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Voces vivas de la militancia femenina en los 60' y 70' : tensiones de la subjetividad = Living voices of female militancy in the 60a and 70s : tensions in subjetivity

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Academic year: 2020

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(1)G Waldman M. N° 48: 81-93, 2011 Voces vivas de la militancia femenina enissn los 0716-0798 60’ y 70’:… Tilda aller de Letras. Voces vivas de la militancia femenina en los 60’ y 70’: tensiones de la subjetividad Living Voices of Female Militancy in the 60s and 70s: Tensions in Subjetivity Gilda Waldman M Universidad Nacional Autónoma de México waldman99@yahoo.com El artículo plantea, en términos generales, que el reciente pasado dictatorial en países como Argentina y Chile no está constituido sólo por representaciones y discursos socialmente construidos sino también por vivencias y recuerdos personales narrados y rememorados en primera persona, que permiten acceder a las subjetividades y experiencias de quienes fueron protagonistas de lo acontecido. De manera más específica, el texto analiza los testimonios directos de mujeres que militaron en las organizaciones de la izquierda revolucionaria, procurando reconstruir las contradicciones, conflictos y paradojas que se produjeron en la construcción de la subjetividad femenina, tanto en la época de la militancia como posteriormente. Palabras claves: militancia, subjetividad, memoria, género, cuerpo. In general terms, this article states that the recent dictatorial past in countries such as Argentina and Chile is not only constituted by representations and socially constructed discourses, but also by experience and personal memories narrated in first person, that grant access to the subjectivities and experiences of the protagonists. Specifically, the text analyses the testimonies of women who fought the organizations of the revolutionary left, trying to reconstruct the contradictions, paradoxes and conflicts generated in the construction of feminine subjectivity, both at the time of militancy and afterwards. Keywords: militancy, subjectivity, memory, genre, body. Recibido: 11 de marzo de 2011 Aprobado: 2 de abril de 2011. 81 ■.

(2) Taller de Letras N° 48: 81-93, 2011. Si la “obsesión memorialista” (Huyssen) se ha colocado en el horizonte cultural y político en los más diversos espacios geográficos, en los países que sufrieron dictaduras militares durante los años setenta y ochenta (Argentina y Chile, entre otros) las marcas del pasado no se han desvanecido, a pesar de las décadas transcurridas y de que gran parte de la población de países como Chile y Argentina haya nacido después de los golpes militares de 1973 o 1976. El pasado –presente, abierto y todavía inconcluso– no está constituido sólo por representaciones, interpretaciones y discursos socialmente construidos y transmitidos sino también por vivencias, memorias y recuerdos personales narrados y rememorados en primera persona y que han permitido, en muchos casos, reconstruir lo sucedido y, más importante aún, acceder a las subjetividades y experiencias de quienes fueron actores, testigos y protagonistas de lo acontecido. Ciertamente, la memoria tiene un carácter histórico; se inserta en la “batalla por las memorias” presente en toda sociedad, (Jelin) y se juega de manera diferentes en diferentes contextos sociales, dependiendo del contexto político en que se producen las narrativas sobre el pasado. Así, por ejemplo, en el caso argentino, el período dictatorial y la violencia asociado al mismo siguen gravitando en la escena pública, académica y política a través de filmes, documentales, investigación histórica y periodística, obras literarias y narrativas vivenciales. En esta línea, la revisión de la historia de los años sesenta y setenta fue alentada por la apertura del Gobierno de Néstor Kirchner al tema, dada su identificación con la memoria de una generación a la cual él perteneció y con la cual se sentía ligado. Ello implicó, entre otros temas, regresar a la movilización política de esos años y a la experiencia militante de quienes participaron en movimientos político-armados (Montoneros y ERP, principalmente) para preguntarse sobre los rostros, voces y propuestas de los jóvenes que integraron esas organizaciones, sin considerarlos ya ni como héroes ni como víctimas. (Vezetti) La profusión de testimonios y narrativas vivenciales al respecto es enorme. En el caso chileno, fue diferente. Si bien es innegable la amplitud e importancia de los esfuerzos orientados a esclarecer la naturaleza de los acontecimientos represivos cometidos por el régimen militar y la amplia incorporación del tema en diversas manifestaciones artísticas (literatura, teatro, cine, artes visuales, danza y música) así como la profusión de relatos testimoniales, son todavía muchos los temas relativamente poco explorados. El tema de la militancia, en particular desde la perspectiva de la experiencia subjetiva, ha quedado relativamente invisibilizado1. Sin duda, en ambos casos ha existido una valiosa reconstrucción de la historia de lo que se ha denominado la “izquierda revolucionaria” (Palieraki,. 1 En. esta línea cabría señalar que, si bien parte importante de la reconstrucción historiográfica de la izquierda chilena ha incorporado de manera significativa autobiografías, memorias e historia oral, todavía es escasa la aparición de textos que documenten la experiencia personal y subjetiva de quienes militaron en movimientos políticos –en particular en movimientos político-armados– durante los años álgidos de los sesenta y setenta. Es en esta línea donde puede ubicarse la importancia de la aparición de los textos autobiográficos Being Luis. A Chilean Life, de Luis Muñoz (2005) y Chile, un largo Septiembre, de Patricio Rivas (2006), mismos que constituyen una memoria personal y subjetiva –al tiempo que colectiva– de dos militantes supervivientes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR).. ■ 82.

