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Ignacio Campoy (ed.): Una discusión sobre la universalidad de los derechos humanos y la inmigración, Dykinson /Universidad Carlos III, Madrid, 2006, págs. 129-151.
DERECHOS DE CIUDADANÍA Y ESTRATIFICACIÓN CÍVICA EN SOCIEDADES DE INMIGRACIÓN
Ana María López Sala Departamento de Sociología
Universidad de La Laguna
Desde la década de los ochenta hemos asistido en Europa a una diversificación de los flujos migratorios de entrada. Los Estados nacionales, que pese a la creciente harmonización europea permanecen como los agentes fundamentales de la construcción de la política de inmigración, han tratado de responder ante estos flujos a través de la regulación normativa, la creación institucional y el desvío de recursos.
En los países de mayor tradición receptora las migraciones laborales se han acompañado de la llegada de solicitantes de asilo y de familiares de extranjeros establecidos. También se han acentuado los flujos de mujeres y de profesionales y técnicos. El férreo control fronterizo e interno ha avivado las entradas clandestinas e intensificado la irregularidad sobrevenida. Las políticas de reclutamiento activo del pasado han sido reemplazadas por las medidas de control y el incremento de las acciones dirigidas a la integración y la inclusión cívica de los extranjeros residentes.
El panorama del continente europeo como sistema migratorio en las últimas décadas del siglo XX ha cambiado también enormemente como consecuencia de la transición migratoria del sur. Italia, Grecia, Portugal y España se incorporan recientemente a este polo receptor tras décadas nutriendo la emigración americana y europea. Su tránsito migratorio se ha producido en el contexto de la incipiente, pero decidida construcción de una política común. Su condición de frontera sur de Europa, la baja regulación de sus mercados de trabajo, la incorporación masiva de las mujeres jóvenes al mercado laboral y una política de
inmigración inexperta han marcado durante tres décadas el paisaje de las migraciones en esta parte del continente. El énfasis en el control, las necesidades de mano de obra en la economía informal y la debilidad de sus Estados del bienestar han condicionado la elaboración de las políticas de integración y, sobre todo, han engordado los índices de irregularidad y la discrecionalidad en la concesión de derechos.
Las políticas construyen categorías de extranjeros. Por ello el resultado de todos estos procesos y de la progresiva complejidad de las políticas migratorias y de extranjería ha sido una multiplicación de los estatus de los inmigrantes en los países receptores. Esta diversidad debe ser tomada en consideración a la hora de realizar un análisis de los dilemas y de los desajustes que plantea la inmigración en la atribución y disfrute de derechos ciudadanos, así como en el significado y la regulación de la ciudadanía como mecanismo de pertenencia a un Estado.
Cualquier diagnóstico debe huir, por tanto, de la visión de los inmigrantes como un colectivo monolítico y unívoco en cuanto sujetos de derechos.
Diversos factores han alimentado la entrada de “los derechos” en la palestra política de los países occidentales. Entre ellos cabe destacar la consolidación en la segunda mitad del siglo XX de los instrumentos de los derechos humanos, el marco supranacional de la legislación europea, la progresiva atribución por parte de los Estados de instalación de derechos a los inmigrantes establecidos y la aparición de reclamaciones identitarias que amplían el entendimiento ortodoxo de la ciudadanía democrática, a través, entre otros, de derechos colectivos, de especial representación o derechos religiosos. El resultado ha sido el desarrollo de un rico debate en la sociología de las migraciones en torno a los dilemas y efectos que la inmigración y la presencia de minorías étnicas suscita en los derechos de corte liberal. Este debate, en la era de la inmigración (Castles y Miller: 1992) y de los derechos (Bobbio: 1996), tiene, como veremos, ramificaciones de gran calado en la teoría social sobre la ciudadanía1.
1 El interés de la Sociología por los derechos de corte liberal es muy reciente, a pesar de que la idea de ciudadanía ha recibido una enorme atención en la literatura de la última década. Como ha señalado Turner, no existe en esta disciplina una teoría social sobre los derechos. Por añadidura “ el escepticismo que encontramos en la literatura clásica respecto a la idea de los derechos naturales y los derechos humanos ha ocasionado que la sociología de la ciudadanía actúe como sustitutivo” (Turner, B: 2003, 348)
El propósito de este artículo es realizar un somero análisis del estatus anómalo y de la membrecía parcial de los inmigrantes en las sociedades de acogida a partir de las formas que adopta la atribución de derechos desde la esfera estatal e internacional. La variedad de los estatus legales y de rangos que se derivan de esta asignación y que segmenta internamente al colectivo deviene en una estratificación cívica de los inmigrantes y, por extensión, en un cuestionamiento del entendimiento “clásico” de la ciudadanía. En el caso español esta estratificación es el resultado de una política migratoria centrada en el control fronterizo que sólo recientemente ha adoptado el objetivo de la integración y que ha incorporado paulatinamente tonos selectivos en términos de la procedencia nacional.
1. La pertenencia parcial y múltiple de los inmigrantes: ¿hacia un tipo de ciudadanía posmarshalliana?
Los análisis sobre los flujos internacionales de población tendían a explicar las migraciones a partir de criterios económicos y geográficos, obviando el papel que la acción del Estado –en especial los procesos de construcción (y destrucción) nacional y de expansión territorial- tiene en los movimientos de personas. Sin embargo, el monopolio por parte del Estado de los “medios legítimos de movimiento”2 y, en especial, los cambios que la movilidad territorial genera en la condición jurídica de los desplazados ha generado recientemente un cambio de enfoque a la hora de abordar las migraciones internacionales (véase López Sala:
2002a).
