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Christian Jacq - Osiris 2

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La acacia de Osiris iba a morir.

Si el árbol de vida se extinguía, los misterios de la resurrección no podrían celebrarse más, y Egipto desaparecería. Incapaz de lograr que el secreto esencial irradiase, ya sólo sería un país como los demás, entregado a la ambición de algunos, a la corrupción, a la injusticia, a la mentira y a la violencia.

Por eso, el faraón Sesostris, tercero de su nombre, lucharía hasta el último instante para preservar la inestimable herencia de sus antepasados y transmitirla a su sucesor. Con más de dos metros de altura, el coloso de cincuenta años y mirada penetrante libraba un difícil combate del que, a pesar de su innata autoridad, su valor y su determinación, tal vez no saliera victorioso.

Con los ojos hundidos en las órbitas, hinchados los párpados, los pómulos prominentes, la nariz recta y fina, la boca arqueada, el rostro de Sesostris era indescifrable. ¿No se afirmaba, acaso, que gracias a sus anchas orejas podía oír la menor palabra pronunciada en lo más profundo de una gruta?

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El faraón vertió agua al pie del árbol, la Gran Esposa real derramó leche. El rey y la reina se habían despojado de sus brazaletes y sus collares de oro y plata, pues la Regla de Abydos no toleraba metal alguno en el territorio de Osiris1.

Abydos, el centro del universo espiritual de Egipto, la tierra del silencio, el dominio de la rectitud, la isla de los Justos sobrevolada por las almas- pájaro y protegida por las imperecederas estrellas. Aquí reinaba Osiris, el Ser perpetuamente regenerado, nacido antes de que existiera el nacimiento, creador del cielo y de la tierra. Triunfador de la muerte, resucitaba en forma de gran acacia que hundía sus raíces en el Nun, el océano de energía del que brotaban todas las formas de vida. Pequeña emergencia perdida en el seno de esa inmensidad, el mundo de los humanos podía verse sumergido en cualquier momento.

Ante la gravedad de la situación, Sesostris había construido un templo y una morada de eternidad para producir una energía espiritual destinada a salvar la acacia. El proceso de degradación se había interrumpido, pero sólo una rama del árbol de vida había reverdecido.

Las investigaciones emprendidas para encontrar la causa de aquel desastre así como a su instigador pronto darían resultado, puesto que él faraón ya no tardaría en llevar a cabo un ataque decisivo contra el jefe de provincia Khnum- Hotep, sospechoso de ser el autor de aquel crimen.

Provisto de la paleta de oro, símbolo de su función de superior de los sacerdotes de Abydos, el faraón leyó en voz alta las fórmulas de conocimiento que ésta llevaba. Tras él se encontraban los escasos permanentes autorizados a residir en el interior del recinto sagrado, adonde iban a trabajar, todos los días, algunos temporales, filtrados y vigilados por las fuerzas de seguridad.

El Calvo, representante oficial del rey, no tomaba decisión alguna sin el acuerdo formal del soberano. Responsable de los archivos de la Casa de Vida, el Calvo había pasado toda su existencia en Abydos, y no sentía deseo alguno de conocer otro horizonte. Grosero, incapaz de ser siquiera mínimamente diplomático, sólo pensaba en la perfecta ejecución de las tareas confiadas a los permanentes y no to-leraba la menor laxitud. Tener la suerte de pertenecer a ese restringido colegio excluía cualquier debilidad.

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- ¿Son venerados los antepasados? —preguntó el rey.

- El Servidor del ka cumple con su oficio, majestad. La energía espiritual de los – seres de luz nos llega aún, los vínculos con lo invisible siguen siendo sólidos. - ¿Están provistas las mesas de ofrenda?

- El que hace la libación de agua fresca ha cumplido todos los días con su tarea. - ¿Está intacta la tumba de Osiris?

- El que vela por la integridad del gran cuerpo ha verificado los sellos puestos en la puerta de su morada de eternidad.

- ¿Se transmite ritualmente el conocimiento?

- Aquel cuya acción es secreta y que ve los secretos no traiciona su función, majestad.

Uno de los cuatro permanentes no pensaba ya con sinceridad en el cumplimiento de sus sagrados deberes. Decepcionado al no obtener el puesto de Superior tras una carrera que, sin embargo, él consideraba ejemplar, el sacerdote había decidido enriquecerse utilizando el saber adquirido durante sus años de formación. Puesto que Sesostris no reconocía sus méritos, se vengaría del rey y de Abydos.

- La puerta del cielo se cierra —deploró el Calvo—. La barca de Osiris2 no navega ya por los espacios estelares. Poco a poco, también ella se degrada. Esas eran las palabras que el faraón temía escuchar. El debilitamiento del árbol de vida provocaría una serie de catástrofes, luego el derrumbamiento del país entero. Sin embargo, habría sido indigno y cobarde taparse los oídos y velarse la cara. - Haz que vengan las siete sacerdotisas de Hator —ordenó el monarca—, y que ayuden a la reina.

Procedentes de diversos medios, aquellas mujeres residían también permanentemente en Abydos y, como sus colegas masculinos, habían jurado absoluto secreto. El Calvo no se mostraba más amable con ellas que con los sa-cerdotes y no admitía de su parte error alguno. En el corazón del templo, ninguna función estaba definitivamente adquirida, y cualquier ritualista que no cumpliera con su tarea sería excluido sin que el Calvo le demostrase la menor indulgencia. La más joven de las siete sacerdotisas, recientemente ascendida al grado de Despierta por la reina de Egipto, era de una belleza casi irreal. Con el rostro lu-minoso, con rasgos de una inigualable delicadeza, la piel muy tersa, los ojos de un verde mágico, las caderas estrechas, se desplazaba con una nobleza y una gracia que seducían incluso a los más hastiados.

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Atraída por la iniciación desde la infancia, se desinteresó del mundo profano para aprender los jeroglíficos y cruzar, una a una, las puertas del templo. La muchacha, llamada para que celebrara rituales en varias provincias, regresaba siempre con gran alegría a Abydos. Vestía una túnica que imitaba una piel de pantera salpicada de estrellas, con la que desempeñaba el papel de la diosa Sechat, soberana de la Casa de Vida y de la escritura sagrada, formada de palabras de poder, únicas capaces de combatir a los enemigos invisibles.

Decidida ya, la existencia de la joven sacerdotisa debería haberse desarrollado de un modo apacible si varios dramas no la hubieran trastornado. Primero, la enfermedad del árbol de vida, que esparcía la angustia en un lugar donde sólo debería haber reinado la serenidad; luego, las predicciones que le anunciaban que no sería una Sierva de Dios como las demás, pues se le había encargado una mi-sión capital y peligrosa, más allá de lo imaginable; finalmente, el encuentro con un joven escriba, Iker, al que no conseguía apartar de su mente y que turbaba cada vez más sus meditaciones.

- Que las siete sacerdotisas de Hator formen un círculo alrededor del árbol de vida ordenó la reina.

Una vez colocadas las sacerdotisas, la Gran Esposa real ciñó el tronco del árbol con una cinta roja para aprisionar en ella las fuerzas del mal. El faraón sabía que esta protección era insuficiente: para salvar la acacia era necesario que se reuniera el «Círculo de oro» de Abydos.

A excepción del Calvo, los ritualistas se retiraron.

Recogidos, la pareja real y el Calvo aguardaron la llegada de los miembros del «Círculo de oro», que habían utilizado el canal excavado por Sesostris y flanqueado por trescientas sesenta y cinco mesas de ofrenda, evocación del banquete celestial que se celebraba a lo largo de todo el año. De una barca ligera descendieron los generales Sepi y Nesmontu, el gran tesorero Senankh y el Portador del sello real Sehotep. En misión especial, sólo faltaba un iniciado. Los fieles llevaban un relicario, compuesto de cuatro leones opuestos por la espalda. En el centro del objeto cilíndrico vaciado había un astil con un escondrijo en lo más alto. Encarnaba el venerable pilar creado al inicio de los tiempos, la columna vertebral a cuyo alrededor se organizaba el país entero. Los cuatro hombres dispusieron la obra maestra junto a la acacia. Los leones, guardianes infatigables cuyos ojos nunca se cerraban, impedirían a cualquier agresor acercarse al árbol de vida.

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avestruz que simbolizaba a Maat, la justicia, la rectitud y la armonía, sobre las que se construía cotidianamente Egipto. Emanación de la luz divina, Maat era la ofrenda por excelencia con la que se alimentaba la tierra de los faraones.

Un viento frío barría el lugar.

- ¡Mirad allí! —exclamó el general Nesmontu.

