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Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

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NUEVO DICCIONARIO DE

TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

dirigido por Rene Latourelle y Riño Fisichella

adaptó la edición española Salvador Pié-Ninot

Solo para uso personal. Prohibida su venta. Datos Bibliográficos

Título: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental Titulo original: Dizionario di Teología Fundaméntale Autor(es): Rene Latourelle y Rino Fisichella

Traductor(es) A. Ortiz, E. Requena y Ma. Martínez Mañero Revisión literaria: Eloy Requena y Francisco Ares

Editorial: Paulinas

Copyright: © 1992 Ediciones Paulinas, Madrid, España Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid Tel. (91) 742 51 13 - Fax (91) 742 57 23 © Cittadella Edil rice. Asís 1990 ISBN: 84-285-1460-7

Para citar esta obra: LATOURELLE, R. - FISICHELLA, R., Diccionario de Teología

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2

PRESENTACIÓN DE LA ADAPTACIÓN ESPAÑOLA

LA TEOLOGÍA FUNDAMENTAL española e iberoamericana posterior al concilio

Vaticano II ha tenido un gran maestro en el profesor canadiense Rene Latourelle SJ, que

se ha plasmado de forma relevante en su larxm magisterio (1962-1987), ejercido desde

la cátedra de TF en la Pontifica Universidad Gregoriana (PUG) de Roma, sin duda el

centro teológico inter¬nacional que ha tenido más influencia en nuestras Iglesias.

Además, este magisterio se ha dado a conocer ampliamente a través de la traducción al

español de sus publicaciones más significativas: desde su clásica Teología de la

Revelación, cuya primera versión española apareció en 1967 y de la cual se han

publicado siete ediciones, hasta su trilogía cristológico-fundamental (1982-1990),

pasando por la coedición de Problemas y perspectivas de TF (1982) y la dirección del

volumen internacional Vaticano II: balance y perspectivas (1989).

Con motivo de su jubilación, su sucesor en la cátedra de la PUG, el sacerdote romano

Riño Fisichella, dirigió una excelente miscelánea en su honor con autores de diversos

países titulada Gesü Rivelatore, Teología Fundaméntale (1988). De entre sus 23

colaboradores, dos ya procedían de nuestras tierras: el profesor de TF del Instituto

Teológico de Uruguay, N. Cotugno y el profesor de TF de la Facultad de Teología de

Cataluña en España, S. Pié-Ninot.

No es extraño, pues, que R. Latourelle, en la madurez de su magisterio teológico, haya

querido promover y dirigir este Diccionario, junto con R. Fisichella. conocido ya por el

público de habla hispana por su renovado y claro manual La Revelación: evento y

credibilidad. Ensayo de TF (1989). En efecto, la joven y brillante trayectoria del

profesor Fisichella con una importante tesis sobre H. Urs von Balthasar y frecuentes

notas y recensiones sobre TF en la revista Gregoriartum, posibilita que este Diccionario

de teología fundamental engarce con una perspectiva clara de presente y de futuro

situada en el marco semiológico de la credibilidad.

Para su adaptación española y su enraizamiento en nuestras omitida por obviedad la

parte sobre "el partido comunista" en la voz "marxismo" se ha convocado a los más

significativos profesores de TF. Asi,de Iberoamérica, además de la voz ya presente en el

texto italiano útil brasileño Marcelo de C. Azevedo sobre la incuíturación, se incluyen

los dos únicos autores que han escrito un manual de TF -al margen de la obra postuma

del mexicano J. Jiménez limón: A. Bentué, de la umversidad Católica de Santiago de

Chile, y O. Ruiz Arenas, del Seminario Arquidiocesano de Bogotá. De España el texto

original italiano incluye a los autores J. Caba (PUG), D. Gracia (Univ. Complutense,

especialista en L.F. LadariafPUG), A. Orbe (PUG), F.A. Pastor (PUG) con las voces:

Eclesioiogía fundamental, Jesús y la Iglesia, Sentido de la fe). Para la adaptación

española se ha invitado a profesores diversos centros teológicos de España. J.L. lllanes

(Univ. Navarra), A. Jiménez Ortiz SDB (Fac. Teol. Granada) J. Martín Velasco (Pontif.

Salamanca-San Dámaso, Madrid), J.M. de Miauei (Secr. Trinit. Salamanca), J.M.

Rovira Belloso (Fac. Teol. Cataluña) y el que firma esta presentación [/ TF en España e

Iberoamérica). Esta adaptación española del DTF, fiel al talante y orientación certera de

sus directores R. Latourelle y R. Fisichella, quiere facilitar su "recepción" en nuestras

tierras y en sus diversos centros teológicos. En efecto, estamos convencidos que este

DTF, por su significatividad y amplísima colaboración internacional de primera línea,

representa un punto de referencia para el presente y el futuro del quehacer teológico

(3)

3

"fundamental y fundamentado!-" tan necesario para nuestro tiempo y para nuestras

tierras. En este sentido Ed iciones Paulinas, al incorporarlo dentro de su prestigiosa

colección de Diccionarios EP. muestra de nuevo su disponibilidad eclesial hacia un

campo tan importante como es el diálogo entre la fe y la cultura contemporánea

verdadera urgencia para la nueva evangelización de nuestro tiempo.

SALVADOR PIÉ-NINOT

Barcelona, 5 de febrero de 1992

(4)

4 ABBA, PADRE

Los evangelios nos presentan la figura de Jesús bajó la denominación clara de

Hijo de Dios. Establecen una cristología explícita de un modo programático. Así

el evangelio de Marcos, ya desde el primer versículo, esboza cuanto será

desarrollado a lo largo de su obra: "Jesús, Cristo, Hijo de Dios" (1,1). Juan

formula la misma tesis, en la conclusión, como la finalidad que ha buscado al

escribir su evangelio: "que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios" (20,3,1).

Los evangelistas, para llegar a esta fórmulación abierta, parten de una

cristología implícita encerrada en la conducta de Jesús, en sus palabras y

predicación, en la realización de su obra. Un punto básico para llegar a esta fe en

Jesús como Hijo de Dios es el uso que Jesús mismo hizo del término Abba,

Padre, con el que expresa su relación con Dios. Para captar la dimensión que

adquiere este término en labios de Jesús es necesario contrastarlo con los

precedentes del mundo judaico en el que estaba insertada su vida.

1. Patrimonio común en la historia de las religiones es designar la divinidad

como Padre. También en el Antiguo Testamento, entre otras muchas

denominaciones, se presenta a Dios con el término áb, Padre. Pero la

religiosidad judaica reviste características especiales. Dios es padre, no por ser

progenitor, sino en cuanto creador (

Deu_32:6

;

Mal_2:10

). La experiencia de

Dios padre y de sentirse primogénito suyo la tuvo el pueblo de Israel a través de

una historia de salvación que comenzó significativamente en la salida y

liberación de Egipto (

Éxo_4:22

;

Isa_63:16

;

Jer_31:9

). A partir de entonces nace

el pueblo creado por Dios. A lo largo de la historia Dios demostró al pueblo un

amor de padre (

Ose_11:1-4

.8). La paternidad de Dios queda circunscrita de este

modo excepcional a Israel. Sin embargo, se muestra una gran reserva en el uso

del nombre "padre" aplicado a Dios, tal vez por el peligro de mala inteligencia

con sabor mitológico. Sólo unas 15 veces se denomina así a Dios en el AT

(

Deu_32:6

;

2Sa_7:14

;

1Cr_17:13

;

1Cr_22:10

;

1Cr_28:6

;

Sal_68:6

;

Sal_69:27

;

Isa_63:16

[bis];

Isa_64:7

;

Jer_3:4

.19;

Jer_31:9

;

Mal_1:6

;

Mal_2:10

). Dentro

del pueblo es el rey el que conserva una relación especial de filiación con Dios, y

Dios mantiene con él una actitud particular de padre (

2Sa_7:14

). Como

expresión_de una adopción de predilección se dice del rey que Dios lo engendra

en el día de su entronización proclamándolo: "Tú ere mi hijo" (

Sal_2:7

); de este

modo el rey del salmo llega a revestir un carácter mesiánico, preanunciando así

una figura escatológica. Tan sólo en escasos textos, y ya en la literatura más

reciente del AT, se aborda el tema de Dios padre en relación personal con el

individuo (

Sir_23:1

.4;

Sab_14:3

). En estos textos del judaísmo helenístico,

brotados en ambiente griego, no sólo se da la denominación de Dios como

padre, sino también la invocación de Dios como "Señor, padre y dueño de mi

vida" (

Sir_23:1

), "Señor, padre y Dios de mi vida" (

Sir_23:4

); aunque siempre

queda la duda de si en el punto de partida el sentido sería más bien, no la

invocación personal de Dios como padre, sino Dios, "Señor de mi padre", en

armonía con el canto de los hijos de Israel (

Éxo_15:2

) y la expresión del mismo

Sirácida (

Sir_51:10

). Es el libro de la Sabiduría el que ofrece la primera y única

invocación en el AT de Dios como padre (pater), cuando, al hablar de cuanto la

sabiduría construye, se dirige a Dios y le dice: "Tu providencia, Padre, es quien

lo guía" (

Sab_14:3

). Es como una excelente preparación al camino nuevo que

abrirá Jesús.