Las migraciones internacionales son procesos intrínsecamente políticos.
Esta condición emerge de la organización del mundo en Estados nacionales soberanos mutuamente excluyentes. Los procesos migratorios implican, por definición, la transferencia de una persona de la jurisdicción de un Estado a la de otro y, en muchos casos, un cambio definitivo o transitorio en la pertenencia a una comunidad social y política nacional. Las políticas migratorias, por tanto, no sólo incluyen la regulación de las entradas y las salidas, es decir, el movimiento a través de las fronteras estatales, sino también las reglas que gobiernan la
2 Véase Torpey, J (2000): The Invention of the Passport: Surveillance, Citizenship and the State. Cambridge. Cambridge University Press.
adquisición, el mantenimiento y la pérdida o renuncia voluntaria de la pertenencia en la esfera política, social económica y cultural (véase Zolberg: 1999).
Sin embargo, el establecimiento en un nuevo país y, por tanto, el sometimiento normativo a la condición de extranjero se disfruta simultáneamente a la condición de nacional del país de origen. Tradicionalmente la teoría política y social ha trabajado con un modelo de sociedades cerradas, enfoques territoriales limitados al Estado y lealtades exclusivas de los ciudadanos. El estatus político de los extranjeros en las sociedades receptoras, particularmente las europeas, se opone a este entendimiento no sólo por su inclusión en la esfera de los derechos ciudadanos, tradicionalmente otorgados en exclusiva a los miembros del demos, sino por los derechos efectivos de los que son titulares como sujetos de la jurisprudencia internacional. La combinación de estatus y afiliaciones internas y externas sugiere, en definitiva, formas de pertenencia superpuestas o solapadas en comunidades políticas abiertas.3
En conclusión, los movimientos migratorios parecen haber minado los modelos de diferenciación basados en la pertenencia a un Estado. Cuando se manifiesta este tipo de territorialidad excluyente, y limitada como han puesto de manifiesto recientemente los análisis sobre el nacionalismo metodológico, frente a la movilidad de la población y de los derechos se pone en evidencia la tensión entre varias esferas tradicionalmente imbricadas -territorio, derechos, identidad cultural- y el desacoplamiento entre la ciudadanía formal y sustantiva.
La ortodoxia liberal de posguerra codificada en el trabajo de T.H Marshall concibió la ciudadanía como un proceso interno4 e histórico de inclusión, de obtención progresiva de derechos, concedidos equitativamente a sectores cada vez más amplios de la población, al margen de sus características individuales5
3 Todas aquellas comunidades políticas que admiten formas de incorporación de miembros externos. Se trata, en definitiva, de comunidades políticas móviles por salida o entrada. Este tipo de solapamiento ha sido considerado propio del transnacionalismo político (véase Bauböck, R: 2003, Glick Schiller y Fouron: 2001).
4 El análisis de Marshall aborda la cuestión de la ciudadanía en el interior del territorio nacional.
Su potencialidad como modelo de referencia es mucho más débil si hablamos de una pertenencia “más allá del Estado-nacional ”como han planteado diversos autores (véase Crowley, J: 1998, Anthias y Yuval Davis: 1992 y Wimmer, A y Glick Schiller, N: 2003 )
5 Algunos autores, como Bottomore, han percibido los derechos humanos como el síntoma de la entrada en una cuarta fase de ese proceso paulatino de inclusión enunciado por Marshall (Bottomore y Marshall: 1998)
(Kymlicka y Norman: 1994 y 2001; Colom: 1998). El análisis marshalliano concibió la ciudadanía desde dentro, es decir, en referencia a los derechos y obligaciones que comportan el estatus, obviando la cuestión de los derechos de los no- ciudadanos y la real o potencial diversidad cultural existente en el seno del Estado.
Sin embargo, la inmigración es un fenómeno social que pone en evidencia que el universalismo ciudadano marshalliano no es hoy plausible. Los flujos migratorios revelan una nueva generación de modelos de ciudadanía posmarshalliana, una ciudadanía polivalente, que incorpora tanto nuevas formas de pertenencia como estatus legales e identitarios excluyentes, a la par que formas más inclusionistas en cuanto a los derechos y prácticas más exclusionistas de identidad (Joppke: 1999b, Soysal: 2000). Como ha mantenido Joppke en un artículo reciente, la ciudadanía sufre simultáneamente dos procesos contradictorios, pero compatibles: un proceso de “des-etnicización” desde la perspectiva de los países receptores en donde la tendencia se dirige hacia una progresiva inclusión basada en la residencia y el nacimiento en el territorio más que en la filiación y, desde la acción de los países emisores, un proceso de “re- etnicización”6, en el sentido de la promoción de los vínculos y las afiliaciones con los nacionales y sus descendientes establecidos definitivamente en el extranjero (véase Joppke: 2003). La ciudadanía en el contexto de los procesos de globalización y de transnacionalismo fluye, en definitiva, entre la versión marshalliana de los derechos y la posición weberiana de estatus o cierre (Brubaker: 1992), entre el entendimiento étnico y cívico de la nación y la membrecía nacional, postnacional y transnacional (Bauböck: 2002).