En lo alto de un árido cerro, en el lindero del desierto, acababa de aparecer un chacal. Con los ojos negros, bordeados de naranja, miraba fijamente a los ritualistas.

- El genio de Abydos aprueba nuestra gestión —señaló la reina—. El que está a la cabeza de los Occidentales3, los difuntos reconocidos como Justos, nos gratifica con su presencia y nos alienta a proseguir nuestra búsqueda.

Aquel signo del más allá confirmó a Sesostris en su decisión de modificar los parajes del lugar sagrado.

- Plantad una acacia en cada punto cardinal —decretó.

Los miembros del «Círculo de oro» así lo hicieron. De este modo, el árbol de vida estaría protegido por los cuatro hijos de Horus, que velarían, en adelante, por la residencia de Osiris. Testigos de la resurrección, formarían un eficaz talismán contra el aniquilamiento.

Después de que el monarca hubo consagrado los árboles plantados, visitó su nueva ciudad, «Paciente de lugares»4, donde residían los constructores de su templo y de su tumba. Allí reinaba una atmósfera pesada, pero nadie le ponía mala cara al trabajo. El monarca no toleraba relajamiento alguno en el territorio de Osiris, donde se decidía la suerte de Egipto.

Al acabar su inspección, el rey se retiró a una capilla y convocó a la joven sacerdotisa.

- Gracias a las indicaciones que has recogido en los textos antiguos he tomado el máximo de precauciones para prolongar la vida de la acacia - explicó—. Pero eso es sólo un mal menor.

- Seguiré buscando, majestad.

- No aflojes en tus esfuerzos, sobre todo. La desgracia que afecta a Abydos no

3 Khenty-imentiu. 4 Uah-sut

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puede deberse al azar. Sus causas son probablemente múltiples; tal vez una de ellas se oculte aquí misma.

- ¿Qué debo entender?

- El comportamiento de los ritualistas de Abydos debe ser irreprochable. Si no es así, puede agrietarse la muralla mágica erigida para preservar a Osiris de cual-quier atentado. Te pido, pues, que permanezcas alerta y prestes atención al menor incidente.

- Se hará de acuerdo con vuestra voluntad, y no dejaré de informar al Calvo. Me informarás a mí y a nadie más. Podrás ir y venir a tu antojo, y sin duda tendrás que abandonar Abydos más de una vez.

Aunque le costaría cumplir aquella orden, la sacerdotisa hizo una reverencia. Solamente allí su vida adquiría sentido. Le gustaba aquel paisaje fuera del tiempo, el recogimiento inscrito en cada una de las piedras del gran templo, la celebración diaria de los ritos. Compartía los pensamientos presentes aún de los iniciados que, desde los orígenes de la ciudad de Osiris, participaban en sus misterios. Abydos era su tierra, su mundo, su universo.

Pero una orden del faraón, garante de la propia existencia de aquellos lugares, no se discutía.

2

Con el rostro cuadrado, las cejas espesas y la panza redonda, Sekari trabajaba en el huerto con sabia lentitud. Temía sufrir dolores dorsales y un absceso en el cuello a fuerza de levantar la pértiga de cuyos extremos colgaban dos pesados recipientes llenos de agua, por lo que medía sus esfuerzos y cuidaba de no cometer excesos en la labor. Por mucho que se apresurara, los puerros no crecerían más de prisa.

Sekari arrancó los más grandes y los metió en una de las alforjas que llevaba Viento del Norte, el asno colosal de grandes ojos marrones de su amigo, el escriba Iker. Infatigable, el cuadrúpedo sólo obedecía a su dueño, que lo había salvado de las manos de un torturador y de un sacrificador. Como Iker lo autorizaba a acompañar a Sekari, Viento del Norte ayudaba al hortelano en su tan oscura como penosa tarea.

Según la costumbre, durante los períodos cálidos, Sekari no regaba los cultivos antes de que cayera la tarde. El agua se evaporaba mucho más lentamente por la noche, y las plantas almacenaban la preciosa sustancia para resistir los ardores del sol.

Sekari, deseando ampliar su campo de cebollas, se arrodilló para arrancar las malas hierbas. Pero lo que descubrió le quitó las ganas de proseguir.

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Eliminar al faraón Sesostris por cualquier medio: ésa era la obsesión de Iker. El joven había sufrido tanto por la crueldad del rey que ya no había otra solución. Desde su entrada en la élite de los escribas de la ciudad de Kahun, en el Fayum5, Iker debería haberse contentado con su notable situación. Sin embargo, no conseguía olvidar el pasado, en que había estado varias veces al borde de la muerte.

Las mismas escenas regresaban una y otra vez para obsesionarle durante su sueño, después de que le robaron su marfil mágico que alejaba a los demonios. Se recordaba atado al mástil de un barco, El rápido, y ofrecido como ofrenda al peligroso mar; luego, siendo el único en escapar de un imprevisible naufragio. Aquel navío se dirigía al mítico país de Punt, por lo que sólo podía pertenecer al rey. Y ese mismo monarca había ordenado a un falso policía que eliminara a Iker, para impedirle así que revelara la verdad y provocara un escándalo que podría poner en peligro su trono. Aquel tirano esclavizaba Egipto, el país amado por los dioses, pisoteando la ley de Maat.

El camino del joven escriba estaba, pues, decidido: debía impedir que aquel déspota asesino siguiera haciendo daño.

Pero muchas preguntas quedaban en el aire: ¿por qué lo habían raptado los piratas? ¿Por qué, en la isla del ka, en un sueño, una inmensa serpiente había preguntado al náufrago si sería capaz de salvar al mundo? ¿Por qué el capitán había calificado aquel rapto de «secreto de Estado»? ¿Por qué su viejo maestro, un escriba de la aldea de Medamud, le había predicho: «Sean cuales sean las pruebas estaré siempre a tu lado para ayudarte a cumplir un destino que aún ignoras»? Iker acababa de pasar por muchas pruebas, pero el misterio seguía en pie. Al menos, haría algo útil matando a Sesostris.

En su vivienda oficial, el joven escriba no carecía de nada. Debería haber hecho una buena carrera y haberse preocupado sólo por los ascensos. Una pequeña habitación consagrada al culto de los antepasados, una modesta sala de recepción, un dormitorio, aseos, un cuarto de baño, una cocina, un sótano, una terraza, unos muebles someros pero sólidos: ¿qué más se podía pedir? Pero Iker ni siquiera advertía aquella abundancia material, tan tendida hacia su único objetivo, tan difícil de alcanzar, estaba su espíritu.

A menudo, pensaba en la joven sacerdotisa de la que se había enamorado y a la que, probablemente, nunca volvería a ver. Por ella ascendía en su oficio, por ella

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deseaba convertirse en escriba de élite, para no decepcionarla si se encontraban de nuevo y si él tenía la oportunidad de revelarle sus sentimientos. Durante mucho tiempo había querido creer en el milagro. Hoy sabía que ella era sólo un sueño maravilloso e inalcanzable.

Los rebuznos de Viento del Norte arrancaron a Iker de su siniestra meditación. - He regresado —anunció Sekari—. Da de comer a tu asno, yo prepararé la sopa. - ¿Ha ido bien la cosecha?

- Tengo buena mano.

La especialidad culinaria de Sekari no se componía sólo de legumbres: añadía pedazos de carne y de pescado, pan, comino y sal. Aquel plato llenaba el vientre y permitía pasar una noche tranquila, hasta el desayuno.

Tras haber escapado de la muerte, en compañía de Iker, en las minas de turquesas del Sinaí, Sekari se había cruzado de nuevo en su camino, en Kahun, donde se ha-bía convertido en su criado, pagado por la municipalidad. Los trabajos del huerto completaban su modesto salario, y él vendía sus productos a los escribas.

Después de que Iker hubo conducido a Viento del Norte hasta su establo, volvió a casa con pesados pasos.

- No pareces muy contento - observó Sekari- .

¿Por qué no te tomas la vida por el lado bueno? Vístete con ropas de lino fino, acude a los hermosos jardines y a las salas de banquetes, respira el perfume de las flores, embriágate, festeja. La existencia es tan corta que pasa como un sueño. Si lo deseas, te presentaré a una moza muy simpática. Con sus cabellos forma un lazo para que los muchachos caigan en la trampa. Con su anillo los marca al rojo vivo. ¿Sus dedos? ¡Hojas de lirio! ¿Su boca? ¡Un capullo de loto! ¿Sus pechos? ¡Mandrágoras! Pero antes de dejarte seducir, come.

Iker probó un poco de la obra maestra de Sekari.

 Si enfermas, no recuperarás la moral. ¿Deseas algo más?  No, tu sopa es deliciosa, pero he perdido el apetito.  ¿Qué te atormenta, Iker?

