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Follari y Lanz. Enfoques sobre posmodernidad en Amé

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ENFOQUES SOBRE

POSMODERNIDAD

EN AMÉRICA LATINA

ROBERTO FOLLARI y RIGOBERTO LANZ

(COMPILADORES)

Martín Hopenhayn

Jesús Martín Barbero

Rigoberto Lanz

Roberto Follari

Santiago Castro-Gómez

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EN AMÉRICA LATINA

ROBERTO FOLLARI y RIGOBERTO LANZ (COMPILADORES) Caracas, 1998

© F © F © F © F

© Fondo Editorial Sentidoondo Editorial Sentidoondo Editorial Sentidoondo Editorial Sentidoondo Editorial Sentido

Parque Central, edificio El Tejar, nivel de oficinas 1, oficina 108. Avenida Lecuna, Caracas, Venezuela. Teléfono: (58-2) 571.9978. Telefax: (58-2) 577.3058 www

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Hecho Depósito de Ley

Depósito Legal lf25219983012831 ISBN 980-07-5294-3

Producción general: Eleonora Silva Servicio de preprensa: ProduGráfica, C.A. Impresión: Italgráfica, S.A.

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Presentación

Balance sobre

lo posmoderno

en América Latina

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AL COMIENZO DE LA PRESENCIA del tema —hacia mediados de los

ochenta— pudo parecer una moda frívola: cuestión surgida en Europa, preponderancia pasajera, con poca relación con la espe-cificidad latinoamericana. Sin embargo, ciertos argumentos se comenzaron a subrayar: no estamos fuera del mapa mundial, la modernización parcial no nos desacopla de los efectos de las tec-nologías comunicacionales, el aumento de la marginación social no es contradictorio con un alivianamiento de lo moral.

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Lo anterior no acallaba las oposiciones —en el campo inte-lectual— por parte de quienes se avenían a tratar el tema para desmerecer su pertinencia, y aun de aquellos para quienes la sim-ple constatación de la existencia del fenómeno posmoderno en la cultura colectiva les parecía una insoportable remisión al «irra-cionalismo». Los que creen que existe un cuadriculado previo para el uso legitimado de la razón, los que identifican a ésta con la estrechez de las certidumbres instaladas por la modernidad ya en crisis, tienden a suponer que son poco racionales aquellos que utilizan la razón de modos menos esquemáticos; que marchan por caminos menos asegurados, pero más cercanos a la expe-riencia colectiva de la época y a los fenómenos que ésta hace rele-vantes.

Hoy la pertinencia de la cuestión es menos discutida. Han sido los «estudios culturales» los que, junto a los de participación política, han superado las barreras de resistencia intelectual. No puede cuestionarse la pertinencia de la temática para pensar el estatuto actual de la temporalidad, del espacio citadino, de los viajes, de la televisión, de las computadoras y los videojuegos. Todo un reacondicionamiento de nuestra cotidianidad está en curso, y finalmente esto se ha impuesto en el campo de lo teórico. Por cierto, la recomposición de las modalidades de participación po-lítica es también tan fuerte, que es en ese otro campo donde la posmodernización tiene que ser identificada y pensada, y donde lentamente ha ido encontrando espacios para su legitimación te-mática, y para su especificación conceptual.

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hace la experiencia cotidiana, sino más bien una especie de elec-ción personal arbitraria, a la cual se podría renunciar sin quedar para nada implicados por su influencia).

Lo cierto es que hoy la discusión está establecida. Dispersa, pero presente. No faltan, por supuesto, las oposiciones fronta-les, a menudo airadas y nada sutiles.1 Otros tratamientos mues-tran un rechazo fuerte a los indisputables desmoronamientos que implican los tiempos light en cuanto a compromiso, criticidad, aunque no advierten todo lo que surge de los nuevos tiempos como chance (G. Vattimo), o promueven cierta nostalgia ideali-zada de la época disciplinario-revolucionaria.2

Desde el Centro de Investigaciones Post-doctorales (CIPOST),

en Caracas, se busca hace tiempo constituir un espacio interco-nectado de discusión sobre la temática. Algo —por cierto— per-fectamente posible pero no intentado por otras instancias, y muy ligado al contenido de la cultura posmoderna, con su borramien-to de los enclaves terriborramien-toriales inmediaborramien-tos. Los intelectuales son algo remisos a las posibilidades abiertas por los medios telemáti-cos, además las facilidades de financiamiento son escasas en La-tinoamérica para facilitar estos emprendimientos. Pero el intento es —por eso mismo— desafiante, y sin duda vale la pena profun-dizarlo.

Fue en esa tesitura que Roberto Follari pudiera visitar al

CIPOST en julio de 1996, y discutir largamente con docentes y

doctorandos algunas de sus propuestas teóricas. Ya habían

pasa-1 «Hay algunos ignorantes que hablan de posmodernidad», sentenció

Ma-nuel Garretón en un alarde de efectismo retórico (encuestro organizado por la Federación de Estudiantes, ciudad de Rosario, Argentina, octubre de 1996). Tras este juicio desmesurado, siguió con una argumentación de tintes poco académicos para convencer al público estudiantil de que se sigue usando la razón y —por ello— no existe crisis de ésta. ¿Será necesario aclarar todavía que la crisis de la razón implica solamente la de sus modos modernos de uso, la de su pretendida neutralidad y omnipotencia? En su contribución con este libro, Rigoberto Lanz discute y refuta posiciones de Garretón.

2 Los trabajos de Beatriz Sarlo pueden interpretarse desde esta perspectiva.

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do por allí Ágnes Heller, Julio Ortega y otros intelectuales, que a instancias del empuje de Rigoberto Lanz, iban tejiendo una cier-ta red cier-tanto impersonal como conceptual, en cuanto a especifica-ción de problemas, nudos de discusión, campos irresueltos.

De los contactos así realizados, surgió la idea de un libro que reuniera algunos de los aportes decisivos de la temática en la actual Latinoamérica. Problemática que remite a la discusión mun-dial sobre el tema y sus autores primeros (Lyotard, Vattimo, Lipo-vetsky, etc.), pero que tiene inequívocos tintes locales; en cuanto a la modificación cultural se asienta en nuestro caso en socieda-des con modernidasocieda-des específicas (para algunos, «truncas»), y está ligada a procesos de ajuste económico neoliberal rotunda-mente excluyentes y brutalrotunda-mente privatistas; además de ser con-tinuadora de una tradición mestiza, neohispánica o de inmigra-ción, que es muy diferente a lo que hizo la Europa contemporánea. Así que este libro es el resultado. Una combinación de pun-tos de vista relevantes sobre lo posmoderno hoy en el subconti-nente, con la finalidad de repensar la filosofía, la teoría política, los conceptos sobre sociología y comunicación social. Artículos que son el efecto de libres decisiones de cada autor y puntos de urgencia temática, de modo que existe una inevitable variedad de acercamientos: habríamos sido incoherentes con la posmoderni-dad misma de haber seguido un camino más rígido.

Por supuesto, no están aquí todos los aportes posibles. En ningún caso ello cabría en un solo volumen, y nuestras posibili-dades institucionales y personales por un lado, y asunciones teó-ricas y valorativas por otro, inevitablemente produjeron algún recorte en el universo potencial de autores. Pero, ciertamente, se ha tenido en cuenta el espectro prácticamente completo a la hora de convocar, dado que los trabajos de recopilación que vienen haciéndose desde el CIPOST permiten una amplia cobertura de lo

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El acopio de la recopilación es —en su conformación final— muy relevante. Participan figuras de las más difundidas que vie-nen trabajando la problemática (Martín Hopenhayn, Jesús Mar-tín Barbero), se plantea síntesis de una de las cuestiones más urgen-tes (Rigoberto Lanz), se rediseña el estatuto actual del fenómeno (Roberto Follari), se conecta la cuestión a temáticas específicas (Magaldy Téllez, Alexander Jiménez) o a la relevante discusión producida en los Estados Unidos sobre lo «poscolonial» en Latino-américa (Santiago Castro-Gómez). Los autores remiten a proce-dencias y nacionalidades variadas, y también son polifacéticos tan-to sus puntan-tos de vista, como sus apoyaturas teóricas.

