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De Que Se Rien Los Santos (Lia Carini Alimandi)

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Lia Cari ni Alimandi

¿Pe qué se ríen

los sani

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Lia Carini Alimandi

¿De qué se ríen

los santos?

Anécdotas

E d ito r ia l C iu d a d N u e v a

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Título original:

Cosí sorridotio i santi

© 1993, Cittá Nuova Editrice Via degli Scipioni, 265 00192 Roma

Traducción:

Jorge León

Dibujos de portada y del texto:

Vittorio Sedini

© 1998, Editorial Ciudad Nueva

Andrés Tamayo, 4 28028 Madrid (España) I.S.B.N.: 84-89651-47-7 Depósito Legal: M-207 17-1998 Impreso en España - Printed in Spain

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Elogio al buen humor

Humor de 18 quilates

«Una buena carcajada lo cura todo».

Es lógico; una carcajada o una buena sonrisa son como la sal para nuestra vida. Por eso los hombres se han inventado muchos medios para poder reír y sonreír: el chiste, la broma, la caricatura, la comedia, la sátira, la farsa, etc.

Antes que nada, tenemos que aclarar que el humorismo, no es lo mismo que la comicidad. Una de las características de la comicidad es que puede ser algo inconsciente pero desde el momento en que ésta provoca un poco de ridículo sobre noso­ tros, enseguida la detenemos, pues no nos gusta ser objeto de* sonrisitas a causa de nuestras meteduras de pata o nuestro com­ portamiento. El humorismo, en cambio, nos hace soportar estas cosas, pues hay una disposición distinta que viene de dentro, de la capacidad de estar dispuestos y abiertos a las comparaciones, a la novedad. Para ser humorista hay que poseer también un cierto grado de sagacidad, de inteligencia, de brío, una imagina­ ción aguda y con clase, ser vivaces pero tranquilos, seguros de sí. Pero son muy pocos los que poseen estas dotes.

Durante las fiestas navideñas de hace algunos años, se le preguntó a un grupo de personajes famosos, qué regalo les gustaría hacer a sus hijos; y me impresionó mucho la original respuesta del director Folco Quilici: «Yo le regalaría a mi hijo eso que los ingleses llaman “sentido del humor”, que es esa disposición particular que ayuda a tomarse las cosas con ale­ gría, o al menos a no tomárselas demasiado en serio». «Me pa­ rece importante tener esta carta en la manga cuando uno se está preparando para afrontar la vida. Gracias al sentido del

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todo un poco, eliminando las sombras y relativizando las des­ gracias que nos cogen por sorpresa».

Es mucho más útil una gota de humorismo que estar ig­ norando estas cosas o cerrando los ojos ante nuestras propias «desgracias». El sentido del humor es también un hecho de comprensión, de tolerancia, de misericordia de uno mismo y de los demás. Sería una de las mejores medicinas: si se riera más, la gente, no sólo estaría más contenta y más sana, sino que sería más buena.

Normalmente, el humorismo lo poseen aquellas personas que tienen el valor de prestar atención a la sustancia y no a las apariencias y saben pensar, hablar y actuar con total libertad de espíritu. La originalidad no está en dejarse impresionar por lo que los demás puedan suponer o decir de uno, sino en ser capaz de reírse de los propios defectos, antes de que lo hagan los demás. Sin embargo, la originalidad se ha convertido en un valor que poseen muy pocos en este mundo, en el que se razo­ na en serie y se vive en serie: donde todos tienen que hacer las mismas cosas, vestirse igual, hablar con las mismas muletillas. Estamos en una sociedad y en una época que aplasta y nivela todo y a todos, porque lo que cuenta es la imagen exterior.

La alegría

Decía Bougaud que el Buen Dios «ha creado el mundo en un estallido de felicidad». Seremos más buenos, cuanta más alegría tengamos en el corazón. Y Dios, que es todo bondad y amor, posee tanta felicidad que quiere que todo lo que ha crea­ do participe de ella. Pero «antes que nada, tenemos que ver siempre lo bueno en cada hombre», aconsejaba el Papa Juan XXIII. «Tenemos que ser o convertirnos en optimistas: el pesi­ mismo no ha servido ni servirá nunca para nada bueno».

El hombre está sediento de felicidad y la busca, pero quien no conoce su fuente, no puede alcanzarla. Y la fuente de la felicidad es Dios.

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La felicidad tiene su raíz en la sencillez. De hecho, nor­ malmente es la gente humilde la que la posee; mucho más que quien está dotado física, intelectual o económicamente para ello, porque mientras más lleno se está de uno mismo, menos se tiene la posibilidad de aligerar el lastre que nos impide ser libres y afrontar la existencia con optimismo. De hecho, todo depende del concepto que se tenga de la vida y del horizonte hacia el que se camina.

La sonrisa es signo de alegría y la alegría revela un espíri­ tu sereno. Nadie está más sereno, y por lo tanto más gozoso y feliz, que quien está en paz con Dios, con su propia concien­ cia y con el prójimo. Por esto, todos los santos han sido y son auténticos humoristas, pues son hombres «felices» (entende­ mos por santos no sólo los de los altares, sino todos los candi­ datos al Paraíso, es decir, los «justos», los «buenos», los «puros», los «pacíficos», los «misericordiosos», etc.). De la misma forma que la esperanza es un deber para los cristianos, la alegría debería ser un nuevo «mandamiento».

¿A quién podríamos considerar, entonces, como el hu­ morista más grande e insuperable?, precisamente, al buen Dios: ningún ser puede disfrutar de una felicidad tan grande, perfecta e inalterable. Michel Quoist, expresa de forma ejem­ plar el sentido del humor del Hombre-Dios en un fragmento de su libro «Oraciones». ¡Leedlo!, ¡leedlo!

«La más bella de mis invenciones, dice Dios, es Mi Madre.

Me faltaba una madre y la hice.

Hice a Mi Madre antes de que ella me hiciera a Mí. Era más seguro.

Ahora soy un Hombre de verdad, como todos los hom­ bres.

No tengo nada que envidiarles, ya que tengo una mamá. Una de verdad.

Me faltaba.

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Su alma es absolutamente pura y llena de gracia.

Su cuerpo es virgen e invadido por una luz tal que, sobre la tierra, no me cansé nunca de mirarla, de escucharla, de admirarla.

Es hermosa Mi Madre, tanto que, aun abandonando el esplendor del Cielo, no me sentí perdido estando cerca de ella.

Sé perfectamente lo que es ser transportado por los ánge­ les, dice Dios, pero... nada como los brazos de una madre, creedme».

Seguramente, también Jesús fue un humorista. Ya sé que se piensa que Jesús no rió nunca, porque en el Evangelio no se habla de que haya reído, pero yo no me lo creo. Si era un hombre entero y pudo llorar, ¿por qué no podría haber reído?

Saber sonreír, cuando es expresión de una sincera bon­ dad y del verdadero gozo que llevamos en el alma, es una forma de demostrar el auténtico amor cristiano y también un medio, al alcance de todos, para hacer apostolado, demostran­ do que, puesto que Dios es gozo y felicidad infinita, vivir en Dios y por Dios es el secreto para ser felices de verdad.

El humor de los santos

No estamos hablando de causar impresión o de hacer reír a la fuerza con tonterías, como se hace normalmente con los chistes; es algo muy distinto: es la capacidad y el arte de jugar con las palabras, de saber captar la parte curiosa y sim­ pática de la realidad que se va desarrollando en el tiempo y que deja una sonrisa en los labios y una pequeña estela en el corazón. Estas palabras y estos episodios que recordaremos, puesto que han sido vividos en la vida real y son tan variopin­ tos, hacen sonreír y, al mismo tiempo, reflexionar.

Los santos son los verdaderos «maestros de la sonrisa», los distribuidores de humor más eficaces, los «ilógicos de la

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lógica». Ellos se divierten dándole la vuelta al mundo, inven­ tando tendencias y gustos, dictando «modas» que no pasan pero que el mundo no sabe adoptar. Se divierten mirando todo a través de un cristal de color de rosa; coloreando lo in­ sulso con el arco iris y tiñendo lo gris con una inocencia des­ concertante: es un juego de equilibrio, un mosaico con una ri­ queza y una armonía que sólo ellos pueden conseguir.

Aquí no vamos a contar chistes sobre ellos, sino que re­ cordaremos anécdotas curiosas y simpáticas que nos los mues­ tran vivarachos, polémicos, algunas veces ingenuos y otras... bastante pillos; eso sí, poniéndole siempre a todo un poco de sal y, por qué no, una pizca de pimienta.

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La fe

La fuerza interior de ciertos santos se pone a prueba espe­ cialmente en las dificultades en la relación con Dios y en los temas específicos de la gracia y del misticismo, de los vicios y las virtudes. Éstos han llegado a proporcionar auténticos latigazos, tanto a ellos mismos como a los demás cuando se encontraban delante de engaños o turbaciones, sirviéndose, a menudo, de ocurrencias simpáticas. Y esto se acentúa aún más cuando se tocan las cimas más altas del espíritu. Tomás de Aquino escri­ bió: «Los santos tienen el corazón límpido», queriendo decir con ello, como escribe Francisco Molinari, que los campeones de la virtud «asocian a la caridad heroica una gran flexibilidad y li­ bertad de espíritu y una fluidez en sus acciones y emociones», y por eso son humoristas natos.

