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Recetas y recetarios para la olla nacional: la construcción del proyecto culinario colombiano en el siglo XIX

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Recetas y recetarios

para la olla nacional:

la construcción del proyecto culinario

colombiano en el siglo XIX

Recipes and Cookbooks for the National Pot:

The Construction of the Colombian

Culinary Project in the Nineteenth Century

Laura Catalina

García Mera

Universidad del Rosario

laura.garciam@urosario.edu.co

Resumen

Durante el siglo XIX, el proyecto de cons-trucción de la nación colombiana, concebi-do por las élites letradas, consideró aspectos como la organización política y geográfica, el establecimiento de una economía estable y la formación de un gobierno republicano. Este proyecto, pensado por una dirigen-cia masculina, también incluyó la reflexión sobre temas culturales y propios de las costumbres diarias. Así, entre 1830 y 1882, espacios de interacción eminentemente fe-meninos, como la cocina, fueron influidos por las tendencias ideológicas de dicha éli-te medianéli-te el desarrollo de publicaciones culinarias. El presente escrito analizará cómo la literatura culinaria y las recetas, inspiradas en el conocimiento doméstico femenino, fueron empleadas en la construcción de identidad nacional en el siglo XIX.

Palabras clave: recetarios, nación,

identidad, Colombia.

Abstract

During the XIX century, the nation-building project in Colombia conceived by the literate elites, considered issues such as the country´s political and geographical organization, the establishment of a stable economy, and the formation of a republican government. This project, conceived by a male leadership also in-cluded a reflection on cultural topics and daily habits. As a result, between 1830 and 1882, spaces of women’s domestic practices and interactions, like the kitchen, were influenced by the elite’s ideological tendencies through the development of culinary publications. The present paper will discuss how culinary litera-ture and recipes inspired by women’s domestic knowledge were employed in the construction of Colombian national identity in the nine-teenth century.

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Introducción

E

ntre los años 1835 y 1845, la élite letrada que habitaba en Santafé

jugó un papel protagónico en el proyecto de construcción de la nueva nación colombiana. Una de las maneras como esta élite, compuesta por individuos y familias ricas de la capital y de las principales pro-vincias del país, impuso tendencias europeas en la vida social, cultu-ral y política fue mediante su activa participación en el ámbito editorial. Tras el desmembramiento de la Gran Colombia1 y el fin de la guerra de Los Supremos2,

las élites gobernantes, representadas en la figura del presidente Tomás Cipriano de Mosquera, estaban interesadas en la reconstrucción del país y el desarrollo de los instrumentos de modernización del Estado republicano, lo que implicó “la utilización de los modelos y de los conocimientos de los países más avanzados” (Martínez 2001, 53). Con el objetivo de aplicar los preceptos políticos y sociales republicanos, la adopción de normas y de costumbres de calle y mesa fue motivo de reflexión por parte de quienes tenían la educación y los conocimientos para definir y proyectar lo que a su juicio se debía aplicar, usar y practicar en el terri-torio colombiano del siglo XIX.

Una vez el área del nuevo Estado fue independiente, todo estaba por de-terminar para la creación de una nación, en términos políticos, sociales, eco-nómicos y culturales. Según Frédéric Martínez, la nueva condición de nación independiente les señaló a los dirigentes, herederos de los regentes criollos, la magnitud de la tarea. Para entonces, los nuevos gobernantes “no tienen otra

1 La independencia de Santafé ocurrió en 1810. Entre los años de 1819 y 1830, el sueño de Simón Bolívar de unir los territorios americanos en una sola nación inspiró la integración del territorio panameño, la Capitanía de Venezuela, la Presidencia de Quito y el Virreinato de la Nueva Granada, bajo el nombre de la Gran Colombia (Ocampo 1994, 222-231).

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alternativa que la de recurrir a modelos foráneos para llenar el vacío, para cons-truir Estados y naciones que aún están por crear” (Martínez 2001, 36).

Santafé, centro político, social, cultural y educativo del país, atraía a las principales familias de cada región del territorio nacional. Era el lugar donde los hijos varones cursaban sus estudios superiores e iniciaban su desarrollo laboral en oficinas privadas o en cargos burocráticos. Así se consolidaba la élite letrada. Era común que estos hombres realizaran viajes a Europa y, conforme aprendían las disposiciones políticas y sociales del Viejo Continente, de vuelta en el país trataran de replicarlas en las nacientes instituciones locales. Este ejercicio no se limitó únicamente a la puesta en marcha de un ideal político, también significó acoger ideas, reproducir prácticas, consumir productos y mercancías:

El consumo de bienes europeos fue uno de los caminos claves elegidos por la clase alta bogotana para consolidarse como una clase dominan-te, capaz no solo de asegurar su posición social, sino de construir una nación “moderna” de conformidad con los modelos propuestos por Eu-ropa. (Otero-Cleves 2009, 248)

La adopción de elementos culturales asociados con las costumbres y la vida diaria, como la comida y la cocina, también hizo parte de la consolidación de un proyecto nacional.

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algunas de las dinámicas políticas, culturales y sociales que influyeron en la creación de la identidad nacional.

Señalo también que el ideal en la elaboración de alimentos en las cocinas del siglo XIX es un reflejo de la puesta en marcha de un proyecto masculino de construcción nacional que se caracterizó por ser dinámico, en la medida en que encarnó distintas posiciones y giros intelectuales sobre lo que identificaba y debía distinguir a la nación que se pretendía colombiana. Así, en este proceso de cambio se pueden señalar dos momentos: uno, en las primeras décadas del siglo XIX, cuando las prácticas de mesa y cocina, que se reflejaron en los rece-tarios locales, se concentraron en el ejemplo culinario europeo; y otro, hacia finales del siglo, en el que se destacó el uso de ingredientes autóctonos, especí-ficamente aquellos a los que se otorgaba un carácter nativo y original, como el maíz, la yuca y muchas frutas tropicales.

