Independencia judicial:el espacio de la discreción
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(2) 1ª lección Es posible dar la vuelta a todo un ordenamiento jurídico nada más que mediante interpretación. Bernd Rüthers, Derecho degenerado. Teoría jurídica y juristas de cámara en el Tercer Reich.. 2 .
(3) ÍNDICE INTRODUCCIÓN ...........................................................................................................7 1. ORÍGENES Y CONSTRUCCIÓN DE LA INDEPENDENCIA JUDICIAL 1.1.- División de poderes: los orígenes teóricos de la independencia judicial ................13 1.1.1.- Avant la garde: la distribución del poder .................................................14 1.1.2.- El fundamento teórico de la división de poderes .....................................17 1.1.2.1.- Hobbes y Locke .........................................................................19 1.1.2.2.- Montesquieu y Rousseau ...........................................................29 1.1.2.3.- Buceando en la naturaleza humana ...........................................40 1.2.- La construcción de la independencia judicial: la emancipación del juez frente al poder político. Los modelos judiciales ............................................................................44 1.3.- Las críticas a los modelos tradicionales de división de poderes. Las nuevas formulaciones ..................................................................................................................54 2. LA INDEPENDENCIA JUDICIAL 2.1.- La independencia judicial como garantía institucional y de invulnerabilidad ........70 2.2.- Las dimensiones de la independencia judicial ........................................................78 2.2.1.- Independencia judicial externa .................................................................80 2.2.1.1.- De nuevo sobre la división de poderes: independencia frente al resto de poderes del estado. Modelos judiciales y presupuestos económicos ..............................................................................................80. 3 .
(4) 2.2.1.2.-. Opinión pública y medios de comunicación. El malentendido del llamado control social ........................................................................88 2.2.2.- Independencia judicial interna ...............................................................106 2.2.3- Independencia interior .............................................................................116 3.- LA INCIDENCIA DEL CONSTITUCIONALISMO EN LA FUNCIÓN JUDICIAL 3.1.- El falso dilema entre juez aplicador y juez creador ..............................................124 3.2.- La caracterización del Estado Constitucional .......................................................132 3.3.- Constitución y democracia. La Constitución como manifestación de la división de poderes ...........................................................................................................................142 3.3.1.- La objeción democrática y el conflicto entre generaciones....................143 3.3.2.- La objeción democrática a la justicia constitucional ..............................148 3.3.3.- Distribuyendo el poder: buenos propósitos y sacrificio .........................157 3.4.- La Constitución, campo de batalla moral ..............................................................166 3.4.1.- Las armas de la contienda. El monismo ético. .......................................167 3.4.2.- El constitucionalismo iusfundamentalista o expansivo. El proceso de constitucionalización .........................................................................................175 3.4.3.- Los jueces, ¿señores del derecho? ..........................................................178 4.- EL ESPACIO DE LA DISCRECIÓN (I) 4.1.- Discreción/ Discrecionalidad. ...............................................................................189 4.2.- Los materiales de la discreción judicial. El derecho y la moral. ...........................199 4.3.- Sobre la manera en que la moral habita en el derecho. .........................................211 4 .
(5) 4.2.1.- Principios y reglas ..................................................................................212 4.2.2.- Buscando la (inexistente) derrotabilidad ................................................220 4.2.3.- El recurso a la ponderación ....................................................................244 5.- EL ESPACIO DE LA DISCRECIÓN (II) 5.1.- La legitimidad de las decisiones judiciales. ..........................................................255 5.1.1.- Sistemas de acceso y legitimidad judicial ..............................................256 5.1.1.1.- Los sistemas de acceso como parte de la configuración institucional del Poder Judicial. Sobre el malentendido de la legitimación democrática ............................................................................................257 5.1.1.2.- Los sistemas de acceso como condicionantes de la labor interpretativa de los jueces .....................................................................270. 5.1.2.- La pretendida legitimación argumentativa de la función judicial; insuficiencia de las teorías de la argumentación jurídica ..................................274 5.1.2.1.- Alexy y el bucle melancólico ..................................................277 5.1.2.2.- El realismo de MacCormick ....................................................282 5.1.2.3.- Conclusión: Pretensión de corrección y modos de habla, una perspectiva adecuada. ............................................................................285 5.2.- ¿Poder judicial o jueces como poder social? Evolución vs. Desestabilización. ...291 5.3.- Las bases de la legitimidad judicial.......................................................................306 5.3.1.- La obligación de vinculación al sistema .....................................306 5.3.2.- Autocontención y valentía ..........................................................317. 5 .
(6) CONCLUSIONES .......................................................................................................323 BIBLIOGRAFÍA .........................................................................................................349. 6 .
(7) INTRODUCCIÓN La función de juzgar es una de las más características de la vida humana en colectividad. Hay jueces desde que hay sociedad, y puede incluso que los hubiera antes de que hubiese reyes o sacerdotes, o que estos fueran jueces antes o a la vez que gobernantes civiles o religiosos. La función de juzgar se ha ejercido desde el principio de los tiempos y siempre ha comportado un peculiar ejercicio de poder. Naturalmente ha variado la manera en que los jueces impartían justicia, su encaje en el entramado político-institucional y el modo en que han sido y son percibidos por la sociedad, pero lo que no ha cambiado es el enorme poder que ejercen. A pesar de ello, en muchas ocasiones el poder de los jueces pasa desapercibido. A los ojos de una sociedad ensimismada en sus múltiples preocupaciones, los jueces se muestran como instrumentos anónimos de una maquinaria burocrática lejana y no pocas veces incomprensible que soluciona los problemas de forma automatizada. No aparecen como sujetos que detentan un poder social que les ha sido delegado, sino como burócratas diestros en el manejo de complejas técnicas jurídicas que escapan al común de los ciudadanos y que ellos aplican escrupulosa y objetivamente y según procedimientos estandarizados. No es extraño por ello que, en el imaginario popular dominante, la actividad judicial sea con frecuencia vista como objetiva, neutral y certera. Naturalmente las cosas no son así, y de hecho un cierto escepticismo hacia esa imagen de asepsia e infalibilidad judicial (más o menos intenso, según las épocas y las corrientes) siempre ha estado presente. En los últimos tiempos, además, ese escepticismo se ha visto acrecentado en parte por el influjo de los medios de comunicación y las redes sociales, capaces de convertir casos de especial interés social en paradigmas de controversia política, con el resultado de que hoy, quizás más que nunca, la sociedad parece haber descubierto que “hay jueces”. Pero por muy significativos que resulten esos casos mediáticos y por grande que sea su potencial para generar debates sociales, el poder de los jueces sigue siendo en gran medida silente.. 7 .
