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La perspectiva feminista: una aproximación a los conceptos fundamentales. Ana de Miguel Álvarez- Universidad Rey Juan Carlos Madrid

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Academic year: 2021

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La perspectiva feminista: una aproximación a los conceptos fundamentales Ana de Miguel Álvarez- Universidad Rey Juan Carlos Madrid

El sistema de sexo género. Los conceptos de género y patriarcado

El rasgo más característico del sistema de dominación patriarcal es el de su invisibilidad. Tiende a solaparse con el orden natural y normal de las cosas. Para muchos, simplemente, la sociedad siempre ha sido así, es lo natural y no hay que darles más vueltas. Dentro de estos muchos se encuentran personas tan influyentes como pueden ser líderes religiosos, políticos, intelectuales, cantantes de hip-hop, raperos y otros tremendos transgresores posmodernos, y, por supuesto profesores universitarios. Por eso la teoría feminista y los estudios de género han tenido que recorrer un largo camino para llegar a certificar la existencia de un sistema de poder específico y que se basa, única y exclusivamente en el sexo de las personas, el patriarcado. Es decir, la existencia de un sistema según el cual sexo continúa siendo destino en la mayor parte del mundo, y en las sociedades formalmente igualitarias, nacer con un sexo u otro no resulta en absoluto irrelevante para el destino vital y social de la persona. Efectivamente, nacer niño o niña en nuestra sociedad pone en marcha un complejo mecanismo de procesos sociales por los que comienza la construcción social del sexo, es decir, del género, femenino o masculino. Se entiende por género o sexo-género la construcción social de la diferencia sexual entre varones y mujeres. El concepto de género no cuestiona de ninguna forma las diferencias biológicas entre los dos sexos. Lo que sí niega es la traducción causal de las diferencias anatómicas en “naturalezas sociales” o caracteres distintos. Lo femenino y lo masculino son categorías sociales y la perspectiva del género invita a investigar cómo se construyen y cómo operan estas definiciones. Además se considera que el género es un principio organizativo fundamental de vida social y de la conciencia humana.

Este proceso de construcción coactiva de dos identidades netamente diferenciadas comienza con gestos aparentemente nimios e inocentes, pero en realidad plenos de significado social como hacer o no agujeros en las orejas del recién nacido, vestirlo de rosa o azul o hacerle socio de un club de fútbol o una cofradía. La imposición de estas marcas

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físicas y simbólicas permite la identificación temprana del ser humano como miembro de un género determinado y desencadena una serie de expectativas diferenciadas en torno a su inmediata y futura asunción de roles e identidad. En definitiva, en torno a los fines de su vida.

El sistema de sexo género o patriarcado es, como el resto de los sistemas de dominación una construcción histórica y social que no puede comprenderse adecuadamente sin atender a su configuración a lo largo de la historia. Además, como señalara de forma pionera Kate Millett, parte del poder inmenso de este sistema reside en que es tan universal y ancestral que tiende a solaparse con una especie de orden natural y eterno de la sociedad (MILLET, 1969). Según este supuesto orden natural el sexo es un factor determinante en la construcción jerárquica de la sociedad, y esta jerarquía se resuelve en la superioridad masculina. El concepto de patriarcado, -algunas autoras prefieren sistema de estratificación sexual, sistema de sexo-género- muestra que la construcción social de las diferencias fisiológicas está relacionada con la jerarquización de los géneros, jerarquización que es la característica principal de una sociedad patriarcal. Y, en este sentido, puede afirmarse que es el patriarcado el que crea los géneros. Tal y como ha argumentado Amorós una sociedad igualitaria no produciría la marca de género, signo de la pertenencia a un grupo social con determinadas características y funciones. Es decir, igual que hay clases porque hay relaciones de dominación entre ellas hay géneros porque median relaciones jerárquicas entre los mismos. La utilización del concepto de patriarcado siempre ha suscitado menos consenso que el de género. Inicialmente fue utilizado por el feminismo radical para marcar la especificidad de la dominación de las mujeres frente a otros tipos de dominación. Asimismo para señalar a los varones -y no ya al capitalismo o al “Sistema”- como los beneficiarios de la misma.