La adopción de prácticas culinarias europeas, así como el interés de fina-les del siglo por los ingredientes locafina-les, se evidencian en documentos editados entre 1830 y 1884, como El Cultivador Cundinamarqués, de 1832; el Manual de

co-cina y repostería, de la imprenta de Nicolás Gómez, en sus dos ediciones, de 1853 y

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El progreso de la nación y la riqueza local

Hacia 1820, el país apenas empezaba una nueva etapa como territorio indepen-diente y las élites gobernantes buscaban responder a las profundas secuelas de la guerra. Los esfuerzos por alcanzar el ideal de progreso de la nación no se con-centraron únicamente en la aplicación de teorías políticas y económicas, sino también en el objetivo de “civilizar al pueblo” mediante el fomento del trabajo arduo. Las reformas se enfocaron particularmente en la producción agrícola,

ejecutada por una población nacional predominantemente campesina3. Los

sec-tores en el poder se identificaban a sí mismos como los dueños del conocimiento (por el dominio del campo de las letras frente a una mayoría iletrada y pobre), pero sobre todo se destacaban por su condición de propietarios. Jaime Jaramillo explica cómo esta fue la condición más favorable para tomar las riendas del país, separarse del pueblo y ser identificado como élite:

En una sociedad sin considerable desarrollo económico, donde no exis-tían —fuera de las comunidades religiosas— corporaciones o estamen-tos de vigorosa consistencia, ni nobleza o clases cerradas de antiguos y hereditarios privilegios, los únicos elementos diferenciadores, objeti-vos, eran la propiedad territorial y el dinero. Había, por otra parte, cier-ta base para juzgar que la clase propiecier-taria o la burocracia que poseía rentas constituían el elemento político más ilustrado y capaz de asumir el papel de dirigir el Estado. Otra cosa era estar de acuerdo con los prin-cipios humanitarios y racionales —por demás aceptados integralmente en las Cartas de la época—, pero resultaba[n] inefica[ces] en la práctica. (Jaramillo 2001, 107)

En calidad de gobernante, el hombre de élite y propietario debía guiarse activamente por los valores que lo harían un excelente padre de familia y esposo, buen trabajador y un caballero virtuoso. Para entonces, se creía que las únicas personas idóneas para dirigir el país eran los “hombres moralmente adecuados, virtuosos, que saben contener pasiones, reconocen vicios y tienen la capacidad

3 En 1819, Simón Bolívar estableció un decreto que formalizaba la creación de las juntas de

agricultores, con el objetivo de difundir el conocimiento de todas las ramas de la

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de desviarlos y de evitarlos [y son los escogidos para] sacar adelante la República en formación” (Hensel 2006, 88). La responsabilidad de tomar las riendas de la nación fue asumida por la mayoría de ellos no solamente en el escenario buro-crático. También lo hicieron en los ámbitos propios de la literatura, la escritura y la producción editorial, donde se desempeñaron como publicistas, traductores, periodistas, libreros o fundadores de periódicos. Así, a la vez que “intentan fo-mentar la creación de una literatura nacional, constituyen un poderoso canal de difusión de referencias europeas” (Martínez 2001, 133).

Mientras la república se debatía en guerras internas por la constitución po-lítica del territorio nacional, surgían los primeros partidos políticos y la recesión económica era una constante. De ahí que fuese necesario agilizar el proceso de crecimiento económico para fortalecer la prosperidad y la riqueza. Según Her-mes Tovar, este era el panorama económico de Colombia en el periodo que siguió a las batallas de independencia:

Después de 1819 comenzaron a hacerse esfuerzos de reconstrucción y conservación de las estructuras económicas vigentes, aunque las secue-las de la guerra impidieron que en la década del veinte hubiera una total readecuación de la economía. Fue solo en la década del treinta cuando se reordenó la economía nacional y los viejos herederos del sis-tema de haciendas, propio del siglo XVIII, se lanzaron a una ofensiva de reconstrucción de los antiguos órdenes. Sin embargo, era muy difícil contener los avances dejados por veinte años de lucha, que habían lo-grado agrietar el orden colonial en el campo, crear nuevas relaciones de trabajo, buscar nuevas perspectivas de mercado y reorientar la eco-nomía agraria hacia aquellos productos que parecían ofrecer mejores perspectivas de desarrollo. (Tovar 1997, 115)

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territorio y el trabajo, como al aumento de la productividad de los campesinos. Vale la pena señalar que, si bien estos eran parte del país, no eran considerados ciudadanos civilizados de la república democrática, por lo que pronto se estable-cieron límites y diferencias entre la élite y la masa del pueblo. Los campesinos se convirtieron no solo en objeto de evaluación y análisis, sino en sujetos de injeren-cia, por lo cual también se quiso transformar aspectos de su diario vivir como la alimentación, la vivienda y el trabajo mismo. Allí donde el campesino buscaba sus principales alimentos, su vestido, su medicina o sus productos de higiene personal, era necesaria la intervención: “Las raíces del cambio económico y cul-tural debieron buscarse en las iniciativas por sobrevivir del día a día” (Larson 2004, 89, traducción propia).

En respuesta, el periódico El Cultivador Cundinamarqués o Periódico de la

Industria Agrícola y la Economía Doméstica concentró sus labores en difundir

conocimientos útiles para una agricultura más próspera a lo largo de todo el territorio nacional, aún bajo el nombre de Nueva Granada. El periódico, funda-do en 1831 por el abogafunda-do, periodista, político y para entonces gobernafunda-dor de

la provincia de Cundinamarca Rufino Cuervo4, publicaba notas acerca de cómo

enfrentar las plagas en los cultivos de árboles frutales, caña, café o cacao, así como sobre la fabricación de abonos naturales y químicos, además de recetas de conservación de productos alimenticios. Publicado quincenalmente, entre 1831 y 1832, el periódico podía adquirirse, por suscripción o compra, a un real el ejem-plar. Aunque los tratados en los que se explican el origen y las formas de cosecha y preparación de variedad de cultivos eran relevantes, el propósito central del periódico era señalar la importancia del trabajo como vía de acceso al progreso personal y nacional. Allí se explicaban las aspiraciones de la nueva república y el rumbo que se esperaba tomaran las reflexiones en torno al futuro nacional:

Ahora que va calmando la tempestad política que despedazó a Colom-bia, y que la Nueva Granada está para constituirse bajo los mejores auspicios, y con esperanzas muy fundadas de que el orden, la paz y la libertad han de reinar en su territorio, es ya tiempo de pensar seria-mente en aplicar todos los medios posibles, para abrir las fuentes de la prosperidad pública cegadas por la guerra, las turbulencias y otras mil causas. (“Prospecto” 1832, 1)

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En tanto el país se proyectaba hacia un mercado internacional, “la agricul-tura y las artes conexas con ella” (“Prospecto” 1832, 2) ya no serían actividades que se limitaran a la extracción y el consumo directo, sino que ocuparían el pri-mer lugar en la fórmula económica del país.