(3) Gilda Waldman M.. Voces vivas de la militancia femenina en los 60’ y 70’:…. 2008; Ollier, 1998)2, recuperando y utilizando la historia oral como estrategia de reconstrucción histórica, aunque realizada desde las voces masculinas. Sólo de manera más reciente, se ha hecho presente la voz de las mujeres militantes de los álgidos años sesenta y setenta a través de narrativas vivenciales que han asumido diversas estrategias narrativas. Así, por ejemplo, se puede mencionar, para el caso argentino, la entrevista (Marta Diana, Mujeres guerrilleras, Planeta, Buenos Aires, Planeta, 1996), la biografía, (Gabriela Saidon, La Montonera. Biografía de Norma Arrostito, Sudamericana, Buenos Aires, 2005), la autobiografía desde una voz infantil (Laura Alcoba, La casa de los conejos, B. Aires, Edhasa, 2008), la novela (Liliana Hecker, El fin de la historia, Buenos Aires, Suma de Letras, 1996), y las voces testimoniales (Varias autoras: Ese infierno. Conversaciones de cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA, B. Aires, Altamira, 2006). En el caso chileno, se puede mencionar el texto de Carmen Castillo escrito junto a su madre, Santiago-París. El vuelo de la memoria, Santiago, LOM, 2002), y la reconstrucción de historias de vida a través de entrevistas (Tamara Vidaurrázaga, Mujeres en rojo y negro. Reconstrucción de la memoria de tres mujeres miristas. 1971-1990, Concepción, Escaparate editores, 2006). Ciertamente, tal diversidad de registros narrativos abre múltiples aristas de investigación. En este artículo, por lo pronto, nos centraremos, en una primera aproximación, en la vertiente testimonial presente en dos textos, Mujeres guerrilleras, y Mujeres en rojo y negro. Reconstrucción de la memoria de tres mujeres miristas. 1971-1990, para aproximarnos a los mundos subjetivos, “…ese complejo y semi-oculto mundo de los afectos, sentimientos, y representaciones simbólicas… [de] imágenes y emociones, de miedos y anhelos, de simpatías y odios, de resentimientos e identificaciones” (Lecher 45) de las mujeres que militaron en organizaciones que legitimaban el recurso a la violencia, procurando reconstruir y transmitir sus experiencias a través de sus propias voces y de la visibilización de su historia personal. Ello, asumiendo como principio fundamental que tales narraciones constituyen una construcción subjetiva del pasado, es decir, una estrategia de autorepresentación elaborada “a posteriori” mediante la operación de la memoria –la más subjetiva de las experiencias interiores- y mediada por el lenguaje, intentando poner orden en el caos de lo vivencial para darle significación, desde el presente, a su trayectoria existencial (Arfuch, 2007). Ciertamente, la incorporación femenina a organizaciones de izquierda revolucionaria durante la segunda mitad de la década de los sesenta y primeros años de los setenta se dio en un marco histórico de efervescencia y ebullición social, política y cultural. En un primer sentido, a nivel mundial, se trataba de una época en la que emergían con fuerza ideas libertarias, una creciente permisividad sexual en el marco de nuevas actitudes hacia la familia y la autoridad, una mayor autonomía de la juventud, etc., lo que implicaba una ruptura con el pasado y con los valores absolutos y los destinos trazados de la femineidad de épocas previas. En esta línea, el concepto de “femineidad” se ligaba, entre otros factores, con la búsqueda de igualdad, con el de “independencia” y con la posibilidad de decidir sobre su cuerpo y su vida. Por otra parte, y de manera más específica, en las décadas de. 2 Si. bien el MIR compartía con otras organizaciones latinoamericanas el recurso de las armas para alcanzar un cambio político, asumió vías propias ajenas, por ejemplo, a la guerrilla tradicional. En esta línea, y dada la propia configuración histórica de Chile, creó alianzas con la izquierda tradicional y mantuvo una posición cercana, sin dejar de ser crítica, con el gobierno de Salvador Allende.. 83 ■.