 Aunque no consigo comprender por qué el faraón decidió eliminarme, a mí, un pequeño escriba sin importancia, debo actuar.

 Actuar, actuar... ¿Qué significa eso?

 Cuando se conoce la raíz del mal, ¿no es indispensable destruirla?

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un hombre sencillo y te aconsejo que evites las complicaciones. Tienes una casa, un oficio, un porvenir asegurado... ¿Por qué buscarte problemas?  Lo verdaderamente importante es lo que me dicta la conciencia.

 ¡Si comienzas a utilizar las grandes fórmulas, pierdo pie! De todos modos, tengo que decirte... —Sekari pareció turbado—. Un triste descubrimiento reconoció—, pero tal vez no quieras saberlo.

 ¡Al contrario!

 Tiene relación con el marfil mágico que protegía tus sueños.  ¿Lo has encontrado, acaso?

 Sí y no... El ladrón lo hizo pedazos y los diseminó por las malas hierbas. Tal vez sea el tipo que te agredió y cuyo cadáver fue pescado en un canal. Es imposible reconstruir el objeto. Para mí, eso no es una buena señal. Sean cuales sean tus proyectos, tendrías que renunciar a ellos.

 Me quedan los pequeños amuletos que me regalaste —recordó Iker—. Con los halcones, encarnaciones del dios celestial Horus, y los babuinos de Tot, maestro de los escribas, ¿acaso no estoy bien protegido?

 ¡Esos amuletos son muy pequeños! Yo, en tu lugar, no me fiaría demasiado.

 Sekari terminó la sopa ante la mirada perdida de Iker.

 La próxima vez añadiré especias. ¿Y si fuéramos a dormir? Mañana hay que levantarse temprano para trabajar.

 Iker asintió.

Sekari desplegó una estera de primera calidad en el umbral de la pequeña casa. Desde el atentado, del que Iker había estado a punto de ser víctima, su criado tomaba precauciones.

Seguro de que Sekari estaba profundamente dormido, Iker abandonó su morada pasando por la terraza. Tras haber comprobado que nadie lo seguía se deslizó por una calleja impecablemente limpia y esperó largo rato. Kahun era una ciudad notable. Construida según las leyes de la proporción divina, se dividía en dos barrios principales. El del oeste se componía de doscientas casas de tamaño medio, el del este albergaba varias villas, algunas de las cuales tenían setenta habitaciones. Al nordeste se encontraba la inmensa residencia del alcalde, construida sobre una especie de acrópolis.

Iker no sabía ya qué pensar del importante personaje. Por un lado, lo había contratado y, luego, había favorecido su carrera, pero, por otro, era forzosamente fiel servidor del faraón. ¿Acaso el joven escriba no sería simplemente un peón en el tablero de un juego cuyas reglas ignoraba? Al ver que todo estaba en calma, Iker se dirigió hacia el lugar de la cita. Ni el alcalde ni su superior, Heremsaf, conocían sus contactos con una joven asiática, Bina, una sierva que no sabía leer ni escribir pero que luchaba, como él, contra la tiranía de Sesostris. La muchacha

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lo aguardaba en una casa abandonada. En cuanto entró, ella cerró la puerta y lo arrastró hacia un almacén de jarras donde ningún oído indiscreto escucharía su entrevista.

Bina era morena, espontánea y hechicera.

 ¿Has tomado las precauciones necesarias, Iker?  ¿Acaso me consideras un irresponsable?

 ¡No, claro que no! Pero tengo miedo, tanto miedo... ¿No deberías tranquilizarme?

Bina se acurrucó contra el escriba, pero él no reaccionó. Cada vez que ella intentaba seducirlo, el rostro de la joven sacerdotisa le venía a la memoria y le arrebataba cualquier deseo de ceder ante las insinuaciones de su cómplice.

 No tenemos mucho tiempo, Bina.

 Un día, esta ciudad será nuestra y ya no estaremos obligados a ocultarnos. Pero el camino es largo aún, Iker. Sólo tú nos permitirás lograrlo.

 No estoy seguro.  ¿Acaso vacilas aún?  No soy un asesino.

 ¡Matar a Sesostris será un acto de justicia!

 Deberíamos tener pruebas formales de su culpabilidad.  ¿Y qué más exiges?

 Quiero consultar los archivos.  ¿Será largo?

 Lo ignoro. Mis funciones actuales no me autorizan a ello, y tendría que ascender en la jerarquía para tener acceso sin llamar la atención del alcalde y de Heremsaf.

 Pero ¿qué esperas descubrir, Iker? Ya sabes que el faraón es el único responsable de todas tus desgracias y de las de tu país. Eres consciente de la gravedad de la situación, por eso no tienes derecho a abandonar.

 ¿Me imaginas clavando un puñal en el corazón de un hombre?  ¡Tendrás valor para hacerlo, estoy segura!

 Iker se levantó y caminó sobre restos de alfarería. Uno de ellos se quebró bajo sus pies. El escriba deseó que eliminar al monstruo resultara igual de fácil.

 Sesostris sigue exterminando a mi pueblo —declaró la muchacha con emoción—. Mañana perseguirá al tuyo, cuando termine la guerra civil que ya se anuncia. No lejos de aquí, el jefe de provincia Khnum- Hotep está formando un ejército para luchar contra el tirano. Pero ¿cuántas semanas va a resistir?

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 De nuestros aliados, que muy pronto llegarán a Kahun, espero. Con ellos, nuestra energía se multiplicará.

 ¿Cómo entrarán en la ciudad?

 Lo ignoro, Iker, pero lo conseguirán. Ya verás, nos proporcionarán una ayuda preciosa.

 Es una locura, Bina.

 Te aseguro que no. No existe otro medio de liberarnos de esta opresión, y tú serás el brazo armado que nos concederá la libertad. ¿Existe mayor destino? Al tomarla contigo, Sesostris puso en marcha la fuerza capaz de destruirlo.

 Las últimas palabras de Bina convencieron al escriba de que avanzaba por el buen camino. Sin embargo, el objetivo seguía estando muy lejos y sus posibilidades de alcanzarlo parecían ínfimas.

 Comparto tus dudas y tus inquietudes, Iker. Pero muy pronto ya no estaremos solos.

Tendido en la terraza, Iker no dormía por la noche. Esta vez su proyecto tomaba cuerpo y sentía que estaba preparado para llevarlo a cabo. Nada le resultaba más insoportable que la injusticia, ya fuera cometida por un rey o por un pobre. Y si no había nadie más que él para rebelarse, no retrocedería. Un grito de dolor procedente de abajo le hizo dar un respingo.

 ¡Se os ha agrietado la calabaza! —protestó Sekari con vehemencia—. ¡No se despierta a la gente con patadas en las nalgas!

Iker bajó a ver.

Dos policías estaban ante él. Provistos de garrotes, no parecían muy afables. De pie, adormilado aún, Sekari se palpaba el trasero.

 ¿Quién es éste? —preguntó el policía de más edad.  Sekari, mi criado.

 ¿Y duerme siempre en el umbral?  Medidas de seguridad.

 Con un tipo al que le cuesta tanto despertar, yo no me sentiría muy seguro. Bueno, no hemos venido por él. El escriba Heremsaf te reclama con urgencia. Los dos emisarios se alejaron.

«Al menos, no me han puesto las esposas y no me han arrastrado por las calles de la ciudad como a un vulgar bandido», pensó Iker, petrificado.

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Pero, por desgracia, el asunto sólo se aplazaba. Heremsaf lo convocaba de aquel modo porque había adivinado sus intenciones. Iker sería detenido y condenado. Su única posibilidad consistía en huir, pero ¿le permitirían salir los guardianes de la puerta principal de la ciudad?

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El faraón Sesostris había bautizado como «Paciente de lugares» su ciudad construida en el paraje de Abydos para encarnar el primero de los dos valores fundacionales de la monarquía faraónica: la perseverancia. La segunda, la vigilancia o, más exactamente, el despertar de Osiris en la resurrección, confería a la institución la dimensión sobrenatural que le permitía construir monumentos duraderos.

El faraón examinaba personalmente el cuadro de servicio de los sacerdotes temporales, distribuidos en cinco equipos que se sucedían el uno al otro.

Frente al gigante, el responsable de su redacción, un hombrecillo nervioso, no podía dejar de temblar.

—Si has seguido mis instrucciones y cumplido correctamente tu misión, ¿a qué viene tanto miedo?

— El... el privilegio de veros, majestad... el...

—Ni tú ni yo tenemos privilegios, somos los servidores de Osiris. —Así lo entendía yo, majestad, y...

— ¿Cómo funcionan tus equipos?