La conservación de los alimentos

en respuesta al contexto local

En la presentación de recetas en el periódico El Cultivador Cundinamarqués, los editores resaltaban las debilidades de la producción colombiana relacionadas con los procedimientos de intervención de los alimentos, es decir, con las técni-cas, la higiene y la limpieza, mas no con el origen de los productos. Según ellos, un punto importante para el progreso del pueblo residía en el aprovechamiento de las tierras colombianas, diversas en altura y clima, perspectiva contraria a la teoría que sostenían varias personalidades nacionales, que consideraban al tró-pico como poco propicio para el desarrollo de un pueblo debido al clima malsano que influía en el carácter y las costumbres de quienes habitaban las tierras bajas o cercanas a las costas. De otro lado, un sector de las élites dirigentes ya consi-deraba la diversidad geográfica del territorio nacional como una herramienta clave y diferenciadora para una apertura comercial fuerte:

Este suelo era distinto. Otros climas, otros productos naturales, otros paisajes que en nada se parecían a los de Europa, y una situación geo-gráfica a su juicio privilegiada, situada en la zona ecuatorial, que les permitiría comunicarse con los grandes continentes de oriente y occi-dente y abrir las puertas del comercio a todos los pueblos de mundo. (Uribe 2005, 238)

Para los sectores de la dirigencia asociados al naciente Partido Conserva-dor, de los que hacía parte Rufino Cuervo, la tierra era una fuente de riqueza económica y elemento principal para la identidad del territorio y del país, y “en la dinámica de lo propio y lo extraño que acompaña a todo proceso de construcción de identidades, el territorio, el suelo, aparecía como lo único que la inteligencia criolla podía imaginar como enteramente suyo” (Uribe 2005, 238). Aunque con diferentes enfoques y argumentos5, desde la Conquista española las tierras y el

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clima de la Nueva Granada fueron apreciados por las oportunidades que ofrecían para la producción, en contraste con los terrenos y las estaciones europeas. Pri-vilegiado por su posición sobre el nivel del mar, del territorio se destacaba que:

poseía una topografía muy quebrada, en la cual se combinaban desde las costas caribeñas y pacíficas hasta las alturas andinas y las plani-cies de los llanos que confinan con Venezuela. Esta variedad de climas era notoria para los conquistadores, y también lo eran las posibilidades agrícolas, ganaderas y mercantiles que permitía. (Saldarriaga 2012, 89)

Las condiciones biofísicas, de biodiversidad y agrícolas asociadas con el territorio del Estado-nación colombiano hicieron posible que en los pequeños mercados locales hubiese gran variedad de productos cultivados en diferentes pisos térmicos. En 1836, John Steuart, viajero escocés, relataba en un aparte de su diario la típica escena del mercado local de Santafé:

Los vegetales, los granos y las frutas se ubican juntos, por lo general. Los carniceros tienen pequeños puestos, donde se expende excelente carne de res, cordero y cerdo a precios muy bajos. Luego vienen los pollos, los huevos y la mantequilla; la losa de la madera y de barro, etc. Luego las telas burdas del país, como algodones a franjas, de basta factura, ruanas, sombreros de paja, hamacas y alpargatas, etc. [...] Hay frutas y vegetales de regiones cálidas, frías y templadas, todos frescos. Naranjas, limones, piñas, granadas, mangos, las deliciosas chirimoyas, melones de varios tipos, fresas, etc. [...] coliflores, berenjenas, papas, repollos, alcachofas y toda la familia de los vegetales abundan aquí y son exce-lentes. (Steuart 1989, 136)

Esta abundancia y variedad de productos comestibles enriquecía la di-versidad y las posibilidades culinarias de las cocinas locales. En las páginas de

El Cultivador también hay apartes dedicados exclusivamente a la preparación

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el nuevo repertorio culinario, que incluía, por ejemplo, huevos conservados en ceniza, leche hervida y salmueras. Con las recetas allí compiladas era posible “inspirar amor al orden, el hábito del trabajo y la economía, en los conciudada-nos que tienen sin duda los más ardientes deseos de concurrir al fomento de la riqueza pública” (“Prospecto” 1832, 2).

En la nación recién independizada, donde apenas se daban los primeros avances en la agricultura y la industria modernas, este tipo de conocimientos y fórmulas para el abastecimiento y la conservación de alimentos era un tema de mayor relevancia para los hogares que la producción a gran escala y la impor-tación de productos enlatados o procesados. Según Frank Safford, al empezar la mitad del siglo XIX, un incipiente grupo de empresarios bogotanos inició su incursión en la creación de manufacturas con materiales locales:

En muchos casos, la materia prima era de fácil adquisición: carbón y mi-neral de hierro para los trabajos de fundición; greda y alúmina de alta calidad para la industria de la loza, abundante lana para la industria tex-til y trapos viejos y bosques para la industria papelera. (Safford 1975, 55)

En la industria de los alimentos, las cervecerías, chicherías y fábricas de chocolates fueron pioneras y también emplearon productos nacionales. Como complemento para el consumo del sector adinerado de la población, se importa-ban, de Francia e Inglaterra principalmente, “avellanas, macarrones, vino tinto, jerez, oporto, madera superior, champaña ídem, mostaza en polvo, encurtidos, toda clase de licores, quesos de Flandes, sardinas frescas” (Martínez 1985, 49).

En el caso de la conservación de productos lácteos, cárnicos o derivados de animales tales como huevos y grasas, la mirada de El Cultivador se enfocó en los procesos de maduración y descomposición, así como en ciertas técnicas de trans-formación, procesamiento y conservación que en Europa se ejecutaban desde hacía varios años, e incluso siglos, como parte de las tradiciones domésticas. Es posible rastrear una de ellas un poco más allá del siglo XV, en lo que se llamó “la revolución del salado”. Jack Goody señala que esta forma de economía se utilizó en variedad de alimentos:

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En El Cultivador, al tiempo que se promovían los instrumentos, procedi-mientos e ingredientes europeos, se desacreditaban las prácticas locales porque en el país la conservación de jamones, mantecas o mantequillas no consideraba aspectos “higiénicos y de limpieza del producto”. De acuerdo con el periódico, las técnicas locales eran deficientes a causa de la falta de experticia de quienes ma-nipulaban los alimentos, pero los bienes aquí producidos debían ser preferidos por los cocineros o cocineras colombianos debido a la calidad de la tierra. Por ejemplo, al respecto de la manteca o la mantequilla preparadas según las cos-tumbres campesinas de la época en Colombia, el periódico consideraba que aún era una preparación rústica y que merecía más atención y perfeccionamiento, pues su forma de distribución cruda y sin salar perjudicaba su correcta preser-vación. Antes de presentar el “Modo de salar la manteca de vaca o mantequilla”, en el libro se aclara: “En otra ocasión daremos el modo de sacarla con más pro-piedad, que la que hasta ahora se hace por nuestros aldeanos”. Y hacia el final subraya: “Las mantecas preparadas con el aseo y el cuidado que corresponde no podrían dejar de preferirse a las extranjeras por la mejor calidad de nuestros pastos” (“Modo de salar” 1832, 73). Inmediatamente después, se presenta el “Mé-todo nuevo de salar la manteca de vacas, según se practica en Udai en Escocia, por el doctor Anderson”.

