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Las leyendas nacen cuando alguien hace lo que nunca antes se había hecho

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Academic year: 2021

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La

PUERTA

de los

DI SES

Las leyendas nacen cuando alguien hace lo que nunca antes se había hecho

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Primera edición: junio 2021 ISBN: 9798517488350

Sello: Kindle Direct Publishing, Amazon Media Todos los derechos reservados

Disponible en edición digital

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

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Para todos aquellos que, tengan la edad que tengan, mantienen vivos sus sueños.

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Observad todas las cosas que ocurren en el cielo, cómo las luminarias del cielo no cambian su ruta en la posición de sus luces y cómo todas nacen y se ponen, ordenadas cada una según su estación y no desobedecen su orden. Pero vosotros cambiáis sus tareas y no cumplís su palabra. Duros de corazón ¡No habrá paz para vosotros! Libro de Enoc

La vida de los muertos está en la memoria de los vivos. Cicerón

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Prólogo

En la noche de los tiempos, en una planicie pedregosa apta tan solo para pasto de cabras ––un lugar que más tarde los lugareños llamarían Ecbatana, “el lugar de la reunión”––, los ojos asombrados de un pastor vieron pasar a tres figuras encorvadas.

Las figuras se adentraron en el páramo bajo la luz de la luna llena.

Picado por la curiosidad, el pastor les siguió.

Eran tres hombres de edad muy avanzada, de largos cabellos y barbas blancas. Se colocaron alrededor de un roca grande como una mesa. Uno de ellos sacó, de una bolsa de cuero, una piedra preciosa del tamaño de una manzana y la depositó sobre la superficie.

Entonces los tres echaron la cabeza hacia atrás y empezaron a salmodiar una letanía.

La piedra preciosa se iluminó con una luz plateada que ascendía hacia el cielo como un rayo silencioso y rectilíneo. El pastor contuvo un respingo al ver que los ojos de los tres hombres se habían cubierto con un velo blanquecino.

La voz quebrada de uno de ellos rompió el silencio: ––Los Augures de los Antiguos lo vaticinaron. El segundo tomó entonces la palabra:

––Sus visiones se lo mostraron. Y el tercero prosiguió con voz potente: ––Nacerá, en una nueva era...

Alternándose en la palabra, como si de una obra de teatro se tratara, continuaron:

––...un séptimo hijo bajo el signo del Arquero. ––Él romperá el sello de los portales,

––cambiará el curso de las luminarias del cielo, ––y liberará a Ahriman, el castigo de Ormuzd, ––para que complete su camino en la tierra,

––y concluya la edad del sometimiento del hombre... Los tres unieron sus voces para declamar el último verso:

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––...¡a la tiranía del tiempo y de la muerte!

Terminada esta declaración profética, la luz de la piedra se apagó y el velo de sus ojos desapareció. Uno de ellos recogió la piedra y la guardó de nuevo en la bolsa de cuero, y se alejaron por el páramo con andar lento, sin decir una sola palabra más, seguidos por la mirada maravillada del pastor de cabras.

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Un lugar en el mundo

Aquella mudanza iba a agrandar la distancia, ya de por sí considerable, entre el antes y el después.

Luna, de pie en el umbral, contempló su habitación vacía. A través de la ventana veía un paisaje verde difuminado por una lluvia fina, y la luz del amanecer iluminaba su habitación, que ahora parecía desvalida sin su ropa en los armarios ni sus libros en las estanterías ni sus cosas distribuidas por todas partes.

En una de las paredes había una mancha oscura y rectangular: el hueco que había dejado una vieja fotografía de sus padres con ella cuando tendría unos dos años de edad. Y allí, en el suelo de madera, al lado de la ventana, estaban las tres marcas del trípode del telescopio, el regalo de su madre al cumplir los trece.

No se había dado cuenta de que estaban allí. Las marcas de su vida en la casa, los huecos de las cosas que ya no estaban.

¿Es que solo se aprecian las cosas cuando se pierden?, pensó.

Parecía una de esas jugarretas de la vida: te deja sentirte cómoda y a salvo hasta que un día se levanta, da un puñetazo sobre la mesa y deja muy claro quién manda.

También la ausencia de su madre había dejado una marca en ella, como las de la fotografía o el trípode.

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En los últimos meses papá y ella apenas la habían nombrado. Eran como dos planetas girando alrededor del agujero negro de una estrella consumida. No lo veían ni hablaban de él, pero percibían su fuerza gravitatoria.

El agujero negro la muerte de mamá.

El agujero negro era el que un año atrás había marcado el antes y el después.

