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Un Dios para el pueblo

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Academic year: 2021

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Palacio del Dalai Lama en Lhasa.

Por Bàrbara Molas Gregorio

Un Dios para el pueblo

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El imaginario popular que existe hoy en día sobre el Tíbet no va mucho más allá de lo que uno puede aprender de Brad Pitt y su aventura en Siete años

en el Tíbet (1997). La película cuenta

cómo dos extranjeros consiguen pene-trar las fronteras de Lhasa, capital de Tíbet, e incluso conocer al dalái lama, cuando la tradición tibetana había si-do hasta entonces echar e incluso ma-tar a cualquier extraño que se acercara a la ciudad. ¿Por qué? Porque el XIII dalái lama, había profetizado en 1932 que, en poco tiempo, enemigos ata-carían el Tíbet desde el interior y el ex-terior, poniendo en peligro la vida del líder espiritual supremo y de todo aquello que tuviera un significado re-ligioso para el pueblo tibetano. Y fue cierto: el peligro llegó del extranjero, pero no de Europa —de donde pro-cedían los dos extranjeros—, sino de China. Siete años en el Tíbet, es decir, las memorias de Heinrich Harrer (1912-2006), terminan justamente cuando la invasión comunista china decide que el Tíbet debe ser parte de la gran república popular. Este artículo se podría plantear como la se-gunda parte de la película, porque empezaremos a contar la historia justo cuando el Sr. Harrer se fue: en 1950.

La Segunda Guerra Mundial había acabado y Tíbet había sido afectado poco o nada por ella. Pero el final de la guerra trajo consigo consecuencias como la creación de la República Po-pular China, un daño colateral que es-ta vez sí determinaría el destino de los tibetanos, un destino que padecerían hasta día de hoy. Los objetivos de la nueva China y de su nuevo líder polí-tico, Mao Tse Tung, se centraban en ampliar, centralizar, uniformar y

ree-ducar todos aquellos pueblos que debían incorporarse a China con el fin de «modernizarse». En realidad, los beneficios de incorporar territorios adyacentes y hasta entonces indepen-dientes repercutían directamente a China, ampliando su territorio, cen-tralizando las políticas regionales en su capital de Pekín, uniformando todos los pueblos mediante la eliminación de cualquier rasgo identitario como la lengua, la tradición o la religión; y ree-ducando a los nuevos ciudadanos en la doctrina marxista y comunista, en-señando a regiones feudales como el Tíbet que la igualdad pasaba por la lucha de clases, un camino necesario para alcanzar el progreso.

Sin más dilación, en 1950 China atravesó las fronteras del Tíbet y, ex-tendiendo su llamado «Ejército de Liberación», aisló militarmente las distintas regiones tibetanas para ter-minar con el control territorial, políti-co y religioso, del gobierno tibetano y su líder, Tenzin Gyatso: el XIV dalái lama. El objetivo de China era evitar la reorganización de un Tíbet unido y centralizado por el palacio del dalái la-ma, en la capital de Lhasa, temiendo un levantamiento contra los invasores. Si China conseguía controlar la capital e incomunicarla del resto del territo-rio, los comunistas conseguirían blo-quear cualquier acción liderada por el gobierno y, con ello, las posibilidades de una revuelta popular se reducirían considerablemente.

Una vez ocupado por las fuerzas comunistas, el Tíbet debía ser incor-porado a la República Popular China, un plan que requería la previa trans-formación política y económica de las distintas regiones tibetanas, lo cual

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implicaba, en primer lugar, poner fin al sistema feudal que allí prevalecía desde el siglo XIII. Ya en la época me-dieval, la jerarquía social tibetana se basaba en el budismo como determi-nante piramidal, es decir, que cuanto más cercano estaba uno de Buda, más alto era su rango social. Así, por ejem-plo, los monjes budistas, llamados la-mas, formaban parte de la clase alta del pueblo tibetano, mientras que el dalái lama, como la reencarnación del Buda de la Compasión, era el máximo representante, tanto político como re-ligioso, de la sociedad tibetana. Este sistema no había cambiado porque el poder del líder y sus más allegados se justificaba mediante principios reli-giosos, por lo que la voz popular tenía poco peso político, democráticamente hablando. A pesar de ello, los tibeta-nos nunca habían intentado interve-nir en el sistema de liderazgo o alterar dicha situación de un modo u otro; el pueblo amaba y respetaba a los repre-sentantes del budismo y, por encima

de todo, veneraban a su Dios-Rey, el dalái lama. Así pues, la existencia y la influencia del budismo en los pueblos tibetanos era la razón, además del confinamiento geográfico del territo-rio, por la que en 1950 Tíbet seguía dominado por un sistema feudal en el que el estatus social de cada uno podía determinarse por cuna y no por méri-tos, como era el caso del mismísimo dalái lama. Y China quería acabar con todo ello.