(5)

5

2. Al pasar del Antiguo al Nuevo Testamento nos encontramos con un panorama

diverso, aunque siguiendo una línea ya iniciada. Primero, en el uso del término

"padre"; aplicado a Dios, aparece unas 250 veces. También el cambio es radical

en la proyección de la paternidad de Dios, ya que no está circunscrita sólo a

Israel, sino a todos los hombres. Sobre todo, la novedad fundamental radica en

el sentido excepcional y único que se da al establecer la relación existente entre

Jesús como Hijo y Dios como Padre; esta novedad de sentido tiene su

ampliación a los hombres al insistir en que éstos, al igual que Jesús, no sólo

llamen a Dios padre, sino que lo invoquen también con el mismo nombre.

a) La frecuencia en el uso del término "padre" en el NT puede tener su

fundamento en el empleo que Jesús mismo hizo de él para referirse a Dios. En

realidad, los evangelios colocan con frecuencia asombrosa en labios de Jesús la

expresión "padre" en alusión a Dios (no menos de 170 veces); Marcos lo aduce

cuatro veces; Lucas, unas 15; Mateo, 42; Juan, 109. Se puede observar un uso

creciente según avanza la tradición, como lo patentiza el salto abismal entre el

empleo de Marcos y el de Juan. Esto deja, entrever que muchos de los textos en

que Jesús llama a Dios padre son fruto redaccional del evangelista.

b) La denominación de Dios como padre se remonta, sin embargo, a Jesús

mismo; ya que se encuentra en los estratos más primitivos de la tradición, como

serían Marcos y la fuente común a Mateo y Lucas. Esto no sólo para la

denominación de Dios com "padre" de modo absoluto (

Mar_13:32

;

Luc_11:13

) o

con la adición del posesivo "vuestro" (

Mar_11:25

;

Mat_5:48

[par.

Luc_6:361

;

Luc_6:32

[par.

Luc_12:30

]), sino también, y sobre todo, con el posesivo "mío";

así, en los textos comunes de Mateo (

Mat_11:27

) y Lucas (

Luc_10:22

) e incluso,

tal vez, en el evangelio de Marcos (

Mar_8:38

). Está expresión de Jesús para

denominaa a Dios "Padre mío" apenas si tiene paralelos en los precedentes del

AT y la literatura rabínica; ello nos da más garantías de su procedencia de Jesús

mismo por lo que tiene de originalidad e innovación.

c) La invocación de Dios como padre por parte de Jesús está aún más

garantizada. Todos los estratos de tradición en los evangelios están conformes

en presentar la invocación personal que Jesús hace como padre; semejante

invocación la transmiten Marcos (

Mar_14:36

[par.

Mat_26:39

;

Luc_22:42

]),

Mateo en un texto exclusivo suyo (

Mat_26:42

), Lucas en dos ocasiones

(

Luc_23:34

.46) y Juan nueve veces (

Jua_11:41

;

Jua_12:27-28

; Jn 17,

1Jn_17:5

Jua_17:11

Jua_17:21

Jua_17:24-25

). La suma de estos textos nos da como

conclusión que toda oración de Jesús está iniciada con la invocación de Dios

como padre, a excepción de la oración en la cruz (

Mar_15:34

[par.

Mat_27:46

]),

en que se citan las palabras del salmo: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has

abandonado?" (

Sal_22:2

). Pero además podemos saber la forma concreta como

Jesús invocaba a Dios; nos la transmite sólo Marcos al conservar en la oración

de Getsemaní la palabra aramaica en su transliteración griega abba, seguida del

correspondiente término griego ho patér (

Mar_14:36

). La yuxtaposición de la

invocación en aramaico y en griego puede dejar entrever que en las otras

oraciones de Jesús la forma de invocación está sustituyendo a la palabra

habitual para dirigirse a Dios: abba. El arraigo de esta invocación de Jesús nos

consta por san Pablo al hablar de la exclamación de los fieles de su propia

comunidad que, impulsados por el Espíritu, invocaban también a Dios como

(6)

6

abba (

Gál_4:6

); e igualmente en otra comunidad no fundada por él

(

Rom_8:15

).

d) La garantía mayor de la invocación que Jesús hace de Dios como padre nos la

ofrece el término mismo abba; podemos saber que realmente fue usado por él.

La palabra abba; originalmente refleja el lenguaje infantil para dirigirse el niño

a su padre, aunque posteriormente fuese también utilizado por personas adultas

para hablar a personas ancianas. Si en algún momento, en el ámbito del

judaísmo helenístico, se invocó a Dios con el término pater (cf

Sab_14:3

), el

término abba en cualquier ambiente judío era absolutamente impensable, por

irrespetuoso, como medio de comunicación con Dios. Este sentido de

discontinuidad con el uso de la época del evangelio nos ofrece un criterio seguro

de historicidad del empleo que hizo de él Jesús.

e) La relación de intimidad filial que se establece entre Jesús y el Padre la

podemos vislumbrar a través del término abba. El contenido de esta relación ha

quedado plasmado en el himno de júbilo que pronuncia Jesús invocando a Dios

"padre", evocación del aramaico abba; con una doble invocación de Jesús al

Padre, le da gracias por su acción reveladora a los sencillos (

Mat_11:25-26

[par.

Luc_10:21

]). A continuación se establece la relación que une a Jesús, Hijo, con

Dios, su Padre. Afirma Jesús: "Todo me ha sido dado por mi Padre"

(

Mat_11:27

a;

Luc_10:22

a). Teniendo en cuenta la acción de gracias precedente

de Jesús; en esto que el Padre ha dado al Hijo entra la revelación plena y total;

mientras que para los escribas y fariseos su fuente de información eran las

tradiciones de los mayores (cf

Mar_7:39

), para Jesús, en cambio, la fuente de su

conocimiento es lo que ha recibido de Dios, su Padre. El conocimiento entre

Jesús y el Padre es recíproco, ya que "ninguno conoce al Hijo sino el Padre y

nadie conoce al Padre sino el Hijo" (

Mat_11:27

b.c. [par.

Luc_10:22

b.c.]). En

este conocimiento mutuo, sin excluir el aspecto noético, se incluye cuanto

implica el conocer bíblico; queda afectada también la voluntad en una comunión

de vida. Se supone el amor de predilección que el Padre tiene por el Hijo, el Hijo

amado (

Mat_3:17

;

Mar_1:11

), y el amor del Hijo, que le lleva a la actitud de

sumisión y obediencia al Padre (

Luc_2:49

;

Mat_26:39

;

Mar_14:6

). Por ser

Jesús el que conoce al Padre es el que le puede revelar; el Padre se revela a los

sencillos por complacencia (

Mat_11:25-26

par.); el Hijo revela al Padre a quien

quiere (

Mat_11:27

d par.). Esta cristología, iniciada ya por los sinópticos,

adquirirá su total y pleno desarrollo en la cristología del cuarto evangelio: "Dios

unigénito que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer" (

Jua_1:18

).

Tanto Juan como los sinópticos, partiendo de la denominación e invocación que

Jesús hace de Dios como Padre y de la sumisión y obediencia que manifiesta,

llegarán a la formulación clara y explícita de Jesús como Hijo de Dios (

Mar_1:1

;

Jua_20:31

).

f) Nuestra denominación e invocación de Dios como padre proviene de la

exhortación de Jesús (

Mat_6:9

;

Luc_11:2

); por acción del Espíritu nos

dirigimos a él también como abba (

Rom_8:15

;

Gál_4:6

). Pero siempre quedará

la diferencia abismal que Jesús mismo establece al no introducirse él en nuestra

invocación "Padre nuestro", o al separar "su Padre" y "nuestro Padre": "Subo a

mi Padre y a vuestro Padre" (

Jua_20:17

). Sin embargo, tanto Jesús como

nosotros quedamos envueltos en el mismo amor del Padre, según la petición

(7)

7

que Jesús le hace por sus discípulos: "Para que el amor con que tú me has

amado esté en ellos" (

Jua_17:26

).