Al igual que con las recetas de la manteca, el periódico incluye varias fór-mulas en las que se explican distintos métodos para la conservación de produc-tos cárnicos. Allí también se señalan las limitaciones y los errores comunes de los procedimientos colombianos y se presentan las técnicas europeas como la voz experta que conduce a una ejecución correcta, tal como sucede con la receta del “Modo de acecinar piernas de carnero”, que fue extraída de una edición del

Se-manario de Agricultura de Londres de 1830. Conforme al estilo y método europeo,

la receta indica:

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Sobre los métodos de conservación de carnes y perniles locales, los autores comentan:

Los perniles deben sacarse bien enteros y con toda su carne, porque esta es más apreciable que el tocino. Se les limpiará bien toda la sangre que tengan pegada, la que podría corromperlos, y no se les hará corte o incisión alguna, como erradamente se acostumbra en esta ciudad y en las inmediatas, donde también quitan a los perniles toda la carne, lo que hacen resulten jamones de tocino, y que por consiguiente sean poco apreciables. (“Método para componer” 1832, 49)

Con el desarrollo del comercio global en el mundo europeo y norteameri-cano, la preocupación por la higiene avanzaba significativamente y extendía su influencia en el resto de países:

Asegurar la legislación para la pureza de la comida representa uno de los grandes triunfos para el movimiento progresista. Los consejos mu-nicipales de salud, que tenían como responsabilidad la inspección de la comida, ya habían sido fundados a lo largo de Europa y Norteamérica durante el siglo XIX. (Pilcher 2005, 61, traducción propia)

El periódico cundinamarqués resaltaba las debilidades de la producción nacional relacionadas con los procedimientos de intervención de los alimentos, o sea con las técnicas, la higiene y la limpieza, con lo cual hacía eco del movimiento higienista, pero no desvalorizaba el origen de los productos.

El ejemplo de la mesa europea

aplicado a la cocina local

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en sus modales y comportamiento, se parecía más a un conjunto de parisinos que a un grupo de bogotanos” (Carnegie-Williams 1990, 70). En el ejercicio de adopción de las costumbres del Viejo Continente, el contacto con los extranjeros resultaba ser la oportunidad de mostrar el estatus social, además de desplegar una serie de conocimientos sobre las prácticas del otro lado del océano. En la ciudad capital, Santafé, se emularon las prácticas culinarias europeas con par-ticular esmero y desde allí las élites quisieron impartirlas al resto del territorio nacional6. Para Rosa, sin embargo, pese al esfuerzo de las amas de casa locales

por reproducir las costumbres extranjeras, los hábitos colombianos en la prepa-ración y el consumo de alimentos, como el de acompañar las comidas con una taza de chocolate caliente o los horarios de los servicios, diferían de lo que ella acostumbraba a ver en su país y poco se asemejaban a las prácticas europeas. Sobre otro evento, al que asistió poco tiempo después, escribió:

A las doce en punto anunciaron el almuerzo y entonces pasamos al co-medor. Sopa, pescado (muy desagradable), pollo (muy duro), frijoles, melones deliciosos, agua helada y, finalmente, un pocillo de chocolate o café —no el tipo de chocolate que se prepara en Inglaterra, sino una cuchara sopera completa por cada taza— y excelente leche. (Carnegie-Williams 1990, 35)

Como lo muestra este relato, no todas las preparaciones domésticas eran un reflejo del referente culinario de Europa en la Colombia del siglo XIX. Tam-bién había consumo de productos y preparaciones locales y regionales. Sin embar go, los libros y publicaciones dedicados a la producción y preparación de alimentos, tales como los recetarios y tratados de cocina, recogen y compilan recetas que en su mayoría se relacionan con la cocina y técnicas culinarias fo-ráneas. En este proceso editorial también se intentó hacer visibles las costum-bres locales, pero las pocas preparaciones nacionales que se incluyeron estaban vinculadas a lo que se producía y consumía en el extranjero. En este sentido, es posible rastrear la construcción de un ideal culinario por parte de las clases do-minantes, que establece distintos valores para los alimentos. Teniendo en cuenta las investigaciones de Massimo Montanari en Italia y adecuándolas al análisis del caso colombiano, podría afirmarse que los redactores de los recetarios na-cionales interpretaron como “ricos” y deseables los ingredientes importados o usados en Europa —canela, azafrán, vinos, especias o licores—, mientras que los alimentos propios o nativos —como el maíz o sus derivados, la yuca y ciertas

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frutas y tubérculos— fueron considerados como “pobres”. Los ingredientes que se empleaban en las preparaciones locales se volvían admisibles en la cocina, y adquirían un nuevo valor, cuando se adecuaban al estilo europeo. Al respecto, Montanari afirma que “aceptar un alimento humilde en la mesa de las clases al-tas no es posible sin estrategias adecuadas que modifiquen el estatus haciéndolo ‘socialmente correcto’ y compatible con la ideología dominante” (Montanari 2008, 47). Por ejemplo, en preparaciones como el masato, la introducción de la canela con la que se acompaña dignifica al maíz al alterar su imagen “pobre” y su naturaleza indígena o nativa. Al dejar de ser dominante el grano, toma prota-gonismo el sabor de la apreciada especia y se da un “enriquecimiento” del pro-ducto pobre con un ingrediente valioso (Montanari 2003, 38), compatible con el gusto europeo.

De igual forma sucede con el bocadillo veleño, tal vez el primer producto que se identifica como propio de la región colombiana de Vélez y cuya receta es reproducida por los recetarios de elaboración local en el siglo XIX. Según Víctor Manuel Patiño, quien se dio a la tarea de indagar sobre el origen de preparacio-nes y productos comestibles y culinarios en el país, la materia prima de este dul-ce, la guayaba, fue la “fruta americana que más temprano y universalmente se empleó en confituras, a pesar de la repulsa que cruda inspiraba a los españoles” (Patiño, en prensa, 458). Dentro del canon de gusto europeo, la guayaba no era un producto apetecible, por lo que pronto fue adecuada en forma de conserva, mez-clándola con azúcar, ingrediente que no era empleado por los indígenas nativos dado que la caña fue una introducción ibérica.