—Al modo tradicional. Los empleados forman un grupo dividido en varias secciones, destinadas a tareas concretas. Ninguna debe perjudicar a otra, y todas las obligaciones se cumplen a su hora.

El responsable lanzó un detallado discurso donde habló del aseo de las estatuas, de la limpieza de los cuencos de purificación, de la preparación de aceites de iluminación, cuya combustión no desprendía humo, así como de la elección de los alimentos que debían depositarse en las mesas de ofrenda y repartirse, luego, bajo control. Le dio al rey los nombres y las hojas de servicio de los guardianes, de los jefes de taller, de los escultores, de los pintores, de los jardineros, de los panaderos, de los cerveceros, de los carniceros, de los pescadores y de los perfumistas, sin omitir el más modesto de los portadores de ofrendas.

—Cada uno de ellos es identificado por las fuerzas del orden, que llevan un registro que incluye los días y las horas de llegada y de partida, así como los motivos de ausencia y de retraso.

—Y hasta ahora, ¿cuántas expulsiones de temporales hay por falta grave? — ¡Ninguna, majestad! —respondió con orgullo el responsable.

—He aquí la prueba de tu incompetencia. —Majestad, yo...

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— ¿Cómo puedes suponer ni por un solo instante haber alcanzado la perfección? O intentas engañarme, lo cual es un error imperdonable, o te fías de los informes de tus subordinados, lo cual es un error no menos imperdonable. En cuanto haya nombrado a tu sustituto abandonarás Abydos.

Al visitar los talleres, los almacenes, las carnicerías y las cervecerías, Sesostris advirtió varios quebrantamientos de las consignas de seguridad. Sobek el Protector tomó de inmediato las medidas necesarias. Luego, el rey recibió a su maestro de obras, con el rostro marcado por la fatiga.

—¿Problemas de nuevo?

—Nada grave, majestad, gracias a la protección de las sacerdotisas de Hator. Las herramientas ya no se rompen y los canteros no se ponen ya enfermos. Por eso me complace anunciaros el fin de la obra: los pintores han terminado esta misma mañana la última figura divina, la de Isis. Vuestro templo está dispuesto para proporcionar un máximo de ka, al igual que vuestra morada de eternidad. ¿Cuándo deseáis animar el tesoro?

—Mañana mismo.

En Tebas, las ceremonias iban acompañadas por un regocijo popular. En cambio, en Abydos, incluso los cerveceros cumplían un papel cultural al servicio de Osiris, y en las actuales circunstancias, cualquier manifestación de júbilo habría resultado inapropiada.

Ante la mirada de las sacerdotisas y de los sacerdotes permanentes, Sesostris colocó en el depósito de fundación de su templo veinticuatro lingotes de metales y piedras preciosas, entre ellas, el oro, la plata, el lapislázuli, la turquesa, el jaspe y la cornalina. Aquellos materiales, que habían brotado del vientre de las montañas, entraban en la composición del ojo de Horus, el más poderoso de los talismanes.

Luego, portadores y portadoras de ofrendas se acercaron al santuario en procesión, para equiparlo con los elementos necesarios para su buen funcionamiento: jofainas de purificación, copas, jarras, cofres, altares, in-censarios, paños y barcas componían el tesoro del templo, de techo de oro y lapislázuli, de suelo de plata y puertas de cobre.

—Celebraré hoy los tres rituales de la mañana, del mediodía y del anochecer —comenzó el faraón—, de modo que las potencias sobrenaturales mantengan el genio de este lugar, morada de las divinidades y no de los humanos; su papel consiste en difundir energía.

La joven sacerdotisa veía cómo se cumplían los textos descifrados en la Casa de Vida de Abydos, que trataban del papel primordial del rey de Egipto, dueño de la creación de los ritos. A él le tocaba poner orden en vez de desorden, verdad en lugar de mentira, justicia en vez de terror. Existía una posibilidad de vivir la armonía celestial en una sociedad terrenal: cumplir esos ritos a su hora y disponer de un faraón capaz de encargarse por completo de su función.

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Los pebeteros derramaron suaves olores. Flores, carnes, legumbres, aromas, recipientes que contenían agua, cerveza y vino, así como panes de formas y tamaños diversos, se depositaron sobre las mesas de ofrenda de diorita, granito y alabastro. Todas aquellas riquezas eran ofrecidas a las divinidades para que disfrutaran su sutil aspecto y las transformaran en sustancias asimilables. La ofrenda fortalecía el vínculo entre lo visible y lo invisible. Gracias a ella, la creación se renovaba.

Sesostris entró en el templo cubierto, accesible a un pequeño número de ritualistas encargados de representarlo. En aquel lugar cerrado a los profanos debían preservar la integridad divina y rechazar continuamente las fuerzas del caos, que intentaba destruir aquel espacio de Maat.

Al fondo del santuario se encontraba el cerro primordial, hacia el que descendía el techo y ascendía el suelo. Emergido de las aguas originales en la primera mañana, era el zócalo sobre el que el Creador edificaba su obra sin cesar.

En la penumbra del Santo de los Santos se revelaba el paraje de luz6 (I), cuyas puertas abría el faraón. En pleno cielo de las potencias, el rey hacía que renaciese el origen.

Mientras el cosmos siga establecido sobre sus cuatro pilares - dijo el monarca a la Presencia—, mientras la inundación venga en el momento justo, mientras las dos luminarias, rijan día y noche, mientras las estrellas permanezcan en su lugar y los decanatos cumplan con su tarea, mientras Orión haga visible Osiris, este templo será estable como el cielo.

La animación del templo retrasaría la degradación de la acacia de Osiris. La rodearía de ondas bienhechoras y edificaría así un muro mágico que protegería el árbol de vida de nuevos ataques, sin suprimir la causa de la enfermedad.

EI momento de proceder a una intervención de otro orden se aproximaba. El rey reunió, pues, a los miembros del «Circulo de oro» de Abydos para tomar su decisión.

Un solo jefe de provincia se niega a someterse —recordó el áspero general Nesmontu—. Lancemos contra Khnum- Hotep una gran ofensiva para extirpar toda huella de rebelión. Cuando Egipto esté realmente unido, la acacia volverá a brotar.

El viejo oficial, vigoroso aún, no solía cuidar sus palabras. Indiferente a los honores, sólo vivía para la grandeza de las Dos Tierras. ¿Y quién la encarnaba sino el faraón Sesostris, al que se sentía dispuesto a entregar la vida?

Apruebo a Nesmontu —declaró el general Sepi—. Aunque esa confrontación produzca numerosas víctimas en ambos bandos, parece ineluctable.

Sepi, alto, flaco y autoritario, había sido el brazo derecho del jefe de la provincia de la Liebre, Djehuty, convertido en un fiel de Sesostris. En misión especial

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confiada por el «Círculo de oro», el general había convencido poco a poco a Djehuty de que evitara un conflicto de desastrosas consecuencias. A la cabeza de una de las más brillantes escuelas de escribas del país, Sepi nunca se precipitaba. Era reflexivo y ponderado, y detestaba los arrebatos.

—Temo la violencia —reconoció el Portador del sello real, Sehotep, un treintañero elegante y apuesto, de ojos brillantes e inteligentes—, pero soy de la misma opinión que Nesmontu y Sepi, pues Khnum- Hotep no se rendirá. Con él, la negociación parece condenada al fracaso. Aunque sea el último jefe de provincia que mantenga sus posiciones, no reconocerá su error y preferirá derramar sangre para tratar de conservar sus privilegios.

El Calvo se limitó a asentir con la cabeza.

Al superior de los sacerdotes de Abydos no le preocupaban demasiado las convulsiones del mundo exterior, pero le sorprendía la concordancia de puntos de vista entre personalidades tan distintas como Nesmontu, Sepi y Sehotep.

—El enfrentamiento se anuncia terrible —predijo el gran tesorero Senankh, cuarentón floreciente, fino gastrónomo y riguroso administrador—. Khnum- Hotep es rico, y su milicia, temible. De modo que su resistencia será dura. Si creyéramos que la victoria está asegurada de antemano, pecaríamos de ingenuos. —No pretendo lo contrario —intervino el general Nesmontu—, pero ésa no es una razón para vacilar y dejar inconclusa la obra del faraón.

—¿Estáis seguro de que Khnum- Hotep maneja la fuerza de Seth y hace que se marchite la acacia de Osiris? —intervino la reina.

—No cabe duda alguna, puesto que los demás jefes de provincia no eran culpables —respondió Nesmontu—. Su delirio de grandeza lo empuja a reinar en el Sur. Como nuestro soberano arruina sus proyectos, Khnum- Hotep se venga atacando el centro vital de Egipto.