––¡Luna, es la hora! ––la voz potente de su padre le llegó amortiguada a través de las paredes.

Y ahora aquello. Mudarse a Madrid había sido decisión de su padre, que creía que aquella ciudad sería el cambio que necesitaban para empezar de cero. A Luna no le parecía tan buena idea.

––Ya voy, papá.

Su padre le esperaba en la puerta de la vieja casa, recogiendo el último equipaje y preparado para salir. Tenía uno de esos rostros bonachones, como el de un bulldog, y una espesa mata de cabello castaño que Luna había heredado, aunque el de ella no era tan rizado, sino que descendía en ondulaciones, como las dunas de arena, decía su madre.

––¿Has visto mis gafas, hija?

Luna alargó la mano y las cogió de la cabeza de su padre, donde solía colocarlas para después olvidarlas.

––Toma ––dijo como si tal cosa.

––Oh, gracias. Vaya… otra vez ––murmuró él. Se puso las gafas y miró a su hija.

––Va a hacer mucho calor en Madrid, ¿no deberías ponerte algo más ligero?

Luna miró su ropa, una camiseta desgastada y unos vaqueros viejos.

––Esto está bien ––respondió.

Antes prestaba más atención a la ropa que se ponía. Antes también era más sociable.

Pero eso era antes del agujero negro.

Ahora prefería pasar el tiempo a solas en su habitación. Era una buena manera de prevenir los inesperados ataques de llanto que le sobrevenían en cualquier momento. Como aquel día en que una de sus amigas se puso una falda a cuadros escoceses y con solo mirarla sintió un dolor lacerante y se vio transportada atrás en el tiempo, hasta una tarde de otoño en la que su madre, menuda y graciosa,

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vestida con una camiseta verde y un falda a cuadros escoceses, le hablaba de hadas y duendes bajo la luz que se filtraba por el dosel de ramas del bosque.

Se demoró antes de salir y observó la casa vacía. Le parecía que no debía marcharse así sin más.

––Aquí están todos los recuerdos de mamá ––dijo, a modo de despedida.

A pesar de sus despistes, o tal vez para compensarlos, León Lara estaba dotado de una cualidad remarcable: un gran sentido práctico. Esa cualidad, sumada a una educación austera y tradicional, hacían de él un hombre poco dado a abandonarse a melancolías. Observó de reojo a su hija mientras bregaba con las últimas maletas de equipaje.

––Ya hemos hablado de esto, hija. Tenemos que ser fuertes, acostumbrarnos a que tu madre ya no está con nosotros.

––No quiero olvidarme de ella ––musitó Luna. Él dejó los bolsos en el suelo y la miró.

––No la olvidarás, cariño. Ninguno de los dos lo hará. Pero no podemos dejar que la nostalgia o los recuerdos nos impidan seguir adelante. Es lo que tu madre hubiera querido.

––Pero a ella le gustaba esto, un pueblo pequeño, conocer a la gente, la tranquilidad. Y decía que aquí se podían observar las estrellas.

La astronomía había sido, junto con la literatura, la gran afición de su madre. Juntas habían pasado muchas tardes de invierno hojeando atlas sobre el cosmos e incontables noches de verano durmiendo bajo el manto de las estrellas.

Celeste Cruz había sido una especie de polo opuesto de su marido. Donde él era un tanto ermitaño y parco en palabras, ella era, en cambio, parlanchina y sociable.

A pesar de todo, se habían entendido bien.

Su madre le había contado muchas veces cómo se conocieron. Una tarde de otoño que llovía a raudales ella había salido corriendo de casa y había resbalado en la acera mojada, con tan mala suerte que se había fracturado la muñeca. En urgencias la había atendido un médico joven, guapo y serio. Ella, que se fijaba en todo, había leído la plaquita que colgaba de su bata con su nombre inscrito.

––Eso es una aliteración ––había dicho. ––Perdón, ¿qué? ––había respondido él.

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––León Lara, tu nombre. LL. Esa repetición de sonido es una aliteración ––había sacudido la cabeza ante la expresión inescrutable de él––. Perdona, es deformación profesional, es que soy profesora de literatura. Y cuando estoy nerviosa me pongo a hablar.

Él se había ajustado bien las gafas sobre el puente de la nariz. ––Bien, entonces permíteme decirte que tu nombre también es una aliteración, ¿no es así? Celeste Cruz. CC.

Se habían sonreído y ahí había empezado todo.

Luna sonrió al recordar aquella historia. Su padre le acarició el pelo.