Por otra parte, las recetas contenidas en el Manual de artes y oficios, cocina

y repostería de 1853 incluyen una variedad de títulos que aluden al nombre de

al-gún lugar europeo o a la forma en que se preparaba un alimento en determinado país o región de ese continente. Sus recetas se diferencian de otras instrucciones culinarias por utilizar un lenguaje más explicativo y específico que describe, por ejemplo, la división de pasos y procesos en una preparación, gracias a los adelantos en la formalización de la escritura de la cocina europea.

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(Manual de artes y oficios 1853, IV), también incluyó un último segmento sobre cocina, a manera de anexo, bajo el nombre “Tratado de cocina y repostería”.

Con una nueva paginación y un título que anuncia el inicio de la gran recopilación, este segmento de la publicación total contiene casi quinientas re-cetas de sopas, bebidas, dulces, postres, guisos, cocidos y arroces. Además de las preparaciones de panadería y repostería —como pastelillos, bizcochos, biz-cochuelos y panes—, se destacan como grupo las recetas “europeas”. Al igual que sucedía veinticinco años antes en El Cultivador Cundinamarqués, la referencia a Europa se evidencia en la titulación de las recetas o en las aclaraciones de los editores, que señalan el modo de preparación de los alimentos en determinadas regiones, así: “Bizcochos de Mayorga”, “Mantecados de Astorga”, “Queso de Par-ma” o “Riñón de vaca a la parisienne”. Se destacan porque incluyen instruccio-nes sobre los tiempos de cocción, los instrumentos, las medidas de referencia y, en muchos casos, las formas de acompañamiento y presentación de los platos. Por ejemplo, en la receta “Pierna de carnero a la inglesa”, el proceso de preparación de este corte de carne se refiere así:

Después de haberla cocido en un lienzo muy tupido, se la mete en una caldera llena de agua con zanahorias, nabos y sal; y a las dos horas de hervor se saca del lienzo en que está, y se adereza con legumbres al-rededor para servirla acompañada con una salsa y manteca desleída. (Manual de artes y oficios 1853, 76-77)

Aunque las instrucciones incluyen el tiempo de cocción, la receta deja al conocimiento y experiencia del lector la utilización de los instrumentos, la se-lección de acompañamientos y la escogencia de ingredientes. El uso de un lienzo significa no solo conocer el procedimiento para envolver la carne en la tela y el tipo de lienzo y cuerda a elegir, sino también el resultado que se obtendrá al no exponerla directamente al agua de la caldera. Los editores presuponen que se dirigen a un público conocedor de la cocina, de los procedimientos culinarios y de los procesos de los alimentos en cocción. Por otra parte, se sugiere también el acompañamiento con una salsa, lo cual insinúa que quien cocina conoce tanto los ingredientes como el procedimiento para prepararla y el resultado final.

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doméstico), pues son las mujeres quienes poseen un conocimiento amplio y prác-tico del oficio culinario y son capaces de entender las referencias ambiguas y en extremo escuetas de las instrucciones de las recetas que se transmiten oralmente de generación en generación.

Un gran número de recetas del Manual no emplea sistemas estandarizados de medidas ni nombra o sugiere formas de cocción; tampoco indica el tiempo de ejecución de la preparación o el uso específico de instrumentos en la elaboración de ponqués, galletas, bizcochos o tortas. En la sección de tortas, la receta bajo el título “De pan” escasamente menciona que “se deshace un pan francés en leche, se bate con mantequilla, azúcar y huevo, y se pone en el molde untado con man-tequilla” (Manual de artes y oficios 1853, 2). Sin embargo, las recetas de origen eu-ropeo suelen caracterizarse por un lenguaje más explicativo que describe, paso a paso, las distintas operaciones y procedimientos culinarios de la receta: cocinar, hornear, cortar, hervir, separar, limpiar. También mencionan las cantidades de los ingredientes, la temperatura a la cual estos se deben cocinar y, en casi todas, la forma en la que se debe servir el plato.

Mientras en Colombia apenas iniciaba lo que podría denominarse “una propuesta editorial de cocina”, en Europa ya se había adelantado un proceso de sistematización y formalización escrita de las recetas, que los editores colombia-nos copiaron. Tal es el caso de la “Sopa a la bearnesa” que abre la sección de sopas del Manual. En esta preparación se dan indicaciones sobre la limpieza de los ali-mentos, la temperatura de cocción, la secuencia de los distintos pasos y procesos de la receta, las cantidades necesarias, y la manera de servir y adornar el plato en la mesa:

Se lava una col mediana con cuatro lechugas arrepolladas; se las deja escurrir para ponerlas después en una cazuela con pedacitos de tocino, una tajada de jamón dulce, un salchichón y dos ancas de ganso; se co-cerá todo en un caldo desalado, añadiendo un manojo de perejil y dos cebollas picadas con otros tantos clavos de especia; se escurrirán sepa-radamente la carne y las legumbres, se desengrasará y pasará el caldo, y tomando miga de pan de centeno cortado en rebanaditas delgadas, se hará una corona en un plato o fuente honda, interponiendo con ellas el tocino y las lechugas en cuartas partes, y llenando el centro de la corona con una sustancia, sea la que se quiera; se colocarán encima el jamón y las ancas de pato, y el salchichón alrededor en rodajas; se dejará tostar este compuesto a fuego lento, y se servirá cuanto más caliente. (Manual

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Luego de dos décadas de haberse publicado El Cultivador Cundinamarqués, el manual de la imprenta de Nicolás Gómez aún comparte las mismas preocupa-ciones y objetivos de dicho periódico: darle a la cocina, entre las artes prácticas y materias esenciales, un lugar importante para el desarrollo del país. Según Jorge Orlando Melo, después de la década de 1840 se consolidaron las primeras industrias de alimentos y comercio exterior, con lo cual se dinamizó un sector importante de la producción y la economía nacional:

Así las cosas, los años muy dinámicos de 1850 a 1895 sirvieron en buena parte para sacar al país del estancamiento del periodo anterior; sin em-bargo, el crecimiento fue en alguna medida, aunque modesto, superior a lo requerido para tal recuperación. (Melo 1997, 186)

Para los editores del Manual, los grandes problemas económicos y de gobier-no ya habían sido superados y por fin se había “asegurado el porvenir de la repú-blica”. Era tiempo de concretar el bienestar de los individuos del país “mediante el trabajo, la economía y la acumulación de valores circulantes”. La cocina hacía parte de estos elementos y, para los editores, “todo lo que tenga relación con la prepara-ción de los manjares no puede carecer de interés” (Manual de artes y oficios 1853, II). Después de que el Manual de artes y oficios “captó una lisonjera acep tación” (Manual de cocina y repostería 1874, II) entre el público nacional, el “Tratado de cocina y repostería” se transformó en una publicación independiente, separada de la sección sobre artes y oficios. En esa ocasión, y con entusiasmo por darle un espacio a la cocina en el país, en 1874 se publicó una nueva edición en la que se reconoció el arte culinario como uno de los más importantes.