«La religión es el opio del pue-blo», decían los comunistas invasores. La religión debía ser eliminada y, con ello, todo aquél que la representara y defendiera la palabra de Buda como doctrina verdadera era tachado de an-tirrevolucionario, es decir, anticomu-nista y un obstáculo para la moderni-zación socialista. Los chinos creían que, aunque el budismo estaba muy atado a las vidas y la cultura del pue-blo tibetano, una vez se rebelaran las posesiones de las que los monjes bu-distas disfrutaban gracias a su

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ción de religiosos, los ciudadanos reac-cionarían contra ellos y se unirían a las fuerzas comunistas. Pero no fue así.

Una de las primeras medidas que se hizo para reeducar a los tibetanos y desligarles de su apego al budismo fue enviar a los jóvenes tibetanos a Pekín para aprender que la religión era un método de opresión que permitía a los monjes budistas explotar el pue-blo. Las tradiciones tibetanas y su cul-tura religiosa fueron una y otra vez atacadas por los demás jóvenes chinos, cuyo chovinismo les impedía imaginar que cualquier nación pudiese prospe-rar sin la ayuda de China. Sin embar-go, la denigración de sus costumbres no provocaría vergüenza o pesar sobre los jóvenes tibetanos, sino que les con-vertiría en los futuros líderes de la oposición, decididos a defender su identidad como pueblo.

La propaganda comunista acerca del daño que infringía la religión en la vida del pueblo trabajador no daba sus frutos, sino que más bien genera-ba disidencias entre una población que acusaba dichos argumentos de

blasfemias. Para los comunistas, era el momento de impulsar la lucha de cla-ses como el siguiente paso para la transformación socialista, y como pa-recía que la población nativa no esta-ba dispuesta a reconocer a los lamas como la clase represora, fueron los propios soldados chinos los que to-maron la iniciativa. Con el objetivo de generar un conflicto de clases, los co-munistas empezaron a dividir la po-blación según sus posesiones. La clase más pobre no tenía nada de lo que preocuparse, ya que era considerada inocente. A la clase media, en cambio, se le sometía a una investigación y sus posesiones le eran requisadas. La clase alta, formada básicamente por aque-llos dedicados al culto budista, es de-cir, los lamas, fueron maltratados pú-blicamente, insultados, torturados e incluso mancillados. Los militares chinos creían que, al igual que había ocurrido en China, el pueblo tibetano se uniría a las acusaciones, denun-ciando las diferencias que causaba la religión. Contrariamente, esas duras y crueles medidas traumatizaron a los tibetanos, que viendo a sus queridos lamas maltratados, lloraron e incluso se suicidaron, incapaces de entender cómo los chinos podían tratar así a monjes que se sometían a las torturas sin rebelarse, fieles a las enseñanzas budistas de la no violencia.

Sin comprender las reacciones po-pulares ante las medidas para la «mo-dernización», los comunistas decidie-ron proceder a la colectivización de los monasterios budistas y repartir las ga-nancias entre los trabajadores tibeta-nos. Pero lejos de agradecer el reparto del botín, el pueblo acusó a los chinos de acabar con sus instituciones

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giosas, que lo eran todo para ellos. Miles de tibetanos huyeron a partir de 1954 a la capital de Lhasa, hogar del dalái lama, para protegerse de las im-posiciones comunistas y para defender el epicentro político y religioso del Tí-bet tradicional. Y en 1956, mientras noticias sobre ataques a la religión y a los monasterios llegaban a oídos del dalái lama, en la región Este de Kham se levantó una revuelta popular, diri-gida por 600 lamas, que dejó apenas a siete tibetanos con vida. El dalái lama, consternado por los hechos, proclamó su oposición a la rebelión, creyendo que el mejor modo de conservar la paz era negociando con el enemigo y, por ello, intentó llegar a un acuerdo varias veces con Mao Tse Tung, quien es-petó a Su Santidad que colaborase pa-ra acabar con el «veneno» de la reli-gión. Las condiciones de China eran muy simples: la transformación socia-lista era necesaria, con lo cual el fin de la religión y su reino de explotación popular debía desaparecer. De no ser aceptado por la población, los mismos cambios tendrían lugar, aunque a través de la imposición y la represión.

