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REVISTA JURÍDICA

de la universidad de león

2021 8

MONOGRÁFICO

EN DEFENSA DE LA CONSTITUCIÓN DE TODOS

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REVISTA JURÍDICA DE LA UNIVERSIDAD DE LEÓN

Revista de la Facultad de Derecho

Universidad de León

MONOGRÁFICO

EN DEFENSA DE LA CONSTITUCIÓN DE TODOS

8

2021

ISSN: 1137-2702

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Campus de Vegazana, s/n 24071 León (España) revistajuridicaule@unileon.es Soporte técnico: journals@unileon.es

© Universidad de León, Área de Publicaciones

© Los autores

I.S.S.N: 1137-2702 (Ed. impresa) I.S.S.N: 2529-8941 (Internet) Depósito Legal: LE-196-1997

Editada por el Área de Publicaciones de la Universidad de León

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SALVADOR TARODO SORIA Derecho Eclesiástico del Estado Universidad de León DIRECTOR

JAVIER FERNÁNDEZ-COSTALES MUÑIZ

Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social Universidad de León

SECRETARIA

HENAR ÁLVAREZ CUESTA

Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social Universidad de León

CONSEJO DE REDACCIÓN Miguel Ángel Alegre Martínez Profesor Titular de Derecho Constitucional Universidad de León

Henar Álvarez Cuesta

Profesora Titular de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social. Secretaria de la Facultad de Derecho de la Universidad de León

Universidad de León Aurelia Álvarez Rodríguez

Catedrática Acreditada de Derecho Internacional Privado Universidad de León

Fernando de Arvizu y Galarraga Catedrático de Historia del Derecho Universidad de León

Miguel Díaz y García Conlledo

Catedrático de Derecho Penal. Director del Departamento de Derecho Privado y de la Empresa Universidad de León

María Angustias Díez Gómez Catedrática de Derecho Mercantil Universidad de León Isabel Durán Seco

Profesora Titular de Derecho Penal. Coordinadora del Máster de Ciberseguridad de la Facultad de Derecho de la Universidad de León

Universidad de León

Juan Francisco Escudero Espinosa

Profesor Titular de Derecho Internacional Público. Vicedecano de Ordenación Académica y Estudiantes de la Facultad de Derecho

Universidad de León

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Universidad de León

Javier Fernández-Costales Muñiz

Catedrático EU (integrado TU) de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social. Vicedecano de Calidad y Relaciones Institucionales. Director de la Revista Jurídica de la Universidad de León Universidad de León

Antonio García Amado Catedrático de Filosofía del Derecho Universidad de León

Piedad González Granda Catedrática de Derecho Procesal Universidad de León Pilar Gutiérrez Santiago Catedrática de Derecho Civil Universidad de León

Mercedes Martínez Reguera

Responsable de la Biblioteca de la Facultad Derecho Universidad de León

María Teresa Mata Sierra

Catedrática de Derecho Financiero y Tributario Universidad de León

Marta Ordás Alonso

Catedrática de Derecho Civil. Directora del Departamento de Derecho Privado y de la Empresa Universidad de León

Paulino César Pardo Prieto

Profesor Titular de Derecho Eclesiástico del Estado. Defensor de la Comunidad Universitaria Universidad de León

Tomás Alberto Quintana López

Catedrático de Derecho Administrativo. Procurador del Común de Castilla y León Universidad de León

Susana Rodríguez Escanciano

Catedrática de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social Universidad de León

Salvador Tarodo Soria

Profesor Titular de Derecho Eclesiástico del Estado. Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de León

Universidad de León

COMITÉ CIENTÍFICO José Joâo Abrantes

Catedrático de Derecho del Trabajo. Magistrado del Tribunal Constitucional de Portugal Universidad Nova de Lisboa (Portugal)

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Rodrigo Bercovitz Rodríguez-Cano

Catedrático de Derecho Civil. Socio Fundador del Estudio Jurídico Bercovitz-Carvajal Universidad Autónoma de Madrid (España)

Carlos Bernal Pulido Catedrático de Filosofía del Derecho

Macquarie Law School Sydney (Australia) José Manuel Busto Lago

Catedrático de Derecho Civil

Universidad de A Coruña (España) Alfonso Luis Calvo Caravaca Catedrático de Derecho Internacional Privado Universidad Carlos III. Madrid (España) Rafael Calvo Ortega

Catedrático Emérito de Derecho Financiero

Académico de Real Academia de Jurisprudencia y Legislación María Emilia Casas Baamonde

Catedrática de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social. Expresidenta del Tribunal Constitucional Universidad Complutense de Madrid (España)

Adoración Castro Jover

Catedrática de Derecho Eclesiástico del Estado Universidad del País Vasco (España) Faustino Cavas Martínez

Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social. Decano de la Facultad de Derecho Universidad de Murcia (España)

Luis E. Chiesa

Catedrático de Derecho Penal. Director del Buffalo Criminal Law Center State University of New York (SUNY), (Buffalo-EE.UU.) Ricardo Colín García

Director del CU

Universidad Autónoma del Estado de México (Texcoco, México) Santos Coronas González

Catedrático de Historia del Derecho Universidad de Oviedo (España) Mariano Cubillas Recio

Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado Universidad de Valladolid (España) Maty Diakhaté

Maître de Conférences-HDR en Droit Privé. Coordinatrice du Réseau de Recherche en Sciences Sociales SMIG

Université París VIII Vincennes Saint-Dennis (Francia)

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Federico F. Garau Sobrino

Catedrático de Derecho Internacional Privado Universidad de Islas Baleares (España) Benjamín González Alonso

Catedrático Emérito de Historia del Derecho Universidad de Salamanca (España) Luis Greco

Catedrático de Derecho Penal Universität Augsburg (Alemania) Luis Jimena Quesada

Catedrático de Derecho Constitucional Universidad de Valencia (España) Gyorgy Kiss

Professor in Labour Law and Social Security Law. Dean of the Faculty of Law National University of Public Service Hungary (Budapest, Hungría) Diego Manuel Luzón Peña

Catedrático de Derecho Penal

Universidad de Alcalá (Madrid, España) Dionisio Llamazares Fernández

Catedrático Emérito de Derecho Eclesiástico del Estado Universidad Complutense de Madrid (España) Pilar Maestre Casas

Profesora Titular de Derecho Internacional Privado Universidad de Salamanca (España) Manuel Jesús Marín López Catedrático de Derecho Civil

Universidad de Castilla-La Mancha (España) Philippe Martin

Directeur de Centre de Droit Comparé du Travail et de la Sécurité Sociale (COMPTRASEC) Université Bordeaux (Francia)

Inés Olaizola Nogales Catedrática de Derecho Penal

Universidad Pública de Navarra (España) Joan Oliver Araujo

Catedrático de Derecho Constitucional Universidad de Islas Baleares (España) José Manuel Otero Lastres

Catedrático de Derecho Mercantil Universidad de Alcalá (España) José Manuel Paredes Castañón Catedrático de Derecho Penal Universidad de Oviedo (España)

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Andrés Rodríguez Benot

Catedrático de Derecho Internacional Privado Universidad Pablo de Olavide (Sevilla, España) Antonio Vicente Sempere Navarro

Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social. Magistrado del Tribunal Supremo Universidad Rey Juan Carlos (España)

Juan Oberto Sotomayor Acosta Catedrático de Derecho Penal

Universidad EAFIT (Medellín, Colombia) Gustavo Suárez Pertierra

Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado Universidad Nacional a Distancia (España) Marina Vargas Gómez Urrutia

Profesora Titular de Derecho Internacional Privado Universidad Nacional a Distancia, UNED (España) Luis Antonio Velasco San Pedro

Catedrático de Derecho Mercantil Universidad de Valladolid (España) Leandro Vergara

Catedrático de Derecho Civil

Universidad de Buenos Aires (Argentina) Javier de Vicente Remesal

Catedrático de Derecho Penal Universidad de Vigo (España)

