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El Concepto de Lugar en Aristóteles - Bergson, Henri

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Henri Bergson

EL CONCEPTO

DE LUGAR EN

ARISTÓTELES

He aquí, traducida por vez primera al castellano, la tesis doctoral latina —Quid Aristoteles de loco sen-serit— del filósofo galo Henri Bergson (1859-1941), que, junto con su célebre tesis doctoral francesa —Ensayo sobre los datos inmediatos de la concien-cia—, constituye el punto de partida de una de las más auténticas y ambiciosas aventuras filosóficas del pensamiento contemporáneo.

HENRI BERGSON EL C O N CEPT O D E L UGAR EN ARIST Ó TELES 49 FIL OSO FÍA O PUSCUL A PHIL OSO PHI C A O PUSCUL A PHIL OSO PHI C A ISBN: 978-84-9055-016-8 9 788490 550168

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opuscula philosophica 49

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Henri Bergson

EL CONCEPTO DE LUGAR

EN ARISTÓTELES

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© 2013

Ediciones Encuentro, S. A.

Título original: Quid Aristoteles de loco senserit. Thesim facultati litterarum parisiensi proponebat H. Bergson scholae normalis olim alumnus. Lutetiæ Parisiorum, edebat F. Alcan, 1889.

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Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro Ramírez de Arellano, 17-10.a - 28043 Madrid

Tel. 902 999 689 www.ediciones-encuentro.es

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PRESENTACIÓN1

Bergson, Grecia y el hogar del movimiento

Que nada deje de moverse y toda cosa haya de tener, en cada momento, un lugar. ¿Todas ellas? Todos los seres, y con más motivo aquellos que no dejan de agitarse. Respecto a los otros, si los hubiere, tal vez puedan permitirse prescindir de él sólo aquellos que permanezcan siempre, en un sentido, quietos. ¿Quietos… dónde? Cuando se trata de Aristóteles, a menudo hay que rendirse a la evidencia de que la única manera de em-pezar es planteando un trabalenguas o un enigma. La conclu-sión, si se alcanza, será la solución del acertijo. Entre medias, un gigantesco y casi extenuante trabajo filosófico destinado a un lector obstinado que va descubriendo entre la fenomenal braquilogía una elaboración conceptual lo suficientemente ágil como para sortear los obstáculos sofísticos más pronunciados, pero lo suficientemente lógica como para salvaguardar el co-mún sentido de los hablantes. Pese a su incuestionable difi-cultad, la de Aristóteles es finalmente una filosofía de rostro envolvente y tranquilizador como un amanecer surgido de la más tenebrosa de las noches que asigna una sombra fami-liar a las cosas ya visibles, volviendo habitable el interior del

1 La presentación y traducción de este libro han sido realizadas dentro

del Proyecto FFI 2009-12402 (subprograma FISO) – Ministerio de Ciencia e Innovación (MICINN).

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cielo. El logos se retuerce librándose de la lacra que lo hacía en-mudecer y profiere el encadenamiento de palabras salvíficas: el ser se dice de diversas maneras, no es lo mismo tener un lugar en potencia que tenerlo en acto, ni la misma relación la de las partes con el todo que la de la cosa con el lugar; no es lo mismo moverse en línea recta que hacerlo en círculo, ni da igual lugar primero que lugar común. Visto así, Aristóteles semeja el hilo de Ariadna capaz de sacarnos del laberinto y devolvernos al calor urbano de la polis ática, donde podemos sentirnos un poco griegos otra vez. Aquí y ahora. Movámonos y hablemos.

* * *

Presentamos aquí la traducción al castellano de Quid Aris-toteles de loco senserit, la tesis latina de Henri Bergson, trá-mite obligado según requisitos de la época para estudiantes de letras de la École Normale Supérieure y defendida el 27 de diciembre de 18892 junto a la más conocida tesis francesa, el

Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia, que su-pondría para su autor el inicio de una célebre singladura que acabaría por valerle el Nobel de Literatura de 1927 y, más me-ritoriamente, una profunda huella sobre varias generaciones de amantes de la filosofía.

En claro contraste con aquel trabajo, la difusión de la tesis latina jamás ha superado el estrecho circuito de especialistas en Aristóteles. Por voluntad de su autor y por tratarse de una monografía de estilo erudito y formato académico, no fue in-cluida en la edición del centenario de las obras completas de 1959, quedando su lectura a la discreción de quien quisiera ejercitar su latín y aventurarse a los archivos universitarios de

2 Tomo como referencia la fecha aportada por André Robinet en Mélanges,

Paris, PUF, 1972, p. 347.

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París (o, desde 1949, consultar la traducción francesa aparecida en Les Études bergsoniennes3). Esta situación, no obstante y

por fortuna, no podía prolongarse mucho más: son demasiadas las referencias bibliográficas que apuntan a ella, demasiados los autores reputados que la mencionan como un trabajo pio-nero y de plena vigencia sobre un tema –el del lugar– que se había convertido en un auténtico escollo para algunos de los mejores especialistas de la época en que fue escrito, que no se veían capaces más que de retroproyectar esquemas modernos para enjuiciar severamente una teoría cuya comprensión exigía una movilización casi total del pensamiento aristotélico4. Poco

se puede reprochar a la historiografía decimonónica, obligada a manejar versiones de Aristóteles parciales y muy precarias que, unidas al laconismo característico del autor, volvían lento y pe-noso el trabajo de desbroce e invitaban a refugiarse en la exégesis alejandrina (Simplicio y Filópono), que por su parte había abor-dado con grandes dosis de perplejidad el estudio del libro IV de la Física y del II del De Caelo, piedras angulares de este estudio. Por todo ello, quizá lo realmente sorprendente es que hubiera de ser un estudiante recién licenciado como Bergson quien ilu-minara el camino, aportando «una de las interpretaciones más comprensivas que hayan sido consagradas a Aristóteles»5.

* * *

3 L’idée de lieu chez Aristote, en op. cit. Vol. 2, París, Albin Michel, 1949,

traducción de Robert Mossé-Bastide. Dicha traducción es conservada en la reciente edición crítica (en Écrits philosophiques, Paris, PUF, 2011).

4 Véase, por ejemplo, la primera nota al pie del trabajo de Bergson, donde

queda patente la insuficiencia y estrechez de miras con que los estudiosos abordaron hasta entonces una cuestión que aún hoy sigue causando verdaderos quebraderos de cabeza a los intérpretes. Entre las mejores aportaciones posteriores podemos citar el trabajo de V. Goldschmidt, La théorie aristotélicienne du lieu,en Écrits I, París, J. Vrin, 1984, que se apoya considerablemente en el de Bergson.

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Muchos se han preguntado por qué Bergson habría acome-tido una tesis acerca del lugar cuando el objetivo que persi-guió durante toda su obra fue precisamente el de devolverle al tiempo el protagonismo entregado unilateralmente al espacio por sus predecesores. Lo cierto, sin embargo, es que en Aris-tóteles ambas nociones permanecen íntimamente vinculadas a través del movimiento: si el tiempo es «la medida del movi-miento según el antes y el después»6, la investigación acerca

del lugar es inseparable de la de los entes móviles7. Su filosofía

está gobernada, al menos inicialmente, por un dinamismo que hace justicia a ese postulado físico de sello griego que anima a no concebir ningún movimiento sin cuerpo y ningún cuerpo sin movimiento. Ello, en cualquier caso, no parece bastar para ex-plicar la elección del tema. Si tenemos que dar cuenta de lo que llevó a Bergson a invertir un enorme esfuerzo en la lectura y comentario de unos oscurísimos pasajes de Aristóteles, podría-mos aducir dos razones: una estratégica, ligada a las vicisitu-des universitarias de su tiempo, y otra propiamente filosófica, vinculada con la intuición central que anima su pensamiento.