Los aportes tocan diferentes aspectos de lo que hoy impor-ta sobre esimpor-ta nueva situación epocal y sus efectos. Martín Ho-penhayn nos plantea las actuales formas de imbricación e hibri-dización cultural posibilitadas por lo massmediático y la metrópoli urbana. Ante la des-identificación y re-identificación que surge desde allí, al despedazarse la continuidad con las tradiciones cul-turales, propone la posibilidad de pensar en términos de «tribus» los nuevos agrupamientos. En este tiempo desasosegado que «con-tiene muchos tiempos» surgidos desde la multiplicidad de la ex-periencia social, la urgencia de asumir el tema de los jóvenes es planteada: en ellos lo posmoderno encuentra un cumplimiento más alto, en tanto no se formaron en los cánones de la moderni-dad. El autor se pregunta si estos adolescentes que renuevan el arraigo a la figura del Che bajo nuevos significados (una ética, un antisistema, una cierta errancia antiformalista), que no se afe-rran a ideologías críticas ni responden a una conciencia sistemá-tica, pueden reencontrar campo para lo emancipatorio desde constelaciones de sentido nuevas, desímbolas, instaladas en el vértigo y el desdibujamiento de los límites.

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de los intelectuales, sin ofrecer alternativa a cambio. Sugiere asu-mir el peso estratégico de lo visual, y en todo caso revertir la práctica intelectual teniendo en cuenta estos modos no tradicio-nales de intervención e incidencia. La lectura del presente marca indicios alentadores, como cierta resistencia individualista a la masificación generalizada, pero marca a su vez el cariz antitéti-co: puede tratarse de la retirada a lo privado propia del indivi-dualismo neoliberal. En todo caso, también nuestro autor nos invita a visitar esta «oralidad secundaria» de que se inviste la ac-tual cultura de los jóvenes, si es que queremos entender los nue-vos derroteros de la cultura.

Por su parte, Rigoberto Lanz se propone visitar críticamen-te aporcríticamen-tes de diferencríticamen-tes incríticamen-telectuales relevancríticamen-tes en la problemá-tica para discutir sobre algunos de sus puntos más polémicos. No se trata de resenciones de autores, ni cuestionamientos globales sino más bien de situar puntos específicos de inserción discursi-va allí donde resultan particularmente álgidos: por ejemplo, la no aceptación por algunos de que exista una condición posmoder-na, ya sea en general o particularmente en el caso latinoamerica-no, la discusión sobre la denominación «posmodernidad» como acertada, la relación entre moderno y posmoderno, etc. Se trata de la apertura a un diálogo necesario sobre esta producción has-ta hoy teñida de cierhas-tas sorderas mutuas; de una concrehas-ta forma de hacer ejercicio de construcción del «campo» temático entre nosotros. La asunción de la cuestión posmodernidad como deci-siva en esta época tiñe los diferentes tratamientos, que además tienen el mérito de acercarnos a una diversidad de aportes no siempre conocidos.

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fundamen-talismo absolutista. De ninguna manera es una «neorromántica» asunción de este último talante: más bien la diseminación del sentido constituye sus antípodas. Luego, el autor acuña la noción de «inflexión posmoderna» para referirse a lo que juzga como «fin de la fiesta» al terminar el primer momento posmoderno: ya se habría fundado una nueva positividad histórica, que mostraría sus inéditos inconvenientes, falacias y contradicciones. De la «gue-rra al todo» se estaría pasando al «todo da igual», propio de la carencia de sentido y la falta de horizonte normativo organiza-dor de la experiencia.

Por su parte, el trabajo de Santiago Castro-Gómez liga la discusión latinoamericana con la que realiza en los países avan-zados acerca de nuestro subcontinente, con relación a autores como Jameson, Mignolo, Spivak, etc. Refiriéndose a la categoría de «poscolonial» acuñada en esa tradición se exploran las reloca-lizaciones producidas por las nuevas tecnologías, que nos hacen ciudadanos planetarios a la vez que añorantes de la identidad con el propio territorio. Precisamente el autor asume como objeto la tematización que desde la teaching machine estadounidense se teje sobre América Latina y propone que las nuevas condiciones de globalización autorizan la legitimidad de tales enfoques, sin que resulten «exógenos». Más todavía: propone provocadora-mente —con sólida argumentación— que en realidad la «otre-dad» atribuida a Latinoamérica no ha sido sino una de las caras mismas de la dominación colonial, que habría requerido de ese espejo invertido para poder legitimarse.

Alexander Jiménez realiza un fino recorrido por lo efectos perversos de la producción massmediática de subjetividad. Tra-bajando la figura psico-antropológica del «duelo», realiza una mi-rada posmoderna de las modalidades actuales de disolución/re-composición de la sensibilidad y de suplicio público.

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la noción de acumulación histórica. Apelando a Foucault, se su-giere una lectura diferente de la cuestión temporal, múltiple, dis-continua y fragmentaria, que abra espacio al acontecimiento y a su especificidad, ocluidos por el peso de la linealidad moderna.

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PAR

PAR

PAR

PAR

PARTE I

TE I

TE I

TE I

TE I

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Tribu y metrópoli

en la postmodernidad

latinoamericana*

MARTÍN HOPENHAYN

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1. T

EJIDOINTERCULTURAL

:

DELMESTIZAJEORIGINARIOALMASSMEDIÁTICO

LAIDENTIDADLATINOAMERICANA debe entenderse a partir de la

com-binación de elementos culturales provenientes de las sociedades amerindias, europeas, africanas y otras. El escritor mexicano Car-los Fuentes señala que tiene, para América Latina, una

[...] denominación muy complicada, difícil de pronunciar pero comprensiva por lo pronto, que es llamarnos Indo-afro-ibero-américa; creo que incluye todas las tradiciones, todos los ele-mentos que realmente componen nuestra cultura, nuestra raza, nuestra personalidad.1

El encuentro de culturas habría producido una síntesis cultural que se evidencia en producciones estéticas, tales como el llama-do barroco latinoamericano del siglo XVIII, o el muralismo del presente siglo. Este tejido intercultural se expresa también en la música, los ritos, las fiestas populares, las danzas, el arte, la literatura; también permea las estrategias productivas y los me-canismos de supervivencia.

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Esta identidad bajo la forma de tejido intercultural ha sido considerada tanto desde el punto de vista de sus limitaciones como de sus potencialidades. Respecto a lo primero, se afirma que di-cha identidad nunca ha sido del todo constituida ni asumida. Tal es la posición que asumen, por ejemplo, Octavio Paz y Roger Bartra,2 en contraposición con la defensa de las culturas híbridas

que hace Néstor García Canclini.3 En la metáfora del axolote

utilizada por Bartra, la identidad mexicana tendría un carácter larvario o trunco, condenada a no madurar del todo. Como po-tencialidad, la identidad mestiza aparece constituyendo un nú-cleo cultural desde el cual podemos entrar y salir de la moderni-dad con versatilimoderni-dad, y con el cual podríamos —si asumimos plenamente la condición de lo cultural— tener un acervo desde donde contrarrestar el sesgo excesivamente instrumental o «des-historizante» de las oleadas e ideologías modernizadoras.

La fractura identitaria que hace de karma o de eterna repe-tición también provee de continuidad a una historia que, de lo contrario, no tendría memoria. Es la fisura de la identidad, la condena a permanecer divididos, lo que asegura memoria. Por eso somos, también, paradoja. Pues nuestra memoria está hecha del material del vacío, del error de traducción, de la falta de cer-teza. Tenemos memoria porque un corte en nuestro pasado desdibuja el perfil que fuimos. Nuestra memoria nos reinventa muchas identidades posibles hacia atrás para colmar esa brecha que separa el origen de la mezcla. Por fuerza nos hacemos traduc-tores de nuestro pasado, y en tanto tal lo traicionamos porque siempre lo reinventamos, poblándolo de personajes. La literatura lati-noamericana está inundada de este signo de la ambigüedad en la mirada hacia atrás: ambigüedad que se transforma en invención del pasado, desfile de máscaras que van, al mismo tiempo, ratificando y conjurando esta imprecisión en la historia y en la identidad.

2 Véanse O. Paz: El laberinto de la soledad, Fondo de Cultura Económica, México, 1978; y R. Bartra: La jaula de la melancolía: identidad y metamorfosis del mexicano, Edit. Grijalbo, México, 1987.