(8) Los jueces ejercen un enorme poder en cada una de las decisiones que toman y en cada uno de los asuntos que resuelven. Y lo ejercen no solo porque hagan efectivo el mandato directamente conferido por la soberanía popular, sino porque tienen la capacidad real de apartarse del mismo mediante un ejercicio extralimitado de sus facultades. Es verdad que este riesgo ha estado siempre presente, pero también lo es que el constitucionalismo lo ha potenciado significativamente, a tal punto que se ha llegado a decir -con elocuente expresión- que los jueces se han convertido en los nuevos señores del derecho. El fenómeno parece en cierto modo “natural”, porque es verdad que las modernas constituciones, con su proclamación de derechos y su carácter normativo, han redimensionado inevitablemente el papel del juez, que debe ahora garantizar la ley pero también esos derechos. Pero ha experimentado una inquietante deriva, pues en el marco del constitucionalismo ha arraigado con fuerza una interpretación expansiva de la constitución (lo que podría denominarse sin grave esfuerzo un constitucionalismo expansivo) que parece preconizar una extralimitación de las funciones judiciales: en nombre de un monismo ético difícilmente compatible con la pluralidad de valores recogida en las constituciones modernas, tal concepción ha convertido a los jueces en valedores y administradores de los principios constitucionales y a las leyes en razones para la acción que pueden ser discutidas permanentemente por ellos. El fenómeno es preocupante, pues esta interpretación expansiva de la constitución pone en riesgo no solo el equilibrio entre la Constitución y el principio democrático, sino también, y precisamente por ello, el mantenimiento de la misma democracia, entendida esta como sistema político basado de manera prototípica en la pluralidad de valores que interaccionan entre ellos de manera constante y no siempre armónica y sustentan proyectos políticos que pueden sucederse en el tiempo. Cuando los jueces, en nombre de un monismo ético constitucional, sienten la tentación de deslizarse hacia un proyecto ético particular hacen algo más que desvirtuar o limitar la acción del legislador. Reducen, además, la acción potencialmente posible de los valores en juego y, en consecuencia, disminuyen los incentivos ciudadanos para adherirse al proyecto democrático. El contexto descrito es el punto de partida del que arranca este trabajo, que tiene como principal objetivo realizar un análisis sobre las posibilidades y límites del ejercicio de la función judicial en el marco del programa constitucional-democrático. El 8 .
(9) presupuesto metodológico del que se parte es que una reflexión fructífera sobre el poder de los jueces no puede considerar solo una dimensión del fenómeno, sino que debe abarcar los diferentes aspectos que intervienen en la actuación judicial e incorporar por ello. consideraciones. históricas,. institucionales,. teóricas,. filosófico-políticas. y. sociológicas. Con esta perspectiva amplia y plural de enfoques el trabajo se ha dividido en cinco capítulos. En el Capítulo primero se intentará situar la actuación judicial dentro del marco de los grandes modelos político-institucionales que fundan la independencia judicial. Se considerará la manera en que la división de poderes sobre la que se asienta la independencia judicial ha evolucionado en dos ámbitos políticos, el propio de Estados Unidos de América, tributario de las aportaciones teórico-intelectuales de Hobbes y Locke, y el de la Europa continental, tributario fundamentalmente de las teorías de Montesquieu y Rousseau. Sea desde el optimismo o el pesimismo antropológico, sea desde el racionalismo o el irracionalismo, las dos grandes culturas jurídicas han generado modelos judiciales muy distintos pero que sirven a un mismo designio: la defensa de la libertad del individuo, que es la clave en la que debe ser leída la división de poderes y la independencia judicial. Sin embargo, la concepción de la división de poderes no es cuestión cerrada, y en la actualidad pueden detectarse tanto críticas a las concepciones clásicas como nuevas propuestas. Se analizan aquí algunas de las más significativas, como las que reclaman la instauración de un nuevo poder de integridad capaz de controlar a todos los demás evitando así la desviación de poder y la corrupción. No obstante, aquí se sostendrá que la propuesta pierde gran parte de su interés cuando se repara, no ya solo en la infinidad de órganos de control que funcionan hoy en día en los países occidentales, sino aún en mayor medida en que la función de control del resto de poderes y entidades públicas y privadas viene desempeñándose por el poder judicial con un éxito más que razonable. Sobre la base de los referidos modelos institucionales el Capítulo segundo se dedica a la consideración de las diferentes manifestaciones de la independencia judicial, tomando como marco de análisis la tradicional distinción entre la independencia “externa” y la “interna”, y la que podríamos denominar independencia “interior”. En el ámbito de la independencia externa y sus implicaciones ya clásicas, que imponen al resto de poderes respeto a la actuación del judicial, se reflexiona de manera más 9 .
(10) específica sobre la conveniencia de establecer algún tipo de garantía presupuestaria que proteja al poder judicial de las interferencias del resto de poderes. Y se sostiene sobre todo que la independencia externa debe hacerse también efectiva frente al influjo de los medios de comunicación y las redes sociales, que alimentan la formación de una pretendida opinión pública que, ni puede confundirse con la voluntad popular expresada en los procesos electivos democráticos, ni puede por consiguiente erigirse en control social de los jueces. Por lo que respecta a la independencia judicial interna, se analizan las posibles implicaciones para la misma que derivan de la existencia de órganos específicos de gobierno de los jueces, y se revisa en tono crítico el argumento -tantas veces esgrimido- de que el establecimiento institucional de mecanismos de vinculación de los jueces a la jurisprudencia (o al precedente) de otros jueces o tribunales superiores es contrario a su independencia. Finalmente, se analiza lo que aquí hemos denominado independencia interior, que se asienta sobre el hecho de que la independencia no constituye solo una garantía para los jueces sino también, y en no menor medida, una obligación de someterse al derecho y solo al derecho. Esta obligación implica conocimiento y consciencia de los requerimientos y limitaciones del sistema, y un compromiso. personal. e. irrenunciable. de. decidir. al. margen. de. cualquier. condicionamiento externo, sea cual sea su origen, o interno, relativo al propio background del juez. Considerar esta dimensión de la independencia tiene interés porque permite romper la paradoja autorreferencial que implica afirmar que el juez está sometido a un derecho que él mismo interpreta, y llama la atención sobre los condicionamientos derivados del sistema. Como existen posiciones contradictorias sobre la manera en que los jueces deciden, y en particular sobre si “crean” o no derecho, el Capítulo tercero se dedica a considerar sucintamente esta discrepancia, mostrando como más adecuadas las posiciones intermedias (a lo Hart), que reflejan de manera más acertada la complejidad de la labor judicial. En todo caso, en este momento histórico resulta imposible entender la decisión judicial sin referencia al marco del Estado Constitucional, que por ello mismo se describe en sus rasgos más característicos. Tal descripción -aún realizada de manera somera- no pretende ser un mero excurso, sino la base para desarrollar una de las ideas esenciales de este trabajo: que las modernas constituciones son la más reciente y depurada manifestación de la división de poderes, por la que la propia soberanía popular, aún siendo conceptualmente indivisible, se divide desde la perspectiva 10 .