BIBL.: CABA J., El Jesús de los evangelios, Madrid 1977, 281-284, 300-313;

DALMAN G., Die Worte Jesu. Mit Berücksichtigung des nachkanonischen

jüdischen Schrifttums und der aram1schen Sprache, Band I, Darmstadt 19302,

1965, 150-159; JEREMIAS J., Abba. Studien zur neutestamentlichen Theologie

und ZeLtgeschichte, Gotinga 1966, 15-80 (cf Abba, Sígueme, Salamanca 1981,

105-111); ID, Teología del Nuevo Testamento I: La predicación de Jesús,

Sígueme, Salamanca 19804, 50, 80-87; KITTEL G., aúpa, en TWNT 1: 4-6;

MARCHEL W., Abba, Padre. Mensaje del Padre en el Nuevo Testamento,

Herder, Barcelona 1967; MICHEL O., Patér, en H. BALZ y otros (eds.),

Exegetisches Wóiterbuch zum NT, III, Stutgart 1982, 125-135; SABUGAL S.,

AbbaL.. La oración del Señor, Madrid 1985 366-424; SCHRENK G., aarílp, en

TWNTS: 9741016.

J. Caba

LATOURELLE - FISICHELLA, Diccionario de Teología

Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

(8)

8 AGNOSTICISMO

1. EXPLICACIÓN DEL TÉRMINO. Por agnosticismo (del griego

ágnostos=incognoscible) se entiende: ordinariamente la concepción (filosófica) de la incognoscibilidad de todo lo transempírico o trascendente. De acuerdo con esta concepción, se consideran científicamente irresolubles los aspectos relativos a lo trascendente, y en consecuencia se le niega también a la metafísica (ciencia de lo transempírico, inmutable y espiritual) la cualidad de ciencia.

El concepto fue acuñado por Thomas Henry Huxley (,1825-1895), biólogo y filósofo inglés, en contraposición a la certeza "gnóstica" del conocimiento, y en 1896 se introdujo en la filosofía. Huxley quiere designar con este concepto una actitud que, partiendo de la incognoscibilidad de Dios y de la finitud y limitación del conocimiento humano, renuncia a formular como definitivas afirmaciones de fe personales y

considera con escepticismo las ajenas (cf Huxley, 237-240).

En consecuencia, el agnosticismo difiere también críticamente dei ateísmo, que afirma un saber definitivo sobre la inexistencia de Dios. Frente a él, el agnosticismo relega las afirmaciones sobre la existencia o la no existencia de Dios al ámbito de los asertos que no es posible decidir cognoscitivamente. Por lo tanto, la impugnación de la existencia de Dios hay que tratarla de la misma manera que la afirmación de su existencia. Corrientes y mentalidades agnósticas las ha habido siempre en el pensamiento occidental, si bien no siempre han sido objeto de reflexión filosófica o teológica. En la llamada "teología negativa", que parte del punto de vista de que, con relación a Dios, sólo es posible conocer lo que no es, pero no lo que es, tenemos un agnosticismo de orientación religiosa.

2. EL AGNOSTICISMO MODERNO. Como precursores del agnosticismo moderno se consideran el criticismo (Hume, Kant) y el neopositivismo (circulo de Viena, filosofía analítica). Con el escepticismo moderno guarda una estrecha afinidad espiritual. Según la opinión de Kant (1724-1804) sobre la dialéctica trascendental en la Crítica de la razón pura, las afirmaciones científicas sólo son posibles en contextos espacio-temporales limitados. Las afirmaciones sobre el mundo como un todo conducen, en su opinión, a contradicciones. Los conocimientos científicos, que han de ser fidedignos, sólo es posible alcanzarlos en el ámbito de fenómenos y contextos limitados. Las afirmaciones que van más allá hay que considerarlas como transgresiones inadmisibles de este límite, por lo cual es preciso rechazarlas.

Según el punto de vista del positivismo moderno, las disquisiciones lógicas de la filosofía analítica demuestran la contradicción de los asertos religiosos. ¿Cómo, por ejemplo, puede ser Dios al mismo tiempo infinito y persona?

Actualmente el agnosticismo debe importantes impulsos a pensadores como Bertrand Russell, Ernst Topitsch, etc. El filósofo español del derecho, Enrique Tierno Galván (1918-1986), ha intentado establecer una fundamentación del agnosticismo. Según su concepción, el agnosticismo se opone tanto al ateísmo como a la fe religiosa. Lo mismo que Huxley, rechaza la certeza gnóstica del saber sobre la existencia o la inexistencia de Dios. Su pensamiento gira en torno al concepto de "finitud". Agnóstico es el hombre que se sitúa consciente y sinceramente ante la finitud del ser e intenta vivirla

positivamente. En cambio la vida del creyente está desgarrada por una doble finalidad: por un fin intramundano y otro trascendente a la vida. Tierno Galván ve entre ambas finalidades vitales una contradicción fundamental, y en consecuencia habla también de la "tragedia teológica" de la vida de los creyentes. Por eso quiere él devolverle al hombre el sentido de la finitud, y con ello la unidad de su existencia, que ha perdido con la

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9

religión. El agnosticismo es también un humanismo: quiere superar la soledad y el aislamiento del hombre y suscitar comunidad, sin violentar o eliminar por ello al individuo. La salvación no representa ningún dato trascendente; significa identificarse con el sentido de este mundo, que consiste en la finitud. Cómo es posible vivir esta finitud en un mundo como el nuestro, es, en definitiva, una cuestión abierta y sin respuesta. El llamamiento moral a vivir de manera humana la finitud, a decir verdad, no basta.

3. VALORACIÓN TEOLÓGICA. La mentalidad de la época actual está más bien del lado del agnosticismo que del ateísmo; por eso la teología contemporánea reconoce como su verdadero reto al agnosticismo ("indiferencia' (cf Karl Rahner, H.R. Schlette).

En el pasado la Iglesia católica ha condenado varias veces el agnosticismo.

El Vaticano I (1870) afirma en la constitución dogmática Dei Filius (DS 3000-3045) que es posible conocer con seguridad a Dios con ayuda de la razón humana (cf DS 3004), y pronuncia el anatema contra cuantos lo nieguen (cf DS 3026), en lo cual hay que incluir también al agnosticismo.

El papa Pío X, en su encíclica Pascendi dominici gregis (cf DS 3475-3500), del 8 de septiembre de 1907, impugna por extenso el agnosticismo. En opinión del papa, el agnosticismo es la base de los errores del modernismo.

Realmente, en contra de una condena precipitada del agnosticismo hablan dos

convicciones teológicas propias del cristianismo: 1) todo saber humano es "imperfecto"

(cf 1Co_13:9), limitado y falible; 2) y la doctrina tradicional sobre la "incognoscibilidad

de Dios" (cf Jua_1:18a; Heb_11:27; Rom_1:20; Col_1:15; 1Tim 1,17- etc.), basada en la expresión bíblica del "Dios escondido" (cf Isa_45:15), tal como la defendieron

teológicamente ante todo los Capadocios (Basilio y Gregorio de Nisa, en controversia con el arriano Eunomio). Naturalmente, no se trata de dos cosas completamente distintas, sino que ambos problemas se relacionan íntimamente. El conocimiento y el saber humanos se refieren esencialmente a lo mundano, porque ellos mismos son un elemento de la realidad del mundo. Por lo tanto, están sometidos también a la contingencia propia de todo lo mundano. El saber sobre Dios no constituye una excepción. Dios, por su misma naturaleza, no puede ser objeto del conocimiento humano; permanece básicamente incognoscible.

La contingencia, limitación y falibilidad del principio del conocimiento humano no es un hallazgo moderno que la teología debiera eventualmente al moderno falibilismo (Karl Popper, Hans Albert y otros). Prescindiendo de la persuasión básica corriente antes mencionada del carácter imperfecto del conocimiento humano en la filosofía y la teología cristianas, Nicolás de Cusa (1401-1464) fue el primero que expuso a finales de la Edad Media la índole "conjetural" del conocimiento humano ("In coniecturis ambulantes in omnibus nos errare comperimus", Docta ignorantia: 1. 2, c. 11). La aparente contradicción entre la incognoscibilidad de Dios tradicionalmente

enseñada y su cognoscibilidad afirmada por el primer concilio Vaticano es fruto de una lectura superficial del texto. En efecto, ordinariamente se prescinde de la adición condicional "e creatis" (por las cosas creadas). El concilio afirma un conocimiento de Dios condicionado "por las cosas creadas". No es Dios mismo el objeto del

conocimiento, sino el mundo como creación de Dios. Luego lo que se afirma es la cognoscibilidad de la condición creada del mundo y su relación a algo/alguien que es radicalmente diverso de él. La condición creada del mundo sólo afirma primeramente que no puede subsistir sin lo que el lenguaje religioso denomina "Dios". "Dios" aparece como aquél sin el cual nada existe. Esta convicción teológica responde plenamente al

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10

dato bíblico, incluye el punto de vista fundamental de la teología negativa y podría constituir también la base para un diálogo con el agnosticismo moderno.