El estatus de pertenencia de los inmigrantes ha sido definida por Brubaker como un estatus políticamente anómalo. Esta afirmación se basa en su construcción teórica de la ciudadanía moderna como una categoría igualitaria, nacional, democrática, única y socialmente consecuente. “Este esquema se corresponde en ciertos aspectos con la distinción de Marshall entre los componentes cívicos, políticos y sociales de la misma. La norma de una ciudadanía igualitaria se corresponde con el elemento civil, la ciudadanía democrática con el elemento político y la característica socialmente consecuente con el elemento social de su esquema. Este solapamiento sustantivo es sólo
6 De-ethnicization y re-ethnicization en el original inglés.
parcial. En el esquema de Marshall nada se corresponde con los caracteres nacionales y únicos de la pertenencia” (Brubaker, 1990, 399) precisamente porque realiza un análisis que da por supuesta la membrecía. Sin embargo, son estos dos aspectos los que se han visto más sometidos a tensión como consecuencia de los flujos migratorios internacionales.
La ciudadanía es una categoría que en su acepción tradicional descarta gradaciones internas sobre el principio de igualdad entre todos aquellos que la disfrutan y que son portadores de los derechos y deberes que esta asigna, de ahí el rechazo liberal ante la asignación de derechos diferenciados y colectivos. Las formas de pertenencia parcial de los inmigrantes residentes y de los extranjeros insertos en el mercado de trabajo formal de los países receptores ponen de manifiesto que la pertenencia es una categoría más inclusiva que la ciudadanía formal. La proliferación de un estatus de pertenencia múltiple, que incorpora afiliaciones identitarias y políticas de los inmigrantes simultáneamente en el país de origen y de destino se opone al principio de pertenencia exclusiva o única. Los extranjeros permanecen sometidos a la jurisdicción de sus países de origen mientras mantienen la nacionalidad, lo que incluye el cumplimiento de obligaciones –fiscales y militares- y el disfrute de ciertos derechos entre los que destaca el derecho al sufragio, el retorno, el mantenimiento de la nacionalidad originaria al menos en la primera generación y la protección diplomática en caso de conflicto.
Una buena parte de los países de emigración mantienen políticas específicas dirigidas a sus comunidades en el extranjero que incluyen tanto medidas de protección social como de reproducción cultural y lingüística.
La acción colectiva y política de las asociaciones de inmigrantes traspasa, asimismo, las fronteras de los Estados. Como sostiene Vertovec el gran reto de la teoría política es ir más allá de las aproximaciones centradas en lo nacional e incorporar en sus modelos explicativos las comunidades políticas y los sistemas de derechos que emergen en niveles de gobierno subnacionales y supranacionales (Vertovec: 1999a y 1999b). Las comunidades establecidas en el extranjero pueden ser un instrumento de los intereses económicos y públicos de los Estados de origen, así como una vía de la voz política en el caso de regímenes autoritarios. La influencia sobre la dinámica política del país de origen se ejerce no sólo a través
del voto, sino de la asistencia económica de los que quedan en el país – remesas y obras benéficas- y el ejercicio de formas de presión diversas7.
La ciudadanía externa se combina con el disfrute de derechos atribuidos por los países de acogida. Los derechos sociales y económicos vinculados a la inserción laboral y la cotización en los sistemas públicos de la seguridad social se han ampliado paulatinamente en las tres últimas décadas del siglo XX a través del reconocimiento parcial de derechos cívicos y políticos a los residentes:
reconocimiento de la libertad de asociación, reunión y manifestación, así como, en el caso de algunos países, del derecho al voto en las elecciones locales y regionales – lo que en algunos casos desemboca en un doble derecho efectivo al sufragio. Sin embargo, aún en el caso de que el sufragio no sea formalmente reconocido existen en el seno de los países de recepción múltiples formas de actividad política entre los inmigrantes, como la participación formal en organizaciones sindicales, vecinales y de consumidores o en los consejos consultivos en materia de política de inmigración y minorías étnicas.
Las identidades y afiliaciones híbridas se extienden, asimismo, a la esfera de la nacionalidad. Tradicionalmente los Estados nacionales y el derecho internacional han evitado a través de la legislación el disfrute de la nacionalidad múltiple8. En la práctica, sin embargo, los regímenes de atribución han dotado a muchas personas de una doble ciudadanía, como en el caso de los descendientes de matrimonios mixtos, prefiriendo los Estados ignorar ese segundo pasaporte.
Las legislaciones de nacionalidad se han dotado también de mecanismos de activación o desactivación de la ciudadanía múltiple a través de la residencia. En otras tradiciones jurídicas sí se ha permitido la doble nacionalidad como una forma de reconocimiento de fuertes lazos históricos. Así se observa, por ejemplo, en la legislación española que a través de acuerdos bilaterales y de la Constitución (artículo 11.3) ha concedido este derecho a ciudadanos originarios de países latinoamericanos. Sin embargo, en años recientes se ha observado un incremento en el reconocimiento de la doble nacionalidad tanto en los países de origen como en los lugares de destino de flujos, aunque el proceso es paulatino y no es de
7 Puede pensarse, entre muchos ejemplos, en la labor de denuncia del régimen castrista de los cubanos establecidos en EEUU y Europa, en la diáspora palestina o en las reclamaciones de las comunidades kurdas frente a la acción de los gobiernos de Turquía e Irak.
