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TOMADO DE: Guerrero, D. (2000). La Teoría del Valor y el Análisis Insumo-Producto. Madrid: Universidad Complutense de Madrid.

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TOMADO DE: Guerrero, D. (2000). La Teoría del Valor y el Análisis Insumo-Producto. Madrid:

Universidad Complutense de Madrid.

Para el microeconomista convencional, la teoría del valor es la teoría de los precios relativos,

especialmente la teoría matemática de los precios relativos. Para el teórico del equilibrio general, basta con la actividad mental de asociar números reales a las mercancías y llamarlos precios para situarse en el terreno de la teoría del valor1, una teoría donde lo que de verdad cuentan son los teoremas

matemáticos y el razonamiento no sólo abstracto sino formal, es decir, puramente lógico, sin auténticos referentes empíricos en la realidad.

Schumpeter tenía mucha razón --y no se ha prestado a este punto la enorme trascendencia que tiene-- al señalar a Malthus como ejemplo paradigmático de que es perfectamente posible adoptar una teoría del valor distinta de la TLV y, sin embargo, recurrir al trabajo como medida del valor. Esto merece una explicación. Las múltiples, innumerables propiedades de las cosas, lo mismo físicas que económicas, no siempre se manifiestan y son medibles de forma directa, sino que en ocasiones requieren formas indirectas de medida2.

Hace aproximadamente un siglo, quien es hoy casi unánimemente considerado el economista más importante de todos los tiempos, León Walras, agrupaba la historia de las teorías del valor en tan sólo tres: las del valor-trabajo, el valor-utilidad y el valor-escasez. Walras se oponía a la teoría del valor-utilidad de Say3 argumentando que la utilidad es condición necesaria pero no “suficiente para crear el valor” (1926, p. 338). Rechazaba con igual rotundidad la teoría del valor-trabajo de Smith, aunque advertía que “ha sido generalmente mal refutada” (p. 337). Para él, la pregunta importante era: “¿por qué el trabajo vale y se intercambia?"; a la que respondía: "porque es escaso”. De esta manera conseguía aparentemente reducir la teoría del valor-trabajo a la teoría que él mismo defendía4, aquélla cuyo origen rastreó hasta Genovesi y Senior, y también, y sobre todo, hasta Burlamaqui y su propio padre: la teoría o “doctrina de la escasez”.

Sin embargo, en la forma, según él, “excelentemente enunciada por Burlamaqui”, esta teoría de la escasez no es más que lo siguiente: “Los fundamentos del precio son, en primer lugar, la capacidad de las cosas para satisfacer nuestras necesidades, nuestro bienestar, o los placeres de la vida, en una palabra, la utilidad de las cosas; y, en segundo lugar, su escasez” (p. 339). Por consiguiente, se impone la reflexión siguiente: puesto que la utilidad no es en sí misma una explicación, como el propio Walras se encargó de dejar claro, es evidente que la medida del precio debe estar vinculada más bien a la medida de la escasez;

1 Véase Debreu (1959), p. 37.

2 Véase Ganssmann (1988), y una discusión de sus ideas en Guerrero (1997a).

3 Véase la cita del Catéchisme de J. B. Say en Walras (1926), p. 337.

4 En la segunda edición de su libro, aparecido en 1889, Walras reconoció la prioridad de Gossen, Jevons y Menger en la elaboración de esta teoría.

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¿pero cómo medimos la escasez? Parece obvio que no puede tratarse de la escasez concebida en términos absolutos porque todos los datos disponibles y una mínima reflexión militan en contra de esta tesis.

Piénsese en dos cuadros diferentes de un célebre pintor de hace varios siglos: los dos son únicos --y, por tanto, igualmente escasos en términos absolutos-- pero su precio es distinto. Tiene que haber, por consiguiente, una manera de solucionar este problema en términos de algo así como una escasez relativa, es decir, en forma que queden simultáneamente implicadas la escasez (de la “oferta” del bien en cuestión) y la utilidad, o necesidad (la “demanda”) de ese bien.