—¿Y si tuviera cómplices? —sugirió Sehotep.

—Es una hipótesis que hay que tener en cuenta —deploró el general Sepi—. Khnum- Hotep ha controlado durante mucho tiempo pistas comerciales que lo mantienen en contacto con Asia; tal vez haya encontrado aliados exteriores cuyo interés consiste en debilitar la institución faraónica.

—Simple suposición —objetó Senankh.

—Es fácil de verificar —afirmó Nesmontu—: derrotemos la milicia de Khnum- Hotep, capturémoslo e interroguémoslo. Creedme, nos dirá la verdad.

—¿Conoce su majestad la opinión del único miembro del «Círculo de oro» ausente debido a la misión secreta que se le encargó?

—No hablaré en su nombre.

—Yo, que lo conozco bien, creo que habría abogado por la ofensiva —declaró Sepi.

—¿Tus reservas significan hostilidad? —preguntó el rey a Senankh.

—De ningún modo, majestad. Pero pensar en la pérdida de tantas vidas humanas durante una guerra civil me desespera. Sin embargo, sé que es inevitable, y actuaré del mejor modo para que la economía del país sufra lo menos posible.

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—Como el «Círculo de oro» es unánime, preparémonos para atacar a Khnum- Hotep y para reconquistar la provincia del Oryx —concluyó Sesostris—. Que la reina y el gran tesorero vuelvan a Menfis para encargarse de la administración de los asuntos en curso. Si yo desapareciera durante el combate, la Gran Esposa real reinará y decidirá mi sucesión con los supervivientes del «Círculo de oro» de Abydos de la Casa del Rey.

Mientras se acercaba el conflicto que amenazaba con ensangrentar Egipto, Sesostris disfrutaba de la paz y el silencio de Abydos. Ciertamente, los turbaba la enfermedad de la acacia, pero aún conservaban los recuerdos de la edad de oro, en que había visto a los iniciados venciendo a la muerte gracias a la celebración de los misterios de Osiris.

Para salvar estos valores vitales, el faraón debía acabar con la rebelión de Khnum- Hotep, someterlo y hacer que confesara. Si Sesostris conseguía destruir aquel bastión de Seth y reunificar las Dos Tierras, dispondría de una nueva fuerza que, hasta el momento, le había hecho mucha falta.

En el muelle, la joven sacerdotisa recitaba las fórmulas de protección del viaje ante el ojo completo, recientemente vuelto a pintar en la proa del navío real. Sobek el Protector controlaba personalmente la identidad de cada marino y registraba por tercera vez la cabina del monarca, justo antes de la partida.

—¿Cuándo pensáis regresar, majestad? —preguntó la muchacha. —Lo ignoro.

—La guerra se acerca, ¿no es cierto?

—Osiris, el primero de los faraones, reinaba sobre un país coherente cuyas provincias, todas ellas, sin perder su originalidad, vivían en la unión. Tengo el deber de proseguir su obra. Regrese yo o no, tú debes llevar a cabo la tuya. Cuando el barco se alejó del muelle, Sesostris no consiguió apartar la mirada del incomparable paisaje de Abydos, moldeado por la eternidad de Osiris.

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Cada tres meses, la guardia encargada de vigilar los accesos a la ciudad de Kahun era renovada por completo. Los soldados se distribuían por las cuatro esquinas y sólo dejaban penetrar en la ciudad a las personas conocidas y debidamente autorizadas a permanecer en ella. Iker, convencido de que sería detenido, ni siquiera intentó cruzar las barreras, y se dirigió, con la frente levantada, hacia la morada de Heremsaf, su superior jerárquico.

Antes de ser encarcelado, condenado a trabajos forzados, ejecutado incluso, Iker revelaría a Heremsaf sus más íntimos pensamientos. Sin duda sería un gesto inútil, puesto que el alto funcionario servía a Sesostris, pero a fuerza de proclamar la verdad sobre el tirano se efectuarían tomas de conciencia y otro brazo armado conseguiría suprimirlo.

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Para comparecer ante su juez, Iker se había dotado de un soberbio material de escriba, regalo de su profesor, el general Sepi. Entregaría a su acusador sus paletas, sus pinceles, sus rascadores, sus gomas y sus botes de tinta, y tacharía así su pasado definitivamente.

Heremsaf degustaba unos puerros gratinados, cortados en finas láminas, separándolos del queso fresco con ajo. Cuando Iker se presentó ante él, ni siquiera levantó la cabeza y siguió concentrado en su plato favorito.

Heremsaf, con el rostro cuadrado y el pequeño bigote perfectamente recortado, era uno de los personajes principales de Kahun. Intendente de la pirámide de Sesostris II y del templo de Anubis, verificaba todos los días las entregas de carne, pan, cerveza, grasas y perfumes, escudriñaba los libros de los escribas contables, controlaba las horas suplementarias de los empleados y se aseguraba de que los alimentos fueran justamente repartidos. Madrugador, aunque se acostaba muy tarde, olvidaba la propia idea del reposo.

Iker le debía su primer puesto y sus ascensos, acompañados por un consejo: «Nada debe escapar a tu vigilancia.» Ahora bien, en el transcurso de un trabajo que le había confiado su superior, Iker había encontrado el mango de un cuchillo que tenía grabado el nombre de El rápido, el bajel que lo llevaba a la muerte. ¿Simple casualidad o Heremsaf estaba manipulándolo? Al negarle a Iker la po-sibilidad de consultar los archivos demostraba su alianza con el alcalde, secuaz de Sesostris. Sin embargo, el escriba no tenía nada concreto que reprocharle, pues no sabía cuál era su juego.

Hoy, Heremsaf se quitaba la máscara. Su verdadera estrategia consistía en tenderle trampas a Iker con la esperanza de que cometiera un error fatal. Disponía de informaciones decisivas, por lo que ahora podía dar el golpe de gracia.

—Tenemos que hablar, Iker. —Estoy a vuestra disposición.

—¡Pareces muy nervioso, muchacho! ¿Preocupaciones? —Eso debéis decírmelo vos.

—Temes que critique tu balance, ¿no es cierto? Pues bien, examinémoslo detenidamente. Has resuelto un delicado asunto de graneros, has desratizado la ciudad, rehabilitado unos antiguos almacenes y reorganizado, con increíble rapidez, la biblioteca del templo de Anubis. ¿Te parece correcto mi resumen? —Nada que añadir.

—Una trayectoria fulgurante, ¿no es cierto? —Vos debéis juzgarlo.

—Aunque hayas decidido mostrarte desagradable, no modificarás mi opinión ni mi decisión.

—No era ésa mi intención. He aquí mi material de escriba. Heremsaf levantó por fin la cabeza.

—¿Por qué quieres separarte de él? Iker se quedó atónito.

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por esa estúpida acción, pero ése no es tu estilo. Bueno, olvidémoslo... Si formulara el menor reproche contra el joven escriba más dotado de Kahun, el alcalde me lo censuraría. El privilegio que te concede me parece desorbitado, pero me veo obligado a doblegarme. ¡Que no se te suba a la cabeza, de todos modos! No faltarán las envidias y, al menor error, no fallarán. Sé, pues, ex-tremadamente prudente y no presumas de tu buena suerte.

—Mi buena suerte... ¿A qué os referís?

—A tu traslado. El alcalde te ofrece una nueva casa, más grande y mejor situada. Ya eres propietario.

—¿Por qué tanta generosidad?

—Ahora perteneces a la élite de los escribas de Kahun, muchacho, y todas las administraciones de la ciudad te están con ello abiertas.

—¿Debo seguir encargándome de la biblioteca del templo de Anubis?

—Por supuesto, ya que nuevos manuscritos serán transferidos esta semana; eres el más apto para clasificarlos. A mi entender, pronto serás llamado al ayuntamiento como consejero. Entonces, ya no seré tu superior y deberás arreglártelas solo frente a funcionarios que ocupan su lugar desde hace mucho tiempo. Desconfía de ellos: no les gustan los jóvenes que pueden arrebatarles el puesto. ¿Satisfecho de tu criado?

—¿De Sekari? Lo considero un amigo que trabaja en mi casa a tiempo parcial. —Te lo atribuyo a tiempo completo. Tu domicilio debe estar siempre bien cuidado, tu reputación depende de ello. Que tengas buena jornada, escriba Iker. Tú y yo tenemos mucho que hacer.

—Un sueño increíble —reveló Sekari a Iker—: ¡estaba comiendo asno! Según el intérprete de los sueños que he consultado, eso es excelente: ascenso asegurado para mí o para uno de mis amigos.

—Tu sueño no te ha engañado: el alcalde me ha concedido una gran mansión. Sekari no pudo contener un silbido de admiración.