San Ignacio de Loyola -fundador de los Jesuítas- a pesar de ser muy rígido, dijo un día a un novicio: «Veo que ríes: estoy contento por tu vocación». Consideraba que la sonrisa era un «chivato» seguro de la llamada de Dios. Y su paisana y contemporánea Teresa de Jesús, reformadora del Carmelo y famosa también ella por su rigor monástico, rezaba diciendo: «Líbrame, Señor, de las devociones tontas y de los santos con expresión amarga». A pesar de su austeridad, era impetuosa, y son célebres sus ocurrencias, así como su costumbre de poner­ le nombres simpáticos a todos. Tanto es así, que sus monjas le pedían siempre que participara en sus veladas recreativas, aunque esto pudiera suponer algún grusco pero afectuoso ra­ papolvos.

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La homilía no es para los muros

Con una pincelada de humorismo, también se puede dar una gran lección. El santo Patriarca de Alejandría de Egipto, Juan (560-616), antes de aceptar el báculo pastoral, había sido un buen padre de familia. Después de quedar viudo y colocar a los hijos, se dedicó a trabajar por los pobres. Pasó su vida practicando la caridad y estudiando la forma de dar sin humi­ llar; pero extrañamente, mientras más daba, más rico se hacía, hasta el punto que surgió un proverbio en Alejandría que dice: «Es inagotable como el saco de Juan». Este, por su gene­ rosidad, fue llamado «Juan el limosnero». Después de ser nombrado obispo, no disminuyeron ni su sencillez ni su origi­ nalidad. Una vez, viendo que algunos de los fieles salían de la iglesia nada más terminar el Evangelio para no escuchar la ho­ milía, interrumpió la misa, bajó del altar y se puso a predicar en el umbral de la puerta diciendo: «La misa y la homilía son para los cristianos, no para los muros». ¿Entenderían la lec­ ción? ¡Vaya que sí!

Recogido en Dios

Trasladémonos a Florencia viajando en el espacio y el tiem­ po. Nos encontramos en una pequeña iglesia, nada menos que con el autor de «La Divina Comedia». Se sabe que Dante, a pesar de su carácter orgulloso e iracundo, era un hombre pío y con una fe enorme. Aquel día, le fue referido al obispo que du­ rante la elevación, el poeta no se había arrodillado y ni siquiera se había quitado la capucha, así que lo mandó llamar para re­ prenderlo. Dante, por su parte, se defendió diciendo: «Mi alma estaba tan recogida en Dios que no me daba cuenta de los movi­ mientos de mi cuerpo. Pero aquellos que han venido a acusarme -puntualizó justamente- debían estar bastante poco recogidos en la oración si tenían el tiempo de atender a mi persona».

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Si el emperador esparciera riquezas...

Egidio, después de abandonar las riquezas y los honores, se puso a seguir al Pobre de Asís, convirtiéndose en uno de los Hermanos Menores más fieles: predicó muchísimo recorriendo las calles de Italia, de España... llegando incluso hasta Tierra Santa. Gracias a sus agudas respuestas se convirtió en un gran apóstol (a menudo, bastaba sólo una frase para iluminar a un alma o darle la vuelta a una situación). A dos cardenales que querían encomendarse a sus oraciones, les dijo: «Señores, ¿qué necesidad tenéis de mis oraciones?; seguro que vosotros tenéis más fe y esperanza que yo, pues a pesar de las riquezas, los ho­ nores y la fortuna que poseéis en este mundo, aún tenéis espe­ ranza de salvaros; yo en cambio, con una vida dura y llena de fa­ tigas como la mía, tengo miedo de poder condenarme».

A una persona que también le pedía oraciones, le respon­ dió: «Si el emperador esparciera riquezas por las calles, seguro que no mandarías a otro a recogerlas».

No podía hablar de otra forma «uno» que se había juga­ do la vida por «otro» que sabía hablar de Dios incluso a los animales.

El sermón a los pájaros

Un día, san Francisco se encontraba predicando en una plaza de Alviano; el auditorio estaba pendiente de sus labios. Era abril, y el cielo estaba lleno de golondrinas que revolotea­ ban y chillaban como locas, llegando a molestar al predicador. En un momento dado, volvió la mirada hacia los torreones que albergaban sus nidos y con mucha calma dijo: «Hermanas golondrinas, ya habéis hablado bastante. Ahora estaos calla­ das, que tengo que hablar yo».

En otra ocasión, caminaba con fray Masseo y fray Ángel. Llegando a un campo, Francisco ve en algunos árboles un gran batir de alas y gorjeos de pájaros: gorriones, pinzones,

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alondras, petirrojos... Se detiene, sonríe y dice a sus compañe­ ros: «Esperadme aquí, que voy a decir un par de palabras a mis hermanas del aire». Así que entró en el campo y empezó a hablar a los pájaros más cercanos. En un abrir y cerrar de ojos, se encontraba rodeado por una muchedumbre de aves que lo escuchaban como si comprendieran su prédica: «Her­

manas mías, vosotras tenéis que agradecerle mucho al Señor,

porque aunque no sabéis hilar ni coser, os da plumas para vuestro vestido; y aunque no sembráis, os da alimento abun­ dante y fuentes de agua para vuestro sustento, y árboles para vuestros nidos, y una bella voz para el canto, y alas para el vuelo. Mucho os ama nuestro Señor y por eso os da tantos be­ neficios. Guardaos por tanto del pecado de la ingratitud y ala­ bad siempre al Señor».

Terminada la prédica, las aves hicieron entender al Santo, con movimientos de cabeza y de cola, que habían com­ prendido todo. Y no se movieron hasta que no les dio su ben­ dición. Y después... aleteos y gorjeos animaron como nunca aquellos árboles y aquel cielo: eran verdaderas oraciones y cantos al Señor.

El arado guiado por el Señor

Isidro nació en Madrid en 1110 y murió en 1170. Era un pobre campesino que trabajaba a las órdenes de su patrón. Cada mañana, antes de encaminarse a los campos, entraba en la iglesia y rezaba como sólo los santos saben hacerlo. Sus compañeros, aprovechándose de tal devoción, y puesto que eran perezosos y poco honestos, acusaron a Isidro diciendo: «En vez de trabajar, pierde el tiempo en las iglesias». El pa­ trón, indignado, llamó a Isidro y le recordó que el tiempo es oro y que pertenece a quien lo paga, y que, después de todo, el trabajo es la mejor oración. Pero el Santo le respondió tran­ quilamente: «Patrón, cuanto me decís es verdad, pero el tiempo de la oración no es tiempo perdido: aquellos que

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rezan, piden la ayuda de Dios, y el trabajo sale mejor. El arado, guiado por el Señor, marca un surco más derecho y más fecundo».

El patrón no supo rebatir las palabras del humilde cam­ pesino, pero le dijo que lo tendría vigilado. A la mañana si­ guiente, al alba, se fue hasta el campo y vio a los otros arado­ res con el ceño fruncido; el campo de Isidro estaba lleno de surcos profundos, y sus ojos estaban llenos de serenidad: había trabajado como los demás, más que los demás, pero de sus labios fluía una silenciosa oración. Isidro se hizo santo; fue canonizado en 1622 por Gregorio XV junto a san Ignacio, san Francisco Javier y santa Teresa de Avila, grandes santos y pai­ sanos suyos. Y él... el más humilde; pero sabía rezar como pocos.

Nuestra mayor defensa

El pequeño Tomás, de la noble familia de Aquino (nació en 1227 y murió en 1274), con sólo nueve años fue admitido en el Monasterio de Montecasino para ser educado e instruido. Nutría ya una gran devoción por la Virgen y por Jesús Eucaristía. Durante una noche de tormenta (con unos truenos y relámpagos que asustaban a cualquiera), el monje que se encargaba de él, buscó en vano al joven Tomás por todo el convento. Y lo encontró, finalmente, abrazado al ta­ bernáculo.

«Tomás, ¿qué has hecho? ¿Por qué estás aquí?».

«Maestro, perdonadme; pero es que tenía mucho miedo del temporal y como vos me habéis dicho siempre que Jesús es nuestra mayor defensa y que El con un simple gesto de su mano calma las tormentas...».

El monje sonrió, pero Tomás, siendo ya sacerdote y do­ minico, obtuvo siempre del tabernáculo la inspiración para sus inigualables Himnos sobre la Eucaristía.

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Un padre nuestro muy especial

Dice un proverbio árabe: «La salud es uno, la riqueza es cero, el éxito es cero, la fama es cero; pero si delante de esos ceros, meto el uno de la salud, la cifra se multiplica».

El primer enemigo de la alegría es la enfermedad. Sin embargo, el santo también está alegre durante el sufrimiento físico, porque sabe que después de la breve tribulación terre­ na viene la alegría sin fin del cielo.

