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LA FLOR Y LA MUERTE JOSE MIGUEL PALLARES

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Academic year: 2022

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LA FLOR Y LA MUERTE JOSE MIGUEL PALLARES

Tan cierto como que la naturaleza del hombre es vil los crepúsculos otoñales se habían teñido prematuramente de plateada melancolía. Las hojas que antaño vestían orgullosamente de fogoso verde las forestas de Lilias se arrugaban y, en breve tránsito, enfermaban, amarilleaban y cedían ante el ímpetu de los vientos que anunciaban el advenimiento del invierno dejando desnudos y desvalidos a los árboles.

Mientras, los caminos conducían con prisa a los lugareños al villorrio, hacinado al amor de la taberna, igual que manos que se atrincheran junto al fuego, para combatir los rigores de la estación del hielo. Las frescas risas de los

festivales de primavera, ese efímero tiempo de cerezas en el que la vida expande promesas sin nombre, mentiras que permiten perpetuar el ciclo de la vida, habían sido barridas por las premuras con las que el frío penetraba en los huesos.

Arriba, aferrado con terca mezquindad, el gastado castillo del señor feudal desafiaba a las estaciones en una guerra centenaria perdida de antemano. Nadie puede vencer al tiempo.

Pero nada de eso parecía preocupar a los laboriosos y resignados pobladores del valle de Lilias que acudían en masa al "Sauce Triste" llenando la espaciosa posada. Nadie, incluidos tullidos y enfermos, quería perderse la historia de Tarán narrada por el último hombre que lo vio con vida: el bardo Argando.

La sidra y el "pan de lluvia" se consumían vorazmente. Los elevados precios era el modo en que los allí reunidos financiaban el espectáculo. Venerables ancianos recordaban las cosechas de los buenos tiempos. Enamorados se despiojaban, con lánguida ternura, las largas melenas. Niños, con sus ropas impregnadas de hollín, fermentaban travesuras. Gastados padres de familia acordaban ventajosas bodas al tiempo que intercambiaban noticias sobre el nacimiento de los corderos y se mostraban pesimistas sobre los trabajos que les depararía el verano y el escaso provecho que de ellos obtendrían. Matronas engalanadas comentaban, con naturalidad cristalina, aquellos secretos que sus hombres jamás conocerían.

De repente, varias personas se acomodaron con sigilo en un improvisado escenario que Grehaj, el tabernero, había instalado y comenzaron a entonar, con

instrumentos pulcros pero ancianos, melodías almibaradas al principio y heroicas después. Un progresivo silencio permitió que la música cautivara a los

apretujados espectadores. Habían venido a soñar, a saciar esa necesidad tan humana que no es otra que la de oir historias y vivir, por breves momentos, otras vidas. Gozar, de prestado, con destinos que jamás serían suyos.

Una joven del grupo depositó reverencialmente junto a su silla un instrumento metálico por todos desconocido. Sus albas ropas y su rostro puro captaron la atención del público. Adud permaneció de pie, indiferente y frágil.

-Cabalgando a través del infinito con su parsimonia eterna el Jinete de la Creación adoptó la forma de un gigantesco caracol, el cual esparció con vehemencia su semilla de razas, animales y vegetales. Así, entre otros, surgió el hombre el elfo, el troll, el enano, el duende, el gnomo, las hadas y muchas especies hoy olvidadas. Cuando contempló su villanía y su atrocidad sin límites lloró amargamente por el fruto de su semilla y así nació la lluvia -se detuvo un instante-. Por eso, después de la tormenta, nace el arco iris y los caracoles acuden a su llamada para rendir pleitesía pues ellos, a diferencia de nosotros, no han olvidado. Los miembros de la compañía del bardo Argando recorremos en

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peregrinaje naciones enteras para impedir que todo aquello que ocurrió

desaparezca de la memoria. Pues nuestro pasado son las raíces que nos sujetan a la vida cuando los vientos de infortunio soplan.

Argando, ayudado por dos miembros de su grupo, logró subir al escenario. Pese a su evidente decrepitud conservaba un carisma que penetró raudo en el auditorio.

Lo sentaron. Su voz sonó firme:

-Pese a que el tiempo pobló de canas mis cabellos primero para despojarme de ellos después, mi memoria aún puede recordar cómo Tarán, el último héroe, fue huésped de mis padres en la lejana Grenia y el relato sobre sus orígenes. Siendo sexto hijo varón nadie me echó de menos cuando abandoné la comodidad de las tierras de mi padre, el gran duque, para recitar fragmentos de esa historia.

Difundirla ha sido mi mayor placer y, afortunadamente para mí, fuente de sustento.

UNA LAGRIMA

Hace miles de generaciones los inmortales elfos, el primer pueblo, el pueblo más culto y sabio que habitara esta tierra, encontraron a través de su magia el

camino hacia una trascendencia superior. Lo abandonaron todo y emigraron lejos de este mundo, allí donde los cuerpos no eran necesarios.

Pero una doncella elfa, cuyo nombre Tarán jamás reveló, renunció a su inmortalidad para permanecer junto a un humano que había combatido en las batallas de los Días Antiguos al lado de los elfos. El amor nos convierte en necios pero ¿merece la pena vivir sin amor?

Mas su felicidad resultó breve pues la peste arrasó aquellas tierras y el humano murió.Ella lo enterró en los bosques de Dhor-Helm, en los que había vivido con su raza. Y moró allí, en las vacías estancias en las que había sido dama de compañía, durante años sin número cuidando de los animales y plantas más delicados que, sin el poder benefactor de los elfos, se extinguían.

Pasó mucho tiempo hasta que una noche llegó la Muerte a su castillo y se sentó a su mesa. Ella, reconociéndole, sonrió con tristeza y la invitó a compartir su cena.

-Mantengo el equilibrio.

-¿Ha llegado mi momento?

-Sí. Pero antes quisiera hablar contigo pues nunca antes tomé la vida de un Inmortal.

-Para mí no existe diferencia pues muchos de mis amigos de la infancia murieron en la guerra. Las victorias poseen un reverso amargo.

-Pero entonces yo no existía. Fue tu raza la que me creó. Ellos se iban y nadie controlaría el ciclo de la vida. Ése fue el precio exigido para poder entrar en un mundo donde el cuerpo no fuera cárcel para el alma.

Y durante el mes en que la Muerte y la última de los elfos estuvieron hablando no murió nadie.

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La Muerte contempló cuanto quedaba de la sabiduría del pueblo que la había creado y aprendió cuanto pudo pues su apetito de sabiduría todavía era enorme por aquel entonces. Pero un atardecer centenares de buitres poblaron el cielo

anaranjado en muda protesta y la Muerte comprendió que no podría demorar más su visita.

La elfa, que había renunciado a todo por amor, estaba llorando arrodillada junto a una insignificante flor de tonos grises.

-¿Por qué lloras? –se asombró la Muerte- Sabías que este momento llegaría si yacías con un humano.

-Cuando yo nací aquellas montañas, ahora casi despobladas, eran un vergel habitado por unos árboles de hermosura sin par. Brotaban de flores frágiles como ésta. Tardan más de quince siglos en llegar a su estado adulto. Luego, resisten todos los embates del tiempo y la naturaleza. Durante todos estos años he

plantado las pocas semillas que mi gente olvidó aquí, pero todas murieron, salvo ésta. ¿Sabes por qué?

-No - repuso la Muerte con una mezcla de curiosidad e impaciencia-

-Aquí, sobre esta tierra, yace mi esposo. Poco a poco la flor languidecía, mis cuidados fracasaban pero un día pudo hablar. El único elemento que le faltaba para crecer era amor. Ahora morirá, y el máximo placer de los elfos, pasear entre los taranes y conversar con ellos en las noches de lluvia, también perecerá.

La Muerte tomó la vida de la dama elfa y retornó a su macabra misión. Pero, a su pesar, regresó a los parajes del antiguo reino de los elfos tres lunas después.

La flor estaba desmadejada y marchita. La siniestra señora se conmovió y le habló:

-Deben existir reglas para que el universo funcione.

La planta se retorció en el suelo al recibir un embate del viento. La Muerte contempló largamente a la planta. Percibía un sentimiento puro. No se trataba de vil rencor. Era indiferencia condimentada con desprecio.

-Debía tomar su vida. No había elección. No es fácil matar a tu creador -suspiró- ¿quieres vivir?

-Claro -respondió la flor- Pero no puedo. Los taranes somos un colectivo, sólo podemos subsistir en sociedad. Soy el último. Triste privilegio. Hasta ahora, debía permanecer a su lado. Me necesitaba. Sin ella, debo aguarda mi sino. Sigue tu camino.

-No resistirás otra noche.

-Cierto.

-La doncella elfa lloró por ti. Guardé una de sus lágrimas - confesó la Muerte- En ella se contienen muchas virtudes de los inmortales y los defectos de los hombres pues ella fue ambas cosas.

De nuevo la flor guardó silencio.

-No puedo esperar siglos y siglos así que te diré lo que voy a hacer. Te transformaré para que viajes por el mundo a tu antojo. Te doy un regalo: la vida. Y te castigo con una maldición: la libertad. Pero jamás podrás regresar aquí. El paraíso no es para ti... porque ya no serás un ser puro.