En el París universitario de finales del siglo XIX, la línea dominante estaba formada por aquellos que pensaban que Kant había dejado el hasta entonces caótico y mal avenido edi-ficio filosófico lo suficientemente bien apuntalado como para poner fin a todas las querellas que habían convertido el gremio en una jaula de grillos. Este establishment profesoral, amante de la sobriedad y poco dado a la novedad filosófica, gustaba contar entre sus triunfos el haberle sabido parar los pies a la metafísica tradicional y su bien inventariada lista de abusos,

6 Física, IV, 219b1.

7 «Ante todo tenemos que tener presente que no habría surgido ninguna

inves-tigación sobre el lugar si no hubiese un movimiento relativo al lugar» (Física, IV, 211a12, trad. cast. Guillermo R. de Echandía, Madrid, Gredos, 1995).

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así como el verse capaz de sintetizar, ordenar y clasificar el rampante progreso científico que se daba de un modo creciente en todas las ramas del saber. A estos funcionarios de la filo-sofía les agradaba contemplarse al modo de un cuerpo oficial de epistemólogos o gestores del conocimiento8. Frente a ellos,

había ido creciendo una moda intelectual basada en el evolu-cionismo científico y centrada en la figura de Herbert Spencer, quien daba voz a un cierto orgullo del científico mecanicista y su reticencia a entregar a los viejos filósofos la teoría del cono-cimiento9. Esta segunda corriente, altamente vinculada con la

ingeniería industrial y en la que Bergson militó durante todo su período estudiantil, conectaba en su forma más radical con el positivismo que había redactado el acta de defunción de la filosofía. Mientras ello tenía lugar, los kantianos siempre po-dían ampararse en su distinción entre forma y materia del co-nocimiento para conservar su posición de privilegio académico a medida que su influencia entre los científicos y los jóvenes estudiantes iba cayendo en picado.

En mitad de este panorama y en plena efervescencia inte-lectual, totalmente desengañado respecto al mecanicismo, pero no menos reconciliado con el kantismo, Bergson se dio cuenta de que no habría manera de atraer el interés y simpatía de su tribunal de tesis si no era encajando de algún modo a Kant en su investigación. La universidad permitiría la disidencia sólo si antes se le rendía tributo simbólico por la formación adquirida.

8 Para esta caracterización del kantismo académico en Bergson, véase por

ejemplo La evolución creadora, III, pp. 606-7, en Obras escogidas, México D.F., Aguilar, 1963.

9 «En la época en la que preparaba mi licenciatura, había por así decir dos

ban-dos en la Universidad: uno, con mucho el más numeroso, que estimaba que Kant había planteado las cuestiones bajo sus formas definitivas, y otro que se concentraba en torno al evolucionismo de Spencer. Yo pertenecía a este segundo grupo» (citado en Charles Du Bos, Journal: 1921-1923, en Oeuvres,Paris, PUF, 1959, p. 1541).

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De este modo nació la feliz idea (prolongada a lo largo de toda su obra) de emplear a Kant como interlocutor en los Datos in-mediatos, donde Bergson procede a una embestida directa contra el análisis del tiempo llevado a cabo por la psicología y fisiología positivistas de Fechner, pero también, más ardua y profundamen-te, a una enmienda a la práctica totalidad de la Estética Trascen-dental, primera piedra del gigantesco edificio de la teoría de las facultades kantianas en la Crítica de la Razón Pura. Básicamente, la exposición que Kant efectúa allí del espacio y el tiempo cons-tituye para Bergson un mero esquema de acción práctica sobre la materia, y nunca una descripción de la naturaleza profunda y necesariamente móvil de lo real.

Así las cosas, Bergson necesitaba un contrapeso con el que consolar a los kantianos de su tribunal, y la tesis latina le daba exactamente la oportunidad de hacerlo: empleando a Aristóteles como chivo expiatorio, aflojaría la acometida de su tesis principal y ofrecería el consuelo de un «juicio» a los antiguos desde la modernidad, presentando el espacio kantiano, forma pura de la sensibilidad, como solución a las aporías del intrincado lugar aristotélico. La maniobra de disuasión no dejaba de serle útil al propio Bergson: si en los Datos inmediatos había identificado el espacio y el tiempo del sujeto trascendental como el nudo gordiano de los equí-vocos científicos y filosóficos relativos a la conciencia, era preciso también que Kant fuera una parada ineludible en el camino hacia la verdadera solución y que, de algún modo, toda la historia de los problemas apuntara a él como a un cierto destino: la forma superior y más pura de presentar un equívoco milenario consistente en confundir lo útil con lo real de un modo absoluto y el dominio sobre la materia con la auténtica especulación.

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Quien lea el texto y sea aficionado a las intrigas académi-cas verá que este juicio a lo antiguo desde lo moderno aflora en momentos puntuales, y especialmente en los análisis del infinito y el vacío de la quinta parte. Lo cierto, sin embargo, es que apenas llega a ser intrusivo. Después de todo, Berg-son había tenido por maestro a RavaisBerg-son, quien le había in-culcado un profundo respeto por Aristóteles10. Ante todo, sin

embargo, estamos ante el trabajo de un profesor de filosofía –lo era ya en ese momento–, y todo buen profesor respeta las reglas del juego: cada autor produce sus propios conceptos y en el momento de su exposición conviene no mezclar ni engendrar monstruos anacrónicos, vicio que la historiografía moderna no ha dejado de ejercer sobre los antiguos11. En su lugar, Bergson

se dedica a leer los textos iluminando la mutua simpatía de todas las partes y, hasta donde le es posible, su plena autosufi-ciencia. Si nos hallamos ante un notable trabajo de investiga-ción es porque otorga al lector la oportunidad de meterse en la piel de un gran filósofo y entender las soluciones ofrecidas por Aristóteles desde el interior de su propio pensamiento. Los jui-cios sumarios a épocas pasadas pueden resultar efectistas, pero tienen poco de filosóficos. Al revés, la filosofía anima a quien la practica a sumergirse de lleno en un autor, no desde luego como quien hace turismo, sino como quien se vuelve un poco indígena y tiene una experiencia intelectual. En el trabajo de Bergson se trata ante todo de Aristóteles, y sólo finalmente de Kant y Leibniz en una conclusión de gran valor ilustrativo

10 Véase, por ejemplo, el sentido homenaje que Bergson le rinde en «La vida y la

obra de Ravaisson» (1904), incluido como capítulo IX en el recopilatorio La pensée

et le mouvant (1934).

11 Aplicándoles, por poner un ejemplo, cualidades «primarias y secundarias»,

peso atómico, leyes de inercia y demás fórmulas orientadas a convertir lo antiguo en un balbuceo incipiente de lo moderno.

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para entender la transición del lugar antiguo al espacio mo-derno que, no obstante y pese a las apariencias, no deja de con-travenir los propósitos estratégicos del trabajo, insinuando una motivación más profunda que la mera voluntad de deleitar a su tribunal12. En cualquier caso, quien pretenda encontrar en

este trabajo un anticipo de obras por venir o una exposición de conceptos estrictamente bergsonianos se llevará una decep-ción. Según sabemos, Bergson era extremadamente celoso con sus publicaciones; nunca hablaba de ellas ni las anticipaba en público hasta que no habían visto la luz, y por otra parte sus lecciones de filosofía antigua siempre fueron escrupulosas al extremo. Nunca perdió la ocasión de sumergirse en los an-tiguos a fin de captar la intuición central que gobierna esos pensamientos olvidados, lo cual le terminaría valiendo la cá-tedra de Filosofía Antigua en el Collège de France entre 1900 y 1904.

Aunque vinculada a ese apego que Bergson desarrolló por los griegos en sus primeros años de enseñanza, tampoco deja de causar perplejidad la elección de Aristóteles cuando lo habitual entre los estudiantes de letras era que ante la exigencia de escri-bir en latín se decantaran por temas estrictamente vinculados

12 En el París de 1880 era habitual la crítica de Aristóteles y las nociones

pre-kantianas de espacio, pero no el destacar las paradojas que siguen aflorando en la concepción moderna. La introducción de Leibniz como puente entre el lugar anti-guo y el espacio moderno sirve a Bergson para insinuar que Kant no ha salido tan airoso de la cuestión como se podría pensar, y que del mismo modo que Leibniz es llevado a buscar una ordenación extrínseca de las dimensiones espaciales a través de una divina armonía preestablecida, Kant debe echar mano de un principio extrínse-co de unificación espacial en la forma de la apercepción trascendental a fin de evitar todas las viejas aporías del espacio que llevaron a Aristóteles a refugiarse en el lugar (en este sentido, cf. Chambers, C., «Zeno of Elea and Bergson’s neglected thesis»,

Journal of the History of Philosophy, Volume 12, 1, enero de 1974). A lo largo de

toda su tesis principal, Bergson expondrá una aproximación a su parecer más con-vincente que la del espacio moderno al problema del movimiento real.