Cuando, en la segunda edición de sus Principios, señala Walras que su rareté coincide con la solución obtenida por las “condiciones del máximo de utilidad” de Gossen, o con la que derivada de las “ecuaciones de intercambio” de Jevons, o también (aunque esta vez formulada en versión no matemática) con la utilidad-límite, o Grenznutzen, de Menger, lo que está de hecho afirmando es la equivalencia esencial entre lo que hoy consideraríamos la solución aportada por el modelo del equilibrio parcial del mercado y la que ofrece su propio modelo de equilibrio general, es decir, las dos secciones, o enfoques, en que se divide convencionalmente la Microeconomía del siglo XX. El propio Walras habría estado de acuerdo con esto, pues afirmó expresamente: “consideraremos la fórmula de Jevons válida sólo para el caso simplificado de dos individuos. Para este caso, la formulación de Jevons es idéntica a la nuestra (...) Resta aún por considerar el caso general (...)” (ibidem, p. 342).

Como sabe cualquier estudiante, Walras es al equilibrio general lo mismo que Marshall es respecto del equilibrio parcial; pero hoy no ignoramos que ambas son sólo dos versiones de una misma teoría básica.

Como demuestran todos los libros de texto, el enfoque del equilibrio parcial es más sencillo, se presta más fácilmente al análisis gráfico, y puede prescindir incluso, si se desea, de casi todo el tratamiento matemático. Posiblemente sea por todas esas razones por lo que es dicho enfoque el que aparece en los manuales de Economía en el lugar preferente, en una posición siempre anterior (lógica y

cronológicamente) a la del análisis del equilibrio general.

La versión moderna de la teoría de Marshall (que coincide, pues, con la de Walras como un caso particular de ésta) nos dice que lo que hay detrás de la curva de demanda es la utilidad marginal de los consumidores, y que detrás de la oferta está el coste marginal de los productores; es decir, las dos partes que se enfrentan en el mercado como compradores y vendedores de cualquier mercancía. Hoy en día la oferta y la demanda se representan normalmente tal como aparecen en la figura 1.1, pero sus conceptos

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son básicamente los mismos que ya se tenía de ellos en tiempos de los clásicos (que, sin embargo, no usaron gráficos de este tipo).

Figura 1.1. La representación convencional de un equilibrio de oferta y demanda

No obstante, como es bien conocido, la explicación de los precios de equilibrio por la oferta y la demanda no agradaba ni a Smith ni a Ricardo, aunque sí a Malthus. Pero el rechazo de Ricardo era tan grande que le escribió a su amigo Malthus: “Usted dice que la oferta y la demanda regulan el valor, pero esto, a mi juicio, es no decir nada” (citado en Meek, 1974, p. 195).

Siguiendo a Ricardo, hoy podemos argumentar lo siguiente: decir que las curvas O y D se cruzan en E es no decir nada, o al menos nada que pueda satisfacer al economista teórico, a menos que se explique por qué se cruzan esas curvas a ese nivel de precio (y no a otro cualquiera), por qué tienen esa forma e inclinación, qué es lo que a su vez las determina, etc. Dejando a un lado las enormes diferencias entre la competencia perfecta neoclásica y la libre competencia de los clásicos (véanse al respecto Guerrero, 1994, 1995), lo importante es que la teoría del valor que subyace a ambas concepciones prevé consecuencias distintas sobre el comportamiento del punto E, según que dicho punto se considere situado, o no, en la

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curva de oferta a largo plazo correspondiente a la situación de mercado (y que no aparece en la figura 1.1).

Figura 1.2. El caso en que el equilibrio a corto plazo es a la vez un equilibrio a largo plazo

Si suponemos que en el largo plazo (estático) las condiciones de producción se mantienen inalteradas con independencia del tamaño del mercado, la curva de oferta a largo plazo será una curva horizontal (véase en la figura 1.2 la curva Olp). Y si añadimos el supuesto de que el punto E es no sólo un equilibrio a corto sino también, efectivamente, un equilibrio a largo plazo (lo cual quiere decir que estará situado sobre la curva Olp), deduciremos que ninguna variación de la curva de demanda puede afectar al precio de equilibrio a largo plazo (aunque sí afecte a la cantidad de equilibrio), ya que si el equilibrio a corto plazo se estableciera, por ejemplo, a un nivel superior a E, como el nivel P2 en la figura 1.3, el beneficio en este sector sería superior a la media de la economía, lo cual atraería a capital adicional que, al impulsar la curva de oferta hacia la derecha (hasta O'), haría que el nuevo equilibrio de largo plazo se obtuviera finalmente, no en el punto 2, sino en el 3.

