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¿Aprender a leer a los seis años? Una reconstrucción histórica de la edad de iniciación en la lectura.

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´ I ENCUENTRO INTERNACIONAL DE EDUCACIÓN Espacios de investigación y divulgación.

29, 30 y 31 de octubre de 2014

NEES - Facultad de Ciencias Humanas – UNCPBA Tandil – Argentina

V. 4. Espacios, cultura y curriculum escolar

¿Aprender a leer a los seis años? Una reconstrucción histórica de la edad de iniciación en la lectura.

Roberta Paula Spregelburd ( UNLuján)

paulaspreg@gmail.com

Introducción

Esta ponencia intenta rastrear históricamente cómo se llegó a naturalizar la concepción según la cual el aprendizaje de la lectura debe comenzar en una etapa etaria que ronda alrededor de los seis años de edad.

Cuando en el siglo XIX los sistemas educativos nacionales asumieron entre sus funciones fundamentales la de la alfabetización masiva prescribieron una homogeneización en la organización del tiempo dedicado al aprendizaje de la lectura, en ruptura con las prácticas anteriores. Hasta ese momento existía una gran diversidad de situaciones en relación con la edad y ritmo de aprendizaje de la lectura; sin embargo, su escolarización y su consecuente transformación en una disciplina escolar significó sujetarla a las prescripciones y prácticas propias de la cultura escolar naciente.

Diversos autores que vienen estudiando la conformación de las disciplinas escolares han puesto de relieve que uno de los aspectos importantes a tener en cuenta consiste en la forma en que se organiza el tiempo y el espacio dentro de esta institución. Desde esta perspectiva es que plantearemos que un elemento central en la conformación de la lectura como disciplina escolar es su sujeción a la estructura del aula graduada, en la que se intenta igualar la edad de iniciación en estos saberes y establecer un ritmo homogéneo de aprendizaje que será acreditado mediante la aprobación y la promoción al grado siguiente.

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de universalizar el acceso a la lectura y la escritura como parte de la construcción y consolidación de los estados liberales. Leer y escribir pasaron a ser saberes necesarios para la formación de ciudadanos; representaban el ingreso al mundo de la “razón” e integraban al conjunto de la población al nuevo ordenamiento social y político propio de las sociedades “modernas”. Sin embargo, la estandarización de los saberes y de su adquisición prescindía de las adscripciones sociales y culturales previas. Así, el tránsito por la institución escolar comenzó a evidenciar nuevos “filtros” que cada individuo debería superar para evitar la exclusión del sistema, entre los cuales la aprobación año a año de cada grado constituye uno de los principales.

Nos proponemos aquí realizar una revisión bibliográfica y documental a fin de reconstruir en la larga duración cómo se fue estableciendo la prescripción de que la enseñanza de la lectura debe comenzar a una edad preestablecida, que generalmente ronda entre los seis y los ocho años de edad. Para ello consultamos algunas obras pedagógicas consideradas como clásicas dentro de la historia de la educación a fin de analizar las prescripciones con respecto a la edad de iniciación en la lectura y el significado que se les puede atribuir en el contexto de su época. Así, revisaremos la obra Instituciones Oratorias

de Quintiliano relevante por la sistematización que realiza de las concepciones vigentes durante la Antigüedad Clásica; la Santa Regla de San Benito de Nursia que rigió en los monasterios benedictinos considerados por muchos autores como una primera matriz de la institución escolar; la Didáctica Magna escrita por Comenio y destacada reiteradamente por su carácter de sistematizador y fundador de la pedagogía moderna, y el Emilio de Rousseau exponente del pensamiento ilustrado del siglo XVIII.

Plantearemos que la enseñanza de la lectura sujeta a la organización del aula graduada, tan arraigada desde principios del siglo XX, significó en realidad una importante ruptura con las prácticas de lectura preexistentes.

Edades diversas para la iniciación lectora

De gran utilidad nos resulta para nuestro propósito la clásica obra de Philippe Ariés “El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen”, en la que incluye un capítulo titulado “La edad de los escolares”. En la reconstrucción biográfica que realiza cita algunos datos que nos interesan para el objeto que nos hemos propuesto en esta ponencia, ya que queda demostrada la diferencia en las edades a las que distintos personajes aprendieron a leer.