La tensión era cada vez mayor en-tre la población tibetana, y el senti-miento nacionalista crecía con esa ten-sión. Existía un sentimiento comparti-do de querer proteger la identidad del pueblo tibetano, entendida como aquello que les distinguía como colec-tivo y les daba una razón para defen-derlo ante la agresión externa. Todo aquello que había dado sentido a sus vidas y a su forma de ver el mundo es-taba siendo suprimido lentamente. El budismo les daba valores, les concedía paz y les confería estabilidad con la existencia de un líder espiritual

per-manente –o continuamente reencar-nado–, independientemente de su rol político; la religión era el elemento que unía las distintas regiones tibeta-nas, cada una de ellas con rasgos cul-turales ligeramente distintos; y el bu-dismo centralizaba su fe, dando lugar a un gobierno que representaba y de-fendía aquello por lo que sus ciuda-danos estaban dispuestos a luchar. Con todo, el budismo no era ya un obstáculo para los objetivos de China, sino un peligro que podía provocar la rebelión de un país entero que no se dejaba doblegar por promesas sobre la modernización y la igualdad, defen-diendo que ellos aceptaban y querían la vida tal y como había sido hasta en-tonces. De lo contrario, se habrían re-belado contra los lamas hacía mucho tiempo.

La ocupación comunista no se podía rendir y, a pesar de las reaccio-nes negativas del pueblo ante los cam-bios y la negativa de luchar contra las clases altas, llevaron sus prácticas anti-rreligiosas y su propaganda marxista a extremos nunca vistos hasta entonces. En 1958 los lamas fueron vetados de llevar la indumentaria que los identi-ficaba como tal, y muchos de ellos fueron obligados a realizar trabajos forzosos o directamente asesinados. A pesar de todos sus esfuerzos, Mao Tse Tung sabía que el último impedi-mento para la conquista del Tíbet no eran los monjes budistas, sino Tenzin Gyatso, el XIV dalái lama. Aunque eliminar forzosamente al líder político y religioso tibetano podría traer con-sigo consecuencias nada convenientes para la ocupación. Si se hacía desapa-recer al líder religioso, las masas serían imposibles de retener y la soberanía

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china imposible de legitimar. Además, la inestabilidad social llevaría a la ines-tabilidad de gobierno y, por lo tanto, a la necesidad de mucho más control de tropas chinas. Por otro lado, si el dalái lama conseguía ceder —bajo pre-sión— a las peticiones de cambio y modernización comunistas «por el bien» del futuro tibetano, entonces el pueblo seguiría el buen juicio de su lí-der y no habría rebelión. Pero Tenzin Gyatso nunca cedió.

Así las cosas, el 10 de marzo de 1959 el dalái lama fue invitado a asistir a un espectáculo que se celebraba en los campamentos militares chinos. La in-vitación especificaba que Su Santidad asistiese solo, sin representantes del gobierno y sin guardaespaldas. La existencia y el contenido de dicha invi-tación se expandieron como el fuego en Lhasa, cuyos habitantes procedían ya de todas las regiones tibetanas. La petición de que el dalái lama asistiera solo al espectáculo levantó sospechas sobre un posible secuestro. Pensando que si el líder supremo salía del pala-cio, no regresaría, el pueblo no sólo se negó rotundamente a ver marchar al dalái lama en dirección a los campa-mentos chinos, sino que los propios ministros del gobierno tibetano le su-plicaron que no fuese. Los consejeros del líder espiritual expresaron su preo-cupación de que si el Buda viviente era capturado o sufría algún daño, la vida del Tíbet llegaría también a su fin:

«Para ellos [mi pueblo] la persona del dalái lama era lo más precioso. Creían que representaba al Tíbet, el concepto de la vida del Tíbet. Es decir, algo más querido para ellos que todo. Estaban convencidos de

que, si mi cuerpo perecía a manos de los chinos, la vida del Tíbet to-caría también a su fin […] el pri-mer pensamiento que ocupó la mente de todos los funcionarios que estaban en el interior del pala-cio y hasta de los componentes más humildes […] fue que mi vida debía ser salvada y que debía dejar el palacio y la ciudad inmediata-mente. Esta decisión no era asunto sin importancia; todo el futuro del Tíbet dependía de ella» (Dalái la-ma, Mi país y mi pueblo,

2002:178).