3 N. García Canclini: Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la

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De manera que el tejido intercultural es, al mismo tiempo, nuestra forma de ser modernos y de resistir a la modernidad: nuestra condición de apertura cultural al intercambio con los otros y nuestra manera de incorporar la modernidad siempre de mane-ras sincréticas. Es, a la vez, identidad y des-identidad, o identi-dad y problema de identiidenti-dad. El reflejo más patente lo ofrecen las grandes metrópolis de la región: Ciudad de México, Río de Ja-neiro, Caracas y Lima son grandes metáforas de esta historia hecha de mezclas. Desde sus cruces estilísticos y sus superposiciones arquitectónicas, hasta la imagen de caos y los contrastes sociales que presentan, llevan la marca de una identidad sincrética, esa presencia masiva de lo marginal.

Esto no se explica solamente como efecto del patrón pecu-liar de modernización de las economías nacionales. Son fenóme-nos en que una y otra vez se manifiesta, con toda la fuerza insubor-dinable de la identidad, una condición cultural sincrética. Tanto en el desarrollo larvario o desigual que define los mapas y con-trastes en las ciudades, como en la nueva heterogeneidad que implica a la vez fragmentación y diversidad, y en la que se dan múltiples y precarias relaciones de pertenencia, este tejido inter-cultural resiste la carga homogenizadora de la modernización.

El sincretismo también se expresa en formas de resistencia a los distintos efectos disolventes que la modernidad ejerce so-bre la cultura tradicional. En el caso de una sociedad tan sincré-tica como la mexicana, lo festivo, el culto a la muerte y la exalta-ción del «relajo» ejemplifican esta carga sincrética antimoderna. Si la modernización tiene un potencial disolvente de las identida-des premodernas, estos «cultos» premodernos oponen no una tendencia constructiva, sino más bien una simbología y un ritua-lismo mestizo de la disolución. De una manera paradójica pero real, la evanescencia de las identidades —o de las individualida-des— en el culto a la muerte, en la fiesta y en el relajo, abogan al mismo tiempo por la exaltación de lo propio y por la disolución de la identidad.

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y de comidas para el día de los muertos, etc. Si la modernidad, en sus aspectos de construcción y progreso, requiere negar la muer-te, el culto a la muerte niega esta negación: vuelve a introducir durante la celebración una vieja familiaridad de la muerte que está afincada en el imaginario popular mexicano. Así se pone en movimiento un acto de resistencia no sólo a la muerte, sino tam-bién a una cultura moderna que a su vez se resiste a convivir con el hecho cotidiano de la vecindad de la muerte. El sentido cons-tructivo y progresivo de la modernización tiene que confrontar y asimilar de alguna manera esta disposición de la conciencia co-lectiva a exponerse a la pérdida. Lo constructivo y lo disolutivo tendrán que convivir en el estilo que asume la modernidad a par-tir de identidades culturales.

El culto a la fiesta en América Latina, que se remonta al pe-ríodo colonial, se liga a la ritualización sincrética que las identi-dades autóctonas hicieron a la doctrina cristiana. Ésta expresa una tendencia contraria a la lógica moderna de la inversión y el ahorro. En la fiesta se interrumpe el trabajo y se derrochan sus frutos. Pero a la vez constituye el lugar de encuentro entre cultu-ras, el espacio de apertura al otro por vía de la celebración.

Finalmente el culto al relajo es disfuncional al proyecto de modernización por cuanto niega la regulación del futuro y abre una temporalidad «fragmentaria y chisporroteante». La cultura del relajo se filtra y atraviesa los distintos estratos sociales: soca-va la disciplina laboral, el profesionalismo y los sistemas de toma de decisiones. En el relajo se mezcla un impulso hedonista con un impulso autodestructivo. Opera, de manera sucedánea, como forma de vivir la libertad en medio de la servidumbre. Es el espe-jismo de la anarquía que ayuda a respirar en medio de la opre-sión, a olvidar la tenacidad de la pobreza y a burlar las exigencias de la austeridad.

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coexis-tencia progresiva de identidades étnico-culturales distintas? Asu-mir el tejido intercultural propio es, quizás, hoy día el más autén-tico de asumir en medio de una modernidad signada por una di-versidad de creciente complejidad «identitaria». Desafío capital para la filosofía latinoamericana que ponga la identidad y el cam-bio como objeto de su reflexión.

Esta sensibilidad intercultural cobra especial fuerza con la expansión de la industria cultural en la región, aumentando ex-ponencialmente cuando dicha industria incorpora el nuevo po-der de la tecnología informativa y comunicativa. Recuérdese que en nuestra región,

[...] los receptores de radiodifusión aumentaron hasta cerca de 140 millones el año 1987, con 332 por cada mil habitantes, proporción que más que duplica al promedio de los países en desarrollo. Por su parte, el número de transmisores de televi-sión, que en 1965 era 250, alcanza a 1.590 en 1987, en tanto que los receptores de televisión, que eran 8 millones en 1965, superan los 60 millones en 1987, elevándose así la participa-ción desde 32 por mil habitantes a 147 por mil, siendo que en Asia es de 49 por mil y en África de 14 por mil ese último año.4

En el campo del acceso a la información esto significa que en los espacios locales, incluso aquellos otrora sometidos a un aisla-miento endémico, se abre una ventana por la cual puede contem-plarse lo que ocurre en el mundo. Comienzan a borrarse enton-ces los límites entro lo culto y lo popular, conviven distintas modas de distintas épocas y resulta cada vez más difícil homologar cla-ramente las clases sociales con los estratos culturales. Todo ello implica una transformación profunda de las relaciones simbóli-cas entre grupos sociales distintos.

En la medida en que la propia dinámica de la industria y el consumo culturales erosionan la jerarquía entre lo «culto» y lo «popular», lo «alto» y lo «bajo», lo «ajeno» y lo «propio», lo «moder-no» y lo «marginal», la sociedad incrementa su disposición cultu-ral para aceptar al otro, asumir su identidad y democratizar su

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comunicación interna. Sin embargo, el impacto masivo y cada vez más diversificado de la industria cultural puede surtir efectos en múltiples direcciones y generar los más variados «tejidos» cul-turales. Su potencial de integración y de fragmentación parecen crecer con la misma velocidad.

La modernidad en nuestros países es, precisamente, un tiem-po nuevo que contiene muchos tiemtiem-pos. De esta manera resulta difícil proyectar hacia nuestra región el supuesto de linealidad del tiempo histórico, fundado en la idea de un «relevo» de cultu-ras, la cual forma parte de la idea clásica de modernidad en los países del Norte. En nuestra región, las culturas reflejan este sín-drome de modernidad tardía que consiste en la incorporación acelerada en mercados simbólicos exógenos, lo que inexorable-mente da por efecto una cierta hibridez cultural. Una serie de nuevos códigos, sensibilidades, dramas pasionales, conflictos humanos y escalas de valores, se exponen en largometrajes tele-visivos o radionovelas, llegando a públicos que han vivido por siglos con base en relaciones de reciprocidad, sincretismos reli-giosos de larguísima tradición, rituales ligados a los ciclos agríco-las y formas precarias de supervivencia. No sólo conviven tiem-pos distintos en el contraste entre los mensajes y el ambiente cultural en que son decodificados; en la propia programación de los medios ya conviven lógicas y sensibilidades que remiten a dis-tintos «momentos» de la cultura: la telenovela brasilera, mexica-na y «Flash Gordon» se suceden sin cortes en la programación de una tarde de día de semana en La Paz o en Guatemala. Como advierte José Joaquín Brunner en El espejo trizado, el consumi-dor se convierte en hermeneuta:

[...] su función es seleccionar, reconocer y apropiarse de ese universo [...] está condenado a ser él mismo intérprete de las interpretaciones que circulan a su alrededor, a traducir expe-riencias simbólicas que sin ser «reales» en su propia biografía lo son sin embargo en su experiencia como consumidor de experiencias simbólicas producidas para él.5

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2. POSTMODERNIDAD, DESIDENTIDAD Y DESASOSIEGO JUVENIL

La modernización-en-globalización tiende a la des-identidad, a la des-habitación, a des-singularizar a sus habitantes. Esto es tanto más fuerte para el caso de los jóvenes que se socializan en este código o en esta metamorfosis incesante de códigos.