-Déjame pensarlo esta noche. Mañana te daré una respuesta - refutó la flor.

-No puede demorarme en un sitio tanto tiempo. Además... tú y yo sabemos que no habrá un mañana para ti.

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-Prefiero quedarme en Dhorm-Helm.

Enojada y contrariada ante la inesperada negativa la Muerte arrancó de cuajo a la marchita flor de tarán y abandonó aquellas tierras arrojándola en una yerma llanura. Entonces derramó la lágrima robada sobre ella. Y esa flor se convirtió en un hombre de rasgos enérgicos, ojos verdes y pelo escaso, como el de un recién nacido.

-Te llamarás Tarán – sentenció despechada, y desapareció.

Tarán, desnudo y confuso, recibió con alegría el frío del amanecer. Le costaba caminar y tropezaba continuamente pues no lograba habituarse a su nuevo cuerpo.

Piedras y más piedras. Frío. Frío en un yermo interminable. La sed lo consumía.

¿Quién soy? O mejor dicho: ¿qué soy? ¿Elfo? ¿Hombre? ¿Planta?

Su continuo caminar entre las piedras convirtió sus pies en una helada pulpa sangrante, sangre verdusca, oscura, sangre que resistía a huir, que la

temperatura soldaba. Se encontraba enormemente cansado y desorientado. Sus instintos de planta se dormían con celeridad mientras que los de hombre todavía no había despertado. A lo lejos divisó una débil columna de humo. Fuego. Como ignoraba dónde se encontraba le pareció que avanzar en aquella dirección le descargaba de la duda. Ya tenía un destino.

Anochecía cuando alcanzó su meta. La luz huía rápidamente en un espasmo sanguinolento dejando espacio a la noche. Piedras ennegrecidas, huesos

esparcidos y defecaciones negruzcas constituían sus únicos anfitriones. Aquellos huesos... no parecían los de un animal. ¿Dónde le había arrojado la Muerte?

No tengo comida. Ni agua. Ni ropa. Ni armas. Los posibles habitantes de estas tierras parecen hostiles. ¿Para qué me dio una vida que no deseaba? ¿No es ésta un puente entre dos nadas?

-Hola, hermano - saludó el pequeño cactus. Tarán se aproximó con delicadeza.

Fuertes pinchos. Defensa. Una corteza gruesa para retener el precioso líquido.

Sonrió. Hermano.

-Creía que los viajeros rajaban a los de tu especie para extraer agua.

-Soy venenoso.

-¿Quiénes eran?

-Sarbidis. Una docena, dos prisioneros humanos y el enano al que se comieron.

-Un pequeño grupo. Los evitaré.

-Desde que llegó el verano han ido atravesando estos pedregales. A veces eran grupos numerosos. Iban a una guerra.

-¿Encontraré agua al norte?

-Sí. Pero, tal vez, también la muerte - y el diminuto arbusto se durmió.

Sarbidis. Tarán recordó las lecturas dulcemente prodigadas por la dama elfa en aquellas delicadas tardes de eterna primavera en Dhor-Helm. La realidad poseía un sabor más afilado, una dureza febril que se alojaba en el estómago llenándolo de piedras. Y así conoció el miedo. Los sarbidis no sólo devoraban a sus

enemigos sino que, en épocas de hambruna, también se comían a sus ancianos, luego a los niños y, si la escasez persistía, a sus mujeres. Caníbales salvajes, sin leyes y sin miedo.

Tarán rebuscó, con una minuciosidad cautelosa (dictada por el miedo), entre las piedras y obtuvo una recompensa inesperada: los harapos del enano. Cubierto con ellos logró mitigar el frío y, por la mañana, fabricó unas toscas botas de tela.

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Al tercer día encontró nuevos rastros del grupo. Se habían comido a uno de los humanos. Se avalanzó sobre las ensangrentadas ropas del desdichado. Con los dientes esparcidos en el suelo pudo cortar su magro tesoro. Fue entonces cuando decidió, pese al riesgo, seguir a los sarbidis. Ellos le mostrarían un camino para salir del desierto, del reino sin fuego, del vacío - decorado a toda prisa- con piedras y hielo que los dioses crearon para aislarse y meditar. Anduvo toda la noche tras el rastro de los sarbidis. Su olor, una nauseabunda pestilencia, se hacía cada vez más fuerte.

Pero, cuando todavía los tibios pétalos de las flores de cactus se mostraban tímidos a los primeros balbuceos del día y se desprendían las legañas gélidas de un rocío incongruente en el imperio del calor, descubrió una sensación nueva: el hambre. Conocía su significado, pero jamás lo había experimentado. Carecía de raíces para hundirlas en el hielo, hurgando en los resquicios que las piedras ofrecían y penetrar en la tierra para buscar sustento. Necesitaba comida. Comida de hombre.

Le despertaron unos espeluznantes alaridos de pavor y roncas carcajadas. Los sarbidis estaban sodomizando al último humano. Luego se lo comerían. Se tapó los oídos con espanto. No les tenía miedo sino asco. ¿Para qué tanta crueldad

gratuita? Súbitamente los gritos cesaron. El humo se elevó hacia el cielo en busca de un imposible y pagando, con la presta extinción, su atrevimiento. Luego llegó el olor de carne lamida por el fuego y, sumido todavía por el rechazo más profundo hacia aquella raza de salvajes, se percató de que nunca había comido.

¿Sabría comer? Se utilizaba la boca. Nada más conocía. Aquella perentoria necesidad le resultó repugnante.

Se aproximó con cautela para poder contemplar al grupo. Los sarbidis eran rojos como tomates, con abundantes pústulas azules. Su nariz era diminuta y curva, sus sucios y prominentes colmillos, desproporcionadamente gruesos. Vestían

mugrientas ropas de cuero. A su alrededor yacían armas de toda clase. Armas pesadas, muy apropiadas para sus peludas manos de cuatro deformes dedos. Hachas con los mangos sobados por el sudor. Espadas melladas. Escudos abollados,

pigmentados con emblemas de significados borrados por el tiempo. Y también bultos. Intuyó que se trataría de provisiones para el resto del viaje... para cuando ya no hubiera carne. Para cuando se hubiesen comido al ganado.

Tan pronto como partieron se acercó para examinar el campamento. Con una tibia, cuerdas apretadas y una piedra convenientemente afilada fabricó una rudimentaria hacha. Suspiró. El momento de la verdad había llegado. A lo lejos intuía las montañas con sus perennes picos nevados. Ésa era la meta a la que nunca llegaría sin comida ni bebida. Ahora no seguía al grupo. Lo perseguía.

Los sarbidis dejaron a un solo centinela. Sólo tendría una oportunidad.¿Y qué?

Sólo había dos opciones: matar o morir. Mas pronto se percató de que no disponía del privilegio de elegir. Sólo le quedaba una acción con dos resultados

alternativos. Éxito o fracaso.

En la noche los sarbidis dejaron a un solo centinela. Su mano experimentó una sacudida brutal que recorrió todo su brazo hasta acabar en el hombro. Dolor bastardo, dolor nacido de una determinación bastarda, dolor parido por la desesperación. De este modo supo la locura que otorga la desesperación.

Depositó toda su rabia en el golpe. El cráneo ovalado se hundió. La tibia con la que manejaba tan tosca e improvisada hacha se deshizo en añicos. Permaneció

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quieto. Nada. El breve momento de silencio duró una eternidad. La luna se ocultaba pudorosa, como negándose a contemplar otra vez una escena reiterada y aburrida.

Se apoderó del cuchillo, gastado y de tacto áspero y desagradable. Y descendió con sigilo. Los rescoldos le guiaban. Cuatro sarbidis más durmieron el sueño eterno. Nadie le había enseñado a matar pero la desesperación es una maestra persuasiva. El resto despertó entre gruñidos. Un sarbidi se precipitó sobre él y su cuchillada intuitiva abrió una profunda brecha en el cuello. Comenzó a correr.

Los siete sarbidis le siguieron rabiosos. Pronto Tarán descubrió que eran lentos y que podía dejarlos atrás con facilidad, pese a su cansancio y las ampollas que habitaban en sus pies. Menguó el ritmo. Debía fatigarlos. El más veloz se

destacó del grupo y Tarán permitió que se acercara. Sin dudarlo cambió el rumbo y se lanzó sobre el sarbidi. Lo cosió a puñaladas. Antes que los demás pudieran alcanzarle reemprendió su carrera.

Tarán había acariciado la idea de repetir el truco pero ahora los sarbidis

mantuvieron su formación en semicírculo vomitando odio a través de sus cuernos de caza. La elfa mentía. Eran malos, pero no idiotas. Debía encontrar un

escondite. La espada del sarbidi apuñalado le había herido en un costado y le costaba respirar. Durante la breve pelea ni se había dado cuenta.

-Hermano, ven aquí – gritaron los zarzales-. Escóndete entre nosotros y nuestras espinas te protegerán.

Las ramas se abrieron para cobijarlo y se cerraron tras él con precisión. Tarán, jadeante, contempló desde su escondite a los cazadores con sus rostros

congestionados por el esfuerzo y deformados por la ira. Permaneció oculto hasta que los sonidos se perdieron en el desierto de piedra.