(4) Taller de Letras N° 48: 81-93, 2011. los sesenta y setenta toda Latinoamérica se vio sumergida en un proceso de radicalización ideológica y política de la sociedad civil en el entorno de severas crisis sociales y políticas. En países como Argentina y Chile, muchas jóvenes3 –fundamentalmente urbanas, universitarias y de clase media–4 marcadas como el resto de los jóvenes de la época por la revolución cubana (que confirmaba en los hechos la posibilidad de acceder al poder por la vía de las armas), las renovaciones teóricas al interior del marxismo, el boom literario latinoamericano que encontraba en sus principales exponentes una afinidad con inclinaciones políticas de izquierda, la influencia de la Teología de la Liberación, la desilusión frente al fracaso de los proyectos políticos liberales y reformistas y también con los partidos de izquierda integrados en el sistema político vigente, así como por el pensamiento de autores como Franz Fanon, –quien en su libro Los condenados de la tierra proponía que la violencia revolucionaria era el medio privilegiado para la transformación social– se incorporaron por convicción propia a una militancia que les ofrecía la posibilidad de canalizar sus inquietudes y que contenía nuevos modos de entender y hacer política. La coyuntura histórica y la atmósfera intelectual y política de la época favorecían, así, la incorporación de las mujeres al espacio público en el marco de una militancia sustentada en la acción más que en el discurso, posibilitándoles la opción de cambiar los destinos de su país de manera paralela a su propio protagonismo en una lucha por la transformación social que aparecía ya como impostergable. Ciertamente, la incorporación a este tipo de organizaciones implicó una socialización política que resignificaba el mundo valorativo e ideológico previo y, simultáneamente, en muchos casos, la ruptura con un entorno familiar y social que no compartían las mismas convicciones. Pero si bien incorporarse a una militancia en la que convergían lo político y lo militar implicaba un proceso de transgresión y ruptura con el modelo todavía dominante de femineidad, este proceso no estuvo exento de contradicciones, paradojas y conflictos. El espacio de la militancia en organizaciones de la izquierda revolucionaria no dejó de ser un ámbito regido por valores, códigos y disciplina masculinos, que les exigía a las mujeres patrones de comportamiento similares a los de los hombres. Una primera expresión de lo anterior se manifestaba, por ejemplo, en términos del aspecto físico. Nélida Augier, militante del ERP, relata que cuando se acercó por primera vez a su responsable, vestida de minifalda, blusa escotada y pelo largo, no fue tomada en serio. La segunda vez que llegó de “pelo corto como hombre, zapatillas, blue jeans, camisa de hombre”, (Diana 90) fue incorporada. En este sentido, las mujeres tenían que ganarse su lugar siendo similares a los hombres, en términos de vestimenta, minimización de las diferencias corporales, y modelos de comportamiento. Alejandra, en el testimonio recogido por Marta Diana, señala al respecto: “[i]r a la Universidad, reuniones de la organización, marchas y otras tareas, nos reducían inexorablemente al uniforme de jeans y camisa de hombre,. 3 Cherie. Zalaquett, en Chilenas en armas. Testimonios e historia de mujeres militares y guerrilleras subversivas (2009) retoma el dato proporcionado por Marta Vasallo en su ensayo titulado “Militancia y transgresión”, en el que afirma que en Argentina “hubo entre un 30 y un 35 por ciento de mujeres” participando en organizaciones político armadas. Zalaquett agrega: “Chile no dispone de cálculos sobre el porcentaje femenino que integró el MIR”. (Zalaquett, 2009: 168). 4 A diferencia de estos países, en El Salvador y Guatemala, por ejemplo, la mayor parte de las militantes provenía de sectores campesinos y rurales. Véase, por ejemplo, Rayas, 2009.. ■ 84.

(5) Gilda Waldman M.. Voces vivas de la militancia femenina en los 60’ y 70’:…. generalmente verde oliva”. (Diana 29). Sin embargo, el recurrir a la utilización de una femineidad basada en la representación de roles tradicionales femeninos también estaba presente en la acción política: [s]i había que sacar un auto de un garage, mandaban a una mina para que inspirara menos desconfianza. Si además era linda, joven y sexy, ya estaba todo hecho”. (Diana 65) Paradójicamente, en el caso argentino, la “recuperación” a la que fueron algunas militantes detenidas clandestinamente en la ESMA se centraba en la exaltación de la femineidad: vestirse bien, arreglarse, tener modales suaves, etc., aunque al mismo tiempo, los carceleros militares sintieran fascinación por mujeres bravas e independientes como las militantes políticas. La entrega y el compromiso en la militancia se medían y valoraban de acuerdo a valores masculinos, lo cual no era fácil de alcanzar para las mujeres o lo era a costa de un gran sacrificio. Las mujeres debían asumir cualidades ajenas a las representadas en el imaginario social. y demostrar su arrojo y valentía de diversas maneras y en forma repetida para ganarse el respeto masculino. Tuvieron que vencer los obstáculos de una disciplina pensada y diseñada para los cuerpos masculinos. Así, por ejemplo, en las prácticas de entrenamiento guerrillero, el esfuerzo femenino tenía que ser mucho mayor al del varón. La heroicidad propuesta imponía un modelo imposible de alcanzar. Tamara Vidaurrázaga escribe refiriéndose a una militante mirista entrevistada por ella: Soledad vivió en carne propia durante su instrucción la doble dificultad que significó para las mujeres miristas entrar al mundo de las armas, esforzándose el doble para nivelarse con sus compañeros que, por razones culturales, eran más cercanos al mundo militar. (Vidaurrázaga 189) Y la propia Soledad señala: [e]n la escuela una llegaba en desventaja en relación a los hombres… Desde que íbamos a usar uniformes, bototos, y que íbamos a andar con un arma… En tus prácticas, en las pruebas, tenías que ser bien aprobada…tales tareas para la próxima semana, aprenderse tales pasos,..y si algunos a lo mejor necesitaban cinco sesiones para aprendérselo, otros a lo mejor íbamos a necesitar veinte. Y tenía que hacer las veinte para poder estar más o menos al nivel que se requería. (Vidaurrázaga189-90) Este modelo masculino como ingrediente de la subjetividad femenina en la militancia queda también muy claramente expuesto en lo que recuerda Carmen Castillo sobre Lumi Videla: Luisa, la imagen de la mujer segura de sí misma, consagrada por completo al combate político, jamás una grieta, siempre sin rodeos, nunca una excusa. Luisa, que no flaquea ante nada ni nadie”. (Castillo 41). En esta misma línea, y dado que “la militancia se. 85 ■.