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a la literatura latina y sus tópicos. Bergson, por el contrario, emplea un latín «ciceroniano» para ocuparse de problemas que rara vez inquietaron a Roma. En esta decisión no deja de haber cierta ironía que casi puede ser calificada de venganza personal:

Me propuse escribir una tesis latina sobre el libro IV de la Física de Aris-tóteles. No existía filosofía teórica, metafísica latina en los antiguos; las obras de los filósofos latinos versan sobre la moral. Yo quise hacer, por diversión y como desafío, una tesis metafísica en latín sin citar una sola palabra griega en el cuerpo del texto. Más aún, intenté escribirla en la lengua de un contem-poráneo de Cicerón. Fue una hazaña que me hizo sentir muy orgulloso y en la que nadie reparó, a excepción únicamente de Waddginton, profesor de filosofía antigua y buen conocedor de la filosofía griega13.

A lo largo de sus cursos, Bergson no dejó de mostrar un cier-to desapego –cuando no abiercier-to desprecio– hacia la decaden-cia filosófica ligada al trayecto histórico que lleva de Gredecaden-cia a Roma, durante el cual los problemas habrían ido derivando desde la lógica y la física hacia la moral y la retórica14. Para él,

13 Citado en L’univers bergsonien,Paris, La Colombe, 1955, pp. 25-26. 14 Esta evolución de la física a la moral es, con la notable excepción de

Ploti-no, vista por Bergson como un largo proceso de decadencia y pérdida de la pureza filosófica de los orígenes griegos. Así, por ejemplo, en Extraits de Lucrèce, II, leemos acerca de Epicuro: «Epicuro no era un hombre de ciencia. Despreciaba las ciencias en general. […] De ahí las explicaciones pueriles propuestas para un gran número de fenómenos; de ahí la sequedad, la futilidad de la doctrina epicúrea sobre todas las cuestiones que no interesan directamente a la vida práctica y a la búsqueda de la felicidad» (en Mélanges, p. 279 y 285). En el Curso sobre Plotino, III (Cours IV, París, PUF, 2000), leemos también: «Plotino viaja a Alejandría en una época de eclecticismo intelectual y de moralismo vago». O en la introducción a las escuelas epicúrea y estoica de su Cours de Philosophie (Lycée Blaise Pascal, 1885-86, en

Leçons Clermontoises II): «Tras Aristóteles, ocurre en Grecia un fenómeno

análo-go al que ocurre tras Demócrito: la filosofía deja la metafísica y vuelve, como con los sofistas, a los estudios morales. El objeto se vuelve práctico. No se pregunta acerca de cómo han sido constituidas las cosas, sino sobre qué actitud debe el sabio tomar

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esto representaba una involución del pensamiento hacia una cierta minoría de edad metafísica. La propia lengua, el latín, da la impresión en su tesis de ser forzada no al modo del anti-guo griego, para decir más de lo habitual, sino para decir me-nos, para volverla capaz de albergar investigaciones filosóficas sin recurrir a metáforas e imágenes retóricas confusas, frases hechas y tópicos morales. La extrañeza del aludido latinista Waddington, uno de los tres miembros del tribunal de tesis15,

se debió sin duda a este uso forzado de una lengua que parecía vacunada contra las cuestiones metafísicas. El mismo Bergson llegaría muy tarde a los problemas morales, hasta el punto de que estos permanecen virtualmente ausentes de sus tres gran-des obras. En 1910, por ejemplo, se veía obligado a precisar en su correspondencia que no pensaba «haber cedido, ni siquie-ra inconscientemente, a ninguna preocupación mosiquie-ral al esta-blecer [sus] pensamientos teóricos», y que había «filosofado al margen de toda segunda intención religiosa»16.

* * *

ante ellas y cuál es el medio más seguro de llegar a la felicidad y la virtud. Siguen teniendo metafísica, física y lógica, pero siempre como medios donde la moral es el fin. Aunque al principio pueda parecer que son estudios metafísicos, pronto nos damos cuenta de que la metafísica no está allí más que para estudiar una moral, una doctrina práctica concebida a priori».

15 Los otros dos fueron Émile Boutroux, profesor y filósofo kantiano de

inmen-so prestigio en la Sorbona, y Paul Janet, discípulo de Victor Cousin muy vinculado al idealismo alemán y a las figuras de Kant y Hegel (cf. Soulez, Ph. y Worms, F.,

Bergson, Paris, PUF, 2002, pp. 73-74).

16 Bergson, Correspondances, Paris, PUF, 2002, pp. 329 y 383,

respectivamen-te. Véase también p. 964 (carta a J. de Tonquédec sobre La evolución creadora):

«Pero para precisar todavía más estas conclusiones [sobre Dios] y decir algo más, sería preciso abordar problemas de un género totalmente diferente, los problemas morales. No estoy en absoluto seguro de llegar a publicar nunca nada sobre ese tema». Sobre el ulterior acceso de Bergson a la moral en Las dos fuentes de la moral

y la religión (1932), cf. Prelorentzos, Iannis, «Questions concernant la morale de

Bergson», en Philonsorbonne, 1, 2006-07.

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Hemos visto la razón estratégica de la elección del tema: un aparente elogio de Kant, así como la «hazaña» que supuso para su autor escribir sobre Aristóteles en una lengua históricamen-te hostil a la filosofía. Sin embargo, ni una ni otra, ni estrahistóricamen-tegia ni pasatiempo, pueden ser las causas reales y profundas de la elección. Hay un vínculo enormemente estrecho entre las dos tesis de Bergson, un vínculo que nada tiene que ver con el kan-tismo ni con las intrigas universitarias, vínculo que se mantie-ne estrictamente inactual y que hace de ambos trabajos, más allá de los siglos que separan sus intereses, un mismo y único problema que constituye la raíz del bergsonismo. Ese vínculo es Zenón de Elea.

Cuando el joven Bergson llegó a su segundo destino docente, dos años después de haberse licenciado y cinco antes de entregar sus tesis, tuvo lo más parecido a una revelación filosófica, tal y como relataría años más tarde: «Un día, mientras explicaba en la pizarra a los alumnos las aporías de Zenón de Elea, comen-cé a ver más claramente en qué dirección había que buscar»17.

La anécdota es importante por cuanto Bergson se encontraba en plena crisis ideológica, desencantado respecto al evolucionismo intelectualista y la figura que había alimentado su entusiasmo juvenil, el ya mencionado Herbert Spencer, y sin encontrar asi-dero en ninguna de las otras escuelas de pensamiento. Los dos años anteriores, en los que había comenzado a dar sus primeros pasos como profesor de liceo enseñando historia de la filosofía18,

17 Citado por Charles Du Bos, op. cit., pp. 64-65. El hecho aludido hubo de

tener lugar a su llegada a Clermont-Ferrand, a finales de 1883 (antes, desde 1881, había sido profesor en Angers).