Hermano. ¿Soy un árbol, un elfo o hombre?

Cuando los cuernos de caza no volvieron a ser oídos, las zarzas se abrieron.

Murmuró un agradecimiento y de nuevo corrió como un poseso hacia el

desguarnecido campamento. Allí encontró ropa, alimentos, una espada liviana que arrancó de la manaza rígida del sarbidi que había apuñalado mientras dormía y agua. Acarreó cuantas provisiones no podía llevarse hasta la sima de un

precipicio y las arrojó al hambriento vértigo condenándoles así a la guerra entre ellos.

Poco después una catarata de lágrimas de agua y barro se desparramó sobre el gélido desierto. Tarán descubrió que podía reír. Y, escondido bajo el manto de la tormenta, se alejó hacia las montañas.

La noche se ha escurrido como arena entre los dedos. La vida desaparece de los ojos del anciano bardo y los instrumentos saludan el primer relámpago de luz que anuncia la aurora. La magia del narrador se esconde y los presentes parecen despertar de su hechizo.

2ª parte

PHOKSUMDO

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-No parece un charlatán - refutó el escriba -Me cuesta creer esta historia.

-Tal vez, pero eso explicaría tantos enigmas.

-El héroe al que hemos reverenciado era... una planta. ¿Vaciló?

-Ni una sola vez. Me costó seguir su ritmo y registrarlo todo para vos.

-¿Le crees?

-Con esta clase de gente nunca se sabe, señor conde.

-No te ocultes tras palabras vanas. ¿Le crees?

-Sí, señor.

-¡Mierda con miel! No puedo haber regido mi vida de soldado por los códigos de una planta.

El Conde Agrietas Ojos Grises lo había tenido todo: antiguo abolengo, aventuras, hermosas mujeres, riquezas, valor, sonadas victorias militares y una reputación de salvaje carnicero que le llenaba de orgullo. Pero ahora, en el ocaso de su vida, ese todo se le antojaba vacío, desprovisto de sentido. Emprendió una última aventura que dejase su nombre escrito en la historia: atacar a los últimos sarbidis en sus guaridas. Así emularía a Tarán, el soldado perfecto.

Ganó tres batallas pero quedó arruinado pues apenas hubo botín. Hombre de palabra, se vio obligado a vender cuanto poseía con el único objeto de lograr pagar a sus mercenarios. Ya no era rico ni envidiado. Su fiel caballo Aremo le había arrastrado en su caída condenándolo a no volver a caminar. Él mismo lo sacrificó en un acto caridad. Aremo, con las patas quebradas, merecía mejor suerte.

Fue entonces cuando, alojado en su última propiedad, tan lóbrega que nadie la quiso comprar, descubrió los libros. Devoraba la biblioteca de su tatarabuelo y escribía, con descarnado estilo militar, deshilvanadas historias narrando sus violentos treinta años como condottiero. Mas, ni siquiera esos pequeños ingresos, le reputaría beneficio alguno pues el dinero iba a parar a sus acreedores. Sus acreedores, fuente de permanente inspiración.

Las viejas y desdentadas criadas traían piedras recién extraídas del fuego para calentar su lecho. No había nada nuevo en su vida. Comer, escribir, dormir. Y un eterno frío que le roía las entrañas.

-Gumair, traedme a ese hombre. Y alejad de mí esas sanguijuelas. Basta de sangrías.

Tres días después la compañía ofrecía su segundo recital. Los días se acortaban del mismo modo que la esperanza de los jóvenes cuando crecen y comprueban cómo es el mundo. La nieve había aparecido, con timidez pero empecinada, y los lobos, cada vez más azuzados por el hambre, se volvían más osados convirtiendo cada viaje en un desafío.

La música relajó el ambiente. El anciano parecía más acabado, más triste y al mismo tiempo, más seguro, su voz tomó posesión de las almas de los allí

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presentes.

Las montañas le mintieron durante muchos días. Aparecían allí, al alcance de su mano, pero las inacabables jornadas de duro caminar se sucedían sin que lograra aproximarse. Tarán desesperó. Sus pies apenas soportaban ya los continuos pinchazos de las afiladas piedras y las piernas, abotargadas, rígidas y

doloridas, apenas le obedecían. El estómago le dolía continuamente y aprender a comer suponía una tortura añadida.

Cuando estaba a punto de dejarse caer, la inmensa cordillera apareció ante él como un muro infranqueable. Pronto hubo vegetación, halló agua en la que saciar su sed y las plantas guiaron su camino. Así llegó al inmenso lago Phoksumdo. Sus aguas color turquesa alimentaban un inmenso bosque de abedules y el río, que allí expiraba impidiendo que el lago se secase, fluía alegre y diáfano.

Sació su sed y durmió bajo el cielo magenta. Permaneció allí mucho tiempo intercambiando noticias. Los abedules, perezosos, no se prodigaban en las conversaciones. Su avidez de conocimientos y su conversación perpetua le granjearon el apodo de Hurmeke -apresurado- pero finalmente su tenacidad pudo más y los abedules se acompasaron a su verborrea.

Decidió establecerse allí un tiempo más. El profundo lago que le daba el elixir de la vida, el agua, cautivó su corazón; los peces voladores escapando de sus perseguidores marinos trazando estelas sobre el lago, el diamante extenso de la luz de la luna brillando sobre las aguas, la gratificante humedad de las

continuas lluvias, el amanecer perverso pero tan hermoso como un ángel caído y las noticias que los abedules le proporcionaban. Decidió habitar allí.

Pero las estaciones pasaron y, sin darse cuenta, se convirtió en el protector del bosque, en el guardián. No fue algo premeditado. Nadie lo coronó como tal.

Phoksumdo necesitaba un jardinero y nadie daba tanto a cambio de nada. Además, él podía sintonizar con el agua del lago y con las montañas debido al candor del niño que era.

Fueron aquellos días despreocupados los más felices para Tarán. No comprendía cómo elfos, hombres y enanos -razas sabias- se amontonaban en ciudades. Por lo que la dama elfa le había leído, él había llegado a la conclusión de que las

ciudades matan la vida porque no te permiten pensar.

Aprendió a cazar, se acopló a los ritmos de la naturaleza y el arte de la

esgrima emanaba de sus entrañas como germen de los antiguos elfos. A veces los sarbidis hacían su aparición. Phoksumdo era profanado. Cortaban árboles,

quemaban parte del bosque y construían cárceles para hombres y enanos cuya carne vendían a los trolls. Tarán siempre acaba con ellos. Había progresado - en parte por imitación de los propios sarbidis y en parte reproduciendo las peleas de los machos en celo de las especies que moraban en Phoksumdo- en el arte de la lucha pero el precio fue desmedido: el odio ya había penetrado en su corazón.

La nieve reinó una vez más y la caza se hizo escasa. La ciencia de los cepos,

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tosca al principio pero dictada por la supervivencia, se había perfeccionado.

Nunca cazaba más que lo imprescindible. Y él silbaba alegre, enamorado del brillo del sol sobre la nieve. Todavía no era tiempo de dormir pese a que los osos ya se habían despedido de él retornando alegres sobre sus repletas tripas a sus refugios de invierno.

Y un día llegaron los duendes. Habían forjado un pacto de sangre con los abedules y ellos, en su continuo peregrinar, llegaban de vez en cuando a

Phoksumdo curando las enfermedades de los árboles. Pero aquel año comprobaron que una mano experta había cuidado de ellos durante su larga ausencia.

Tarán observaba su discreto deambular por el bosque. No eran agresivos y ya no era tan curioso. Siguió ocupándose de sus propios asuntos pues ya llegaba el tiempo de dormir hasta la primavera.

Un día los duendes le convidaron a cenar para conocerlo puesto que jamás habían conocido a un hombre con sus conocimientos. Tarán sonrió. Al parecer los

abedules no habían contado "todo" a sus benefactores.

El duende encargado de transmitirle la invitación era joven, delgado, con su melena rubia engalanada con flores y sujeta por los zarcillos de sus rizos. No llegaría a los 150 centímetros, su faz era dulce y pícara. Vestía un traje gris verdoso rematado en un gracioso y delicado cuello de cisne. Había aparecido cuando el sol agonizaba. Tras un acrobático salto esbozó una pintoresca reverencia y repitió su mensaje.

-Quien comparte vuestra comida ya nunca puede regresar al mundo normal. Yo soy el Guardián del bosque, al menos mientras éste quiera, y no pienso emigrar con vosotros hacia vuestro destino cuando el hielo se torne en agua.

-Los abedules te avalan. El pequeño pueblo quiere conocerte. Trae tus propios alimentos.

-Aunque mi cuerpo es fuerte soy un recién nacido y desconfío de todo y de todos.

No puedo compartir vuestra hospitalidad.

-¿Por qué no?

-No sé vivir con otros seres que no sean plantas. Además, sois hijos de la luna.

Yo amo al sol. No obstante, quiero agradecer al pequeño pueblo su interés -buscó entre su zurrón de piel- Aquí tienes un regalo verdadero, es un cuerno que sólo yo soy capaz de oír. Si me necesitáis soplad y acudiré.