8 Véase por ejemplo el Convenio sobre reducción de casos de doble nacionalidad de 1963.
descartar que se produzca una involución en la tendencia. Otros países simplemente han ignorado las dobles afiliaciones. En Europa, algunos Estados como Holanda en los noventa consideraron la doble nacionalidad como una vía adicional de las acciones de integración. La incorporación a la comunidad política a través de la nacionalidad, sin la renuncia explícita a la nacionalidad anterior ha sido, en consecuencia, un mecanismo de reconocimiento formal de esa doble adhesión de muchos inmigrantes.
La situación es más ambigua en el caso de los países emisores. La mayor parte de los Estados han propiciado el mantenimiento y la transmisión intergeneracional de la ciudadanía a los descendientes de nacionales originarios a través de la aplicación del principio del ius sanguinis. El mantenimiento de los lazos con el país de origen ha supuesto ciertas ventajas económicas, entre ellas, el envío de remesas o la promoción de la inversión económica y el disfrute del capital humano formado en el exterior. Sin embargo, se muestran más reticentes ante la posibilidad de que los descendientes de inmigrantes que mantienen la nacionalidad de sus padres disfruten de derechos políticos no condicionados, en especial, el derecho a presentarse a elección, restringido en una buena parte de los casos.
2. Derechos humanos, derechos postnacionales
Por añadidura, en la segunda mitad del siglo XX se han multiplicado los instrumentos y la doctrina internacional y supranacional dirigida a asegurar unos umbrales de protección para los inmigrantes, los refugiados y sus familias. Esta doctrina que ha sido percibida como una fuente de devaluación de la autonomía nacional - a pesar de que se hace efectiva en el interior de los Estados y deber ser ratificada- ha activado un fructífero debate. Frente a las posiciones que enfatizan la continuidad del poder del Estado a través de las políticas migratorias otras posturas consideran la inmigración y los derechos de los que disfrutan los inmigrantes en las sociedades receptoras como la manifestación de un nuevo globalismo cosmopolita (Joppke: 1999a, Morris: 2001, von Bredow: 1998).
El origen del debate se encuentra en buena medida en la obra Limits of Citizenship de Yasemin Soysal. Esta autora rechaza la hipótesis culturalista de
acuerdo con la cuál la cultura de los inmigrantes puede predecir su grado de adaptación a la nueva sociedad. Su tesis central es que la experiencia inmigrante muestra que la ciudadanía nacional ha sido sustituida gradualmente por un modelo más universal de membrecía menos basado en consideraciones territoriales que en la noción de derechos del individuo. Soysal identifica el origen de este nuevo paradigma en el discurso de los derechos humanos. De acuerdo con su modelo, los derechos humanos universales sustituyen a los derechos nacionales y el individuo transciende al ciudadano. En definitiva, señala la aparición de una nueva tipografía de la membrecía, la pertenencia postnacional, en donde los derechos se localizan fuera del Estado-nación y la ciudadanía nacional se vuelve superflua (Soysal: 1994, 2000). En esta interpretación, se presenta una ampliación de los derechos de los inmigrantes a partir de los regímenes internacionales (Sassen:
2001, Jacobson: 1996)9.
Otros autores han mantenido que en las sociedades de hoy el discurso de los derechos humanos no se haya confinado al derecho internacional, sino que ha entrado en los sistemas legales nacionales como consecuencia del pluralismo legal, solapando y penetrando los sistemas jurídicos (Delanty: 2000). Por añadidura, David Martin ha postulado la tesis de que el derecho internacional ha condicionado las políticas de inmigración de los países receptores a través de la
"invocación efectiva de varias formas de soft law en los foros políticos nacionales e internacionales". Este autor defiende muy contundentemente que el aumento de la influencia del derecho internacional en la construcción de las políticas de inmigración nacionales es el resultado accidental e irónico de décadas de hipocresía gubernamental. Considera que los acuerdos internacionales fueron adoptados por los Estados con la creencia de que no serían tomados seriamente o que, al menos, no se demandaría el respeto literal de tales declaraciones. Pero desde los años setenta la ley internacional ha sido cada vez más utilizada en las reivindicaciones de los inmigrantes instalados en las sociedades de acogida y ha
9 Por ello “en contraste con el discurso de la ciudadanía, los derechos humanos aparecen como más universales -porque son articulados por muchas naciones a través de las Declaraciones de las Naciones Unidas- más contemporáneos -porque no se vinculan al Estado nacional- y más progresistas -porque no aluden a la gestión del demos por parte del Estado {...}
Así podemos considerar la solidaridad de los derechos humanos como un estadio histórico posterior al propio de la solidaridad ciudadana” (Turner: 2003, 355).
llegado a convertirse en un efectivo instrumento político que ha restringido, en su opinión, el poder soberano de los Estados.
Parece indiscutible el desarrollo de los instrumentos internacionales de protección de los inmigrantes desde la Declaración Universal de 194810. La protección que emana del derecho internacional se extiende a todos los individuos a pesar de que, como en el caso de los inmigrantes irregulares, hayan violado las condiciones de la entrada y/o la residencia de los Estados de acogida. Sin embargo, el impacto real de estos instrumentos no es tan efectivo como pudiera parecer a priori ya que no sólo dependen de la ratificación de los Estados, sino que su activación se ve socavada por las políticas migratorias de los países receptores.