Espacios y símbolos de la estética postmoderna anulan la ciudad, la reconstruyen clónicamente, en maqueta y en versión aséptica, la hacen perfectamente ubicua, situable en cualquier punto del planeta. La ciudad globalizada parece asociada a una explosión expresiva, pero al poco rato toda expresión parece na-cida de la misma mecánica combinatoria. Todo escaparate es parte de un menú previsto. El nuevo centro comercial, cada vez más monumental y resplandeciente, es una epifanía secularizada pero que a la vez niega toda posible revelación de sentido: su irrup-ción modifica y anula todo. Es parte del mosaico, pero también es la gran metáfora de una cultura que ha erradicado la convic-ción de los sentidos en aras de la obesidad de los significantes. También el local público de videogames es parte y metáfora. Allí la narración ha quedado vaciada para hacer posible el titilar puro del simulacro y la textura. Miles de jóvenes despueblan y pue-blan la subjetividad con base en este titilar, entran y salen con la misma facilidad con que entra y sale el efecto de una droga. Las modas y los objetos privilegiados de consumo son otra metáfora. Fundan una mezcla de obsolescencia acelerada y combinatoria irrestricta. El mercado asegura facilidad de identificación simbó-lica con sus productos; pero este apego es tan fugaz que se re-quiere mucho dinero para saltar de una satisfacción simbólica a otra. Como ritual de arraigo, sólo el fútbol, la ceremonia domini-cal de pertenencia y continuidad histórica. Allí, curiosamente, los jóvenes siguen espectadores. Pero con una pulsión de prota-gonismo que los lleva a la tan repetida violencia del fútbol.

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con-dición de continua recomposición de sensibilidades y mensajes culturales. Epítetos como «hibridez» y «sincretismo» se hacen cada vez más frecuentes en el análisis de los procesos culturales actuales.

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mer-cados culturales todo lo convierten en imagen, combinación, si-lueta o figura. El placer del espectáculo se impone sobre la pesa-dez de la vida cotidiana pero a la vez se niega a sí mismo por su rutinización que lo consagra y disminuye a la vez. Para algunos, sano contingencialismo después de tantas décadas de ideología pesada. Para otros, la banalidad enfermiza que resulta de la pér-dida de valores de referencia.

Esta sensibilidad light se estrella, empero, con el muro opa-co del desopa-contento social, opa-coexiste sin diluirse opa-con los jóvenes «duros» de las ciudades latinoamericanas. La juventud popular urbana difícilmente puede aceptar la suave cadencia postmoder-na desde su tremenda crisis de expectativas. Es esta juventud quien más interioriza las promesas y las aspiraciones promovidas por los medios de comunicación de masas, la escuela y la políti-ca, pero no accede a la movilidad y al consumo contenidos en ellas. Así, estos jóvenes padecen una combinación explosiva: mayores dificultades para incorporarse al mercado laboral de acuerdo con sus niveles educativos; un previo proceso de educa-ción y culturizaeduca-ción en que han introyectado el potencial econó-mico de la propia formación, desmentido luego cuando entran con pocas posibilidades al mercado del trabajo; mayor acceso a información y estímulo en relación con nuevos y variados bienes y servicios a los que no pueden acceder y que, a su vez, se cons-tituyen para ellos en símbolos de movilidad social; una clara ob-servación de cómo otros acceden a estos bienes en un esquema que no les parece meritocrático; y todo esto en un momento his-tórico, a escala global, donde no son muy claras las «reglas del juego limpio» para acceder a los beneficios del progreso. No es casual, pues, que tanto la violencia política como la violencia de-lictiva de muchas de las ciudades latinoamericanas tengan a jóve-nes desempleados o mal empleados por protagonistas.

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identifica-ción del individuo con la colectividad, del sujeto con el movi-miento de la historia, del joven con un ideal encarnado. El men-tado fin de las ideologías lo es en este sentido: como ausencia de perspectivas de «redención» personal en un movimiento revolu-cionario, o ausencia de «contextualización» del proyecto perso-nal en un proyecto nacioperso-nal. Esto es especialmente crítico para la juventud popular urbana, por las siguientes razones: primero, porque es la juventud la fase etaria en que definen proyectos y se agudiza la pregunta por el sentido vital y horizonte temporal de la vida personal; segundo, porque es la juventud popular la que percibe menores alternativas de desarrollo individual frente a sus contemporáneos, y por lo tanto requiere más de proyección sim-bólica; tercero, porque en el mundo urbano (en contraste con el rural) son más débiles los lazos «premodernos», menos nítidos los valores de referencia y los mecanismos de pertenencia. De esta manera, la actual política no da respuesta ni relevo al «hueco vital» que dejó la pérdida de proyectos anteriores que, mal que mal, gozaban de mayor fuerza movilizadora, de identificación, de «fusión», de promesas de protagonismo heroico, etc. El sesgo pragmático, administrativo y muy statu quo que la juventud po-pular le atribuye al actual modelo y a la forma vigente de hacer política, refuerza este desencantamiento.

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del cauce, la desmesura que alivia del tenaz esfuerzo por conte-nernos en una imagen funcional del yo—. Sobre estas pulsiones se constituyen identidades frágiles, fugaces, cambiantes.

La fusión neotribal vuelve con otro sentido, como repulsa y protesta contra un orden que prescribe la identificación con el statu quo, pero también como experiencia expansiva en esa mis-ma protesta. El rechazo de los límites consiste menos en una in-vocación crítica que en un gesto afirmativo que se justifica por el rebasamiento que provoca en su artífice. El recurso a la transgre-sión implica otra propuesta contestataria: la distancia crítica se revierte en efusividad del desborde. No importa la falta de agu-deza siempre que el derrame emocional sea una evidencia expe-rimental más que una propuesta y que la transgresión sea afirma-tiva por la irrecusable explosión que provoca en la subjetividad. Importa menos su duración que su vibración, y menos sus enca-denamientos hacia adelante que su recurrencia espasmódica (su eterno retorno). La proliferación de tribus urbanas es sintomáti-ca. Rock, fiesta improvisada, encuentro esotérico, manifestación espontánea, barras de fútbol, grupos anfetaminizados o cannabi-zados, danzas terapéuticas, constituyen balbuceos tribales por cuyo expediente se busca este coqueteo con lo no domado: como rebasamiento y fusión en el rebasamiento, autodisolución o fies-ta dionisíaca en que convive la alienación del yo con la liberación del yo. La droga también expresa esta rebelión contra la auto-contención gregaria. Nuevo panteísmo urbano-moderno despo-blado de dioses pero hiperpodespo-blado por energías, nuevo paganis-mo envasado en mil rituales que invitan a romper el tedio de la individualidad o el sopor de la consistencia.

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lo convierte en acto recurrente de diferenciación cuando congre-ga a su tribu. La voluntad neopacongre-gana se vuelve buscando una disolución que sea singular e intransferible a otras tribus u otros códigos de referencia, claramente distinta a la disolución estan-darizada que opera en un creador de estética publicitaria, en el apostador en un hotel de Las Vegas o en el orador del partido de masas. Si estas voces neotribales buscan el antagonismo o la in-compatibilidad no es por mera irracionalidad: la irreductibilidad a la razón es para ellos, de manera paradójica, la única forma productora de una propia historia, «principio vital de desunión» del que habla Baudrillard.

New age, rockero, hooligan, no-blanco, rapero, salsero, cha-mán de ciudad, no-racional o no-productivo: no rompen el con-senso político-institucional ni la racionalización productiva, pero sí revelan un exterior al interior del mundo que dichos consenso y racionalidad han construido y que reproducen. Ese principio de desunión es a la vez re-unión fuera de las rutinas de conten-ción y operacionalizaconten-ción de la energía. Allí la vida vuelve siem-pre a manifestarse como discontinuidad, exceso de individuación o de disolución de la norma gregaria, cambio de marcha en el continuum, juego de contrastes. Como extrañeza y vértigo, como desequilibrio o anomalía, estas formas del mal guardan una últi-ma relación paradojal con el sisteúlti-ma: lo preservan de la entropía de la hiperracionalización, permiten líneas de fuga, pero a la vez revelan sus límites, rebasan en los intersticios.

3. A

PUESTAPORLATRANSCULTURALIDAD

Por un lado tenemos la complacencia acrítica, vale decir, esa cier-ta «desidia epocal» que se inscier-tala cuando todo se pone al alcance. En las antípodas encontramos al atrincheramiento reactivo: sea la salida fundamentalista antimoderna de los integrismos religio-sos o morales, sea la salida tribalista de aquellos que, frente a la exclusión, reaccionan con la transgresión o generando códigos insubordinables a la ratio modernizadora.

