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QUINCE DIAS DE GLORIA

Arturo Hansen era un muchacho nacido en Río Negro. Sus abuelos habían llegado hacía muchos años de Dinamarca. Si bien no consiguieron hacer fortuna, tenían, con todo, la fortuna ¡la más preciada de todas! de haber conservado una honradez acrisolada, una fe sólida y una invariable línea de conducta.

En ese ambiente de seriedad sajona creció Arturo. Su padre era mecánico. Cuando terminó los grados elementales, preguntó éste al hijo si quería seguir estudiando. El chico contestó que sería su más cara ilusión. El hombre miró hacia su taller, lleno de cubiertas de automóviles, de hierros y despojos de vehículos en desuso, y le replicó:

Me parece que nos podremos arreglar sin ti. Vete nomás a Viedma. Allá podrás frecuentar la Escuela Normal. . .

Y Arturo partió. Vivía en casa de unos parientes y frecuentaba la Escuela Normal, ahora elevada a la categoría de oficial, pues antes, en sus primeros gloriosos tiempos, había sido «Escuela Normal Popular», porque fue fundada por iniciativa particular y sostenida por los vecinos de la capital del Río Negro.

Su carácter apacible, su contracción al estudio y el recuerdo constante de que su padre se estaba sacrificando para que él pudiera estudiar fueron motivos suficientes para que Arturo sobresaliera. Tenía inteligencia. Aliada ésta a un deseo de superarse, logró el éxito apetecido: se eximió en todos los cursos. Y así pudo llegar a su casa, año tras año, a mediados de noviembre, ansioso de ayudar a su padre en las labores del taller mecánico. ¡Y había que ver con qué gusto trocaba Arturo los libros y la estilográfica, por el torno y la lima! Allí, junto a su padre, trabajaba con un ardor tal que parecía querer aventajar en cuatro meses el rendimiento de los doce que su buen padre pasaba encorvado sobre el torno.

Algunos días antes de finalizar las últimas vacaciones, una noche, le dijo a su padre:

Papá, como sabes, este año termino mis estudios. ¿Prefieres que ejerza de

maestro o que siga ayudándote aquí?

Sería un error, — replicó al punto Hansen — estudiar y conseguir un título y

luego encerrarte en un taller. Has estudiado para usufructuar ese título.

Entonces, —contestó Arturo—, hacia fines de año, procuraré conseguir que

me nombren maestro por ahí. ¡Hay tantos lugares en la Patagonia donde nadie

quiere ir porque «es muy lejos»! Yo voy a ir adonde me manden ¿qué te parece?

Me parece muy bien. Ya habrá tiempo para avanzar luego hacia los centros de

población . . . Pero entre tanto creo que conviene foguearse en los lugares bravos de nuestro sur. Para eso son jóvenes ustedes...

Y fue maestro normal. ¡Qué alegría experimentaba Arturo cuando marchaba hacia la casa con el diploma bajo el brazo! Le parecía soñar.

Pero el punto difícil era el nombramiento. El joven maestro creía que a fin de año, registrado su diploma, al punto le iban a extender un nombramiento para Chacay Huarruca, para Río Senger, para Güer Aike o cualquier otro rincón patagónico donde no hubiera maestros. Pero. . . los meses pasaban y Arturo no recibía el nombramiento. Desde su taller, él insistía ante las autoridades escolares. Y nada. . . Al fin tuvo que recurrir a las recomendaciones.

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fastidiado, a su padre.

Hansen no contestó. Sacudió la cabeza y se fue a calibrar unos cilindros. Así consiguió Arturo su designación para Epulafquen, un lugarejo perdido en el extremo noroeste del territorio de Neuquén. Fue a buscar en seguida, en el mapa, la ubicación de esa escuela. «¡Dios mío, —dijo luego agarrándose la cabeza—,

dónde me toca ir!. . » Era en el confín del país, en los límites con Chile, más allá de

la famosa Cordillera del Viento. Esa noche el mozo no durmió. Primero porque esas cordilleras lo traían pensativo. Y luego porque hacía varios días que se sentía como afiebrado. Pensó mucho esa noche si debería o no decirle a su padre que no se sentía de ir. Pero luego triunfaba siempre el muchacho de carácter:

«¡Cómo! —se decía— has estado esperando siete meses el nombramiento que tú habías pedido «para cualquier parte» y ahora que te lo entregan te echas atrás ? Eso no debe ser. . »

Cuando se despidió de su madre, sus ojos estaban empañados por la emoción. Su padre notó que las manos de Arturo estaban cálidas; pero creyó que fueran las impresiones de esos días.

