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LA ELECCIÓN DE LOS JURADOS

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LA ELECCIÓN

DE LOS

JURADOS

LAPULPANEGRA

EDICIONES

editora

NORBERTE N.

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Uno

Escribo este testimonio desde una mazmorra luminosa con plantas de plástico.

Podría comenzar por el principio pero no voy a hacer eso. Odio los rodeos, pertenezco a un tiempo donde se va siempre al núcleo, al carozo, al hueso. Mi nombre es Jonathan Lethem pero no soy Jonathan Lethem. He sacado muchas ventajas de ser Jonathan Lethem sin ser Jonathan Lethem pero las fuerzas del universo me están quitando lo ganado para llevar todo a ese equilibrio, a ese cero que tanto les gusta (aquello que los indios y los newyorkers llaman karma, aquello que en los ba-rrios más sinciciales llaman venganza).

Arranqué siendo librero. Mi trabajo consistía en ser un algoritmo humano para clientes aburridos que suponían ser especiales. “Estoy buscando algo en la onda de Foster Wallace” - me decían. Y yo respondía “¿Leíste a Millhauser?”. Pero con el tiempo me aburrí así que rompí el algoritmo. “Si te gustó Las Partículas Elementales tenés que leer el Facundo”.

“¿Pizarnik? Douglas Coupland” “¿Cortázar? Pynchon”

“¿Algo de terror? Los cuentos reunidos de Uhart” Y así.

¿Qué ocurrió? La gente volvía contenta a pedir mis reco-mendaciones. Me subieron a Coordinador de Vendedores. Y al poco tiempo, fui el encargado de compras. Ese rol no me-rece un capítulo. Tampoco cuando armé mi propia editorial de novelas sin copyright y tapas bellas. Ni cuando edité mis propios libros de poesía bajo los nombres de Johnny L, YO NI ÉL y SHONIEL, éstos últimos en mayúsculas.

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Dos

Es tedioso contar los ascensos, ya se imaginan. Todo va bien por inercia e incluso los errores tienen consecuencias be-nevolentes. No hay chance de equivocarse.

Voy a pasar a contar los sucesos recientes.

En La Red Social del Yo se organizó un mega concurso li-terario donde todos los que habían concurrido alguna vez a un taller literario se anotaron. Se hizo tan grande que apareció la chance de montar una estructura alrededor para sacar alguna ganancia. Simbólica, dirán y no mentirán, porque ¿qué tiene un peso más simbólico que el dinero, algo que hoy ni siquiera es un papel?

Se contactó conmigo Edward Child, la persona que tuvo la idea, un tallerista que amaba la exposición, y obraba de seleccionador de talentos para las editoriales, como los viejos que recorrían los clubes del interior buscando el próximo de-lantero de Boca.

“Me recomendaron mucho que hable con vos por un tema”- me dijo misterioso.

“¿Cual?”

“No, por acá no, podés venir a la zona del Abasto? Maña-na me mudo y va quedar vacío este departamento.”

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Tres

Decir que fui es una licencia. Me proyecté astralmente con una técnica que me había sido revelada en un viaje al de-sierto de Sonora.

“Necesito que me selecciones un jurado para La Carnice-ría”

Inquirí sobre la cantidad de textos, su naturaleza, y mis honorarios. Alguien con mi reputación nunca trabaja de gra-tis. Me ofreció una cantidad obscena. Pensé que Edward Child debía estar loco, era un arrebato de esos que suelen tener los que están obsesionados con las experiencias místicas munda-nas. Pero dinero es dinero, y según los economistas más respe-tables se avecina un nuevo crack, peor que el del 30, así que acepté.

Pensé de inmediato en Javier Cercas. Él como nadie, sa-bría separar la mierda del barro. La proyección aburrida del Ego sin talento de la autoficción que en realidad no habla de sí misma. Además me debía un favor, yo había convencido a Claudio López LaMadrid de que valía la pena publicarlo en su editorial, aunque convencido ya estaba, pues el sueño de LaMadrid era robarle todos los autores a Tusquets, solo nece-sitaba un pequeño empujón.

Cercas accedió, informado y preocupado por el crack, como todo hombre sensato, supongo. No le entusiasmaba la idea de proyectarse astralmente al departamento del Abasto - técnica que le enseñé por teléfono- pero nos reunimos con Edwards que estaba emocionadísimo, había lanzado la convo-catoria sin siquiera tener al jurado completo.