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refiero al enriquecimiento transcultural, al encuentro con el ra-dicalmente-otro. Allí los jóvenes, por su mayor permeabilidad a nuevas expresiones y sensibilidades, cuentan con la primera op-ción de protagonismo.

La globalización nos pone una miríada de culturas, sensi-bilidades y diferencias de cosmovisión en la punta de nuestras narices. De pronto, recrear perspectivas en el contacto con el «esen-cialmente-otro» se vuelve accesible en un mundo donde la hete-rogeneidad de lenguas, ritos y órdenes simbólicas es cada vez más inmediata. Ya no es sólo la tolerancia del otro-distinto lo que está en juego, sino la opción de la metamorfosis propia en la interacción con ese otro. Pasamos del viejo tema del respeto a la aventura de mirarnos con los ojos del otro. Aquí encontramos una oportunidad para transitar de la disipación propia de la esté-tica posmoderna, a una experiencia personal que puede ser más crítica, intensa y emancipatoria.

No es sólo repetir la crítica al etnocentrismo y concederle al buen salvaje el derecho a vivir a su manera y adorar sus dioses. Más que respeto multicultural, autorrecreación transcultural: re-gresar a nosotros después de pasar por el buen salvaje, ponernos experiencialmente en perspectiva, pasar nuestro cuerpo por el cuerpo del Sur, del Norte, del Oriente, en fin, dejarnos atravesar por el vaivén de ojos y piernas que hoy se desplazan a velocidad desbocada de un extremo a otro del planeta, repueblan nuestro vecindario con expectativas de ser como nosotros, pero también lo inundan con toda la carga de una historia radicalmente-otra que se nos vuelve súbitamente próxima. Al decir holístico de Morris Berman, en El reencantamiento del mundo, esto implica

[...] un cambio desde la noción freudiano-platónica de la cor-dura a la noción alquímica de ella: el ideal será una persona multifacética, de rasgos caleidoscópicos por así decir, que tenga una mayor fluidez de intereses, disposiciones nuevas de traba-jo y vida, roles sexuales y sociales, y así sucesivamente.

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de mezclar las miradas dentro de sí, rehacer en su propio cuerpo las biografías de los demás.

En este desplazamiento, algo significativo resuena en la sub-jetividad. Mi diferenciación respecto al otro queda metamorfo-seada en incesante diferenciación conmigo mismo. Pero no se trata tanto de dar la espalda a la propia historia como de abrirla al cruce con otras historias. La compenetración entre lenguas, formas de alimentarse y cuidarse el cuerpo, erotismo, en fin, móviles claramente disímiles para intensificar la voluntad, cons-tituye una nueva figura que tanto en lo personal como en lo co-lectivo pone a prueba el ideal de singularización. En las vertigi-nosas migraciones que van de Este a Oeste y de Sur a Norte, en la ubicuidad del ojo de cualquiera que ve el mundo a través del monitor y en la progresiva culturización del conflicto político tanto nacional como internacionalmente, late un reto común: las síntesis interculturales no sólo se convierten en una posibilidad para practicar el perspectivismo, sino en una necesidad de ser pers-pectivista para evitar paranoias de desidentidad. La compenetra-ción de perspectivas se desata en todas las direcciones y amenaza —o promete— metamorfosis inéditas. Son cada vez más pluridi-reccionales, intensivos y acelerados los desplazamientos geográ-ficos de culturas enteras, mientras los massmedia las ponen a todas en la punta de nuestras narices.

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democracia cultural y, al mismo tiempo, a una mayor democracia en la propia subjetividad. Apertura horizontal de la cultura do-minante a muchas otras culturas, y apertura del sujeto unilateral a muchas sensibilidades.

Hoy más que nunca hay libertad para afirmar la diferencia. Pero también, más que nunca, hay irracionalidad en el consumo, miseria evitable, injusticia social, violencia en las ciudades y en-tre culturas. La pluralidad tiene doble cara. La inestabilidad de referencias no es garantía de un mayor pluralismo. La disolución de identidades perdurables y la multiplicación de referentes va-lóricos no conllevan necesariamente a un desenlace liberador. Entre los posibles efectos podrán encontrarse tanto la rigidiza-ción de fronteras (desenlace reactivo), la disminurigidiza-ción del com-promiso social (desenlace pasivo), la atomización en referentes grupales de tono particulista, salidas intermedias entre la mayor tolerancia, nuevas formas de regulación del conflicto, etc.

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Hegemonía

comunicacional

y des-centramiento

cultural

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(36)

I

NTRODUCCIÓN

:

ATMÓSFERASCULTURALESDEFINDESIGLO

EN NINGÚN OTRO DISCURSO se hace hoy tan necesario el uso de me-táforas1 como en aquel con que intentamos descifrar la

experien-cia postmoderna. Voy a utilizar la de atmósfera cultural, trabaja-da por Martín Hopenhayn,2 para hacer un primer acercamiento

a la radical experiencia de des-orden que esa experiencia implica. Denominaré a la primera atmósfera tecnofascinación, pues ella se forma en la convergencia de la fascinación tecnológica con el realismo de lo inevitable. Ella se traduce, de un lado, en una cul-tura del software «que permite conectar la razón instrumental a la pasión personal»,3 y, de otro, en una multiplicidad de

parado-jas densas y desconcertantes: desde la convivencia de la opulen-cia comunicacional con el debilitamiento de lo público, la más

1 Ver a ese propósito: C. Geertz: «Géneros confusos. La reconfiguración del

pensamiento social» en C. Reynoso (comp.): El surgimiento de la antropología postmoderna, Edit. Gedisa, México, 1991, pp. 63-77.

2 «Desencantados y triunfadores camino al siglo XXI: una prospectiva de

atmósferas culturales en América del Sur», en Ni apocalípticos ni integrados, Fondo de Cultura Económica, Santiago, 1994.

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grande disponibilidad de información con el palpable deterioro de la educación formal, la continua explosión de imágenes con el empobrecimiento de la experiencia hasta la multiplicación infini-ta de los signos en una sociedad que padece el más grande déficit simbólico. La convergencia entre sociedad de mercado y racio-nalidad tecnológica «disocia» la sociedad en «sociedades parale-las»: la de los conectados a la infinita oferta de bienes y saberes y la de los excluidos cada vez más abiertamente, tanto de los bienes como de la información exigida para poder decidir. La cultura del software enlaza así con la de la privatización, que convierte la política en intercambio y negociación de intereses y se autole-gitima en la identificación de la autonomía del sujeto con el ám-bito de la privacidad en el cual resguardarse de la masificación, y con el del consumo desde el que el sujeto se construye un rostro socialmente reconocible. Pero en América Latina esta experien-cia tardomoderna se halla atravesada por un espeexperien-cial malestar. La desmitificación de las tradiciones y las costumbres, desde las cuales, hasta hace bien poco, nuestras sociedades elaboraban sus «contextos de confianza»,4 desmorona la ética y desdibuja el

há-bitat cultural. Ahí arraigan algunas de nuestra más secretas y enco-nadas violencias. Pues la gente puede con cierta facilidad asimilar los instrumentos tecnológicos y las imágenes de modernización, pero sólo muy lenta y dolorosamente pueden recomponer su sis-tema de valores, de normas éticas y virtudes cívicas. El cambio de época está en nuestra sensibilidad, pero «a la crisis de mapas ideológicos se agrega una erosión de los mapas cognitivos»5 que

nos deja sin categorías de interpretación capaces de captar el rumbo de las vertiginosas transformaciones que vivimos.

La segunda atmósfera es la de secularización. Primero fue la secularización como proceso de conquista de la autonomía del Estado, de las esferas del arte, la ciencia y la moral con relación a

4 J. J. Brunner: Bienvenidos a la modernidad, Edit. Planeta, Santiago, 1994,

p. 37.

