar con los labios y creer en el corazón que Tú eres el Señor Resucitado de entre los muertos. Que tu Caridad nos urja

para encender en los hombres el fuego de la fe y servir a los más necesitados

en esta Misión Madrid que realizamos en tu nombre a impulsos del Espíritu.

Te pedimos con sencillez y humildad de corazón: haznos tus servidores y testigos de la Verdad; que nuestras palabras y obras

anuncien tu salvación y den testimonio de Ti para que el mundo crea.

Te lo pedimos por medio de Santa María de la Almudena,

a quien nos diste por Madre al pie de la cruz y nos guía como Estrella de la Evangelización para sembrar en nuestros hermanos la obediencia de la fe.

Amén.

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