“Ya van tres mil, tres mil relatos cortos! Tres mil almas creadoras que me confían sus letras! Tres mil Luisellis en po-tencia, tres mil Pauls, tres mil Cercas! Aunque hay que

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rar, por supuesto, para eso están ustedes”.

Cercas pareció un poco molesto cuando lo mencionó. No se veía a sí mismo como alguien que respondía a lo que exigían los algoritmos del mercado, por lo que después, en privado, dijo pestes de Edwards. No estaba equivocado, por supuesto, pero me divirtió que el comentario lo hubiese afectado tanto.

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Cuatro

Estábamos enfrascados en la lectura con Cercas, él pro-yectado astralmente en mi departamento, yo muriéndome de frío porque se me había arruinado la calefacción. Como había anticipado: buena parte de los textos eran la rutina de un montón de personas que de pronto se habían quedado sin nada qué hacer en el Año del Gran Encierro. Adolescentes que ahora tenían que encarar a su padres a diario, esposos que ya no podían vivir sus vidas paralelas, madres de las que ahora se esperaba que además fueran maestras, músicos frustrados al borde de la psicosis por su nueva condición de parias, yon-quis que no encontraban dealers, estudiantes de Letras que escribían sobre lo difícil que era ser un estudiante de Letras. A pesar de que Edwards había puesto consignas rebuscadas, o disparadores interesantes, los aspirantes a escritores lograban convertir todo en un adefesio. Como si tuvieran un guante del Rey Midas que provocara el efecto inverso.

Sonó el teléfono. Era Edwards. Preguntó cómo iba todo. Cercas estaba fastidiado, a pesar de que la proyección astral distorsionaba su imagen, noté que una vena le palpitaba en la frente. Antes de que Cercas echara todo a perder, di mi in-forme: “La mayoría es basura, como ya te habrás esperado. Lo salvable no llega a una docena de textos”.

“Mejor, mejor”, dijo Edwards, “menos trabajo para mí. Porque aunque no sea jurado oficialmente, yo voy a elegir al top5”.

“No me parece ético”, sentenció Cercas.

“Vos te montaste a la fama de Bolaño, y lo incluiste en tu libro solamente por eso, así que no me vengás a hablar de ética”, respondió Edwards.

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Los tranquilicé con comentarios aduladores.

“Bueno, pero la razón por la que les llamaba era para de-cirles que estamos incompletos”

“¿Cómo incompletos?”, preguntó Cercas.

“Sí, nos falta una mujer en el jurado. Había pensado en La Reina Gótica. ¿Qué piensan?”.

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Cinco

Cuando la Lotería Nacional decidió realizar los sorteos a través de un software, abandonó en un sótano los dos gran-des bolilleros que utilizaba a diario. Los dos huevos de cristal quedaron quietos, cubriéndose de polvo con todas sus bolillas adentro. Con el cambio de gobierno, el nuevo Director de Loterías ordenó despejar el sótano para hacer las oficinas de aquellos empleados de la gestión anterior que no se podían despedir.

Los bolilleros fueron a parar al Ejército de Salvación. Allí fueron comprados por amigos de La Reina Gótica que se los regalaron para su cumpleaños.

A la mañana siguiente al cumpleaños, La Reina Gótica se encontró con los dos huevos ocupando la mitad del espacio de su living. Decidió utilizarlos.

En el huevo de la derecha, escribió en cada una de las bolillas un acontecimiento histórico de la Argentina: “dictadu-ra”, “femicidios”,”pobreza”, “contaminación ambiental”, “co-rrupción agroindustrial”, “desaparecidos”. En el otro, agregó bolillas con temas clásicos del género de terror: “fantasmas”, “brujería”, “muertos que regresan zombies”, “casas encanta-das”, “brujas”.

Cada semana, La Reina Gótica saca una bolilla de uno y la junta con otra proveniente del segundo y se pone a escri-bir. El ingenioso método no había sido inventado por ella, ya había sido utilizado por Borges (malevos + Schopenhauer). E incluso César Aira lo había adoptado: creaba sus obras a partir de papelitos guardados en cinco medias diferentes: “géneros populares”, “psicología”, “clivajes de la Historia”, “ensayo au-toconsciente” y “Aira”. Una página por día. Llevaba las cinco medias, un cuaderno y una birome a un bar de Flores antes del Gran Encierro.

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La Reina iba por la octava página de “Corrupción agroin-dustrial + muertos que regresan zombies” cuando le llegó mi mail.