(6) Taller de Letras N° 48: 81-93, 2011. sustentaba básicamente en la capacidad de los involucrados para racionalizar las emociones”, (Ollier 137) expresar sentimientos de miedo, fragilidad, vulnerabilidad, –en tanto son sentimientos propios del ámbito íntimo y privado, no sólo eran considerados pequeño-burgueses sino también “femeninos”. Los códigos revolucionarios –y masculinos– obligaban a reprimir emociones, dudas, incertidumbres, así como a contener los sentimientos, pues podrían perturbar el trabajo político. Una de las entrevistadas por Marta Diana refiere: [y]o estaba de siete meses, y se me ponía la panza dura cuando iba a salir para alguna acción o cuando volvía. Mi responsable me dijo: “El cagazo que tenés se lo transmitís al bebé… poner la panza dura es como una defensa. Yo lo sentía como una ofensa, porque no podía aceptar que tenía miedo….En la actualidad, sin embargo, al pasar por lugares donde he estado en situación de riesgo me corre un frío por la espalda… ¿Se puede acaso vivir sin emociones? No, pero en ese período las emociones estaban cercenadas… Alejandra, por su parte, reitera: “[s]entía que nos íbamos transformando en seres muy duros, lo que era paradójico, porque luchábamos para lograr una sociedad donde todos fueran más libres y felices” (Diana31). Demostrar que las mujeres poseían las mismas capacidades que los hombres era parte de la lucha por la igualdad en la que se encontraban enfrascadas las mujeres de la época. Pero, si en el caso de las militantes en organizaciones de la izquierda revolucionaria ello se tradujo en la autoexigencia de mostrar un compromiso político similar al de los hombres y en asumir una subjetividad masculinizada, dichas organizaciones no fueron ajenas a la estructuración social en las diferencias de género pertenecientes al orden simbólico tradicional, a pesar del discurso que postulaba la ruptura de jerarquías y la búsqueda de igualdad. La asociación entre “masculinidad y poder (y) el valor asignado a los hombres sobre las mujeres” (Rayas 36) persistió, incluso en un momento en que la revolución cultural y sexual de los años sesenta y setenta cuestionaba radicalmente instituciones sociales como la familia, el matrimonio y la sexualidad. Más aún: en momentos en que la demanda por la igualdad era una exigencia central de las mujeres. Ello se tradujo, para las mujeres, en una experiencia militante tensionada entre las demandas de arrogarse cualidades propias del ámbito masculino que el imaginario socio-cultural no les atribuía, el conflicto por la igualdad, y la persistencia de un orden simbólico tradicional que les atribuía ciertos atributos esencialistas. Alejandra, por ejemplo, señala “A nosotras siempre nos toca desempeñar un doble o triple rol. Las organizaciones no fueron una excepción, a pesar de estar luchando por una sociedad distinta” (Diana 33). A pesar del innovador discurso político, el mundo de los valores tradicionales seguía latente, y en las organizaciones de la izquierda revolucionaria se reproducían las mismas diferencias genéricas que en el resto de la sociedad. Entre ellas, según las voces testimoniales analizadas, destacan, en primer término, la desigualdad interna. (“Mi compañero y yo militábamos. ■ 86.