El hombre de conciencia libre y límpida también puede rezar... como Tomás Moro. Este fue Gran Canciller de Ingla­ terra, pero por su firme rectitud y por su fuerte carácter, fue una de las víctimas de Enrique VIII.

Habiendo experimentado muchos obstáculos en la vida, fue capaz de escribir el «Padre Nuestro del humorismo», que suena así:

«Señor, dame una buena digestión y, naturalmente, algo para digerir. Dame la salud del cuerpo y el buen humor nece­ sario para mantenerla. Dame un alma que no conozca el abu­ rrimiento, los lamentos, los suspiros, y haz que no me irrite con esa cosa tan molesta que es “mi yo”. Concédeme el senti­ do del ridículo y haz que entienda las bromas para que mi vida tenga un poco de alegría y así la pueda compartir con los demás. Amén».

Las bromas de un santo exquisito

Felipe Neri, llamado «Pippo el Bueno», (aun habiendo nacido en Florencia en 1515) fue considerado el apóstol de Roma, pues vivió allí. Fundó la Congregación de los sacerdo­ tes del Oratorio (PP. Filipenses); fue un magnífico educador de los muchachos y benemérito de la música sacra. Murió en Roma en 1595. Pippo el Bueno representa el lado gracioso de la Roma renovada. Cuando ciertos historiadores sentenciaban que la contrarreforma «se basaba exclusivamente en las

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ho-güeras de las brujas y de los heréticos y que no tenía ni un pe­ dazo de humanidad», evidentemente, no conocían a Felipe Neri.

Pippo el Bueno se las sabía todas. Por ejemplo, no quería que se hablara de su santidad, por lo que intentaba desorien­ tar a los fieles y confundirlos. Su humorismo tenía también el fin de camuflar su piedad sin límites, haciendo llamar la aten­ ción sobre sus defectos externos y sus extravagancias. Pero su irresistible gusto por las bromas y las ganas de desbaratar al­ gunos prejuicios y de confundir a los soberbios, los llevaba en la sangre desde pequeño.

Una vez, viendo que varios de los fieles salían de la igle­ sia después de recibir la comunión, sin dedicar un momento de acción de gracias al Señor, mandó dos monaguillos con dos cirios encendidos a que siguieran a estos «apresurados». ¿Por qué?, preguntó uno de ellos. Contestó el Santo:

«Simplemente para que acompañen al Santísimo que tú has recibido hace un momento y lo alaben de tu parte».

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Fe y confianza

El gozo más grande -con la fe y la confianza- lo encontra­ mos en el Magníficat. Pero para cantar con María, es necesario creer y fiarse. Esto le ocurre sólo a los sencillos: «Tengo sólo seis años», respondió un viejo indio al que se le preguntó la edad. Le replicaron: «¿Cómo va a ser eso?: has hecho el servicio militar al menos tres veces y ¿dices tener la edad de un muchacho?». Entonces el viejo indio, dirigiéndose al misionero, dijo: «¿No me has enseñado tú, que empecé a vivir sólo cuando recibí el bautismo'?».

Una sola alma, es ya un gran auditorio

El padre Lacordaire, ha sido considerado como uno de los más grandes oradores de nuestro tiempo. Un día, Bou- gaud, de joven, se le acercó, y después de haberle expresado su enorme admiración y maravilla por uno de sus discursos más famosos, le pidió que le concediera unos minutos de colo­ quio. El orador francés le dijo: «Una sola alma es ya un gran auditorio. Yo doy más peso al corazón de un hombre que a los aplausos de una multitud».

¡Dios es papá!

El beato Luis Guanella era un gigante de la caridad. Im­ pulsado por una fe que mueve montañas y por el ideal que había en él desde pequeño, provocó una verdadera explosión de asombrosas iniciativas en favor de los marginados, de los

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pequeños, de los impedidos. Empezó de la nada y terminó con un conjunto de obras que se extienden desde la ciudad de Como al mundo entero. Con su lema «Pan y Paraíso» y con la certeza de que «Dios es Papá» (es decir: tierno, casi una madre) fue uno de los precursores de esa evangelización que es una verdadera promoción del hombre entero: del físico y del espíritu. Su secreto era fiarse totalmente de la Providencia. Su actividad era tal que un día, Pío X, que era muy amigo suyo, le preguntó cómo conseguía dormir tranquilamente como un bebé a pesar de la cantidad de asuntos que tenía en la cabeza y de todas sus deudas:

«Santidad», le respondió, «hasta media noche pienso yo; pero después, dejo que piense Dios».

Mas «Ave Marías» que ladrillos

Luis Guanella solía decir: «No me gusta llevar las cuentas: me parece estar atándole las manos a la Providencia. De todas formas, hay que usar la economía para todo. Pero antes de hacer algo... hago como el sastre: mido cien veces y después corto». No paraba de decir a sus sacerdotes y a sus monjas: «Nuestras casas están hechas con más Ave Marías que con la­ drillos». Y la Providencia no lo defraudaba. A menudo, llega­ ban los embutidos cuando sólo había pan y llegaba el pan cuando la sopa ya estaba en la mesa. No tenían un céntimo y las miles de liras llegaban siempre en el último momento. Una vez, se presentó al obispo de Como y con gran desenvoltura le dice: «Excelencia, la Casa de la Providencia quiere una iglesia».

«¡Ah!, bien, bien. Y ¿cómo la queréis?».

«¡Grande, muy grande!», se atrevió a decir medio en broma, medio en serio. Y Mons. Ferrari, casi divirtiéndose también él con el juego, exclamó: «De acuerdo, pero me pre­ gunto de dónde sacaréis el dinero».

«Ya pensará en eso el Señor, excelencia», respondió don Luis viendo ya ante sus ojos su iglesia. E invitó al obispo a

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vi-sitar su «Casa». Monseñor fue a ver el lugar... y vio una in­ mensa multitud de pobres, viejos, enfermos de todo tipo: hombres y mujeres de todas las edades: algo parecido a la multitud que debía seguir a Cristo por los caminos de su país. El obispo se dio cuenta de que don Luis, al decir «grande», expresaba la medida de su amor a Dios y a los hermanos; y decidió concederle una iglesia... grandísima: mucho más gran­ de de lo que podría esperarse aquel cura sin un duro, acos­ tumbrado al sufrimiento y a la espera.

Así que Mons. Andrés Ferrari ordenó al padre Guanella que caminara y que se parara sólo cuando creyese que la canti­ dad de terreno para construir la iglesia era suficiente. Don Luis caminaba y, de vez en cuando, prudentemente, se paraba; pero el obispo le decía: «Don Luis, ¡siga todavía!, camine aún un poco!» Y el fiel cura obedecía; ¡le parecía mentira!. Se de­ tuvo sólo, cuando el obispo le ordenó: «¡Alto!». Se dio cuenta, lleno de felicidad, que el terreno era muchísimo: sus pobres y sus colaboradores tendrían una enorme iglesia. Y así fue.

Un tira y afloja

La aventura de José Cotolengo era un verdadero tira y afloja entre el Cielo y él. Un maravilloso intercambio de fe y de prodigios inagotables. «La miseria es grande», solía decir, «pero la Providencia lo es más».

Pero de vez en cuando, parecía que se divirtiese desafian­ do a la Providencia. Una mañana, su ama de llaves le dijo: «Padre, ¿por qué no se lleva la llave cuando sale de casa?».

«¿Qué llave?», le respondió de una forma un poco brus­ ca. «Las llaves las tienen los dueños y aquí dentro, el dueño no soy yo sino la Divina Providencia».

Los episodios como éste son innumerables. Un día, la en­ cargada del comedor se le presentó diciendo: «No queda en casa ni un grano de arroz, y no tenemos sino un marengo (an­ tigua moneda de oro francesa)».

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«¿Un marengo? ¡A ver! ¿Dónde está?». Y cuando lo tuvo en sus manos, dice: «Mira lo que hago con él», y tiró la moneda por la ventana. La mujer quedó atónita: «Pero Padre, ¿cómo puede usted tirar el dinero?».

«Estese tranquila; verá qué juego tan divertido... lo tiro por la ventana porque sé que volverá a entrar por la puerta».

Y de hecho, poco antes de medio día, entró sigilosamen­ te un señor que dejó sobre la mesa de la cocina una bolsa llena de dinero.

¡El título te lo dará el Señor!

El padre Pío, sencillo y a la vez un poco brusco, tenía un corazón de niño; y su única seguridad era la Providencia. Cuando'le dijeron que la «Casa del sufrimiento» que se había construido para los enfermos (un edificio verdaderamente gi­ gantesco que se empezó a construir en 1947) era... «demasia­ do lujosa», respondió: «Nunca es demasiado para quien sufre».

El confiaba sólo en el Señor: ¿se puede, acaso, poner lí­ mites a la fantasía y a la generosidad divina? El proyecto de la casa había sido preparado por un empresario devoto del padre Pío, que después resultó no ser ni siquiera ingeniero. El Padre, tranquilo y sonriente, lo tranquilizó: «No te preocupes, el título te lo dará el Señor».