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“cuando entré en la escuela (de Sapidus), yo no sabía nada, ni siquiera leer el Donato; y ya tenía dieciocho años. Me coloqué con los niños pequeños: parecía una gallina en medio de sus polluelos. (De vuelta en Valais, su tierra natal) encontré a un sacerdote que me enseñó a escribir y a no sé qué más… El hijo de otra tía me enseñó el ABC en un día” (citado por Ariés, 1987:258 es subrayado es nuestro).

Aunque el autor aclara lo siguiente: “Verdad es que antes de poder leer, ya conocía el

Donato de memoria: últimas supervivencias de la época en que la transmisión oral prevalecía sobre la comunicación escrita” (Ariés 1987:258). La aclaración es interesante para tener presente que el inicio de la lectura no siempre se refirió exactamente a los mismos saberes y procedimientos; así, Platter no necesitaba conocer las letras para recitar el Donato.i

A diferencia del caso anterior, Henri de Mesmes (1532- 1596) –perteneciente a una familia de magistrados- había aprendido a leer de la mano de un preceptor que se encargaba de toda su instrucción y le enseñaba la lectura y los rudimentos aproximadamente entre los cinco y los diez años, cuando ingresó al Colegio de Bourgogne.

Continúa Ariés con el caso del futuro mariscal de Bassompierre quien

“nació en 1579. Vivió en la casa familiar hasta los doce años de edad, salvo los cinco meses de ausencia de su madre, durante los cuales fue confiado a una tía que era abadesa. Durante ese período de educación doméstica, Bassompierre aprendió a leer, a escribir y «luego el Rudimento» con un preceptor al que se agregaron, en 1588 (tenía entonces nueve años), «dos jóvenes llamados Clinchamps y De la Motte, el primero para enseñarnos a escribir bien [es decir, ´la escritura a la perfección´, pues Clinchamps era ´escritor] y el otro a bailar, tocar el laúd y aprender música” (Ariés, 1987:265-266).

Unas décadas más tarde Charles Perrault (1628-1703) más o menos a la misma edad aprendía la lectura también en el ámbito familiar, pero esta vez a cargo de su madre: “Mi madre se tomó el trabajo de enseñarme a leer, luego me enviaron al colegio de Beauvais, a los ocho años y medio de edad” (Ariés, 1987:271).

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Como demuestran las citas no sólo la edad era variable sino que también lo eran los posibles enseñantes y los textos utilizados. En este rastreo debemos considerar, además, que la contabilidad la edad cronológica de las personas no tuvo siempre la misma valoración que tiene en las sociedades occidentales actuales y que probablemente responde a los procesos de individualización propios de las sociedades modernas. Por otra parte, el registro escrito de la fecha de nacimiento parece condicionar la posibilidad de conocer con exactitud la edad de los individuos, registro realizado en la modernidad temprana por las instituciones eclesiásticas (en el caso de los países católicos, la política establecida por el Concilio de Trento fue que los párrocos realizaran este registro en los libros de baustismo).

Con la organización de los Estados liberales del siglo XIX el registro de los nacimientos fue asumido por las burocracias estatales y permitió documentar la edad, de manera tal que la legislación escolar apeló a este tipo de certificación como requisito de admisión. La prescripción de la edad obligatoria para aprender a leer (reflejada en las distintas leyes de educación nacionales) coincide en general con este último hecho.

Sin embargo, podríamos remontarnos a etapas muy anteriores para considerar en la larga duración en qué términos se pensó la cuestión, siguiendo la propuesta teórica formulada por Rubén Cucuzza de estudiar “los largos procesos de escolarización de la cultura que acompañaron a la historia de la humanidad desde la aparición de la escritura (y por ende la lectura) en las civilizaciones hidráulicas agrícolas tricontinentales” (Cucuzza, 2012:10), sin ceñirnos al límite temporal que plantea el concepto de “cultura escolar” restringido a la modernidad.

Quintiliano y la edad para aprender las letras en el mundo antiguo.

“Pensaron algunos que no debían aprender las letras los niños antes de siete años, por no ser aquella edad capaz de instrucción ni apta para el trabajo, la cual opinión siguió Hesíodo, según dicen muchísimos anteriores al gramático Aristófanes, pues éste fue el primero que negó ser de este poeta el libro de los Preceptos, donde esto se encuentra. Pero otros, y entre ellos Eratóstenes, enseñaron lo mismo. Mejor fundados van los que quieren que ninguna edad esté ociosa, como Crisipo: pues aunque concede tres años para el cuidado de las ayas, pero para eso dice que éstas deben ir formando el entendimiento del niño con los mejores conocimientos.” (Quintiliano, 1887:20)

La cita de Quintiliano (ca 35- ca 96 dC) demuestra que la pregunta que nos hacemos no es nueva. Él mismo recorre otras opiniones muy anteriores a la suya y se remonta hasta Hesíodo , quien se supone que vivió entre el siglo VIII y VII a C cuando la adopción de la escritura alfabética por parte de los griegos era aún reciente.