En la actualidad las críticas al concepto de patriarcado se centran en apuntar a su carácter ahistórico y su elevado nivel de abstracción que diluye las situaciones reales y diversas de las mujeres. Sin embargo autoras como Jónasdóttir han señalado que este concepto es adecuado en el nivel más general de la teoría, nivel en que es comparable al concepto de "sociedad de clases" (JONASDOTTIR, 1993). Por consiguiente no proporciona, ni pretende hacerlo, una opción teórica determinada sobre cómo se estructura y reproduce la desigualdad en las situaciones socio-históricas concretas. Y, en consecuencia, tampoco anula la cambiantes y diversas experiencias históricas de las mujeres y los continuos reajustes de las relaciones entre los sexos. La bondad del concepto

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reside, en palabras de Pateman, la autora de El Contrato Sexual, en su capacidad para singularizar la situación de las mujeres como tales (PATEMAN, 1995 ). Situación que, por supuesto, interactúa con el resto de las posiciones sociales como la clase, la raza o la opción sexual. En definitiva, el concepto de patriarcado remite a una situación de conflicto por la distinta posición de poder que ocupan mujeres y varones en este sistema de estratificación o dominación, y el de género, a que esta situación es susceptible de cambio y transformación. Ambos constituyen una sólida base conceptual desde la que rivalizan los diferentes enfoques teóricos que pugnan por explicar en qué consiste fundamentalmente y cómo se reproduce la dominación sexual.

Una característica invariable de las sociedades patriarcales consiste en que los hombres se convierten en la medida neutral y abstracta de la humanidad y las mujeres quedan definidas como “el sexo femenino”, la alteridad, lo específico, lo que tiene cuerpo y sexo. Este mecanismo es al que se denomina androcentrismo. El androcentrismo identifica todo lo humano en general con lo masculino y todo lo masculino con lo humano en general. El primer caso se comprende fácilmente con los libros y enciclopedias de Historia. Si compramos un libro de Historia Universal, compramos la Historia de la humanidad y fácilmente sólo aprendemos la historia de los varones; por eso existen las Historias de las Mujeres, que claro está tratan de mujeres, no de “la humanidad”. Un claro ejemplo del segundo caso lo encontramos cuando, por ejemplo, leemos esta noticia en la sección de educación de un muy vendido diario nacional “Todos los niños quieren ser Ronaldo”. La pregunta a quienes tanto les amarga el repetitivo “todos y todas” es ¿incluye o no incluye ese todos a las niñas”. Si y no, ese es el gran efecto encubridor de la desigualdad del androcentrismo y el sesgo patriarcal del lenguaje: las niñas están y no están incluidas. Parece que están, pero en realidad no es así. Al igual que en la célebre Declaración de Derechos del Hombre y el Ciudadano de la Revolución Francesa. En el “Todos los hombres nacen libres e iguales” parecía que estaban incluidas las mujeres, pero no lo estaban. Como sostienen diversas autoras en las sociedades democráticas no puede hacerse explícita la exclusión, tiene que ser implícita (FRAISSE, 1991). El mecanismo que lo propicia es el androcentrismo. Cuando leamos con naturalidad “Todos los niños quieren ser …” y aparezca el nombre de una mujer el androcentrismo habrá sido desactivado.

El sistema patriarcal puede entenderse bien como un sistema de adjudicación de espacios –espacio público y espacio privado– según el cual los hombres connotan como valioso aquellos espacios, actividades y cualidades que se reservan y designan como masculinas, y, en contrapartida, devalúan todo aquello que denominan o heterodesignan

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como femenino. En todo caso el sistema de sexo género utiliza todos los recursos materiales y simbólicos con que cuenta en cada caso para que el colectivo de las mujeres quede subordinado al de los varones. Por ejemplo, sólo respecto a los recursos materiales diversos estudios adjudican a las mujeres el 1% de la propiedad mundial y es conocido el fenómeno de la “feminización de la pobreza” (SASSEN, 2003). En países como el nuestro, en que se desarrollan políticas de igualdad, la tasa de paro femenina ha duplicado habitualmente a la masculina –aunque la recesión económica en que nos hallamos esté cambiando, no sabemos si definitivamente, estos datos- y las mujeres cargan con las jornadas interminables propias de los trabajos domésticos y de reproducción.

La estructura público-privado. La ideología de “la naturaleza diferente y complementaria de los sexos y las dos esferas de acción”