––Te pareces mucho a ella. Una soñadora. Pero no puedes quedarte encerrada en tu habitación para siempre. Tienes que salir al mundo, hija. Hay que tener los pies en la tierra.

Ella no respondió, tan solo lanzó un ligero suspiro.

––Podrás empezar de cero ––le animó él––. Procura esforzarte por encontrar tu lugar en Madrid. ¿De acuerdo?

A sus dieciséis años, encontrar su lugar era algo que hasta el momento no se le había dado muy bien. No sabía a ciencia cierta si los demás tenían la misma sensación que ella de encontrarse a menudo en el lugar equivocado y en el momento equivocado.

––Lo intentaré ––dijo encogiéndose de hombros, escéptica. Y salieron los dos por la puerta y se internaron bajo la mansa llovizna.

Observó por la ventanilla trasera del coche cómo su pueblo natal se iba alejando con cada curva de la carretera hasta desaparecer tras las laderas de las montañas, azules y borrosas por la lluvia. No era nada fuera de lo común que lloviera en aquella parte del país a principios de julio.

Ascendieron a un puerto de montaña y comprobaron que al otro lado brillaba el sol, y que las nubes se quedaban a sus espaldas, atascadas contra las cumbres. Descendieron a las riberas del Ebro, todavía verdes a pesar del estío. Una vez cruzado el río comenzaron la ascensión a la meseta castellana, dibujada con viñedos y olivares hasta donde alcanzaba la vista, sobre los que caía un sol inmisericorde.

La carretera era una cinta azul que se perdía en el horizonte, pero a Luna le daba la sensación de que en cualquier momento el

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suelo firme se iba a terminar y el coche se iba a precipitar al vacío del fin del mundo.

O solo era su estómago, que se le había revuelto.

Unos cuatrocientos kilómetros les separaban de la capital y les llevó poco recorrerlos, demasiado poco para el gusto de Luna. Hicieron el viaje con el aire acondicionado puesto y casi sin hablar, y hacia las doce de la mañana enfilaban la entrada a Madrid.

Su padre tenía razón: la ciudad estaba invadida por una ola de calor seco proveniente del norte de África. El cielo estaba blanquecino y los contornos de los edificios se desdibujaban por las ondas de reverberación del asfalto.

A pesar del calor, había actividad en las calles, y transeúntes vestidos con ropas ligeras y armados con abanicos caminaban con lentitud por las aceras. Aquella urbe de más de seis millones y medio de habitantes era muy distinta del solitario valle en que se había criado. La luz era más brillante y cegadora, y el coche avanzó cruzando las sombras que proyectaban los edificios y que parecían pintadas con tinta negra.

Los recibió el incansable murmullo de fondo de la ciudad. Cuando bajó del coche el calor la golpeó y con solo descargar las maletas se le empezó a pegar el cabello en la nuca. El calor era tan denso que parecía tener consistencia propia y llegar incluso a amortiguar los sonidos.

En cuanto abrieron la puerta del piso oyeron dentro unos gritos agudos de mujer, ¡Ya están aquí, ya están aquí!, y a continuación el sonido de un rápido taconeo por un pasillo invisible. Se encontraban en un pequeño recibidor iluminado por la claridad que entraba a través de unas puertas acristaladas, tras las cuales se abría un amplio salón inundado por la luz del día.

Por ese pasillo se acercaba la razón principal por la que a Luna aquella mudanza no le parecía una buena idea: Carolina, su futura madrastra.

Carol hizo su aparición vestida con una blusa de seda y una falda vaporosa, y el cabello peinado en bucles dorados que le caían sobre los hombros. Los abrazó con fuerza. Tenía una sonrisa eterna, incluso cuando estaba disgustada o enfadada y, a menos que lo expresara con palabras, muchas veces a Luna le costaba saber qué pensaba. Solía preocuparse mucho por su aspecto y le costaba entender que Luna no hiciera lo mismo.

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Dirigió a Luna una sonrisa deslumbrante mientras sus ojos la inspeccionaban de la cabeza a los pies.

La forma que su padre había elegido para mirar hacia adelante no había dejado de sorprenderla. Había comenzado su relación con Carol apenas seis meses después del agujero negro. Luna se preguntaba a menudo en qué estaba pensando su padre. Aunque quizás no estaba pensando en absoluto, se decía. Quizás era la única forma que conocía de continuar adelante.

Carol les condujo hasta el salón y, una vez allí, juntó las manos como si rezara una plegaria y dijo con voz grave:

––Hoy es un gran día y esto va a ser el principio de algo maravilloso.