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“¿qué otra cosa mejor podrán hacer luego que sepan hablar? Porque es preciso que en algo se empleen. O ¿por qué hemos de despreciar hasta los siete años esto poquillo que se puede adelantar? (Quintiliano, 1887:20)

Sus argumentos aluden a la necesidad de aprovechar el tiempo de aprendizaje y las capacidades de los niños:

“Pues dado caso que sea poco, se va a lograr el que aprenda cosas de mayor entidad en aquel mismo año, en que tendría que aprender menudencias. Esto que se va dilatando todos los años, al fin de la cuenta va a decir mucho; y todo el tiempo que se ganó en la infancia, aprovecha para la juventud. Lo mismo debe entenderse de los años adelante, para que lo que se ha de aprender, no se aprenda tarde. No perdamos, pues, el tiempo al principio, y con tanta más razón, cuanto los primeros rudimentos dependen de la memoria, la que no solamente se encuentra en los niños, sino que la tienen muy firme.” (Quintiliano, 1887:20)

No sabemos qué repercusión o consenso pueden haber tenido sus ideas entres sus contemporáneos y durante los siglos siguientes dado que su obra completa fue recuperada recién a principios del siglo XV por los humanistas luego de una circulación reducida probablemente a fragmentos durante Edad Media (ver García Tejero y Hernández Guerrero, s/f).

La pregunta y las respuestas acerca de a qué edad comienza el aprendizaje de la lectura, aún siendo sumamente antiguas, están bastante alejadas de los planteos actuales dadas las diferencias del contexto. Lo primero que hay que clarificar es a quiénes se refiere Quintiliano cuando dice “los niños”. Evidentemente la expresión refleja una generalización excesiva que los estudios referidos al período contribuyen a desmitificar. El mundo antiguo en su conjunto (y no solamente éste) pertenece a una “cultura escrita restringida” (Lyons, 2012:37), en la que sólo una minoría dominaría las letras. Esto se relaciona con la estructura social propia de las sociedades esclavistas. Aún cuando Quintiliano escribe en un momento de recuperación de la tendencia a la utilización de la escritura -producto de un crecimiento del público lector acontecido en los siglos pasados expresado en una mayor cantidad de libros publicados (ver Bowen, 1990:267)-, y de una expansión de la instrucción elemental de la que él mismo fue un actor importanteii, la restricción sigue siendo evidente.

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del códiceiii. Por otro lado, “publicar” no era más que autorizar que se hicieran más copias

de la propia obra (ver Bowen, 1990:268).

Edades y prácticas lectoras en el monasterio benedictino.

El monasterio benedictino ha sido considerado como una institución de gran importancia en el proceso de escolarización, al punto en que se lo ha identificado como la “primera matriz de lo escolar”, punto de vista que compartimos siempre y cuando ello no implique olvidar la situación minoritaria que ocupaba en el contexto de la sociedad medieval que en gran medida era oral. No se trata de una carencia técnica (la escritura alfabética llevaba más de un milenio) ni de una oralidad residual sino del establecimiento de relaciones sociales y culturales que no requerían una generalización en el dominio de la lectura ni la escritura, reservadas exclusivamente al clero.

La regla benedictina que data del siglo VI establecía que “cada uno debe ser tratado según su edad y capacidad” (cap. XXX). Sin embargo, ello estaba referido a la manera en “que han de ser corregidos los niños en su menor edad”, cuando aún no comprenden la gravedad de la pena de excomunión. Por ejemplo, la Regla establece que

“si alguno se equivoca al recitar un salmo, un responsorio, una antífona o una lectura, y no se humilla allí mismo delante de todos dando satisfacción, sométaselo a un mayor castigo, por no haber querido corregir con la humildad la falta que cometió por negligencia. A los niños, empero, pégueseles por tales faltas”. (Capítulo 45: “Los que se equivocan en el oratorio”)

El problema era el de la correcta moralización a través de los castigos (ayunos o azotes) con que debían ser sancionadas las faltas. La lectura era un elemento central de esta moralización, en tanto permitía oir la palabra divina, pero no hay en la Regla de San Benito ninguna indicación de la edad a la que debía iniciarse su aprendizaje. Nos inclinamos a pensar que la vida misma en el monasterio requería participar de las prácticas lectoras que allí ocurrían y que desde el mismo momento del ingreso al mismo los monjes se insertaban en estas prácticas (más bien ligadas a la recitación y la memorización) independientemente de la edad, que no indicaba jerarquía dentro del orden monástico:

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Cabe reiterar que el dominio de la lectura formaba parte de un saber propio de una “cultura profesional” y consistía en buena medida en una recitación memorística ajustada a la liturgia religiosa.