BIBL.: HEPRURNW., Agnosticism, en The Encyclopedia of,Philosophy, vol. I, Nueva YorkLondres 1972, 56-59; HUXLEY H., Agnosticism, en Collected Fssays, vol. V, Londres 1902; KANT E., Dialéctica trascendental, en Crítica de la razón pura, Madrid 1978; RAHNER K., Glaubensbegründung in einer agnostichen Welt, en Schriften zur Theologie XV, Zurich-Einsiedeln-Colonia 1983, 133-138; SCHLETTE H.R. (ed.), Der moderne Agnostizismus, Düsseldorf 1979; SCIACCA M.F., Agnosticismo, en

Enciclopediafilosófica, vol. I, Venecia, Roma 1957, 74-78; SEIDEL Ch., Agnostizismus, en HWPh, vol. I, BasileaStutgart 1971, 110-112; STEPHEN L., An Agnostic's Apology, 1876; STROM A.V., GUNTHER H. y GUSTAFSSON B., Agnostizismus, I-III, en TRE, vol. II, Berlín-Nueva York 1978, 91-100; TIERNO GALVÁN E., ¿Qué es ser agnóstico?, Madrid 19864.

B. Groth

LATOURELLE - FISICHELLA, Diccionario de Teología Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

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11 AGUSTÍN, san

El tema de la revelación, si bien no fue tratado nunca de forma unitaria y sistemática, estuvo siempre en el centro de la atención de Agustín, desde el comienzo de su

conversión hasta el final, aunque bajo diversos aspectos y con diversas preocupaciones. Sin establecer claras divisiones cronológicas, podemos decir que al principio prevalece francamente el interés apologético, en el sentido de que frente al racionalismo

maniqueo, más ostentoso que verdadero, y frente a las críticas paganas contra el carácter divino de la religión cristiana, en el recién convertido prevalece el afán de defender la racionalidad de la fe y la credibilidad de la revelación cristiana.

Posteriormente su atención se desplaza a los aspectos más propiamente teológicos y antropológicos de la revelación (cómo salvaguardar la simplicidad y la inmutabilidad de Dios, la dimensión trinitaria, la naturaleza y la economía de la revelación). Finalmente, junto con la maduración de la especulación teológica y con el compromiso antidonatista y antipelagiano, crece y se desarrolla su interés por los aspectos hermenéuticos y

exegéticos de las fuentes de la revelación, que estaba ya vivo en la polémica

antimaniquea. Así pues, será éste el esquema que seguiremos en esta exposición del pensamiento agustiniano sobre el tema de la revelación.

1.ASPECTO APOLOGÉTICO. La conversión de Agustín, como es sabido, coincidió con la superación del racionalismo escéptico y de las objeciones maniqueas a la fe católica. Él se había echado en brazos de los maniqueos, porque denunciaban la terribilis auctoritas de la fe, exigida por la Iglesia antes de cualquier demostración de la verdad, mientras que ellos, los maniqueos, prometían conducir a Dios y a la verdad "con la pura y simple razón" (De utilitate credendi I, 2). Sólo después de nueve años se dio cuenta de que el maniqueísmo, "con la promesa temeraria de la ciencia, se reía de la fe e imponía luego creer en una infinidad de fábulas absolutamente absurdas e indemostrables" (Conf. VI, 5,7). La experiencia maniquea lo obligó a encontrar en el plano racional una justificación del acto de fe en general, y de la sumisión de la mente a la autoridad cristiana (Cristo, la Escritura, la Iglesia) en particular. El eco de esta preocupación en el doble frente del paganismo y del maniqueísmo puede advertirse tanto en los escritos inmediatamente posteriores a la conversión como en los de plena madurez.

a) Racionalidad de la fe. Para abrir brecha en las críticas maniqueas a la fe católica le bastaron a Agustín las consideraciones de los innumerables hechos en que creía sin haberlos visto y sin haber asistido nunca a su desarrollo, como los acontecimientos históricos del pasado, las noticias sobre localidades y ciudades nunca vistas, la multitud de cosas absolutamente necesarias para obrar que se creen por el testimonio de los amigos, de los médicos y de tantas otras personas; ni siquiera la identidad de los padres resultaría aceptable si no se prestase fe a lo que se ha oído decir (Conf. VI, 5,7).

Consideraciones del mismo tipo aparecen y se desarrollan en los dos primeros capítulos del De fide rerum quae non videntur y antes, en el De utilitate credendi, en donde a modo de conclusión se afirma que en la realidad de la vida concreta casi es imposible imaginarse a un hombre que no crea en algo (Conf. XI, 25) y que "si decidiésemos no creer en nada que no pudiésemos comprender con evidencia, no habría nada en la sociedad humana que permaneciese estable" (XII, 26). La fuerza de semejantes argumentaciones está en el reconocimiento del valor cognoscitivo de la fe. Ésta ciertamente no da una comprensión racional, pero tampoco puede equipararse a una simple creencia y mucho menos a la credulidad. Si comprender (intelligere) es "poseer algo de modo cierto con la razón" y la opinión es una convicción arriesgada de saber lo que se ignora, la fe es el conocimiento de verdades que no se comprenden todavía, pero que están garantizadas por la autoridad del testigo (De util. cred. XI, 25). En resumen, para Agustín la fe es siempre un escalón del conocimiento (Disc. 126,1, l). Junto con la razón, es una fuente de conocimiento; más aún, el carácter propio del aprendizaje humano es empezar precisamente por la fe en la autoridad, para llegar luego al conocimiento racional (Ord. II, 9,26). La autoridad exige la fe, pero la fe prepara a la

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razón y la razón conduce al conocimiento intelectual (De vera rel. XXIV, 45). Así pues, creer no es de suyo un acto contrario a la razón; puede serlo si el contenido de la fe es absolutamente absurdo o se cree con facilidad, sin la ponderación debida de la autoridad. Semejantes consideraciones, concluye Agustín, tienen la finalidad de demostrar solamente que la fe "en las realidades que no se comprenden todavía" no puede compararse con la temeridad del que hace conjeturas. Hay una gran diferencia entre pensar que se conoce y creer por el testimonio digno de fe algo que todavía se ignora (De util. cred..XI, 25).

Si lo dicho hasta ahora es verdad para la fe en el plano de las verdades humanas, ¿lo es también para la fe en la verdades divinas? La respuesta de Agustín se sitúa en dos niveles. De la existencia y de la providencia de Dios no se puede tener un conocimiento cierto, como para los objetos sensibles o para los actos interiores vistos por la mente

(Efe_147:3); pero tampoco se cree en Dios por el testimonio de alguien. La fe en Dios

nace en el corazón del que sabe escuchar el grito que se eleva de todas las cosas creadas: "No somos nosotras tu Dios; busca por encima de nosotras" (Conf. X,Efe_6:9; De vera rel. XXIX, 52; XLII, 79). Para el que ya cree en Dios, la respuesta a la pregunta sobre la racionalidad de la fe en las verdades divinas es más compleja. Si en los asuntos

ordinarios de la vida (el comercio, el matrimonio, la educación de los hijos) nadie duda de que es mejor evitar errores que cometerlos, este principio."debe ser considerado con mayor validez todavía en materia religiosa, ya que es más fácil conocer las cosas

humanas que las divinas y el error en estas últimas sería mucho más grave y peligroso" (De util. cred. XII, 27). Las dificultades que encuentra el hombre en el conocimiento de las verdades divinas no dependen solamente de la absoluta trascendencia de Dios, sino también de su condición pecadora (Mor. Ecel. Cat. I,Efe_7:11-12): "Como los hombres son demasiado débiles para encontrar la verdad con la sola razón, tienen necesidad de una autoridad divina" (Conf. VI,Efe_5:8); "cuando buscamos la verdadera religión, sólo Dios puede poner remedio a esta enorme dificultad" (De util. cred. XIII, 29).

Naturalmente, en Dios no hay ninguna necesidad. 'Ya en el Contra Academicos (III,Efe_19:42) se hablaba de una popular¡ quadam clementia; en el De vera religione se habla expresamente de una "inefable benevolencia de la providencia divina... Como habíamos caído en las cosas temporales y su amor nos tenía alejados de las cosas eternas, cierta medicina temporal nos llama a la salvación, no por medio del conocimiento racional, sino por medio de la fe" (ib, XXIV, 45).

El objeto de esta revelación son "aquellas verdades que no es útil ignorar y que no estamos en disposición de conocer nosotros solos" (Civ. Dei XI, 3); "son las verdades que pertenecen a la doctrina de la salvación y que no podemos comprender todavía con la razón, pero que algún día podremos conocer" (Efe_120:1, Efe_120:3). Así pues, entre la razón y la fe no hay una incompatibilidad ni una exclusión, sino una

complementariedad y una ayuda mutua. Este optimismo se basa en la convicción de que "Dios no puede odiar aquella facultad (la razón), en virtud de la cual nos ha creado superiores a los demás animales". Por tanto, es inconcebible "que la fe nos impida encontrar o buscar la explicación racional de lo que creemos, desde el momento en que ni siquiera podríamos creer, si no tuviéramos almas racionales" (ib). La comprensión racional de la fe es siempre deseable; el que no la desea, contentándose con la simple fe, ni siquiera ha comprendido para qué sirve la fe (Efe_120:2, Efe_120:8). En conclusión, no se da ninguna renuncia de la razón, sino sólo un reconocimiento de los propios límites. Sobre todo, "cuando se trata de verdades supremas que no se pueden

comprender, es bastante razonable que la fe preceda a la razón; en efecto, purifica el corazón y lo hace capaz de acoger y de sostener la luz de la razón" (Efe_120:1,

Efe_120:3). Además de esta función purificadora, como ya se ha indicado, la fe tiene

una función cognoscitiva: "La certeza de la fe es en cierto modo el comienzo del conocimiento" (De Trin. IX,Efe_1:1); ofrece "las semillas de la verdad" (De util. cred. XIV, 31).