(11) funcional tanto para protegerse mejor de sus propios excesos como para hacer posibles planes colectivos de actuación a largo plazo. La consecuencia de lo anterior es que el constitucionalismo no debe ser visto solamente como un reconocimiento de derechos, sino también como el sacrificio de renunciar a decidirlo todo en todo momento, renuncia que no puede ser desconocida o traicionada por los jueces ampliando sus consecuencias en detrimento del principio democrático. De lo anterior derivará otra de las bases de esta reflexión: que el constitucionalismo es algo distinto al constitucionalismo expansivo, en cuanto el primero se basa en la pluralidad de valores mientras que el segundo los reduce por medio de un monismo ético. Y del mismo modo, que el juez del constitucionalismo y el del constitucionalismo expansivo representan modelos distintos e incompatibles entre sí, en cuanto el primero es el administrador de la tensión entre la constitución y la democracia mientras que el segundo limita las alternativas democráticas en nombre de los principios constitucionales, a los que confiere una amplitud de acción no prevista en el sistema. Sobre la base de estas reflexiones, relativas a factores político-institucionales, pueden ya abordarse con mejor perspectiva algunos aspectos problemáticos de la interpretación judicial. En el Capítulo cuarto se intenta distinguir entre la discrecionalidad y la discreción judiciales, con la finalidad de discernir cuándo el intérprete se enfrenta realmente a una situación de indeterminación en el derecho y puede ejercer legítimamente un poder discrecional. Se analizan a estos efectos los materiales de la decisión judicial, las reglas y los principios, el derecho y la moral, y se presenta su interacción como la excusa de una lucha de poder. Y se plantea en consecuencia que lo que realmente está en juego en el debate sobre derecho y moral es de dónde proceden los principios que los jueces indefectiblemente aplican. Contrariamente a lo que se sostiene en ocasiones, mantendremos aquí que el positivismo se encuentra en excelente posición para propiciar una discusión fructífera sobre esta cuestión, pues resulta más idóneo para desenmascarar los intentos de recurrir a principios extraños al propio sistema en virtud de una pretendida moral crítica superior incluso a la propia Constitución. En relación con esto último se presta atención, de un lado, a la tesis de la derrotabilidad de las normas -indagando en sus orígenes y su posterior expansión- y, de otro lado, al recurso a la ponderación, cuestiones ambas que en sus manifestaciones extralimitadas se presentan como la cara y la cruz de una administración principialista del sistema encaminada a relegar el papel de legislador. 11 .
(12) Tras este recorrido, en el Capítulo quinto puede ya abordarse de manera más directa el examen de los factores que determinan o condicionan el ejercicio legítimo del poder judicial, y que resultan especialmente relevantes para disciplinar el espacio de su discreción. Determinar cuáles son estos factores es esencial, porque de actuar o no conforme a ellos dependerá que los jueces se perfilen como un auténtico Poder del Estado que propicia la evolución del sistema al hacer posible su plenitud, o bien como un mero poder social que puede contribuir a desestabilizarlo. Para ello se examinan, en primer lugar, dos elementos a los que suele vincularse la legitimidad judicial: los sistemas de acceso y la actividad argumentativa. Los primeros, porque a veces se sostiene que los jueces provenientes de sistemas electivos (designados por autoridades políticas o por elecciones populares) gozan de una mayor legitimidad democrática, y por tanto de un mayor poder de acción, que los provenientes de sistemas de acceso objetivos. La segunda, porque -al calor de el desarrollo de las teorías de la argumentación- ha cobrado cuerpo la tesis de que esta puede justificar o legitimar cualquier decisión judicial por discrecional o “desvinculada” que esta sea. Sin desconocer la importancia que ambos factores puedan tener en la legitimidad de las decisiones judiciales se descarta aquí que puedan considerarse determinantes de la misma, y, por el contrario, se sugiere una tesis que en un contexto de sobreinterpretación constitucional donde las facultades de los jueces parecen no tener límites, merece ser destacada: que la decisión judicial se legitima fundamentalmente por su vinculación al sistema, esto es, por el conocimiento y la sumisión del juez a los requerimientos institucionales e interpretativos del sistema, el propio conocimiento de los factores subjetivos que pueden influir en la decisión, la identificación de los posibles influjos externos de toda índole, y la firme decisión de cumplir los unos y hacer frente a los otros. Lo que se sostendrá, en definitiva, en una aproximación cercana a la de las virtudes judiciales, es que el juez hace posibles todas estas exigencias mediante un ejercicio de autocontención y valentía.. 12 .
(13) 1. ORÍGENES Y CONSTRUCCIÓN DE LA INDEPENDENCIA JUDICIAL 1.1.. División de poderes: los orígenes teóricos de la independencia judicial La función judicial ha existido desde el principio de los tiempos1; no así la. independencia judicial, que en puridad no es imprescindible para la decisión de conflictos sociales. Lo único que resulta consustancial a la función judicial es la ajenidad del juez en relación con la controversia cuya solución se le encomienda, y solo a lo largo del devenir histórico se incorporan a la tarea judicial otros valores que se tornan imprescindibles. Así ocurre con la imparcialidad y por supuesto con la independencia judicial, que surge como exigencia del carácter progresivamente más complicado y refinado de las sociedades, de los sistemas jurídicos políticos y de las finalidades reclamadas por unos y otros. Ahora bien, por más que en su origen histórico y sus primeras manifestaciones la función judicial no incorporara la exigencia de independencia, es indiscutible que en el momento actual una y otra son ya inescindibles en cualquier comunidad política de convivencia que se tenga por civilizada. Se ha producido entonces una transformación nuclear de la función judicial cuyo motor ha sido la división de poderes. Y esta, a su vez, ha respondido a poderosas fuerzas que incluían no solo meras necesidades organizativas o de preservación del poder, sino también postulados de libertad y emancipación del individuo. Así que, como se intentará poner de manifiesto en este desarrollo, la función judicial ya inexcusablemente entendida como independiente, tiene su asiento en la división de poderes y en la preservación de la libertad del individuo. Para comprender mejor esta evolución, conviene no olvidar que la división de poderes no es un estado de cosas estable y cerrado, sino dinámico y en evolución, casi proteico. Algunas de sus manifestaciones más elementales existían ya antes del 1. No se trata de una afirmación meramente enfática. En el Código de Hammurabi (1790-1750? A.C), primera constancia histórica de un texto de ordenación jurídica, se hacen continuas referencias a las reclamaciones posibles en cada caso, y de manera concreta a las reclamaciones judiciales y la intervención de los jueces, en las leyes 9, 115, 127 y 250. (Texto completo disponible en http://www.ataun.net/BIBLIOTECAGRATUITA/Cl%C3%A1sicos%20en%20Espa%C3%B1ol/An%C3 %B3nimo/C%C3%B3digo%20de%20Hammurabi.pdf ; consultado el 19 de marzo de 2019). 13 .