La iniciación lectora a los seis años: Comenio y el orden natural.

En la modernidad temprana encontramos una prescripción acerca de la edad de la iniciación en la lectura, asociada al “descubrimiento de la infancia”.

Comenio –el gran sistematizador de las ideas pedagógicas de su tiempo- dividía los años del crecimiento en cuatro: infancia, puericia, adolescencia y juventud “fijando en seis años la duración de cada período”. A cada uno le corresponde un tipo de educación: el regazo materno, la escuela de letras o escuela común pública, la escuela latina o Gimnasio, y la Academia o viajes y excursiones. Mientras que la escuela materna (como él la llama) atenderá el ejercicio de los sentidos externos,

“en la escuela común se ejercitarán los sentidos interiores, la imaginación y la memoria, con sus órganos ejecutivos, la mano y la lengua leyendo, escribiendo, pintando, cantando, numerando, midiendo, pesando y aprendiendo de memoria cosas diversas.” (Comenio, 1991: 160, en cursiva en el original, el subrayado es nuestro).

Según su concepción, el aprendizaje de la lectura se inicia a los seis años de edad en la escuela común. En este punto parece constituir un antecedente de importancia para los sistemas educativos posteriores. Sin embargo, pensamos que las razones que guían a Comenio no son coincidentes con las que organizaron las escuelas graduadas del siglo XIX en adelante. Comenio expresa una constante preocupación por asimilar todo orden al orden natural:

Con razón hay quien considera estos cuatro géneros de escuelas como semejantes a las cuatro partes del año. Así, la maternal se asemeja a la amena primavera, adornada de brotes y florecillas de varia fragancia; la común representa el estío, que muestra sus espigas llenas con algunos frutos más tempranos; el gimnasio recuerda el otoño, recolectando los frutos completos de los campos, huertos y viñas y guardándolas en las despensas de la mente, y la academia, finalmente, es como el invierno que prepara los frutos recolectados para sus diversos usos, a fin de que tengamos de qué vivir en todo el tiempo restante de la vida.” (Comenio, 1991:161, en cursiva en el original).

Es decir que dividir la edad cronológica en períodos de igual duración parece tener una importancia fundamental en la medida en que imita el orden de la naturaleza.

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“Esta manera de instruir cuidadosamente a la juventud puede también ser comparada al cultivo de los huertos. En ellos los niños de seis años, adiestrados rectamente por el cuidado del padre y de la madre, son semejantes a los arbolillos plantados a tiempo, bien arraigados, y que empiezan a producir pequeñas ramas.” (Comenio, 1991:161).

Probablemente uno de los puntos más importantes por los que posteriormente serían retomadas las propuestas de Comenio es el sentido igualador que tenía para él el acceso a la escuela, para proponer un orden social guiado por criterios meritocráticos:

“Nosotros pretendemos la educación general de todos los que han nacido hombres para todo lo que es humano. Por lo tanto deben ser dirigidos simultáneamente hasta donde puedan serlo para que todos se estimulen y animen mutuamente. Queremos educar a todos en todas las virtudes, incluso la modestia, concordia y cortesía mutuas. Luego no deben ser separados tan pronto ni dar ocasión a nadie para estimar a unos y menospreciar a otros. Parece excesiva ligereza querer determinar a los seis años la vocación de cada uno para las letras o para los oficios, porque todavía en esa edad no se han manifestado la capacidad del entendimiento ni la inclinación del espíritu, más tarde aparecen claramente una y otra, del mismo modo que no puedes conocer las yerbas que deben arrancar o dejar en tu jardín mientras están naciendo, sino después que han crecido algún tanto. Tampoco los hijos de los ricos, los nobles o los que dirigen el Gobierno son los únicos que han nacido para dichas dignidades y, por tanto, para ellos solos debe reservarse la escuela latina, dejando a todos los demás como inútiles y sin esperanza. El viento sopla por donde quiere y no comienza a soplar siempre en un tiempo determinado.” (Comenio, 1991:167, el subrayado es nuestro).