—¡Caramba...! ¡Te estás convirtiendo en alguien realmente importante en esta ciudad! Cuando pienso en los malos momentos que hemos pasado, se lo agradezco al destino. ¿Para cuándo el traslado? —Inmediatamente.

—¡Preparemos tus cosas, pues!

—Los servicios de la alcaldía se ocupan de ello.

Iker, Sekari y Viento del Norte fueron al lugar indicado por Heremsaf, una limpia calleja situada en el más hermoso Kahun, no lejos de la inmensa villa del alcalde. —¿Es aquélla? —se extrañó Sekari.

—Exacto.

—No es posible... ¡Qué hermosa es, encalada y con un piso! ¿Y has visto el tamaño de la terraza? ¿Aceptarás, aún, dirigirme la palabra?

—Claro está, puesto que tú vivirás aquí como intendente.

—¡Qué cosas! Espera, no entremos como unos salvajes. Voy a buscar lo necesario.

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Sekari tardó poco en regresar, y lo hizo con una jofaina llena de agua perfumada que depositó en el umbral.

—Nadie entrará en esta residencia sin haberse lavado las manos y los pies. Propietario, ¡el honor es tuyo!

En la estancia reservada al culto de los antepasados, Sekari olisqueó el aire. —Han rociado los muros con ajo molido, pulverizado y empapado en cerveza —advirtió—. Ni las serpientes, ni los escorpiones, ni los aparecidos nos molestarán.

Una sala de recepción, tres habitaciones, sanitarios nuevos, una amplia cocina, un sótano digno de este nombre... Sekari, hechizado, recorrió varias veces las estancias.

—¿Y... el mobiliario? —Creo que está llegando.

Varios empleados municipales acarrearon una impresionante cantidad de objetos. Bajo la atenta mirada de Viento del Norte, Sekari los obligó a lavarse los pies y las manos antes de depositar en los lugares adecuados los valiosos fardos.

Cestos y cofres para guardar los alimentos, la ropa, las sandalias y los objetos de aseo que habrían satisfecho a los más exigentes. Rectangulares, oblongos, ovoidales o cilíndricos, estaban hechos de tallos de junco atados con cintas de hojas de palma, o de madera, y tenían tapas bien ajustadas que se cerraban con cordones. En cuanto a las esteras, eran de calidad superior: briznas transversales de juncos cruzadas con briznas longitudinales de lino componían cuadrados y rombos de colores. Unas se extenderían en el suelo, las otras se colgarían de las ventanas a modo de cortina.

Las mesas bajas y los taburetes de tres pies no carecían de elegancia ni de robustez, pero Sekari apreció, sobre todo, las sillas bajas de paja, con los pies de sección cuadrada y el respaldo ligeramente curvado, para adaptarse a la forma de la espalda. Gracias a sus marcos, fijados por espigas incrustadas en muescas superpuestas en ángulo recto, durarían siglos. ¡Y qué decir de las soberbias lámparas, compuestas por una base de calcáreo y una columnilla de madera que imitaba un tallo de papiro en el que se había depositado un recipiente de bronce destinado a recibir el aceite de iluminación!

Sin aliento, Sekari se sentó en una silla.

—¿Acaso te han nombrado adjunto del alcalde?

Y aún quedaba lo más sorprendente: tres camas, una para cada habitación, provistas de un equipamiento como Sekari nunca había visto. Palpó suavemente los somieres fabricados con madejas de cáñamo trenzadas y sujetas a un cuadro de madera decorada con figuras del dios Bes y de la diosa hipopótamo Tueris. Armados con cuchillos, blandían serpientes y protegían el sueño del que dormía. El criado posó la cabeza en los almohadones, rellenos de lana, y cayó en éxtasis cuando palpó las sábanas de lino fino.

- —Iker, ¿te imaginas dormir ahí, sobre todo si las perfumamos...? ¡Ni una moza se resistirá! Ya las veo en...

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El rebuzno de Viento del Norte interrumpió las idílicas visiones de Sekari. En el flanco oeste de la casa, el asno acababa de descubrir un huerto y un pequeño establo con el techo cubierto de hojas de palma. Lechos de paja confortable, comedero lleno de cereales, de legumbres y de un manjar incomparable, cardos: era evidente que a Viento del Norte le gustaba el cambio de domicilio. Tres fuertes mocetones se presentaron ante la puerta de la morada.

—¿El sótano? —preguntó el primero. —¿Por qué razón? —quiso saber Sekari.

—Traemos jarras de cerveza de parte del alcalde.

Sekari vio pasar los recipientes herméticos, de cuello estrecho, de barro cocido en todo su grosor, y provistos de dos asas. Los tapones de limo garantizaban un brebaje de calidad.

—Bueno... seguidme.

Apenas almacenadas las jarras apareció otro proveedor que llevaba taparrabos de lino crudo, formado por dos piezas simétricas cosidas por el centro.

—Es la última moda —explicó—. Ese taparrabos llega hasta la pantorrilla y sube hasta el pecho. Las dos puntas más largas del triángulo se anudan a la cintura. La más pequeña debe ponerse, de atrás hacia adelante, entre los muslos, y atarse en el abdomen con las otras dos. Si se coloca bien, el tejido da dos veces la vuelta al cuerpo.

Iker lo probó inmediatamente y el resultado lo satisfizo. —Me han dado esto para el criado.

Sekari recibió una magnífica escoba de largas fibras de palma, dobladas y reunidas en manojo. Dos ligaduras séxtuples mantenían rígido el mango.

Mientras el interesado probaba su nueva herramienta de trabajo, Iker contemplaba un objeto insólito que no habría tenido que figurar en su material de aseo: una cuchara para maquillaje que representaba a una nadadora desnuda, con la cabeza levantada, que sujetaba una copa oval en forma de pato. Ella, Nut, la diosa Cielo; él, Geb, el dios Tierra. De su unión dependía la circulación del aire y de la luz, que hacían posible la vida en la tierra.

Ella.

Aquel pequeño objeto hacía presente, de pronto, a la joven sacerdotisa, tan lejana, tan inaccesible. ¿Simple error o signo del destino?

—¿Qué piensas hacer con eso? —preguntó Sekari, divertido. —Ofrecerás esta cuchara a una de tus bellezas.

—¿Aún piensas en aquella mujer a la que nunca volverás a ver? Te presentaré otras diez, hermosas y comprensivas. Con una casa como ésta te has convertido en uno de los mejores partidos de Kahun.

Iker pensó en la piedra excepcional, la reina de las turquesas, extraída de la montaña. Gracias a ella había contemplado el rostro de la mujer amada, que nunca podría ser sustituido por otro.

—Te torturas en vano —insistió Sekari—, y no aprecias tu suerte. Una morada semejante y un empleo de escriba de alto nivel, ¿te das cuenta?

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—¿No me hablaste del «Círculo de oro» de Abydos? Sekari frunció el entrecejo.

—No lo recuerdo, pero ¿qué importancia tiene eso? Todos han oído esa expresión, que designa a unos iniciados en los misterios de Abydos. Nosotros no formamos parte de ellos, ¡y es mejor así! ¿Te imaginas una existencia de recluso, sin placer alguno, lejos del vino y de las mujeres?

—¿Y si ella perteneciera al «Círculo»?

—¡Olvídala y preocúpate de tu carrera! ¿Por qué tienes esa cara tan siniestra cuando dispones de todo lo necesario para ser feliz?

—Perdona, amigo mío, pero tú no comprendes la razón de esta montaña de regalos.

Sekari se sentó en un taburete.

—¡Eres reconocido como un excelente escriba y gozas de las ventajas que están ligadas a tu función! ¿Qué tiene eso de extraño?

—Quieren comprarme. —¡Divagas!

—Quieren impedirme que siga adelante con mis investigaciones y descubra la verdad. Un buen cargo, una hermosa casa, la abundancia material... ¿Qué más podría desear, en efecto? Hábil cálculo, pero a mí no me engañan. Nadie me detendrá, Sekari.

—Visto de ese modo... Pero ¿no estarás exagerando?

—Represento un peligro para las autoridades de esta ciudad. Intentan cerrarme la boca.

—Supongamos que tienes razón. Si así fuera, ¡aprovéchate de las circunstancias! Si la verdad que buscas te conduce al desastre, ¿por qué no renunciar a ella y con-tentarte con lo que te ofrecen?

—Te lo repito: nadie me comprará.

—Bueno, yo voy a hacer mi primera limpieza y, luego, a preparar el almuerzo. Iker subió a la terraza. No se sentía en su casa allí. Al intentar comprarlo, sus adversarios sólo conseguían fortalecer su decisión.