Para comprender la invisibilidad aparente y la eficacia de nuestra sociedad patriarcal para determinar comportamientos y valores es muy conveniente tener presente la organización de la sociedad en una esfera privada y otra pública. Auténtica infraestructura material y simbólica sobre la que se levantan la mayor parte de las comunidades humanas conocidas. La obra de Cristina Molina Dialéctica feminista de la Ilustración ofrece una precisa reconstrucción de la constitución y redefinición de los espacios público y privado en la modernidad (MOLINA, 1995). En general, Molina desarrolla la tesis de que el patriarcado funciona como un sistema de adjudicación de espacios, físicos y simbólicos, en que los varones connotan como valiosos -y por tanto fuente de recursos, poder y prestigio- los espacios y actividades que se reservan para ellos. En particular y a través del análisis de autores clave de la modernidad como John Locke, Jean-Jacques Rousseau y John Stuart Mill pone de relieve cómo la adscripción de las mujeres a la esfera privada-doméstica es el mecanismo por el que la tradición ilustrada y la ideología liberal consuman la exclusión de las mujeres de las promesas ilustradas de igualdad y libertad. Fuera de lo público no habrá “ni razón ni ciudadanía, ni igualdad, ni legalidad ni reconocimiento de los otros”. Como muy bien señala esta autora nuestra cultura ha convertido el propio concepto de mujer pública en un concepto límite, en un insulto o una maldición. La mujer pública es la puta, aquella que al no pertenecer a ningún varón en particular por medio del matrimonio pertenece a todos en general.

Las dos esferas se constituyen con lógicas y simbólicas, principios y valores contrapuestos. La pública es la esfera de la universalidad y la imparcialidad, de la ciencia,

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el derecho, la política y la moral. En consecuencia está regida de acuerdo con la razón tanto teórica como práctica. La razón, con su capacidad de abstracción, neutraliza las particularidades y los afectos o sentimientos –pasiones si llega el caso– que entorpecerían las reglas formales previamente pactadas y consensuadas. De esta forma la esfera de lo público abandona el reino de la necesidad, de la naturaleza, para erigirse como el reino de la cultura y la libertad, de la creación humana. Las mujeres permanecen al cuidado de la esfera doméstica, esfera que se caracterizará de forma opuesta a su complementaria (NUÑO, 2010). Es el ámbito de lo particular y la parcialidad, de los afectos y las pasiones. El cuerpo, la naturaleza, la necesidad en forma de descanso, comida y sexo encuentran aquí su lugar de refugio, al abrigo de la mirada pública. El hombre, nunca mejor dicho (es decir, el varón) puede a partir de ahora transitar de una esfera a otra; de la lucha por la existencia al reposo del guerrero. La mujer definida esencialmente como cuerpo cumple material y simbólicamente una doble función: como cuerpo con brazos, piernas y otros es la artífice material –física y afectiva– de lo doméstico, como cuerpo ornamentado se constituye en un símbolo material más del estatus del marido. El discurso teórico de la modernidad y las nuevas producciones científicas se encargarán de legitimar este orden social.

Tabla 1. La configuración de los espacios público y privado en la modernidad

ESFERA PUBLICA ESFERA PRIVADA

Masculino Femenino

Universalidad-imparcialidad Particularidad-deseo

Cultura Naturaleza

Libertad Necesidad

Mente-producción de ideas Cuerpo-producción de cuerpos Razón-entendimiento Pasión-sentimientos

Ética de la justicia Ética del cuidado

Competitividad Caridad-beneficencia

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Productividad-trabajo Improductividad-sus labores “Los iguales”: individuos-ciudadanos “Las idénticas”1: madres-esposas

La ideología de la naturaleza diferente y complementaria de los sexos se convirtió, tanto en la filosofía como en las ciencias, como en “el sentido común” en la ideología legitimadora de los dos espacios y las dos identidades. Esta teoría se concretó en dos discursos aparentemente contrapuestos pero de similares consecuencias excluyentes para las mujeres: el de la inferioridad y el de la excelencia. Según el discurso de la inferioridad la debilidad, el infantilismo, la maldad o, en definitiva, la precariedad de cualidades físicas, intelectuales y morales de las mujeres hace necesario que tengan que estar tuteladas por y sometidas a los varones, varones que, naturalmente, poseen en dosis elevadas las cualidades de las que carecen las mujeres. Para el discurso de la excelencia las mujeres albergan cualidades extraordinarias, específicamente femeninas y fundamentales para el orden y el progreso sociales. Entre estas encontramos cualidades intelectuales como la intuición, cierto apego al pensamiento concreto –frente al varón especulador y metafísico– y la fluidez verbal, pero sobre todo destacan las excelsas cualidades morales, todas ellas resumibles en su capacidad ilimitada de entrega a los otros: abnegación, sacrificio, compasión piedad, dulzura. Ahora bien, si nos preguntamos cuál es la traducción de tanta excelencia en términos de participación en la vida social y política la respuesta es que ninguna. Las mujeres se convierten en patrimonio o reserva moral de la humanidad en su conjunto y de cada varón en particular. Y para no corromper cualidades tan necesarias al bienestar y progreso sociales las mujeres quedan enclaustradas en la esfera de lo privado, velando la santidad de su familia. Como dijera Auguste Comte, uno de los fundadores de la sociología: “voluntariamente encerradas en su santuario doméstico”. En las certeras y críticas palabras de John Stuart Mill encontramos una clara y limpia desarticulación del discurso de la excelencia “...que la mujer es mejor que el hombre, continuamente nos lo repiten los mismos que están totalmente en contra de tratarla como si en realidad fuera así, de manera que esta confesión ha llegado a convertirse en una fastidiosa fórmula de hipocresía” (MILL, (1869/1973: 208-9).