Debemos ubicar estos planteos de Comenio entre la crisis de la sociedad feudal y el despunte de la sociedad burguesa, que requería un cambio en los criterios de legitimación de los sectores emergentes. Comenio representa el nacimiento del discurso pedagógico moderno. Frente a la diversidad propone “enseñar todo a todos” como una forma de igualación en el punto de partida, de manera tal que el lugar que cada uno ocupa en la sociedad quede sujeto al mérito individual y no a las condiciones hereditarias propias de la sociedad constituida por órdenes o estamentos sociales estancos.

Frente a la variedad de saberes y oportunidades propone un “orden” o un “método” que equiparara la formación de sujetos a la producción de manufacturas. No es casual, entonces su intento de lograrlo a través de un “texto escolar”: el Orbis Pictus. La estadarización que proponía se apoyaba en la tecnología de la imprenta, que aportaba el modelo según el cual los saberes podrían ser impresos sobre “las inteligencias” igual que la letras sobre el papel.

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“El azote de la infancia es la lectura, y casi no sabemos emplearla en otra cosa. De doce años apenas sabrá Emilio qué cosa es un libro” (Rousseau, 1989:70. El subrayado es nuestro).

Para Rousseau la enseñanza de la lectura no debe comenzar antes de los doce años. No quiere decir que desatienda la formación hasta entonces; al contrario, buena parte de sus reflexiones acerca de la educación de Emilio se ocupan de la primera y segunda infancia. Esta “demora” puede sorprendernos, sin embargo debe ser interpretada a través de su concepto de “educación negativa”:

“La educación primera debe ser meramente negativa. Consiste, no en enseñar la virtud ni la verdad, sino en preservar de vicios el corazón y de errores el ánimo. Si pudierais no hacer nada, ni dejar hacer nada; si pudierais traer sano y robusto a vuestro alumno hasta la edad de doce años sin que supiera distinguir su mano derecha de la izquierda; desde vuestras lecciones se abrirían los ojos de su entendimiento a la razón, sin resabios ni preocupaciones; nada habría en él que pudiera oponerse a la eficacia de vuestros afanes. En breve se tornaría en vuestras manos el más sabio de los hombres; y no haciendo nada al principio, harías un portento de educación.” (Rousseau, 1989:50. El subrayado es nuestro).

Estas apreciaciones tienen una clara inserción en sus concepciones acerca de la sociedad, expresadas más acabadamente El contrato social. En la primera frase del Emilio

(publicado por primera vez en 1762) anuncia su teoría acerca de la bondad natural del hombre en el momento de su nacimiento, y la corrupción o degeneración que opera sobre él la sociedad. Sin embargo, ésta puede ser transformada o modificada a través de los individuos que la componen. Adhiere así a uno de los principios básicos de la teoría social derivada de las ideas ilustradas. Una sociedad ordenada según el principio de la razón requiere formar sujetos racionales: ésta es la tarea de la educación.

Es decir que la meta está claramente fijada. Sin embargo, confronta denodadamente contra las prácticas educativas propias de las elites de su época; la educación negativa representa en buena medida un rechazo de ellasiv. Para ello intenta establecer la forma y los pasos que

se deben seguir para lograr una buena educación, basados sobre la necesidad de reconocer la especificidad de la infancia:

“Tratad a nuestro alumno conforme a su edad; ponedle desde luego en su lugar, y retenedle en él de manera de que no haga tentativas para salir de su puesto” (Rousseau, 1989:47.El subrayado es nuestro).

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El desarrollo del entendimiento y de la razón de los individuos constituiría un requisito fundamental para la sociedad burguesa del siglo siguiente, dado que la formación de ciudadanos pasaría a ser una condición para la legitimidad de los estados liberales. Sin embargo, no estaba resuelto cómo llevar a cabo esta tarea:

“Figuran que es muy importante el averiguar los mejores métodos de enseñar a leer; inventan cartones, barajas, y convierten el aposento de un niño en una imprenta: Locke quiere que aprenda a leer con dados. ¿No es una invención exquisita? ¡Qué miseria! Hay un medio más cierto que todos ésos y que siempre echan en olvido: el deseo de aprender. Infundid al niño este deseo, dejad los cartones y los dados, que todo método será bueno para él.” (Rousseau, 1989:50). Sin duda las teorías de Rousseau han tenido un impacto importante, tanto en su tiempo signado por el Antiguo Régimen como posteriormente. Refiriéndose al Emilio dice Bowen que “inmediatamente después de su publicación fue el libro más censurado, prohibido y por ello mismo más buscado del siglo” (Bowen, 1992:244). Probablemente otro tanto sucediera con el Contrato Social.