Con las fuertes nevadas él se dedicó a dormir en su pequeño nicho de pieles.

Sólo despertaba para comer nieve y volvía a su sueño esperando a la primavera.

Transcurrieron dos lunas y el cuerno sonó. Tarán, fiel a su promesa, acudió a la cita. Tres duendes ancianos le esperaban en un claro del bosque.

-Los guanacos grises de Phoksumdo nos han implorado protección. Familias enteras de lobos han llegado a Phoksumdo. Hemos impedido su exterminio pero cuando nos marchemos hacia nuestras moradas del norte ellos quedarán sin protección.

-Yo también cazo guanacos para comer, aunque nunca a las hembras, para que puedan reproducirse. Todos somos comida.

-Cuando nazcan los nuevos retoños ya no estaremos. La jauría creciente de lobos

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impedirá que los guanacos grises jóvenes sobrevivan. El gran rey guanaco, Urus, ve peligrar su estirpe. ¿Les ayudarás?

-Hablaré con los lobos - replicó Tarán, y se marchó.

Los duendes, que viven entre dos mundos, que son escurridizos, ladinos y astutos, que gustan del misterio, quedaron perplejos pues cuando se manifiestan a otras criaturas son ellos quienes desaparecen y concluyen así la conversación.

No había malsana inquina en la brusca conducta de Tarán. Simplemente era parco en el trato. Los duendes no supieron extraer conclusión alguna de sus palabras.

El lobo que cayó en la trampa se debatió durante largo tiempo. Tarán se sentó con cuidado y esperó a que la esperanza lo abandonara, fumó hierba y comió para reponer sus fuerzas. El lobo siguió debatiéndose hasta que quedo extenuado.

-¿Quién eres? -preguntó al fin.

-Tarán, el Guardián del bosque. Duerme. Descansa. Mañana hablaremos.

-Mañana habré escapado.

-Te diré lo que haremos. Me marcharé tres soles. Si para entonces todavía sigues ahí, hablaremos.

Los dientes del lobo mordieron las correas fabricadas con la sapiencia que la naturaleza había enseñado a Tarán. Sus zarpas hirieron la trampa pero al cuarto día seguía preso y decidió escuchar a aquel extraño hombre de cuerpo duro y fibroso.

-Te escucho, hombre sin pelo.

-Sois demasiados. No hay guanacos grises suficientes y además matáis incluso a aquellos que no os podéis comer. Vuelve con los tuyos y cita aquí a

representantes de cada manada.

Cuando se sintió libre Tarán ya había desaparecido. Y el lobo se revolvió velozmente dejando como única huella de su huida el movimiento tenue de los arbustos sacudiendo la nieve que sobre ellos se posaba.

Los lobos no acudieron a la cita. Tarán, puntualmente informado por los abedules (que despertaron del letargo invernal ante el ruego de los duendes), causó gran mortandad entre ellos. No pasaba un solo día sin que las manadas dispersas sufrieran su letal presencia. Sus aullidos de caza se convirtieron en furiosos

lamentos por los compañeros caídos. Por primera vez en mucho tiempo conocieron la sensación de sus víctimas, de depredadores sin rival habían pasado a ser la presa. Los grupos se hicieron más numerosos y precavidos. La muerte silenciosa persistió.

Una noche de luna llena las manadas se reunieron junto a la piedra lunar llamada Herkstone. Cientos de fauces vengativas se congregaron bajo la tormenta.

Hablaron. Se pelearon. Votaron. Decidieron dividirse en grupos y rastrear el

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bosque pero no obtuvieron ni una sola pista mientras que seguían encontrando cadáveres degollados muertos por Tarán. Y su rabia se transformó en miedo.

La siguiente luna llena volvieron a reunirse. Famélicos y desmoralizados hicieron recuento de sus cuantiosas bajas. Y volvieron a discutir y pelear sin llegar a resultado alguno. Finalmente una joven loba se encaramó a la roca y aulló estremecedoramente hasta que cesaron las disputas.

-Pronto seré madre por primera vez -anunció- No quiero que mis cachorros corran la misma suerte que nuestro pueblo. En el norte no encontramos caza y en el sur nos persiguen con saña. Aquí, un refugio natural, sufrimos la ira de un ser desconocido. Los duendes protegen a nuestras presas por lo que nuestros estómagos están vacíos y nuestros mejores cazadores han muerto en la pelea contra ese hombre - el silencio la animó a proseguir- Quiero amamantar a mis crías en la esperanza, no en el miedo. Hablemos con el Guardián de los bosques de Phoksumdo.

La loba se llamaba Selma y el padre de sus nasciturus, un enorme macho blanco, Grut. Este se unió a su hembra y gruñó con fiereza. Todos enmudecieron. La verdad de Selma cortaba como el acero del hombre. Votaron acudir a la cita.

Sólo quiero vivir tranquilo. Saborear la brisa jugando entre los abedules, los cantos de los pájaros, la caricia del sol al amanecer y el susurro del lago.

¿Por qué he accedido a la petición de los duendes? Me llaman Guardián y afirman que tengo el poder. No sabía el precio. Esta tarea me ha quitado la paz.

¿Es esto el poder? No lo creo. Si los elfos y los hombres luchan por el poder tiene que ser algo realmente placentero. Esto no puede ser el poder. Imponer cosas por la fuerza. Esto no me reporta felicidad alguna. Preguntaré a los duendes qué es el poder. Ellos saben del mundo. Y me lo deben.

Los recelosos lobos no lo vieron llegar. El hombre calvo los había sorprendido de nuevo.

-La enfermedad, la muerte de los que queremos y el dolor enseñan. Habéis sufrido las consecuencias de vuestra propia conducta. ¿Estáis dispuestos a hablar?

--¿Crees que estaríamos aquí de otro modo? -contestó secamente Selma.

-No. La morada del lobo es la sangre.

-¿Que propones?

-Necesitáis carne. Pero vuestra salvaje crueldad os lleva a exterminar las

especies. Cuando los guanacos grises hayan desaparecido... ¿qué comeréis? Los conejos y los pájaros son para la destreza del zorro. Están fuera de vuestras posibilidades.

-Comemos carne. Hemos de matar.

-Sois sanguinarios. Os propongo cambiar de dieta.

¿Qué cazaremos?

-Sarbidis.

3ª parte

El comedor de pecados

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El capitán Lospha sintió la mordedura del frío. Su hombre en la taberna le había puesto al corriente de la noticia que agotaba su escasa paciencia: en el

aniversario de Splúan el herético grupo procedería de nuevo a mancillar el venerado nombre de quien había sentado las bases del código del guerrero perfecto. Tarán era el modelo. El ideal. Y ahora aquel grupo de chusma de mal vivir, de autoproclamados artistas, difundían que el héroe era una planta.

En otros tiempos, en los buenos tiempos de hierro y sangre, de guerra continua, su señor los hubiera suprimido. Ahora, vencido por la adversidad, quería

escuchar infamias sin nombre.

Sus veteranos (con el pelo teñido de verde, según la más estricta costumbre militar) y él impedirían aquel despropósito, cuidarían de la tradición y de la reputación de su señor. Unas puertas cerradas. Una chispa. Sólo eso. Y el fuego purificador solventaría sin estridencias el problema.

Cuando llegaron a la bifurcación de Pies de hierro, así bautizada en honor a los caballeros que se juramentaron para exterminar a todos los sarbidis de Lilias o morir en el intento (que fue lo que aconteció) detuvo su caballo. Sólo el viento los estaba acompañando.

-Cosp, di a la tropa que preparen sus armas. Algo va mal.

-Los animales están inquietos. ¿Emboscada?

-Mis ojos ya no son los de antes. Pero diría que allí hay algo...

Picaron espuelas y se aproximaron conteniendo el pavor de los corceles. La cabeza del joven escriba, embadurnada por el vigoroso rojo de su sangre, les dio la bienvenida. Avanzaron un poco más conteniendo a duras penas el nerviosismo de los corceles. Lospha reconoció a casi todos los desgraciados pese a la salvaje

mutilación. No hacía mucho habían compartido unos tragos en el castillo. Los restos de los emisarios del conde yacían destrozados en un cenagal de sangre que la nieve absorbía lentamente, casi con asco.

-El grupo del escriba -Cosp examinó de cerca los cadáveres reteniendo las bridas de su caballo- Lobos, capitán. Parece que les hemos interrumpido el festín.

-No. No han sido los lobos.

-¿El que se esconde?

-Hay luna llena -apuntó el corpulento Reshart con voz neutra- Y los lobos comen.

-El licántropo... cada vez es más atrevido -musitó Cosp.

-¿Qué hacemos, capitán? -preguntó Reshart.

-Nadie traerá al bardo a nuestro castillo. Ya no hay misión.

-Pero... ¿Vamos a dejarlos marchar? -se indignó Cosp.

-No importa la inmundicia que viertan sobre Tarán si sólo la escuchan siervos incultos. ¡En marcha!

-Hay que acabar con ellos.

-Sí -una sonrisa siniestra mostró los dientes amarillos y carcomidos de Lopsha- Los mataremos en cuanto abandonen el valle. Regresemos.