(7) Gilda Waldman M.. Voces vivas de la militancia femenina en los 60’ y 70’:…. en un pie de igualdad, haciendo las mismas cosas, y con el mismo grado de compromiso. Sin embargo, a él lo promocionaron primero que a mí. Yo me enteré por casualidad… Me pareció muy injusto y tuve el “atrevimiento” de preguntar las razones a mi responsable, que era una mujer. Me contestó que por ser hombre era mucho más libre que yo. Podía, por ejemplo, dormir fuera de su casa, y por lo tanto se podía contar con él a cualquier hora del día o la noche” (Diana 28-9)). Ligado con lo anterior, la escasa participación de mujeres en cargos de dirección, que evidenciaba la persistente relación entre masculinidad y poder y el desafío que ocupar puestos dirigentes implicaba para el orden simbólico. Alejandra refiere, “[l]as mujeres participábamos, con mayor o menor responsabilidad, en determinadas acciones, pero nunca dirigíamos. Hubo, sí, compañeras en niveles intermedios de la dirección política….El hecho cierto es que no arrancamos como iguales”. (Diana 32); [l]a mujer, además de militar igual que un hombre, tenía que ocuparse sola de lo considerado femenino. Cuando marido y mujer tenían una cita a las seis de la mañana, la que salía cargando los chicos era la mujer… Lo peor es que a la hora de la promoción de cuadros se traducía en una discriminación impresionante. Habiendo una presencia femenina casi igual a la masculina, había más cuadros hombres porque las mujeres, haciendo su trabajo de la casa y de los chicos, no podían estar tan preparadas como ellos” (Diana 185-186). En esta línea, la inexistencia de debates políticos sobre la cuestión femenina era absoluta, siendo considerada “una contradicción de segundo orden”, que se solucionaría una vez consumada la revolución y abolida la propiedad privada. Tampoco la segregación era cosa menor. Frida relata: “[s]i el compañero no se hacía cargo de su parte en la casa, uno sentía con mucha claridad que se quitaban espacios a la libertad de acción de cada uno. De a poco una empezaba a quedar segregada, preparando la comida para las reuniones” (Diana 62). Pero había otra paradoja. Por una parte, la mística revolucionaria sacralizaba el heroísmo, el valor, la audacia, el coraje y la exaltación de la vida peligrosa, lo cual se contraponía con los atributos femeninos que seguían presentes en el imaginario social de las propias organizaciones. La fascinación por la violencia y “la fe en sus virtudes y en su naturaleza creadora, fundadora de un nuevo orden; una violencia partera de la Historia” (Palieraki) era una cuestión central. Pero, simultáneamente, esta “naturaleza creadora” se corresponde con la propiamente femenina en su papel reproductor. Por la otra, la exigencia de subjetividades dispuestas a la acción heroica exaltaba el deber revolucionario de la entrega, la devoción absoluta al “mandato sacrificial” (Longoni, 2007) y la demanda de cuerpo y vida dispuestos a entregarse por la causa, se entretejía con los más valorados atributos de la mujer y la madre, [d]e manera que las mujeres, cuando hacían suyo el ideal revolucionario, también asumían el compromiso que implicaba la mística revolucionaria, no muy diferente de las exigencias que el medio les imponía como mujeres-madre, pero en clave masculina” (Rayas 100). Al mismo tiempo, incorporarse a este tipo de organizaciones implicaba “apropiarse del. 87 ■.

(8) Taller de Letras N° 48: 81-93, 2011. rol del guerrero…adquiriendo el poder de la muerte, sin abandonar el dominio sobre la vida que les concernía “naturalmente” por ser mujeres… Con ello (las) militantes con armas se hicieron doblemente poderosas a nivel simbólico: Eros y Tánatos” (Vidaurrázaga 367). En esta línea, si bien el discurso exaltaba la participación femenina –y esta misma participación evidenciaba una nueva condición de igualdad de las mujeres en contraposición con los mandatos sociales previos– su presencia implicaba una intromisión y una amenaza en potencia al espacio bélico de lo masculino. Simultáneamente, el espacio de lo íntimo y lo subjetivo –esencialmente “femeninos”– quedaban subordinados a la primacía de los intereses colectivos. La militancia significó, para hombres y mujeres, la construcción de una nueva forma de subjetividad marcada por la épica de una lucha revolucionaria que modificara la sociedad, así como las prácticas morales e individualistas previas a la incorporación militante, encarnando, ya desde la vida cotidiana, en un “hombre nuevo” –en masculino– dotado de una nueva ética. El cuerpo templado para la acción transformadora y revolucionaria –ajeno a la vulnerabilidad, la fragilidad, y el dolor–, así como la ética del sacrificio como mandato moral (magnificada en las épocas de mayor represión y de clandestinidad), la exigencia de encarar la muerte y la voluntad de subordinar la vida personal y familiar al proyecto colectivo, parecían no dejar espacio en la subjetividad para ninguna otra dimensión que no fuera la entrega total de tiempo, intereses, sangre, espíritu y palabra al movimiento. La organización se volvía, así, no sólo una institución masculinizada sino una entidad que asumía “un papel de gran padre que todo lo mira, califica y decide… La fuerza de sus decisiones era total” (Rayas 93), cuyos principios eran dictados desde el poder patriarcal, y cuyo modo de funcionamiento era la estructura de mando y obediencia, a la cual eran familiares las mujeres y que permeaba su subjetividad ofreciéndoles certezas y destinos trazados, similares a los dejados atrás. Sus miembros estaban ligados por un vínculo total, lo cual borraba los límites entre lo personal y lo privado. Incluso la vida íntima, sexual y afectiva de los militantes era moldeada por la organización y las transgresiones eran debatidas colectivamente e incluso castigadas. Aunque paradójicamente, todo ello acontecía en una época en que la libertad sexual parecía ir de la mano con un intento de acercarse al mundo para desafiarlo y transformarlo, en las organizaciones de la izquierda revolucionaria se generaba una disciplina que codificaba y restringía el deseo y el placer, encorsetando la vida íntima y los vínculos afectivos de los militantes, en tanto se suponía que los vínculos emocionales pondrían en riesgo el compromiso revolucionario. El amor de pareja era una actividad política. Teresa Meschiatti, militante montonera, señala: “[l]as relaciones con los compañeros eran el marco de la lucha. No hubiéramos podido concebir una pareja fuera de la militancia” (Diana 48). En este sentido, y tanto como expresión de la transformación en las relaciones de pareja durante la década de los sesenta como también por la socialización cultural producida en la militancia, el uso de los términos “compañero” y “compañera” indicaba la existencia de un compromiso amoroso entretejido con el de la militancia. Ello quedó claramente plasmado, por ejemplo, en el poema de Mario Benedetti: “[t]us manos son mi caricia/mis acordes cotidianos/te quiero porque tus manos/trabajan por la justicia./Tu. ■ 88.

