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La democracia violenta Estado y participación política en Colombia en la segunda mitad del siglo XX

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Pontificia Universidad Javeriana Historia de Colombia Siglos XX Y XXI Angello Quiceno Buitrago

Miércoles 19/Octubre/2016

La democracia violenta

Estado y participación política en Colombia en la segunda mitad del siglo XX

La experiencia nacional colombiana constituye uno de los casos históricos más peculiares de América Latina. A diferencia de lo que sucedía en otras partes de la región -como en Argentina, Chile o Perú-, el estado colombiano, a primera vista, parece diferir con respecto a la tendencia general de la región. Mientras que en otros países del continente se daban pasos hacia una mayor democratización y se avanzaba en el fortalecimiento del aparataje estatal, permitiendo la incorporación de fuerzas políticas provenientes de los movimientos sociales al tiempo que se observaba una reducción de la violencia, en Colombia los espacios de participación permanecían bastante cerrados en comparación con otros países y se vivieron periodos intermitentes de violencia. Como lo ha señalado Carroll1 en su estudio sobre los movimientos sociales en Colombia, el estado colombiano ha sido generalmente referido como un “estado débil”, en tanto que las características de estados más o menos efectivos -la mayor amplitud de los espacios de participación y un monopolio de -la violencia- son virtualmente inexistentes o, al menos, demasiado tenues.

El propósito del siguiente trabajo es analizar el papel histórico de los partidos políticos en Colombia, tanto de la élite como de la base social, en el proceso de configuración del estado colombiano. En primer lugar, se establecen los rasgos del estado colombiano en términos históricos, sus características políticas y económicas, con base en la literatura existente sobre el tema; en segundo lugar, se analiza la situación de la participación en el marco de dicho estado, la interacción entre los partidos tradicionales de las élites, los movimientos sociales y las insurgencias desde mediados del siglo XX. Vistos en conjunto, estos dos aspectos permiten apreciar con mayor claridad el problema fundamental y lo que quizás es la mayor particularidad del proceso histórico de Colombia: la persistencia de la violencia en medio de lo que sería idealmente una “democracia civil”.

El carácter histórico del estado colombiano

Como se ha mencionado con anterioridad y como bien lo señala Carroll, la mayoría de los analistas coinciden en que el estado colombiano es un estado débil. El monopolio de la violencia, expresado en una única fuerza armada, un grado relativamente elevado de

1 Mauricio Romero, Paramilitares y autodefensas: 1982-2003 (Bogotá:IEPRI, 2009), introducción; Leah Anne

Carroll, Democratización violenta. Movimientos sociales, élites y política en Urabá, el Caguán y Arauca

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representación y participación de múltiples sectores políticos y sociales, así como la presencia de la institucionalidad en la totalidad del territorio nacional son los rasgos fundamentales de lo que se considera en la actualidad un estado más o menos consolidado. En el caso colombiano, históricamente, la situación difiere de estos patrones; la presencia de múltiples actores armados en el territorio nacional, la precariedad institucional en una vasta fracción del país y la exclusión y la consecuente violencia hacia los sectores sociales de la base por parte de las elites atraviesan la mayor parte de la experiencia histórica de Colombia. A esto, además, debe sumarse otra consideración: el carácter regional, fragmentado y localizado de la violencia armada. Con frecuencia, los análisis han señalado que la escasa presencia de la institucionalidad estatal y su alta centralización han contribuido al surgimiento de grupos armados, insurgencias y paramilitares. Este es un elemento que se debe tener en cuenta si se quiere comprender tanto la prolongación de la violencia como el carácter de la participación.

Estos análisis, frente a la dificultad del estado colombiano para extender sus apéndices en la totalidad del territorio, han señalado su carácter instrumental. Es decir, la autonomía del estado colombiano es muy reducida en casi todos los ámbitos, funcionando como un instrumento de las élites para, a través del régimen y la institucionalidad, conducir y consolidar su proyecto.2 Esta correlación de fuerzas ha desembocado en que la élite, a la cabeza de las estructuras del estado, cierre todos los espacios de participación a otros movimientos y partidos. Esta ha sido una tendencia notable desde la segunda mitad del siglo XIX hasta mediados del siglo XX, periodo en el cual los partidos tradicionales de la élite gobernante -liberal y conservador- tuvieron periodos intermitentes en el gobierno y entraron constantemente en contiendas violentas por el gobierno; eventualmente, pactaron para poner freno a la violencia (experiencia que se conoce con el nombre de Frente Nacional), lo cual, sin embargo, constituyó una continuación del cerramiento de los espacios de participación y, a la larga, contribuyó a la prolongación del conflicto en la segunda mitad del siglo XX.3 La persistencia de la confrontación armada, en sus variadas formas, constituye la máxima expresión de la precariedad del estado colombiano. El país ha sido testigo del surgimiento de diferentes grupos armados, guerrilleros y paramilitares, que tienen como objetivo último hacerse con el gobierno y salvaguardar el orden social vigente, respectivamente. El conflicto bipartidista fue una de las principales fuentes de la violencia desde el siglo XIX hasta el Frente Nacional; después de la experiencia del Frente Nacional, y con un pacto de la élite

2 Carroll hace la excepción con el tema de la economía. Señala que, en términos económicos, el estado

colombiano ha sido más o menos exitoso y tiene un grado de autonomía más alto que en términos de la violencia o la participación.