      

1 Tomo la expresión del artículo de Celia Amorós “Espacio de los iguales, espacio de las idénticas. Notas sobre poder y principio de individuación”, Arbor, 1987.

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Es importante reparar en cómo la misma ideología patriarcal que resalta la imperfección de las mujeres respecto a los varones –su célebre inferioridad– se conjuga perfectamente y sin apenas contradicción con un discurso sobre su excelencia: las mujeres son, en realidad, mejores que los varones, eso sí “siempre que no traten de imitarlos”. Es imprescindible reflexionar sobre esta afirmación: ¿qué quiere decir exactamente no imitar a los varones? Los varones, al haber ocupado el espacio público y haber cultivado el desarrollo de su individualidad han hecho, pensado y dicho de todo: los hay de izquierdas, de derechas, de centro, apolíticos, que van con traje, con vaqueros, pintores, músicos, arquitectos, ecologistas, desarrollistas, cardenales, laicos, misioneros, heterosexuales, homosexuales, tenistas, competitivos, vagos, detectives, acomplejados, vanidosos, valientes, solidarios, … volvamos a la pregunta ¿en qué no tenemos que imitarles? Las mujeres no necesitamos reivindicar lo que ya tenemos por demás: cuidado y abnegación en las relaciones familiares, trabajos domésticos interminables, cuerpos que sí envejecen frente a la “bula estética” masculina, etc. El feminismo, lógicamente, consiste en reivindicar para las mujeres lo que no tienen y no preocuparse porque éstas vayan a perder lo que llevan siglos ejerciendo y nunca nadie ha parecido interesado en quitarles. Otra cuestión distinta es la de revalorizar las actividades marcadas como “femeninas”, pero eso sólo es posible si el colectivo de mujeres llega a tener el poder simbólico de definir el valor de las acciones humanas. Además las mujeres no somos idénticas entre nosotras mismas, ningún colectivo lo es salvo que le obliguen a ello. La diferencia y la diversidad siempre brotan por sí mismas en espacios de igualdad y libertad, piénsese en la diversidad de los hermanos de una misma familia. Como ha escrito Celia Amorós, filósofa del feminismo de la igualdad: “Dadme la igualdad que ya pondré yo la diferencia”. La reflexión y la claridad conceptual son vitales frente a la auténtica ceremonia de la confusión ideológica patriarcal que ha sido, en buena medida a causa de su retorcimiento y ambigüedad, enormemente rentable para legitimar la desigualdad sexual. La desigualdad se alimenta de la confusión mental.

Patriarcados de coacción y de consentimiento.

Mantener que este sistema de dominación tiene un carácter universal no implica que siempre presente las mismas características o se presente de forma monolítica. La situación de las mujeres ha sido distinta a lo largo de la historia y también es diversa la situación de las mujeres en las distintas culturas y sociedades (MORANT, 2008). Sólo hay un rasgo en común: en todas las sociedades conocidas las mujeres son “el segundo sexo”.

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De hecho, tal y como viene siendo estudiado, el sistema patriarcal ha conocido importantes variaciones a lo largo de la historia de las sociedades –adaptándose a los cambios económicos, tecnológicos e ideológicos– y también presenta manifestaciones y concreciones particulares en el resto de las sociedades humanas. Una buena tipología para aproximarse a las distintas formas en que pueden presentarse las relaciones de poder entre el colectivo masculino y el femenino es la que ha desarrollado Alicia Puleo en su trabajo sobre el patriarcado, en que distingue entre patriarcados basados en la coacción y patriarcados fundados en el consentimiento. También puede hablarse de sexismo fuerte frente a un sexismo más débil, blando o difuso (PULEO, 1995).