(9) Gilda Waldman M.. Voces vivas de la militancia femenina en los 60’ y 70’:…. boca que es tuya y mía/tu boca no se equivoca/te quiero porque tu boca/ sabe gritar rebeldía” (Benedetti 67). Sin embargo, existía al mismo tiempo un disciplinamiento que se traducía en el control de las relaciones afectivas y sexuales de los militantes y en la exigencia de una vida amorosa y sexual que, curiosamente, reproducía la de la moral burguesa. Cada acción individual estaba sometida a escrutinio de la organización, la cual evaluaba su sentido de manera ideológica. La organización se convertía, así, en un censor y árbitro moral de las relaciones de pareja en las que las aspiraciones personales quedaban minimizadas, ante el peligro que la flexibilización de las relaciones relajara la disciplina. Alejandra, militante del ERP, relata: “[e]n cuanto a la pareja, había normas que eran sagradas, como las relacionadas con la infidelidad… que se sancionaban, y podía implicar la pérdida de una categoría alcanzada (Diana 29). De este modo, la práctica de la militancia revolucionaria operaba una escisión entre “el cuerpo del sacrificio y el cuerpo del deseo” (Schmucler, citado en Ciriza y Rodríguez) ambos sometidos a la razón revolucionaria. Soledad, una de las entrevistadas por Tamara Vidaurrázaga, cuenta que, preparándose en Cuba para regresar clandestinamente a Chile y separada de su esposo por más de un año, se encuentra con él en la isla por pocos días. Así, [é]l estaba en la isla pero yo me tenía que ir arriba hacia el curso…no me iban a tener a mí sola para verme con él y donde nos encontrábamos, todas esas dificultades no se veían como que el partido las tenía que asumir, como que eran un peso, era un problema… entonces en definitiva no podíamos vernos, sólo habían excepciones con ciertas limitaciones. (Vidaurrázaga 185) Sin embargo, y tal como lo plantean las narrativas femeninas, existieron tensiones, contradicciones, conflictividad y disidencias entre los deseos de la subjetividad femenina individual y los imperativos de la militancia. Esfuerzos de búsqueda de mayor autonomía y autodeterminación sobre sus cuerpos generaron tensiones entre los mandatos de la organización y las prácticas de las militantes, que se tradujeron en una diversidad de transgresiones que en última instancia desestabilizaban radicalmente la estructura masculina y patriarcal del espacio militante. Ello no era casual: las mujeres militantes pertenecían a “una generación tremendamente irreverente, muy solidaria, muy curiosa, atrevida…Una vida normal, convencional, no nos interesó” (Carmen Castillo, en entrevista con Luis Urrutia, citada por Cherie Zalaquett 139). Uno de los ámbitos de transgresión más significativos fue el del amor y la pareja. Carmen Castillo señala: “¡[l]as mujeres del MIR fuimos más doñajuanescas que los hombres! Tuvimos muchos más amores y amantes que ellos. Fuimos muy libres. Hicimos lo que queríamos con nuestros cuerpos y nuestras vidas”. (Zalaquett 140). A su vez, Alejandra relata una conversación con su marido: “[m]e siento como si fuera una mujer con treinta años de casada, resignada a no vibrar con un beso, a no emocionarme con un abrazo… Si es posible que muera pronto, quiero sentirlo antes de morir. Por eso me voy a separar”. (Diana 30). Muchas otras abandonaron a sus maridos por otro. 89 ■.