3 Johnathan Hartlyn, La política del régimen de coalición: La experiencia del Frente Nacional en Colombia

(Bogotá: CEI, 1993). Hartlyn usa el concepto “democracia consociacionalista” para describir este periodo de la historia colombiana.

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que terminó taponando todos los espacios para la representación de otras fuerzas sociales y políticas, contribuyó a la aparición de nuevas fuerzas guerrilleras, lo que provocó la reacción por parte del estado, materializada en el montaje de estructuras paramilitares para recuperar el control en las regiones más afectadas por el conflicto. Se podría decir, entonces, que lo neurálgico del asunto, el rasgo más notable del proceso de consolidación del estado colombiano es la violencia política.

Sin embargo, la violencia no debe verse como un escollo en el camino a la modernización del estado. Por el contrario, los estudiosos del asunto señalan que la violencia ha articulado en gran medida el orden social y, más que un simple vehículo de las elites para la consolidación de su proyecto, la violencia armada ha servido para presionar en la apertura de espacios de participación en el estado colombiano, y corresponde a un recurso del que se valen la mayoría -si no todos- de los actores del panorama político. En otras palabras, el orden político-social en Colombia se ha constituido a partir de la violencia.

Actores en la participación política en Colombia

La relación entre las distintas fuerzas presentes históricamente en el escenario político colombiano debe verse siempre a la luz de la ya mencionada precariedad del estado, su falta de autonomía y su carácter fundamentalmente instrumental y violento. Lo que se encuentra al analizar el proceso histórico colombiano desde mediados del siglo XX hasta los primeros años del siglo XXI, desde esta perspectiva, es que tanto la violencia como los partidos de la élite han desempeñado un rol ambivalente en el panorama político de la historia de Colombia. Los actores, específicamente la élite, han intentado hacer todo lo que está a su alcance por mantener con firmeza los asideros del estado, pero, al mismo tiempo han sido impulsores de una relativa dinamización del estado colombiano, abriendo espacios de participación e impulsando, por ejemplo, la economía.

El ejemplo más notable de esta tendencia general es la experiencia del Frente Nacional. Ante la violencia bipartidista, los representantes de ambos partidos se vieron obligados a llegar a un acuerdo para ponerle fin y tener periodos intercalados en el gobierno. El fin de la confrontación bipartidista, no obstante, no necesariamente comportó un fin generalizado de la violencia política o permitió la entrada de nuevas fuerzas en el escenario de la representación política. Por el contrario, la disolución de las identidades bipartidistas, que por largo tiempo habían articulado el ejercicio de la política, produjo un efecto adverso en la sociedad colombiana. La desaparición de los sectarismos, los cuales habían permitido cierto grado de amplitud en la participación -ya fuera violenta o no- no contribuyó en gran medida a la desaparición de la violencia; en cambio, ello sirvió para ensanchar la brecha entre la élite gobernante y el resto de la sociedad colombiana.4

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El Frente Nacional, cuyo propósito era poner fin a la violencia bipartidista, en este sentido, resultó contraproducente en última instancia. El marcado centralismo del país y los esfuerzos de las clases gobernantes por impedir que los movimientos sociales y los otros partidos tuvieran representación en el seno del estado fueron dos de los factores que contribuyeron a la reaparición de la violencia armada en otras regiones del país. La política de pacificación emprendida por el régimen consociacionalista en las regiones donde los movimientos campesinos tenían una presencia considerable produjo como respuesta la formación de nuevos grupos guerrilleros, conformados a partir de un remanente de las guerrillas liberales en las regiones del centro y el sur del país, renovando así las confrontaciones armadas, esta vez entre las insurgencias guerrilleras y el estado.5 Estas insurgencias se multiplicarían en el curso de la segunda mitad del siglo.

En el marco de la Guerra Fría, las elites adoptaron la creencia de que existía un “enemigo interno” asociado con el comunismo internacional, cuyo propósito era desestabilizar el actual régimen para instaurar uno afín a la Unión Soviética. La necesidad de combatir a este “enemigo interno” conllevó un fortalecimiento del aparato militar, lo cual terminaría por dotar de peso a las Fuerzas Armadas en el escenario político. A esto se sumaba el incremento del tráfico de cocaína hacia los Estados Unidos y la subsecuente persecución de nivel global (la llamada “guerra contra las drogas”), lo que puso en evidencia la inestabilidad del estado colombiano, en especial en términos de violencia.