(14) nacimiento formal del paradigma, y este a su vez se ha visto sometido a objeciones derivadas de sus múltiples disfunciones aplicativas. Y aún más, el cuestionamiento más intenso y serio que experimenta en este momento el principio de división de poderes se deriva del ejercicio de la función judicial bajo la cobertura del constitucionalismo. Abordaremos estas cuestiones con algo más de detalle.. 1.1.1.- Avant la garde: la distribución del poder Antes de que la división de poderes se alzara en paradigma sustentador del estado moderno el poder se distribuía ya de diversas formas, aunque con fundamento bien distinto y en consecuencia con finalidades también muy diferentes a las que luego postularían las doctrinas filosóficas racionalistas e individualistas. La primera gran manifestación de distribución del poder se encuentra en la doctrina de la constitución mixta, que hundiendo sus raíces en las teorías de Platón y Aristóteles, alcanzó su auténtica expresión en la obra de Polibio y Cicerón. Tanto Platón como Aristóteles habían desarrollado ideas similares sobre las formas puras y las formas degeneradas de gobierno, de manera que al ejercicio recto del poder por medio de la monarquía, la aristocracia y la democracia, se oponía el ejercicio desviado en el caso de la tiranía, la oligarquía y la demagogia2. Polibio retoma estas ideas para referirse al modelo de la res pública romana, que a su juicio había logrado ralentizar la decadencia de las formas puras de gobierno mediante su adecuada combinación simultánea que atribuía a cada grupo o sector social relevante una parcela de poder y en consecuencia una posibilidad de participación en el gobierno. De este modo en la república romana el gobierno monárquico se encuentra representado por los cónsules, la. 2. La terminología se adopta en lo esencial por Polibio, que sin embargo sustituye la referencia a la demagogia por la oclocracia, «de okhlos, que significa multitud, masa, chusma, plebe, y que bien corresponde a nuestro "gobierno de masa'' o "de las masas", cuando el término "masa" (ambivalente) es utilizado en su sentido peyorativo» N. BOBBIO, La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político. Trad. de J. F. Fernández Santillán. Ed. Fondo de cultura Económica, México 2006, p. 46.. 14 .
(15) aristocracia por el Senado, y la democracia por la asamblea del pueblo o comicios y en su representación por los tribunos de la plebe 3. El modelo de la constitución mixta de Polibio es armonicista no solo porque combine las tres formas de gobierno puro, sino porque su misma existencia depende de la convivencia armónica de poderes que aún siendo potencialmente contrapuestos logran una convivencia provechosa. Esta existencia se basa en lo que hoy podríamos calificar de mecanismos políticos y administrativos de control del poder4, pero también, y no en menor medida, en las virtudes personales a las que se refería Cicerón, en la excelencia personal de quienes se comprometen con el bien común, a los que se describe como «hombres enérgicos, distinguidos y beneméritos», dotados de «un alma verdaderamente grande, un alma robusta y de gran firmeza» llamados a superar la decadencia de la república tal como era percibida en la época de Cicerón5. En el feudalismo cabe también detectar una distribución de poder tanto vertical, que afecta a las áreas autónomas de poder desde el rey hasta sus vasallos en sentido descendente, cada cual ejerciendo el poder sobre tierras y personas en esferas autónomas en las que el superior no podía interferir en el ejercicio del inferior más allá de lo establecido en el pacto feudo-vasallático; como horizontal, en cuanto en el nivel superior el poder se distribuía igualmente entre el rey y los principales vasallos o capite tenentes, origen de la nobleza que tantas veces disputaría el poder al soberano como mecanismo traumático de renovación6. El feudalismo evoluciona para originar la sociedad estamental, rígida y estática, en la que el soberano se erige sobre una sociedad divida en estamentos o grupos sociales claramente definidos, con funciones diferenciadas y con escasas cuando no nulas 3. Vid. sobre esto J. J. SOLOZABAL ECHAVARRÍA, “Sobre el principio de separación de poderes”, Revista de Estudios Políticos (Nueva Época), nº 24, noviembre-diciembre 1981, pp. 216 y ss., y R. MARTÍNEZ LACY, “La Constitución mixta de Polibio como modelo político”. Studia historica. Historia antigua, Nº 23, 2005 Ediciones Universidad de Salamanca, pp. 379 y ss. 4. A ellos se refieren N. BOBBIO, La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político op cit., pp. 52 y ss., y A. RIVERA GARCÍA, “La constitución mixta, un concepto político premoderno”. Historia y Política, nº 26, Madrid, julio-diciembre 2011, pp. 177 y ss. 5. Vid. F. J. ANDRÉS SANTOS, “Cicerón y la teoría de la “constitución mixta”: un enfoque crítico”. Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho, nº 27, 2013, pp. 6 y ss.. . 6. Vid. GARCÍA PELAYO, M. “La división de poderes y su control jurisdiccional”. Revista de Derecho Político, nº 18-19, verano-otoño 1983, pp.7-16, p. 7.. 15 .
(16) posibilidades de comunicación entre sí, de forma que los individuos carecían, de hecho, de posibilidades de intercambio o promoción. Es claro que los menesterosos y los grupos más desfavorecidos difícilmente podían optar a detentar y hacer valer poder de tipo alguno. Pero sin embargo el clero, la nobleza y la burguesía exigieron para sí, obtuvieron y ejercieron, un poder efectivo que en ocasiones generaba conflictos de intereses con el monarca, cuya plasmación más expresiva se produce en los estados generales del ancien régime francés. La sociedad estamental tiene quizás un interés añadido, en cuanto el criterio de distribución del poder se basaba en una concepción del orden humano como trasunto del divino7, y de un individuo cautivo de su destino y con su libertad abolida, contra las cuales reaccionan las corrientes filosóficas y los grandes movimientos revolucionarios del siglo XVIII. Pero, como puede observarse, nos encontramos todavía ante realidades que distan mucho de poder sustentar un concepto mínimamente trabado y coherente de la división de poderes en sentido moderno. Se trataba más bien de técnicas de distribución de poder que no llegaban al punto de patrocinar la exclusividad funcional de cada órgano de gobierno, aunque sí cierta especialización, y ni tan siquiera la separación personal de los individuos integrantes de cada uno de ellos, dado que no se excluía la concentración de cargos y potestades en una misma persona. A cambio de ello se permitía la participación de diferentes grupos sociales que obtenían cada cual su parte en los órganos de gobierno8. Y si esto era así para el conjunto de poderes, la ausencia de una auténtica separación era especialmente perceptible en lo referido a la función de juzgar, que aún no podía entenderse, ni remotamente, como un poder de cierta autonomía. Por el contrario, la potestad de juzgar se mostró de manera originaria como una atribución natural del soberano que previamente había concebido y creado la ley como una extensión de su propio poder, que de manera indistinguible tanto podía concebir la obligación, como imponerla y dirimir sobre su aplicación conflictiva. Es 7. Vid. ibid., cuando en p. 8 define la institución estamental como aquella «en la que el orden político es concebido como un corpus mysticum del que el rey es caput y el conjunto de los estamentos los membra o regnum, el poder se dividía, de un lado, entre el rex y el regnum: al rey le corresponde el gobierno ordinario, pero toda innovación jurídica importante, todo impuesto nuevo o todo negocio arduo necesitaba el asentimiento del regnum, cuyos poderes se dividían, a su vez, entre los estamentos que lo componían, en general, clero, nobleza y estado llano».. . 8. En este sentido, J. J. SOLOZABAL ECHAVARRÍA, “Sobre el principio de separación de poderes”, op. cit., p. 217.. 16 .