En Viedma le dieron las instrucciones y el pasaje hasta Zapala. Afortunadamente desde Bahía Blanca a Neuquén consiguió cama. Eso lo repuso bastante. Pero cuando descendió en Zapala, el viento helado de ese invierno que comenzaba amenazador, le hizo ver que estaba muy débil para luchar contra los bravos elementos del sur. .. Pasó un día en un hotel de Zapala, en el hotel que decían «de doña Paca». Al otro día, trepó Arturo en un camión que se aventuraba a viajar hasta Chos Malal, y siguió rumbo a su destino. Digo trepó porque hasta río Agrio debió ir el maestro sobre los mil y un bártulos que llevaba el camionero. Más allá del Agrio, donde quedó un viajero, ya tuvo lugar en la cabina. Pero esas horas que pasó allá arriba, sacudido por el zangoloteo del vehículo y con un frío tremendo, le hicieron mucho daño. Llegaron finalmente a Chos Malal. Era de noche. La balsa estaba del otro lado del río. Hubo que pasar la noche, envueltos en ponchos, en la cabina del camión y con los pies helados. .. Al otro día llegaron al pueblo. Un maestro de Chos Malal le consiguió un caballo y le enseñó el camino hasta Andacollo.

¡Oh, los pensamientos de Arturo, cuando iba trepando cerros y bajando valles, siempre circundado por el blanco manto de la nieve! Más de una vez caían de sus ojos unos lagrimones caldeados sobre sus manos heladas. Pero él seguía andando y dando rienda al caballo cordillerano, ya hecho a esos caminos. Deshecho, afiebrado, con vahídos en la cabeza y bascas1 en el estómago, llegó el

joven maestro a Andacollo. Allí los colegas lo recibieron y agasajaron como pudieron. Cuando vieron el estado en que estaba, le aconsejaron que no siguiera. Pero, como a la tarde llegaron unos arrieros que decían traían recado del vecindario de acompañarlo hasta Epulafquen, Arturo no quiso defraudarlos. Y al día siguiente, con el alba, salieron. . .

Había trocado su manso doradillo por una mula zaina. Las piernas y asentaderas le dolían terriblemente. La cabeza le daba vueltas. Para peor, a poco de haber salido, comenzó a nevar.

Vamos a apurarnos, —dijo el baqueano—, porque si no, la cordillera no va

a dar paso... ¡Hum! Le tengo miedo a la nieve que comienza con la luna nueva...

Y siguieron al paso y al trote cuando se podía. Por momentos creía Arturo

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que iba a rodar hacia los abismos que se abrían, como fauces hambrientas, en las gargantas de la montaña. Al joven le daba vértigos aquella visión fantástica de los precipicios que iban festoneando las mulas. La vista se le cansaba de tanto ver nieve. Blanco arriba, blanco el suelo, blancas las montañas y hasta el testuz de la mula zaina, estaba blanco de nieve. Cuando le daban vahídos, Arturo se agarraba fuertemente a los bastos y pedía: «Señor, no me abandones. . . Por lo menos que pueda llegar a mi escuela. »

Y parecía como si una fuerza sobrenatural lo reanimase.

Pero luego, los pies, congelados dentro de los estribos chilenos, las manos temblonas y frías como escarcha, los labios lívidos, el cansancio, la fiebre, le ha-cían temer seriamente que no pudiera llegar a su destino. Pero llegaron.

Llegaron al día siguiente. El joven maestro estaba más muerto que vivo. La señora del chileno Salinas, dueña de la pensión donde iba a alojarse el maestro, le dio, ante todo, un buen jarro de café con caña. Se recobró tanto el mozo que quiso ir al punto a dar clase. Pero no se lo permitieron. Antes bien lo llevaron, velis nolis, a la cama. Durmió el muchacho toda esa tarde, y hasta la media noche. A esas horas se despertó. Tenía escalofríos. Encendió la vela. Eran las 12 y media. Quiso seguir descansando. No podía. La cabeza le pesaba y el cuarto parecía dar vueltas. Amaneció un día claro, pero frío y ventoso. Arturo se levantó a las 7. Se lavó con agua en parte escarchada. Luego fue hacia la cocina. Doña María ya había hecho fuego y preparaba el café. El joven, al entrar, se tambaleó. Asióse, entonces al marco de la pequeña puerta y saludó:

Buenos días, señora. . .