EVALUADORES DE LA REVISTA Henar Álvarez Cuesta

Profesora Titular de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social Universidad de León

Tamara Álvarez Robles

Profesora Contratada Interina de Derecho Constitucional Universidad de Vigo

María Jesús Ariza Colmenarejo Profesora Titular de Derecho Procesal Universidad Autónoma de Madrid Alejandra Boto Álvarez

Profesora Titular de Derecho Administrativo Universidad de Oviedo

David Carrizo Aguado

Profesor Ayudante Doctor de Derecho Internacional Privado

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Oscar Celador Angón

Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado. Miembro del Consejo del Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas”

Universidad Carlos III de Madrid Óscar Contreras Hernández

Profesor de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social Universidad de Castilla-La Mancha

Luis Mariano Cubillas Recio Catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado Universidad de Valladolid

Juan Damián Moreno Catedrático de Derecho Procesal Universidad Autónoma de Madrid Javier Fernández-Costales Muñiz

Catedrático EU (integrado TU) de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social Universidad de León

Paz Francés Lecumberri

Profesora Ayudante Doctor de Derecho Penal Universidad Pública de Navarra Mercedes Fuster Gómez Profesora Titular de Derecho Financiero Universidad de Valencia

Marta García Mosquera

Profesora Contratada Doctora de Derecho Penal Universidad de Vigo

Yolanda García Ruíz

Profesora Titular de Derecho Eclesiástico del Estado Universidad de Valencia

Marta González Aparicio

Profesora de Derecho Financiero y Tributario Universidad de León

Piedad González Granda Catedrática de Derecho Procesal Universidad de León

Francisco Javier Hierro Hierro

Catedrático Acreditado de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social Universidad de Extremadura

Luis Jimena Quesada

Catedrático de Derecho Constitucional Universidad de Valencia (España)

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David Lantarón Barquín

Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social Universidad de Cantabria

Ana Leturia Navaroa

Profesora Agregada de Derecho Eclesiástico del Estado Universidad del País Vasco

Philippe Martin

Directeur de Centre de Droit Comparé du Travail et de la Sécurité Sociale (COMPTRASEC) Université Bordeaux

María Teresa Mata Sierra

Catedrática de Derecho Financiero y Tributario Universidad de León

María Victoria Mayor del Hoyo Profesora Titular de Derecho Civil Universidad de Zaragoza Igor Mintegui Arregui

Profesor Agregado de Derecho Eclesiástico del Estado Universidad del País Vasco

Mercedes Murillo Muñoz

Profesora Titular de Derecho Eclesiástico del Estado Universidad Rey Juan Carlos

Pablo Nuevo López Profesor de Derecho Constitucional Universidad Abat Oliba CEU Joan Oliver Araujo

Catedrático de Derecho Constitucional Universidad de Islas Baleares (España) Marta Ordás Alonso

Profesora Titular de Derecho Civil Universidad de León

Albert Pastor Martínez

Profesor Agregado de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social Universidad Autónoma de Barcelona

Salvador Pérez Álvarez

Profesor Ayudante Doctor de Derecho Eclesiástico del Estado Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) Salvador Tarodo Soria

Profesor Titular de Derecho Eclesiástico del Estado Universidad de León

Raquel Tejón Sánchez

Profesora Ayudante de Derecho Eclesiástico del Estado Universidad Carlos III de Madrid

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María Anunciación Trapero Barreales Catedrática Acreditada de Derecho Penal Universidad de León

María Rosa Vallecillo Gámez

Profesora Titular de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social Universidad de Jaén

Antonio Vaquera García

Profesor Titular de Derecho Financiero y Tributario Universidad de León

Juan Bautista Vivero Serrano

Profesor Titular de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social

Asesor del Defensor del Pueblo en materia de Derecho de las Políticas Sociales y de la Seguridad Social Universidad de Salamanca

Joâo Zenha Martins

Professor Associado de Ciências Jurídico-Sociais da Faculdade de Direito Universidad Nova de Lisboa (Portugal)

La Revista Jurídica de la Universidad de León está disponible en formato electrónico en: http://www//revpubli.unileon.es/index.php/juridica/index/

La Revista Jurídica de la Universidad de León se encuentra indexada en las siguientes bases de datos: CIRC Ec3metrics; Dialnet; Latindex; MIAR; ROAD (Directory of Open Access Scholarly Resources); Catálogo Colectivo REBIUN;

REDIB (Red Iberoamericana de Innovación y Conocimiento Científico);

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ISSN 1137-2702

Núm. 8: Monográfico

EN DEFENSA DE LA CONSTITUCIÓN DE TODOS 2021

ÍNDICE

Páginas

Esther Seijas Villadangos y María Teresa Mata Sierra Presentación del Número Monográfico En Defensa de la Constitución de Todos

Homenaje desde el Departamento de Derecho Público de la Facultad de Derecho de la Universidad de León en su cuadragésimo segundo aniversario

PREÁMBULO DE LA CONSTITUCIÓN Francisco Sosa Wagner

La independencia del Juez TÍTULO PRELIMINAR Mercedes Fuertes

La Constitución en tiempos de pandemia TÍTULO I: DE LOS DERECHOS Y DEBERES FUNDAMENTALES

Miguel Ángel Alegre Martínez

La plasmación constitucional de los derechos humanos: un punto de encuentro en defensa de la Constitución

Marina Morla González

Breve reflexión sobre las controversias biojurídicas que suscita la despenalización de la eutanasia

Paulino César Pardo Prieto

En defensa de la Constitución ante algunas previsiones de los vigentes acuerdos con la Iglesia Católica

Marta González Aparicio

La financiación de la Iglesia Católica a través del sistema fiscal estatal y su adecuación al marco constitucional

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Libertad de expresión de las convicciones personales y el derecho al honor

Miguel Díaz y García Conlledo

La pena de prisión permanente revisable: ¿hay que mantenerla?

María A. Trapero Barreales

Los fines de la pena y el artículo 25.2 de la Constitución española María Teresa Mata Sierra

La discriminación por indiferenciación y su incidencia en el ámbito tributario

Cristina Llamas Bao

Hijos menores de edad en redes sociales: su protección al amparo de los artículos 18 y 39 de la Constitución española

Carlos Heredero del Campo

Legislación sanitaria en crisis. Principales problemas y garantías Antonio Vaquera García

La tributación de los envases de plástico no reutilizables. La relación entre la protección ambiental en la Constitución española de 1978, la economía circular y la fiscalidad

Carlos Carbajo Nogal

El derecho constitucional a disfrutar de una vivienda digna y adecuada y su apoyo por el ordenamiento tributario

Luis Miguel Ramos Martínez

Los derechos a la intimidad, a la propiedad y a la vivienda; una visión desde el delito de ocupación de bienes inmuebles

Luis Ángel Ballesteros Moffa

Necesarias precisiones al debate sobre el control judicial de las medidas sanitarias

TÍTULO II. DE LA CORONA Isabel Durán Seco

La inviolabilidad del Rey en la Constitución: consecuencias en el ámbito jurídico penal

TÍTULO III. DE LAS CORTES GENERALES Nerea Yugueros Prieto

Inviolabilidad, inmunidad y aforamiento ¿qué dice la Constitución?