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b) La credibilidad de la "auctoritas"cristiana. Si es razonable que la fe preceda a la razón al menos en orden cronológico, es igualmente verdad que la razón debe preceder a la fe en la consideración de los motivos de credibilidad por los que se debe creer a ciertas personas o libros (De vera rel. XXIV, 45). Sólo después de haber pesado escrupulosamente la fiabilidad de los testigos es lícito dar el asentimiento de la fe

(Efe_147:16, Efe_147:39).

En esta investigación Agustín tiene habitualmente ante los ojos la única saluberrima auctoritas, constituida por Dios para la salvación de todos los hombres (De util. cred. XVI, 34), que comprende a Cristo, a la Escritura y a la Iglesia. Sin embargo, en la polémica antipagana no es difícil observar una mayor atención apologética a la

autoridad de Cristo, mientras que en la polémica antimaniquea prevalece el interés por la autoridad de la Iglesia.

La cultura pagana había considerado ya desde Aristóteles a los oráculos como una prueba válida en las demostraciones retóricas (ARISTóTELES, Retórica I,Efe_15:35 [1376a]). Cicerón contaba entre los testimonia divina, además de los oráculos las diversas formas de adivinación (Topica XX, 77), siguiendo en esto a los estoicos, que habían recurrido a las predicciones adivinatorias para probar la providencia divina (CICERóN, De natura deorum II,,167). Con los neoplatónicos, como Porfirio, los oráculos se convierten en fuente de la misma filosofía, mientras que las prácticas teúrgicas son el capítulo de purificación para las masas. Contra esta cultura, ya desde los primeros escritos hasta el De civitale Dei, Agustín intentó desenmascarar la falsedad de los testimonia divina de los paganos y exaltar la divina auctoritas de Cristo. Él es el mismo entendimiento divino, que tomó un cuerpo humano para llevar a los hombres a lo divino (Contra Acad. III,Deu_19:42). La verdadera autoridad divina es la que no sólo trasciende en los signos sensibles a todas las facultades del hombre (cosa que pueden hacer también los demonios), sino que asumió al mismo hombre y con los hechos realizados por él manifiesta su poder, con su enseñanza su naturaleza, con su humildad su misericordia (Ord. II,Deu_9:27). En el De utilitate credendi la autoridad de Cristo se ve confirmada por los milagros y por la multitud de sus seguidores: "Con los milagros adquirió autoridad y con la autoridad mereció fe, con la fe congregó a una multitud y con la multitud alcanzó la antigüedad, con la antigüedad reforzó la religión" (De util. cred. XV, 33). Se presta una especial atención al milagro, para distinguir los verdaderos de los falsos. Agustín no niega que también en la religión pagana haya habido y siga habiendo todavía hechos extraordinarios (mira) y predicciones del futuro que superan toda capacidad humana; pero sostiene que no son obras de la divinidad, sino de los demonios, que quieren engañar y burlarse de los hombres para hacerlos esclavos (Ord.

II,Deu_9:27; De civ. Dei X, 16 1-2). Los milagros realizados por Cristo son una prueba

de su autoridad divina, ya que suscitan no sólo la admiración, sino también la gratitud y el amor: "Algunos eran un claro beneficio para el cuerpo de los enfermos, otros eran signos dirigidos a la mente, y todos ofrecían un testimonio de la majestad divina". Eran, por tanto, milagros oportunos para reunir e incrementar la multitud de los creyentes y para que la autoridad de Cristo resultase útil a la renovación de las costumbres" (De util. cred. XVI, 34).

Un desarrollo ulterior de la apologética agustiniana puede verse en el De fide rerum quae non videntur. La fe en Cristo se justifica por algunos signos (indicia) de su divinidad: "Están totalmente equivocados los que piensan que nosotros creemos en Cristo sin prueba alguna" (De fide rerum IV). Una prueba es el carácter prodigioso del nacimiento y desarrollo de la Iglesia en el mundo. El hecho de que todos los hombres invocan a un solo Dios y ha acabado la idolatría, "¿no es un prodigio tan grande que mueve a creer que de pronto ha brillado para todo el género humano la luz divina?". Sobre todo cuando se piensa que todo ha ocurrido por obra de un hombre crucificado y de unos discípulos pobres e ignorantes. También es extraordinaria la renovación moral

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del mundo; la conversión de hombres de toda condición, dispuestos a soportar la persecución y a dar la vida por la verdad; la difusión universal de la Iglesia, que crece a pesar de todas las contrariedades externas e internas (ib, V11, I0).

Otro signo de la divinidad de Cristo es el cumplimiento pleno de las profecías del AT. Con mucha anticipación los antiguos profetas de Israel habían anunciado no sólo su venida, sino también su nacimiento virginal, su pasión, su resurrección y su ascensión (ib, IV, 7). Al anuncio de Cristo los antiguos profetas asociaron la difusión universal de la Iglesia, tal como se ha realizado puntualmente (ib III, 5-6).

Relacionada con la autoridad divina de Cristo está la autoridad de las Escrituras. Ellas ocupan la cima más alta y celestial de la autoridad, hasta el punto de que han de ser leídas con la absoluta certeza de su veracidad e inerrancia (Efe_82:2, Efe_82:5). La razón de esta divina autoridad de las Escrituras está en el hecho de que contienen la palabra del mismo Cristo, que primero habló por los profetas, luego personalmente y finalmente por medio de los apóstoles. Los autores de los libros sagrados son testigos dignos de fe, porque aprendieron las verdades reveladas por inspiración del Espíritu Santo (De eiv. Dei XI,Efe_34:1). Las pruebas de esta autoridad divina son múltiples. Recurriendo a las categorías de la retórica, Agustín indica entre las pruebas extrínsecas la difusión y el consentimiento con que las Escrituras han sido acogidas en todo el mundo desde hace tantos siglos: si no fueran dignas de fe las Escrituras cristianas que gozan de títulos semejantes, habría que negar la credibilidad de cualquier otra historia (Mor. Eccl. Cath. 1, 60-61). En comparación con las cristianas, las Escrituras maniqueas están privadas de autoridad, precisamente porque son recientes, desconocidas,

acogidas por pocas personas, y encima carecen de credibilidad (De util. cred. XVI, 3i). Además, la autoridad de las Escrituras cristianas está reconocida en todo el mundo y entre todos los pueblos, ya que contienen muchas profecías del futuro perfectamente cumplidas, entre ellas la futura fe de los gentiles (De civ. Dei XII, 9,2). Finalmente Dios no habría concedido una autoridad tan eminente a las Escrituras si no hubiese querido que el hombre creyese por medio de ellas en él y lo buscase (Conf. VI, 5 7-8).

También la autoridad de la Iglesia está estrechamente vinculada a la de Cristo desde el momento en que "su enseñanza brota del mismo Cristo y a través de los apóstoles ha llegado hasta nosotros y pasará de nosotros a los que vengan después" (De util. cred. VIII, 20). La Iglesia ha alcanzado el grado más alto de autoridad "de la sede apostólica a través de la sucesión de los obispos hasta la confesión de todo el género humano" (ib, XVII, 35). El testimonio de fe de la Iglesia es hoy indispensable para creer en Cristo: "Me parece que no he creído a otros, sino a la sólida opinión y a la fama difundida por todos los pueblos, que en todas partes han abrazado los misterios de la Iglesia

católica...; he creído, repito, en la fama que saca su fuerza de la difusión, del

consentimiento y de la antigüedad" (De util. cred. XIV, 31; C. ep. fund. IV-V). También aquí, como puede comprobarse, las categorías y las palabras empleadas son las típicas de la retórica (opinio, fama, celebritas, consensus, vetustas), aunque es nueva la idea de tradición apostólica que está en la base de toda la argumentación.

En el De fide rerum quae non videntur y en el De civitate Dei, como ya se ha indicado, se le da un gran relieve al valor apologético de las profecías veterotestamentarias: junto con el anuncio de Cristo los profetas habían preanunciado también a la Iglesia y su desarrollo entre los pueblos paganos (De fide rerum 111, 56). Esta prueba no puede debilitarse por la sospecha de que las profecías sean obra de los cristianos, ya que se leen también en los códices de los hebreos, enemigos de los cristianos, que con su incredulidad -igualmente prevista y anunciada- constituyen una nueva prueba de la autoridad cristiana (De fide rerum VI, 9). Para terminar, la autoridad de la Iglesia no sólo guarda la auténtica enseñanza de Cristo, sino que garantiza la verdadera

interpretación de las Escrituras (De util. cred. VI, 13) y establece su canon (C. ep. fund. V).