18 Algunos de los cursos de filosofía antigua que Bergson dictó en los años

pre-vios a la lectura de sus tesis han sido publicados. El más detallado, aunque incom-pleto, es el Cuaderno negro (Cours d’Histoire de la Philosophie Grecque, Uni-versité Clermont-Ferrand, 1884-85, en Cours IV). Se sabe también que durante el año escolar 85-86 ofreció un curso sobre la Física y la Metafísica de Aristóteles

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fueron claves en este sentido. Así lo narraba en una carta a Wi-lliam James:

A lo largo de mi carrera no ha habido ningún acontecimiento obje-tivamente destacable. Sin embargo, subjeobje-tivamente, no puedo dejar de atribuir una gran importancia al cambio sobrevenido en mi manera de pensar durante los dos años que siguieron a mi salida de la École Nor-male, de 1881 a 1883. Hasta entonces, yo me hallaba plenamente im-buido de teorías mecanicistas a las que había sido conducido muy tem-pranamente por la lectura de Herbert Spencer, filósofo al que me había adherido sin reservas. Mi intención era consagrarme a lo que entonces se llamaba «la filosofía de las ciencias», y con vistas a tal fin emprendí, des-de mi salida des-de la École, el examen des-de algunas des-de las nociones científicas fundamentales. Fue el análisis de la noción de tiempo, tal y como es em-pleada en mecánica o en física, lo que hizo tambalearse todas mis ideas. Me di cuenta, para mi propio asombro, de que el tiempo científico no dura, que no sería necesario cambiar un ápice de nuestro conocimiento científico de las cosas si la totalidad de lo real fuera desplegada instan-táneamente, de un plumazo, y que la ciencia positiva consiste esencial-mente en la eliminación de la duración. Este fue el punto de partida de una serie de reflexiones que me llevaron, gradualmente, a rechazar casi todo lo que había aceptado hasta entonces y a cambiar completamente mi punto de vista. He resumido en el Ensayo sobre los datos inmediatos estas consideraciones sobre el tiempo científico, que determinarían mi orientación filosófica y a las que se remiten todas las reflexiones que he emprendido desde entonces19.

y la influencia que éste había ejercido sobre la ciencia. Rose-Marie Mossé-Bastide induce que Bergson habría acudido a Aristóteles buscando explicación a los procesos temporales del movimiento físico (Introducción a la traducción francesa de la tesis latina en Les Études bergsoniennes, II, París, 1949).

19 Carta a William James, 9 de mayo de 1908, en Mélanges, pp. 765-766. Cf.

también Carta a Giovanni Papini, 1903: «En realidad, la metafísica e incluso la psicología me atraían mucho menos que las investigaciones relativas a la teoría de las ciencias, sobre todo a la teoría de las matemáticas. Para mi tesis doctoral me pro-puse estudiar los conceptos fundamentales de la mecánica. Así es como fui conducido a ocuparme de la idea de tiempo» (Mélanges, p. 604).

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De modo que Zenón hizo su irrupción justo en el instan-te en que la crisis más se agudizaba, y el lugar vacaninstan-te del maestro pasó a ser ocupado por las paradojas del continuo en un intercambio afortunado que brindaría al joven Bergson la oportunidad de un nuevo comienzo donde la noción de tiempo cobraría todo el protagonismo. A partir de este momento, su pensamiento no sufriría ninguna alteración sustancial hasta el fin de sus días; no habrá nada parecido a un «primer» y un «segundo» Bergson, sino un autor fiel a un descubrimiento de juventud que no dejará de insistir en la misma idea: lo tempo-ral y lo espacial exigen modos de acceso y métodos de estudio bien distintos –respectivamente, metafísica y ciencia– que den cuenta de su radical diferencia de naturaleza20. La filosofía

bergsoniana será la odisea por desandar el camino de la mate-rialidad hacia esa raíz profunda y diferenciante que produce la inmensa variedad de lo real.

Sea como fuere, y volviendo a lo que aquí nos ocupa, la im-portancia de la figura de Zenón es expuesta amplia e insisten-temente a lo largo de toda la obra de Bergson, pero quizá en ningún lugar con tanta elegancia y claridad como en una carta escrita en 1908. Allí leemos lo siguiente:

No despreciemos nada de la filosofía griega, ni siquiera los argu-mentos de Zenón de Elea. Ciertamente, la Dicotomía, Aquiles, la Fle-cha y el Estadio serían simples sofismas si pretendiéramos servirnos de ellos para demostrar la imposibilidad de un movimiento real. Pero estos

20 «A lo largo de toda la historia de la filosofía, tiempo y espacio fueron

coloca-dos en el mismo rango y tratacoloca-dos como cosas del mismo género. Se estudia el espacio y se determina su naturaleza y función; luego, se transfieren al tiempo las conclusio-nes obtenidas. La teoría del espacio y la del tiempo se hacen así juego. Para pasar de una a otra ha bastado con cambiar una palabra: se ha reemplazado ‘yuxtaposición’ por ‘sucesión’» (Pensamiento y movimiento,I, en Obras escogidas, México D.F., Aguilar, 1963, p. 936).

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argumentos adquieren un valor enorme cuando extraemos de ellos lo que de hecho contienen: la imposibilidad para nuestro entendimiento de reconstruir a priori el movimiento, el cual es un hecho de experiencia. Reconozco por otra parte que las dificultades y contradicciones susci-tadas en torno a la cuestión del movimiento caen por su propio peso cuando se considera el movimiento como una cosa simple (es decir, en suma, cuando renunciamos a reconstruirlo); pero ha sido necesario tiem-po para llegar hasta ahí, y durante ese tiemtiem-po, los argumentos de Zenón han sido estudiados, discutidos y refutados en sentidos muy diversos por hombres llamados Descartes, Leibniz, Bayle, Hamilton, Stuart Mill o Renouvier. Todos estos hombres fueron pensadores de un enorme méri-to. Dos de ellos fueron grandes matemáticos. Y, sin embargo, ninguno fue capaz de mostrar ante los argumentos de Zenón «el mismo asombro indulgente que mostraría ante un niño de cuatro años que exige que se le descuelguen las estrellas»21.

A ojos de Bergson, las aporías atesoran la incuestionable virtud de haber ejercido una fascinación tan grande que fue-ron capaces, casi por sí solas, de iniciar una carrera infatigable orientada a reconstruir el movimiento a través de ideas y con-ceptos. Esta carrera no tiene fin, por cuanto la meta no se al-canza nunca satisfactoriamente, pero resulta en cambio enor-memente fructífera: el reguero que deja tras de sí es nada me-nos que toda la historia de la metafísica. En su origen, al modo de pistoletazo de salida, encontramos el mandato envenenado de Zenón: «explicad, si sois capaces de esquivar mis paradojas, el movimiento percibido a través de la recomposición de sus paradas», o, dicho al modo moderno y más imprecisamente, «traducid el lenguaje de la sensibilidad al del entendimiento sin que se pierda nada en el camino». Como se puede deducir, en esta revelación de juventud se encuentra ya el germen de

21 «A propósito de ‘La evolución de la inteligencia geométrica’», respuesta a un

artículo de É. Borel, 1908, en Mélanges, p. 758.

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un proyecto de crítica y renovación de la metafísica que aspi-raría a volverla capaz de albergar conceptos intuitivos cons-truidos como «trajes a medida» de las cosas reales y móviles, y no según la ortopedia inmovilista de la inteligencia práctica con que se había procedido de Platón en adelante22. Lo cual no

ha de hacer pensar en un rechazo unilateral de toda la filoso-fía precedente: uno de los rasgos distintivos de Bergson es no haberse cansado de elogiar el genio de los grandes pensado-res, y en especial de aquellos que fueron capaces de introducir amplias dosis de movilidad en sus sistemas (ahí quedan, como testimonio, sus exposiciones sobre Demócrito, los estoicos, Plo-tino, Lucrecio, Leibniz, Spinoza o ésta de Aristóteles que ahora introducimos). Un filósofo es visto ante todo como un creador

de conceptos23, y la historia de la metafísica es entendida a

menudo como una operación semejante a la ingeniería fluvial o mecánica de fluidos, donde los sistemas hacen las veces de re-des de tuberías, presas y esclusas para una intuición central que los recorre y lucha vivamente por liberarse: el tiempo mismo, que resulta falseado sin cesar al verse reducido a imágenes es-paciales (según una fórmula bergsoniana recurrente, el tiempo

22 «La metafísica nació, en efecto, de los argumentos de Zenón de Elea relativos

al cambio y al movimiento. Es Zenón quien, atrayendo la atención hacia al absurdo de lo que llamaba movimiento y cambio, llevó a los filósofos –Platón el primero– a buscar la realidad coherente y verdadera en lo que no cambia» («La percepción del cambio», en Pensamiento y movimiento, p. 1059). «Toda esta filosofía, que comien-za en Platón para culminar en Plotino, es el desenvolvimiento de un principio que formularíamos así: “Hay más en lo inmutable que en lo móvil y se pasa de lo estable a lo inestable por una simple disminución”. Ahora bien, lo contrario es la verdad». («Introducción a la metafísica», op. cit., p. 1108).