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Lidia García Martín

Covid-19: impacto en la contratación pública TÍTULO VI. DEL PODER JUDICIAL Piedad González Granda

El Poder Judicial en el marco del principio de unidad y del Estado de las Autonomías

Andrea Jamardo Lorenzo

Visión constitucional del fiscal instructor en el nuevo Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal de 2020

TÍTULO VIII. DE LA ORGANIZACIÓN GENERAL DEL ESTADO

Máximo Rodríguez Bardal

La autonomía local en la Constitución española. Luces y límites TÍTULO X. DE LA REFORMA CONSTITUCIONAL

Esther Seijas Villadangos

El papel de la Constitución en la defensa de la democracia frente al populismo

Eduardo de Celis Gutiérrez

Hacia una ciberconstitución. El reto de la digitalización DISPOSICIONES ADICIONALES

Reflexiones de los estudiantes acerca de la Constitución Normas publicación

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INDEX OF CONTENTS

Pages

Esther Seijas Villadangos and María Teresa Mata Sierra Preface

PREAMBLE

Francisco Sosa Wagner The independence of judges PRELIMINARY PART Mercedes Fuertes

The Constitution in times of pandemic

PART I: CONCERNING FUNDAMENTAL RIGHTS AND DUTIES

Miguel Ángel Alegre Martínez

Constitutional rendering of human rights: A meeting point in defense of the Constitution

Marina Morla González

A brief reflection on the biolegal controversies raised by the decriminalisation of euthanasia

Paulino César Pardo Prieto

In defence of the Constitution in the face of certain provisions of the current agreements with the Catholic Church

Marta González Aparicio

The financing of the Catholic Church through the state tax system and its adaptation to the constitutional framework

Selene de la Fuente García

Freedom of expression of personal convictions and the right to honor

Miguel Díaz y García Conlledo

The revisable permanent prison sentence: should it be maintained?

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The aims of punishment and article 25.2 of the Spanish Constitution María Teresa Mata Sierra

Discrimination by indifferentiation and its impact in the field of taxation

Cristina Llamas Bao

Underage children in social networks: Their protection under articles 18 and 39 of the Spanish Constitution

Carlos Heredero del Campo

Health legislation in crisis. Main problems and guarantees Antonio Vaquera García

The taxation of non-reusable plastic packaging. The relationship between environmental protection in the 1978 Spanish

Constitution, the circular economy and taxation Carlos Carbajo Nogal

The constitutional right to enjoy decent and adequate housing and its support by the tax system

Luis Miguel Ramos Martínez

The rights to privacy, property and housing; a view from the crime of occupation of real estate

Luis Ángel Ballesteros Moffa

Necessary clarifications to the debate on the judicial control of sanitary measures

PART II. THE CROWN Isabel Durán Seco

The inviolability of the King in the Constitution: Consequences in the criminal law sphere

PART III. THE CORTES GENERALES Nerea Yugueros Prieto

Inviolability, immunity and privileges: What does the Constitution say?

PART IV. GOVERNMENT AND ADMINISTRATION Lidia García Martín

Covid-19: Impact on public procurement

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PART VI. JUDICIAL POWER Piedad González Granda

The Judiciary within the framework of the principle of unity and the State of Autonomy

Andrea Jamardo Lorenzo

Constitutional vision of the investigating prosecutor in the new Draft Bill of Criminal Prosecution Law of 2020

PART VIII. TERRITORIAL ORGANISATION OF THE STATE Máximo Rodríguez Bardal

Local autonomy in the Spanish Constitution. Lights and limits PART X. CONSTITUTIONAL AMENDMENT

Esther Seijas Villadangos

The role of the Constitution in the defense of democracy against populism

Eduardo de Celis Gutiérrez

Towards a cyberconstitution. The challenge of digitalization ADDITIONAL PROVISIONS

Student’s reflections on the Constitution Publishing regulations

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En defensa de la Constitución de todos

Homenaje desde el Departamento de Derecho Público de la Facultad de Derecho de la Universidad de León en su cuadragésimo segundo aniversario

Esther Seijas Villadangos

Catedrática de Derecho Constitucional de la Universidad de León. meseiv@unileon.es

Teresa Mata Sierra

Catedrática de Derecho Financiero y Tributario de la Universidad de León. mtmats@unileon.es

En un annus horribilis como 2020, la celebración del cuadragésimo segundo aniversario de la Constitución supuso un acontecimiento que era merecedor de una conmemoración relevante, especialmente por parte de los alumnos y profesores de la Facultad de Derecho de la Universidad de León. Una Constitución que ha sido el buque insignia de la consolidación de un Estado política, social y económicamente. Sin embargo, son malos tiempos para la lírica, ya sea para quienes les transporte al poema de Bertolt Brecht o a la sonoridad de la canción de Golpes Bajos.

La Universidad de León y su Departamento de Derecho Público han querido solemnizar lo que debiera ser obvio y empoderar a la Constitución con la fortaleza de la juventud de nuestros estudiantes y el buen hacer de los profesores, con un Curso en Defensa de la Constitución, un manjar excelso regado por la donación, desde el Senado, de un ejemplar de la Constitución a cada uno de nosotros.

Algo con lo que recuperamos la tradición, ya que en cada casa en 1978 había una Constitución, que también nos daban en las escuelas, editada por el Ministerio de Educación, sin que mediara fantasma de polución ideológica.

La Constitución tiene muchos frentes abiertos. En esta reflexión que adelanta su estudio en profundidad por los artículos que componen este número monográfico, en cuyo estudio nos detendremos guiados por el orden de su articulado, brújula que ha guiado la presentación formal de este trabajo. A modo de aperitivo, en el preámbulo constitucional, se proclama la voluntad de

“garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes conforme a un orden económico y social justo”. Para convivir hay que consensuar, y si la sociedad española del siglo XXI es diversa y plural, nuestras Cortes Generales y nuestro Gobierno también lo han de ser, pero tienen preceptivamente que alcanzar soluciones integradoras dentro de la legalidad. Son la garantía institucional de la misma, a quienes la Constitución prohíbe azuzar polémicas, enfrentamientos y conflictos. Debemos saber que quienes así se comportan −gobierno y oposición−, son los demagogos populistas de quienes nos advertía Aristófanes que eran como los pescadores de anguilas, que solo llenaban sus cestas en aguas turbias y fangosas.

El Título II, De la Corona, también merece una reflexión en este prólogo. La forma política del Estado español es la Monarquía Parlamentaria (art. 1. 3 CE). En palabras de

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Thiers, el “Rey reina, pero no gobierna”, dada su función simbólica de unidad y permanencia del Estado. Quienes abogan por una república, deberían precisar −pero, eso no interesa− qué tipo de República nos proponen. En la más cercana a nosotros, la II República, su Presidente era elegido por un grupo de compromisarios (art. 68, Constitución de 9 de diciembre de 1931), juntamente con las Cortes, unicamerales (art.

121, d), evitando que “fuese esclavo del Congreso” y asumiendo su carácter poco democrático, como se refleja en los debates constituyentes. Incluso, ni tan siquiera los compromisarios llegaron a intervenir en la elección de Niceto Alcalá Zamora, que lo sería por solo 362 votos. Decir que, Miguel de Unamuno y José Ortega y Gasset recibieron un voto, respectivamente. A D. Manuel Azaña le catapultaron a la presidencia 754 votos. La Jefatura monárquica de nuestro Estado fue respaldada por prácticamente dieciséis millones de votos, los de quienes votaron sí en el referéndum de 6 de diciembre de 1978. Ese apoyo al poder constituyente, se proyecta generacionalmente desde el funcionamiento de los poderes constituidos a cuyo funcionamiento contribuyen todos los que en las últimas elecciones tuvieron la mayoría de 18 años. Respecto al asunto de la inviolabilidad, sostengo que esta se vincula a sus actos como “Jefe de Estado”, en una interpretación coherente del art. 56 de nuestra Constitución y del art. 27 del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional. Quien ostenta de modo vitalicio y con carácter honorífico el título de Rey −que no emérito−

ha de mostrar la dignidad que ello conlleva, resultando sencillo modificar ese estatus conferido desde una regla con carácter reglamentario, como el Real Decreto 470/2014, de 13 de junio, a propuesta del Presidente, previa deliberación en Consejo de Ministros.

Sobre el gobierno y las Cortes Generales, que es como nuestra Constitución designa a los poderes ejecutivo y legislativo, su configuración

es meridianamente clara, debiendo ser obligatorio que todos sus miembros leyesen obligatoriamente sus artículos antes de jurar, más o menos solemnemente, sus cargos. El gobierno halla su legitimidad en su configuración mediata desde su apoyo parlamentario (art. 99 CE), que en ningún caso le habilita una licencia para gobernar alterando la prelación de fuentes del Derecho, de modo obsesivo, a través del abuso de la figura de los Decretos Leyes (art. 86 CE).