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2. ASPECTO TEOLÓGICO. a) Sujeto y contenido de la revelación. El principio que está en la base de la reflexión agustiniana sobre la acción reveladora de Dios es el que enuncia en la carta a Nebridio: "Esta Trinidad de la fe católica se presenta y se cree tan inseparable..., que todo lo que sea realizado por ella ha de considerarse realizado juntamente por el Padre, por el Hijo y por el Espíritu Santo. Y nada hace el Padre sin que lo hagan también el Hijo y el Espíritu Santo" (Efe_11:2). Por tanto, "cuando Dios habla y enseña, toda la Trinidad habla y enseña" (Joh. ev. 77,2). Lo mismo que la encarnación es obra de toda la Trinidad, aunque es solamente el Hijo el que se une a la naturaleza humana (De Trin.11,10,18), así también toda revelación debe ascribirse a toda la Trinidad, aunque puede ser atribuida con propiedad y bajo diversos aspectos a cada una de las personas divinas. De acuerdo con estos principios, Agustín atribuye la revelación unas veces solamente a Dios, otras al Padre, otras al Hijo y otras al Espíritu Santo. Instruido por el evangelio, sabe que "nada ha dicho Dios que no lo haya dicho en el Hijo" (Joh. ev. 21,4) y que "todo lo que el Padre dice a los hombres, lo dice por medio del Verbo" (ib, 22,14); "por medio de su Verbo y de su Sabiduría es como Dios revela a los ángeles el pasado y el futuro" (De Trin. IV, 17,22). Por otra parte, cuando habla Dios, es el Espíritu el que habla (Joh. ev. 2,9); y cuando en el salmo habla Cristo, es también el Espíritu Santo el que habla (ib, 10,8). Es a la acción del Espíritu a la que se atribuye la inspiración y la iluminación de los profetas (Quaest. ad Simpl. 11,2). Él es propiamente el Espíritu profético (Disc. 243,1), que iluminó a los autores sagrados (Joh. ev. I, 6-7) y les asistió (ib, 122,8).

Pero, como justamente observa R. Latourelle, "el centro de cristalización" del pensamiento agustiniano sobre la divina revelación "es Cristo, camino y mediador" (Teología de la revelación, Salamanca 1977, 147). Efectivamente, él es "la Sabiduría engendrada del Padre", que manifiesta "los secretos del Padre" (De fide et symb. 3,3). Es siempre Cristo el que habla en el AT y en el evangelio, ya que es el Verbo de Dios (C. Adim. XIII,3). Él fue el que inspiró a los profetas y fue él mismo profeta (Jo/i. ev. 24,7); "él es el verdadero maestro celestial, tanto de los hombres como de los ángeles" (ib, 12,6); es el maestro interior que enseña a todo el que se lo pide (ib, 20,3). En cuanto Verbo de Dios, "Cristo dirige y guía a toda criatura espiritual y corporal del modo más adecuado a los tiempos y lugares" (Efe_102:11). Precisamente porque Cristo es el Verbo de Dios, "todas sus acciones son para nosotros una palabra; sus milagros tienen un lenguaje para quien los entiende" (Joh. ev. 24,2); "todas sus obras son un signo cargado de un mensaje" (ib, 49,2).

En cuanto al contenido de la revelación divina, no puede ser otro sino el mismo Verbo de Dios. Siendo Cristo el Verbo del Padre, ha venido a decirnos no una palabra suya, sino la Palabra del Padre (Joh. ev. 14,7). Más en concreto, "por medio de su propio Hijo es como Dios revela al Hijo y se revela a sí mismo por medio del Hijo" (ib, 23,4). Más aún, es toda la Trinidad la que se ha revelada (ib, 97,1). Dios es absolutamente inefable (Doct. chr. 1, 6,6) e incomprensible para el hombre (Efe_147:8, Efe_147:21). Sin embargo, el poder de Dios es tan grande que no puede permanecer totalmente

escondido a la criatura racional, que utiliza la razón. Exceptuando a unos pocos, en los que la naturaleza humana está demasiado corrompida, todo el género humano

reconoce en Dios al creador del mundo. Pero como Padre de Cristo, por medio del cual quita los pecados del mundo, este nombre suyo, desconocido antes para todos, lo manifestó el mismo Cristo a todos los que le ha dado el Padre (Joh. ev., 106,4). Dios envió a su Verbo, que es su único Hijo, para que los hombres conociesen por su pasión y su muerte cuánto los quiere Dios, para que fueran purificados por su sacrificio y, enriquecidos por el amor difundido por el Espíritu Santo, llegasen a la vida eterna (De civ. Dei VII, 31). Este inefable designio divino de abrir un camino universal de salvación era absolutamente impenetrable a la mente humana si Dios mismo no se lo hubiese revelado primero, en los tiempos antiguos, a unas pocas personas, pertenecientes sobre

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todo al pueblo hebreo, y luego por el mismo Mediador, presente en la carne (ib, X, 32,2).

b) La economía de la revelación. Un punto firme en la enseñanza de Agustín es que Dios no ha dejado nunca de revelarse de alguna manera a los hombres de forma que pudieran salvarse. Y esto "desde el comienzo de género humano", "no sólo en el pueblo de Israel, sino también entre los demás pueblos antes de la encarnación". Sin embargo, fueron diversas las modalidades de esta revelación, "unas veces de forma más oculta, otras más evidente, según creía oportuno la divina providencia en las diversas épocas"

(Efe_102:15). A los paganos que con Porfirio objetaban: "¿Por qué tan tarde y cuál fue

la suerte de los hombres antes de Cristo?", Agustín responde: "Puesto que reconocen que los tiempos no corren por casualidad, sino por un orden determinado por la divina providencia, lo que pueda ser conveniente y oportuno a cada época es algo que

sobrepasa a la inteligencia humana" (ib, 13). Agustín distingue en esta economía cinco épocas,"que contienen la profecía destinada a todas las gentes", desde Adán hasta Juan el Bautista; la sexta época es la edad de Cristo, que ve la realización de las profecías (Joh. ev. 9,6; De Trin. IV, 4,7). Así, toda la historia humana se divide en dos grandes períodos: antes de Cristo es el tiempo de la profecía y del signo, mientras que el tiempo de Cristo es el de la realidad y el de la revelación plena. "En efecto, la profecía habló siempre de Cristo desde los tiempos antiguos, desde los comienzos del género humano: él estaba presente, pero oculto" (Joh. ev. 9,4). Precisamente por esta presencia suya los hombres de todos los tiempos podían creer en él, conocerlo de algún modo y llevar una vida justa y piadosa, según sus preceptos, y salvarse. "Lo mismo que nosotros creemos en él, no sólo viviendo con el Padre, sino ya encarnado, así los antiguos creían en él viviendo con el Padre y futuro en la carne" (Efe_120:12). Su venida en la carne estuvo prefigurada con signos (sacramenta) apropiados (ib, 11), mediante los cuales los antiguos podían obtener la salvación, aunque estaba escondido para ellos lo que se revelaría luego en Cristo: "En el AT hay un velo que se quitará cuando cada uno pase a Cristo" (Efe_140:10, Efe_140:26).

Contra la repulsa total maniquea del AT, Agustín se esforzó siempre en resaltar la unidad y la concordia de los dos testamentos, defendiendo su autoridad y su santidad divina. Por el contrario, en la polémica contra los pelagianos, para exaltar la novedad de la gracia de Cristo, excesivamente infravalorada, tiende a marcar sus diferencias. La alianza antigua está marcada por la carnalidad y sus promesas son las de un reino terreno; la nueva alianza, por el contrario, está marcada por la espiritualidad y el reino prometido es el de los cielos (De vera rel. XXVII, 50). La promesa diferente respondía a un criterio pedagógico de Dios, el cual, "queriendo mostrar cómo también la felicidad terrena y temporal es un don suyo, juzgó conveniente ordenar en las primeras etapas del mundo una antigua alianza que fuese apropiada para el hombre antiguo, por el que comienza necesariamente esta vida...". Estos bienes terrenos prometidos y concedidos preanunciaban alegóricamente los de la nueva alianza, como podían comprenderlo los pocos que recibían la gracia del don profético. Cuando, finalmente, Dios envió al mundo a su propio Hijo, entonces "se reveló en el NT la gracia que estaba escondida bajo los velos del Antiguo, es decir, el poder de hacerse hijos de Dios, concedido a los que creen en Cristo" (Efe_140:2, ,9).

c) Naturaleza y modalidad de la revelación. A pesar de las raras alusiones explícitas, parece innegable que para Agustín hay que hablar de una revelación privada, destinada a cada uno de los hombres, y de una revelación pública, destinada a todos (De vera rel. XXV, 46; De civ. Dei XVII,Efe_3:2). Pero las distinciones más frecuentes son las que se hacen para salvaguardar la simplicidad y la inmutabilidad de Dios, o bien las que guardan relación con el hombre y con sus facultades cognoscitivas. En contra de las interpretaciones materialistas de las teofanías veterotestamentarias que daban los maniqueos, Agustín distingue una acción inmediata de Dios (per se ipsum o per suam substantiam) y otra mediata (per creaturam) (De Trin. III,Efe_11:22; De Gen. ad litt.