23 «Querer definir de una vez por todas los sentidos posibles de una palabra

como ésta [“naturaleza”] es proceder como si el pensamiento filosófico estuviera ya fijado y filosofar consistiera en elegir entre conceptos dados de antemano. Pero filo-sofar consiste las más de las veces no en optar entre los conceptos, sino en crearlos» (Discusión en la Sociedad Francesa de Filosofía del 23 de mayo de 1901, recogida en Mélanges, p. 503).

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20

pertenece a esa clase de seres que no se dividen sin cambiar de naturaleza). No se llegará a ser filósofo sin tener una poderosa intuición del tiempo, independientemente del tamaño y la for-ma de la jaula que se le construya.

Es por ello que la figura de Zenón anima la obra de Bergson desde sus comienzos, vinculando al autor francés con los estratos más profundos de la sabiduría griega anterior a Sócrates. Esto le vuelve un pensador singularmente inactual para su tiempo, y que sin embargo no deja de tornar cierta esa caracterización de la filosofía como la única disciplina que no ha dejado de dialogar con sus orígenes en sus veintiséis siglos de historia. A Bergson se le trató de vincular con la fenomenología por su vo-luntad de romper las barreras del idealismo, poner el acento en la intuición y retornar a las «cosas mismas». También se habló de él como un poskantiano de escuela schellingiana (para lo que no faltan indicios, especialmente en La evolución creado-ra) por su vocación de filósofo de la naturaleza. Se mencionó igualmente su gran simpatía hacia el pragmatismo anglosajón y la estrecha amistad y poderosa influencia que ejerció en Wi-lliam James, en quien motivaría incluso un importante giro respecto a la noción de tiempo24. Todas estas caracterizaciones

pueden ser adecuadas en mayor o menor grado, pero si hay que definirle en función de sus raíces y del descubrimiento que anima su pensamiento, Bergson es ante todo un presocrático. En este sentido, su lectura de los griegos hizo toda la diferencia, y unida a sus amplios conocimientos de mecánica y psicología y sus irrenunciables convicciones evolucionistas, le permitió en-frentarse a los problemas de su tiempo sin dejarse intimidar por

24 Véase en particular «Bergson y su crítica del intelectualismo», en Un

univer-so pluralista, donde parece modificarse la postura inicial de los Principios de

psico-logía respecto a la verdad del tiempo (cf. pp. 608-10 de la edición original inglesa),

rechazando el instante inextenso en favor del «stream of time».

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la apariencia de novedad que a menudo ocultaba una recaída en los problemas crónicos del pensamiento. En cierta ocasión, durante unas conferencias celebradas en Oxford, se expresó al respecto en los siguientes términos:

Esta alianza del presente y del pasado es fecunda en todos los domi-nios: en ninguna parte lo es más que en filosofía. Ciertamente, tenemos algo nuevo que hacer y ha llegado el momento quizá de darse plenamen-te cuenta de ello; pero, por ser nuevo, esto no ha de ser necesariamenplenamen-te revolucionario. Estudiemos antes a los antiguos, impregnémonos de su espíritu y tratemos de hacer, en la medida de nuestras fuerzas, lo que ellos mismos harían si viviesen entre nosotros. Iniciados en nuestra ciencia (no digo solamente en nuestra matemática y en nuestra física, que no cambia-rían quizá radicalmente su manera de pensar, sino sobre todo en nuestra biología y nuestra psicología), llegarían a resultados muy diferentes de los que obtuvieron. Y esto es lo que sorprende en cuanto al problema que me he propuesto tratar ante vosotros: el del cambio25.

Constatada esta profunda conexión con los antiguos, puede sorprender que no fuera de Heráclito de donde Bergson hubie-ra pretendido obtener la mayor de las ganancias26, sino

preci-samente del eleatismo. En Zenón descubrió un rival poderoso y escurridizo, capaz de orientar desde la trastienda en sentido platonizante toda la historia de la metafísica, pero también un inadvertido aliado que ya habría probado la fatuidad del in-tento de recoger el movimiento en ideas estáticas. Esta ambi-valencia seguirá mostrándose a lo largo de toda su obra y no será nunca resuelta por completo.

* * *

25 «La percepción del cambio», en Pensamiento y movimiento,pp. 1049-1050. 26 Bergson se queja de la superficialidad de esta asociación en una nota al pie de

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22

En la discusión aristotélica acerca del lugar, todas estas cues-tiones se presentan con una viveza extraordinaria. Si en los Datos inmediatos se trata ante todo de entender cómo la mo-derna psicología, analizando el tiempo de la conciencia en tér-minos espaciales, da lugar a una serie de paradojas irresolubles (todas, en mayor o menor medida, reducibles a las cuatro de Zenón), en la tesis latina se trata de analizar cuidadosamente cómo un joven Aristóteles pelea por zafarse de las imposibili-dades y contradicciones que acosan al común de los hablantes cuando trata de dar cuenta del movimiento en el espacio. Cier-tamente, ya no estamos en los albores de la civilización griega, con esas condiciones de vida tan precarias que Diógenes Laer-cio describe en sus crudas biografías: entre tanto, la polis ática ha florecido, y con ella han advenido multitud de comodidades y un auge cultural sin precedentes. Sin embargo, este desarro-llo ha atraído la proliferación de un tipo de personaje mucho más dañino para la filosofía que los eléatas o los heraclitianos. Estos, en tanto sabios antiguos, no dejaron de expresarse de forma enigmática y hostil, dando la impresión de estar pro-tegiendo el acceso a una verdad profunda de un tratamiento demasiado ligero por parte de los nuevos aspirantes a físicos y filósofos. Los sofistas urbanos, por su parte, son criaturas bien distintas: lejos de querer ser sabios o filósofos, se limitan a escu-darse tras una maraña de argumentos de todo género –muchos de ellos arrebatados a los antiguos– que van alternando según conviene, sembrando la confusión y el desaliento en sus inter-locutores. Su labor es imposibilitar al logos, trabándolo para obtener a cambio un beneficio económico y no ya una verdad más profunda, como parecía ser el caso de Zenón. Así es al me-nos como parece percibir Aristóteles el problema de su tiem-po: la responsabilidad de la filosofía no es una mera rivalidad

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corporativa entre escuelas por granjearse clientes o discípulos, y desde luego tampoco una búsqueda del lucro personal, sino la de volver más habitable un mundo íntegramente transido por el movimiento y donde uno se ve periódicamente abocado al sinsentido. Esta es la situación con la que se encuentra al escribir la Física, seguramente el más temprano de sus tratados

conservados27, pero también la que vemos reproducida en el

texto casi al modo de efecto dramático: a menudo nos vemos arrojados a un desconcierto absoluto –versión urbana o sofís-tica del «caos» primigenio– que es la antesala de la solución28.