5 N. Lechner: «América Latina: la visión de los cientistas sociales», en Nueva

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unas iglesias convertidas en poder político y social. Proceso aún incompleto en nuestros países pero que en los últimos años pre-senta avances innegables, como lo atestigua en un país tan cleri-cal como Colombia la abierta secularización que representa la nueva Constitución, en la que Dios pasó de ser «la fuente supre-ma de toda autoridad» a mero «protector» de la Constitución misma. En su segunda fase, la secularización señala hoy el esce-nario de la lucha por una nueva autonomía, la del sujeto. Explíci-tamente ubicada por Manuel Antonio Garretón en el campo de la política, esta segunda fase se manifiesta en los nuevos «temas» que configuran la agenda política, como el derecho a la diferen-cia de las mujeres o los homosexuales y el principio de autorrea-lización o felicidad «en que se expresan las luchas contra las diversas formas de alienación que en las sociedades contempo-ráneas no proceden solamente de la explotación»,6 luchas que

redefinen el sentido y alcance de la acción política ya que son a la vez, inextricablemente, individuales y colectivas. El principio de autorrealización aparece consagrado en la nueva Constitución colombiana como derecho fundamental de la persona y ha sido aplicado valientemente por la Corte Constitucional al uso perso-nal de la droga. Y está también inscrito en la importancia que el cuerpo ha cobrado en este fin de siglo como escenario de experi-mentación vital y objeto de atención y cuidado cada vez más gran-des. Es indudable que en este último aspecto la autorrealización se inserta también en las tendencias individualistas y hedonistas de la sociedad de mercado. Pero las estratagemas del mercado enchufan en un movimiento que viene de más lejos y que es mu-cho más hondo, a saber, el de la autonomía del sujeto que la so-ciedad actual amenaza más hondamente que ninguna anterior y que tiene su otra cara en la crucial y contradictoria defensa de la privacidad. Sabemos que la privatización del mundo de la vida conecta con la privatización del mundo económico y la erosión del tejido societal legitimadas por la racionalidad que despliega

6 M. A. Garretón: «Cultura política y sociedad en la reconstrucción

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la política neoliberal —crecimiento de la desigualdad, concen-tración del ingreso, reducción del gasto social, deterioro de la escena pública— que está llevando la atomización social hasta el deterioro de los mecanismos básicos de la cohesión política y cultural, así como desgastando sus representaciones simbólicas hasta el punto en que la legítima defensa de las identidades des-emboca en la devaluación de un horizonte mínimo común. Pero la defensa de la privacidad conecta paradójicamente también con la desprivatización a que se ve sometida la vida de la familia y la intimidad de los individuos especialmente por la intromisión de los medios masivos, convirtiendo el derecho a la privacidad en uno de los más importantes a la hora de regular colectivamente los nuevos procesos y tecnologías de información sobre los que se basa la expansión y globalización del mercado. Necesitamos repensar lo privado no sólo con relación al repliegue desocializador sobre lo hogareño y lo doméstico —con el consiguiente declive del hombre público y el crecimiento de un narcisismo que fetichiza el yo— sino también en lo que tiene de resistencia a la viscosidad con que el poder político y el del mercado atentan contra la auto-nomía del individuo. Del rechazo a lo colectivo, y específicamen-te a dejarse representar, emergen hoy tanto la desafección ideo-lógica hacia las instituciones de la política como la búsqueda de un quiebre de la uniformación que produce la estandarización/seriali-zación de la vida, así como la ruptura con el discurso que denuncia la desigualdad por su incapacidad para representar la diferencia.

Finalmente, una tercera atmósfera: el des-encantamiento que hoy atomiza el lazo social. Nos referimos en primer lugar a la devaluación de la memoria que produce la programada obsoles-cencia de los objetos configurando una sociedad en la que, de la casa a la calle, el mundo cotidiano se convierte aceleradamente en no-lugar,7 espacio sin espesor histórico, sin duración,

descar-gado simbólicamente de toda relación con las comunidades del pasado y sin casi conversación entre generaciones. Contribuyen

7 M. Augé: Los «no-lugares». Espacios de anonimato. (Una antropología de la

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a esa devaluación tanto la desmaterialización ejercida por los medios audiovisuales y las redes electrónicas al profundizar el desanclaje8 espacial producido por la modernidad sobre las

pecu-liaridades locales (mapas mentales, hábitos, tradiciones) como el culto al presente9 que fabrican el mercado y los medios. Pero

vivi-mos otra perturbación desencantante que Giuseppe Richeri ha referido lúcidamente como la disgregación del tejido de tradicio-nes e interacciotradicio-nes que daban consistencia al sindicato y al parti-do político de masas.10 Mientras los sindicatos experimentan su

desarraigo del mundo del trabajo porque las fábricas se descen-tralizan, las profesiones se diversifican y se hibridan, los lugares y las ocasiones de interacción se reducen, al mismo tiempo que la trama de intereses y objetivos políticos se desagrega, los partidos experimentan la pérdida de los lugares de intercambio con la so-ciedad, el desdibujamiento de las maneras de enlace, de comuni-cación con la sociedad conduciéndolos a un progresivo alejamiento del mundo de la vida hasta convertirse en puras maquinarias elec-torales cooptadas por las burocracias de poder.

La secularización se carga de desencanto y se traduce tam-bién —sobre todo en países en los que las ideologías políticas, de derecha y de izquierda, fueron vividas como creencias religio-sas— en un generalizado descrédito del discurso y una creciente desafección por la política.

8 A. Giddens: «Desanclaje», en Consecuencias de la modernidad, Edit. Alianza,

Madrid, 1993, pp. 32 ss.

9 Ver a ese propósito O. Monguin: «¿Una memoria sin historia?», en Punto

de vista, no 49, Buenos Aires, 1994, pp. 22 ss.

10 G. Richeri: «Crisis de la sociedad, crisis de la televisión» en Contratexto, no 4,

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1. I

NTELECTUALESYDES

-

ORDENCULTURAL

La línea de cultura se ha quebrado definitivamen-te y también lo ha hecho con ella el orden definitivamen- tempo-ral sucesivo. La simultaneidad y la mezcolanza han ganado la partida: las manifestaciones cultas, po-pulares y las de masas se intercambian, dialogan, y lo hacen bajo la forma de un cruce que acaba por tornarlas inestricables. El anonimato no significa que la autoría sea comunitaria, sino que la fuente se ha desperdigado, y a la postre extraviado. V. SÁNCHEZ BIOSCA: Una cultura de la fragmentación

Nestor García Canclini ha sido uno de los primeros en explorar los modos de relación de los intelectuales latinoamericanos con la tardomodernidad desde su relación con la televisión, y ello mediante un análisis de los diferentes modos de mirarla Jorge Luis Borges y Octavio Paz.11 Podríamos hacer una comparación

igualmente ilustrativa a este respecto entre dos países como Co-lombia y Brasil.

El desinterés, y en el «mejor» de los casos el desprecio, de los intelectuales y los científicos sociales por la televisión en Co-lombia tiene todas las características del rencor del que hablara Nietzsche: frente a la identificación de los sectores populares con la escena televisiva, ya sea al ver allí condensadas sus frustra-ciones nacionales por la tragedia de su equipo en el último mun-dial de fútbol, o su orgulloso reconocimiento en las figuras que en la telenovela Café con aroma de mujer dramatizaron las lu-chas de la gente de la región y la industria cafetera, la culta mino-ría vuelca en la televisión su impotencia y su necesidad de exorci-zar la pesadilla cotidiana convirtiéndola en chivo expiatorio al cual cargarle las cuentas de la violencia, del vacío moral y la de-gradación cultural. La televisión sería además la principal culpa-ble de que en el país no haya cine ni se apoye al teatro, culpaculpa-ble de que los empresarios no inviertan sino en ella, y de que los

11 N. García Canclini: «De Paz a Borges: comportamientos ante el televisor»,

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espectadores hayan perdido el gusto por el verdadero arte. Esa actitud ha hecho imposible en Colombia la existencia de una co-rriente intelectual que, como en Brasil o Chile por ejemplo, mire la televisión desde un discurso menos maniqueo, y capaz de su-perar una crítica intelectualmente rentable justamente porque lo único que propone es no mirar televisión. Y jactarse de ello como prueba de resistencia a la decadencia de Occidente. ¡Hasta los maestros de escuela niegan que les gusta y que ven televisión, creyendo así defender ante los alumnos su hoy menguada autori-dad intelectual!

Resulta bien significativo que en Brasil, donde la televisión es mediada aun más fuertemente que en Colombia por las condi-ciones del negocio, pues constituye una gigantesca industria de exportación, ese medio se haya convertido sin embargo en un espacio de cruces estratégicos con su tradición cultural, teatral, novelesca, cinematográfica, e incluso con el pensamiento y el tra-bajo de no pocos intelectuales y artistas de izquierda. Algunos de los cientistas sociales y filósofos de más peso, como Sergio Mice-li, Renato Ortiz, Muñiz Sodré, Decio Pignatari, son autores de investigaciones y ensayos decisivos sobre las relaciones de la te-levisión con su país. Y algunos de los más exitosos libretistas y directores son novelistas o dramaturgos pertenecientes al parti-do comunista y al PT, como Días Gómez, Comparato o Aguinal-do Silva. Lo cual ha posibilitaAguinal-do hacer de la telenovela brasileña un espacio estratégico de expresión de los mestizajes y contra-dicciones que en ese país ha producido su modernidad.