(17) más, puede que la primera y más genuina función del soberano fuera precisamente la de juzgar, y de ella se derivaran todas las demás9. Solo de manera derivada se produjo la segregación o emancipación de la función de juzgar, para quedar exenta del poder del soberano. Esta separación tuvo su embrión en la distinción entre el gubernaculum y la iurisdictio. En el primero se implicaban los actos del soberano no sometidos a ningún condicionamiento previo, en cuanto referirse en estos momentos a control resultaría con seguridad anacrónico. Aquí el rey era “absoluto”, obraba de forma discrecional y sin sumisión a una ley todavía no otorgada por él mismo, en cuanto la función legislativa no podía concebirse aún como segregada del soberano y mucho menos propia de un poder autónomo. Sin embargo, en cuanto el soberano comienza a legislar sus actos ya no son por completo libres, sino que quedan condicionados a la ley previamente dictada. De este modo surge la iurisdictio, como actividad destinada a aplicar las leyes y por ello, y de manera derivada, a someter a cuantos se opusieran a su mandato, incluido el propio soberano que habiendo emitido algún tipo de producto normativo, por imperfecto o primitivo que resultara, quedaba ya vinculado al mismo10. Se trataba todavía de una autolimitación del soberano que de algún modo se sometió a un tránsito en el que quedó despojado de facultades. Pero esta fase era solo la primera. Habría de producirse una mutación aún mayor en el proceso de división de poderes, de manera paralela a las profundas transformaciones sociales producidas en la primera mitad del siglo XVII a partir de la primera revolución inglesa de 1640, y de las poderosas corrientes de pensamiento que animaban aquellos procesos.. 9. Vid. H. KELSEN, La Paz por medio del Derecho, Trad. de L. Echávarri, con introducción de M. La Torre y C. García Pascual, Trotta, Madrid, 2ª edic. 2008, en pp. 53-54: «La centralización de la función de aplicar el derecho precede a la centralización de la función de crear las leyes. […] Mucho antes de que existieran los parlamentos como cuerpos legislativos se crearon los tribunales para aplicar el derecho a caso concretos. Es un hecho característico que el significado de la palabra «parlamento» fuese originariamente «tribunal». […] La obligación de someterse a la decisión de los tribunales precede con mucho a la legislación, a la creación consciente del derecho por medio de un órgano central. […] No puede haber legislador sin juez, aunque puede haber muy bien juez sin legislador». . 10. Sobre la distinción entre gubernaculum y iurisdictio, vid. H. KANTOROVICH, Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval. Trad. de S. Aikin Araluce y R. Blázquez Godoy, con prólogo de W. Chester Jordan y estudio preliminar de J. M. Nieto Soria, Ed. Akal, Madrid 2012, que la describe en p. 169. También J. J. SOLOZABAL ECHAVARRÍA, “Sobre el principio de separación de poderes”, op. cit., p. 218, y P. ANDRÉS IBÁÑEZ, Tercero en Discordia. Jurisdicción y Juez del Estado Constitucional. Ed. Trotta, Madrid 2015, pp. 48 y ss.. 17 .
(18) 1.1.2.- El fundamento teórico de la división de poderes Los modelos de organización y distribución del poder a los que hemos venido aludiendo quedarían en gran medida rebasados por los nuevos postulados filosóficos y las arrolladoras exigencias sociales de los fenómenos revolucionarios y emancipadores que alumbraron el surgimiento del estado liberal. Esta evolución se produjo al menos desde dos perspectivas diferenciadas, pero también relacionadas. De un lado, las diferentes versiones de organización y distribución del poder que antecedieron a la creación del estado moderno presuponían, como acabamos de ver, el reconocimiento de ámbitos de autonomía de los diferentes grupos sociales, de forma que el poder, que se pretendía soberano y preeminente, coexistía con otros subordinados. Tal preservación subsistió incluso en el modelo del absolutismo que nunca fue capaz de eliminar por completo aquella parcelación, e incluso le dio carta de naturaleza en la sociedad estamental. Pero cuando surge el estado liberal, la situación cambia radicalmente porque su primer e inexcusable presupuesto es centralizar, ahora sí, toda forma de poder bajo la cobertura de la organización estatal, de manera que ningún poder social sirva para legitimar una acción extraña a la soberanía popular. De este modo el estado, que por primera vez reclamaba para sí el monopolio de la fuerza, de la creación de normas y de la jurisdicción, se mostraba más que en ningún momento histórico anterior temible por su capacidad de interferir en el ámbito de la vida privada del individuo y en su desenvolvimiento social11. Como consecuencia de lo anterior, y desde una segunda perspectiva, la preservación de la libertad se mostraba ahora como una necesidad imperiosa e ineludible. Cuando el soberano servía para dar cohesión a los poderes dispersos, la libertad podía encontrar su espacio entre los resquicios de las piezas que se encajaban. Pero cuando el soberano concentra todo el poder no hay ya resquicio posible. El 11 Así lo explica R. BLANCO VALDÉS, en “La configuración del concepto de constitución en las experiencias revolucionarias francesa y norteamericana”. Colección Working Paper nº 117. ICPS. Universidad Autónoma de Barcelona, Barcelona 1996, en p. 7: «Aunque los monarcas absolutos habían dirigido a lo largo de casi dos centurias un proceso de progresiva concentración da facultades de control y de dominación política, lo cierto es que tal proceso quedaría inacabado, pues su culminación resultaba contradictoria con la propia constitución social del absolutismo. Ello determina que a la postre el Estado liberal sea el primer poder absoluto de la historia, el primero que no admite competidores […] Ese carácter absoluto de la nueva forma política alumbrada por la revolución […] puede convertirse en un instrumento de opresión desconocido en la historia de la evolución humana».. 18 .