No anticiparemos aquí apenas nada de dicha solución, pues ello supondría traicionar el desenvolvimiento paulatino del pensamiento en el texto. Baste apuntar que la importancia del lugar en este trance es absolutamente decisiva: a fin de hacer habitable un mundo sometido a cambio constante, cada mo-vimiento ha de poder remitirse a una cosa y cada cosa a un lugar, sin poder estar dos cosas al mismo tiempo en el mismo sitio ni una cosa en dos sitios al mismo tiempo. Cosa y lugar son el andamiaje fundamental de la realidad que un griego habita, realidad plástica conquistada al movimiento salvaje e infinito (casi diríamos: al «no-ser») mediante un considerable esfuerzo: de Egipto a Grecia ha advenido nada menos que la Física, creación sorprendente y nunca antes vista que brinda al ser un nuevo territorio bajo la eternidad inmutable de la esfera

27 Según la mayoría de especialistas en Aristóteles, la Física habría sido escrita

incluso antes de dejar la Academia. Todos los libros menos el VIII pertenecerían a la época inmediatamente anterior a la muerte de Platón, y podrían haber sido escritos al modo de disertaciones de clase. También el De Caelo, aunque posterior, es consi-derado un tratado de juventud (cf. Introducción a la Física, J. L. Calvo Martínez, Madrid, Gredos, 1996).

28 Es lo que Bergson denomina en su trabajo «volver la niebla más espesa

an-tes de disiparla». Él mismo parece contagiarse de este procedimiento; véase si no el anticlímax que supone la parte VII de su trabajo.

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24

de las estrellas. Hasta donde nos es posible conocer, todas las escuelas filosóficas griegas hicieron del lugar, como del «aho-ra», parte crucial de sus investigaciones lógicas y físicas. La de Aristóteles, por una u otra razón, es la que en mejor estado nos ha sido legada. Y a través de su propia e imponente alambrada conceptual, desde la división inicial entre lugar en acto y en potencia hasta la paradoja realizada del movimiento esférico, pasando por la más formidable de sus braquilogías29, podemos

casi aprender de primera mano cómo un habitante del Ática se sentía habitar el mundo y cómo percibía muy vivamente ese peligro que amenazaba con barrerlo todo a su paso a poco que se desatara la bolsa de Eolo30 (en este sentido, la intuición que

Grecia y Bergson comparten respecto a un movimiento sin mó-vil no puede ocultar la gran diferencia en la imagen que una y otro se forman de él –hostil en un caso, amable en el otro–: dos rostros de un mismo «afuera del concepto» que ilustran bien el paso de lo antiguo a lo moderno que el autor francés quiso encarnar). Crear un hogar móvil y plástico en mitad de ese fondo insondable evitando a la vez verse arrastrados a las apo-rías de Zenón parece ser el singular funambulismo puesto en práctica a través de la filosofía, erigida a medio camino de las tradiciones previas de Jonia y Elea, o, llevado al extremo, entre el caos hesiódico y la pretensión de eternidad ya irrecuperable que contaba sus horas con el declinar de Egipto. Con el estudio

29 Phys. IV, 212a14. Entre los méritos de la tesis Bergson podemos incluir el

haber añadido la suya propia respetando al máximo el espíritu aristotélico (cap. VIII, p. 93).

30 Según leemos en la Odisea, Eolo regaló a Odiseo una bolsa que contenía

todos los vientos y que debía ser utilizada con sumo cuidado. Sin embargo, la tri-pulación de Odiseo abrió la bolsa al creer que contenía oro, provocando con ello graves tempestades. La nave terminó regresando a las costas de Eolia, pero el dios, tras haberles obsequiado anteriormente con un viento favorable a la navegación, se negó a prestarles más ayuda.

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del lugar, un filósofo –ya fuera atomista, platónico, aristotélico o estoico31– se lo jugaba absolutamente todo: domar el

movi-miento para vivir como un griego.

Acerca de la traducción

En la traducción del texto hemos tratado de preservar la austeridad expresiva del original en latín, que a menudo da la impresión de resistirse deliberadamente al empleo de imágenes y modismos. En ocasiones nos hemos servido como ayuda de la traducción francesa de Robert Mossé-Bastide, L’idée de lieu chez Aristote, aparecida en Les Études bergsoniennes, Vol. 2 (París, Albin Michel, 1949), y recogida posteriormente en Mélanges. Recogemos, por supuesto, todas las notas al pie de Bergson. Se incluye además la traducción de los pasajes de Sim-plicio, Filópono, Alejandro y Teofrasto que no poseen versión en castellano. Respecto a los pasajes griegos que Bergson vuelca al latín en el cuerpo principal del texto, siempre hemos con-servado la literalidad de la traducción de Bergson, añadiendo además al pie la referencia correspondiente por si el lector de-sea cotejarla con una traducción más actual (en el original se introduce al pie la versión griega, lo cual contribuye a aumen-tar considerablemente la extensión de las notas).

Sobre el título de la obra, hemos preferido usar «concepto de lugar» en lugar de «concepción» o «idea». En la traducción

31 La rivalidad que más vivamente se pone de manifiesto en las primeras obras

de Aristóteles es sin duda la que mantiene con Demócrito, quién sabe si por in-fluencia de Platón, de quien se decía que había querido quemar todas las obras del Abderita (Diógenes Laercio, IX, 40). Lo que parece claro es que Demócrito y Aris-tóteles fueron los dos gigantes del pensamiento físico griego y los que contribuyeron a hacerlo avanzar más allá del límite trazado por Anaximandro, Heráclito y las aporías de Zenón, a las que ambos tienen por interlocutoras habituales.

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26

francesa se empleó este último término, seguramente por vo-luntad de enmarcarlo, con buena fe, en el ámbito de la amplia rama de las humanidades que es la «Historia de las Ideas». Ciertamente, el lugar aristotélico no posee ni la connotación kantiana ni la platónica de «Idea», pese a que la segunda enca-je algo mejor con el enfoque cosmológico que el autor le da fi-nalmente a su trabajo. En cualquier caso, nos parece que Berg-son se mantuvo a lo largo de su obra bastante ajeno, cuando no decididamente hostil, a las habituales consideraciones histo-ricistas y progresistas del tiempo. «Concepto» da mejor cuenta de lo que Bergson hace en su trabajo, conectándolo además con el resto de su obra, especialmente con la «Introducción a la metafísica», y con su muy personal visión de la historia de la filosofía y de sus protagonistas como «creadores de conceptos» (véase nota 22 de esta presentación).

Antes de terminar, me gustaría mostrar mi sincero agrade-cimiento a Nuria Sánchez Madrid, profesora de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, por sus traducciones de los pasajes en griego de Filópono, y a Victoria González Berdús, estudiante de Filología Clásica en la Uni-versidad de Sevilla, por su inestimable ayuda con algunos pa-sajes latinos de cierta dificultad. Finalmente, agradecer a Juan José García Norro, director del Departamento de Filosofía Teorética de la Facultad de Filosofía de la UCM, la confianza depositada en mí para la realización de esta tarea.

Antonio Dopazo

(28)

EL CONCEPTO DE LUGAR

EN ARISTÓTELES

QUID ARISTOTELES DE LOCO SENSERIT

Thesim Facultati litterarum Parisiensi proponebat

H. Bergson

SCHOLAE NORMALIS OLIM ALUMNUS

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(30)

PREFACIO

Aristóteles discurre en el libro IV de sus investigaciones físicas en torno a ciertas cuestiones bastante oscuras relativas al lugar, sin que en ninguna otra parte sea examinado punto por punto y con claridad el espacio tal y como hoy lo enten-demos. Valdrá la pena por ello exponer palabra por palabra y una a una, si somos capaces, todas las dificultades que dicho libro encierra, así como extraer una definición del lugar capaz de hacer manifestarse tanto el pensamiento recóndito como la sucesión de argumentos que llevaron a Aristóteles a una teo-ría por medio de la cual, sustituyendo el espacio por el lugar, parecería haber eludido más que zanjado una discusión que a ojos actuales remite primordialmente al espacio. Lo esen-cial, en cualquier caso, es captar adecuadamente el verdadero pensamiento de Aristóteles; si conseguimos sacarlo a la luz, el

resto se tornará perfectamente claro1.

1 Brandis (Aristoteles, II, 2, p. 739-751) se ocupa de la definición aristotélica

del lugar, aunque, más que explicar los argumentos de Aristóteles, los enumera y resume. E. Zeller esboza distinguidamente la cuestión, pero más que fijarse

en las dificultades particulares del problema, las toca sólo de pasada(Philos. der

Griechen, ed. Tertia, II, 2, p. 398). Poco, pero valiosísimo, es lo dicho por F.