Finalmente, queremos apelar a los medios de comunicación. En una sociedad tecnologizada, hiper informada, estos tienen una responsabilidad especial, más allá de los dictámenes de la libertad de empresa.

Conozcan la Constitución, para luego avalar o rechazar fake news y postverdades. No necesitamos Ministerios de la Verdad, en la ética del buen hacer periodístico va implícito y, con ello, recuperar el rol de los profesionales de la información, qua ahora parece ser una gratuita aplicación inserta en cualquier teléfono móvil.

La Constitución somos todos. La conformación de una cultura constitucional se cimenta en actos como el realizado y en publicaciones como el presente número monográfico de la Revista Jurídica de la Universidad de León que tiene aún más motivo, si cabe, al recordar que nuestra Carta Magna y nuestra Universidad leonesa son de la misma quinta. En estos días, recogidos por un virus global que atenaza nuestro derecho más fundamental que es el derecho a la vida (art. 15 CE), sin el cual los demás devienen en espurios, leamos la Constitución y recuperemos la emblemática actitud de la Juez Ginsburg, y así diremos, “Yo disiento de quienes no valoran la Constitución, trabajo por lo que creo, elijamos nuestras batallas y no quememos nuestro puente, que es la Carta Magna”.

Por nuestra parte, asumiendo la Dirección del Curso y de este número, rubricamos nuestro compromiso con la Constitución motivando que a lo largo de los días previos a su 42

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cumpleaños, más de una veintena de profesores del Departamento de Derecho Público hayamos disertado, debatido y reflexionado en el mejor foro posible, el Salón de Grados de la Facultad de Derecho, sobre algunos de los problemas que aquejan a nuestra Norma Fundamental, haciendo partícipes de ello a nuestros alumnos de Grado en Derecho y ahora, también a ustedes.

Porque ellos, los alumnos de nuestra querida Facultad, se han implicado en esta empresa que ha querido ser un homenaje a nuestra Carta Magna, en la que las voces de nuestros jóvenes, proyecto de juristas en cuyas manos pondremos el futuro de nuestra Constitución y con ello el nuestro, son relevantes; de ahí que, en este Monográfico hayamos contado con sus reflexiones y sus puntos de vista sobre aquellos temas que más les preocupan.

Sus razonamientos plagados de sentido común y madurez, les sorprenderán, y les ayudarán a conocer mejor a nuestros universitarios.

La Constitución de 1978 a fecha de hoy, resulta “necesaria e insustituible” y por eso desde el Departamento de Derecho Público de la Facultad de Derecho de la Universidad de León hemos querido apostar por ella. El resultado, que ahora se presenta en este número monográfico, sin duda, ha merecido la pena por lo que, una vez más, tenemos que agradecer el esfuerzo y la ilusión de todos, profesores y alumnos en llegar a este punto.

Esto no quiere decir que la Constitución no se pueda cambiar, ni tampoco que todos y cada uno de nosotros debamos estar de acuerdo al cien por cien con su articulado, con cada punto, y con cada coma. Pero lo cierto es que nos ha regido durante décadas y nos ha garantizado una convivencia en paz, en libertad y en democracia y por eso se merece nuestro apoyo y nuestro respeto, hasta en la discrepancia.

¡Feliz cuadragésimo segundo cumpleaños desde el Departamento de Derecho Público de la Universidad de León!

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Constitución

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La independencia del juez Francisco Sosa Wagner

Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de León. fsos@unileon.es

Resumen

La historia de la independencia de los jueces es una historia a la búsqueda precisamente de su tergiversación y vaciamiento. Una historia triste. Así fue a lo largo de todo el siglo XIX donde no hay momento, si tomamos como punto de partida la Constitución de Cádiz, que no haya sido maltratada por los gobernantes. Desde ese momento inicial hasta nuestros días los derroteros seguidos han sido muy inquietantes. Un análisis crítico sobre lo que se ha designado como “politización de la justicia” será la guía de esta reflexión con la que se abrió formalmente el curso En defensa de la Constitución.

The independence of judges

Abstract

The history of the independence of judges is a history in search precisely of its misrepresentation and emptying. A sad history. This was the case throughout the 19th century, when there is no moment, if we take as a starting point the Constitution of Cadiz, that has not been mistreated by the rulers. From that initial moment to the present day, the paths followed have been very disturbing. A critical analysis of what has been called the "politicization of justice" will guide this reflection, which formally opened the course In Defense of the Constitution.

I

Como voy a hablar de la independencia judicial, empiezo perfilando el contenido de esta expresión que acoge ingredientes variados como son el nombramiento del juez, la inamovilidad en su puesto y el derecho a una carrera −traslados voluntarios, ascensos, jubilación, etc.− a medida que se acumulan sobre él años, canas, lecturas de textos abstrusos y amarguras; de otro, su exclusiva vinculación a la ley y, en su caso, a la jurisprudencia de los tribunales, así como su ajenidad respecto de los intereses de las partes sometidas a sus decisiones (imparcialidad).

Recibido 7 diciembre 2020 Aceptado 15 febrero 2021 PALABRAS CLAVE Constitución;

Jueces; Consejo General del Poder Judicial.

KEYWORDS Constitution;

Judges; General Council of the Judiciary.

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A su vez, ese juez es o constituye por sí mismo un poder, el judicial, que ha de ser respetado por los poderes legislativo y ejecutivo con los que ha de mantener relaciones ordenadas

−concertadas− y presididas por el mutuo equilibrio.

La historia de la independencia de los jueces es una historia a la búsqueda precisamente de su tergiversación y vaciamiento. Una historia pues triste. Así fue a lo largo de todo el siglo XIX donde no hay momento, si tomamos como punto de partida la Constitución de Cádiz, que no haya sido maltratada por los gobernantes. Ni un momento, ni un minuto. Con la revolución de 1868 se entró en una etapa algo más esperanzada pues fue en esa época cuando se aprobó la ley orgánica del poder judicial de 1870, sobre la que tantas alabanzas han recaído durante más de un siglo. Es el texto que con más precisión se ocupó del oficio judicial estableciendo las oposiciones para ingresar y dotar al ejercicio de la profesión de las garantías que todas las Constituciones habían previsto −también la nueva de 1869− y nunca se habían cumplido. Aunque preciso es añadir que tales oposiciones se celebraban muy condicionadas por filtros ministeriales en la selección de los candidatos, en el visto bueno a quienes pasaban las pruebas, en los certificados de conducta...

Y por el hecho de que la misma Revolución se vio en la dolorosa necesidad de limpiar los tribunales de isabelinos y llenarlos con personas cercanas −o que se decían cercanas− a los nuevos árbitros −Serrano, Prim−... Con crudeza lo expresó el ministro de justicia de turno:

“la inamovilidad exige alguna meditación, algún espacio y exige también que antes de que esta inamovilidad se haga efectiva, la depuración del cuerpo general de la magistratura española”. Otro colega que le sucede en la cartera dirá, también sin muchos escrúpulos: “la inamovilidad judicial... pudiera ser en España, si se aplicase sin oportunidad, una fuente inagotable de peligros para la causa del orden y la libertad y, desde luego, por falta necesaria de preparación, un obstáculo que entorpecería la Administración de Justicia”.

Con todo, es esa ley de 1870 la que trata de zanjar un debate adicional que venía de muy atrás, el de la responsabilidad de los jueces (artículo 98 de la Constitución de 1869): las Salas de Gobierno de las Audiencias y la del Tribunal Supremo se constituirían en salas de justicia para ejercer la potestad disciplinaria (que era el sistema instaurado en Cádiz).

Y es que, si tenemos la curiosidad de mirar por el espejo retrovisor del siglo, puede decirse que no hay año a lo largo de toda su andadura en el que no se estuviera elaborando una norma que regulara la exigencia de responsabilidad de quienes administraban la justicia.