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Demasiado cerca para el gusto de Reshart aulló un lobo.

Las primeras emboscadas estuvieron marcadas por la desconfianza. Se dice que los líderes son locos dominados por la creencia de que están en la posesión de la verdad, que se autoproclaman con las armas que el destino pone en sus manos, y los héroes, por aclamación, casi a su pesar. Tarán no fue un héroe, nadie es un héroe, los demás te hacen héroe. La grandeza de Tarán no reside en sus éxitos, sino en las causas que defendió.

Los lobos no tenían causa pero le siguieron. Le temían. Le admiraban. No le comprendían. Pero le siguieron. Y así cada sol era una emboscada. Cada noche, una guerra. Cada recoveco, una amenaza. Los jóvenes sarbidis que descendían de sus montañas natales en busca de una vida más fácil, llena de aventura y de saqueos, jamás llegaron a Adimoc.

Superados los recelos iniciales las manadas aceptaron gustosamente la guerra de guerrillas. El uso de la sorpresa, el trabajo en grupo y la disciplina del

cazador eran constantes de su vida. Y la carne de las nuevas presas les gustaba.

Los sarbidis mantenían su fortaleza de piedra y madera de Adimoc. Desde allí comercializaban la carne de sus presos y preparaban, bajo la férrea supervisión del vovoida Traz el astuto, nuevas correrías hacia el sur. Pese al incesante trabajo de Tarán las inclemencias del invierno disimulaban el creciente

aislamiento de Adimoc. El vovoida aguardaba a la primavera para reclutar nuevas tropas ajeno a la carnicería que entre su gente sembraba el acero de Tarán y los afilados dientes de unos lobos eternamente hambrientos.

Cuando las sistemáticas carnicerías prosiguieron, los duendes se asustaron de las consecuencias producidas a raíz de su iniciativa. Hur-en-phal, el rey glotón, reunió a sus ancianos:

-Tal vez hayamos obrado mal.

-¿Por qué, gran rey?

-Cuando desatas una guerra alteras el equilibrio. No sé cómo terminará esto. Los sarbidis reaccionarán.

-La guerra ya era inevitable. Estas escaramuzas no perjudicarán al pequeño pueblo.

-¡La guerra! Debemos avisarles.

-No -respondieron al unísono los ancianos- Nunca.

-No -asintió el rey- Tarán creo que lo intuye. Además, jamás hemos intervenido en disputas de mortales. Partiremos la próxima luna. Hacedlo saber a mis súbditos.

Durante toda la noche un agónico y desalmado quejido anunció la llegada de los trolls. Guturales cuernos de guerra poblaban la oscuridad. Las nevadas no detuvieron su avance. Tarán, furtivo, espiaba sus gestos, sus costumbres, su jerarquía, su poderío militar. Feos, sucios, peligrosos y, lo que era peor, disciplinados.

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Desde Adimoc el propio Traz encabezó un nutrido destacamento de veteranos experimentados. Trolls y sarbidis se encontraron en las nevadas llanuras de Oz profanando su virginal belleza. Bajo el viejo cedro, Rofingunnar, el troll de dos cabezas, y Traz conferenciaron:

-Traemos el tributo para la reina Ar-Vomisa: trescientas cabezas de ganado, sesenta vírgenes y dos mil lingotes de plata.

-Su Perversidad se alegrará de tu puntualidad, Traz. Pero quiere más.

-¡Quiere más! ¡Quiere más! ¿Cuándo no ha querido más? Mis guerreros no podrán ir hacia el sur hasta el verano. En otoño venderemos a los prisioneros. No puedo darle más.

-Su Perversidad es generosa contigo Traz. ¿Quién sino la reina Ar-Vomisa, te

suministra armas e información? Pareces un prestamista humano, tan mezquino como un enano.

-¿Acaso no le pagamos puntualmente?

El viejo cedro transmitía la conversación. Tarán no comprendía las intrincadas negociaciones de ambos líderes. La debilidad del anciano árbol transmitía, con intermitencias cada vez más prolongadas, la conversación.

-¿Qué ocurre? -inquirió Selma.

-No lo sé. Discuten pero no les entiendo.

-¿Hablan de nosotros?

-No. Se insultan, se odian y se enzarzan en sus propias disputas.

-Eso no nos incumbe -dijo la loba (en avanzado estado de gestación).

Tarán quedó solo. Pasaron las horas. El sol creció. El viejo cedro despertó a causa de los gritos. Traz y el troll devoraban a una niña viva, a la vieja

usanza, comiendo uno por cada extremo, simbolizando de esta manera la alianza.

Así pues, han llegado a un acuerdo dedujo Tarán.

-Tu decisión es sabia, vovoida Traz.

-No quiero perder el mando que tanto me ha costado conseguir. Tomar parte en una invasión en solitario siempre es arriesgado pero liderar una buena guerra es

algo que mis viejos huesos añoran -suspiró- Quemar, matar, violar...

-Cosa buena.

-Sí. Cosa buena

-Eres un sarbidi listo, Traz. ¿Cuántos guerreros podrás reunir?

-Hace semanas que ningún sarbidi llega a Adimoc. Me extraña pero lo entiendo:

¿qué puede ofrecerles el viejo Traz? Migajas. En cambio una guerra... eso es distinto. Este verano prepararé mis tropas y en jup del siguiente año marcharé hacia el sur con siete mil asesinos.

-La reina Ar-Vomisa ha pactado con Tur-khan y sus sarbidis de la estepa. Tú arrasas el reino enano desde el Norte, Tur-khan desde el este y el ejército real cargará sobre la capital. Dentro de dos veranos la reina Ar-Vomisa os enviará todas las armas necesarias. La entrega se efectuará en este mismo lugar.

-Prometo que aquí estaré.

Tarán guardó para sí la conversación e inició de manera más intensa la

vigilancia de Adimoc. Los lobos seguían a los emisarios de Traz y, una vez lejos

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del fortín, les daban muerte. Pero algunos mensajeros eludieron su cerco. Tarán quiso seguirles hasta las montañas grises pero los lobos se negaron.

Los duendes caminaban cantando por sus sendas evanescentes. El viaje era más importante que la promesa. Llegar, menos interesante que caminar. Tarán los maldijo. Criaturas egoístas.

Decidía regresar cuando un leve sonido reveló que le seguían. Extrajo su daga y se ocultó. Un duende apareció entre los árboles. Soltó un bufido de decepción cuando descubrió que la pista había desaparecido. Tarán cayó sobre él.

-¿Por qué me sigues?

-¡Imbécil! Suelta a la pequeña Ilga.

El diminuto duende perdió su sombrero y una cabellera larga desplegó su dulzón perfume de nenúfares. Una hermosa duende hundía sus uñas en las manos y muñecas secas y leñosas de Tarán. Este retiró el cuchillo de su cuello pero no la soltó.

Se sintió taladrada por los ojos del Guardián.

-Esto dice mi madre, oráculo del pequeño pueblo: hay un humano en Phoksumdo.

Encuéntralo.

-No lo he visto ni oído. Ni los abedules me han hablado de él.

-Busca al que come pecados.

-¿Eh?

Pero la pequeña Ilga se zafó de la presa y se perdió en el bosque. Tarán no la persiguió. Sólo el sombrero en la nieve daba testimonio de que no había soñado.

Busca al que come pecados.

La cercanía de la época de la perpetuación de la especie hizo a los lobos más remisos a continuar el acoso a los sarbidis. Todavía continuaban las tormentas invernales y los pocos que intentaron llegar a Adimoc sucumbieron ante el acero de Tarán que, alejado de los bosques, había perdido su habitual tranquilidad.

Demasiada actividad, no podía estar en todas partes. Se tornó huraño.

La llamada del vovoida Traz a una guerra con grandes promesas de botín ya era conocida en las lúgubres montañas grises por todos los clanes. Los abedules acordaron dormir y dejaron de ayudarle. No es nuestro problema, argumentaron.

4ª parte

Tarán vagaba como un loco: ora regresaba a Phoksundo, ora se amparaba en la noche para espiar las defensas de Adimoc soñando un asalto imposible.

¿Por qué me afano? Los sarbidis irán a la guerra lejos de Phoksumdo. La vida resulta demasiado hermosa como para desperdiciarla odiando. El odio produce el mismo efecto que el fuego en la madera: consume a quien lo alimenta.

Y Tarán regresó al bosque, dejó sus pertrechos de batalla y olvidó la guerra.

Los lobos volvieron a cazar guanacos. Y más y más sarbidis llegaron a Adimoc.

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La primavera fue espléndida y el verano llenó hasta los bordes el vaso de su felicidad. Se dedicó a la pesca y compartió sus alimentos con los osos. Aquel año no hubo duendes en Phoksumdo. Los abedules, que temían que Tarán hubiese terminado por implicar al bosque en la guerra, suspiraron aliviados. Algunas veces Tarán observó los entrenamientos y las marchas de los sarbidis. No es mi problema, quiso convencerse.