(19) concepto de libertad imperante resultaba entonces insuficiente no solo porque se refiriese al grupo, al estamento, o a la familia, y no al individuo, y tuviese como objeto la realización de un destino trascendental, más que el desarrollo de un proyecto personal en un sentido material y mundano, esto es, social12. Sino también porque la delimitación tradicional de la libertad la dejaba inerme ante la agresión potencialmente ilimitada de un estado hasta entonces inconcebible. Ahora bien, la libertad que debía entonces preservarse como un valor sacrosanto se concebía en realidad de manera bien distinta según los casos. Para una línea filosófica la libertad se preservaba para impedir la vuelta a un estado de naturaleza que se juzgaba embrutecedor. Para otra, la constitución política debía tener por objeto justamente lo contrario, proteger en la medida de lo posible el primer estado humano de naturaleza, por más que este se canalizase de manera inevitable mediante el estado civil. Estas dos formas distintas de posicionamiento ante la libertad tienen una importancia capital desde la perspectiva política, porque cada una de ellas servirá para fundar las dos grandes modalidades de división de poderes, y correlativamente los dos grandes modelos judiciales. Alumbran, por tanto, los fundamentos de las diversas maneras en que se ha intentado limitar el poder.. 1.1.2.1.- Hobbes y Locke Hobbes proporcionó la justificación antropológica y los primeros perfiles de una filosofía política que, refinada y perfeccionada por Locke, serviría de base a la construcción de la organización política de los Estados Unidos de América. Hobbes es, sin duda alguna, uno de los grandes genios filosófico políticos de la historia, por más que su realismo, su pesimismo antropológico y la complejidad de sus propuestas, hayan. 12. Vid. M. GARCÍA PELAYO, “La división de poderes y su control jurisdiccional”, op. cit., p. 8: «Lo que se trataba de defender dentro de estas concepciones premodernas de la división de poderes no era, o, por lo menos, no era directamente, la libertad abstracta individual —como veremos que es el caso en la doctrina de Montesquieu—, sino la libertas concreta, es decir, el status privativo o privilegium de cada estamento y de sus miembros: una cosa era la libertas eclesiástica y, en consecuencia, la de los clérigos y otra cosa era la libertas nobiliaria y la de los nobles, y otra cosa la de las ciudades y la de sus ciudadanos. Es decir, mi libertad no era originaria ni igual a la de cualquier otro, sino que dependía de la libertas del estamento o colectivo al que perteneciera».. 19 .
(20) generado un rechazo tan visceral como infundado tanto entre sus coetáneos13 como en momentos históricos mucho más recientes14. Como es bien sabido, Hobbes entendía que, siendo esencialmente iguales los hombres en capacidades físicas e intelectivas, reinaba entre ellos la desconfianza, y por ello la naturaleza humana se inclinaba per se a la discordia, arrastrada por la sed inagotable de poder, apropiación y dominio15. Queda sin embargo normalmente más oscurecido que, junto a tal tendencia, el autor reconoce como igualmente natural el amor a los placeres, al arte y a las ciencias, del que deriva la necesidad de un ocio pacífico16. Desde otro punto de vista, Hobbes no reconoce que aquella naturaleza sea unívoca y tienda a los mismos intereses, ni siquiera en condiciones ideales de entendimiento. Por el contrario, cada ser humano puede sustentar opiniones distintas, que se muestran a través del lenguaje, canal de la comunicación pero también fuente 13. Sobre este asunto, N. BOBBIO, N. Thomas Hobbes. Trad. de M. Escrivá de Romaní. Ediciones Paradigma. Barcelona 1991 en p. 99 y ss. describe de forma expresiva y precisa las objeciones de los contemporáneos de Hobbes, que tuvieron, al parecer, grandes dificultades para valorar sus propuestas: «Ideó una teoría del estado que debería agradar a los conservadores utilizando argumentos buenos para los liberales: fue combatido con igual encarnizamiento por unos y otros… Fue favorable a un gobierno autoritario, como los tradicionalistas, y de la teoría del contrato, como los innovadores; fue rechazado por unos por su irreligiosidad, y por lo otros por su absolutismo [...] Lo que sus contemporáneos no pudieron comprender fue que el Leviatán era el gran estado moderno que nacía de las cenizas de la sociedad medieval. Tomaron a su autor por un escéptico, un cínico, incluso un libertino, mientras él era antes que nada un observador sin prejuicios que asistía, humanamente horrorizado pero filosóficamente impasible, al nacimiento de un gran acontecimiento cuya causa y cuyo efecto trató de comprender».. En este sentido, resulta significativa la opinión de C. B. MACPHERSON, La teoría política del individualismo posesivo. De Hobbes a Locke. Trad. de J. R. Capella, Editorial Trotta, Madrid, 2005, en p. 21, que dice sobre Hobbes: «su doctrina es a la vez abrumadoramente clara, arrolladora y aborrecible. Sus postulados acerca de la naturaleza del hombre son desagradable; sus conclusiones políticas, antiliberales, y su lógica parece negarnos toda vía de salida». Esta es con seguridad, otra diferencia entre ambos: HOBBES, como describe el mismo MACPHERSON en pp. 78 y ss., hizo derivar, revolucionariamente, la obligación del hecho o del ser y no del deber ser. MACPHERSON, por el contario, parece querer hacer derivar la obligación de un deber ser en el que se incluye como presupuesto un sentimiento y un prejuicio, a saber, que una cierta doctrina –la de Hobbes- es aborrecible y odiosa y no debe gustarnos. El íntegro desarrollo posterior de las consideraciones de MACPHERSON, se condiciona por la aplicación de un sesgo consistente en valorar la moral política de Hobbes de acuerdo con los criterios de mercado que, según se afirma, la sustentan. En este caso sin embargo tal opción debe parecernos amable y esclarecedora, situándonos de nuevo, eso sí, en el liberador terreno del deber ser. 14. 15. Vid. T. HOBBES, Leviatán, Trad. A. Escohotado. Editora Nacional, Madrid, 1980, p. 199: «Por eso mismo sitúo en primer lugar, como inclinación general de toda la humanidad, un deseo perpetuo e insaciable de poder tras poder, que sólo cesa con la muerte». Y más tarde en p. 52: «Fuera del estado civil hay siempre guerra de cada uno contra todos». 16. Vid. Ibid., p. 200: «El deseo de tranquilidad y de deleite sensual dispone a los hombres a la obediencia de un poder común […] El deseo de conocimiento y de artes pacíficas inclinan a los hombres a la obediencia de un poder común. Porque tal deseo contiene un deseo de ocio y supone, en consecuencia, la la protección de algún otro poder distinto del propio».. 20 .
(21) posible de confusión. En este punto el autor continúa en la línea de las preocupaciones tradicionales, desarrolladas ya desde la Grecia clásica, en relación con la exigencia de precisión en los términos como condición del lenguaje y a las posibilidades de entendimiento auténtico17. De las tensiones y discrepancias entre los diversos intereses humanos surge la necesidad de una cesión de facultades entre los hombres, que atribuyen al soberano la capacidad de imponer el orden necesario para la convivencia. Es este uno de los momentos históricos constitutivos del contrato social, en el que Hobbes imagina una cesión consensual de derechos que permita a todo ser humano el tránsito desde el estado de naturaleza al estado civil. Y por ello, tomando como base la primera ley fundamental de la naturaleza, esto es, que «la condición del hombre […] es […] de guerra de todos contra todos, en la que cada cual es gobernado por su propia razón […] todo hombre debiera esforzarse por la paz, en la medida en que espere obtenerla, y que cuando no puede obtenerla, puede entonces buscar y usar toda la ayuda y las ventajas de la guerra»18, formula la segunda ley: «que un hombre esté dispuesto, cuando otros también lo estén tanto como él, a renunciar a su derecho a toda cosa en pro de la paz y defensa propia que considere necesaria, y se contente con tanta libertad contra otros hombres como consentiría a otros hombres contra él mismo»19. Y más tarde: «el acuerdo […] de los hombres proviene solo de pacto, lo cual implica artificio. En consecuencia, no debe asombrar que (además del pacto) debe existir algo capaz de hacer constante y duradero su acuerdo, y esto es un poder común que los mantenga en el temor y dirija sus naciones al beneficio común»20. El contrato social hobbesiano no deriva de una imposición del más fuerte sino de la previa concesión y consenso de todos los sujetos partícipes, que una vez renuncian a 17 Vid. Ibid., pp. 203-204: «Ignorar la significación de las palabras, que es falta de entendimiento, no solo dispone a los hombres a confiar en la verdad que desconocen, sino también en los errores; y, cosa aún peor, en el sinsentido de aquellos en quienes confían; Pues ni el error ni el sinsentido pueden detectarse sin una perfecta comprensión de las palabras. Por lo mismo, sucede que los hombres dan nombres distintos a una sola y misma cosa, debido a la diferencia de sus propias pasiones. Pues quienes aprueban una opinión privada la llaman opinión; pero cuando la aborrecen la llaman herejía. Y, sin embargo, herejía no significa más que opinión privada; aunque con un mayor timbre de cólera». 18. Cfr. Ibid., pp. 228-229.. 19. Cfr. Ibid., p. 229.. . Cfr. Ibid., p. 266.. 20. 21 .