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Figura 1.3. La demanda determina la cantidad de equilibrio,

pero sólo la oferta a largo plazo (Olp) determina el precio de equilibrio estable

Ahora bien, sabemos por qué la curva Olp se traza a esa altura y no más arriba o más abajo: porque es esa altura precisamente, y no ninguna otra, la definida por el mínimo de la curva de costes medios a largo plazo de la empresa representativa de este sector. En el lenguaje neoclásico, este coste medio no coincide con lo que se entiende por coste en el lenguaje corriente, ya que, además del coste

propiamente dicho, incluye también el “rendimiento medio”, es decir, la rentabilidad correspondiente a la tasa de beneficio normal. Por consiguiente, la explicación convencional del nivel del coste medio --que es más bien el nivel del precio de equilibrio a largo plazo, por la razón señalada-- no estará completa hasta que no se haya explicado cuál es precisamente (y por qué) el nivel del beneficio que debe considerarse “normal” o “medio” en cada caso.

Lo menos que se puede decir de la teoría convencional es que recurre a otro segmento de la teoría para responder a esta pregunta, pero no considera que la respuesta se sitúe en el interior de la teoría del valor misma. Aunque también se podría sospechar, que lo que de verdad les interesa es rehuir la cuestión. Es más, llegados a este punto del beneficio, lo que en realidad parece esperar el intérprete convencional de la teoría económica es que el lector se haya olvidado ya de que lo que nos ocupa es un aspecto central de la determinación del precio de las mercancías (es decir, la cuestión del valor).

Mientras que la TLV ofrece una solución a la cuestión de la determinación cuantitativa de esa tasa de ganancia media de la economía, otras teorías del valor no parecen estar en igualdad de condiciones en

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este terreno, oscilando entre la total inconsciencia del problema y el contento más vacuo, basado en el simple reconocimiento descriptivo, sin capacidad de proporcionar una auténtica explicación.

Los economistas que a lo largo de toda la historia de nuestra disciplina han insistido en que sólo deben interesar al teórico los precios relativos de las mercancías, pero no los absolutos, desconocen el principio básico de que no puede existir una "cantidad relativa" de algo sin que existan al mismo tiempo "cantidades absolutas" de ese algo. Si podemos afirmar de A que es tres veces mayor que B es porque tenemos un patrón universal de medida absoluta, que puede usarse tanto para conocer el "tamaño absoluto" de A como el de B. Cuando hablamos del precio relativo de dos mercancías nos referimos al precio relativo de una unidad de cada una de ellas en términos de unidades de la otra. Si el precio relativo de A en términos de B es 7 (y lo escribimos como Pab = 7), esto significa que es posible obtener por medio de intercambio mercantil --no por un simple ejercicio de gimnasia mental-- 7 unidades de B a cambio de sólo una unidad de A. Si decimos que el peso relativo de esas dos mismas unidades es 2 queremos decir que una unidad de A pesa tanto como dos unidades de B (en términos de los campos gravitatorios reales implicados, no en términos de la conciencia del espectador). Y si su volumen relativo es 4, lo que queremos decir es que una unidad de A ocupa un espacio físico cuatro veces superior (en su entorno, no en la mente del observador) al que ocupa una unidad de B.

El precio es pues una magnitud real y relativa, lo mismo que el peso relativo, el volumen relativo, etc. Pero la diferencia estriba en que en todos los casos (salvo en el precio) el usuario del concepto parece consciente de que se trata de cantidades reales relativas (o cocientes de cantidades reales absolutas) de algo que ya está identificado y que llamamos convencionalmente peso, volumen o lo que sea. Por el contrario, cuando se trata de un precio se pretende argumentar, extrañamente, que no es posible decir que el precio relativo es un cociente de precios absolutos; y, además, se argumenta eso no porque no sepamos qué significa el precio absoluto (de hecho, la TLV lo explica perfectamente), sino porque "no es necesario saberlo".