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Seis

Hola, me pasó tu mail Edward Child. Me interesaría con-versar con vos acerca de una propuesta laboral pero con un rasgo interesante: ser una de los jurados de La Carnicería y así tener el poder de sesgar a las nuevas voces de la Gran Pequeña Literatura Nacional. Ya está confirmado -y trabajando- Javier Cercas. En caso de que te interese la propuesta, podemos se-guir por mail, videollamada o proyección astral, como gustes.

Espero estés bien. JL

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Siete

Wilfredo Ortiz, autor de “Las santas ratas”.

Agradezco enormemente participar de La Carnicería. La consigna que les propongo es la siguiente: escribir el monó-logo interior de un puñado de semillas de chía antes de ser usadas en una ensalada con salmón.

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Ocho

“Con consignas para niños de seis años tampoco vamos a lograr despejar ningún brillo, joder”, dijo Javier Cercas sobre-actuando su castellano para establecer una diferencia de Euro-pa ilustrada pero con cojones.

La verdad que la consigna de hoy es media floja, pero es necesario tocar fibras en toda la masa ecléctica de participan-tes, le digo.

“Pero es que he tenido que gugliar qué coño era una se-milla de chía”.

No hay allá en España?

“Debe haber pero jamás se me ocurriría que sea inspira-ción literaria”, dijo Cercas agarrando (cogiendo) al azar uno de los trabajos impresos que nos llegaban del Centro de Logística.

“Agh! Pero mira esta chorrada! - Javier Cercas

ebulle-Las semillas de chía/ todas unidas triunfaremos - cantamos en nuestro cuenco de barro curado con grasa de cerdo anticapi-talista. Sabíamos que en cuestión de minutos seríamos arrojadas contra los trozos frios de un salmón criado a hormona en un es-tanque chileno ¡Cómo expresar nuestro odio, nuestra frustración! Nosotras, semillas, ¡Semillas! Que no serían plantadas en la tierra fértil sino devoradas en un restó. (Coro: Devoradas en el resto) (...)

Es una mierda, tuve que decir, calculando desde mi dis-tancia que un conocido podría ser el autor de esas líneas (@ semillasdechiapas)

“¿Una mierda innata o producida por la consigna?”

¿Por qué no pensar en la mierda como un abono, Javier? De este estiércol nacerán las próximas flores.

“No me hables con aliteraciones, tío. Me ponen de mala ostia”

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Nueve

En los días siguientes no paraban de llegar textos. Edward Child había ampliado el Centro de Logística: una docena de voluntarios en un sótano con wifi y notebooks del Plan Cei-bal contrabandeadas desde Uruguay. Para disimular, le había pegado con plasticola unos señaladores de clubes de lecturas a las máquinas.

Los voluntarios estaban divididos en tres grupos. El pri-mero seleccionaba uno de cada cuatro textos. El segundo se-leccionaba uno de cada ocho. El tercero, uno de cada dieciséis. Los que quedaban llegaban a los jurados.

“Traten de mandarles los mejorcitos a Cercas”, dijo Ed-ward una noche que se dió una vuelta para “dar una mano”.

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Diez

La Reina Gótica, sentada en una silla con un respaldo alto de algarrobo con vetas en la madera que simulaban es-píritus, disponía de tres grandes contenedores. Uno blanco, con los textos preseleccionados por los voluntarios del sótano; uno rojo, donde iban los rechazados y otro azul, donde iban los aprobados para una última lectura. Tenía asociado el color rojo a la sangre y eso la confundía. Cuando un texto le gus-taba, el primer gesto era hacia el rojo. Algún texto aprobado se reprobó por esa vía. Tuvo que hacerse una regla mnemotéc-nica: Rojo:Fuego:Quemar Manuscritos / Azul: Ojo de Bowie: Todo bien.

Alguien, respondiendo a la consigna “un lugar en el in-vierno”, mandó:

Al Oeste de San Miguel de Tucumán las colinas se yerguen selváticas, y hay valles con profundos bosques en los cuales no ha resonado nunca el ruido de un hacha. Hay angostas y oscuras cañadas donde los árboles se inclinan fantásticamente, y donde discurren estrechos arroyuelos que nunca han captado el reflejo de la luz del sol.

La Reina Gótica lo seleccionó a propósito. Era obvio que era un cuento de Lovecraft con algún que otro reemplazo de palabras.

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Once

Una noche la Reina Gótica decidió que ya había bastantes textos preseleccionados, y suficientes para hacer una gran pira en su patio. Pero la cosa no era divertida sin testigos así que se proyectó astralmente a mi departamento donde seguíamos trabajando sin descanso con Cercas.