La tensión aparece especialmente en algunas esferas: en el tratamiento de los inmigrantes irregulares en el interior del territorio, en las fronteras nacionales y en las aguas territoriales (en especial aeropuertos, puertos y costas), en el deber de auxilio (como en el caso de los naufragios de pateras), en los procedimientos vinculados al régimen sancionador (expulsiones, detenciones, devoluciones, centros de internamiento, protección legal en frontera, etc.), en la gestión de los flujos de solicitantes de asilo y en la concesión de la condición de refugiado, en las medidas dirigidas a los menores irregulares no acompañados, en el derecho a disfrutar de una vida familiar y en las condiciones y los derechos derivados de inserción en el mercado de trabajo. El disfrute de los derechos universales por parte de los inmigrantes se encuentra limitado, en definitiva, por el enfrentamiento entre el principio de protección y el de control, así como por la indivisibilidad de los derechos frente a los regímenes contemporáneos de protección.
Aunque el discurso y la doctrina de los derechos humanos ha supuesto una forma de legitimación moral de ciertas demandas y reclamaciones lo cierto es que se mantiene la fragilidad, la vulnerabilidad de los inmigrantes como sujetos de derechos humanos. Síntoma de esta vulnerabilidad es la creación en la segunda mitad de los noventa de un grupo de expertos sobre Inmigración y Derechos
10 Entre otros y por nombrar los más importantes el Pacto Internacional sobre Derechos Políticos y Civiles (ICCPR) y el Pacto Internacional sobre Derechos Sociales, Económicos y Culturales (ICESCR), ambos de 1966; la Convención Internacional para la Protección de los Derechos Laborales de los Inmigrantes y de sus Familias de las Naciones Unidas de 1990; las convecciones de la OIT de 1949 y 1975 sobre Promoción de la Igualdad de Oportunidades de los Trabajadores Inmigrantes y las del Consejo de Europa sobre Asistencia Social y Médica (1953) y sobre el Estatuto Jurídico del Trabajador Inmigrante (1972) (véase Mattila: 2000 y Taran: 2000)
Humanos en el seno de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. El trabajo de esta comisión consistió en la identificación de diversos obstáculos institucionales, económicos y sociales que permitieran hacer efectiva la protección y en la propuesta de un catálogo de recomendaciones. Este grupo concibió la vulnerabilidad de los inmigrantes como una violación de sus derechos humanos por parte del país de recepción, lo que en el derecho internacional es considerado objeto de intervención.
Las conclusiones de este informe coinciden en señalar la debilidad de la aplicación efectiva de los derechos humanos y, por tanto, la debilidad del modelo de pertenencia postnacional. Entre los obstáculos institucionales se destaca que la mayor parte de los acuerdos han sido ratificados por los países de emigración no por los países receptores y que, aunque numerosos Estados han incorporado oficialmente los derechos humanos en sus legislaciones, han restringido su aplicación a los nacionales.
Este grupo de trabajo identificó además tres grupos de inmigrantes particularmente frágiles: a) las mujeres y los niños especialmente sensibles a sufrir diversas formas de explotación laboral y sexual, b) los trabajadores domésticos que debido a su aislamiento y a la pobre regulación de este sector se ven sometidos a condiciones de trabajo particularmente duras y c) los trabajadores agrícolas y temporales que al igual que en el caso de los anteriores sufren condiciones de trabajo especialmente precarias y un alto grado de aislamiento (véase Mattila: 2000).
La conclusión personal, un tanto descorazonadora, del portavoz de este grupo de especialistas es que la violación de los derechos humanos en el caso de los inmigrantes y, en especial de los inmigrantes irregulares –aunque no sólo- no es el resultado de los estándares establecidos por el derecho internacional, sino de la falta de voluntad política de los Estados de recepción. En sus propias palabras
“si el principio del reconocimiento de los derechos humanos se aplica a los prisioneros de guerra y a los criminales más sangrientos no hay razón para privar, por ejemplo, a los inmigrantes irregulares de estos derechos a partir de la premisa de que la entrada y la estancia en el país de destino ha supuesto una violación de las leyes nacionales”(véase Bustamante: 2002).
La contradicción entre el principio universal del derecho a la vida familiar frente a las constricciones de las legislaciones nacionales son de una gran significación. La aplicación de este principio reconocido en las convenciones internacionales y en muchas Constituciones ha sido interpretada en los países receptores de forma restrictiva a través de una definición rígida de la estructura familiar (familias nucleares, descendientes menores de edad sin recursos, ascendientes dependientes, etc.) y el establecimiento de condiciones de elegibilidad para poder ejercer ese derecho (tipo de permiso, disponibilidad de recursos económicos, equipamiento del hogar, etc.). En otros casos este fue o es un derecho no contemplado o seriamente limitado, como en los nuevos países asiáticos de inmigración, o la falta de una regulación específica lo sometía a la más absoluta discrecionalidad. Así fue en una buena parte de los países del norte del Mediterráneo a principios de la década de los noventa. La evolución de la política migratoria en los países de Europa indica un incremento de la regulación y, en muchos casos, de las condiciones exigidas.