Curiosamente, en este planteamiento hay una inversión total del enfoque correcto y habitual. Los mismos autores que se abstraen de la práctica social universal (el uso del dinero y de los precios monetarios reales en el mundo mercantil) y se interesan sólo por la práctica imaginaria o convencional de la fijación arbitraria de un numerario --que sólo puede tener una finalidad puramente teórica-- recurren ahora a un falso argumento "práctico" para intentar descartar la conveniencia del análisis teórico completo --que no

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se contenta con el precio relativo y exige comprender la naturaleza del precio absoluto--, señalando que, puesto que en el mercado no es necesario nada distinto de los precios relativos para llevar a cabo las transacciones efectivas (al fin y al cabo, el precio monetario es un caso particular de precio relativo), el teórico no tiene por qué preocuparse por los precios absolutos.

Si existen precios relativos tiene que ser porque existen precios absolutos. No se puede defender lógicamente que existen los precios relativos pero no los absolutos.

En realidad, la adopción de las unidades de valor es obligada para el análisis de cualquier problema de agregación (es decir, en la práctica, para cualquier problema económico), porque no existe otro medio de poder sumar cantidades de mercancías que son físicamente heterogéneas, y poder,

simultáneamente, compararlas en el tiempo.

El problema de los números índices nos servirá para entender las razones de que esto sea así.

Todo el mundo sabe cómo hay que descomponer cualquier incremento nominal del PIB para distinguir entre su crecimiento real y el incremento de los precios asociados a los productos que lo componen. Si representamos por Y el número índice del PIB nominal, por Yr el correspondiente al PIB real y por dY el correspondiente al deflactor del producto interior bruto (PIB), y usando subíndices para las mercancías y superíndices para el tiempo, la identidad

Y dY*Yr

no es sino otra manera de representar la siguiente igualdad:

i t

i t

i

i i

i

i t

i t

i

i t i i

i t i i

i i

i

x p x p

x p x p

x p x p

 

 

0 0 0

0

0 0

Obsérvese que esta operación sólo es posible si tenemos las mismas mercancías en el numerador que en el denominador, es decir, en el momento 0 y en el momento t, ya que, en caso contrario, cuando en el transcurso del lapso que va de 0 a t se da cabida a la aparición de nuevas mercancías, es imposible saber qué precio tenían dichas mercancías en el momento 0 (puesto que sólo existen en t pero no en 0), por lo que p0 no existe para ellas. Ésta es la razón de que en la práctica los índices de precios y de cantidades

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habitualmente usados en la contabilidad nacional necesiten cambiar de base tan a menudo: el hecho de que estén continuamente apareciendo nuevas mercancías hace que cualquier ecuación convencional de este tipo tenga cada vez menos sentido real, pues la cesta que se utiliza se va haciendo cada vez menos representativa de la cesta real de la producción. Pero lo que estamos planteando aquí no es una simple cuestión de dificultades prácticas, sino un auténtico problema mucho más general y de una naturaleza distinta. Se trata de la definición teórica de un agregado de mercancías y de su evolución en el tiempo histórico, problema mercantil real (no imaginario) cuya solución exige un principio físico de conservación --y la hora de trabajo simple no sólo lo es, sino que es el único que ha sido propuesto de forma consciente y coherente hasta el presente-- para poder concebir la producción de dos periodos temporales distintos como cosas comparables.

Obsérvese lo anterior con mayor detalle. Por ejemplo, supongamos que i = 1, 2...n, y las unidades usadas son, respectivamente, kilogramos, litros, m3, etc. En la expresión anterior, la agregación es posible en el cálculo de estos índices porque tenemos una serie (una suma) de productos (multiplicaciones) de la forma:

(kilos · ptas./kilo) + (litros · ptas./litro) + ··· + (unidades · ptas./unidad),

donde cada uno de los paréntesis viene expresado, por tanto, en pesetas. Obsérvese ahora la vía alternativa que hace posible el uso de la teoría del valor. Si medimos las cantidades de cada mercancía en el mismo tipo de unidades (cantidades de valor-trabajo simple y homogéneo exigidas por su reproducción normal), la heterogeneidad desaparece (porque consideramos a cada mercancía desde el punto de vista de lo que todas tienen en común: ser quanta dados de ese trabajo social) y el vector de precios se nos convierte en un único precio: el de la hora de trabajo simple. Tendríamos, por tanto:

(horas · ptas./hora) + (horas · ptas./hora) + ··· + (horas · ptas./hora),

o bien:

(horas + horas + ··· + horas) · ptas./hora.

Referencias

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