No se trataba ya sólo de la seguri-dad del dalái lama, sino de la supervi-vencia de la nación tibetana. Sin su representante espiritual y político, el pueblo desaparecería como tal, ya que todo lo que le daba sentido al Tíbet dependía del sentido que le otorgaba el budismo. Sin el Buda en la tierra, no había budismo, y sin budismo no habría Tíbet.

La noche anterior al espectáculo de los campamentos militares chinos, centenares de ciudadanos tibetanos acudieron al palacio donde residía el dalái lama, gritando vivas al Tíbet y a su líder. Poco o nada podía hacer Tenzin Gyatso ante la reacción de su propio pueblo:

«Mi condición dual de dalái lama, cargo mediante el cual el Tíbet había venido gobernándose satis-factoriamente durante varios si-glos, se estaba haciendo insosteni-ble (…) comencé a pensar que aca-so fuera mejor para el Tíbet que yo me retirara de todas las actividades políticas, con el fin de mantener mi autoridad religiosa intacta. Pero permaneciendo en el Tíbet, no

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podía eludir la política. Para reti-rarme, sería preciso dejar el país, aun cuando fuera con amargura y desesperación, pues tal perspectiva me desagradaba» (Dalái lama, Mi

país y mi pueblo, 2002:125).

El exilio fue la única opción para el líder religioso. Salvando la representa-ción máxima del budismo, los tibeta-nos podrían conservar su fe, y con ello, sus vidas tal y como siempre las habían concebido. Podrían vivir bajo la presión comunista, pero su líder se-guiría vivo y, por lo tanto, su esperan-za como nación también. Tenzin Gyatso, XIV reencarnación del Buda de la Compasión, vive desde su fuga en 1959 hasta hoy día en Dharamsala, India, y desde allí el gobierno tibetano en el exilio lucha por la libertad de su pueblo: el Tíbet.

Existen pocos registros sobre todo lo que pasó en Tíbet entre 1950 y 1959, pero algunas investigaciones recientes hablan de «genocidio religioso» (José Elías Esteve Moltó, El Tíbet: la

frus-tración de un Estado). El hecho que

un pueblo fuese invadido, desmem-brado, saqueado, insultado y atacado por sus tradiciones y su fe es un hecho terrible que no debería ser olvidado, sobre todo porque el Tíbet sigue hoy ocupado por China. Pero el XIV dalái lama sigue vivo y está escribiendo, en-señando y expandiendo las enseñanzas de Buda por todo el mundo. Occiden-te cree que hoy en día el budismo y el orientalismo están de moda y no se dan cuenta de que hasta 1959 el budis-mo era algo misterioso, irreemplaza-ble, casi inalcanzable excepto por unos pocos. El budismo no está de moda, está pidiendo ayuda, expandiendo su doctrina de compasión para generar

empatía, solidaridad entre los pueblos y consciencia de humanidad como grupo. El dalái lama ya no puede en-trar en el Tíbet. El Buda viviente resi-de fuera resi-de su cielo en la tierra y todo sigue igual. Por eso no existe la segun-da parte de la película Siete años en el

Tíbet, porque Tíbet ya no existe como

tal. El precio que la nación tibetana pagó para mantener viva su fe y su identidad fue perder su libertad; manteniendo su única esperanza en la personificación del budismo: Tenzin Gyatso. El alma de la rebelión sigue viva y, con ella, el Tíbet sigue latiendo. Es hora de que todos conozcamos su historia y, con ellos, protejamos sus recuerdos para que el tan llamado «techo del mundo» siga tan vivo co-mo en las palabras del verdadero Heinrich Harrer y sus memorias Siete

años en el Tíbet (1953).

Para saber más:

Avedon, John (1984). In Exile from

the Land of Snows: The Definitive Account of the Dalai Lama.

Lon-don: Harper Collins Publishers. Dalái Lama (2002), Mi país y mi

pueblo. Barcelona: Editorial

No-guer.

Moltó, José Elías Esteve (2004). El

Tíbet: la frustración de un Estado (El genocidio de un pueblo).

Publi-cacions de la Universitat de Valèn-cia (Col·lecció Drets Humans). Rinpoche, Arjia (2010). Surviving

the Dragon: a Tibetan lama’s ac-count of 40 years under Chinese Rule. USA: Rodale Press.

Smith, W. Warren Jr. (1996).

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