Los excesos discursivos consiguieron su fruto: jamás se llegó a una fórmula aplicable y aplicada. Un problema cuya gravedad acertó a poner de manifiesto Montero Ríos, impulsor de esta ley de 1870 en el gobierno del general Prim: “la inamovilidad sin la responsabilidad es la tiranía del poder judicial; la responsabilidad sin la inamovilidad es la arbitrariedad del poder ejecutivo”.

La Restauración que trae de nuevo a los Borbones a España, con toda su aparente normalidad constitucional, su turno británico, sus simulados buenos modales fue tan poco respetuosa con la inamovilidad judicial como los regímenes políticos que la precedieron. Con todo, algún avance en el status del juez hay que anotar, así por ejemplo, a partir de 1889, al menos para los jueces ingresados en virtud de pruebas públicas y es el momento también que sirve para

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datar el nacimiento del corporativismo judicial, muy determinante en la historia de la justicia española e inexistente con anterioridad, cuando los jueces eran, sin rubor alguno, de quita y pon.

Pasan los años y se abren nuevos agujeros por los que se desplazan con tranquilidad las prebendas y el favor político: abogados que ingresan en secretarias y vicesecretarías judiciales para poder optar a puestos de juez, cuarto turno para abogados, triquiñuelas en las convocatorias de oposiciones para permitir la acumulación de vacantes etc.

Si queremos resumir, no obstante, las que se mandan al Boletín del Estado durante el primer tercio del siglo XX se podría decir que se culmina el proceso de “funcionarización” del juez logrando su mayor capacitación técnica y, con ella, su neutralidad en lo tocante a la política.

El avance que se logra en relación con la inamovilidad es fruto de ese proceso de incorporación de los jueces al espacio de los empleados públicos que están viviendo los estertores de las “cesantías”.

Cuando el régimen restaurado en 1875 ya no se sostenía en pie, el monarca echó mano de su Narváez llamado en este caso Miguel Primo de Rivera. No bien tomado el poder, en los primeros días de octubre de 1923 (el golpe de Estado se había producido los últimos de septiembre), organizó una Junta inspectora para que en un plazo perentorio purificara el estamento judicial de sus elementos patógenos no sin antes suspender la vigencia de los preceptos beneméritos de la ley de 1870. Una prueba inequívoca de que el dictador tenía una conciencia constitucional que no había muerto sino que se hallaba tan solo transitoriamente adormilada.

A él se debe la creación de una “Junta organizadora del Poder judicial” constituida por magistrados y fiscales elegidos por sus compañeros y encargada de formular propuestas vinculantes para el Gobierno sobre nombramientos, ascensos, traslados etc.: “confiamos

−decía con el desparpajo propio del jacarandoso general la Exposición de motivos− a la propia magistratura su depuración, su reforma y su régimen porque estamos seguros de ella misma, pero alejándola de toda intervención política, de todo aquello que ha perturbado su vida”. Se sustituiría en 1926 por un “Consejo Judicial” donde ya mete la mano el Gobierno de Primo descaradamente. Bueno es recordar que reciente era la instauración de esta fórmula de gobierno corporativo de los jueces en la Constitución mexicana de Querétaro (1917).

Llegamos a creer en mi generación que, con el Consejo del Poder judicial de nuestra actual democracia, del que me ocuparé más adelante, habíamos logrado el rien ne va plus de autogobierno judicial. Nadie imaginaba en los años ochenta del siglo XX, cuando se cocinaba, en medio de ardores “progresistas” y excesos teológico-constitucionales, el citado Consejo, nadie sospechaba digo que la sombra del general Primo de Rivera −y de la revolución mexicana− se proyectaba sobre los trabajos de la democracia española de finales del siglo XX.

¿Qué ocurrió durante la II República, unos pocos años que tanta nostalgia producen en la actualidad en ambientes que podríamos llamar tiernos en materia de saberes y lecturas?

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La Justicia −así llamada, evitando la palabra “poder”− reprodujo el modelo que venía de la monarquía con leves retoques.

Pero veamos los entresijos del sistema y la opinión que acerca de la independencia de los jueces tuvieron algunos de los más significados políticos republicanos. Nada menos que Azaña, ocupando la cabecera del banco azul, decía el 23 de noviembre de 1932: “yo no sé lo que es el poder judicial... aquí está la Constitución. Yo no gobierno con libros de texto, ni artículos, ni con tratados filosóficos y doctrinales, gobierno con este librito y digo que se me busque en este libro el poder judicial, que lo busquen aquí, a ver si lo encuentran ... no es solo una cuestión de palabras, va mucha e importantísima diferencia de decir Poder judicial a decir Administración de Justicia, va todo un mundo en el concepto del Estado...”. Y en el mismo tono, solo que en términos más despachados, continuó: “pues yo no creo en la independencia del poder judicial...”. Gil Robles le interrumpe: “pero lo dice la Constitución”.

A lo que Azaña replica: “lo que yo digo es que ni el poder judicial ni el poder legislativo ni el poder ejecutivo pueden ser independientes del espíritu público nacional... hostiles al espíritu público dominante en el país”. Entonces se oye la voz de Santiago Alba: “eso ya lo dijo Primo de Rivera”. Y Azaña, rápido, da la puntilla argumental: “Pues alguna vez tenía que acertar Primo de Rivera”.

Con este espíritu no extraña que las intromisiones en la carrera judicial de todos los gobiernos republicanos −de cualquiera de los bienios y no digamos del Frente popular− fueran constantes.

En vísperas de la guerra civil se aprobaría otro proyecto de ley −9 de julio de 1936− por el que se establecía que los jueces, magistrados, presidentes de Sala y aun el mismo presidente del Supremo se jubilarían a la edad de sesenta y siete años. Más aún: similar medida −la jubilación− procedería cuando los citados funcionarios actuasen con manifiesta hostilidad a las instituciones republicanas.

Todo ello demuestra el entrometimiento político permanente en las instancias judiciales.

Puede decirse así que el artículo 98 de la Constitución, garantizador de la inamovilidad de los jueces, fue infringido con desparpajo en sonadas ocasiones.

La guerra civil hará trizas los escalafones judiciales en ambos bandos cuyas autoridades se dedicaron con celo digno de mejor empeño a limpiarlos de “desafectos”.

En los años iniciales del franquismo, una vez acabada la gran batahola, fueron apartados unos sesenta jueces pero la medida más contundente fue la reserva del 50% de todas las plazas del empleo público a los excombatientes: en el caso de los jueces, en la primera oposición que se convocó para cubrir 130, en rigor solo 26 correspondían al turno libre. Se puso en pie además el Tribunal especial para la represión de la masonería y el comunismo, activo hasta 1963 en que fue sustituido por el Tribunal de Orden público. No hace falta decir que todos los jueces que lo integraban debían su nombramiento a la entera discrecionalidad del Gobierno.

Con todo, a finales del franquismo se instauró el ascenso de juez a magistrado por antigüedad pero, en los casos de nombramientos relevantes, la antigüedad se combinaba con la

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idoneidad, lo que permitía al ministerio de Justicia designar a los magistrados de las Audiencias de las siete poblaciones más importantes, a los jueces de primera instancia e instrucción de esas mismas ciudades, a los jueces decanos y a los presidentes de Sala de lo civil de las Audiencias territoriales y de Sección de las provinciales.

Durante el franquismo fue habitual que para el cargo de alcaldes, gobernadores y demás se nombrara a jueces que luego volvían tan tranquilos a su juzgado o se iban directamente al Supremo, lo que ocurría invariablemente con quienes ostentaron el cargo de directores generales de Justicia. El juez que aspiraba a ascender rápido lo mejor era que iniciara la carrera política en las filas del Régimen (del Estado o del Movimiento) pues en la propiamente jurisdiccional se aburriría sin remedio −si no tenía una afición inmarchitable−

como magistrado de una Audiencia o como juez de instrucción en un pueblo.