¿Quieren ver algo copado?

“A estas alturas no veo ni hostias”, dijo Cercas molesto. “Dale, Reina, mostranos” dije.

Roció con alcohol los escritos y le prendió fuego con un encendedor. Surgió una llama gigantesca, a Cercas le brillaban los ojos, a la Reina también, yo estaba atento por si la cosa se salía de control y tocaba llamar a los bomberos. De la pira de textos salía un humo denso, verdoso. No voy a mentir, me pa-reció emocionante, incluso visto con la imperfección de pro-yección astral. No duró demasiado.

La Reina visiblemente emocionada por el suceso - Cercas y yo también lo estábamos- empezó a buscar su abrigo, y su mascarilla.

“Eso fue bastante aburrido. Voy a dar una vuelta. A ver qué sucede en el sótano. ¿Me acompañan?”

Yo sólo tenía ganas de dormir. De dormir la mente y de-jar que arrullara el algoritmo de Streaming Enlatado con un drama previsible, un coming of age, un documental que me hi-ciera pensar brevemente en algún problema social, para luego dormir con la conciencia tranquila.

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Lo fulminé con la mirada. Cercas no se jugaba nada. Si accedíamos a su petición yo iba a tener que ir al sótano. Cercas nos iba a acompañar proyectado astralmente. Maldito extre-meño.

Busqué mi abrigo de invierno, mascarilla, y alcohol en gel - soy bastante hipocondríaco- y salí. Las calles estaban desola-das. Había un par de vagos en el camino que tuve que saltar como si estuviera en una carrera con vallas. No me fueran a contagiar.

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Doce

Ya cerca del Abasto una patrulla me bloqueó el paso. Creí que me iba a pedir los papeles o algo pero se dirigió a un con-tenedor de basura. No me había fijado que había unas per-sonas revolviendo su interior. El policía los aporreó, pateó, y escupió. Se metió a su patrulla. Me sonrió y arrancó.

Pensé que sería una escena que La Reina Gótica podría convertir en un cuento. Localizamos el sótano donde estaban los voluntarios creadores de consignas y preseleccionadores de textos. Le llamé a Cercas para que se proyectara astralmente.

“Hombre, este lugar me da ñañaras. ¿Seguros que es bue-na idea entrar? ¿No se va a enojar Eduardo?, dijo castellanizan-do el nombre de nuestro empleacastellanizan-dor.

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Trece

Encontramos a los voluntarios en condiciones deplora-bles, estaban famélicos, les inyectaban suero con cafeína vía intravenosa. Tecleaban con furia las notebooks contrabandea-das. Algunos emitían ruidos incomprensibles.

Leí algunas de las pantallas.

Tomá un libro cualquiera de tu biblioteca. Agarrá la prime-ra fprime-rase y la última, borrá lo demás y completá la historia.

Hace una historia con la última imagen de tu galería de Whatsapp.

Imaginate una historia que suceda el día de tu concepción.

La Reina Gótica clavó una uña en el suero de uno de los voluntarios y dejó que el chorro de suero y cafeína cayera sobre su boca.

“¿Querés probar? Es como un caramelo media hora pero rico”. Negué con la cabeza y busqué las obras seleccionadas del día. Quería irme de ahí lo más pronto posible.

Había restos de hojas impresas por todo el piso, piso-teadas, cubiertas con una humedad que parecía venir de un magma de detritus. La Gran Impresora Central no paraba de vomitar “obras”. Los voluntarios, ajenos a nuestra presencia y dándolo todo con la persistencia que sólo se ve en los emplea-dos precarizaemplea-dos y los zombies, seguían mandando consignas y preseleccionando las respuestas.

De pronto sonó una fanfarria amaestrada y una panta-lla grande que dominaba el lugar se iluminó. Los voluntarios interrumpieron sus tareas. Sobre un fondo azul apareció un Edward Child hecho en animación 3D. Sus movimientos

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carecían de fluidez, se descomponían en vectores. El softwa-re copyleft con el que lo habían hecho imitaba la estética de Pixar con la imperfección de un imitador de cantantes en una peña marginal de Cosquín. El acierto de un rasgo era seguido de una exageración vacía que no encajaba ontológicamente en Edward Child. La animación que fugazmente era Edward Child dijo: “Cinco minutos para la nueva consigna”. Los vo-luntarios reanudaron sus tareas al mismo ritmo en que esta-ban: no quedaba resto para aumentar la velocidad.