Ra-vaisson sobre la cuestión del lugar (Métaphysique d’Aristote, vol. I, p. 565, 566). Wolter (De Spatio et Tempore, quam praecipua Aristotelis ratione habita, Bonn,

1848) distribuyeordenadamente algunas partes del libro IV de la Física. Su

inten-ción es ajustar a la filosofía moderna la definiinten-ción aristotélica del lugar, y esllevado

por ello a afirmar que Aristóteles habría tratado no sólo del lugar, sino también

del espacio, error que nuestra argumentación refuta por entero. Ule comparala

doctrina aristotélica con la doctrina kantiana (Untersuchung ueber den Raum und

die Raumtheorie des Aristoteles und Kant, Halle, 1850). Brevemente,Ule pretende probar en su opúsculo que la «substancia» es algo intercalado entre el mundo y Dios; nada, a nuestro parecer, más alejado de la doctrina de Aristóteles.

(31)
(32)

I

Argumentos por los que Aristóteles establece que el lugar es algo Antes de nada, Aristóteles establece por numerosos argu-mentos que el lugar es algo determinado; algunos de ellos, no obstante, no están desprovistos de cierta oscuridad derivada de su aparente incompatibilidad con el resto de su filosofía. Se resolverá sin embargo el problema observando que Aristóte-les expone aquí la opinión común más que la suya propia. La naturaleza del lugar la examinará en otra parte; por el momen-to, no se trata más que de lo siguiente: nadie piensa o habla, ni aun en el caso de que su palabra o pensamiento sean falsos, sin reconocer por ello mismo que el lugar es algo.

Así, de todas las cosas que son decimos que se encuentran en alguna parte. En segundo lugar, aunque tenemos conoci-miento de toda suerte de moviconoci-mientos o cambios, empleamos con exactitud y propiedad el nombre de movimiento sólo para

aquel concerniente al lugar1. Por otra parte, el hecho de que

los cuerpos se sucedan los unos a los otros basta para mostrar que están sobre un escenario inmóvil donde se reemplazan

al-ternativamente2. En efecto, allí donde por ejemplo había agua,

encontraremos primeramente aire, seguido de algún otro ele-mento, lo cual no podría suceder de ningún modo si el lugar se confundiera con las cosas que contiene. Este argumento, in-vocado con frecuencia por Aristóteles, se comprenderá plena-mente si se considera el agua contenida en una vasija: mientras permanece allí, parece formar cuerpo con ella, de manera que pensamos que el agua y la vasija pueden constituir un sólido. Pero si el aire reemplaza al agua, al no poder confundirse ya la

1 Phys. IV, 208 a 29. Cf. Phys. VIII, 260 a 25; Phys. VIII, 261 a 27.

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32

vasija ni con el agua ni con el aire, pasa a distinguirse necesa-riamente de una y otro. Lo que está en juego ante todo, según parece, es saber si el lugar puede ser comparado con una vasija o cualquier otra cosa existente por sí misma. Ahora bien, al hacer de esta comparación un argumento, ¿no está Aristóteles decidiendo de antemano el resultado de la discusión? Aris-tóteles incurriría sin duda en tal reproche si estuviera defen-diendo aquí su propia causa. Lo cierto, sin embargo, es que se limita a apelar al testimonio del sentido común: cada vez que éste último pretende que el aire toma el lugar del agua, deja entrever con tales palabras una cierta semejanza del lugar con la vasija o el recipiente.

No de otro modo interpretamos el argumento que Aristó-teles extrae del movimiento de los cuerpos simples y natura-les: «Si cuando no se presenta ningún obstáculo todo lo que es fuego tiende hacia arriba y lo que es tierra hacia abajo, se sigue de ello necesariamente que el lugar parece no sólo ser algo,

sino también poseer una cierta fuerza»3. Por otro lado, sin

em-bargo, Aristóteles niega al lugar un puesto entre el número de

las causas4, explicando además un poco más adelante cómo los

elementos se dirigen al lugar que les es propio sin ser

empuja-dos o atraíempuja-dos por fuerza alguna5. Concluimos entonces que

se trataba inicialmente más de la opinión común que de la del propio Aristóteles.

No son sólo arriba y abajo, sino también las otras oposiciones –derecha e izquierda, delante y detrás– las que la naturaleza

misma ha determinado por leyes fijas6. Estas oposiciones

po-drán dar la impresión de adecuar sus determinaciones a nuestra

3 Phys. IV, 208 b 8.

4 Phys. IV, 209 a 20. 5 Phys. IV, 215 a.

6 De Caelo, I, 271 a 26.

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imaginación –éste el caso siempre que, por giro de nuestro cuerpo, los objetos que estaban detrás de nosotros pasan a es-tar delante, los que estaban a la derecha, a la izquierda, y los que estaban encima, debajo–; sin embargo, dado que lo que es fuego –es decir, ligero– se eleva hacia una región determina-da que ocupa la parte superior del universo, mientras que un movimiento contrario concierne a lo que es tierra –y por tanto pesado–, es preciso que las oposiciones de este género no de-pendan de la orientación de nuestro cuerpo, sino que tengan una existencia propia y conserven una ubicación fija e

invaria-ble en el universo7. Ello se verá muy claro si se acude al libro

II del De Caelo8 y al I de la Reproducción de los animales9, o

incluso a los pasajes del Movimiento de los animales, que, sin ser obra del propio Aristóteles, no por ello deja de

transmi-tirnos el pensamiento aristotélico10. Podemos concluir que no

hay derecha o izquierda, arriba o abajo, delante o detrás más que para el ser animado o vivo: estando éste en posesión de un centro al que remitir todo lo demás, dichas oposiciones están para él perfectamente determinadas y definidas. Ahora bien, dado que el universo de Aristóteles es en sí mismo un ser vivo, es ante todo en él donde se encontrarán estas opo-siciones: habrá así una derecha por donde salen los astros y una izquierda por donde se ponen, un arriba al que los objetos ligeros se elevan volando y un abajo hacia el cual descienden los pesados. Si se tiene en cuenta que el hombre es también un ser animado cuyo centro, no obstante, lejos de permanecer inmóvil como el del universo, puede volver-se en cualquier dirección, volver-se estimará posible que, inmóviles

7 Phys. IV, 208 b 14.

8 De Caelo, II, 284 b 30.

9 De Generatione Animalium, I, 12, 15, cf. Historia Animalium, I, 12, 12.

(35)

34

para el universo, estas mismas oposiciones devengan móviles para él. Pero regresemos a nuestra cuestión. El lugar es algo, diremos, en tanto definido en el universo por oposiciones de-terminadas.

Podemos pasar ahora a dilucidar la argumentación concer-niente a las figuras geométricas. «Los objetos matemáticos, pese a no estar en un lugar, tienen sin embargo, según nuestra posición, una derecha y una izquierda que no les son dadas por naturaleza, sino que no son llamadas así más que a causa

de esta posición misma»11. Concluiremos que estas últimas

di-recciones no han sido dadas por la naturaleza si consideramos que las figuras geométricas no son seres animados, sino que de ellas decimos que no son más que en la medida en que nuestro

espíritu las concibe12. Si algunas de sus partes se nos aparecen

a la derecha y otras a la izquierda, ello se debe a que transfe-rimos las oposiciones de este género desde nuestro cuerpo a las figuras según la posición que nuestro espíritu atribuye a cada una de ellas. Se comprenderá, en fin, que hay ahí un argu-mento convincente si se lo hace derivar de aquello que, según Aristóteles, se produce en nosotros: la imagen del lugar está tan arraigada en nuestro espíritu que asignamos un lugar y las oposiciones relativas al mismo incluso a aquellos objetos que no ocupan lugar alguno.

Restan dos argumentos, de los cuales el primero puede ser expuesto bajo la siguiente forma: «Los que sostienen la exis-tencia del vacío admiten por ello la exisexis-tencia del lugar, ya que

11 Phys. IV, 208 b 22. Leemos con Simplicio «las tienen sólo por posición

y no tienen ninguna de ellas por naturaleza» (ed. Diels, p. 525, 526), y no la interpretación innecesaria hecha por Alejandro que adoptaron las copias («de modo que su posición es meramente conceptual»; Cf. Simplic., ed. Diels, p. 526, 1, 16 y ss.).