Veremos cómo el viento de la democracia ni se llevó tales prácticas ni las convirtió en mustias escorias.

II

¿Qué es lo que se encuentra quienes empiezan a reconstruir la democracia en España después de la larga dictadura franquista?

En vigor se hallaba la vieja ley de 1870 a la que ya me he referido. Cuando el legislador nuevo se pone manos a la obra su primer producto es la Ley Orgánica del Consejo General del Poder Judicial de 1980 que era un órgano creado por la Constitución y que se hallaba falto de regulación concreta y detallada. Según lo en ella dispuesto, doce de sus miembros serían elegidos por los jueces y magistrados y ocho por el Congreso y el Senado. Su presidente sería al mismo tiempo presidente del Tribunal Supremo.

Esta es la letra de la ley. Su espíritu: entregar el poder, el inmenso poder del Consejo (que iremos viendo poco a poco), a los jueces.

En 1985, con el PSOE gobernando, se aprueba una nueva ley orgánica del Poder judicial y como consecuencia de ella se producen dos cambios sustanciales: el primero fue la modificación del sistema de elección de los miembros del Consejo, ahora íntegramente en manos de las Cortes (de abrumadora mayoría socialista); el segundo consistió en la adopción de unas medidas sobre jubilación de los jueces y magistrados que afectó a más de la cuarta parte del escalafón entonces existente.

“Limpieza” pues de la justicia en el último tercio del siglo XX. Al lector de las páginas anteriores le sonará el asunto y, si es perspicaz, anotará el cambio leve en las formas, no en el fondo. Siempre ha sido la jubilación de magistrados un arma en manos del poder.

Aclaradas sumariamente las piezas más relevantes del panorama legislativo, procede explicar algunos de sus elementos, el más señalado de los cuales sería este Consejo General del Poder Judicial del que, por lo demás, cualquier lector de periódicos, radioescucha o televidente está oyendo citas constantes en las noticias.

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Digamos de entrada que a él se refiere con toda la solemnidad el artículo 122. 2 y 3 de la Constitución alojado dentro del Título VI dedicado al “Poder Judicial”.

Lógicamente lo que buscaban, de buena fe, los beneméritos diputados que redactaron la Constitución era robustecer la separación de los poderes y a garantizar la independencia del poder judicial, así lo pone de manifiesto Gregorio Peces Barba en su libro sobre “la elaboración de la Constitución”. Adviértase que el tal poder está escrito con mayúsculas en nuestra Constitución, lo que revela la importancia que se le quiso otorgar, postura comprensible al estar España a la sazón saliendo de una dictadura donde el juez, por la propia naturaleza de tales regímenes, está sometido a limitaciones obvias. El “entusiasmo judicialista” era evidente. De ahí que el poder ejecutivo, el Gobierno, debía ser desapoderado de sus tradicionales competencias en la Administración de Justicia para, al mismo tiempo, estrenar con toda solemnidad un órgano dedicado exclusivamente al gobierno de ese soñado Poder Judicial: independiente, libre de mácula alguna, dispuesto a inaugurar una nueva era en la asendereada historia española de las relaciones entre los poderes públicos.

Los mayores enredos se han vivido desde que fue necesario aprobar una ley orgánica para ponerlo en funcionamiento. Especialmente en torno a su composición.

Los doce Vocales −jueces serían elegidos entre las tres categorías, es decir, magistrados del Tribunal Supremo, magistrados y jueces, en la proporción de tres magistrados del Tribunal Supremo, seis magistrados y tres jueces. La elección incumbiría a todos los magistrados y jueces en servicio activo con un mandato de cinco años y se llevaría a cabo mediante voto personal, igual, directo y secreto. El sistema electoral elegido fue el mayoritario, cada elector votaría un máximo de dos candidatos de la misma candidatura. Tales candidaturas debían venir avaladas por un diez por ciento de los electores que comprendieran al menos el cinco por ciento de los electores de cada categoría o por una asociación profesional válidamente constituida. Adviértase que ya nos ha salido la referencia a “una asociación profesional”.

Volveremos inevitablemente sobre esta figura más adelante.

De momento anotemos que en 1980 solo había en España una única (y “verdadera”

podríamos decir como la religión) asociación judicial, la llamada “Profesional de la Magistratura”, casualmente integrada por jueces y magistrados de tendencia conservadora.

Se obstaculizó y se logró evitar que “Justicia democrática” estuviera presente en la contienda.

No es extraño, en tales circunstancias, que los candidatos de la primera se alzaran con la victoria absoluta obteniendo el cien por cien de la representación: los doce puestos.

El resto, los ocho miembros a designar por Congreso y Senado, fueron el resultado del pacto habido entre UCD y el PSOE: tres a propuesta de cada uno de estos partidos y los dos restantes por acuerdos de ellos con otros grupos.

Naturalmente se oyeron en las Cortes las palabras cambalache y “secretismo” (por aquel entonces tal vocablo ya había sustituido al más normal y expresivo de “secreto” y como papanatas ahí seguimos): ¿quienes las pronunciaron? pues quienes no habían sido llamados al reparto del apetitoso pastel y se habían quedado mirando a través del cristal del escaparate donde se vendían los dulces (como un niño hambriento de un cuento de Dickens).

Todo esto ocurrió en 1980.

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En octubre de 1982 los socialistas ganaron por abrumadora mayoría las elecciones generales constituyéndose su primer Gobierno en diciembre de ese mismo año. Es este Gobierno el que aborda la elaboración de una ley completa del Poder judicial, ya no solo referida al Consejo General del Poder judicial.

Y es en esta ley (que lleva la fecha de 1 de julio de 1985) donde se cambia y de forma sustancial la elección de los doce miembros de la carrera judicial: a partir de su entrada en vigor cada Cámara “propondrá (al Rey) por mayoría de tres quintos de sus miembros, otros seis Vocales elegidos entre jueces y magistrados de todas las categorías judiciales que se hallen en servicio activo”. Fue entretenido observar los cambios de opinión entre los intervinientes en el debate vivísimo que se suscitó, sobre todo los malabares a que se vieron obligados los socialistas que habían estado sosteniendo justo lo contrario hasta el día anterior.

Pero la opción fue clara y tan diáfana como esas luces que tanto sacan los poetas en sus escritos y nunca se abaten: con la mayoría aplastante de los socialistas en las Cortes la toma del palacio del Consejo estaba asegurada sin más que ordenar a sus diputados y senadores pulsar un botón. Para quedarse con el botín.

En marzo del año 2000 se celebraron elecciones legislativas y empieza el “reinado” con mayoría absoluta del Partido Popular. Es el momento de nuevo de modificar la forma de componer el Pleno del Consejo General del Poder Judicial, ese oscuro objeto de deseo de todo grupo político que en algo se tenga. Coincidiendo con un llamado Pacto de Estado por la Justicia que el partido del Gobierno firmó con el PSOE nació la ley de 28 de junio de 2001 que modificó la elección de los miembros parlamentarios del Consejo (completada con otra de 23 de diciembre de 2003 que formula de nuevo ciertas atribuciones del Consejo).

Se introdujo la posibilidad de que los nombres que iban a ser votados por los parlamentarios procedieran de elecciones celebradas entre los jueces y magistrados. Hay que decir que ya habían cobrado vida varias asociaciones de jueces que además estaban y están muy presentes en los debates públicos y en los medios de comunicación. Y también que el número de jueces no asociados se acerca a la mitad de todo el estamento judicial (que cuenta con algo más de cinco mil funcionarios).

Resultado: sabemos ya de la existencia de la Asociación Profesional de la Magistratura, llamada conservadora, en todo caso, mimada por el Partido Popular; la otra, llamada progresista, es Jueces para la Democracia que se deja acariciar por el Partido Socialista.