Con la presencia de guerrillas de izquierda, narcotraficantes y paramilitares (los tres en permanente interrelación), quedaba clara la necesidad de una reforma política. Durante el gobierno de Belisario Betancur (1982 – 1986), además de un intento por negociar con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), se intentó entrar a una política más conciliatoria y llevar a cabo una reforma política; paradójicamente, el gobierno de Betancur la violencia se vivió con gran intensidad por parte de los cárteles del narcotráfico, las guerrillas y el ejército; estos últimos se opusieron con vehemencia a los diálogos que el entonces presidente había intentado con la guerrilla, contribuyendo así a que el proyecto de reforma se viniera abajo.6

5 Sin embargo, cabe aclarar que otros autores no aceptan totalmente la tesis de que el cerramiento de los

espacios de participación fue el factor detonante de la lucha guerrillera. Fernán Gonzalez, “Alcances y limitaciones en el Frente Nacional basado en la desconfianza mutua” En Tiempos de paz. Acuerdos de paz en

Colombia, 1902-1994, Medófilo Medina y Efraín Sánchez (eds.) (Bogotá: Instituto Distrital de Cultura y

Turismo, 2003) señala que la aparición de las insurgencias se debe principalmente a que las clases subalternas percibieron las armas como el único medio con el cual hacer notar sus exigencias. Cualesquiera que sean las razones, lo cierto es que la combinación de factores en el Frente Nacional, constituyeron un terreno fértil para el surgimiento de nuevas formas de violencia armada.

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La gran reforma política por la que clamaban todas las fuerzas no llegó sino hasta 1991, bajo la presidencia de César Gaviria (1990 – 1994). La Asamblea Nacional Constituyente de ese año produjo una carta que reemplazaría a la anticuada constitución de 1886, reconociendo ciertos derechos fundamentales, declarando a Colombia como un estado laico e instaurando reformas de corte liberal. Idealmente, esto tendría que menguar la violencia –al menos se logró la desmovilización de la guerrilla del Movimiento 19 de abril (M19) –; sin embargo, en la elaboración de la nueva carta no hicieron presencia otros sectores de peso como las propias FARC o el ELN. En última instancia, los vacíos de poder dejados por los partidos tradicionales desde la disolución del Frente Nacional en zonas donde la violencia tenía una intensidad particularmente alta allanaron el terreno para la proliferación de fuerzas paramilitares. Estas fuerzas que se autodenominaban “autodefensas” sirvieron como vehículo del estado para recuperar el control político y militar en zonas de fuerte presencia guerrillera, como Córdoba y el Urabá.7

Conclusión: el papel ambivalente de los partidos en Colombia

Si se pone en relación el primer elemento (la precariedad del estado colombiano, especialmente evidente en el monopolio de la fuerza) con el segundo (los actores involucrados en el ejercicio de la política) queda en evidencia una tendencia del estado en la segunda mitad del siglo XX: fue una fracción de la elite la que tomó las riendas del proceso de modernización, pero, a su vez, taponaba, en tanto le fuera posible, todos los espacios que pudieran comportar la aparición de nuevos actores en el escenario político, lo que daría lugar a nuevas reivindicaciones. Tal fue el caso del Frente Nacional, que se constituyó como un pacto de las elites para poner fin a la violencia bipartidista, pero cuyas políticas permitieron la aparición de nuevas expresiones de violencia en las regiones más desintegradas; y del proceso constituyente del 91, el cual, si bien dio a luz una constitución algo más afín con las necesidades de la sociedad colombiana, dejó otros puntos ciegos, expresados, por ejemplo, en la expansión del proyecto paramilitar a finales de los años 90 y la primera década del nuevo siglo.

Si bien la realidad es que el estado colombiano es precario en diversos ámbitos, todos estos eventos hacen parte de un gran intento por llevar a cabo su modernización. Sin embargo, la modernización del estado colombiano, la tarea de hacerlo más democrático y ajustarlo a los parámetros de lo que sería un estado más centralizado, la contienda política, a diferencia de otros países, ha sido, en esencia, violenta. No debe pensarse, pues, que la violencia ha entorpecido completamente el ejercicio de la política –aunque hasta cierto punto puede considerarse así– sino que la violencia ha dinamizado ese escenario en buena medida. En última instancia, todos los intentos de reforma política surgen de la necesidad de poner fin a la violencia armada, aunque a menudo no con los resultados esperados.

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Bibliografía

• Carroll, Leah. Democratización violenta. Movimientos sociales, élites y política en

Urabá, el Caguán y Arauca (Colombia), 1984-2008 (Bogotá: Universidad de los

Andes, 2015).

• González, Fernán, Alcances y limitaciones en el Frente Nacional basado en la desconfianza mutua” En Tiempos de paz. Acuerdos de paz en Colombia, 1902-1994, Medófilo Medina y Efraín Sánchez (eds.) (Bogotá: Instituto Distrital de Cultura y Turismo, 2003).

• Hartlyn, Johnathan, La política del régimen de coalición: La experiencia del Frente

Nacional en Colombia (Bogotá: CEI, 1993).

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