Las obligaciones que emanan del derecho internacional hacia los refugiados como seres humanos necesitados de protección entran en conflicto con el interés nacional por restringir las llegadas. Por el momento este criterio no parece inspirar las políticas de refugio en Europa y Norteamérica que han seguido una tendencia crecientemente selectiva. La deriva restriccionista de las políticas, usando las palabras de Joaquín Arango, ha supuesto el mantenimiento de los principios de la Convención de Ginebra, pero también el establecimiento de trabas legales y administrativas para que este derecho pueda ser ejercido y el desarrollo de mecanismos de protección temporal que exigen el retorno una vez que el conflicto ha concluido.
La violación de los derechos humanos se vuelve más nítida en frontera, cuando las políticas restrictivas someten a los inmigrantes a la detección, el hacinamiento y la desprotección jurídica. Los debates sobre las políticas de control fronterizo han ignorado generalmente los costes humanos de la migración indocumentada. Sin embargo, el endurecimiento de las medidas de control ha terminado por afectar seriamente al derecho a la vida a través, en muchos casos
también, de la omisión de socorro, como sigue siendo evidente en las costas canarias, en el Estrecho o en la frontera entre Méjico y Estados Unidos11.
En definitiva, y sin pretensión de exhaustividad, el reconocimiento formal de los derechos humanos de los inmigrantes no se traduce en acción efectiva en el interior de los Estados de acogida. Aunque la violación de estos derechos es especialmente grave en el caso de los extranjeros en situación irregular también afecta a los extranjeros establecidos y regulares, en especial, a través del incumplimiento del derecho a la vida familiar y el racismo institucional. La protección derivada de la jurisprudencia internacional resulta más efectiva en el caso de los menores.
Aunque en esta materia los teóricos de la sociología se han limitado a ofrecer una descripción de la falta de protección en ciertos territorios y hacia ciertos colectivos ha surgido en otras disciplinas, como en la filosofía política y el derecho, una interesante línea de trabajo en torno al concepto de justicia. La posición de algunos teóricos que han pretendido incorporar el fenómeno de la inmigración internacional al diálogo entre Rawls, Habermas, Taylor, Walzer y Kymlicka, en especial Joseph Carens, es que los Estados están moralmente obligados a admitir a los refugiados que buscan asilo y a los familiares más cercanos (hijos y cónyuges, o similares) de los residentes permanentes. Es más, en opinión de este autor canadiense, los Estados están moralmente obligados a no discriminar a favor o en contra de los solicitantes sobre la base de criterios de elegibilidad, como la raza, la etnia o la orientación sexual (Carens: 1995, 2002).
Otros teóricos como Coleman y Harding consideran, por el contrario, que los Estados poseen la libertad de admitir o excluir a partir de un cierto entendimiento colectivo de la membrecía, excepto en el caso de familiares y refugiados. En mi opinión, lo más interesante de la aproximación de estos autores es su hincapié en señalar que el Estado estructura internamente al colectivo (incluso previamente al establecimiento) a través de la determinación de las condiciones de elegibilidad en el acceso a los bienes potenciales que provee.
3. Diversificación de estatus y estratificación cívica.
11 Véase Eschbach, K; Hagan, J; Rodríguez, N; Hernández León, R y Bailey, S (1999): “Death at the border” en Internacional Migration Review, vol 33, nº 2, pp 430-454.
En Europa el reconocimiento de derechos a los extranjeros adquiere un nuevo impulso a partir de la firma del Tratado de Amsterdam y las propuestas de la Comisión Europea relativas a los nacionales residentes de larga duración de terceros países. Es previsible que estas propuestas ahondarán a medio plazo las diferencias cada vez más abultadas entre los recién llegados y los inmigrantes irregulares y los residentes de larga duración que por lo general disponen de permisos de trabajo y residencia permanentes. Los análisis descriptivos y analíticos sobre la creciente complejidad de las formas de diferenciación y de estratificación de los inmigrantes en el interior de los países receptores han suministrado una importante munición de datos para cuestionar la teoría optimista de la existencia de una ciudadanía postnacional basada en derechos universales que parte del supuesto de los inmigrantes como un grupo homogéneo (Morris:
2000 y Kofman: 2002). Frente al escenario que dibuja esta teoría varios estudios recientes confirman que los regímenes nacionales que establecen los procedimientos de entrada, establecimiento e integración son los agentes más influyentes a la hora de la atribución de derechos (Guiraudon: 1998, Lavenex:
2001).
Una clasificación de los extranjeros en el interior del territorio debe partir de la conformación de categorías. Realizar un análisis de los derechos atribuidos a cada una de las categorías posibles resulta demasiado ambicioso para el propósito de este artículo. Llevaremos a cabo por el momento un análisis más modesto a partir, por un lado, de la distinción entre inmigrantes irregulares, regulares, residentes y naturalizados, por otro, entre refugiados, familiares e inmigrantes laborales y, finalmente, en alusión al caso europeo, entre nacionales de Estados miembros y residentes de larga duración, aunque, como es sabido, estas categorías son fluidas.
La atribución y concesión de derechos consolida, en un contexto de expansión de los tipos de regímenes de protección y de incremento de los tipos de estatus de los inmigrantes, un sistema de estratificación cívica (Lockwood: 1996).
Este enfoque supera el marco tradicional de la ciudadanía a la hora de considerar los tipos de pertenencia parcial y muestra cautela ante las reclamaciones basadas
en el discurso de los derechos humanos. El análisis de la distribución en estratos de la atribución de derechos proporciona indicios no sólo del grado y de las posibilidades de integración formal en la sociedad de acogida, sino que pone de relieve, como ha indicado Morris, la dimensión del control asociado a la concesión y el reparto de derechos” (Morris: 2000)12.