En otoño los sarbidis empezaron a penetrar en Phoksumdo. Al principio sus estancias eran cortas y sus movimientos, cautos. Necesitaban leña. Tomaban lo necesario y se marchaban. Pero pronto perdieron el respeto a la hostilidad del bosque y se demoraban cortando árboles y provocando incendios. Tarán no actuó.

Los lobos volvieron a pasar hambre y trataron de acosar a los sarbidis. de

Adinoc. Más ahora éstos eran fuertes, experimentados y mortíferos con sus armas.

La promesa de la guerra y el entrenamiento que ésta exigía les hacía presa difícil. Selma se presentó ante Tarán solicitando ayuda. Éste se encogió de hombros y desapareció.

Un nuevo sueño alimentaba su corazón: el mar. Antes de que llegasen las nieves y los caminos resultasen impracticables emprendería su trayecto hacia el calor. Se había pertrechado de alimentos y fabricado ropa nueva. El oeste le esperaba.

Tan solo faltaban dos soles para su partida cuando preparaba una de sus últimas cenas calientes silbando una hábil imitación del canto de los ruiseñores. El bosque contenía su aliento, Tarán, alertado, se lanzó al suelo rodando sobre sí mismo para incorporarse y esgrimió su hacha. El hombre casi le había

sorprendido.

-Eres rápido pero hubiera podido matarte con mi arco hace tiempo.

-¿Quién eres?

-No tengo nombre. Perdí ese derecho hace muchos años.

-¿Tampoco tienes hambre? Hay comida caliente para dos.

-No, gracias. El hambre es la única necesidad que tengo saciada. Me alimento de pecados.

-¡El hombre que come pecados! -exclamó Tarán.

-¿Quién te ha hablado de mí?

Tarán lo contempló. Un rostro endurecido pero noble. Una mirada triste camuflada por la tupida melena y una barba que roía sus mejillas. Un cuerpo fuerte y bien proporcionado propio de quien ha sabido envejecer conservando las mejores cualidades. Las piernas algo arqueadas. Un jinete, pensó, los que montan a caballo sufren esa deformación. Serenándose retornó a su sitio junto al fuego.

-Algo sé.

-Los abedules me han implorado ayuda.

-Phoksumdo suele pedirla... cuando le interesa. Te deseo suerte.

-La nuestra es una vida solitaria. Da tiempo para pensar.

-¿En qué piensas tú?

-Soporto los pecados de otros para que ellos puedan dormir el sueño de los muertos en paz. Me lamento por todo lo que perdí. Añoro lo que amé.

-La respuesta es no.

-Veo que tú también has pensado. Te comportas como un niño con rabieta.

-A veces asciendo a los montes pelados para saborear el viento y, en la noche, observo luces de ciudades como diamantes. Me pregunto cómo serán las vidas de sus pobladores. Nacemos. Sufrimos. Morimos. No hay más ley que la fuerza. La justicia de los hombres o de los enanos no puede ser mejor que la de los elfos, y ésta era horrible. Tienes razón: soy un niño, un niño sin sueños.

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-Duras palabras en boca de quien no ha sufrido.

-¿Le dices eso al hijo de la Muerte? -el hombre que comía pecados abrió los ojos con asombro para entornarlos rápidamente de nuevo- Soy peor que un cobarde.

Podría hacer algo por cambiar la situación pero no lo hago. Como todos.

Permanecemos quietos mientras los problemas no sean nuestros problemas. Y algún día terminarán siendo nuestros problemas. Cierro los ojos... como los demás.

-Buen discurso.

-Si no te importa voy a cenar.

-¿Y los abedules? Te acogieron como a un hermano.

-¿Y los desgraciados hacinados en Adimoc como ganado para el sacrificio? No puede haber un paraíso que sea justo, siempre habrá que echar de él a las cosas molestas.

-¿Has preparado tú estos alimentos?

-Con mis manos.

-Sírveme algo. Has de morir para nacer.

Permanecieron largo tiempo en silencio. Tarán comía con avidez y bebía para aliviar el dolor de su garganta pues no estaba acostumbrado a sostener

conversaciones largas. El extranjero comía con un rictus de dolor.

Cuando terminaron se dedicaron a mirar las estrellas. Tarán empezó a sentir sueño. Anhelaba dormir para siempre y olvidar el peso de la existencia, el dolor de la vida, la amargura de la crueldad con que se perpetúa la naturaleza. Fue entonces cuando comprendió que la mejor creación de los elfos había sido la Muerte, el fin de la pesadilla. Dirigió una última mirada al hombre taciturno, recogió sus armas y marchó al lago en pos de un último baño. Se sentía sucio.

Respiraba agitado. Se retorció en una agonía espiritual. Se frotó, como solía la calva y se pinchó.

-No puede ser –murmuró incrédulo. Había comenzado a crecerle el pelo.

Esperó con paciencia a que agonizara la noche y, cuando pudo contemplar su rostro en el espejo de agua del lago, verificó que el pelo que le estaba

creciendo era verde. Permaneció ensimismado, con la mente en blanco, hasta que los ecos de voces roncas y enfurecidas lo devolvió a la realidad. Un nutrido contingente de presos contemplaba las disputas de sus dueños.

-Algún regalo le tenemos que presentar al vovoida.

-No eres el jefe, Fritz, sólo el guía. Si no nos comemos las niñas ahora él se las apropiará. Ya le llevamos suficiente carne.

Los sarbidis se enzarzaron en una trifulca. La voracidad jugaba en contra del llamado Fritz. Sus partidarios lucharon con vigor pero todos sucumbieron. Cuando Fritz hubo sido torturado hasta morir dirigieron su atención hacia las niñas. Se las comieron vivas. Luego cantaron.

Tarán ya estaba cerca. El odio inundó sus venas, apretó los labios, aferró su hacha y se deslizó sin producir otro ruido que el acelerado golpeteo de su corazón. Se mantuvo en silencio y, cuando quisieron reaccionar, ya habían caído destrozados tres sarbidis.

Su hacha, pesada y contundente, descendió una y otra vez. Hasta que cada fibra se cuerpo se acompasó a una fría y precisa furia homicida. El enemigo, mermado, se esparció y empezó a acosarle desde todas partes. Tarán reía como un poseso y había abandonado toda prudencia en la batalla. El pecho gemía en un infierno de calor que le corroía, los músculos se endurecían por el cansancio hasta

parecerle rígidos y torpes y su agilidad disminuía.

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El acoso siguió pero ya no eran suficientes para el éxito. Vacilaron unos instantes y Tarán aprovechó su reagrupamiento para lanzarse sobre ellos

hendiendo cráneos, cortando cuellos y mutilando. Y prosiguió la carnicería más allá del dolor de su cuerpo sostenido exclusivamente por el odio. Al final se apagó el gemido de los caídos y sólo el jadear acezante y ronco de Tarán presidió el campo de batalla.

Los sarbidis habían luchado dejando su ropa hecha jirones y su cuerpo repleto de heridas. El furor de la sangre mezclada con el sudor escocía violentamente.

Permaneció de rodillas tras varios intentos fracasados de incorporarse.

Phoksumdo permanecía quieto. Sólo entonces su mirada fue capaz de ver a la veintena de presos delgados y marcados por la fiebre de heridas infectadas.

Permanecían sentados. Una larga soga les unía por los cuellos. Tarán contempló sus pies calzados por las botas tranquilas, unas sandalias cuyas suelas llevaban hacia dentro cuchillas que destrozaban los pies de los presos que quisieran escapar. En los descansos eran un eficaz método de prevenir fugas. Era preciso permanecer sentado.

Selma y sus cachorros se presentaron en lúgubre y suplicante gesto, aunque con los lobos uno nunca puede saber a qué atenerse.

-Tenemos hambre.

-Po-podéis comeros a.. los sar-sarbidis. No creo... que protesten.

Liberados los presos, acudió al lago y metió la cabeza en el agua bebiendo vorazmente sin lograr aplazar la sed que le consumía. Una mano de hierro lo arrastró hasta la pradera y lo tumbó. El hombre que come pecados le limpió las heridas y luego se las cosió con destreza.

-No llegué a tiempo. Si te hubieran descubierto antes estarías muerto. ¿Estás loco?

-Es posible. No era yo.

-Sí. Sí eras tú. No asignes culpas a los demás. No puedes irte.

-¿Irme? Dudo que pudiera avanzar ni doscientos metros. Hoy no, ni mañana.

-Mira, si buscas en el viaje una manera de solucionar tus problemas pierdes el tiempo replicó-. Podrás dejar atrás todo excepto a tus fantasmas. Viajan contigo.

-Peor para ellos.

-En mi tierra hubo grandes relatos de guerreros torturados que buscaron la redención en la búsqueda y hallazgo de un anillo mágico, una espada elfa o un remedio para el dolor del mundo. ¡Gilipollas! El camino que conduce a la paz del espíritu no consiste en huir buscando algo que nos redima sino en aceptar las cosas como son.

-No quiero oírte.

-El bosque, los duendes, los lobos... todos te han decepcionado. Ten cojones y madura de una vez. ¡Admítelos como son! Frágiles. Envidiosos. Egoístas. Cuando aprendas a aceptar en lugar de esperar tendrás menos decepciones.

-Ya. No es fácil.