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favorable al desarrollo de la racionalidad científica».12 De ese

modo los intelectuales en Colombia, como en la mayor parte de América Latina, han pasado de esa larga ausencia de legitimidad social a la profunda erosión que en su autoridad produce hoy la desorganización del orden cultural introducida por la hegemonía del campo audiovisual que cataliza la televisión.

Sé que el curso que lleva mi reflexión la coloca por fuera del lugar legitimado por las disciplinas y las «cofradías discursivas», tornando mi posición altamente vulnerable a los malentendidos. ¿Será que aún me reconozco en la tarea del intelectual constitui-da por «la crítica de lo existente, el espíritu libre y anticonfor-mista, la ausencia de temor ante los poderosos, el sentido de soli-daridad con las víctimas»?13 Ahí me reconozco, ciertamente; pero

no como en una trinchera que me resguarda de las incertidum-bres de la gente del común. Sino en el esfuerzo por construir una crítica que «explique el mundo social en orden a transformarlo, y no a obtener satisfacción o sacar provecho del acto de su nega-ción informada».14 Lo que trasladado a nuestro terreno significa

una crítica capaz de distinguir la necesaria, la indispensable de-nuncia de la complicidad de la televisión con las manipulaciones del poder y los más sórdidos intereses mercantiles —que secues-tran las posibilidades democratizadoras de la información y las posibilidades de creatividad y de enriquecimiento cultural, refor-zando prejuicios racistas y machistas y contagiándonos de la bana-lidad y mediocridad de la inmensa mayoría de la programación— del lugar estratégico que la televisión ocupa en las dinámicas de la cultura cotidiana de las mayorías, en la transformación de las sensibilidades, en los modos de construir imaginarios e identida-des. Que es distinta a una crítica que, al identificar la televisión con la «quintaesencia de la incultura»,15 deja al descubierto el

12 D. Pecaut: «Modernidad, modernización y cultura», en Gaceta de

Colcul-tura, Bogotá, 1990.

13 B. Sarlo: Escenas de la vida postmoderna. Intelectuales, arte y videocultura

en Argentina, Edit. Ariel, Buenos Aires, 1994, p. 180.

14 J. J. Brunner: Conocimiento, sociedad y política, FLACSO, Santiago, 1993, p. 15.

15 H. A. Faciolince: «La telenovela o el bienestar en la incultura», en

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pertinaz y soterrado talante elitista que prologa esa mirada. Con-fundiendo iletrado con inculto, las élites ilustradas desde el siglo XVIII, al mismo tiempo que afirmaban al pueblo en la política lo negaban en la cultura, haciendo de la incultura el rasgo intrínseco que configuraba la identidad de los sectores populares, insulto con que tapaban su interesada incapacidad de aceptar que en esos sec-tores pudiera haber experiencias y matrices de otras culturas.

Lo que hace sintomáticamente reveladoras del actual ma-lestar cultural a las conflictivas relaciones de los intelectuales con la televisión son razones y motivaciones de «orden general». Pues el des-orden en la cultura que introduce la experiencia au-diovisual, atenta hondamente contra la autoridad social del inte-lectual. Primero fue el cine. Al conectar con el nuevo sensorium de las masas, con la «experiencia de la multitud» que vive el pa-seante en las avenidas de la gran ciudad, el cine vino a acercar el hombre a las cosas, pues

[...] quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que, incluso por medio de la repro-ducción, le gana terreno a lo irrepetible.16

Y al triturar el aura, especialmente del arte, que era el eje de lo que los intelectuales han tendido a considerar cultura, el mundo de los nuevos clérigos sufría una herida profunda: el cine hacía visi-ble la modernidad de unas experiencias culturales que no se re-gían por sus cánones ni eran gozables desde su gusto. Pero do-mesticada esa fuerza subversiva del cine por la industria de Hollywood, que expande su gramática narrativa y mercantil al mundo entero, Europa reintroducirá en los años sesenta una nue-va legitimidad cultural, la del «cine de autor», con la que recupera el cine para el arte y lo distancia definitivamente del medio que por esos mismos años hacía su entrada en la escena mundial, la televisión.

La televisión, el medio que más radicalmente va a desorde-nar la idea y los límites del campo de la cultura: sus tajantes

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raciones entre realidad y ficción, entre vanguardia y kistch, entre espacio de ocio y de trabajo.

Ha cambiado nuestra relación con los productos masivos y los del arte elevado. Las diferencias se han reducido o anula-do, y con las diferencias se han deformado las relaciones tem-porales y las líneas de filiación. Cuando se registran estos cambios de horizonte nadie dice que las cosas vayan mejor, o peor: simplemente han cambiado, y también los juicios de valor deberán atenerse a parámetros distintos. Debemos co-menzar por el principio a interrogarnos sobre lo que ocurre.17

Más que buscar su nicho en la idea ilustrada de cultura, la experienciaaudiovisual la replantea desde la raíz, es decir, desde los nuevos modos de relación con la realidad, desde las transfor-maciones de nuestra percepción del espacio y del tiempo. Del espacio, profundizando el desanclaje que produce la modernidad con relación al lugar, desterritorialización de los modos de pre-sencia y relación, de las formas de percibir lo próximo y lo lejano que hacen más cercano lo vivido «a distancia» que lo que cruza nuestro espacio físico cotidianamente. Telépolis es al mismo tiem-po una metáfora y la experiencia del habitante de una nueva ciu-dad-mundo «cuyas delimitaciones ya no están basadas en la dis-tinción entre interior, frontera y exterior, ni por lo tanto en las parcelas del territorio».18 Paradójicamente esa nueva

espaciali-dad no emerge del recorrido viajero que me saca de mi pequeño mundo sino de su revés, de la experiencia doméstica convertida por la televisión y el computador en ese territorio virtual al que, como expresivamente dijo Virilio, «todo llega sin que haya que partir».

Históricamente ligados al territorio del espacio-nación y a sus dinámicas, en lo que Gramsci definiera como «lo nacional popular»,19 los intelectuales se realizan justamente en hacer la

17 U. Eco: «La multiplicación de los medios», en Cultura y nuevas tecnologías,

Novatex, Madrid, 1986, p. 124.

18 J. Echeverría: Telépolis, Edit. Destino, Barcelona, 1994, p. 9.

19 A. Gramsci: «Los intelectuales y la organización de la cultura», en Cultura

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ligazón entre memoria nacional y acción política, ligazón de la que derivaban su función pedagógica, profética, interpretativa.

Escribieron para el Pueblo o para la Nación. Escribieron sólo para sus iguales, despreciando a todos los públicos [...]. Se sintieron libres frente a todos los poderes; cortejaron todos los poderes. Se entusiasmaron con las grandes revoluciones y también fueron sus primeras víctimas. Son los intelectuales: una categoría cuya existencia misma hoy es un problema.20

Al entrar en crisis el espacio de lo nacional, por la globalización económica y tecnológica que redefine la capacidad de decisión política de los estados nacionales, y en la que se inserta la deste-rritorialización cultural que moviliza la industria audiovisual, los intelectuales encuentran serias dificultades para reubicar su fun-ción. Pues desanclada del espacio nacional, la cultura pierde su lazo orgánico con el territorio, y con la lengua, que es del tejido propio del trabajo del intelectual. Anderson nos ha descubierto cómo las dos formas de imaginación que florecen en el siglo XVIII, la novela y el periódico, fueron las que «proveyeron los medios técnicos necesarios para la “representación” de la clase de co-munidad imaginada que es la nación».21

Pero esa representación, y sus medios, atraviesan una seria crisis. En una obra capital, que penetra dimensiones poco pensa-das en el discurso postmoderno, Nora desentraña el sentido del desvanecimiento del sentimiento histórico en este fin de siglo, a la vez que constata el crecimiento de la pasión por la memoria:

La nación de Renan ha muerto y no volverá. No volverá por-que el relevo del mito nacional por la memoria supone una mutación profunda: un pasado que ha perdido la coherencia organizativa de una historia se convierte por completo en un espacio patrimonial.22

20 B. Sarlo: ob. cit., p. 179.

21 B. Anderson: Comunidades imaginadas, Fondo de Cultura Económica,

México, 1993, p. 47.