(10) Taller de Letras N° 48: 81-93, 2011. hombre, o mantuvieron relaciones amorosas clandestinas con hombres que no eran sus parejas. (Diana, 1996; Vidaurrázaga, 2006). Cabe destacar que tales “transgresiones” se insertaban en el marco del peligro cotidiano, de las posibles capturas, y de la inminencia de posibles pérdidas, lo cual acentuaba la intensidad de las relaciones afectivas y eróticas. Pero fue en el ámbito de la maternidad donde se cruzaron con mayor fuerza las hebras de la subjetividad y la política. Fue éste el mayor foco de tensión entre los mandatos de la representación simbólica femenina, la moral partidaria y la subjetividad personal de las militantes, de hecho, y tal como se desprende de las narrativas analizadas, la maternidad fue uno de los aspectos que mayor huella dejó en las mujeres, al punto que éste fue, en muchos casos, uno de los grandes ejes organizadores de los relatos. En este sentido, las paradojas eran diversas. Por una parte, embarazarse significaba, implícitamente, traicionar su papel de militante y asumir un papel de mujer tradicional. Es decir, se generaba una tensión entre el compromiso revolucionario y el mandato de género. En este mismo sentido, las precarias condiciones de vida y el peligro –en especial en épocas de represión y clandestinidad– obstaculizaban la maternidad. La decisión de tener un hijo se volvía, así, también una decisión política. Ciertamente, la gama de experiencias en este línea fue muy amplia, entre quienes fueron madres y quienes no, entre quienes pensaban que no había que tener hijos, entre quienes abortaron repetidas veces durante la militancia (“[p]ara militar como militaba, tenía que tener una concepción muy dura que era no tener hijos. Eso me significó siete abortos. Los siete abortos se quedaron impregnados en mi piel, en mi sangre y en mi estómago” [Diana 51]), entre quienes consideraban que podían militar sin abandonar a sus hijos, (“aunque el terror mío como de las otras militantes era qué pasaba con los hijos si nos agarraban”. [Diana, 1996:123]), entre quienes disminuyeron su actividad partidaria para criar a sus hijos, entre quienes, enfrentadas a una situación de peligro con sus hijos, decidieron abandonar la organización (“[n]o estaba dispuesta a permitir que torturaran a mi hijo para sacarme información”, [Diana 104]), y entre quienes abandonaron a sus hijos para continuar la lucha. Aunque la trama discursiva de las organizaciones planteaba que las obligaciones con los hijos debían ser enfrentadas por la pareja, subyacía implícitamente que la maternidad y la lactancia eran deberes de las mujeres. Ello llevaba a plantearles a éstas obligaciones especiales que las relevaban parcialmente de sus obligaciones militantes, asumiendo en todo caso que la maternidad debe subordinarse al proyecto de la revolución, lo cual terminaba traduciéndose en una división sexual de la militancia. Desde otra perspectiva, otro problema era el desdoblamiento entre la militancia, en especial durante la clandestinidad, y la vida familiar con los hijos. En algunos casos, se dejaba a los hijos con parientes o amigos, lo cual significa repetidos desgarramientos. En el caso chileno, cuando se planteó la Operación Retorno, se ofreció a las mujeres militantes dejar a sus hijos en Cuba, paradójicamente a cargo de “padres sociales” que eran fundamentalmente mujeres, militantes que decidieron no regresar. Escribe Tamara Vidaurrázaga: Cristina sintió incomprensión por parte de los jerarcas cubanos y de la dirección del MIR cuando ella planteó el problema de dejar a su pequeño para regresar clandestinamente a. ■ 90.

(11) Gilda Waldman M.. Voces vivas de la militancia femenina en los 60’ y 70’:…. Chile, actitud que ella explica como resultado de que los altos mandos miristas, mayoritariamente hombres, dejaron a sus hijos con sus madres, evidenciando el sexismo que operaba al interior de una orgánica concebida para hombres. (Vidaurrázaga 349) En todo caso, las tres mujeres que le narran su historia de vida militante refieren que “hasta hoy …dejar a los/as hijos/as fue la decisión más difícil que han tomado en sus vidas, y los relatos evidencian dolores que no se han resuelto completamente, a pesar de las explicaciones racionales respecto de la opción tomada” (Vidaurrázaga 35). A tres décadas de distancia, ¿quiénes son hoy las mujeres que relataron su experiencia en los textos analizados? Dedicadas a la docencia, la asistencia social, los derechos humanos o el feminismo, etc., hablan desde un presente totalmente ajeno a la experiencia militante que marcó sus vidas. Su memoria se despliega desde un presente de incertidumbre sobre una militancia que estuvo marcada por las certezas y la confianza en el futuro. Dan su testimonio desde la pérdida de una experiencia vital que las marcó de por vida. “Es muy difícil volver a vivir cuando todo lo que amaste ya no existe”, señala Teresa Meschiatt. (Diana 53) y Mercedes se pregunta: “¿[a] quién le voy a pedir que me devuelvan mi historia”? (Diana 124). Supervivientes, es decir, “figuras que contienen un plus de vida que lo hace permanecer después de la catástrofe para poder contar lo que ocurrió” (Domínguez 288) una situación que las convierten en sospechosas o incómodas- (“¿[q]ué se puede hacer con una persona que sigue pensando que yo estoy viva porque negocié la vida de mi compañero?”, [Diana53]), dicha supervivencia (usualmente azarosa) lo es en relación a quienes fueron desaparecidos sin dejar rastro o asesinados, lo cual representa una fractura vital que atraviesa todas las dimensiones de su subjetividad. La memoria congelada de los nombres, rostros y voces de los detenidos-desparecidos o asesinados continúa siendo, para las supervivientes, un vacío, una sombra oscura. Han debido pasar por un proceso de reconstrucción identitaria y de reconstitución del espesor de la subjetividad de quien fuera sometido a situaciones límite: la clandestinidad, la experiencia de estar desaparecidas, la cárcel, la tortura, la convivencia con otros prisioneros de cuyos rastros no quedó huella, el exilio, y en muchos casos, el regreso a un país que ya no era el mismo. “[d]e la experiencia de militante revolucionario no se sale sino franqueando una crisis” (Ollier 69). Han sobrevivido re-creando la trama experiencial de la identidad a través de dispositivos instalados en la interioridad más subterránea para proceder a someter con eficacia el avasallamiento que implicaron las instancias punitivas que podían condenar incluso a la muerte. Reconstruir su identidad implicó re-crear un campo de fuerzas de tal intensidad que le permitiera a su subjetividad entrar en relación consigo misma, renovando el contacto entre cuerpo y mente y haciendo contacto con su propia historia, recurriendo a la fuerza de la memoria, configurando de nueva cuenta una subjetividad que ha debido sobreponerse a la derrota y a los padecimientos, y sobreponiéndose a la desarticulación personal que significó el fin de la militancia (Ollier, 2009). En los casos de los cuerpos lastimados, éstos continúan moldeando la subjetividad. Por otra parte, si el silencio fue para ellas una forma de supervivencia o un mecanismo de defensa pues no existían palabras para. 91 ■.