El giro tímido hacia el consumo

de lo local y autóctono

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lector, difundieron ideas que sustentaban la imaginación nacionalista del mo-mento. A diferencia de la producción de mercancías y maquinarias para el de-sarrollo económico y material, los libros y publicaciones eran una forma más económica y rápida de incidir en la formación intelectual y cultural de un mayor número de personas. Al respecto, y aludiendo a un producto que se popularizó y masificó durante la Revolución Industrial, Benedict Anderson explica la im-portancia y el significado de los libros en procesos como el que vivía el país en el siglo XIX:

Una libra de azúcar es simplemente una cantidad, un montón conveniente, no un objeto en sí mismo. En cambio el libro es un objeto distinto, autóno-mo, exactamente reproducido en gran escala, y aquí prefigura a los bienes durables de nuestra época. Una libra de azúcar se funde con la siguiente; cada libro tiene su propia autosuficiencia eremítica. (Anderson 1993, 59)

En el Manual de 1874 se incluyeron más de treinta nuevas preparaciones, y las recetas de origen europeo seguían apareciendo como una constante: el “Bollo guisfle [sic]” y la “Masa enmaizada de Mallorca”, por ejemplo. De acuerdo con los editores del recetario, partiendo de los usos y costumbres del país y a medi-da que se consolimedi-daba la relación con el Viejo Continente, la cocina local se iba construyendo e iban enriqueciéndose sus productos y recetas. La reedición del

Manual de cocina y repostería, cuarenta años después de la publicación de El Cul-tivador Cundinamarqués, evidencia que la cocina colombiana que se pretendía

consolidar aún se enfocaba en la conservación de alimentos y en la imitación de los productos y platos “ricos” o de origen europeo, y en el ennoblecimiento de los ingredientes y las recetas locales mediante asociaciones culinarias con los primeros. No obstante, la inclusión de indicaciones sobre la temperatura, las cantida des y las medidas, explicaciones sencillas referidas al uso de los ingre-dientes, descripciones de los distintos procedimientos de una misma receta e instrucciones sobre el manejo de instrumentos y formas de cocción marcan un cambio en el lenguaje de preparación de alimentos.

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Se han de tomar 4 libras de levadura bien acondicionada, dejándola ve-nir por espacio de tres horas hasta que tome hueco, y estando en punto, separadamente se baten 12 huevos. Se ponen 2 libras y ½ de azúcar en un perol, 2 onzas de sal y un jarro de agua caliente. (Manual de cocina y

repostería 1874, 20)

Tras el reposo de la masa, la receta prosigue introduciendo otros sistemas de medidas con referencias coloquiales para el resto de ingredientes: dos escudi-llas (medida basada en un sistema monetario) de caldo, tres cuarterones (cuarta parte de una libra o de una arroba) de azúcar y, finalmente, el peso de la prepara-ción final antes de entrar al horno, que es de un cuarterón. La cocprepara-ción de la masa de pan de Mallorca, primero en la estufa y después en el horno a temperatura baja, toma más de doce horas y puede ser modificada según sea necesario.

Esa nueva edición también muestra la tímida aparición de la cocina nativa entre las recetas europeas, y la nueva mirada de los editores sobre las recetas con ingredientes locales y preparaciones autóctonas. “Frutas en aguardiente” o “Masato de yuca” son algunas de las novedades en las cuales se evidencia una imitación del lenguaje escrito de la cocina de Europa en las recetas locales. Las instrucciones escuetas que presuponían la experiencia previa de la cocinera dieron paso a descripciones minuciosas de los procedimientos culinarios. En la rece ta del masato de yuca, por ejemplo, se indican los tiempos de preparación y se sugieren formas alternativas de ejecución y presentación.

También, a partir de 1874, se proyecta un modelo de escritura culinaria más cercano al país, en el cual las recetas consideran el lenguaje, las lógicas y las costumbres regionales. No se trata únicamente de transcribir las recetas de origen europeo o exponerlas como un modelo a seguir, tal como se hacía en la publicación de Rufino Cuervo y en la primera edición del Manual, sino de ade-cuarlas a las realidades y los usos locales. En la segunda edición del Manual de

cocina y repostería, las recetas incluyeron instrumentos, utensilios y medidas

de uso cotidiano, por ejemplo, hojas de papel para regular la temperatura del horno. En la receta de los merengues se señala que el horno debe estar “templa-do”, “que no queme un pliego de papel” (Manual de cocina y repostería 1874, 12). También se mencionan enseres autóctonos como totumas, bateas, hojas, botellas y el balay (colador indígena), que son utilizados como referentes de cantidad, re-cipientes para la cocción y materiales de empaque. Por ejemplo, en la mezcla de agua, arroz añejo y huevos de la receta “Buñuelos de arroz”, justo antes de freír la mezcla, “se le echan diecinueve huevos y se cierne en un balay” (Manual de

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Sobre las bateas, Víctor Manuel Patiño señala que los indígenas locales las emplearon para “diversos usos, como echar la masa de la yuca. Se utilizaron ma-deras de fácil talla y pulimento” (Patiño, en prensa, 397). Y con respecto al totu-mo (o totumas), indica que fue utilizado en la mayor parte de América, también bajo el nombre de “güiro, taparito, cuia, jícara o tecomate, obtenido del árbol bignoniáceo” (Patiño, en prensa, 404).

Casi finalizando el siglo, los gobernantes locales aún se enfrentaban a las dificultades económicas que impedían mejorar las vías y el transporte interno de mercancía, lo que significó una pobre participación en el comercio regional y mun-dial. Sin embargo, las debilidades latentes en las comunicaciones y los desplaza-mientos en una geografía compleja no afectaron sustancialmente ni el desarrollo de actividades en torno a los mercados regionales y locales ni el abastecimiento alimentario y la variedad de este en cocina y mesa. La diversidad y la calidad de los productos que enunciaba Cuervo en la primera mitad del siglo XIX estaban presentes en el territorio nacional y nutrían las cocinas regionales, tal como se irá evidenciado poco a poco en los textos culinarios decimonónicos. Al respecto, Melo explica:

La existencia de un alto número de productores autosuficientes, y de una multitud de áreas con posibilidades de producir una amplia gama de bienes de consumo dentro de distancias relativamente reducidas, hacía que las necesidades de intercambio de bienes por conducto de los mecanismos comerciales fueran muy reducidas. Estas limitaciones fue-ron expresadas una y otra vez por los comentaristas del siglo XIX, que señalaban que cualquier aumento de la producción de bienes de consu-mo interno se enfrentaba con la imposibilidad de vender los excedentes respectivos y con las dificultades y costos para llevarlos a mercados más lejanos. (Melo 1997, 182)

De otro lado, al final del siglo XIX, se establecieron las primeras fábricas de enseres y utensilios para la cocina, alimentos y productos medicinales que solían prepararse en las boticas domésticas. De acuerdo con Aída Martínez,

se anuncia la importancia de innovaciones para la vida hogareña como máquinas de coser, lámparas mágicas, máquinas de lavar, estufas para carbón de piedra, detonando una dinámica de progreso y cambio que es perceptible en todas las formas de vida material. (Martínez 1996, 25)

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con los que antes no se contaba. Gracias a estos productos industriales, las muje-res podían realizar los trabajos culinarios en cocinas con implementos que faci-litaban su labor y les permitían variar y refinar los platos.