Sin embargo en el tema que nos ocupa, y aún adoptándose algunos de sus principios pedagógicos, no parece haberse impuesto su planteo liberar a la infancia de los libros. Más bien, los sistemas educativos decimonónicos intentaron regular el modo, tiempo y contenido de la lectura.

Conclusiones

Iniciamos el trabajo preguntándonos qué relaciones se establecieron a lo largo de la historia entre la iniciación en la lectura y la edad cronológica de los lectores principiantes. Nuestra intención fue “desnaturalizar” la concepción según la cual la enseñanza de la lectura debe comenzar a los seis años (aproximadamente) tal como estableció la legislación que reguló nuestro sistema educativo desde fines del siglo XIX. Nos apoyamos en los planteos según los cuales la fijación del tiempo escolar es la resultante de una construcción histórica.

Como vimos, pareciera que la pregunta acerca de a qué edad comienza el aprendizaje de la lectura fue formulada tempranamente, probablemente desde los inicios mismos de las culturas escrituradas alfabéticas.

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Así las expresiones y prescripciones formuladas para contextos de “cultura escrita restringida” propios de la Antigüedad y de la Edad Media –que hemos ejemplificado en este caso con la obra de Quintiliano y la Regla benedictina, respectivamente- poco enseñan en este terreno a las sociedades que proponen masificar la lectura.

Recién en la modernidad temprana se gesta la noción de generalizar la lectura como parte de un marco mayor de transformaciones sociales y culturales. Sin embargo, las razones por las cuales Comenio sostiene la iniciación lectora a los seis años (basadas en la imitación del la Naturaleza) no coinciden exactamente con las necesidades propias de los Estados liberales del siglo XIX.

Paradójicamente, Rousserau, que es quien más se aproxima a las concepciones políticas y sociales que guiaron la construcción de los sistemas educativos modernos en los que la raíz ilustrada está presente, fija una posición contraria respecto del tiempo escolar. Sin pretensión de cerrar la cuestión, y mucho menos de prescribir una norma, sólo intentamos proponer estas cuestiones para la reflexión.

Bibliografía

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BOWEN, James (1986), Historia de la educación occidental. Tomo II La civilización europea, siglos VI-XVI, Herder, Barcelona.

BOWEN, James (1992), Historia de la educación occidental. Tomo III. El occidente moderno, Herder, Barcelona.

CUCUZZA, Rubén (2012), “Introducción”, en CUCUZZA-SPREGELBURD, Historia de la lectura en Argentina. Del catecismo colonial a las netbooks estatales, Editoras del Calderón, Bs. As.

COMENIO, Juan Amós (1991), Didáctica Magna, Editorial Porrúa, México, 4º edición. GARCIA TEJERA, María del Carmen- HERNANDEZ GUERRERO, José Antonio (s/f), “Quintiliano”, en Retórica y Poética. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, consultado en http://www.cervantesvirtual.com/bib/portal/retorica/include/p_autores8b86.html%3Fpagina

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QUINTILIANO, Marco Fabio (1887), Instituciones oratorias, Librería Hernando, Madrid, traducción directa del latín por Ignacio Rodríguez y Pedro Sandier, consultado en

Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

http://bib.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/24616141101038942754491/p0000001.h tm 30/7/2014

Regla de San Benito, consultada en http://www.sbenito.org/regla/rb.htm

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VICENTE FERNÁDEZ, Alberto (1987), Educación y palabra (ensayo sobre Quintiliano), Ed. Astrea, Bs. As., 1º reimpresión.

iSe refiere muy probablemente a la obra Ars minor, texto breve escrito por Donato en el siglo IV que contenía

los fundamentos de la gramática expuestos en forma catequética. Esta obra constituyó la base de la enseñanza de esta disciplinas en los monasterios durante siglos (ver Bowen, 1986:64).

ii AlbertoVicente Fernández (1987) llama a Quintiliano “el restaurador de las letras” por su tarea de

recuperación de la tradición cultural griega y romana, especialmente referida a la retórica, luego de un período de decadencia.

iii Para un mayor desarrollo puede verse Lyons (2012), capítulo 2.

iv En este sentido pueden verse sus apreciaciones acerca de la enseñanza de los idiomas, particularmente los

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