Lockwood define la estratificación cívica como las formas que adopta la estructura de oportunidades vitales y las identidades sociales que son resultado directo o indirecto de la institucionalización de la ciudadanía en condiciones de desigualdad social y económica. Este modelo, según su autor, permite incorporar a los modelos explicativos tradicionales las desigualdades derivadas de otras variables como la edad, el género o la etnia. Los cuatro tipos de estratificación que presenta a partir de la distinta capacidad de los ciudadanos para disfrutar y ejercer derechos, así como la motivación para la ampliación de derechos son: a) la exclusión cívica, b) el déficit cívico, c) la ganancia cívica y d) la expansión cívica (véase Lockwood: 1996). Morris introduce en su estudio de 2002 ciertas variaciones a esta construcción teórica con el intento de aplicar la teoría de Lockwood al caso de los extranjeros en Europa. Su propuesta introduce un sistema clasificatorio binario en el que distingue entre inclusión y exclusión cívica y entre expansión y contracción cívica.
Los procesos de inclusión y de exclusión cívica se articulan en Europa, en primer lugar, a través de una primera distinción entre nacionales de los Estados miembros y los extranjeros procedentes de terceros países. Los primeros se ven sometidos a un régimen especial, el denominado comunitario, en que se establece un estatus quasi-ciudadano que incorpora no sólo la libertad de establecimiento, sino el acceso al mercado de trabajo en las mismas condiciones que los nacionales13, derechos económicos y sociales, derechos familiares, derechos políticos en las elecciones locales e indirectamente un estatus de privilegio en el acceso a la ciudadanía por residencia al desarrollarse una regulación débil de la segunda. El resto de los extranjeros se ven sometidos a los derechos derivados de la normativa, la práctica administrativa y la política de extranjería en cada país.
12 Sobre el desarrollo de medidas de contención indirecta de los flujos a través del recorte de los sistemas de protección social y de los derechos atribuidos a los inmigrantes en situación irregular veáse Hammar: 1999 y Rubio: 1996.
13 Salvo en el caso de ciertos trabajos públicos o vinculados con la seguridad nacional.
Todos los países establecen distinciones importantes a la hora de la regulación del acceso al territorio. Como sabemos, el derecho a la inmigración y al establecimiento en un país del que no se es ciudadano es un derecho no reconocido en las convenciones internacionales. La exclusión se produce en primer lugar hacia ciertas categorías de extranjeros. Es frecuente que las leyes prohíban la entrada de personas que sufren enfermedades que puedan suponer un riesgo para la seguridad nacional, con antecedentes penales, así como personas sin recursos. El acceso al territorio viene determinado en parte por el propósito de la inmigración. La entrada se regula, entre otras formas, a partir de la definición de refugiado que adoptan los países de acogida o, por las necesidades “reconocidas”
del mercado de trabajo .
Lo observado a lo largo de la década de los noventa en el caso europeo ha sido no sólo una tendencia hacia un entendimiento más restrictivo de lo que es un refugiado14, sino por añadidura, una limitación creciente de los derechos de los que disfrutan15, tanto mientras esperan la resolución como una vez que han conseguido el estatuto. La sospecha de que todo solicitante de asilo y refugio es un inmigrante económico encubierto dificulta enormemente la obtención de este estatus aún en el caso de las personas que huyen de la persecución. El resultado ha sido, en esta categoría, una significativa contracción cívica, así como de las oportunidades de elegibilidad, instrumentos de disuasión afirman los responsables políticos para frenar la entrada a través de la vía del refugio.
Lo observado en el caso de los familiares es muy similar, especialmente en lo que se refiere a la elegibilidad. Por añadidura los derechos efectivos de los que disfrutan los reagrupados suelen depender de la condición legal del familiar establecido previamente lo que entraña una fragilidad añadida. La atribución de derechos es similar a la de su pariente excepto en el derecho a ejercer una
14 Así se observa en las modificaciones de las leyes sobre refugio y en el desarrollo del Acuerdo de Dublín que incorpora procedimientos como el de la admisión a trámite o la obligación de solicitar este estatus en un único país con el fin de evitar los refugiados en órbita.
15 Aunque la condición de refugiado implica la asignación de derechos sociales y económicos y, por lo general, promociona la adopción de la ciudadanía de los países de acogida, se han limitado seriamente las cuantías de las ayudas sociales. En ciertos casos se les ha sometido incluso a medidas que podemos calificar como coercitivas con el fin de terminar con su presunta dependencia de los regímenes sociales (distribución territorial, obligación de aceptar cualquier empleo que le sea ofertado, etc.).
actividad económica, por lo general seriamente restringido. El régimen familiar, en definitiva, se ha visto limitado en su dimensión externa y presenta ciertas dificultades de expansión y ganancia cívica, en especial el tránsito hacia un estatuto independiente16.