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Santa indiferencia

Vivir en paz

Fiarse de la Providencia significa saber cual es la voluntad de Dios y conservar la calma y una santa indiferencia. Rufino, en su obra Vida de los Santos Padres, nos narra la historia de siete monjes que se habían retirado a vivir en un antiguo templo abandonado en el que había aún una estatua pagana. El abad, llamado Nubo, se propuso enseñarles la primera regla de una comunidad religiosa, de una forma sin duda original: cada ma­ ñana, le tiraba piedras al ídolo y cada noche le pedía perdón.

«Padre, ¿por qué hace eso?», le preguntó uno de los her­ manos; y el anciano monje respondió: «Cuando le tiro piedras al ídolo, ¿acaso él se indigna? ¡No! Y cuando por la noche le pido perdón, ¿lo invade la vanagloria?». El hermano admitió que el abad tenía razón; y éste concluyó diciendo: «Hermanos míos, nosotros somos siete. Si queremos estar unidos por mucho tiempo, tenemos que imitar a esta estatua. Ninguno de nosotros debe enfadarse cuando se sienta ofendido y ninguno debe vanagloriarse cuando se le pida perdón».

Los monjes entendieron muy bien, y asintieron. Vivieron así toda la vida con mucha paz.

habéis equivocado de sitio

La calma y la santa indiferencia de aquel ermitaño que re­ cibió la desagradable visita de los ladrones, fueron premiadas.

«Os habéis equivocado de sitio, hijos míos; ¿venís preci­ samente aquí?», dijo sereno.

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«Cogedlo pues, si os place...». Los ladrones agarraron lo poco que había y se dispusieron a dejar la pequeña celda tan rápido, que olvidaron tomar lo único que deberían haber roba­ do: la pequeña bolsa con el dinero necesario para vivir, que el anacoreta tenía con el permiso del abad. El monje la descolgó de donde se encontraba y, corriendo detrás de los ladrones, empezó a gritar: «¡ Eh!, hijos míos, habéis olvidado esto». No había mejor forma para “desarmar” a aquellos ladrones: se quedaron tan asombrados que se dijeron: «Este es de verdad un hombre de Dios». Y volviendo, devolvieron todo lo que ha­ bían cogido, dejando la pobre celda perfectamente ordenada.

¡Qué bien sabemos hacer nuestra voluntad!

La-mística y fundadora, Teresa de Jesús, solía decir: «Nuestro Señor pide almas valientes, pero que sean humildes. El progreso espiritual no depende de gozar de Dios, sino de hacer su voluntad».

Era íntegra, y algunas veces, muy severa. En cuestión de vocación y de vida religiosa, con su astucia y con sus respues­ tas preparadas, sabía poner siempre los puntos sobre las íes. Decía: «Temo más a una religiosa descontenta que a una banda de demonios». Una vez, en Valladolid, se encontró con una monja que tenía que trasladarse al convento de Ávila. Esta hizo de todo por explicarle los motivos por los que, a su parecer, tenía que permanecer allí donde se encontraba, pues era voluntad del Señor. Teresa le respondió: «¡Qué bien sabe­ mos convertir nuestra voluntad en voluntad de Dios!».

El santo de la dulzura

Tener paciencia era la penitencia más dura y más difícil para Francisco de Sales, fundador de la orden de la Visitación, obispo de Ginebra, Doctor de la Iglesia y famosísimo por su

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libro Introducción a la vida devota. Uno de los huesos más duros de roer, que le dio bastante trabajo antes de que se rin­ diera, fue una vieja dama. Esta había leído muchos libros eru­ ditos y se sentía un “pozo de sabiduría”, capaz de competir con el santo obispo de Ginebra e incluso de engañarlo. Cada día se presentaba ante él para repetirle las mismas cosas y lan­ zar improperios contra la Iglesia y contra el Papa.

Se quería salir siempre con la suya, pero como el obispo consiguiera rebatirle sus argumentos con una exposición clara de las verdades de la fe, ella acababa diciendo: «Aquí no hay vuelta de hoja: o te haces católica o persistes en el error reco­ nocido».

Lo intentó con un último argumento: el obispo tenía que admitir, al menos, que el celibato de los sacerdotes era una ley tiránica de la Iglesia católica; pero el santo obispo encontró la manera de desmontar tranquilamente su discurso: «Señora -le dijo- si los sacerdotes católicos tuvieran familia, no podrían atender a su ministerio. Yo mismo, si estuviera casado y con hijos, ¿de dónde sacaría el tiempo para escuchar durante tan­ tos días vuestras objeciones?».

Saltar los canales

Sin duda, los campeones de la virtud unen a la caridad un espíritu de grande flexibilidad y fluidez en sus acciones, y esto los hace ser pacientes e indulgentes. El Papa Juan XXIII tenía además, de forma espontánea, el hablar burlón caracte­ rístico de la sabiduría y la sencillez de un campesino. Un día, sus colaboradores le comentaron que una de sus decisiones podría encontrar la oposición del Cardenal Canales; él podría haber dicho claramente que no tenía importancia, pues un Papa tiene más autoridad que cualquiera de los cardenales; pero, en cambio, dijo como si se tratase de un chiste: «De niño, me saltaba siempre los canales».

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Laboriosidad

Es verdad que la Providencia tiende gustosa una mano a quien tiene fe y esperanza y a quien hace la voluntad de Dios; pero el resto tiene que hacerlo el hombre con su laboriosidad,

virtud apreciada por todos, incluso por Dios. La llave del Paraíso

Hubo una vez un monje que se había dedicado toda la vida a coser los sayos y a remendar la humilde ropa del con­ vento. Llegada la ora de su muerte, durante su serena agonía, se dirigió a sus hermanos diciendo:

«Os lo ruego: traedme la llave del Paraíso».

«Está delirando, pobrecito... ¿qué querrá decir? A lo mejor quiere la Regla, o tal vez el rosario. Traigámosle un cru­ cifijo».

Pero el fraile respondía a todo que no con la cabeza. Fi­ nalmente, el Prior entendió: corrió al taller, sacó una aguja del estuche y se la llevó al moribundo. Este tomó el minúscu­ lo objeto y, dirigiéndose a él, como si de un ser animado se tratase, mürmuró: «Hemos trabajado mucho nosotros dos juntos, ¿verdad? Y hemos intentado hacer siempre la volun­ tad de Dios. Ahora, tú me abrirás la puerta del Cielo. Estoy seguro».

Y el fraile murió tranquilo. Aquella aguja había sido el instrumento que le había ayudado, día tras día, a ganarse el Paraíso.

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¡Azada y abono!

En tiempos de san Carlos Borromeo, vivía en los campos de Lombardia una viuda llamada Gela, la cual había sembra­ do su pequeño campo a orillas del lago. Plantó y sembró, pero después no usó ni la azada, ni estiércol, por lo que las peque­ ñas plantas del grano y del cáñamo, a duras penas sobresalían de la tierra, pálidas y frágiles. Cuando Gela supo que el carde­ nal Borromeo, que tenía la buena costumbre de visitar a me­ nudo su diócesis, iba a pasar por aquel lugar, se alegró: «Es un gran santo y podrá hacer incluso un milagro para mí. Quiero que venga y bendiga mi pequeño campo», se dijo. Y así hizo: esperó durante mucho tiempo sentada sobre una piedra y, cuando vio acercarse al santo, corrió, se arrodilló a sus pies y le suplicó.

El cardenal, hombre de gran bondad, fue a ver el campo, y dándose cuenta de que su miseria no dependía ni de brujas, ni de duendes, ni de la escasez de terreno, sino de las pocas ganas de trabajar, decidió dar al campo y a su dueña una ben­ dición especial: dando vueltas por el borde del terreno y ha­ ciendo con la mano el sigo de la cruz, iba diciendo claramente y con fuerza: «¡Azada y abono!, ¡azada y abono!».

Es injusto perder el tiempo

Una mañana, Luis Orione se llevó una buena paliza de su madre. ¿Por qué? Era aún un muchacho, pero había sido edu­ cado con un sentido riguroso del deber. Un día, viendo senta­ dos al sol al médico y a un abogado del pueblo y pensando que era injusto que se estuviera perdiendo el tiempo de aque­ lla forma, perdió los estribos. Así que se puso a arrastrar unas ramas sobre el suelo polvoriento justo delante de aquellas “au­ toridades”, levantando tal polvareda que se vieron obligados a levantarse de golpe. Estos comenzaron a alzarle la voz, pero

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Luis también gritó: «¿No sabéis que es hora de trabajar y no de estar ociosos?».

Se comprende por qué la madre le cantó las cuarenta. Pero el muchacho, cuando llegó a ser hombre seguía mante­ niendo su opinión: prohibido malgastar el tiempo: “es oro”. Era un tipo que no conseguía dominar sus primeras reaccio­ nes, por lo que tuvo que luchar mucho contra su impulsivi­ dad. Un día llegó a quemar el sofá donde dos de sus religiosos reposaban demasiado gustosamente después del almuerzo; y para colmo, les hizo recitar el «Miserere»; sólo más tarde, les explicó: «He hecho esto para que os acordéis de que no esta­ mos llamados a una vida cómoda».