Existe otra, minoritaria, la “Francisco de Vitoria” que hace esfuerzos por denunciar desmanes y, por último, el Foro Judicial Independiente. Con muy pocos afiliados actúa la Asociación nacional de jueces. No hace falta estar en la lista de nominaciones de los Nobel de la Academia Sueca para intuir que serán los candidatos de las dos primeras asociaciones mencionadas los que mayores perspectivas tengan de avanzar hacia la victoria por estos accidentados parajes sembrados de minas partidarias.

La pregunta incisiva es: ¿tanto enredo, por qué y para qué? ¿cuáles son en rigor las atribuciones de este Consejo? ¿por qué atraen a tantos y durante tanto tiempo?

La respuesta es fácil: son variadas y algunas sustanciosas. Me limito a citar las dos que juzgo más relevantes: de un lado, el nombramiento de magistrados; de otro, el ejercicio de la

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potestad disciplinaria sobre este grupo de profesionales (en palabras de la Constitución “...

nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario”). La función consultiva que ejercen, es decir, el informe que emiten respecto de normas que van a ser enviadas por el Gobierno al Parlamento resulta un exceso pues, a mi juicio, tal asesoramiento debería practicarse tan solo en el caso de leyes que afecten directamente a la organización o el funcionamiento del poder judicial.

Quiero insistir en una realidad inequívoca: en España los jueces ingresan en la carrera por medio de duras pruebas públicas, ascienden de acuerdo con reglas previsibles, se especializan a base de estudio y sometiéndose a exámenes competitivos, sus sueldos pueden ser conocidos... Todo ello les permite ejercer su oficio con independencia.

Por cierto, una independencia que no es privativa de los jueces pues de la misma forma se desempeña el profesor universitario cuando escribe o da sus clases, el registrador de la propiedad cuando califica un documento o el médico de la Seguridad social cuando aplica la lex artis al diagnóstico y tratamiento de un paciente.

Siendo esto así ¿dónde está el problema? ¿por qué se habla de la politización de la justicia, dicho así sin matices?

Pues porque hay determinados cargos judiciales a los que se llega por medio de nombramientos en los que intervienen instancias que participan de la sustancia política. Son los de magistrados del Tribunal Supremo, presidentes de salas de ese mismo Tribunal, presidentes de la Audiencia nacional y de sus salas, presidentes de Tribunales superiores de Justicia y asimismo de sus salas, en fin, presidentes de Audiencias y magistrados de las salas de lo civil y criminal competentes para las causas que afectan a los aforados.

Con carácter general, salvo parte de los últimos citados, es el Consejo General del Poder Judicial (Pleno del mismo por mayoría simple después de los cambios habidos que recoge la sentencia del TC 238/2012 de 13 de diciembre, una pelea entre el PP y el Gobierno socialista) el que efectúa los nombramientos y lo hace de forma discrecional y secreta aunque está obligado a motivar su decisión. Advirtamos cómo se ha perdido el hilo de la regla previsible y cómo, por esta vía, se cuelan consideraciones que ya no son estrictamente profesionales.

La lista de cargos judiciales discrecionales se amplió con la ley de 1985 que los acreció con los de la Audiencia Nacional y los de las Audiencias Provinciales dejando la puerta abierta además a “otros cargos discrecionales”. A ellos preciso es añadir los miembros no electivos de las salas de gobierno del Supremo, Audiencia Nacional y Tribunales Superiores.

Mi tesis es la siguiente: creo que el juez −cubierto de canas y ahíto de trienios− que aspira a estos cargos no se merece la humillación que supone una negociación ruborosa en el seno del Consejo, epicentro de pugnas políticas y de pactos embolismáticos entre las asociaciones judiciales.

Como es fácil imaginar, detrás de cada uno de esos nombramientos, al haber personas concretas, hay inevitablemente pasiones, ambiciones, anhelos y otros sentimientos −buenos, unos; deplorables, otros− propios del humano proceder. La consecuencia es que, en un

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sistema político como el que tenemos que blasona de haber sometido (desde 1978) a control toda la actividad de las Administraciones sin dejar resquicio alguno fuera de la mirada de Argos de los jueces, es lógico que cause extrañeza −y aun estupor− el hecho de que el ascenso de un magistrado al cielo del Tribunal Supremo −la culminación de una carrera− constituya un territorio exento en buena medida de ese control al calificarse tal promoción de discrecional.

Este torpe razonamiento empieza a ser corregido a partir de 2005 cuando los jueces del Supremo introducen, aunque de forma suave, la motivación del nombramiento como instrumento de control y lo hacen analizando la documentación aportada por los candidatos y que ha sido valorada por el Consejo.

La tercera etapa es algo posterior en el tiempo y en ella se reacciona ya ante la desviación de poder o el abuso de poder que pueden suponer estas actuaciones “por libre” de un órgano que se encuentra a rebosar de jueces y juristas distinguidos. Se anularon varios nombramientos por falta de motivación y en un caso incluso ¡por falta de requisitos del nombrado!

De donde se deduce que los señores magistrados del Tribunal Supremo, confabulados con los señores vocales del Consejo General del Poder Judicial, a base de hilar cada vez más fino, a lo mejor acaban descubriendo el mediterráneo del concurso. A esa búsqueda del mar ignoto se han unido los señores diputados porque, en las observaciones que han dirigido al Consejo General del Poder Judicial relacionadas con la Memoria del año 2014, realzan la necesidad de respetar el principio de mérito y capacidad en los nombramientos discrecionales anunciando criterios, método de valorarlos y demás... a la hora de cubrirlos lo que nos lleva, como digo, a las anheladas playas (ya que hablamos de mar) del concurso.

III

Resumamos lo más sustancial de lo explicado hasta ahora: para que exista una justicia independiente es necesario que el juez −individualmente considerado− sea independiente. Y para conseguirlo la receta es clara: pruebas públicas de ingreso, especialización como jurista (mercantil, laboral menores, contencioso ...), carrera asegurada sin sobresaltos ni trampas, trabajo razonablemente valorado, sueldo digno, jubilación asimismo reglada. Dicho de otra forma: un estatuto jurídico del juez regido en todo por el principio de legalidad, alejado de componendas políticas y asociativas.

Con estas cautelas −elementales en un Estado de Derecho− es suficiente. Porque preciso es añadir −sin que con ello esté atribuyendo al juez la condición de un simple funcionario− que la independencia del juez no tiene componentes teológicos ni participa de sustancia sacerdotal alguna.

A partir de ahí, no resta sino encajar la actividad del juez en un servicio público, el de la justicia, que ha de superar todas las carencias materiales y funcionales que hoy día padece, algo que no debemos contemplar como una quimera ya que otros servicios públicos −ej., la medicina− cuentan con un nivel de eficacia y, por ello, de aceptación social muy elevados.

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Meditemos: si el juez civil media a satisfacción de las partes en un conflicto, el juez de lo social lo hace en la relación del trabajador con el empresario, el penal manda a la cárcel a quien se haya hecho acreedor al castigo, el del orden contencioso-administrativo defiende a los particulares de las tropelías que pueda cometer la Administración o depura las ilegalidades de sus reglamentos, ordenanzas etc. ... si todo eso ocurre estamos ya justamente ante el Poder Judicial con todas las mayúsculas que queramos poner y todo el énfasis constitucional con que queramos subrayarlo, adornarlo y engrandecerlo. Pues ¡ahí es nada el cometido del juez que se ha descrito! ¿qué es sino Poder, puro Poder? Yo lo llamaría Poder jurisdiccional, el poder “de decir el Derecho”.

Envolver este Poder formidable −la función estatal jurisdiccional− en un sistema de autogobierno −el cuerpo orgánico que le sirve de base− creyéndolo ingrediente indispensable para garantizar la independencia, es fabricar un trampantojo, es decir, “una trampa o ilusión con que se engaña a alguien haciéndole ver lo que no es” (Diccionario RAE).