-Nadie ha dicho que lo sea.

-Quiero ver el mar.

-No sueñes. La respuesta no está en la huida. Nunca podrás correr más deprisa que tus pesadillas. No me comí tus pecados que abandonaras. Al menos, me debes eso.

El anciano Argando no puede continuar con su narración. Su lengua es un trapo y

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los oídos le zumban hasta no poder oir su propia voz. Está demasiado débil. Todo lo ve borroso. El auditorio quiere más sueño, más relato, más aventura, más vida. Sus ayudantes lo retiran.

Es miércoles. Y las mujeres parten hacia los calientes baños en grupos. Ninguna quiere acudir el viernes pues el jueves es el día de los hombres y éstos dejan todo desordenado, sucio y repelente.

Grehaj, encerrado en su sótano secreto, se apresura a contar las monedas. ¿Quién dijo que el arte no da dinero? piensa con una sonrisa. Lo que no dijo es a

quien, se regodea, pues lo que va a pagar a Argando y su gente no supone siquiera una décima parte del beneficio.

5ª parte

El cuarto estaba invadido por el putrefacto olor de la muerte. Las piernas del viejo bardo se gangrenaban con insultante premura. Los médicos habían discutido por dónde cortar. Su "ponderada" decisión les había llevado a enfrentarse en un reñido duelo del que habían salido magullados y sin diagnóstico. Todos los allí presentes lloraban. No por él, sino por ellos. Nunca fueron talentos, tan solo artesanos protegidos por el renombre del maestro que les permitía comer del arte. La peste, la pobreza, la sequía y el continuo pillaje tras el

licenciamiento de unos veteranos de guerra ya inútiles que no tenían otro modo de ganarse el sustento habían asolado el mundo. Ellos habían escapado al hambre a duras penas.

¿Qué sería de ellos cuando él muriera? Argando, siempre teatral, no cuidaba su imagen. El yermo vacío le esperaba. Todo dolor quiere ser contemplado. Y en él no quedaba ni una pizca de vanidad. Ya no había fuerzas para quejarse. Se acercaba el final.

-¿Cómo os encontráis, maestro?

-No llegaré a terminar el primer ciclo.

-Maestro, tendremos que recortar los mejores fragmentos.

-No importa. Ésta es una tierra pobre y tampoco íbamos a demorarnos mucho más.

-Claro maestro

-Ese olor nauseabundo que soy... abrid las ventanas. Es como al principio.

-¿Al principio? -inquirió sorprendida Sukuva Iffov.

-Sí. Todo mi pasado como noble es una patraña. Los artistas tenemos el deber moral de mentir. La verdad no vende –sonrió desganadamente-.Yo me crié en la calle de la Mierda. El mismo hedor. ¡Cuántos recuerdos! Sí. La calle de la Mierda. Era el fín. Nunca antes había revelado dato alguno sobre su propia persona. Entonces supieron que el viejo agonizaba de verdad. Tenían delante el futuro, pero no sabían qué hacer con él. Tal vez todos... menos Sukuva, que había sido prostituta y, probablemente, retornaría al oficio cuando el grupo se disolviese.

-Debéis descansar- aconsejó Adud, la virgen distante.

-Recuerdo la cuesta por la que descendía lentamente la inmundicia, los rostros corroídos por la sífilis y marcados por la viruela. Yo trabajaba como músico en los más miserables lupanares de Serbia la indomable, ciudad salvaje e indómita.

Y el olor era omnipresente, un olor de sexo áspero e inacabable, un olor a fruta podrida.

-Está delirando. Va a morir.

-Los miércoles negros me quedaba despierto para oír a los hepas (roídos por la lepra) que recorrían con sus siniestros carros y sus lúgubres campanillas anunciando su condición de apestados, las calles al grito monótono de "sus muertos, dénnos sus muertos" y a los niños débiles, a los ancianos y a las esposas estériles se les encogía el corazón pues ninguna autoridad investigaba las desapariciones si un sello hepa -imposible de falsificar- certificaba que el

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sujeto les había sido entregado ya muerto. ¡Cuántos crímenes! Aquella crueldad poseía una pureza...

-Pero... ¿qué está diciendo.

-Los hepas recorrían la ciudad hasta que sus carros estaban rebosantes y

regresaban a su lejana leprosería con comida para el siguiente mes. Así es como Serbia alimenta gratis a sus leprosos: con la carne de los improductivos.

-Maestro, maestro. ¿Qué pasará esta noche? Hemos firmado un contrato y hay que dar un recital.

-Civilización. Todo tiene un precio. En lo más barato, el honor. Los amores son como los testamentos: el último invalida a los anteriores. Y delito es que te atrapen y no tengas dinero para sobornos.

-¡Maestro! ¡El recital! Sólo hemos cobrado un cuarto de lo acordado.

-Es conmovedora tu gratitud Karembou. Me muero y me hablas de dinero. Te pronostico que llegarás lejos en la vida. Has crecido mucho desde que te descolgamos de aquella horca. Siempre supiste la verdad: el arte no llena el estómago, no te viste ni calza, no compra el calor de una mujer ni un buen vino.

Pero no temáis ... voy a morir. Pronto. Pero todavía no.

-No podremos actuar hoy. Hay que retrasar el espectáculo.

-No hará falta -gritó Argando- Traedme el pequeño cofre y dadme a beber la poción que mata a todos salvo a mi pues fue destilada con mi propia sangre cuando, en mi juventud, el rojo elixir de la vida que corría por mis venas estaba su apogeo. No queda mucha... pero no preciso demasiado tiempo.

Y la función pudo reanudarse. Esparcieron incienso para disfrazar el repelente olor. Argando parecía rejuvenecido por el efecto de la poción. "El dolor es, él mismo, una poderosa medicina" había tranquilizado a un preocupado Grehaj.

La costumbre exigía que, para enrolarse en el ejército del vovoida Traz, había que llegar en grupos superiores a la docena y presentarse con cautivos. Sólo así se tenía derecho al botín. Conforme se incrementaba el caudal de los ríos ante el deshielo nuevos grupos marchaban hacia Adimoc. Tarán los iba eliminando y así fue liberando humanos y logró formar un pequeño ejército. Si necesitaban armas o alimentos los robaban a los sarbidis.

Con dos antiguos caballeros y algunos oficiales instruyó a sus tropas. Iba y venía. Para todos tenía una sonrisa, una palabra amable, un chiste. El fracaso era el final más probable pero no existía alternativa. El odio motivado por la pérdida de sus hijos, de su patrimonio, de su orgullo, constituían motivo suficiente. Sonreír antes de morir. La durísima instrucción militar continuó.

Cuando los consideró preparados reanudó las hostilidades. Sus incursiones eran cada vez más atrevidas e incluso las patrullas que proporcionaban el forraje a Adimoc fueron eliminadas con letal eficacia. Y cada día el éxito les volvía más atrevidos. Pequeñas victorias antes de la derrota, reflexionó contrito Tarán.

El vovoida Traz envió doscientos sarbidis, infantería de choque, con pesadas armaduras y tenacidad probada en su búsqueda. Durante dos semanas anduvieron tras pistas falsas. Aprendieron pronto a permanecer unidos pues los guías y los espías desaparecían. Tarán contuvo a sus hombres, que buscaban venganza rápida, pues cada día que pasaba los sarbidis andaban más desorientados.

Pero Urdipo, el oficial al mando, había recibido órdenes tajantes: o volver victorioso o no volver. Y el juego entre el ratón y el gato prosiguió. Una lluvia rabiosa se abatió durante varios días sobre las agotadas tropas. Apenas podían verse. Y su agónico caminar entre el barro minaba sus energías. Bajo la cortina de agua roían sus galletas en silencio.

Un atardecer, cuando finalizaban su marcha sin rumbo, se desencadenó un ataque

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sorpresivo. Tarán obtuvo la liberación de los pocos presos que todavía

engrosaban la despensa de la tropa. Urdipo supo, sin ningún género de duda, que todos iban a morir. No hoy, ni mañana. Cuando Él quisiera. Su enemigo esperaría.

Lo había contemplado fascinado, su pelo verde bailando entre el rojo de la sangre y la luz del fuego, su modo de combatir, de ordenar. Regrese o no a

Phoksumdo estoy muerto, concluyó. Logró sofocar un motín y el segundo también.

Eso les proporcionó provisiones durante un tiempo. No hubo más.

Todos los amaneceres el vovoida se asomaba buscando, desde la alta torre, señales de sus soldados. Una mañana, guiado por la costumbre, iba a subir a la alta torre cuando gritos y carreras desviaron su atención. La excitación de los centinelas era enorme. Había alguien en la llanura. Una nube de cuervos impedía la visión. Sin escolta, el vovoida salió al galope y no detuvo el caballo hasta que llegó a su objetivo.

En una horca colgaba Urdipo.

Traz el astuto agradeció el aviso a un jugador tan torpe que le prevenía del ataque. Había perdido doscientos soldados. Una cosa por otra, se dijo. Ningún refuerzo más alcanzó las puertas de Adimoc.