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Sencillez y humildad

Núes ira pequenez

Una vez le preguntaron a un ermitaño: «¿Qué piensa usted de aquellos hermanos suyos que tienen visiones celestia­ les y afirman que contemplan al Señor, a la Virgen y a los án­ geles?»; y éste respondió con calma y decisión: «Dichoso aquel que tiene la clara visión de su pequeñez».

¿Por qué me llaman fundadora?

Y aquí tenemos la figura genial de Teresa de Jesús, «una mujer que hay que conocerla», escribió un padre carmelita. Era de carácter firme, franco, abierto. Tenía una personalidad polifacética pero sencilla: trasparente como el rostro de un niño. Rebosante de vida hasta por el último poro. «Era un carro de batalla, con un corazón enorme». Nunca se desani­ maba, a pesar de encontrarse siempre entre apuros económi­ cos, calumnias, hostilidades de parte de los nobles, de las au­ toridades y de las beatas. Fue amenazada incluso con la cárcel. La consideraban una monja inquieta y desobediente. En 1577, durante un arresto domiciliario, escribió su obra maestra: El

castillo interior.

Iba de convento en convento proponiendo su reforma, que no era sólo externa. Comenzó por humillarse ella misma junto con cuatro novicias descalzas. Se convirtió en la «madre» de los Carmelitas Descalzos; pero las malas lenguas, la llamaban «andariega», mujer animada por un «espíritu ambulante» u

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otras cosas... Pero ella no hacía caso y seguía adelante. Sin em­ bargo, cuando la llamaban Fundadora, respondía secamente: «No sé por qué me llamáis así. Es Dios el que funda, no yo».

Hemos dicho que era austera, pero no con cara larga. Un día, camino de Burgos para su última fundación, le confió al carmelita descalzo que la acompañaba: «Se han dicho tres cosas sobre mí: que de joven era hermosa, que era ingeniosa y que ahora soy santa. Durante algún tiempo, me creí las dos primeras, y me he arrepentido de ello, pero por lo que se re­ fiere a la tercera, no soy tan ilusa como para creérmelo».

¡Quitadme los zapatos!

San Felipe Neri consideraba que la primera virtud de un santo es la humildad. Había en su época una religiosa de la que todos hablaban, pues se decía que tenía revelaciones. Un día, el Papa mandó precisamente al padre Felipe a aquel con­ vento para que valorara la santidad de la monja. El tiempo empeoró y la lluvia caía como sólo Dios la sabe mandar, así que Felipe Neri se puso de barro hasta las rodillas. Llegado al convento, preguntó enseguida por la monja y.... ahí viene: seria, muy seria, afligida, totalmente perdida en Dios. El santo se sienta, extiende la pierna y dice a la monja: «¡Quitadme los zapatos!».

La monja se enfureció, alzó el mentón y permaneció in­ móvil e indignada. San Felipe no hizo preguntas, ya había visto bastante. Tomó su capa, se puso el sombrero y volvió a ver al Papa para comunicarle que, según él, una persona tan altiva no podía ser una santa.

Un astrólogo

El santo cura de Ars era muy humilde. No quería hablar, de ninguna manera, del don sobrenatural de clarividencia que

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le había permitido penetrar muchas veces en el secreto de las conciencias. El decía a los que se asombraban: «¡Quién sabe!, es una idea que se me ha ocurrido: debo ser un astrólogo». El se comparaba con Bordín, el tonto del pueblo, del que decía riendo: «Actúa como un bobo con los demás, pero se las arre­ gla bastante bien. Me da la impresión de que yo me comporto como él con los demás curas. En la familia, siempre hay uno de los hijos que es menos inteligente que los demás. Mis her­ manos y mis hermanas eran bastante inteligentes; yo fui siem­ pre el menos despierto».

Una mano desgraciada

Muy a menudo la gente tocaba sobre la misma cuerda: el tema de su santidad; aunque para él, era una cuerda que esta­ ba completamente desafinada. Un día, respondiendo a este tema, dijo: «Soy párroco honorario por la “grandísima” bon­ dad de Monseñor; soy Caballero de la Legión de Honor por una equivocación del gobierno y... soy pastor de un asno y tres ovejas por voluntad de mi padre».

Fue nombrado canónigo por el obispo de Belley, Mons. Chalendon, pero Vianney no quiso ponerse nunca la capa. Un sacerdote se divertía provocándolo: «Debería llevarla, al menos por respeto al obispo, señor párroco». Y él decía: «Quieren burlarse de mí viéndome con ella, pero se quedarán con las ganas». Un día, rozando la adulación, uno le hizo ob­ servar al santo Cura que era el único canónigo que hasta en­ tonces había nombrado el obispo Mons. Chalendon; enton­ ces, Vianney, dijo inteligentemente: «Pues claro, el obispo tuvo tan mala suerte conmigo... que viendo que se había equi­ vocado pensó que era mejor que no se volviera a repetir».

Tal humildad, valiente y digna, fue premiada. Ars se con­ virtió en un centro de peregrinación, como sucede con los grandes santuarios. Y el Cura, «prisionero de las almas», per­ manecía incluso durante 12 o 14 horas al día dentro del

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confe-sionario. Y eso que era ignorante en teología. El testimonio más bonito lo dio un viñador de Mâcon, cuando, volviendo de Ars, afirmó: «He visto a Dios en un hombre».

Juan Vianney, aun siendo fiel y piadoso, carecía de cultu­ ra. El obispo le había confiado la parroquia pensando: «Los lí­ mites de la inteligencia los suplirá la santidad de su vida», y así fue. Pero si el confesionario era el sitio ideal para el Cura, no sucedía lo mismo con el pulpito. Empezaba a preparar la homi­ lía del domingo al principio de la semana anterior, limitándose a una pequeña página para poder aprendérsela de memoria re­ citándola varias veces, eso sí, equivocándose siempre. Ante este problema, pedía ayuda al Espíritu Santo con oraciones y ayuno. Fue atendido, y además del don de la ciencia, obtuvo también el de hacer milagros. En poco tiempo, sus homilías fueron maravillosas, y su fama se difundió por toda Francia.

Ahora sé quién es el Espíritu Santo

Durante un curso de predicación en Lión, el príncipe de los oradores franceses, el gran Lacordaire, quiso acudir a ver al Santo Cura de Ars. La visita fue un notición. «¿Sabéis lo que más me ha maravillado? -dijo entonces Vianney-, que la doctrina más grande haya venido a postrarse ante la más gran­ de ignorancia. Los dos extremos se han tocado».

Pero las cosas habían sido distintas. El tema tratado por el humilde Cura fue el Espíritu Santo. Lacordaire quiso asistir a la homilía, y después de haber escuchado, exclamó extasia- do: «¡Hoy he entendido quién es el Espíritu Santo!».

El lugar de una escoba

Desde 1858 a 1860, Bernadette Soubirous, la vidente de Lourdes, fue a una escuela de monjas como alumna externa. Las alumnas estaban divididas en tres secciones; para las niñas

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El lugar de una escoba

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pobres, la escuela era gratuita y se encontraba en el piso bajo: obviamente, ahí se encontraba Bernadette. Los peregrinos lle­ gaban, le besaban la mano, la abrazaban, intentaban arrancar­ le trozos de su vestido, le hacían perder horas. Un día, ella ex­ clamó: «¡Qué tontos son!».

Para terminar con estos encuentros e indiscreciones, el párroco de Lourdes, pagándolo de su bolsillo, pidió que la vi­ dente fuera a la tercera planta: la de las muchachas pudientes. Allí, Bernadette aprendió a escribir y a vivir, pero para ella fue siempre un sacrificio y una mortificación: la llamaban inútil y decían que era orgullosa. Todo lo contrario: un día, mientras la muchacha estaba con las monjas de Nevers, una hermana le enseñó una foto de los hechos de Lourdes, demostrando su admiración por la afortunada vidente; pero Bernadette explo­ tó: «¿Para qué sirve una escoba?».

«]Qué pregunta!... pues para barrer». «Y, ¿después?».

«Después se pone en su sitio: detrás de la puerta». «Pues bien, esa es mi historia -dice Bernadette-. La Vir­ gen me ha usado y después me ha vuelto a poner en mi sitio, y estoy contenta de ello. Yo estoy bien así».

¡Le aseguro que no se pierde nada!

Leonia Martín, una de las hermanas de Santa Teresa del Niño Jesús, fue también carmelita. Era muy modesta y evitaba las visitas para no tener que presentarse, cuando venían a Caen para conocer a «Leonia». En ocasión de la visita de un cardenal, sé le ordenó que bajara al locutorio, y ella obedeció. Pero cuando el señor de púrpura le preguntó con evidente in­ terés: «Entonces, ¿usted es la hermana de santa Teresa?», ella le respondió bruscamente: «Sí, Eminencia, pero esto no me hace santa en absoluto».