De su taparrabos, el escriba sacó el cuchillo con el que mataría a Sesostris y dejó que el sol jugara con la hoja.

5

La viuda trabajaba duro: quería asegurar una existencia feliz a sus tres hijos. En sus aisladas tierras, al norte de Menfis, cultivaba hortalizas con dos obreros agrícolas y las vendía en los mercados.

Cierto día, mientras estaba amontonando unos magníficos calabacines en un capazo, un monstruo peludo se irguió ante ella. Aunque la viuda no era miedosa, hizo ademán de retroceder.

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rentable. —¿Y a ti qué te importa? Jeta- de- través soltó una maligna sonrisa. —Soy un tipo amable y atento a las preocupaciones de los demás. Por eso me encargo de protegerlos, y tú, sin duda, necesitas mi protección. —Te equivocas. —¡Oh, no! ¡Yo nunca me equivoco! —¡Lárgate!

—Cuando me hablan en ese tono, me irrito. No cuentes con tus obreros para defenderte, están en manos de mis hombres. Por lo que se refiere a tus retoños, no les haremos ningún daño si te muestras comprensiva.

La viuda palideció. —¿Qué quieres?

—El diez por ciento de tus beneficios a cambio de mi protección. Y no intentes engañarme. En caso de que me mientas o de que opongas resistencia, me vengaré en la pequeña.

La técnica de Jeta- de- través estaba ya muy rodada. Con su equipo de implacables truhanes ponía bajo su dominio modestas explotaciones cuyos propietarios cedían ante su chantaje, por miedo a perder la vida o a ver cómo torturaban a sus familiares.

La viuda no fue una excepción a la regla.

Jeta- de- través no dejaba a sus espaldas cadáver alguno, por lo que no llamaba la atención de la policía. Puesto que comenzaba a administrar ya un buen número de «protegidos», sus ganancias se hacían sustanciales. Era un simple comienzo, pero se felicitaba por sus progresos, y esperaba que el gran patrón estuviera satisfecho. Jeta- de- través entró en Menfis por el arrabal norte, desde donde se divisaba la vieja ciudadela de blancos muros, obra de Menes el Estable, el primer faraón. Dada la población, allí se pasaba fácilmente desapercibido. El gran patrón, el Anunciador, había instalado su domicilio en un modesto alojamiento, sobre una tienda que llevaban sus fieles. Jeta- de- través, nacido bandido y autor de diversos robos a mano armada, había pasado varios años en las minas de cobre del Sinaí y sólo había escapado de las de turquesa gracias a un ataque del Anunciador y de su pandilla. Poco inclinado a reconocer una autoridad cualquiera, el bandido había admitido, de todos modos, que no encontraría un jefe mejor. Argumento decisivo: el Anunciador lo dejaba enriquecerse a su antojo, siempre que continuara siendo discreto y entrenara a su equipo de comandos con vistas a operaciones más arriesgadas que la extorsión en granjas aisladas.

Aquel animal degustaba plenamente su nueva existencia, cuya única obligación consistía en ir con regularidad a Menfis para entrevistarse con el Anunciador y proporcionarle su golosina preferida.

Fuera cual fuese la capital elegida por este o aquel faraón, Menfis, con su gran puerto fluvial, seguía siendo el centro económico de Egipto. Allí llegaban las mercancías procedentes de Creta, del Líbano y de Asia, clasificadas y seleccionadas en vastos almacenes. Los innumerables graneros estaban llenos de cereales, los establos albergaban gordos bueyes y el Tesoro contenía oro, plata, cobre, lapislázuli, perfumes, sustancias medicinales, vino, numerosas clases de aceite y gran cantidad de otras riquezas.

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Jeta- de- través soñaba con apoderarse de ellas y convertirse en el hombre con la mayor fortuna del país. Y el Anunciador alentaba aquel sueño, pues no contrariaba sus proyectos.

Indiferente a las creencias, pero temiendo la crueldad del Anunciador, que superaba la suya, Jeta- de- través sólo pensaba en el resultado. Para su patrón, el mando; para él, la fortuna. Y si era preciso sembrar el terror ejecutando a todos sus oponentes, no le faltaría ardor en la tarea.

Mientras se acercaba al domicilio del Anunciador, Jeta- de- través se sintió observado. Una red de centinelas descubría a los curiosos y avisaba a su jefe en caso de peligro. Un vendedor de panes por ahí, un ocioso por acá, un barrendero más allá.

Nadie le impidió entrar en la tienda, donde se amontonaban sandalias, esteras y tejidos bastos. Siguiendo las consignas de su maestro, los discípulos del Anunciador se convertían en honestos comerciantes, apreciados en el barrio. Algunos fundaban una familia, otros se limitaban a mantener relaciones pasajeras. Participaban en las numerosas fiestas celebradas a lo largo del año, frecuentaban las tabernas y se integraban así en la sociedad egipcia. Antes de golpear a sus enemigos debían pasar desapercibidos.

—¿Cómo estás, Jeta- de- través? —le preguntó un pelirrojo. —De maravilla, muchacho. ¿Y tú?

Shab el Retorcido, brazo derecho del Anunciador, era temible manejando el cuchillo, y su especialidad era golpear por la espalda. Criminal frío, sin emociones ni remordimientos, absorbía con delicia las enseñanzas del enviado de Dios y era su más fiel seguidor.

—Avanzamos. Espero que no te hayan seguido. —Ya me conoces, Shab. Sigo teniendo buena mano. —De todos modos, ningún husmeador llegará hasta aquí. —Se diría que no has perdido ni un ápice de tu desconfianza.

—¿Acaso no es la base de nuestro futuro éxito? Los impíos actúan por todas partes. Algún día los exterminaremos.

Jeta- de- través asintió con la cabeza. Nada lo aburría más que los discursos teológicos.

—El Anunciador predica. Sígueme sin hacer ruido.

Los dos hombres subieron al primer piso, donde unos veinte discípulos escuchaban atentamente el discurso de su maestro.

—Dios me habla —reveló—. Yo, y sólo yo, debo transmitir su mensaje. Dios se muestra dulce y misericordioso con sus fieles, pero implacable con los infieles, que desaparecerán de la superficie de la tierra. Os impone a vosotros, los defensores de la verdadera fe, una terrible prueba al obligaros a mezclaros con el pueblo egipcio, que se revuelca en la lujuria y adora a los falsos dioses. No existe otro medio para preparar la gran guerra e imponer la verdad absoluta y definitiva de la que soy portador. Quienes se nieguen a reconocerla perecerán, y su castigo nos llenará de gozo. Ejecutaremos a los blasfemos, comenzando por el primero de

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todos ellos: el faraón. No creáis que sea imposible alcanzarlo. Mañana, reinaremos sobre este país. Luego, haremos desaparecer las fronteras para formar un solo imperio en toda la tierra. Ninguna hembra circulará ya por las calles, ningún desenfreno será tolerado, y Dios nos colmará con sus beneficios.

«Siempre el mismo discurso», pensó Jeta- de- través, a quien impresionaban la vehemencia del tono y la fuerza de persuasión. Aquel líder convencería a más de uno.

Una vez terminado el sermón, los discípulos se retiraron en silencio para volver a sus quehaceres cotidianos: panaderos, vendedores de sandalias...

Como en cada uno de sus encuentros, a Jeta- de- través le extrañó el poderío físico del Anunciador. Alto, fuerte, barbudo, con unos ojos rojos profundamente hundidos en las órbitas, los labios carnosos, los cabellos cubiertos con un turbante y vestido con una túnica de lana que le caía hasta los tobillos, aterrorizaba a los más valerosos con su mirada de rapaz. Unas veces su palabra era cortante como una navaja de sílex; otras, suave y hechicera. Todos sus fieles le sabían capaz de dominar a los monstruos del desierto y de alimentarse con su temible fuerza. —¿Me has traído lo necesario, Jeta- de- través?

—Claro. Tomad.

El velludo le tendió una bolsa al Anunciador. Shab el Retorcido se interpuso entre ambos.

—Un instante, lo comprobaré.

—¿Por quién me tomas? —replicó el velludo.

—Las medidas de seguridad se aplican a todo el mundo.

—Paz, amigos míos —intervino el Anunciador—. Jeta- de- través nunca se atrevería a traicionarme. Tengo razón, ¿no es cierto?

—Evidentemente.

El Anunciador abrió la bolsa y tomó de ella un puñado de sal de los oasis. Puesto que no bebía vino, ni cerveza, ni alcohol y muy poca agua, se satisfacía con esa espuma de Seth que se formaba en la superficie del suelo durante los grandes calores del estío.

—Excelente, Jeta- de- través.