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Catorce

La Reina Gótica tomaba algunas obras de los escritorios y las tiraba al piso. A otras les perdía algunas hojas. A una la apuñaló con un estilete que llevaba escondido en sus bor-ceguíes. Mientras realizaba este trabajo de edición orgánico cantaba “Life on Mars?” (Sailors fighting in the dance hall /Oh

man, look at those cavemen go /It’s the freakiest show /Take a look at the lawman /Beating up the wrong guy).

La Reina Gótica se detuvo en alerta. “Vienen”, dijo. “Vie-nen bien cargados” y enfiló hacia la puerta. Fue la primera vez en la noche que me dieron ganas de seguirla. En mitad del escape hacia la escalera, tropezó con un cajón de mimbre que decía “Cercas”. “¿Y esto?” me preguntó. Me hice el sorprendi-do. La imagen proyectada de Cercas, que todo este tiempo ha-bía estado en modo hibernación, dijo “Es mía, no la toquen”.

La Reina Gótica agarró la primera de las obras preselec-cionadas especialmente para Cercas: un texto lleno de errores de sintaxis que pretendía tomarse en sorna La Carnicería. Lo enrolló y se lo guardó en el tapado. Tenía un tapado, no lo había dicho. Un tapado de chinchillas. Algunas vivas. Salimos corriendo, trepando los escalones de a tres. En la calle se escu-chaba un rumor de motores y cadenas.

Corrimos. La imagen de Cercas quedó adentro con los ojos entrecerrados tratando de ver más detalles de la escena.

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Quince

Al llegar a la esquina, las luces negras de la Patrulla de Delito Especiales resaltaban los bordes blancos de las casas, los cordones de mis zapatillas y la parte interna de la capucha de mi buzo. Al lado mío, la Reina Gótica era invisible. Los kingkones me agarraron por atrás con sus boleadoras de leds brillantes. Caí al lado del container. La Reina Gótica pasó en-tre los kingkones como si nada.

Creí que me iban a agarrar a patadas y a dar escupitajos como al chico que había visto más temprano, pero Cercas in-tervino, dijo, “hombre! que no saben que ése es Jonathan Le-them, un prestigioso autor de ficción que suele dejar muy bien parados a los policías en sus ficciones!”.

Los kingkones encogieron los hombros trataron de bajar a Cercas de un macanazo pero él se movió, ágil. Corrió y los kingkones lo siguieron. Lo vi doblar la esquina.

Me levanté y busqué un cigarrillo en mis bolsillos. Des-cubrí un papelito, que uno de los voluntarios creadores de consignas tenía que haber deslizado de forma subrepticia y anónima, pues decía: LA CARNICERÍA ESTÁ ARREGLA-DA. VA A GANAR UN AMIGO DE EDWARDS.

Le grité a la Reina Gótica. Ella volvió sorprendida de que me hubiera salvado de los policías. Le mostré el papel. Impo-sible, dijo, enfurecida. Es una broma tuya ¿verdad? ¿te estás desquitando porque te abandoné?

Ya quisiera, Reina, pero me temo que Edwards nos ha estado pagando para darle prestigio a La Carnicería y benefi-ciar a sus amigos, dije. La Reina Gótica se puso roja, gritó con todas sus fuerzas, dijo que nadie se burlaba así de ella. Inten-té tranquilizarla, le dije que todavía podíamos darle la vuelta

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al asunto ahora que estábamos enterados de sus intenciones, pero que teníamos que pensarlo bien. Vamos a mi casa, dije. La Reina Gótica accedió. Caminamos.

Cercas se nos unió. Explicó que había hecho que los kin-gkones lo persiguieran hasta un callejón estrecho. Luego había dejado de proyectarse astralmente, dejándolos confundidos ante su evaporación en el aire. Le informamos el descubri-miento. Insistió en ver el papel. “Hombre, ese Eduardo es más jodido y tiene más cojones de lo que pensé, dijo. Tratar de vernos así la cara, pfff”.

En el camino vimos gente en trajes de animales ofrecien-do servicios técnicos: reparaciones de notebooks, teléfonos, relojes, etc., runners que a pesar del frío iban en camiseta, fa-milias paseando, una horda de motoqueros agitando banderas argentinas y gritando consignas nacionalistas, anti-encierro. LIBERTAD, decían, PRIMERO VAN POR JORGELIN, DESPUÉS POR TU CEPILLO DE DIENTES, decían, BILL GATES ES UN PEDÓFILO QUE QUIERE CONVERTIR-NOS EN ZOMBIES CON LA VACUNA, decían, ES EL G5 Y EL NUEVO ORDEN MUNDIAL, DESPIERTEN, de-cían. También vimos un desfile interminable de trabajadores de Fastti, Valoon, y otras plataformas en sus bicicletas. Se diri-gían al centro para participar en el Quinto Paro Internacional de trabajadores de plataformas. Los motoqueros también se dirigían hacia el mismo lugar. Me imaginé que más tarde ha-bría un desenlace fatal.