Una vez, un prelado se presentó a la puerta mientras Le­ onia estaba de turno. Cuando éste le explicó que la visita tenía

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como objetivo conocer a la hermana de santa Teresa, Leonia dijo: «Voy a llamar a la superiora, pero no creo que sor Fran­ cisca Martín venga al locutorio».

«¡Oh!, quedaría desolado».

«¡Mire!, le puedo asegurar que no se perdería nada, de verdad que no merece la pena».

El prelado quedó tan escandalizado de que aquella monja hablase de esa forma de una de sus hermanas (nada menos que de sor Francisca, la hermana de la Santa) que se marchó inmediatamente. Más tarde, supo quién era la monja que había hablado de aquella forma...

Somos dos...

Don Orione era un cura tan extraordinario que Pío XII lo llamaba «gran alma». Pero el concepto que él tenía de sí mismo era diametralmente opuesto. Un día, escribió humorís­ ticamente sobre una foto suya en la que se encontraba a lomos de un burro: «El y yo somos dos...», queriendo decir burros, naturalmente. Y, de vez en cuando, lo era de verdad. Recuer­ do un episodio muy simpático, importante también por su otro protagonista.

Este último era un joven huérfano, travieso y desorienta­ do, al que habían expulsado del colegio después de haberse fugado durante tres días. Don Orione se había comprometido a hospedarlo en una de sus casas y fue a buscarlo personal­ mente. Lo trató con mucha bondad y le preguntó si deseaba algo. En aquel momento, no reconoció al muchacho, pero éste sí lo reconoció a él. Don Orione lo había encontrado en la calle durante el terremoto de la Marsica, mientras algunas almas generosas se entregaban sin descanso a socorrer a las víctimas y a recoger huérfanos. El muchacho era uno de aque­ llos. Con el paso de los años se había convertido en un «traga- curas», así que se propuso humillar al cura que tenía ante él. Comenzó pidiéndole que le comprara un periódico: el

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«¡Avanti!». Después, con despecho, le hizo cargar con su equipaje. Sin ni siquiera pestañear, don Orione dijo: «Me gus­ taría ser solamente el pequeño asno de la Providencia», “se cargó” las maletas a la espalda y... ¡adelante! El joven lo mira­ ba fijamente y lo estudiaba. Se quedó tan impresionado que empezó a confiarle sus penas, sus dificultades, sus dudas. Se hicieron amigos: una amistad que duró hasta la muerte de don Orione. Aquel muchacho era Ignacio Silone, que se converti­ ría en un famoso escritor.

¡Todavía sé servir en la misa!

Un día, Mons. Sarto, siendo aún Patriarca de Venecia, se encontraba en una misa celebrada por uno de los curas de su diócesis. Este último se dio cuenta de que el cardenal se dis­ ponía a servirle la misa, pues no había nadie que hiciera de monaguillo.

«¡Oh, no, Eminencia!», protestó con gran embarazo. A su vez, protestó también el cardenal, pero éste riendo: «¡Cómo!; seré sólo un pobre cardenal de campo, pero la misa, la sé servir todavía, ¿no os parece?».

Y después dicen... ¡vive como un Papa!

Pío X conservó siempre una sencillez sorprendente. Tenía una enorme carga de humorismo que demostraba con la sonrisa pero a veces, también con bromas espontáneas. Una señora impertinente, que se empeñaba en subrayar el evidente contraste entre la humilde procedencia del nuevo Papa y su alto cargo actual, le preguntó que cómo se sentía en Roma, y éste, con un toque de ironía, le contestó: «Como un Papa». Un día en el que hacía un bochorno increíble, encontrándose en su estudio privado con un monseñor pariente suyo, el Papa dijo: «Tengo una sed increíble».

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«Voy enseguida a traeros un vaso de agua, Santo Padre». «¡Un prelado que va a buscar un vaso de agua!, no te lo perdonarían».

«Entonces toquemos la campanilla para que venga el ca­ marero».

«¡Déjalo!, se convertiría en toda una empresa: el camare­ ro se lo pediría al ayuda de cámara, éste querría saber qué be­ bida prefiere el Papa, si fría o caliente... ¡Demasiadas compli­ caciones por un vaso de agua! Pensándolo bien, es mejor que nos aguantemos la sed y que no molestemos a nadie hasta la hora de la cena».

Y después dicen... ¡vive como un Papa! Y pensar que el cardenal Sarto no pensaba, ni siquiera remotamente, que podía ser elegido Papa. El hubiera querido volver a su amadí­ sima Venecia después del Cónclave. Una prueba de ello es que cuando uno de sus arciprestes le había presagiado la subi­ da al trono de Pedro, le contestó: «No diga tonterías, querido arcipreste; cualquiera diría que tiene usted una pésima opi­ nión sobre el Espíritu Santo».

Son las encinas las que caen

Olinto Marella, nació en Pelestrina, cerca de Venecia. Era hijo de una maestra y del médico titular de la aldea de los pescadores. Fue compañero de seminario de un humilde cam­ pesino de Bérgamo que más tarde sería Papa. Olindo comen­ taba sobre éste: «Ángel Roncalli era un buen estudiante... muy bueno. No envidiaba a nadie y nadie lo envidiaba a él. No quería sobresalir por encima de los demás, y ¡mira tú hasta dónde ha subido! Después de que lo nombraran Papa, quería que lo siguiera tratando de tú; a veces lo conseguía y a veces no, pero él seguía insistiendo...».

El padre Marella tampoco se quedaba corto en cuanto a humildad, bondad y caridad. Cuando se encontraba ya en las últimas a causa del cansancio y de las penitencias, y parecía

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que moriría de un momento a otro, él seguía resistiendo y di­ ciendo: «Normalmente son las encinas las que caen en la tor­ menta, mientras que la hierba sobrevive».

¡Usted será Papa!

El padre Ángel Roncalli, que era sacerdote desde hacía poco, llegó a casa un día de 1905. Honorato Mingozzi, el mé­ dico de la familia, lo abrazó y -¡quién sabe por qué clase de intuición o deseo!- le dijo: «¡Usted será Papa!». Don Ángel soltó una de sus ruidosas carcajadas. De vez en cuando, re­ cordando aquella «profecía», sonreía. Era el menos adecuado para estas cosas; y sin embargo, el obispo de Bérgamo, Juan Radini Tedeschi, lo quiso como secretario a pesar de ser tan joven y de acabar de salir del seminario. Y a su muerte, le dejó su hábito violáceo (el mismo que llevaría en el momento en el que sería elegido sucesor de Pedro). Tal vez, en ese mo­ mento, Ángel Roncalli comenzaba a «temer» por su humilde tranquilidad.

Cuando entró en el seminario, en Roma, no hacía más que preguntarse: «¿Quién soy? ¿Cómo me llamo? ¿Cuáles son mis títulos?: ¡nada, nada!, sólo soy un siervo y nada más. No poseo nada, ni siquiera mi vida. Dios es mi dueño, mi dueño absoluto en la vida y en la muerte». ¡Sí!, Ángel Roncalli tenía motivos para «temer»... En 1921 volvió a su pueblo (“Sotto il Monte”) con una capa roja: se había convertido en prelado de confianza del Papa.

«¿Por qué lleva su hijo una capa de obispo?», le pregun­ taban las vecinas a mamá Julia Mazzola de Roncalli. Y la po- brecita, alterada, contestaba: «¡No sé! ¡Serán cosas de curas!».

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Seguro que se han vuelto locos

Después de ser nombrado obispo, Mons. Roncalli fue a Sofía como visitador apostólico. En 1933 se trasladó a Estam­ bul. Estando allí, en 1944 recibió un telegrama en clave desde el Vaticano cuyo contenido lo dejó atónito: la Secretaría de Estado le ordenaba que se dirigiera inmediatamente a París para encargarse de la Nunciatura. Roncalli exclamó preocupa­ do: «Creo que en Roma se han vuelto locos». Partió para Ita­ lia creyendo que se trataba de una broma, pero Pío XII lo había elegido de verdad para ese alto cargo. Cuando el carde­ nal Tardini le entregaba las credenciales, le dijo: «Parece usted perplejo, pero quédese tranquilo: le aseguro que nosotros tampoco nos lo esperábamos».

Con el corazón en un puño

La sencillez de Ángel Roncalli era, de verdad, fuera de serie. El día antes de que empezara el Cónclave, comentó en un instituto de monjas misioneras: «Me siento con el corazón en un puño por la responsabilidad tan grande de este momen­ to. Rezad al Señor para que todo se tranquilice y yo pueda volver a mi sede. ¡Me gustaría tanto poder ser el párroco de mi pueblo...!».