Los derechos otorgados a los inmigrantes laborales están vinculados a su estatus legal. Los temporeros gozan de derechos sociales y económicos dependientes de su contrato de trabajo y están obligados a retornar una vez que expiran sus permisos. En términos generales los extranjeros en situación regular disponen de la mayor parte de los derechos civiles, económicos y sociales. Estos derechos no son normalmente garantizados en las Constituciones, sino en las leyes de extranjería. Sin embargo, en ciertos países europeos se ha limitado, bajo ciertas condiciones, el ejercicio de derechos civiles básicos como el de la libertad de opinión, asociación, reunión y manifestación (Hammar, 1997). En la esfera laboral los inmigrantes regulares disfrutan de los mismos derechos que los trabajadores nacionales en cuanto a condiciones de trabajo, salarios o prestaciones por desempleo. Sin embargo, el desempeño de su actividad va a estar condicionada por las regulaciones que se especifican en el tipo de permiso de trabajo que poseen. Los permisos de este tipo son concedidos, en muchos casos, para el desempeño de una determinada actividad económica, en una zona del país. Así el Estado canaliza la mano de obra extranjera hacia ciertos sectores productivos y ciertas áreas del país de acogida, pero estos condicionamientos limitan seriamente la libertad de circulación, de elección de empleo y la actividad laboral del extranjero. La ganancia y expansión cívica sólo es posible, en definitiva, en condiciones de estabilidad laboral en el mercado de trabajo formal de los países receptores, lo que transforma al mercado en el agente determinante, aunque de forma indirecta, del acceso a derechos.
Los extranjeros que disfrutan de un permiso de residencia permanente, los denizens en la terminología de Hammar, gozan de plenos derechos civiles, sociales y económicos, pero salvo en ciertos casos, tienen vetado el más representativo de los derechos ciudadanos: el derecho a votar en las elecciones y a presentarse como candidato. Los extranjeros residentes suelen tener también
16 Sobre las reglas de transición de un estatus jurídico a otro veáse Hamar: 1990 y Bauböck : 1991
garantizado el derecho a una vida familiar. Además las disposiciones elaboradas por la Comisión Europea respecto a los residentes de larga duración puede suponer en fechas próximas la ampliación del abanico de derechos de los que disfrutan ya, llegando prácticamente a la equiparación con los nacionales. Se trata este, por tanto, de un proceso que culminaría en una ampliación cívica y en su localización en la cúspide del sistema de estratificación de los no ciudadanos (véase Kostakopoulou: 2002 y Givens y Luedtke: 2004).
A los inmigrantes irregulares no se les suelen conceder derechos y formalmente tienen muy limitado el acceso a los servicios sociales que proporciona el país de acogida. Sólo están amparados por la legislación internacional en materia de derechos humanos que establece una serie de derechos fundamentales para todos los individuos sin consideración de su nacionalidad -el principal criterio discriminador en la mayor parte de los acuerdos nacionales e internacionales. Ya hemos visto, sin embargo, la debilidad de esta cobertura. Su posición puede, sin embargo, calificarse de ambigua, ya que la mayor parte de las constituciones nacionales no establecen una clara distinción entre ciudadanos y extranjeros en el reconocimiento de derechos fundamentales como la educación o la sanidad. En la práctica, su presencia en el territorio puede permitirles no sólo conseguir permisos de trabajo, a través de los programas extraordinarios de regularización, sino disfrutar de hecho, aunque no siempre de derecho, de ciertas prestaciones sociales. Así, por ejemplo, parece asegurado el acceso al sistema educativo: en los países europeos la educación es obligatoria para todos los niños, incluidos los extranjeros y en esta esfera el estatus inmigratorio no es investigado.
La actitud de la mayor parte de los Estados receptores ha sido permitir que disfruten de las ventajas que proporciona el Estado del bienestar en materia educativa y sanitaria, evitando regulaciones y normas que impidan explícitamente su acceso. Han limitado, sin embargo, la obtención de las ayudas sociales derivadas de la realización de una actividad laboral -el seguro de desempleo, las pensiones no contributivas o las prestaciones por jubilación- y el acceso a otras áreas como el de la vivienda social. La posición de los extranjeros en los países de reciente inmigración como España, Portugal e Italia se ha caracterizado además por un suministro “informal” de prestaciones sociales al margen de las que realizan las agencias de la administración a través, en especial, de la sociedad civil. Por
ello el estatuto de los inmigrantes en situación irregular, los margizens siguiendo el concepto acuñado por Martiniello, es uno de claro déficit o de exclusión cívica lo que les lleva a situarse en la base del sistema.
Los extranjeros que se naturalizan o que son naturales por atribución son titulares de todos los derechos ciudadanos, incluidos, claro está, los derechos políticos. Su condición de minorías étnicas puede suponer en la práctica, sin embargo, cierta forma de déficit cívico.
Una vez realizado este somero análisis podemos concluir que los derechos civiles, sociales y económicos son garantizados generalmente a los inmigrantes como resultado de su incorporación al mercado de trabajo local y su participación en diferentes esferas de la vida social. La residencia continuada suele ser el factor clave en la secuencia de obtención de derechos: a mayor tiempo de establecimiento mayor será también el número de derechos de los que disfrutan en calidad de extranjeros. Sin embargo, existen situaciones que no encajan en este esquema, lo que ha llevado a algunos autores (véase Bauböck: 1991) a defender la idea de que la atribución de derechos está muchas veces basada en la ciudadanía nominal y no solamente en ser un residente. Esto llega a ser especialmente obvio en casos donde los derechos sociales son inmediatamente accesibles a los ciudadanos de un país particular (por ejemplo, los nacionales de países de la Unión Europea), mientras que personas de otro origen tienen que hacer frente a largos períodos de inserción laboral para su obtención.
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