Los lobos se turnaban vigilando la fortaleza. Se mantenían bien visibles pero a una prudente distancia. El hombre que come pecados había propuesto la idea: "Su cometido no es impedir que los sarbidis salgan sino hacerles creer que no pueden salir".

Tarán aprendía las lecciones con rapidez. Estrategia, lo denominaba él.

Picardías, pensaba Tarán. Las variantes eran infinitas. Para aquel entonces ya lucía una poblada melena verde doblegada en coletas rematadas en unas habilidosas calaveras sarbidis trabajadas en hueso.

Como todas las noches Tarán lo esperó junto al fuego. Había traído todas sus lecciones escritas y acotadas con observaciones propias. El hombre que come pecados, repasó con detenimiento el material.

-Ya no puedo enseñarte más.

- Sin máquinas de asedio no podré entrar en el segundo anillo de Adimoc.

-Cierto.

-Y la tierra es dura. La táctica de los túneles no servirá. No dispongo de los materiales ni de hombres experimentados.

-No. Y sin embargo no te veo preocupado.

-Ambos sabemos que fracasaré. Y sin duda no hay temor.

-Te deseo un final heroico, Tarán, hijo de la Muerte.

-¿Por qué comes pecados?

-Yo era el sexto hijo de un humilde granjero. Me reclutaron a la fuerza. Pero tuve suerte y sobreviví. Ascendí mucho, hasta llegar a ser el oficial de confianza del senescal del rey. Los nobles se sublevaron y derrotaron al rey.

Cercaron el castillo y tras varias semanas se declaró la peste. Mi padre, mis hijos, mi esposa, mis compañeros, mi rey. Todos murieron. Para que su descanso fuera eterno alguien debía comer sus pecados. Preparé la mesa. Preparé los alimentos. Realicé el ritual. Esperé tres días. Nadie asumió el deber. Al final, me comí sus pecados. El castillo se rindió y otro monarca se sentó en el trono.

Pero eso ya daba igual. No tuvieron que ejecutarme. Debía vivir alejado de los hombres. Mis gestas se olvidaron. Hasta yo he olvidado mi nombre.

-¿Cuánto hace de esto?

-Muchísimos años. Al principio cuando alguien moría las campanas repicaban y yo acudía al lugar, recibía las ofrendas y comía. Pero cada vez me llamaban menos

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porque se apartaron de los viejos dioses. Y finalmente apareció la reina

Ar-Vomisa. Todos fueron masacrados. Y no pude comerme sus pecados. Cada aniversario de la matanza los gritos de las ánimas me persiguen rogándome lo imposible: que les dé la paz. Purgo los pecados que hice míos y huyo de los gemidos de desesperación de aquellos a quienes no pude ayudar.

Tarán no volvió a verlo nunca más. Sólo muchos años más tarde, cuando rechazó la corona imperial, supo que le había mentido: el hombre que comía pecados había sido el penúltimo emperador, Hig IV el hereje, el gobernante que se resistió a cambiar de religión y declarar la guerra a sus vecinos empobrecidos por la hambruna.

El pueblo lo adoraba. Comerciantes y nobles se avenían a nuevas ideas creencias más provechosas para sus bolsillos. A Hig IV le hubiera bastado renunciar a unas bellas e inútiles ideas propias del pasado pero no lo hizo. La historia es

cruel. Los días antiguos eran leyenda y la vida no perdona, es una violenta riada que se lleva por delante a cuanto se opone. Si no te adaptas la historia, ésta te pasa por encima.

Fue depuesto y encerrado en las mazmorras de su propio palacio con toda su familia y unos pocos fieles. Todos murieron y él tuvo que comer los pecados de quienes le habían amado y servido. Sus enemigos no necesitaron matarlo. Hig IV era, ante sus propias creencias, impuro. Además todo comedor de pecados debía abandonar cualquier posesión material, incluida la corona. Su dinastía había acabado.

Para Tarán siguió siendo el más triste de los hombres.

Traz, harto de aquel cerco silencioso, hosco y sin armas notaba una creciente hostilidad en la tropa y la rebelión en sus oficiales. Así pues, en contra del dictado de su instinto, realizó una salida de su fortaleza. Los lobos

desaparecieron y Tarán no presentó batalla. Le dejó alejarse más y más de Adimoc. Tanto cuanto quiso. Los sarbidis se sabían vigilados pero, ni siguiera con la ayuda de sus hechiceros, localizaron enemigo alguno. Los abedules impedían su minúscula y primitiva magia. Su furia se encontraba sin objetivo tangible alguno.

Tras un deambular sin rumbo iniciaron el retorno. Entonces empezaron los ataques: flechas envenenadas disparadas al amparo de la oscuridad, exploradores decapitados, pequeñas y sorpresivas algaradas en cuanto la tropa perdía la

formación y se desmembraba. Y lobos. Lobos siempre a la vista, quietos, mudos, lejos del alcance de sus arcos. Convencidos los oficiales y los jefes de clanes de la inutilidad de sus esfuerzos pudo obligar a sus tropas a acelerar la vuelta a Adimoc persuadido de que no obtendría la deseada batalla. Una noche la nieve hizo su aparición.

Tarán sonreía. La nieve le convenía. Aramis, su siniestro y avejentado lugarteniente, lo increpó:

-¿Vamos a dejar escapar la venganza?

-No. Debemos tener paciencia! La fruta todavía no está madura. En tres días estarán reventados y habrán llegado a la zona de Fasb.

Al día siguiente, al reunirse Tarán con su variopinta tropa, contempló cómo todos se habían teñido el pelo de verde. Le imitaban. Ya era el líder. Lloró por dentro porque sabía el precio a pagar: enemigos y soledad.

(23)

De mala gana el vovoida Traz, sus oficiales y la caballería concedieron un descanso a la derrengada infantería. Esta era un lastre para su obsesiva

retirada relámpago. Los infantes sarbidis arrojaron sus armas, se despojaron de armaduras y botas y sin respetar ninguna regla se tumbaron en la nieve,

abrigados por capotes, en torno a los improvisados fuegos. No apostaron centinelas.

Desde debajo de la nieve aparecieron los arqueros con cuerpos untados por aceite que les protegían de la congelación. Lanzaron una nube de púas mortíferas.

Apenas ésta hubo cesado, Tarán encabezando (como siempre haría) el ataque, embistió contra los sorprendidos miembros de la infantería. Pronto la pelea degeneró en matanza. En ese momento intervinieron los lobos para rematar a heridos y acabar con supervivientes.

Traz había reorganizado su sólida caballería sacrificando sin escrúpulos a sus hombres. Después de todo sí tendría su batalla. Los humanos, con algunos enanos que tanto habían trabajado en la fabricación de escudos y cotas de mallas,

adoptaron una posición de cuña. La primera fila se protegía con amplios escudos y, ayudados por otro compañero, sostenía larguísimas lanzas. La caballería iba a encontrarse con un mar de acero en su carga. Detrás, los honderos arrojaban una simiente de piedras que fructificaba en una generosa cosecha de heridos,

haciendo más confusa la carga de la caballería.

Traz ordenó la embestida pero los arqueros, que habían rebuscado y arrancado frenéticamente entre la nieve y los muertos sus proyectiles, disparaban ante la confiada embestida de los sarbidis. Los honderos lo habían tenido más fácil. Sus proyectiles eran baratos y fáciles de obtener.

Tras dos intentos de recomponer el cuadrado defensivo de su infantería, el vovoida ordenó la retirada abandonando a su suerte a los que habían quedado atrapados entre los hombres de Tarán. Pero la batalla no había acabado, cada sarbidi peleaba con furia. Tarán perdió a casi todos sus hombres y supo

perfectamente que había vencido simplemente porque el sarbidi no había sabido ganar. El que su habitual comida le plantease una batalla en regla lo había desconcertado. Si hubiese tenido reflejos habría sido derrotado.

Pese a la extendida creencia de que fueron miles los sarbidis muertos, en el campo de batalla quedaron sólo mil doscientos catorce. Aramis contó las cabezas una a una. La victoria tuvo un alto coste: sólo siete hombres y dos enanos

permanecieron en pie. Acabada la energía asesina del combate lloraron

amargamente. Quemaron a sus muertos. Los vientres de los lobos se encontraban tan llenos que tuvieron que tumbarse. La sombra negra que tachonaba el cielo gris metal se descompuso. Había llegado la hora de los buitres.

Adimoc recibió a los fugitivos y cerró las puertas. Cinco días después los lobos reaparecieron. Traz se maldijo por su estupidez y, como siempre ocurre, el que gobierna busca descargar sus errores en sus subordinados. Casi todos los oficiales supervivientes fueron ejecutados. Pero el vovoida no podía matar la verdad. Nadie mejor que él sabía que si hubiera mantenido la cabeza fría, si hubiese leído correctamente el ataque enemigo, Fasb hubiera sido una victoria total.

Aquella infantil táctica era sumamente vulnerable, había menospreciado a los humanos y se había dejado sorprender. Había desperdiciado una oportunidad única.

Había fallado. Necesitaba reforzar su autoridad. Sin piedad hundió sus colmillos en el vientre de su lugarteniente Vado devorándole los intestinos. El resto de la tropa lo imitó gustosamente acabando con los oficiales caídos en desgracia.

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