El despertar autóctono en las recetas

A pesar del evidente retraso en el desarrollo del transporte y las comunicaciones, dentro de la dirigencia letrada había una conciencia de la necesidad de alcanzar el ritmo de la industria mundial. El transporte a lo largo y ancho de los océanos había mejorado sustancialmente, lo cual permitía que las relaciones y el comer-cio entre América y Europa fueran más constantes, y que las noticias circularan con mayor celeridad de un lado a otro. Al respecto, Benedict Anderson indica:

Tampoco hay duda de que el mejoramiento de las comunicaciones tras-atlánticas, y el hecho de que las diversas Américas compartieran lenguas y culturas con sus respectivas metrópolis imponían una transmisión re-lativamente rápida y fácil de las nuevas doctrinas económicas y políticas que estaban apareciendo en Europa Occidental. (Anderson 1993, 82)

Estos desarrollos permitieron que la interacción de la élite colombiana con los europeos y sus costumbres fuera más cercana y real, pues se traspasó la barrera de la lectura de libros y periódicos internacionales con los viajes al ex-terior. El contacto directo, sin embargo, les hizo “entender que su deseada proxi-midad con el antiguo continente estaba lejos de convertirse en una realidad, y que este no los reconocía como sus pares, sino como sujetos culturalmente infe-riores” (Otero-Cleves 2009, 33). El rechazo y el desconocimiento de las naciones americanas por parte de los ilustrados en París y Londres produjo una verdadera crisis dentro de las élites gobernantes respecto a la viabilidad mínima de esta-blecer en América el ordenamiento institucional y las prácticas políticas euro-peas (Jaramillo 2001). Esta fue una de las razones que llevaron al surgimiento de un nuevo patriotismo en el pensamiento letrado y, por lo tanto, en la perspectiva del proyecto de construcción nacional:

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A mediados de la década de 1870, se iniciaba un tercer mandato del presi-dente Tomás Cipriano de Mosquera, quien radicalizó los principios federales e inició lo que se ha llamado “la edad de oro del radicalismo liberal”, en la cual el nacionalismo se volvió un asunto de Estado. En el nuevo ideario, el valor de la producción nacional, a diferencia de lo sucedido a principios de siglo, ya no ra-dicaba en su potencial comercial, sino en su origen colombiano. Como lo señala Martínez, “otra faceta del proyecto liberal es la voluntad de crear un nacionalis-mo oficial. A través de la valoración de la producción nacional y de la organiza-ción del culto a los padres fundadores, los gobiernos radicales buscan fomentar el sentimiento patriótico” (Martínez 2001, 380).

Así, hacia el final del siglo XIX, los productos de las regiones de Colombia empezaron a ocupar un lugar cada vez más importante en la literatura culinaria local, y se dio un perfil regional a la comida que se pretendía definir como colom-biana. La forma como se escribieron las recetas hechas con productos autóctonos fue sencilla, a diferencia de aquellas relacionadas con la tradición europea. Esto sugiere una intención clara por parte de quienes escribían y editaban estas pu-blicaciones: crear y generar un estándar de cocina nacional por medio de sus recetarios o publicaciones sobre el tema. Al respecto, Roger Chartier señala que, en el proceso de creación y edición de libros, los autores producen los textos para que sean comprendidos, conforme a sus ideas, suponiendo una lectura autoriza-da de su proyecto editorial (Chartier 1993). A propósito, Arjun Appadurai, en su estudio sobre la formación y consolidación de una cocina nacional india median-te la escritura de libros de cocina, indica:

La existencia de libros de cocina no solo supone cierto grado de escri-tura, sino también un esfuerzo de una variedad de especialistas para estandarizar el régimen de la cocina, transmitir el conocimiento culi-nario y publicar ciertas tradiciones, guiando el camino de la comida del mercado a la cocina. (Appadurai 1988, 3)

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indígenas, referidos a los métodos de fermentación del maíz, la yuca y la piña en bebidas como la chicha o el masato.

En 1882, se publicó la compilación de “recetas útiles y hechos diversos” de Jerónimo Argáez, quien, mediante el seudónimo de John Truth, reúne en cinco tomos ocho mil recetas sobre “conocimientos útiles aplicados a la vida práctica”, bajo el título de El estuche. Aunque el elemento europeo aún sobresale allí, las preparaciones regionales y los ingredientes nativos fueron los que llamaron la atención del autor. El libro, que trata asuntos diversos —como la ebanistería, la salud familiar, el trato con la servidumbre— y algunas soluciones sencillas a necesidades inmediatas del hogar —como manchas en los libros y telas finas, pegamentos para todo tipo de artefactos, etc.—, se concentra en el servicio de mesa y en las recetas culinarias. Con la compilación de esta variedad de temas y conocimientos útiles en una sola publicación para un público amplio, el autor pretendía que el libro, coleccionable, fuera una referencia fundamental para los habitantes del país y facilitara la búsqueda de recetas en las que “la cocina colombiana y española ocupan un lugar preferente” (Moreno 1999, 17). Es así como, al final del siglo, se comienza a hablar de una “cocina colombiana” y se va haciendo más evidente lo que las élites consideraron nacional, local y propio, a partir de las referencias y la exaltación de lo regional.

La comida no solo se empieza a reconocer por su procedencia dentro del territorio colombiano, sino que, a medida que el origen cobra mayor valor social, los alimentos y preparaciones locales adquieren visibilidad y se vuelven referen-tes nacionales. La reivindicación de los elementos pertenecienreferen-tes al país y oriun-dos de la nación se evidencia en la cocina una vez que las regiones empiezan a ser protagonistas de preparaciones y platos y los productos locales se convierten en la base de las recetas.