22 P. Nora: Lers lieux de memoire, Edit. Gallimard, vol. III, París, 1992,

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Es decir, en un espacio más museográfico que histórico. Y una memoria nacional edificada sobre la reivindicación patrimonial estalla, se divide, se multiplica. Es la otra cara de la crisis de lo nacional, complementaria del nuevo entramado que constituye lo global: cada región, cada localidad, cada grupo reclama el de-recho a su memoria. «Poniendo en escena una representación frag-mentada de la unidad territorial de lo nacional, los lugares de memoria celebran paradójicamente el fin de la novela nacional».23

Ahora el cine, que fue durante la primera mitad del siglo XX el heredero de la vocación nacional de la novela, —«el público no iba al cine a soñar, sino a aprender, sobre todo a ser mexica-nos»24 afirma Carlos Monsivais— lo ven las mayorías en el

tele-visor de su casa, al tiempo que la televisión misma se convierte en un reclamo fundamental de las comunidades regionales y lo-cales en su lucha por el derecho a la construcción de su propia imagen, que se confunde así con el derecho a su memoria, de que hablara Nora.

La percepción del tiempo en que se inserta/instaura el senso-rium audiovisual está marcada por las experiencias de la simulta-neidad de la instantánea y del flujo. La perturbación del sentimien-to histórico se hace sentimien-todavía más evidente en una contemporaneidad que confunde los tiempos y los aplasta sobre la simultaneidad de lo actual, sobre el «culto al presente» que alimentan en su conjun-to los medios de comunicación, y en especial la televisión. Pues una tarea clave de los medios es fabricar presente:

[...] un presente concebido bajo la forma de «golpes» sucesi-vos sin relación histórica entre ellos. Un presente autista, que cree poder bastarse a sí mismo.25

La contemporaneidad que producen los medios remite, por un lado, al debilitamiento del pasado, a su reencuentro

descontex-23 O. Monguin: ob. cit., p. 26

24 C. Monsivais: «Notas sobre la cultura mexicana en el siglo XX», en Historia

general de México, vol. IV, Colegio de México, 1976.

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tualizado, deshistorizado, reducido a cita,26 que permite insertar

en los discursos de hoy, arquitectónicos, plásticos o literarios, elementos y rasgos de estilos y formas del pasado en un pastiche que es sólo

[...] imitación de una mueca, un discurso que habla una len-gua muerta [...] la rapiña aleatoria de todos los estilos del pasado en la progresiva primacía de lo neo, en la coloniza-ción del presente por las modas de la nostalgia.27

Y del otro, remite a la ausencia de futuro que, de espaldas a las utopías, nos instala en un presente continuo, en

[...] una secuencia de acontecimientos que no alcanza a crista-lizar en duración, y sin la cual ninguna experiencia logra crear-se, más allá de la retórica del momento, un horizonte de futu-ro. Hay proyecciones pero no proyectos. El futuro se restringe a un «más allá»: el mesianismo es la otra cara del ensimisma-miento.28

Los medios audiovisuales (cine a lo Hollywood, televisión, vi-deo) son a la vez el discurso por antonomasia del bricolage de los tiempos —que nos familiariza sin esfuerzo, arrancándolo a las complejidades y ambigüedades de su época, con cualquier acon-tecimiento del pasado— y el discurso que mejor expresa la com-presión del presente, al transformar el tiempo extensivo de la his-toria en el intensivo de la instantánea. Intensidad de un tiempo que alcanza su plenitud en la simultaneidad que instaura, entre el acontecimiento y su imagen, la toma directa. Pero esa nueva tem-poralidad tiene su costo. Y así de «costoso», como ningún otro, el tiempo del videoclip publicitario o musical hace de la disconti-nuidad la clave de su sintaxis y de su productividad. Los spot publicitarios fragmentan la estructura narrativa de los relatos

26 U. Eco: «Apostilla a El nombre de la rosa», en Análisis, no 9, Barcelona,

1984, pp. 27 ss.

27 F. Jameson: El postmodernismo o la lógica cultural del capitalismo

avanza-do, Edit. Paidós, Barcelona, 1992, p. 45.

28 N. Lechner: «La democracia en el contexto de una cultura postmoderna»,

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informativos o dramáticos, y la publicidad a su vez se teje con microrrelatos visualmente fragmentados al infinito. Pero lo que anima el ritmo y compone la escena es el flujo: ese continuum de imágenes que indiferencia los programas y constituye la forma de la pantalla encendida. Aunque nos suene escandaloso el pa-rangón, fue en la literatura de vanguardia —Joyce y Proust— donde por primera vez el flujo del monólogo interior apareció articulando los fragmentos de memoria, los pedazos de hechos, los discursos, dando cuerpo a la fugacidad del tiempo. En el otro extremo del campo cultural, la radio vino a ritmar la jornada doméstica dando forma por primera vez, con su flujo sonoro, al continuum de la rutina cotidiana. De una punta a la otra del es-pectro cultural, el flujo implica disolvencia de géneros y exalta-ción expresiva de lo efímero. Hoy los flujos televisivo e informá-tico29 ponen la metáfora más real del fin de los grandes relatos,

por la equivalencia de todos los discursos —información, drama, publicidad, ciencia, pornografía, datos financieros— la interpe-netrabilidad de todos los géneros y la transformación de lo efí-mero en clave de producción y en propuesta de goce estético. Una propuesta basada en la exaltación de lo móvil y difuso de la carencia de clausura y la indeterminación temporal.

2. O

BJETOSNÓMADASYFRONTERASBORROSAS DELSABERSOBRE LOSOCIAL

En la nueva percepción del espacio y del tiempo se despliega un mapa de síntomas y desafíos para las ciencias sociales, un mapa de objetos nuevos para la reflexión. Pienso que en el rechazo de las ciencias sociales a hacerse cargo de la cultura audiovisual hay algo más que el déficit de legitimidad académica que padece como «objeto». Pareciera más bien que sociólogos y antropólogos per-cibieran oscuramente el estallido de las fronteras que aquélla entraña, incluidas las de sus campos de estudio, por la

configura-29 Sobre el concepto de flujo en televisión: G. Barlozatti: Il palinsesto: texto

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ción de objetos móviles, nómadas, de contornos difusos, impo-sibles de encerrar en las mallas de un saber positivo y rígida-mente parcelado. Que es de lo que habla Clifford Geertz cuan-do afirma que

[...] lo que estamos viendo no es simplemente otro trazado del mapa cultural —el movimiento de unas pocas fronteras en disputa, el dibujo de algunos pintorescos lagos de montaña— sino una alteración de los principios mismos del mapeado. No se trata de que no tengamos más convenciones de inter-pretación, tenemos más que nunca pero construidas para aco-modar una situación que al mismo tiempo es fluida, plural, descentrada. Las cuestiones no son ni tan estables ni tan con-sensuales y no parece que vayan a serlo pronto. El problema más interesante no es cómo arreglar este enredo sino qué sig-nifica todo este fermento.30

Hacia allá apunta el desafío: hay en las transformaciones de sen-sibilidad que emergen de la experiencia audiovisual un fermento de cambios en el saber mismo, el reconocimiento de que por allí pasan cuestiones que atraviesan por entero el desordenamiento de la vida urbana, el desajuste entre comportamientos y creen-cias, la confusión entre realidad y simulacro. Gianni Vattimo ha tenido el coraje de afirmar que «la relación que se da entre las ciencias humanas y la sociedad de la comunicación es mucho más estrecha y orgánica de lo que generalmente se cree».31 Si esas

ciencias han configurado su ideal cognoscitivo en el permanente modificarse de la vida colectiva e individual, es ese modo del exis-tir social el que se plasma en las modernas formas de comunica-ción. Sociología, psicología, antropología han ido construyendo sus objetos y sus métodos al hilo de una modernidad que hace de la sociedad civil un ámbito diferenciado del Estado, un ámbito de intersubjetividades y de diversidad cultural que en su conjunto configura una esfera de instituciones políticas y formas simbóli-cas cada día más estrechamente vinculadas con los procesos y tecnologías de la información y la comunicación. De otro lado ya

30 C. Geerzt: ob. cit., p. 76.

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