Discutir sobre si el envoltorio ha de ser el autogobierno corporativo (es decir, de jueces, modelo que se inaugura en la Constitución mexicana de Querétaro de 1917 como ya he recordado) mezclado o no con elementos de la voluntad popular representada en el parlamento o, por el contrario, un departamento ministerial y convertir esa discusión en centro neurálgico del problema es lisa y llanamente disparar sobre un objetivo equivocado.

Marrar el tiro. Debe elegirse la fórmula que se considere mejor o más barata o más cómoda o más acorde con nuestras tradiciones o con el derecho comparado para asegurar el correcto funcionamiento del servicio público de la Justicia pero sin elevar tal fórmula a peana alguna ni adornarla de aréolas ni pirotecnias constitucionales.

Y sin olvidar que lo relevante, lo que en puridad importa es la independencia del juez de Astorga o de Cáceres, del magistrado del Tribunal Supremo o del de la Audiencia Nacional.

Y esta se asegura solo y exclusivamente si se respeta el régimen jurídico señalado.

A mí me recuerda esta disputa a la creada en torno a la autonomía de la Universidad que he estudiado en mi libro El mito de la autonomía universitaria y en el que concluía que “[en ella] lo importante es preservar el ejercicio −por los individuos concretos− de sus libertades básicas, de investigación, de cátedra, de expresión... Este es el núcleo del asunto, lo que en verdad vale la pena defender y no la pretendida posición institucional autónoma de una organización sostenida básicamente con fondos de los contribuyentes que se ha de limitar a gestionar un servicio público”. No se hizo así y tenemos hoy unas Universidades públicas con un sistema autónomo de gobierno que es puro desvarío.

¿Qué haríamos entonces con el pomposo Consejo general del Poder judicial? ¿Se justifica la existencia de un organismo tan costoso? (Cincuenta y cuatro millones de euros para el ejercicio 2016).

A mi juicio, claramente no.

Una solución radical consistiría en suprimirlo si hubiera una reforma constitucional que, en este punto, es muy fácil de llevar a cabo pues se haría con el mismo procedimiento con el que se hizo la del verano de 2011 (recuérdese: acuerdo Gobierno del PSOE y PP) para

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introducir la estabilidad presupuestaria. Devolveríamos al ministerio de Justicia lo que el Consejo se llevó con bellas promesas de separación de poderes e independencia judicial como esos novios que conquistan a una joven cándida con artificios engañosos que olvidan en cuanto consiguen sus torpes propósitos.

Esta solución que califico de radical no debe descartarse porque un Consejo de estas características es innecesario al no formar parte de las exigencias del guión de la división de poderes como demuestran las experiencias americana, inglesa, alemana o escandinava. Si nos acercamos a una de ellas, la alemana, obligado es señalar que el peso de los ministros de Justicia (federal y federados) es determinante en la “Administración de Justicia” (que no Poder Judicial) pues son competentes a la hora de los nombramientos o de inspeccionar el funcionamiento de los tribunales y, en parte, a la hora de sancionar a los jueces tras un expediente disciplinario.

Es decir, se puede buscar un sistema confiado a funcionarios que provean los puestos judiciales de acuerdo con baremos objetivos −el tradicional concurso− e inspeccionen y sancionen, sometidos obviamente al control de la jurisdicción contencioso-administrativa, que tendría la última palabra.

Pero hay otra razón poderosa para sostener el carácter superfluo del Consejo: las últimas reformas que le han afectado han estado destinadas a rebajar su perfil político en beneficio del simplemente administrativo y alojarlo más acusadamente en la órbita del ministerio de Justicia. El Consejo es así cada vez más un departamento ministerial y su presidente un ministro con otro nombre.

Si por escrúpulos no queremos llegar hasta la extirpación ni a otras formas de cirugía invasiva, echemos mano de la cirugía estética.

Podría consistir el quirófano en un sencillo implante: la atribución sin más de sus competencias al presidente del Tribunal Supremo a quien se dotaría de una oficina que se encargaría de la política de personal y de nombramientos (suprimidos los discrecionales, tal como estoy defendiendo) más los servicios de inspección y los disciplinarios.

Analicemos otra opción que podría contemplarse sin cambio constitucional.

A lo largo de varios decenios se ha reformado −lo hemos visto ya− el modo de elegir sus vocales: en tantas ocasiones como cambios políticos han desfilado ante nuestros ojos. En la actualidad sabemos que para figurar entre los doce miembros “judiciales”, cualquier juez puede presentar su candidatura aportando el aval de veinticinco miembros de la carrera judicial o el de una asociación judicial. Cuando se ha comprobado la regularidad de todas estas candidaturas, se envían a los presidentes de las Cámaras para que éstas elijan por mayoría de tres quintos de sus miembros.

Este es el momento en el que se levanta el telón de las intrigas de suerte que puede decirse que en el seno del Consejo −tal como he explicado ya− y, a lo largo de su vida, se han reflejado como en un espejo bien bruñido las imágenes de quienes han dominado la escena española los últimos cuarenta años: PP y PSOE más la ayuda desinteresada de CiU y PNV.

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Pues bien, lo que propongo es que la selección, una vez comprobada la regularidad de las candidaturas y establecida una comparecencia de los candidatos en sede parlamentaria, se haga mediante sorteo. Se rescataría así un sistema que tiene ilustres precedentes en la historia de la democracia, que fue alabado por Montesquieu en las primeras páginas de su obra inmortal y que es objeto de debate en Europa e incluso de iniciativas parlamentarias porque en Italia circuló por el Senado una destinada a introducirlo para designar precisamente a los miembros del órgano de gobierno de los jueces (similar al nuestro). Y lo mismo ocurrió en Francia.

Análogo sistema se podría emplear en relación con los ocho juristas “de reconocido prestigio”.

El hecho de que la democracia sea hoy solo la representativa y, esta a su vez, la vinculada a los procesos electorales es el resultado de una evolución histórica. De ahí la oportunidad de rescatar, mirando hacia atrás, desde los renglones lejanos de la Antigüedad clásica, un mecanismo tan simple como el sorteo para seleccionar algunos cargos públicos enriqueciendo así la caja de herramientas de la política contemporánea.

Pues bien, el espacio donde este sistema del sorteo puede revelarse muy fecundo y un buen antídoto contra los riesgos del clientelismo partidista y de la corrupción es en organizaciones como esta del Poder judicial en los términos −medidos− apuntados (no sería nuevo: ya se conoce por ejemplo a la hora de seleccionar los miembros del jurado que han de conocer de delitos relevantes).

Porque se convendrá conmigo que, garantizada la idoneidad de todos los candidatos, es indiferente la persona concreta que sea designada. Y el azar le proporciona la ventaja de poder ejercer su función en perfectas condiciones de independencia y por tanto libre de compromiso adquirido −explícito o implícito− con “dedo” alguno. Sustituyendo la elección por el sorteo, hacer cábalas acerca de las decisiones de estos órganos, en función del origen de cada persona que interviene en una votación, se haría prácticamente imposible.

Y otra ventaja relevante: para este empeño no necesitamos más que retocar unos Reglamentos, los de las Cámaras. La Constitución quedaría ajena a este trasiego.

Ya −para ir terminando− digamos con la insistencia de quien repite el Credo del Catecismo:

asegurar la independencia judicial exige dotar al juez de un status regulado íntegramente por la ley donde no tenga cabida la discrecionalidad y además se halle desterrado el uso de la carrera judicial como trampolín para el salto a la política y el retorno después a lucir puñetas en un alarde de reputado artista circense.

Asimismo, es preciso derogar el artículo 330.4 de la Ley Orgánica del Poder judicial referido al nombramiento de magistrados para las salas de lo civil y penal de los Tribunales superiores de Justicia que proponen las Asambleas legislativas de las Comunidades autónomas, salas que conocen de los asuntos en que se ven involucrados los que gozan del privilegio del fuero según sus Estatutos (aforados).

Con estas correcciones −simples en términos de alta política− se daría un paso de gigante en la custodia de ese gran valor del Estado de Derecho que es la independencia judicial.

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