(22) su derecho de autodefensa no pueden ya recuperarlo21. En esto Hobbes opina como Rousseau, que no cabe el disenso frente al soberano, lo cual equivale a negar el derecho a la desobediencia. Pero el fundamento de su postura es muy distinto. Como veremos luego, Rousseau cree que al negar el disenso se obliga al sujeto a ser libre, en cuanto sometido a una ley justa y benéfica. Por el contrario, Hobbes funda la prohibición del disenso en que, existiendo una renuncia generalizada al uso particular de la fuerza, esta ya no puede ser utilizada por ningún particular, en cuanto que su monopolio por el soberano reporta por sí mismo ventajas para toda la colectividad22. Sin embargo, no acepta que las leyes o las sentencias que las aplican sean perfectas o justas por su propia naturaleza. Por lo que respecta a la ley Hobbes se muestra, el menos en este aspecto y sin pretender extender la calificación a otros ámbitos de su pensamiento, como un perfecto positivista, y no se preocupa de forma directa de su contenido desde la perspectiva de una ética crítica. Más bien le preocupan las condiciones formales de la validez de la ley: una vez dictada por el soberano, ya sea éste persona o asamblea, es justo lo que se adecúa a sus previsiones e injusto lo que se aparta de ellas23. Y en cuanto se refiere a los 21. Vid. Ibid., pp. 234-235 «Si se hace un pacto en el que ninguna de las partes cumple de momento, sino que confía en la otra en la condición de mera naturaleza (que es condición de guerra de todo hombre contra todo hombre), es, ante la menor sospecha, nulo. Pero habiendo un poder común a ambos superpuesto, con el suficiente derecho y fuerza para obligar al cumplimiento, no es nulo […] en un estado civil, donde hay un poder establecido para obligar a aquellos que de otra forma violarían su palabra, aquel temor no es ya razonable, y por esa causa, aquel que debe a tenor del pacto cumplir primero, está obligado a hacerlo». 22. Esta diferencia se explica por M. GASCÓN ABELLÁN, Obediencia al derecho y objeción de conciencia. Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1990, en pp. 100 y 102: «para Hobbes existe un deber absoluto de obediencia al soberano, un deber que es independiente del contenido del mandato y que, por sui fuese poco, reposa en el propio Derecho natural, pues “la ley ordena observar todas las leyes civiles en virtud de la ley natural que prohíbe violar los pactos. Porque cuando nos obligamos a obedecer antes de saber lo que se va a mandar, nos obligamos a obedecer generalmente y en todo”». Después deja constancia de que Hobbes «sólo parece admitir la desobediencia en casos muy excepcionales, en que el deber objetado puede ser cumplido por otros y solo mientras tal actitud no compromete seriamente la vida de la república». Así sucedía con el servicio de armas y las órdenes contrarias a la auto conservación. En el caso de Rousseau, el incondicional deber de obediencia se funda en la concepción de la democracia como «un principio moral al servicio de la libertad […] como Rousseau radicaliza el problema de las relaciones entre libertad y obediencia, tiene que radicalizar también la solución: el deber de obediencia al Estado solo puede basarse en que el ciudadano se obedezca a sí mismo. Esa identidad solo puede conseguirse a través de la soberanía popular, esto es, del principio democrático, mediante el cual se alcanza la síntesis de autonomía y heteronomía» (p. 107). Vid. T. HOBBES, op. cit. p. 347: «Y sucede también que las leyes son las reglas sobre lo justo y lo injusto, no siendo reputado injusto nada que no sea contrario a alguna ley. De modo análogo, nadie puede hacer leyes sino la república, porque nuestro sometimiento es a la república exclusivamente. Y esos 23. 22 .
(23) jueces, Hobbes es ciertamente claro. Las sentencias pueden estar equivocadas, y por eso mismo no obligan como precedentes ni al mismo juez que las dicta ni a otro distinto24. Por lo demás, la división de poderes es inconcebible para Hobbes que la rechaza de manera expresa desde dos perspectivas. En primer lugar, porque el poder es para él indivisible, tanto por su propia naturaleza como en atención a consideraciones funcionales. Hobbes, atribulado por las guerras civiles inglesas de su época, siente terror a la anarquía que solo puede evitarse con un poder indivisible. Si el poder quiere ser funcional ha de ser único, y si se divide pierde toda virtualidad25. En segundo lugar, como consecuencia de lo anterior y en lo que más interesa a nuestro desarrollo, porque la facultad de interpretar las leyes corresponde en exclusiva al soberano, directamente o por delegación, y por ello mismo el nombramiento de los que han de juzgar le corresponde solo a aquel26. En fin, a lo más que se llega por esta vía es a reconocer que el juez debe ser portador de ciertas virtudes que implican más capacidades técnicas, y si acaso un cierto distanciamiento de los factores que condicionan el juicio concreto, que valores objetivos de independencia. Eso sí, con una enumeración de cualidades que nos acerca de manera asombrosa al universo de las más modernas exigencias en el ámbito de los principios de la ética judicial27. mandatos deben expresarse mediante signos suficiente, pues un hombre no sabe de otro modo cómo obedecerlos».. . 24. Vid. Ibid., pp. 357-358: «Pero puesto que no hay juez subordinado ni soberano que pueda errar en un juicio de equidad, si más tarde y en un caso semejante considera más acorde a equidad emitir una sentencia opuesta, está obligado a hacerlo. Ningún error de un hombre se convierte en su propia ley, ni le obliga a persistir en él. Y (por la misma razón) tampoco se convierte en una ley para otros jueces, aunque hayan jurado seguirla».. . 25. Sobre esta cuestión dice N. BOBBIO, Thomas Hobbes op. cit. en p. 92: «lo que impulsa a Hobbes a dedicarse al estudio de la política es la aversión a las doctrina y el miedo a las revueltas que provocan la disgregación del estado. Para evitar la anarquía, la soberanía ha de ser, además de irrevocable e ilimitada, también indivisible». Y más tarde, en p. 93, en alusión al gobierno mixto: «si los tres organismos funcionan en concordancia, su poder es tan absoluto como el de una sola persona; si están en desacuerdo, el estado ya no es estado, son anarquía».. . 26. Vid. T. HOBBES, op. cit. p. 356: «Pues la naturaleza de la ley no es letra, sino la intención o el significado, esto es, su interpretación auténtica (que es el sentido del legislador) y, por tanto, la interpretación de todas las leyes depende de la autoridad soberana; y los intérpretes no pueden ser sino aquellos que el soberano designe. Pues, en caso contrario, la astucia de un intérprete puede hacer que la ley muestre un sentido contrario al del soberano, con lo cual el intérprete se transforma en legislador».. . Vid. Ibid., p. 362: «Las cosas que hacen de alguien un buen juez o un buen intérprete de las leyes son, en primer término, un recto entendimiento de esa ley natural básica llamada equidad […] En segundo lugar, desprecio de riquezas innecesarias y preferencias. En tercer lugar, ser capaz de despojarse a la 27. 23 .