Le hubiera gustado quedarse, al menos, en Venecia, pero a la muerte de Pío XII lo llamaron a Roma. Tenía razones para tener el corazón en un puño, ya que nunca volvió a la ciudad de los canales. Se convirtió en Juan XXIII. «El primer sor­ prendido por mi elección fui yo -decía-. ¡Y pensar que me parecía tan natural cómo se desarrollaban las cosas...!». En 1939 escribió: «Desde que el Señor, a pesar de mis miserias, me quiso para este gran servicio... el mundo entero es mi fa­ milia. Este sentimiento de pertenencia al universo, tiene que elevar y animar mi mente, mi corazón y mis acciones».

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Ese proverbio está equivocado

A la mañana siguiente de la elección de Juan XXIII, el director de «L’Osservatore Romano» fue recibido por el nuevo Papa. Como tenía mucha confianza con el “Cardenal Roncalli”, se atrevió a preguntarle: «Santidad, ¿cómo ha pasa­ do la noche?».

«Anoche -respondió el Papa- me puse en las manos de Dios y la noche fue serena. Pero no he dormido. He tenido incluso el tiempo para pensar en ese proverbio: “Dormir como un Papa”, y me he dado cuenta de que está equivoca­ do». Como no podía dormir por los pasos del soldado que es­ taba de guardia delante de su puerta, el Papa se levantó y le dijo: «Vaya, vaya usted a descansar; y así podremos dormir los dos...».

No es Él el que asiste...

La mañana del 9 de enero de 1959, el padre Rossi se en­ contraba en audiencia con Juan XXIII y éste le confió un se­ creto: «Esta noche he tenido una gran idea: convocar un Con­ cilio. ¿Sabes?, -añadió- eso de que el Espíritu Santo es el que asiste al Papa, no es verdad...».

«¿Cómo dice, Santo Padre?», exclamó su amigo con gran estupor.

«Que no es el Espíritu Santo el que asiste al Papa -repli­ có sonriendo Juan XXIII-. Soy yo su asistente: es El quien lo hace todo,: el Concilio ha sido idea suya».

Aun así, después de anunciar el Concilio, le costó conci­ liar el sueño. Se decía a sí mismo por la noche: «Juan, ¿por qué no duermes?, ni que fueras tú el que gobierna la Iglesia. Es el Espíritu Santo, ¿no?, y ¿entonces? ¡Duerme, duerme, Juan!».

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No soy un papagayo

«Ningún Concilio ha tenido una preparación tan cuida­ dosa y tan consultada como el Vaticano II -afirmaba Monse­ ñor Felici- Recuerdo un episodio. Fui a ver al Papa y lo en­ contré escribiendo un discurso. Me permití sugerirle: “Pero, Santo Padre, con todo lo que tiene que hacer y se pone a es­ cribir usted, mismo ese discurso. Podría limitarse a indicar las líneas generales”. Y el Papa me respondió: “No, Monseñor, lo quiero hacer yo. Soy el Papa, no un papagayo”».

Parecía que tomaba del brazo a todos

Se dice que cuando Pío XII levantaba los brazos para bendecir, parecía que se alzase hacia el cielo. Juan XXIII, en el momento de la bendición, parecía que tomaba del brazo a todos, como si dijera: «Acerquémonos juntos al Señor y reci­ bamos su bendición». Y pensar que... «nosotros no queríamos que estudiase -decían sus hermanos cuando recibieron la no­ ticia-, y los demás lo han hecho Papa». Su hermana Asunción, como tenía la radio rota, se enteró de la noticia por una amiga suya, en la calle, mientras iba a comprar la leche.

El Papa Roncalli tenía 18 sobrinos; su predilecta era En­ rica; fue precisamente a ella a quien había escrito antes de partir para el cónclave: «Estoy muy tranquilo». No pensaba, ni por asomo, que lo habrían elegido precisamente a él.

¡Hace falta paciencia!

Los hermanos Roncalli llegaron a Roma un poco cohibi­ dos y desorientados, tanto que los monseñores los tuvieron que llevar de la mano como a niños pequeños. Cuando les preguntaron lo que pensaban, no supieron decir nada. Al

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final, uno de ellos dijo: «Creo que lloraremos todos cuando veamos a Angel (perdonad, Su Santidad) bendiciéndonos desde lo alto de la silla gestatoria».

Cuando volvieron a casa, y les preguntaron si el Papa vendría a visitarlos, Javier respondió: «Ni creo, ni quiero. ¡Quién sabe lo que pasaría aquí en “Sotto il Monte”, sería el acabóse!».

De hecho, la sobrina Enrica, cansada de recibir y escu­ char a una infinidad de peregrinos y periodistas que acudían continuamente después de la elección de su tío, se quejó a éste por las molestias que le ocasionaba su celebridad. Pero el Papa le contestó (en dialecto): «¡Hay que tener paciencia!, hija mía». El tuvo que tener mucha; pero llegó al corazón de todos, incluso de los ateos. Se le recuerda como el «Papa Bueno». Se le recuerda como el Papa que durante un discurso bajo la luna llena encargó a las mamás que dieran, de su parte, un beso a sus niños; también como el Papa que durante una audiencia, con 5.000 personas, interrumpió su discurso al es­ cuchar el llanto de un niño: pidió a su maestro de cámara que fuera a consolarlo y calmarlo; y cuando el niño dejó de llorar, el Papa continuó hablando.

Pero... si el Papa soy yo

Juan XXIII no se acostumbró nunca a ser Papa; nos po­ demos imaginar cómo podría ser al principio de su pontifica­ do... Por la noche, se despertaba de golpe por alguno de los problemas que lo atormentaban. Para intentar quitarse el peso de encima, al menos momentáneamente, se decía a sí mismo: «Se lo diré al Papa». Pero después, acordándose de que el Papa era él, sonreía y rectificaba: «Bueno, entonces se lo diré al buen Dios».

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Un amigo Papa

Uno de los grandes amigos de Mons. Montini era el es­ critor y político Igino Giordani. En 1929, éste había escrito una novela titulada La ciudad amurallada. El héroe de este libro se llama Hildebrando, y pretendía personificar precisa­ mente a Mons. Montini, del que se esperaba un renacer de la Iglesia. Y Montini lo sabía.

«Después de haber hecho a Hildebrando de papel -decía Giordani- lo hice de carne, ya que di ese nombre a mi primer hijo. El día de su bautismo, vi aparecer a Mons. Montini por la puerta de la iglesia de Cristo Rey. Siempre que me veía me preguntaba: “¿Cómo está Hildebrando?”. Y siempre lo quiso mucho».

Un «macarrón» y un «repollo»

Don Santiago Alberione, fundador de la Pía Sociedad de San Pablo, que ha creado una obra colosal a nivel mundial en el campo periodístico e informativo, decía que él era un «re­ pollo», ya que había nacido en Bra, donde los repollos son el único cultivo que crece bien. En cambio, el padre Pío, hablan­ do de su infancia decía: «Yo era un macarrón sin sal». La fama que le rodeaba era su mayor sufrimiento. Decía a los pe­ riodistas: «Actuáis muy mal, pues hacéis demasiado ruido al­ rededor de un cura que reza».

¡Inocente!

Las grandes almas son también las más sencillas. La Sier- va de Dios Conchita Cabrera de Armida (mejicana), de joven cabalgaba muy bien y era una brillante mujer de sociedad. Era también una esposa ejemplar y madre de nueve hijos. Después

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de quedar viuda con 40 años, tuvo revelaciones de Dios. Es­ cribió sobre mística y teología y fundó congregaciones religio­ sas; pero todo con mucha naturalidad; tanta que, a su muerte, sus hijos se asombraron de haber tenido una madre «santa».

«Un momento de conversación con doña Conchita -decía la sociedad de Potosí- era como hacer ejercicios espiri­ tuales». Sin embargo, no había nada de “beato” en su aspecto o en su conducta. Era muy juvenil y siempre deseosa de hacer felices a los demás. Nunca se hacía de rogar a la hora de tocar el piano o cantar una canción típica mejicana. Sabía contar chistes como nadie, y los iba recogiendo en un cuaderno.

Le encantaba gastar buenas bromas. Siendo ya anciana y a pesar de todos los problemas físicos y las penas morales que la atormentaban (como sucede a todos los fundadores que son incomprendidos al principio), aún tenía ganas de gastar ino­ centadas.

El 28 de diciembre de 1936, pocos años antes de su muerte, Conchita llegó a Morelia, alojándose como invitada en una Casa de monjas que ella misma había fundado y que se encontraba bastante cerca de la de Mons. Ruiz, su director es­ piritual. Ya era de noche, pero consiguió que la recibieran a pesar de la vigilancia de don Pedrito (un verdadero guardián).

«¡Monseñor!», empezó a gritar Doña Conchita desde el otro lado del portón. «No me quieren dejar pasar, pero es ab­ solutamente necesario que hable con usted; necesito urgente­ mente 50 pesos».

Con premura y generosidad, como era normal en él, Mons. Ruiz la recibió gustoso para darle aquella suma. Pero todo era mentira, Conchita le había gastado una inocentada así que citando llegó a casa, la señora Cabrera se apresuró a devolverle el dinero, escribiéndole a Mons. Ruiz la acostum­ brada estrofa: «Inocente palomita/ que te dejaste engañar/ sa­ biendo que en este día.../ nada se puede prestar». Era como una niña.