12 Cf. Metaph. XIV, 1092 a 17.

(36)

el vacío sería un lugar desprovisto de cuerpo»13. Admitiendo,

en efecto, que el espacio vacío no se da en ninguna parte –y Aristóteles pasará a demostrarlo un poco más abajo–, lo que la mayoría ha dicho acerca del vacío prueba sin embargo que una cierta imagen del lugar se forma en su espíritu. Se pue-de afirmar que el sentido y el valor pue-del segundo argumento, adoptado en esta ocasión por Hesíodo, son completamente idénticos: el Caos es la primera de todas las cosas, en tanto lugar de aquellas que vendrán después: «La potencia del lugar sería entonces en cierto modo extraordinaria y anterior a todas las cosas. Pues una cosa sin la cual ninguna otra existe, pero que existe ella misma sin las demás, tendrá necesariamente el primer rango. Aunque perezcan las cosas que hay en el lugar,

él mismo no perecerá»14. Aristóteles, por su parte,

establece-rá por numerosas razones que el lugar no es algo ni antes de las cosas ni sin ellas. Siendo así, la argumentación aristotélica no lleva evidentemente más que hasta este punto: estamos tan lejos de tomar al lugar por una nada, que la opinión corriente tiende, por el contrario, a otorgarle una importancia desmedi-da. Pero ya hemos dicho bastante de la opinión común; inves-tiguemos ahora la naturaleza del lugar tomado en sí mismo.

13 Phys. IV, 208 b 25.

(37)

36 II

Dificultades con las que, según Aristóteles, se han de topar quienes discutan acerca del lugar

Antes de abordar propiamente la descripción del lugar y según su costumbre, Aristóteles pone de manifiesto toda la oscuridad que envuelve a la cuestión, contribuyendo posible-mente a aumentarla al hacer de ella su exposición. En efecto, si buscamos el género al cual pertenece el lugar, Aristóteles nos pone en guardia contra diversas dificultades que, aunque opuestas, son igualmente insuperables, ya procedamos a re-ducir el lugar a la masa corpórea, ya optemos por otorgarle

una naturaleza completamente diferente1. Pues, en primer

lu-gar, la identidad de la masa corpórea y del lugar del cuerpo es atestiguada, según parece, por los tres elementos comunes al

lugar y al cuerpo: longitud, anchura y profundidad2. Pero

da-remos en la opinión contraria si consideramos que dos cuerpos

no pueden fundirse en uno solo3, lo cual se produciría de forma

manifiesta si el lugar donde el cuerpo se ubica fuera tomado él mismo como un cuerpo. En ausencia del cuerpo queda el lugar, de lo cual se deduce que o bien el lugar difiere de la naturaleza corpórea o bien dos cuerpos parecen estar al mismo tiempo uno dentro del otro.

Pero he aquí que se va a demostrar que, lejos de diferir de la naturaleza del cuerpo, el lugar es partícipe de ella en el más alto grado. En efecto, al igual que para el cuerpo mismo, es preciso para la superficie y los otros límites del cuerpo un es-pacio fijo y definido, pues allí donde resultaba visible la su-perficie del agua, o la línea o el punto, encontraremos luego

1 Phys. IV, 209 a 4. 2 Phys. IV, 209 a 5. 3 Phys. IV, 209 a 6.

(38)

preferentemente la superficie del aire, la línea del aire y el pun-to del aire. Ahora bien, del mismo modo que no hay ninguna diferencia entre el punto y el lugar del punto, confundiremos el lugar de la superficie con la superficie y el lugar del cuerpo

con el cuerpo4.

Vacilaremos, sin embargo, nuevamente al responder por qué no hay diferencia entre el punto y el lugar del punto. Fi-lópono y Simplicio se esfuerzan, de manera opuesta pero en ambos casos penetrante, por arrojar luz sobre esta oscura ar-gumentación de Aristóteles. En efecto, si distinguimos el pun-to indivisible del lugar del punpun-to, introducimos en el punpun-to

indivisible dos elementos: el punto y el lugar del punto5. Tal

es el parecer de Simplicio. Filópono juzga de otro modo, a mi parecer más conforme a la doctrina de Aristóteles. He aquí su razonamiento: si se atribuye también al punto un lugar que le es propio, se representará, por ejemplo, más arriba o más aba-jo el lugar natural de dicho punto. Pero dado que llamamos pesados a los cuerpos que ocupan por naturaleza un lugar inferior, y ligeros, al contrario, a aquellos que se elevan hacia un lugar superior, le estaremos asignando necesariamente al punto una pesantez o una ligereza, lo cual no puede

enten-derse de ningún modo6. Nosotros añadiremos una tercera

4 Phys. IV, 209 a 8. Cf. De Anima I, 409 a 21.

5 Simplic. in Phys., ed. Diels, p. 531, 1, 24: «Pero se podría demostrar del

siguiente modo que no hay lugar de un punto y que no hay forma de distinguir un punto de su lugar: si el lugar es igual a lo que está en él, habrá un lugar sin partes para un punto; pero lo que no tiene partes es un punto, de modo que el lugar será un punto de un punto. Ahora bien, dos puntos, si coinciden, pasan a ser en acto un punto y no ya dos. De modo que es imposible que un punto sea una cosa y el lugar del punto otra» (trad. cast. de todos los pasajes de Simplicio, Antonio Dopazo).

6 Philop. in Phys., ed. Vitelli, p. 507, 1, 35 y ss. «Por otra parte, si el punto

tiene un lugar, puesto que las diferencias principales del lugar son dos, el arriba y el abajo, y éstas se añaden a las restantes cuatro, y no es razonable suponer otra diferencia relativa al lugar, está claro que el lugar tendría que distinguirse del punto

(39)

38

interpretación derivada de la definición aristotélica del lugar. Aristóteles, en efecto, establece por pruebas y argumentos que ningún cuerpo puede ocupar un lugar más que en el interior de otro cuerpo en el que ha sido ubicado y en el interior del cual se mueve. Pero un punto indivisible no puede de ninguna manera estar contenido o envuelto, ya que no podría ser toca-do por cosa alguna sin verse mezclatoca-do con ella de inmediato. Más aún, no podría ni siquiera moverse, pues tal y como de-mostrará Aristóteles en el libro V de la Física, el movimiento de un punto indivisible no puede ni ser algo ni concebirse en modo alguno. De todo lo cual se sigue que el punto carece de lugar.

¿Qué más añadir? Respecto al primer argumento, Aristóte-les establece que no se obtiene un lugar distinto o separado del cuerpo considerando las partes una a una; se obtiene conside-rándolas a todas en conjunto. De manera que uno se contradi-ce cuando atribuye un lugar tanto a las partes del cuerpo como al cuerpo entero. Resolverá con elegancia esta dificultad mos-trando que las partes del cuerpo ocupan un lugar en potencia,

mientras que el cuerpo lo hace en acto7. Volveremos sobre esta

cuestión más adelante. Baste con decir por el momento que Aristóteles vuelve la niebla más espesa antes de disiparla.

Pasemos a la otra disputa. Dado que el lugar se distingue del cuerpo, ¿no deberá contarse ya entre los elementos cor-póreos, ya entre los incorpóreos? Pero no podemos asimilar un elemento corpóreo a lo que difiere de la naturaleza del

por alguna de estas diferencias, de suerte que se encontraría arriba o abajo por naturaleza. Así, el punto mismo sería pesado o ligero (pues lo que corresponde por naturaleza al lugar superior es ligero, y pesado lo que corresponde al inferior). Pero es imposible que el punto sea pesado o ligero, de modo que es imposible que tenga un lugar» (trad. cast. de todos los pasajes de Filópono, Nuria Sánchez Madrid).

7 Sobre las líneas indivisibles, 971 b 7.

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