(12) Taller de Letras N° 48: 81-93, 2011. nombrar el dolor, los sufrimientos, las penas, las rabias, la impotencia o las culpas, hoy están dispuestos a recordar lo que en el pasado silenciaban, voluntaria o involuntariamente. Bucear en sus mundos subjetivos es, todavía hoy, un esfuerzo por horadar un hermetismo que invade el relato desde una memoria que habla desde las grietas, el dolor, la desmitificación, la fragilidad y la derrota. En resumen: desde el desgarramiento de una subjetividad que, sin embargo, se ha reconstruido.. Obras citadas Alcoba, Laura. La casa de los conejos. B. Aires: Edhasa, 2008. Arfuch, Leonor. Crítica cultural entre política y poética. México: FCE, 2007. Benedetti, Mario. Poemas de otro. B. Aires: Alfa Argentina, 1974. Castillo, Carmen. Un día de octubre en Santiago. México: Ediciones Era, 1982. Castillo, Carmen y Echeverría, Mónica. Santiago-París. El vuelo de la memoria. Santiago: LOM, 2002. Ciriza, Alejandra y Rodríguez, Eva. Militancia, política y subjetividad. La moral del PRT/ERP, Políticas de la memoria número 5, Anuario de Investigación del CeDInCI, B. Aires, Diciembre 2004-2005. Diana, Marta. Mujeres guerrilleras. Buenos Aires: Planeta, 1996. Domínguez, Nora. “Presencias póstumas: escrituras del tiempo, tiempos de escritura”. Rodríguez Ileana y Szurmuk Mónica, Memoria y ciudadanía. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2008. Hecker, Liliana. El fin de la historia. Buenos Aires: Suma de Letras, 1996. Huyssen, Andreas. En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización. México, FCE, 2002. Jelin, Elizabeth. Los trabajos de la memoria. España: Siglo XXI editores, 2001. Lechner, Norbert. Las sombras del mañana. La dimensión subjetiva de la política. Santiago: LOM ediciones, 2002. Longoni, Ana. Traiciones. La figura del traidor en los relatos acerca de los sobrevivientes de la represión. B. Aires: Grupo Editorial Norma, 2007. Muñoz, Luis. Being Luis. A chilean Life. University of Exeter Campus, Impress Books, 2005. Ollier, María Matilde. La creencia y la pasión. Privado, público y político en la izquierda revolucionaria. B. Aires: Ariel, 1998. . De la revolución a la democracia. Cambios privados, públicos y políticos de la izquierda argentina. B. Aires: Siglo XXI editores, 2009. Palieraki, Eugenia. “La opción por las armas. Nueva izquierda revolucionaria y violencia política en Chile (1965-197)”. Polis. Revista de la Universidad Bolivariana: Santiago de Chile, Número 19, 2008. Rayas Velasco, Lucía. Armadas. Un análisis de género desde el cuerpo de las mujeres combatientes. México: El Colegio de México, 2009. Rivas, Patricio. Chile, un largo Septiembre. México-Santiago: Ediciones ERA/ LOM Ediciones, 2006. Rodríguez, Ileana y Szurmuk, Mónica. Memoria y ciudadanía. Santiago: Editorial Cuarto Propio, 2008. Saidon, Gabriela. La Montonera. Biografía de Norma Arrostito. Sudamericana: Buenos Aires, 2005. Varias autoras. Ese infierno. Conversaciones de cinco mujeres sobrevivientes de la ESMA, B. Aires: Altamira, 2006.. ■ 92.

(13) Gilda Waldman M.. Voces vivas de la militancia femenina en los 60’ y 70’:…. Vezetti, Hugo. Sobre la violencia revolucionaria. Memorias y olvidos. B. Aires: Siglo XXI editores, 2009. Vidaurrázaga, Tamar. Mujeres en rojo y negro. Reconstrucción de la memoria de tres mujeres miristas. 1971-1990. Concepción: Escaparate editores, 2006). Zalaquett, Cherie. Chilenas en armas. Testimonios e historia de mujeres militares y guerrilleras subversivas”. Santiago: Catalonia, 2009.. 93 ■.

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