Buenos días, señor. — dijo la campesina, dejando de soplar los tizones…

Y al ver a aquel joven rubio; de 19 años, de ojos celestes, pálido y tiritando como un azogado2, tuvo realmente compasión de él. Lo hizo sentar junto al

fogón, le dio enseguida café con leche y pan con manteca. Arturo no tenía apetito. El frío lo molestaba. El temblor de las manos y de todo el cuerpo, lo intrigaba. La cabeza, estaba cada vez más pesada. Después del desayuno, doña María le señaló, a dos cuadras, una casita. Era la escuela nueva. Hacia ella se encaminó Arturo, con las ansias del sacerdote que se adelanta por primera vez hacia el altar, con las veras3 con que un piloto se acerca al avión que va a

pilotear por vez primera. . . Mientras iba, zarandeado por el viento y mal seguro sobre sus piernas, vio cerca de las casas una carreta cubierta con una lona y unos chiquillos que sacudían unos ponchos, como quien se dispone a tender la cama. Se acercó a ellos. Los saludó. Conversó un rato con Juancito y Pancho Contreras, de trece y once años respectivamente. Y así pudo saber algo que lo conmovió profundamente: ¡esos dos alumnos hacía 15 días que estaban ahí, esperando al maestro!. Apenas supo su padre, don Zoilo Contreras, que ese año iba a tener, finalmente, maestro la escuelita de Epulafquen, les dio la carreta, dos bueyes, víveres para dos meses y les dijo:

Bueno, amigos, hay que dir a la escuela...

2Se dice de la persona muy movida e inquieta.

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Y los dos chiquillos, uno picando los bueyes y el otro entre los pocos trastos que levantaron, emprendieron un viaje de dos días para instalarse junto a la es-elita y poder así concurrir a clase.

Y ahí los encontró Arturo, alegres y esperanzados. Quiso el maestro decirles algo; pero no pudo... La voz se le ahogó en la garganta, los ojos se le nublaron. Y como para evitar que los pequeños se hicieran cargo de la cobardía de su emoción, se despidió con la mano y prosiguió hacia la escuela.

Un cuarto de hora después ya estaban todos los alumnos en el aula. Eran 16: diez varones y seis niñas. Todos tenían los pómulos color manzana, el cabello duro e inflexible, y los ojos vivarachos e inquisidores. Algunos llevaban una cartera escolar en bandolera, y casi todos habían conseguido el guardapolvo que los hermana con los millones de niños argentinos que van a clase.

El maestro tocó, no sin emoción, la campana que estaba colgada junto a una de las dos aulas con que contaba el inmueble, y se juntaron atropelladamente, junto a él, todos los alumnos. Los hizo entrar, así nomás, sin fila, sin formalismos, sin requilorios4. No había bandera. La que enviara el Consejo, la habían llevado una

vez a una fiesta y no había vuelto más.

Una vez en el aula, los hizo sentar. Los más chicos adelante y los mayores atrás. Eso que todos hacen a una simple señal, a Arturo, le costó no poco trabajo: ¡hacerlos sentar de a dos y los más chicos adelante! Al cabo, cuando estuvieron todos ubicados, se dispuso a hablar. ¡Qué emoción! ¡Por primera vez iba a ser maestro de veras, no como cuando daba práctica en Viedma! Ahora estaba allí, ante la auténtica niñez de la patria necesitada de luz y hambrienta de abecedario…. Ahora comprendía más que nunca la enorme responsabilidad de su misión de forjador de mentes y de corazones argentinos…

¡Cuántas cosas hubiera dicho Arturo! Pero ¿a quién? ¡Qué le iban a entender esos indiecitos! Titubeó mucho acerca de cómo comenzar su clase, hasta que al cabo empezó por donde Dios le inspiraba para ganarse la confianza de los pequeños:

—¿Qué tal muchachos ? — les dijo confianzudamente.