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La apariencia y la sustancia

Y, como es lógico, hablaremos de los defectos, tanto físicos como morales. Rochefoucauld decía: «Quien tenga el valor de reírse de sus propios defectos, tendrá la suerte de poder reír du­ rante toda la vida». De hecho, nuestros defectos son nuestros más íntimos compañeros: ¡nacieron con nosotros!

¡Tan grande y tan pequeño!

Alberto, de la noble familia de los Bollstand, nació en Laningen en 1193. Con 16 años se hizo dominico. Fue muy culto; enseñó en París y en Colonia, contando entre sus discí­ pulos a Tomás de Aquino. Fue obispo de Ratisbona. La pri­ mera vez que el Papa Alejandro IV lo recibió en privado, éste lo exhortó a alzarse después de haberse inclinado para el acos­ tumbrado beso.

«Pero, Santidad, ¡ya estoy de pié!», le aclaró.

«¿Cómo? -dijo el Papa- ¡un hombre tan grande y, a la vez, tan pequeño!».

El «buey mudo»

Sucedía todo lo contrario con nuestro nuevo personaje: el discípulo más famoso de Alberto Magno, pues era macizo y alto como una torre. Nació en 1227 de los condes de Aquino, señores de Roccasecca (una de las familias más nobles y ricas del lugar). Tomás abandonó el lujo y se vistió con el hábito de santo Domingo: una orden muy pobre. Desde aquel momento

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hasta su muerte, se dedicó exclusivamente a la teología: la ciencia de Dios. De noche, estudiaba a la luz de una vela, sos­ teniéndola con la mano para iluminar mejor aquellas páginas. Se encontraba tan absorto en la lectura, que a veces se quema­ ba cuando la vela llegaba a consumirse del todo.

De estudiante era obstinado y cerrado, por lo que sus compañeros se burlaban de él llamándolo «buey mudo». Más tarde, él explicaría: «Yo callaba porque me sentía indigno de hablar en presencia de tanto maestro». Su maestro en Colonia era precisamente Alberto Magno. Este, intuyendo el valor del joven dominico, llegó a decir: «¡Sí!, será un buey mudo, pero llegará un día en el que los mugidos de su doctrina se escu­ charán en todo el mundo».Y fue un buen profeta.

Pero la santidad de Tomás de Aquino no fue menor que su sabiduría. Fue llamado enseguida a ocupar altos cargos para la gloria de Dios y honor de la Iglesia. Son maravillosos sus escritos sobre los «Divinos Misterios». Por su pureza de vida y por su agudo ingenio, Tomás fue llamado «Doctor An­ gélico».

Un día, el crucifijo ante el que solía arrodillarse le habló: «¡Oh, Tomás!, has escrito muy bien sobre mí; dime qué quie­ res como recompensa». «Solo a Ti, Señor», respondió humil­ demente aquel que es considerado como una de las lumbreras de la Iglesia. Murió en 1274. Y fue proclamado patrón de las escuelas católicas.

¿Por tan poco?

Caminando por las calles de Valencia, san Vicente Ferrer oyó salir de una casa maldiciones y blasfemias; después se es­ cuchó el llanto desconsolado de una mujer, que asomándose al balcón, gritó a voz en cuello: «Ya no puedo más. Mi marido me pega todos los días. Mi vida es un infierno».

«¡Calmaos buena señora, calmaos! Decidme, ¿por qué os maltrata de ese modo vuestro marido?», le preguntó el santo

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acercándose. La mujer, avergonzada y adolorada, le confía: «Porque soy fea».

«¿Por eso?, ¿por tan poco?».

Al decir esto, Vicente Ferrer convirtió a aquella española en la mujer más hermosa de Valencia. ¡Quién sabe si su mari­ do la reconocería!

¡Qué fea me has sacado!

A sus cincuenta años, Teresa de Jesús tuvo que posar ante el pintor fray Juan de la Miseria, pues su orden deseaba una imagen de la Fundadora. Después de largas horas inmó­ vil, la Santa pudo ver el propio retrato (el único verdadero que se conoce de ella) y con su acostumbrado brío exclamó divirtiéndose: «¡Dios te perdone, fray Juan! Después de ha­ berme hecho penar tanto, me has sacado fea y legañosa».

Las descabelladas bromas de Pippo el Bueno

Si san Francisco mantenía que la tristeza la había introdu­ cido el diablo en el mundo, y si hay quien mantiene que esto sucedió porque Adán y Eva empezaron a pelearse nada más cometer el pecado original, echándose la culpa el uno al otro, Felipe Neri tenía mil motivos para decir: «¡Fuera de mi casa, escrúpulos y manías!». Y si es verdad eso que dicen, que a las puertas del Cielo, san Pedro, escrupuloso revisor de pasapor­ tes, no deja pasar a nadie que no tenga escrito entre sus señas características: «temperamento alegre», seguro que en abril de 1595, cuando murió Felipe, éste no tuvo ningún problema y le dieron enseguida el pase: el Paraíso estaba hecho para él, el más campechano de los santos, y el más extravagante.

A simple vista, nadie hubiera dado un duro por él. Pero todo era un montaje para desorientar a los soberbios y reducir a los poderosos. ¡Quién sabe por qué a Pippo el Bueno le

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gus-taba tanto jugar malas pasadas (a veces un poco crueles), in­ cluso a los cardenales y a la gente de alcurnia! Cuando éstos acudían a él para demostrarle su admiración, él hacía de todo para intentar desilusionarlos: se presentaba con una mejilla afeitada y la otra no o con una vieja toga puesta al revés enci­ ma de la sotana o con un gato acurrucado sobre sus rodillas, prestando más atención al felino que a aquellos personajes presuntuosos y terriblemente importantes. No se podía quejar de que lo llamaran «loco», ¿verdad?

Sus sabios consejos, los daba también bajo forma de píl­ doras chistosas. Pero lo simpático es que no escondía sus ex­ travagancias ni siquiera a las personas más allegadas. Una vez, a un fraile, que le parecía demasiado vanidoso y satisfecho de su propia elocuencia (uno de esos a los que les gusta escuchar­ se a sí mismo), lo obligó a predicar sin la túnica, luciendo sus calzones hasta la rodilla (como se usaban entonces).

Felipe Neri era demasiado travieso, pero no podía vivir sin ello. Es por eso que entendía tan bien a los muchachos, y les decía: «Sed buenos... si podéis». Y cuando de verdad no se puede...

...y encima, una sobrepelliz

Cuando Gregorio XIII emitió la orden de que todos los confesores llevaran sobrepelliz, Felipe Neri se presentó tran­ quilamente con su acostumbrada chaquetilla y con la sotana desabrochada. El Papa no pudo esconder su sorpresa, así que el padre Felipe explicó: «No puedo ni siquiera abrocharme la chaquetilla ¿y su Santidad quiere que lleve encima una sobre­ pelliz?». Gregorio, que lo conocía bien y que lo consideraba un santo, respondió: «No quiero que esta orden sea para usted: id como queráis». Pippo el Bueno no «podía», porque después de Pentecostés de 1544, mientras rezaba, fue «incen­ diado» para siempre, por el amor de Dios; y aquella llama, que se transmitía del alma al cuerpo, no se apagó nunca.

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Una cosa son los cabellos y otra la barba

Un tal Maretto de Siena, modesto funcionario, sabía ser como pocos, una compañía alegre, tanto que incluso Pablo III de la familia Farnese (el Papa que había convocado el concilio de Trento y aprobado la Compañía de Jesús y que había con­ tribuido como mecenas a embellecer Roma y San Pedro) se entretenía hablando gustoso con él. Un día, el Papa le pregun­ tó a Maretto que cuantos años tenía, y como éste respondió que tenía 61, Pablo III hizo ademán de no creerle. Entonces Maretto se quitó su inseparable sombrero para mostrarle sus blancos cabellos.

«¡Asombroso!», exclamó el Papa: «A juzgar por vuestra oscura barba, os habría echado 40».

«No os extrañe, Santidad -respondió Maretto - pues los cabellos tienen veinte años más que la barba...».

Nolite timere!

Un cierto pintor de brocha gorda, insistió en retratar a León XIII. De mala gana, el Papa consintió. Terminada la «obra de arte», el «gran artista» llevó el lienzo al Vaticano para mostrarlo al Papa y obtener su aprobación. Quiso, ade­ más, que éste le sugiriera una especie de lema para ponerlo bajo la imagen, así que le pidió: «Santidad, tenga la bondad de sugerírmelo usted mismo; ¿qué escribo?».

El Papa León examinó el retrato y, como le pareció ho­ rrible, sonrió malicioso y le dictó: «Mateo XIV, 27; León XIII». El pintor apuntó la cita y corrió a casa para ojear el Evangelio y encontrar el famoso paso. La cita en cuestión se refiere al susto que se pegaron los apóstoles cuando vieron a Jesús caminando sobre las aguas, y dice en latín: «Ego sum. Nolite timere» (...Soy yo. ¡No temáis!).

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