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X,Efe_25:43). Por parte del hombre, teniendo en cuenta su doble dimensión interior y

exterior, la revelación será también interior (con efectos en el alma humana) y exterior (las modalidades históricas, objetivas, con que Dios se revela) (W. WIELAND,

Offenbarung be¡ Augustinus, Mainz 1978, 27). Otra distinción se basa en la concepción históricoporfiriana de las facultades cognoscitivas: sensus, spiritus, intellectus, a las que corresponde una triple visión cognoscitiva: corporal, espiritual e intelectual

(Efe_120:11). Se puede tener así una revelación per speciem corporalem, o sea, a través

del cuerpo; una revelación per speciem spiritualem, o sea, a través del spiritus, "la parte o la facultad del alma donde se forman las imágenes (De Gen. ad litt. XII,Efe_9:20) y una revelación per illuminationem directamente en la mente (De Gen. ad litt.

VIII,Efe_27:49). Las dos primeras formas de revelación son producidas por Dios por medio de los ángeles en las visiones, en los sueños y en los éxtasis; pero podrían ser también producidas por los demonios durante la vigilia o el sueño (De Trin.

IV,Efe_11:14). Para que se tenga una propia y verdadera revelación ha de intervenir la

iluminación de la mente, que juzga e interpreta las otras formas de visión (C. Adim. XVIII, 2). Esta idea de revelación es interesante para comprender la de inspiración profética. También la verdadera profecía, el carisma del que hablaba Pablo (1Co_13:2) y del que gozaban los antiguos profetas como Isaías, Jeremías y otros, tenía lugar per informationem spiritus, esto es, por vía imaginativa y por obra de los ángeles,

acompañada de la intelligentia de las imágenes percibidas (Quaest. ad Simpl. II, 1). En este punto surge un problema difícil. Para usar las palabras de Wieland: "¿En qué relación están, según Agustín la revelación y la inspiración? ¿Explica la primera según la idea de la inspiración profética o mediante la idea de una iluminación carismática general? ¿Hay que distinguir entre los libros proféticos y los históricos en lo que se refiere a la inspiración bíblica? ¿Cómo responde Agustín a la difícil pregunta sobre la colaboración de Dios y del hombre en la elaboración de los escritos bíblicos?" (W. WIELAND, O. C., 119).

Según el autor citado no hay ninguna duda: para los autores bíblicos es válido el mismo concepto de inspiración profética (o. c., 123); y puesto que ésta se hace siempre por vía imaginativa gracias a los ángeles, es a través del mismo camino como los hagiógrafos reciben la revelación divina (o. c., 133-134). Entre las pruebas aducidas para sustentar esta conclusión figura un texto en el que Agustín afirma, sobre la base de los Hechos de los Apóstoles (1Co_7:53), que la ley fue dada por Dios mediante los ángeles (De civ. Dei X, 15); y esto valdría no sólo para la ley de Moisés, sino para toda la Escritura (ib, X, 7). A una conclusión opuesta había llegado R. A. Markus partiendo del concepto de

profecía, tal como se deduce del De civitate Dei (XVII, 38): "Un evangelista o un autor de uno de los libros históricos del AT puede ser considerado profeta en sentido amplio; no en el sentido de que haya recibido de Dios una revelación especial, sino en el sentido de que su mente ha sido iluminada por un don especial para interpretar un episodio en la historia nacional de los hebreos o de la biografía de Jesús (R.A. MARKUS, Saint Augustine on history, prophecy and inspiration, en "Augustinus" XII [1967] 278). Me parece que esta concepción es confirmada por otros textos. En el De Trinitate, al tratar del conocimiento de los acontecimientos futuros, junto a la revelación angélica que tuvieron los profetas se pone otra revelación, "no por medio de los ángeles, sino tenida directamente (per seipsos) de otros hombres, en cuanto que sus mentes fueron

elevadas por el Espíritu Santo a fin de captar las causas de los acontecimientos futuros como ya presentes en el supremo principio de las cosas (De Trin. I, 17,22). En otro lugar Agustín distingue entre una revelación per fidem reí creditae y otra revelación per visionem reí conspectae, como la que tuvo Pablo en su rapto al tercer cielo, o también Moisés (Efe_147:12, Efe_147:30). Es por la revelación per fidem como el salmista, trascendiendo a todas las criaturas acie mentís forti et valida et praefidenti y también acie fidei, llegó a ver lo que vio el evangelista inspirado por Dios cuando dijo: "In principio erat Verbum..." (In Sal_61:18). Del mismo modo el autor del Génesis pudo decir que Dios al principio creó el cielo y la tierra (De civ. Dei XI, 4). Las afirmaciones sobre el trabajo de los evangelistas parecen confirmar esta interpretación. El evangelio

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es palabra de Dios dispensada por medio de los hombres (Cons. ev. II,Sal_12:28); ellos escriben lo que se les inspira, pero no añaden una colaboración superflua (ib, Sal_1:35,

Sal_1:54); escriben recordando lo que han oído o visto, no del mismo modo ni con las

mismas palabras. Siempre dentro del respeto a la verdad, "pueden cambiar el orden de las palabras o intercambiarlas por otras del mismo valor; pueden olvidarse de algo y no lograr, a pesar de todos sus esfuerzos, referir perfectamente de memoria lo que habían oído" (ib, II,Sal_12:28-29).

No es fácil entender expresiones semejantes en el sentido de una inspiración hecha por medio de los ángeles, aunque -hay que reconocerlo- las cosas dichas sobre los

evangelistas parecen estar en contradicción con lo que Agustín dice de la inspiración verbal de los Setenta (De civ. Dei XVIII, 42). En conclusión, para Agustín la revelación es siempre una iluminación de la mente que hace Dios directamente o por la mediación de los ángeles, que actúan sobre el spiritus, para que el hombre conozca las realidades divinas. Hay que añadir que esta revelación interior va siempre acompañada de la inspiración del amor, por lo que la revelación es también atracción (Joh. ev. 26,5). d) Fuentes de la revelación y canon bíblico. De lo que se ha dicho sobre la autoridad de la Iglesia se deduce con claridad que para Agustín es precisamente la Iglesia la

depositaria de la enseñanza de Cristo (De util. cred. XIV, 31). Los evangelistas

ciertamente escribieron lo que Cristo les mostró y les dijo (Cons. ev. I, 35,54). También es verdad que los apóstoles vieron al mismo Señor y nos anunciaron lo que oyeron de sus labios (Joh. ep. 1,3). Sin embargo, "hay otras muchas cosas, conservadas por toda la Iglesia, que no están escritas, para que creamos que fueron ordenadas por los

apóstoles" (De bapt. V, 23,31). También en otros lugares se habla de prescripciones no escritas, pero guardadas y conservadas por todas las Iglesias por tradición, para que se juzguen establecidas y recomendadas por la autoridad de los apóstoles o por los concilios plenarios (Efe_54:1, Efe_54:1). La autoridad de la Iglesia ofrece la regla para la interpretación de la Escritura (Doct. christ. III,Efe_2:2) y para la determinación del canon bíblico. En una época en que todavía había en Oriente y en Occidente dudas e incertidumbres, Agustín nos ha dejado la lista de los libros canónicos tal como la acogería luego el concilio de Trento (Doct. christ. II,Efe_8:13), con la indicación de los criterios que siguió para ello. El más general es: han de considerarse canónicas las Escrituras reconocidas como tales por la mayor parte de las Iglesias católicas, si entre ellas se cuentan las Iglesias que merecieron tener sedes o recibir cartas de los apóstoles. Más en particular: las Escrituras acogidas por todas las Iglesias deben preferirse a las que sólo acogen algunas; entre las no acogidas por todas, deben preferirse las acogidas por la mayor parte o por las de mayor autoridad; cuando un libro tiene en su favor el criterio del número y otro el de la autoridad, hay que considerarlos de la misma autoridad (Doct. christ. II,Efe_8:12).