(24) En definitiva, la negación expresa y consciente de la división de poderes en Hobbes parece fundarse en dos factores. De un lado, en la desconfianza hacia la naturaleza humana y en consecuencia en un profundo pesimismo sobre las posibilidades de solución de las discrepancias. Hobbes renunció a concebir algún mecanismo que, permitiendo las diferencias entre los individuos, hiciera posible el acuerdo. Por el contrario, temeroso del disenso, quiso erradicarlo en la convicción de que el mal que potencialmente pudiera derivarse de aquella negación sería siempre menor que el generado en el intento por superar la discordia28. Pero de otro, también en el recelo con el que Hobbes considera la teoría clásica de la constitución mixta, que no siendo la misma cosa que la división de poderes se encontraba íntimamente relacionada con ella en los desarrollos teóricos de la época. Hobbes sentía un profundo desagrado ante la idea de atribuir los distintos poderes del estado a grupos sociales diversos que, integrantes de una sociedad compleja, contaran con sus propios órganos de gobierno, pues temía que más que dividirse los poderes del estado se dividiría el propio estado desagregando sus componentes29. Algo más de treinta años después, Locke se alza sobre los hombros de Hobbes para intentar contradecir algunos de sus postulados. Locke concibe el estado civil como la superación del estado de naturaleza, aunque introduciendo una relevante diferencia entre el estado de naturaleza y el de guerra en lo que parece una expresa rectificación del autor precedente, como veremos luego, no del todo conseguida. De este modo, el estado de naturaleza «es un estado de paz, buena voluntad, asistencia mutua y conservación, mientras que el segundo –refiriéndose al estado de guerra- es un estado de enemistad, malicia, violencia y mutua destrucción. Propiamente hablando, el estado de naturaleza es aquel en el que los hombres viven juntos conforme a la razón, sin un poder terrenal, común y superior a todos, con autoridad para juzgarlos. Pero la fuerza, o una intención declarada de utilizar la fuerza sobre la persona de otro individuo allí donde no hora de juzgar de todo miedo, ira, odio, amor, y compasión. En cuarto lugar y último lugar, paciencia para oír, diligente atención en la escucha y memoria para retener, asimilar y aplicar lo escuchado».. . 28. Vid. sobre esto N. BOBBIO, Thomas Hobbes op. cit. en p.101: «Inmerso en el problema de la unidad del poder en una época de luchas lancinantes, no reconoció la eficacia a veces beneficios de la discrepancia. Vio en cualquier conflicto, incluso ideal, una causa de disolución y de muerte y en el desacuerdo más pequeño un germen de discordia que destruye el estado, en la diversidad de opiniones un síntoma de las pasiones humanas, a las que el estado, para no perderse, ha de disciplinar enérgicamente». 29. Sobre estas reticencias puede verse N. BOBBIO, La teoría de las formas de gobierno en la historia del pensamiento político op. cit., pp. 102 y ss.. 24 .
(25) hay poder superior y común al que recurrir para encontrar en él alivio, es el estado de guerra»30. En cuanto interesa a este desarrollo, tal diferenciación no es secundaria, porque tiene por objeto sostener ciertos principios relevantes: que en el estado de naturaleza no es posible que un hombre someta al resto, y que la monarquía absoluta es incompatible con la sociedad civil. Pero queda incólume la visión de esta sociedad civil como el resultado de un pacto y de la correlativa cesión de voluntades que este implica, fundada siempre en la inalienable libertad de cada individuo31. La gran aportación de Locke, aunque ello excede de esta consideración, es sin lugar a dudar la del nacimiento del liberalismo en términos modernos. Esto es, la afirmación trascendental de que todos los hombres son similares no solo en condiciones naturales de fuerza o inteligencia, sino también iguales en términos de dignidad y por ello portadores de un derecho inalienable de libertad, al que se asocia la capacidad de disposición sobre su pertenencia a la sociedad, por más que siendo en ocasiones el consentimiento tácito, no pueda detectarse como tal. Del mismo modo, los seres humanos son capaces de generar consensos racionales, de forma que la imposición hobbesiana del soberano absoluto carecía de sentido por falta de necesidad. En este punto sin embargo Locke distó de ser coherente en sus postulados. Puede que estuviera mucho más cerca de las ideas de Hobbes de lo que era capaz de reconocer, y por ello tuviera dificultades para superarlas de forma armónica, particularmente en cuanto se refiere al tratamiento de la libertad, que no abordó de manera coherente sino más bien oportunista, pues defendió la libertad religiosa y la tolerancia entre las diversas confesiones protestantes pero la negó para la iglesia católica a la que veía como enemiga del estado32. O puede que, como afirma Macpherson, Locke se estuviera 30. Cfr. J. LOCKE, Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil. Un Ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del gobierno civil. Trad. y prólogo de C. Mellizo, Alianza Ed., Madrid, 2000, p. 48.. Vid. Ibid., p. 111: «Al ser los hombres, como ya se ha dicho, todos libres por naturaleza, iguales e independientes, ninguno puede ser sacado de esa condición y puesto bajo el poder político de otro sin su propio consentimiento, el único modo en que alguien se priva a si mismo de su libertad natural y se somete a las ataduras de la sociedad civil, es mediante un acuerdo con otros hombres, según el cual todos se unen formando una comunidad, a fin de convivir los unos con los otros de una manera confortable, segura y pacífica, disfrutando sin riesgo de sus propiedades respectivas y mejor protegidos frente a quienes no forman parte de dicha comunidad». Precisamente porque el pacto se funda en la libertad de los individuos y persigue proteger mejor esa libertad y sus bienes, L. PRIETO entiende que Locke es «probablemente el primer gran teórico de los derechos humanos». (Estudios sobre derechos fundamentales. Ed. Debate, Madrid 1990, p. 24). 31. 25 .
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