Nadie contestó. Al fin uno, de los mayorcitos, se animó:

Y... bien nomá…

Así comenzó a ponerse en contacto con esos rudos hijos de la cordillera. Al principio sólo les habló de chivas y de caballos, de lazo y de maneas, para luego ir, pestalozzianamente5, de lo conocido a lo desconocido, a enseñarles las

mil cosas que los chiquillos de ciudad se saben de coro y que aquellos pobrecitos ignoraban en absoluto.

Al día siguiente ya volvió la nieve. Para los alumnos la nieve era un elemento natural y ameno: con ella hacían bolas y jugaban a las guerrillas; pero para el maestro, era todo un interrogante. Se sentía mal. Ya no tenía apetito. Todas las tardes recrudecía la fiebre... De noche no hacía más que soñar. Su imaginación calenturienta vagaba por montañas nevadas... sobre precipicios vertiginosos... sus oídos percibían el bramido de vientos impetuosos... por momentos le

4Rodeo innecesario en que se pierde el tiempo antes de hacer o decir algo

5Lo más típico de Pestalozzi, y aquello por lo cual ha sido más conocido y le dio más motivo de orgullo, fue su método de enseñanza, que

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parecía que estaba tendido sobre un campo blanco e inmenso y que su cuerpo se tornaba, por quien sabe qué mimetismos arcanos, de nieve... Así pasó una semana. Ese día Arturo no podía levantarse. Iba a golpear contra la pared para llamar a doña María y decirle que dijera a los alumnos que volvieran a sus casas porque el maestro estaba enfermo, pero se acordó de los hermanitos Contreras. Y diciendo entre sí: «todavía yo no he hecho para enseñar lo que ellos hacen para aprender”, arrojó las gruesas cobijas de lana auténtica, tejida allí mismo, y comenzó, tambaleándose, a vestirse. Como pudo, llegó al aula. Entraron los alumnos. Una vez allí, quiso hablar, pero de repente todo comenzó a girar en torno suyo, con rapidez vertiginosa, sus ojos se nublaron, su rostro palideció y quedó, así, desvanecido, de bruces sobre el pupitre, con la cabeza apoyada sobre los antebrazos cruzados.

Los alumnos echaron a correr hacia la casa donde él vivía. Tres minutos después llegaban varios vecinos. Levantaron en vilo al joven rubio, y así lo llevaron a su lecho...

Un cuarto de hora después él abría los ojos despaciosamente, tristemente, no como quien se despierta sino como quien se duerme... Porque, efectivamente, sus ojos se abrieron, pero su salud no se recobró más. Ocho días más tarde doña María acercó a su labios un crucifijo muy viejo. El miró el signo de nuestra Redención, lo besó cuando el ama de casa le dijo que lo besara, y cerró los ojos. Unos minutos más... y una blancura nacarada se extendió por todo su cuerpo. Era la nevazón de la muerte...

Los dieciséis alumnos avanzaban delante del féretro hecho de madera rústica, hacia el incipiente cementerio. Dos de las chicas llevaban un ramito de flores silvestres. Cuando la tierra hubo cubierto totalmente la sepultura ellas las colocaron, temblando, sobre el montículo.

………. Cuando llegó el verano, los colegas de Tricao Malal! y de Buta Ranquil, se llegaron, como en peregrinación, hasta la tumba de Arturo Hansen. Llevaban un hermoso ramillete de flores blancas y rojas. Antes de ponerlas sobre el sepulcro glorioso, uno de ellos, director, dijo unas palabras.

Recordó cómo la nieve lo había bloqueado y que no tuvo el consuelo ni siquiera de ver a sus padres, puso de relieve su entereza cristiana al morir en cumplimiento de su deber en la flor de sus años y acabó diciendo: Arturo Hansen ha llenado una vida, aunque como maestro sólo vivió quince días, porque como dice el libro de la Sabiduría (Cap. IV, vers. 13) : «Con lo poco que vivió ha llenado largos años».

. . . . .

Del libro PERFILES PATAGONICOS - Raul A. Entraigas – Historia 15 – Editorial Don Bosco (Buenos Aires) 1956

Las anotaciones no son originales del libro

 

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