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el resultado deseado, es necesario conocer los alimentos y las cantidades justas, pues aunque en principio se enuncian medidas específicas, posteriormente todo se basa en que la masa tome determinada forma y firmeza. La receta indica, por ejemplo, que la masa no debe llegar a “estar tan dura como las demás masas”, he-cho que presupone un conocimiento previo de la repostería por parte del lector.

Vale la pena, también, destacar como una novedad las recetas que llevan el nombre de lugares específicos —como Buga, Pasto, Popayán, Cauca o Bogotá— y aquellas en las que se utilizan expresiones como tierra caliente, criolla o criollo. Ninguna otra publicación hace referencia a tantas regiones o lugares del país relacionados directamente con preparaciones particulares. Las recetas que lle-van el nombre de la capital se repiten varias veces con diferentes ingredientes: pan bogotano, pescado capitán a la bogotana y hasta cangrejos se preparan al estilo bogotano, según El estuche. A pesar de ello, las cocinas de Portugal, Perú, Holanda, Italia, Francia y unas pocas preparaciones que los autores llaman “orientales” también participan en esta gran compilación culinaria.

Los cinco tomos que componen el trabajo de Argáez, publicados por en-tregas, tardaron algo más de cinco años en completarse, y pronto se reseñó su importancia:

Es en nuestra humilde opinión, uno de los mejores libros que ha publi-cado nuestra prensa, porque además de la rareza de estar escrito en cas-tellano corriente, reúne también la singularidad de servir para algo y puesto que lo merece, nos congratulamos con el “estuche” por la dichosa y larga vida que le espera. (Mallarino 1878)

Con la publicación de El estuche, la comida colombiana adquiría forma e importancia y se identificaba con ingredientes como la guayaba y el maíz, con sus harinas y bebidas derivadas. Frutas como la papaya, la guanábana o la chiri-moya se reconocían como propias del terreno colombiano, al igual que los dulces y conservas, como las mermeladas y los espejuelos (preparación sólida a base de frutas y almíbar claro, que se caracteriza por su brillantez y trasparencia). Las preparaciones harinosas, como los amasijos y las colaciones, entre las que se des-tacan el pan de yuca, los buñuelos y el pan de bono, se presentaban como parte de las mesas colombianas.

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de ingredientes y formas europeos. Con respecto a la incorporación de bienes y prácticas extranjeros, Ana María Otero-Cleves (2009) argumenta:

La adopción de modas europeas en el vestir, en el cambio de los espacios domésticos, el consumo de alimentos extranjeros y la modificación del comportamiento en las reuniones sociales se convirtieron, por lo tanto, en mecanismos no solo para acercarse al mundo occidental, sino para romper con la herencia española. Sin embargo, en lo que respecta a las condiciones materiales de los bogotanos, este acercamiento no fue in-mediato, sino más bien lento y gradual. (29)

Fruto de los esfuerzos de las élites urbanas, la cocina propuesta por los libros de recetas de aquel entonces se construyó como una mezcla de sabores con fuerte influencia de las costumbres y prácticas europeas. Pero la mezcla se con-creta con el giro autóctono y regional. Después de que la interacción con Europa se hizo más directa, el proyecto de nación exigió una revisión y, con ello, la reivin-dicación de elementos propios del territorio nacional. Esto hizo que se empezara a reconocer a las regiones colombianas a través de sus productos, costumbres y prácticas culinarias. Hacia finales del siglo, la propuesta de cocina que se divulga en los libros reconoce un país con regiones y productos propios que son la base de su diversidad alimentaria y gastronómica.

Para el momento en que la producción de textos culinarios a gran escala in-trodujo la preparación de alimentos en un universo más amplio, la tradición oral femenina culinaria aún se imponía. Si se tiene en cuenta que las recetas conteni-das en estos manuales se crearon y publicaron a partir de los conocimientos que se transmitían entre mujeres, generación tras generación, se puede suponer que “el intercambio oral de recetas es, desde el punto de vista técnico, el proceso bá-sico que define la producción de este tipo de libros” (Appadurai 1988, 6). La escri-tura de la culescri-tura culinaria recogió, sistematizó y formalizó estos conocimientos y permitió a las expertas cocineras de la época difundirlos y compartirlos con un público femenino más amplio. El ejercicio de compilación y formalización de los saberes y prácticas domésticos también fortaleció un concepto de nación que incluía a las mujeres, especialmente aquellas de clase alta, quienes no interve-nían en los asuntos de Estado, pero jugaban un papel importante en los asuntos del día a día.

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identidad nacional. La letra impresa y la constante circulación de los libros, las publicaciones seriadas o coleccionables y algunos periódicos no solo abren un es-pacio único a la mujer en este proyecto nacional, sino que también se lo otorgan implícitamente a la cocina.

Las colecciones impresas de recetas, compiladas y editadas por hombres, fueron un mecanismo para generar un sentido de comunidad. La creación de un texto de este tipo promovía el conocimiento del otro mediante la experiencia de la lectura y preparación de una receta. Los libros traspasaron rápidamente las fronteras íntimas del hogar e hicieron posible ampliar el conocimiento cu-linario familiar a todo aquel que tuviera acceso a un recetario de cocina. En la lógica de difusión y creación de un sentido de comunidad, fundamental para el proyecto nacional, el público, y en especial las mujeres, pudo conocer nuevas for-mas culina rias, trucos de cocina, tradiciones de mesa y repertorios nacionales y extranjeros.

Así, la comida colombiana del siglo XIX se definió por su variedad. Según indican los manuales de cocina y las recetas producidas en la capital, la comi-da que desde la primera mitad del siglo XIX se preparaba en las cocinas de las mujeres de las élites era una mezcla de ingredientes y productos nacionales y extranjeros. Los manuales y periódicos evidencian el uso de gran cantidad de mercancías, recetas y alimentos procesados importados (aceites, vinagres, li-cores, vinos e ingredientes cuyo nombre hacía referencia a España, Francia o Inglaterra); frutas, verduras y productos de pan coger de las regiones, y una pe-queña fracción de preparaciones locales (chicha, masatos, panes y dulces).

Como lo enuncia Pilcher (2001) para el caso mexicano, la variedad es la principal característica en la creación de una identidad culinaria nacional:

Las encontradas motivaciones para escribir libros de cocina, así como la selección arbitraria de recetas, garantiza que las cocinas nacionales sean repertorios variados y en constante evolución, más que inmuta-bles colecciones de recetas preservadas desde el pasado distante, por mucho que sus autores presuman de su autenticidad. Estas visiones múl-tiples de la cocina nacional están unidas por el objetivo común de volver significativa la ideología abstracta del nacionalismo a través de la fami-liar cultura doméstica de la cocina. (15)

(27)

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