Aquello le sonó a Luna demasiado solemne.

Después Carol abrió los brazos de par en par y, señalando a su alrededor, añadió:

–– Y bien, ¿qué os parece?

Se refería a la nueva decoración. Todo el piso había sido remodelado de cara al próximo enlace. Para preparar el nido, habían sido las palabras exactas de su madrastra.

El piso parecía ahora sacado de la revista Décor de luxe. Luna observó las paredes tono melocotón, los sofás acaramelados, las cortinas color marfil y las molduras del techo. La decoración anterior le gustaba más, tenía una aire más intemporal, como de paso, como se sentía ella en aquel lugar. En cambio ahora le parecía que los cuadros de marcos dorados y la lámpara de araña le hablaban, y lo que le estaban diciendo era que no encajaba con ellos, que sus vaqueros viejos y sus zapatillas ajadas desentonaban.

Su padre echó un vistazo alrededor.

––Vaya, está muy cambiado. Es espectacular ––Luna dudaba de que supiera apreciar las tallas de cristal sobre la chimenea o los espejos de marcos brillantes, y no se equivocó––. Tal vez un poco femenino para mi gusto ––se encogió de hombros––, pero me vale.

––No te preocupes, mi amor ––respondió Carolina, melosa––, tu despacho tiene un aire muy masculino, ya lo verás. Sé que vas a querer pasar mucho tiempo en él ––hizo un mohín––, aunque espero que no sea más del estrictamente necesario.

––Uhm…. Me temo que así va a ser, al menos al principio, hasta que me acostumbre a mi nuevo puesto. Pasar de trabajar en un

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hospital de provincias a uno de la capital va a ser un cambio muy grande, y voy a tener que aprender muchas cosas en poco tiempo.

Carol respondió que estaba segura de que le iba a ir estupendamente y después batió palmas.

––Oh, queridos, qué alegría teneros aquí, estoy emocionada, ¿Qué tal el viaje? ¿Estáis cansados? Os hemos preparado un gran recibimiento, un recibimiento digno de reyes, ya lo veréis.

Luna refunfuñó algo como que preferiría que no le dieran tanta importancia a aquello y que la dejaran irse a su habitación.

––No masculles, hija ––advirtió su padre––. Lo pasaremos bien, ya lo verás ––y se volvió hacia Carol––. Hemos tenido un buen viaje, gracias, pero ahora nos gustaría descansar un poco, este calor…

––Por supuesto, cariño, claro y cristalino ––Claro y cristalino era la coletilla que usaba para casi todo, incluso para cosas que, según Luna, no podían calificarse de ninguna manera como claras y cristalinas.

A su derecha apareció entonces otra figura. Era similar a Carol, con el mismo cabello dorado, los mismos ojos azules y el mismo aspecto de muñeca, pero más joven y algo más pequeña. Estefanía –– Fany––, su hija.

Comparada con ellas, Luna no podía evitar sentirse vulgar, con su ropa vieja, su cabello despeinado y su forma directa de hablar. La hijastra desaliñada y malhumorada.

Fany tenía casi la misma edad que ella pero, según Luna, ahí se acababa todo el parecido.

––Estefanía, cielo, enséñale a Luna su habitación ––animó Carol––. Te va a encantar, cariño, ya verás.

Luna arrastró su maleta detrás de una Estefanía risueña a lo largo de un pasillo blanco e impoluto. Le dio la sensación de que Fany se estaba adaptando a aquella situación mejor que ella.

––Esta es tu nueva habitación ––dijo la muchacha abriendo una puerta. Luna tuvo que contener un respingo al ver aquella cantidad de tonos rosados. No era su estilo, pero nadie se había molestado en preguntarle––. ¿No te parece adorable? Mamá y yo hemos elegido todo personalmente.

––Es perfecto ––mintió Luna. Escrutó la habitación. Estaba tan vacía que no tardó en encontrar lo que buscaba: su telescopio. Allí estaba, en un rincón junto a la ventana, transmitiéndole una

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sensación de familiaridad. Lo habían enviado, como el resto de sus cosas, unos días antes.

––Y esta es la mía ––abrió otra puerta.

La habitación de Fany era muy parecida a la de Luna, excepto por el hecho de que estaba abarrotada hasta los topes.

––Como a partir de ahora vamos a tener que vivir juntas –– declaró Estefanía––, creo que es necesario establecer unas normas desde el principio: una, no entres en mi habitación, y dos, no toques mis cosas.

Dicho lo cual, dio media vuelta con un golpe de su rubia melena y se marchó por el pasillo.

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