- ¡Experimentos! ¡Cómo mola! –dije-. Me gustan mucho los experimentos, sobre todo hacer colonia
Nos llevaron por su nave, que era superrara. Las paredes eran cuadrados de luz y hasta el suelo era una alfombra de luz en la que parecía que flotábamos. Por fin llegamos a una especie de
laboratorio, y allí vimos algo que nos aterrorizó: ¡inyecciones!
- Acércate, niño –dijo un alien bajito y gordo que parecía una sandía.
- ¡Yo no! –dije.
- ¡Ni yo! –dijo Alex.
- ¡Traedlos! –ordenó el que parecía el jefe.
Empezamos a correr como si fuera una carrera de banderas de mi cole. Hay tres colores: los verdes, los blancos y los azules. Yo soy del color verde, pero esta vez los verdes eran ellos.
- ¡Papá!, ¡Papá! –gritábamos.
Llegamos ante una redonda de luz roja que había en el suelo, con unas letras extraterrestres escritas a un lado.
- ¡Por ahí, por ahí! –gritó Mónica.
Nos tiramos dentro y nos deslizamos por una especie de tubo de luz, resbalando en sus paredes invisibles. Parecía el tobogán del castillo del terror del Tibidabo. Salimos gritando: “¡Yujuuuuu...!”, y caímos sobre un suelo duro como una piedra. ¡Ay! A pesar de que era de noche reconocí el sitio: era la ermita de la cima del Jabalcón.
- ¡Corred! –chillé-. ¡Corred, sé dónde podemos escondernos!
Yo sabía de otra vez que había subido con mis papás que detrás de la ermita había un aljibe bajo tierra. El aljibe recogía el agua de la lluvia para dar de beber en verano a las ovejas que pastaban en en lo alto del Cerro.
Pero entonces, al dar la vuelta a la ermita nos dimos de morros con una figura siniestra. Era un hombre alto y con cara de pocos amigos, con un pañuelo en la cabeza tipo pirata. El resplandor de una pequeña hoguera le iluminaba desde abajo.
- ¿Qué hacéiz aquí a eztaz horaz, enanoz? –rugió.
- ¡Estamos huyendo de los aliens! –gritó Alex.
- ¿Alienz? ¡Jo, jo, jo! ¿Y ezo qué ez?
Los tres señalamos hacia el cielo, y el hombre aquel vio la bola de luz y se puso a temblar.
- ¡Ozú! –exclamó.
Echamos a correr de nuevo y el tipo nos siguió. En un segundo estábamos en la reja del aljibe, la abrimos y nos metimos dentro. El agua nos llegaba hasta las rodillas y estaba cubierta de cagarrutas de oveja.
- ¡Puaj! –hicimos los cuatro.
- Oiga, ¿y usted quién es? –preguntó Alex.
- ¡Zoy el famozo bandido Comezopaz!
- ¡Aaah! –dijimos nosotros.
- Otra pregunta –volvió a decir Alex–. Oye, Mónica, ¿cómo sabías que allí ponía “salida”?
- No lo sabía, tonto. Lo adiviné.
- Yo también tengo otra pregunta –dije-: ¿¡Por qué no os calláis, que nos van a descubrir!?
En aquel momento una luz inundó el aljibe: ¡Nos habían encontrado!
Nos llevaron de vuelta a la nave. Cogieron al bandido Comesopas, lo dejaron en calzoncillos y lo ataron a una pared luminosa con unos aros de luz alrededor de las muñecas y los tobillos. Para ser un bandido tenía una pinta patética: parecía un pollo sin plumas, y no hacía más que suplicar con un hilillo de voz: “¡Zocorro!,
¡Zozocorro!, ¡Zacadme de aquí, ayudadme!”
El alien sandía se le acercó con una jeringuilla enorme, y entonces me acordé de un chiste muy malo.
- ¡Eh, boca-bit, te apuesto a que no eres capaz de hacer una cosa, por muy viajeros del espacio que seáis!
El extraterrestre era un chuleta también, yo ya lo había calado, porque enseguida contestó:
- Je, je, je. A ver, niño, dime.
Entonces Alex metió la pata:
- ¿A que no eres capaz de atravesar el Sol con tu nave?
- ¡Noo, Alex!
La bola de luz empezó a vibrar y notamos que se movía cada vez más deprisa. Frente a nosotros se abrió una ventana grandiosa, y vimos cómo la nave salía de la Tierra y se dirigía hacia el Sol.
Aquello parecía “La guerra de las galaxias”. El Sol empezó a
hacerse más y más grande, hasta que llenó toda la pantalla con un color cada vez más de fuego. Aunque no hacía calor sudábamos como en agosto. Entonces, la nave aceleró y lo atravesó.
- ¡Je, je, je! –rió el jefe de los extraterrestres.
- Sí, pero ¿a que no podéis traer el Titanic? –se me adelantó
Mónica, que hacía poco había visto la peli y se había enamorado de Leonardo di Caprio, como todas.
- ¡La otra! –exclamé.
La nave alien volvió a la Tierra y se sumergió en el mar. Era
alucinante. Llegó hasta el fondo y allí estaba el barco. Os lo juro. De algún modo nos metimos en su interior y fuimos paseando por los camarotes, por el comedor, por todas partes, y luego el Titanic se elevó y salió fuera del agua, con nosotros dentro.
- ¡Ya está bien! Sigamos con el experimento –dijo el jefe verde polín, mientras el transatlántico volvía a hundirse de nuevo y la nave se elevaba hacia el cielo.
- ¡Un momento! –grité-. ¡Falto yo!
- ¡Ah, claro, tres deseos, como en todas vuestras historias!, ¿no? – dijo el alien mirándome, y los ojos le brillaban como fuego verde-.
Muy bien, niño, pero empezaremos los experimentos contigo, por listo.
- ¡Glub! Pero si no sois capaces de hacer lo que os diga, nos tenéis que dejar libres a los cuatro y marcharos de la Tierra para siempre.
¿Vale?
- Vale, vale –dijo el jefe. Los otros extraterrestres hacían unos gestos que yo creo que es que se morían de la risa.
- Bueno, pues espera –dije.
Empecé a apretar y a ponerme colorado, a pensar en garbanzos y en lentejas, y al fin conseguí tirarme un pedo. Los extraterrestres abrieron los ojos como platos. Y entonces añadí:
- Tenéis que atarlo con una cuerda y pintarlo de amarillo limón.
- ¡Ezo, Ezo! –exclamó el Comesopas, muy contento.
Un ratito después, la bola de luz se situó sobre el cementerio de Zújar y con un rayo nos depositó suavemente sobre una tumba.
Luego, de todos los puntos del cielo acudieron montones de bolas de luz que se juntaron con la primera. Había tanta luz allí, sobre nosotros, que parecía de día. Y de repente el cielo se quedó a oscuras. Sólo las estrellas brillaban en él. Millones de estrellas.
El bandido Comesopas, en calzoncillos, estaba echado sobre una lápida, contemplando el cielo, con una sonrisa de oreja a oreja.
- ¿Le ha gustado el chiste, Señor Comesopas?
- Musho, shaval.
- ¡Eh! ¿Dónde os habíais metido? –dijo el padre de Mónica surgiendo entre las sombras, con mi padre detrás.
Y entonces,... ¡fue buenísimo!: el bandido Comesopas se levantó de golpe, extendió la mano, y dijo:
- Buenaz nochez, caballeroz. Zoy Juan Comezopaz.
Y nuestros padres se desmayaron.