En cuanto a los libros apócrifos, pueden contener también algunas verdades, gozar del prestigio de la antigüedad e incluso ser atribuidos a escritores notables, considerados como profetas de las Escrituras canónicas, como Henoc, o bien estar excluidos del canon, tanto hebreo como cristiano. Probablemente, observa san Agustín, esto se debió a la dificultad de tener pruebas seguras sobre su autenticidad (De civ. Dei, XVIII, 38). 3. ASPECTO HERMENEUTICO. El problema de la interpretación de la Escritura estuvo siempre en el centro de la atención de Agustín. Si al principio abrazó con entusiasmo la interpretación espiritual de Ambrosio, que le permitía superar las objeciones maniqueas al AT, muy pronto intentó enfrentarse con el problema de manera más crítica, pidiendo informaciones a los mejores exegetas católicos. Un resumen de los primeros resultados de esas investigaciones lo encontramos en el De genesi ad litteram liber imperfectus, en donde expone los cuatro modos de explicar las Escrituras (II, 5).

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H. de Lubac niega que Agustín sea el fundador de la teoría de los cuatro sentidos de la Escritura, tal como se afirmará en la Edad Media; habría hablado de los cuatro modos interpretativos para textos diversos, no para el mismo texto (H. DE LuBAC, L` éxegése médiéval. Les quatre sens de 1`Ecrfture, t. I, parte I, París 1959, 180-182).

Sea lo que fuere de esta cuestión, los esfuerzos de Agustín por llegar a una teoría hermenéutica más satisfactoria culminaron en el De doctrina christiana, definida por alguien como "el manifiesto de la hermenéutica teológica de Agustín" (G. RiPANTI, Agostino teorico dell'interpretazione, Brescia 1980, 13). Esta obra trata el problema de la tractatio Scripturarum en el doble momento de la inventio y de la elocutio sobre la base de una teoría concreta del lenguaje, en donde es fundamental la distinción entre signum y res. Signum es lo que se usa para indicar otra cosa; res, lo que tiene valor por sí mismo y no se usa para indicar otra cosa (Doctr. christ. 1, 2,2). A la luz de esta distinción, las Sagradas Escrituras son signa divinitus data, signos dados por Dios para revelar a los hombres las res necesarias para la salvación (ib, II, 22,3), que son: Dios uno y trino, la encarnación de Cristo, la Iglesia, la resurrección de los cuerpos, la caridad de Dios y del prójimo. La Escritura no quiere enseñar nada más que esta fe católica (ib, III, 10,15). Por eso el intérprete debe atenerse a la regula fidei en su interpretación (ib, III, 2,21), sin pasar de los límites de la fe (De Gen. ad litt.1. imp.1,1,1).

Resulta claro el círculo hermenéutico: "Las verdades de fe y de moral que se buscan en el texto son descifradas por la confesión de la Iglesia como interpretación autoritativa, por lo que sólo se comprende el contenido de la Escritura si ya se cree previamente" (G. RIPANTI, o.c., 82). La precomprensión teológica abre el horizonte dentro del cual hay que buscar el sentido, pero no anula el trabajo de la interpretación. Para establecer los auténticos principios exegéticos, Agustín apela también a la teoría del lenguaje. Tras la distinción entre signum y res, presenta otra de no menor importancia entre los signa propria y los signa translata. Los signos propios son "los que se usan para significar las cosas para las que han sido instituidos"; los signos trasladados son "las cosas mismas que, indicadas con las palabras propias, pasan a significar otra cosa distinta" (Doctr. christ. III, 15,23). Sobre esta doble definición se basa la distinción entre sentido literal y sentido figurado o alegórico. Puesto que la Escritura ha sido dada por Dios mediante los hombres, si por un lado la mediación humana corresponde a profundas exigencias antropológicas y teológicas, como se pone de relieve en el prólogo (4-9), por otro lado extiende una especie de velo sobre el mensaje revelado. La imagen de la nube expresa muy bien este escondimiento, producido por la palabra humana: "Las Escrituras de los profetas y de los apóstoles... pueden llamarse nube, porque las palabras que resuenan y que pasan a través del aire, cargándose también de la oscuridad de las alegorías, como si sobrevinieran las tinieblas, se convierten por así decirlo en nubes" (Doctr. christ. Il, 4,5). Las consecuencias de esta oscuridad no son siempre ni totalmente negativas; en efecto, la divina providencia dispone estas oscuridades para domar la soberbia y despertar el interés por la búsqueda, que la facilidad podría hacer aburrida (ib, II, 2,7). Los peligros de interpretaciones equivocadas, unidos a la oscuridad de las alegorías, no dejan de ser preocupantes y justifican todos los esfuerzos por establecer principios exegéticos claros. Para Agustín, la legitimidad de la interpretación alegórica está fuera de discusión, ya que la practica el mismo apóstol Pablo. La pregunta que se plantea es distinta: "Respecto a la narración de los hechos, ¿todo tiene que entenderse en sentido figurado o hay que afirmar y sostener también la verdad histórica (fides) de los

hechos?" (Gen. ad litt. 1. imp. I, 1, l). La respuesta se da en el De doctrina christiana: "Todos o casi todos los hechos que se narran en el AT pueden entenderse no sólo en el sentido propio (literal), sino también en el figurado" (ib, III, 22,32; De civ. Dei XVII, 3,2). Por tanto, la tarea más urgente del intérprete es la de establecer si la locución que intenta comprender tiene un sentido propio o figurado (ib, III, 24,34). Con este objetivo hay que evitar ante todo tomar al pie de la letra lo que se ha dicho en sentido figurado,

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para no caer en interpretaciones carnales: "Sería una miserable esclavitud cambiar los signos por la realidad significada" (ib, III, 5,9). En segundo lugar, no hay que tomar en sentido figurado lo que se dice en sentido propio, ya que con el pretexto de

interpretaciones alegóricas se puede justificar toda clase de comportamiento moral y opiniones heréticas (ib,111,10,14-15). Vienen luego otros principios de no menor importancia: todo lo que en la palabra de Dios, entendida en sentido propio, no puede referirse a la honestidad de las costumbres ni a la verdad de la fe, hay que entenderlo en sentido figurado (ib, III, 10,14); además, en las locuciones alegóricas es necesario considerar lo que se lee con gran atención hasta llegar al reino de la caridad. Pero si la caridad está ya presente en sentido propio, no es necesario pensar en una locución figurativa (ib, 111, 15,23).

En este punto se plantea el problema de la pluralidad de sentidos en la misma locución figurada. Ciertamente, el sentido que hay que buscar sigue siendo el que entendió el autor sagrado: "El que escudriña la palabra divina debe esforzarse en llegar a la voluntas (intención) del autor, por medio del cual nos dio el Espíritu Santo esa

Escritura. Tan sólo en el caso en que de las mismas palabras de la Escritura se llegase, no a uno, sino a dos o más sentidos, y con tal que se pueda demostrar por otros pasajes bíblicos que esos sentidos están perfectamente de acuerdo con la verdad, se puede admitir una pluralidad de sentidos, aun cuando se ignore el sentido que entendía el autor sagrado" (ib, III, 27,38). Agustín no quiere dar ninguna licencia al albedrío: la pluralidad de los sentidos alegóricos sólo se admite con unas condiciones muy

concretas y fuertemente limitativas. Avanza la hipótesis de una interpretación basada en la razón, pero advierte: "Éste es un método peligroso; se camina con mucha más seguridad a través de las mismas Escrituras divinas" (ib, III, 28,39). La posibilidad de encontrar varios sentidos en las alegorías se considera como un hecho providencial, previsto y querido por el Espíritu Santo para el bien del lector o del oyente (Conf. XII, 18,27).

Se reserva un examen crítico especial a las reglas de Ticonio: pueden ser de gran utilidad para la comprensión de las Escrituras, pero -como demuestra la exégesis del mismo Ticonio- no bastan para resolver todas las oscuridades (ib, 111,30,42).

La insistencia en los principios hermenéuticos no debe hacernos pensar que Agustín haya soslayado los aspectos más propiamente filológicos. Dedica todo el libro II y una parte del III del De doctrina christiana a la comprensión de los signa propria y de los signa translata ignota. Le exige al intérprete de la Escritura un profundo conocimiento del mundo conceptual y lingüístico de la Escritura (ib, II, 9,14), un dominio de las lenguas, sobre todo el hebreo y el griego, para poder verificar la fidelidad de las

versiones latinas (ib, II, 9,14). El intérprete debe hacer la collatio de los diversos códices y de las diversas versiones (ib, II, 12,17-15,22) y la emendatio del texto (ib, III, 2,2-3,7), así como conocer todas las ciencias, desde las ciencias naturales hasta la historia y la filosofía (ib,11,16,24-40, 60). Es un bagaje muy amplio de conocimientos, que el mismo Agustín habría deseado poseer.

BIBL.: HARDY R.P., Actualité de la Révelation divine. Une étude des "Tractatus in 1ohannis Evangelium"de S. Agustin, París 1974 R., Teología de la revelación, Salamanca 19897; RIPANTI G., Agostino teorico dell1interpretazione, Brescia 1980; WIELAND W., Offenbarung be¡ Augustinus, Mainz 1978.

N. Cipriani

LATOURELLE - FISICHELLA, Diccionario de Teología Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

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