No tuve que esperar demasiado, porque ya muy cerca de casa vimos a un grupo de empleados de McDonald´s, vestidos de uniforme azul, con pocas condecoraciones en sus solapas, linchando al gerente. Cercas se acercó, confiado, protegido por su incorporeidad. Los vimos discutiendo con Cercas, se-ñalando al gerente que estaba amarrado a un poste, con cami-sa y corbata pero en calzoncillos. Cercas volvió con nosotros.

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Vámonos porque va a pasar algo feo. Les deben el salario de meses y a los que se infectan con el virus los meten al conge-lador. Vimos como uno se acercaba con el recipiente de aceite hirviendo donde ponían las papas. Empecé a caminar. La Rei-na Gótica se quedó estática. Volví por ella, vámonos, no hay tiempo, le dije. Ella refunfuñó. Al final fue a Cercas al que le ganó el morbo, lo vimos estático en la esquina, con el fuego agregado al aceite reflejado en su proyección astral.

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Dieciséis

Preparé té a la manera inglesa, seguí las indicaciones de la Reina Gótica.

Puse las tacitas en la mesa ratona. Me senté en un sofá frente a ella, tenía miedo de que se me pegara algún bicho de su tapado. Cercas inspeccionaba mi biblioteca. Lo escuchaba murmurar: “basura, sobrevalorado, literatura del yo disfrazada de otra cosa, aburrido, basura…”

La Reina bebía su té con los ojos cerrados. Murmuraba algún rezo negro. ¿Qué vamos a hacer?, dije en voz alta. La Reina terminó de beber su té. Suspiró. Abrió los ojos. Cercas dijo:

“Premiemos uno al azar, los tres. No importa quién”. “Yo no tengo nada que perder”, dije. Soy Jonathan Lethem pero no Jonathan Lethem, pero ¿ustedes?

“A los premios se los lleva el viento”, dijo Cercas, “ Si sale mal, dentro de un año nadie recordará este premiado ¿Quien se acuerda del Nobel chino que era como un García Márquez manchuriano? Imagínate que queda para un premio así, don-de lo único que importa es el camino y no el resultado. La Carnicería premia a todos: les da la posibilidad de la exposi-ción, de decir ‘uy, me costó pero terminé mi parte de hoy en las redes. Ése es el premio. La Carnicería es una cita que sale mas o menos bien. El premio es el orgasmo a las tres de la ma-ñana, un trámite, lo mejor ya se jugó en la cena, en la charla”.

“¿Vos qué pensas, Reina?”, dije.

“Premiemos ésta”, dijo sacando de entre sus ropas las ho-jas arrugadas que recogió en el Sótano de la Producción. Las hojas tenían marcas de los pequeños dientes de las chinchillas vivas de su tapado. Dijimos: “nos da lo mismo, cualquiera”.

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Diecisiete

Fuimos muy verdes, muy escritores. Pensamos que está-bamos por arriba de toda la cuestión y la cuestión nos atrapó. Dentro de los Voluntarios había quienes reportaban directa-mente a Edward. Nuestra incursión al Centro de Logística fue transmitido minuto a minuto por la cámara de un celular que Edward le había prestado a su espía. No podemos afirmar que fue Edward quien mandó a los kingkones. Mis abogados me dijeron que mejor no decir nada. Que no siempre el que calla otorga, que ése era un refrán creado por torturadores.

Antes de que podamos expedirnos oficialmente, se cortó la señal de Cercas y nunca volvió. A la Reina la apartaron con el hábil recurso de otorgarle el privilegio del reconocimiento. Y a mi me mandaron a esta celda blanca con plantas de plásti-co. Me han dicho que es una compensación por todo el estrés acumulado durante el desarrollo de La Carnicería.

Ayer llegó por mail el anuncio del ganador. No fue el ele-gido por nosotros. Ganó la dueña de una librería de artículos escolares. El Jonathan Lethem que no soy yo le entregó el pre-mio en un live lleno de corazones.

////Copyleft, La Pulpa Negra Ediciones - Agosto 2020. Año del Gran Encierro ///

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