Los patriarcados basados en la coacción son aquellos cuyo sistema ideológico y legal establece claramente la inferioridad de las mujeres respecto a los hombres y consigna por escrito las prohibiciones y castigos que las primeras pueden sufrir si se desvían del camino-destino que se ha trazado para ellas. Este tipo de sociedad, basado abiertamente en las sanciones formales y la coacción sigue teniendo vigencia en numerosas partes de nuestro planeta. El caso de los talibanes en Afganistán representaría un extremo especialmente sanguinario en que las mujeres pierden hasta el rostro humano para convertirse en presencias fantasmales, amarradas con cadena bien visibles a los varones. Recuérdese que en determinadas regiones no sólo no tienen acceso al trabajo asalariado, es decir a la mera subsistencia sin la mediación de un varón, tampoco pueden pasear o desplazarse sin llevar uno al lado.

En las sociedades democráticas y gracias a los más de dos siglos de historia de lucha organizada de las mujeres dentro de las mismas, la demanda de igualdad sexual ha propiciado el desarrollo de sociedades cada vez más igualitarias. Y, sin embargo, aún en estas mismas sociedades la igualdad real es una meta que se intuye muy lejana. Estas sociedades formalmente igualitarias y en las que se desarrollan políticas de discriminación positiva y Planes de Igualdad son las que se caracterizan en la tipología anterior como patriarcados de consentimiento. En estas sociedades la reproducción de la desigualdad sexual tiene lugar gracias a arraigadas prácticas discriminatorias dentro del mercado de trabajo laboral y a una socialización diferencial no por encubierta menos eficaz (SUBIRATS y TOMÉ, 2007). Para comprobarlo basta entrar en una juguetería infantil. Asimismo se incita a la reproducción de los roles sexuales “a través de imágenes atractivas y poderosos mitos vehiculados en gran parte por los medios de comunicación”. Estas imágenes refuerzan la tesis patriarcal por excelencia de que una mujer sin un hombre al lado no es nada e imparten incontables cursillos sobre cómo pescar uno, como mantenerlo

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feliz y cómo no perderlo. Además de reforzar el estereotipo de las mujeres como pescadoras de hombres, hombres que, a su vez, pugnan por no caer en esas taimadas redes, las jóvenes interiorizan una vida en que la apariencia física, el atractivo sexual y los servicios domésticos físicos y del cuidado dirigidos a agradar a los varones –sin la necesaria reciprocidad– forman parte necesaria de su proyecto vital. Por mucho que este incluya también el acceso a la profesión y la independencia económica.

A título de Conclusión

El feminismo tiene como objetivo explícito poner fin a una de las desigualdades más universales y longevas de las existentes. La desigualdad entre hombres y mujeres es también, a nuestro juicio, la raíz material y psicológica de la que se nutren el resto de las desigualdades sociales: el problema del hambre, de las guerras, también se relaciona con la férrea interiorización de los valores de la desigualdad dentro de las familias patriarcales, que enseñan a vivir la desigualdad como lo normal y natural, consustancial al género humano.

Sin embargo, uno de los principales problemas del feminismo continúa siendo el de hacer visible e injusta esta desigualdad para la mayor parte de la opinión pública. Este problema continúa teniendo más vigencia, si cabe, en sociedades que, como la nuestra y el resto de las occidentales, han puesto fin a la práctica totalidad de las desigualdades formales. Y la tarea no es fácil porque también se ve dificultada por la fuerte y continua reacción ideológica en contra del feminismo. La norteamericana Susan Faludi ha documentado los comienzos de esta reacción en la década de los ochenta a través de un sugerente análisis de los mensajes de los medios de comunicación de masas. Según esta autora el mensaje de la reacción antifeminista se mantiene en dos pilares ideológicos falsos pero machaconamente repetidos: primero, la igualdad sexual ya es un hecho, el feminismo es cosa del pasado, y segundo, la igualdad sexual ha empobrecido y estresado la vida de las mujeres, las ha hecho más infelices. Esta reacción tendría su continuidad en la presión que ejercen los medios para hipersexualizar la vida de las chicas (WALTZER, 2010), para difundir un estereotipo según el cual la construcción y mantenimiento de un cuerpo objeto de deseo y al que sacarle rendimiento económico es la cúspide de “la liberación femenina” y del éxito profesional y personal: lo demás vendrá por añadidura.

Frente a esta reacción ideológica -una versión aparentemente transgresora y transfeminista de los estereotipos más rancios asociados al rosa y el azul- el feminismo,

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desde su visión crítica y emancipadora de la realidad, continúa difundiendo los valores desde los que ha surgido, la igualdad como condición necesaria para desarrollar la libertad individual, y la reciprocidad entre hombres y mujeres como el pilar básico de los valores propios de la democracia.

BIBLIOGRAFÍA

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