—De primera calidad; procede del desierto del Oeste. —El vendedor no te mintió.

—Nadie se burla de mí.

—¿Satisfecho de tus negocios?

—¡Funcionan de maravilla! Los granjeros tienen tanto miedo que se doblegan ante mis exigencias.

—¿Ningún tozudo?

—Ninguno en absoluto, señor. —¿Nada que temer de la policía?

—Nada. Al recomendarme que actuara así tuvisteis una gran idea. Obtendré buenos beneficios para la causa.

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—¡Contad conmigo! Mis muchachos están más fuertes y preparados que nunca. Cuando los necesitéis, estarán listos.

—Esperadme, los dos.

El Anunciador salió de la estancia, dejando frente a frente a Jeta- de- través y a Shab el Retorcido.

Penetró en un reducto lleno de cestos que contenían bastas esteras. Pensó en la revuelta que había provocado en la ciudad de Siquem, en el país de Canaán, y sonrió. El ejército egipcio creía haberla sofocado, pero había olvidado que las cenizas incubaban el fuego. Detenido y encarcelado, el Anunciador había salido de prisión utilizando una estratagema: convencer a un tonto para que se hiciera pasar por él y hablara en su nombre. Al ejecutarlo, los egipcios creían haberse librado del agitador. Oficialmente muerto, el Anunciador actuaba en la sombra con toda tranquilidad.

Hizo girar sobre sí mismo el muro del fondo, donde se había practicado un escondrijo, y sacó un cofre de acacia, fabricado por un carpintero de Kahun, al que había eliminado cuando lo amenazó con hablar más de la cuenta.

El espléndido objeto habría merecido figurar en el tesoro de un gran templo. Su interior guardaba escritos, figurillas mágicas y una piedra que manejó con precaución. El Anunciador regresó a la gran estancia y mostró aquella maravilla a Jeta- de- través y a Shab el Retorcido.

—He aquí la reina de las turquesas.

Una joya de aquel tamaño y de aquella calidad no tenía igual. El Anunciador la expuso a la luz para que se recargara de energía.

—Gracias a ella provocaremos un cataclismo contra el que el faraón será impotente.

—Reconozco esta piedra —comentó Jeta- de- través—. Iker, un chivato de la policía, la extrajo del vientre de la montaña de Hator. Durante el ataque a la mina, resultó muerto y su cadáver quemado.

—Contemplad este esplendor y gozad de este privilegio reservado a mis fieles lugartenientes.

Pero el bandido no apreciaba demasiado la meditación. —¿Cuáles son vuestras consignas, señor?

—Debes coger más granjas bajo tu protección, acrecentar tus beneficios, reforzar tu armamento y seguir formando a implacables guerreros. El tiempo corre a nuestro favor.

Las instrucciones del Anunciador fueron del agrado de Jeta- de- través, que salió de la tienda con varios pares de sandalias, como un comprador cualquiera.

El Anunciador volvió a tomar un puñado de sal.

—Según el rumor, Sesostris se dispone a atacar al jefe de provincia Khnum- Hotep —le dijo Shab el Retorcido—. El enfrentamiento se anuncia tan sangriento como incierto, pues la milicia de la provincia del Oryx es numerosa y está bien equipada.

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—Tal vez Sesostris sea vencido y muerto. En ese caso...

—En ese caso, Khnum- Hotep tomará su lugar y se convertirá en nuestro nuevo blanco. Hay que destruir la institución faraónica, no sólo a los individuos que la hacen activa.

—¿Realmente confiáis en Jeta- de- través? A fuerza de enriquecerse podría volverse incontrolable.

—Tranquilízate, ese criminal ha comprendido que nadie me traiciona, so pena de ver cómo las garras de un demonio del desierto se hunden en su carne.

—¡Se interesa tan poco por la verdadera fe!

—Así ocurrirá con muchos de nuestros aliados, simples instrumentos de Dios. Tú eres de naturaleza muy distinta. Mi revelación ha cambiado tu destino, y ahora caminas por los senderos de la virtud.

La suave voz del Anunciador sumió a Shab en una especie de éxtasis. Era la primera vez que le hablaba de ese modo, anclando definitivamente sus convicciones. Seguiría hasta el fin a ese jefe de mirada ardiente y lo obedecería ciegamente.

—Necesito saber si nuestra organización de cananeos, implantada en Menfis, está dispuesta a actuar —indicó el Anunciador—; vamos a confiarle una misión precisa para suprimir un obstáculo importante que impide a un comando asiático infiltrarse en Kahun.

6

Con diecisiete años de edad, rápidos como el viento y flexibles como la caña, los dos exploradores del general Nesmontu no le tenían miedo a nada. Conscientes de la importancia de su misión, estaban decididos a correr todos los riesgos que fueran necesarios para obtener información sobre el sistema de defensa del jefe de provincia Khnum- Hotep. El éxito del asalto dependería en gran parte de los datos que le proporcionaran a su superior. Primero, el Nilo. Desarmados y vestidos con un pobre taparrabos que olía a pescado, se hicieron pasar por pescadores. Y lo que vieron los asombró: Khnum- Hotep había reunido ante el puerto de su capital una verdadera flotilla compuesta por embarcaciones variadas; a bordo, decenas de arqueros. Cuando un barco se lanzó sobre su modesta barca, se guardaron mucho de huir.

—¿Por qué merodeáis por aquí? —interrogó un oficial. —Bueno... pescamos.

—¿Por cuenta de quién?

—Bueno... por la nuestra. Bien hay que alimentar a la familia.

—¿Ignoráis las órdenes del señor Khnum- Hotep? Ninguna barca debe circular ya por esta parte del río.

—Vivimos en la aldea, allí, y acostumbramos a pescar aquí. —En estos momentos está prohibido.

—¿Cómo vamos a comer, entonces?

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aquí, os detendré.

Los dos exploradores se alejaron sin apresurarse, como dos buenos pescadores molestos por el nuevo reglamento. Atracaron ante el puesto de control y se in-ternaron en la espesura de papiro por la que pululaban serpientes y cocodrilos. Indiferentes a las picaduras de insectos agresivos, llegaron hasta el lindero de las tierras cultivadas.

También allí Khnum- Hotep había tomado sus precauciones. Ocultas por ramas cubiertas de tierra, había profundas fosas excavadas que harían caer a los asaltantes. No eran campesinos los que ocupaban las cabañas de caña, sino soldados, y lo mismo ocurría con las granjas. Los dos muchachos descubrieron también algunos arqueros encaramados a los árboles. Prosiguiendo con su exploración se sumergieron en un canal que conectaba con la capital y nadaron bajo el agua, cogiendo aire de vez en cuando. A buena distancia descubrieron sólidas fortificaciones ocupadas por un imponente número de milicianos.

El dispositivo de Khnum- Hotep no ofrecía ningún punto débil. Los exploradores sabían ya bastante, pero quedaba lo más difícil: regresar sanos y salvos y transmitir la información recogida.

Entonces, oyeron silbar una flecha.

En cuanto el rey cruzó la puerta de su palacio, el ex jefe de provincia Djehuty salió a su encuentro. Vestido con un gran manto que atenuaba la penosa sensación de frío que sentía, el viejo dignatario quería olvidar su edad y su reuma y rendir homenaje al soberano, del que era fiel súbdito ya.

—Os aguardaba con impaciencia, majestad. —¿Malas noticias?

—He reforzado las fronteras de la provincia y desplegado todas mis tropas para aislar a Khnum- Hotep, pero todos los días temía un intento por su parte de forzar el bloqueo. Puesto que su milicia es más numerosa que la mía, yo no habría resistido mucho tiempo.

—La desgracia no ha sucedido, seguimos teniendo esperanzas.

—Soy pesimista aún, majestad. No me fío demasiado de mis propios hombres. Muchos de ellos protestan ante la idea de luchar contra los hombres de Khnum- Hotep. Y os recomiendo que no otorguéis confianza alguna a los soldados de las milicias que se han unido recientemente a la corona. Su compromiso es demasiado reciente, y la reputación del jefe de la provincia del Oryx los hace tem-blar. La mayoría piensan que saldrán vencedores de cualquier confrontación. En realidad, sólo podéis contar con vuestras propias fuerzas.

—Gracias por hablarme con tanta franqueza.

—Sin duda sois el gran faraón que nuestro país tanto necesita, pero el obstáculo que se levanta ante vos parece insuperable. Aunque venzáis en este combate, las heridas serán imborrables.

Djehuty se preguntó si el rey tomaba en serio sus observaciones. Reintegrar al regazo de Egipto las provincias rebeldes, a excepción de la de Khnum- Hotep, había sido toda una hazaña; sin embargo, la reconciliación efectiva exigiría

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