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El problema consiste en saber cómo puede hundirse cl edificio de la fe y cómo puede desvanecerse su dinamismo.

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Academic year: 2021

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LA PÉRDIDA DE LA FE

Quien posee la fe se adhiere a la verdad con la misma luz de Dios. El hombre que ha recibido esta fe al pie de la Cruz de Jesucristo, parece que no ha de poder perderla jamás. Sin embargo existe el hecho de la pérdida de la fe, aun en hombres que aseguran buscar la verdad y cuya conciencia no les acusa de pecado. Ello nos invita a reflexionar de nuevo sobre el tema: ¿Puede perderse la fe? ¿Esta pérdida supone siempre una falta moral en el que la abandona?

Le perle de la foi, Lumière et vie, 23 (1955) 621-632

Fe salvífica

La fe que aquí nos interesa no es la fe viva -que implica cl amor de amistad con Dios- ni la ate confianza", sino la fe salvífica sobrenatural, es decir, la adhesión de nuestra alma a la palabra de Dios. Acto total de nuestro espíritu que se adhiere a una verdad y a una persona. Objeto de fe que supera el orden natural de conocer y el deseo de nuestro corazón. Por ello es necesaria la ayuda divina que penetre como luz dé nuestra inteligencia, como impulso y fuerza de nuestra voluntad.

Su pérdida

El problema consiste en saber cómo puede hundirse cl edificio de la fe y cómo puede desvanecerse su dinamismo.

Ante todo hay que poner a salvo la responsabilidad de Dios, quien jamás se arrepiente de haber distribuido sus dones y nunca vuelve a tomar lo que ha dado. Dios no abandona si no se le ha abandonado (san Agustín). La pérdida de la fe ha de provenir del hombre, de su libertad: libremente hemos creído, y libremente también -a pesar de la bondad de Dios- el creyente puede rechazar su fe, romper con el mundo divino, en el que le había introducido la fe.

Pérdida y pecado

En este mundo la vida del espíritu no queda plenamente satisfecha en su contacto con Dios. Hay tantas cosas que nos atraen y que la fe nos las presenta como prohibidas. No es raro que nuestra debilidad humana renuncie a triunfar; y que para armonizar su pensamiento con su conducta, apague en su espíritu la luz de la fe que le acusa.

Este modo de perder la fe es bien conocido e incluso fácil de comprender.

La dificultad nace cuando nos encontramos con quien nos dice: "Yo tenía fe, pero ahora ya no creo. No tengo conciencia de haber pecado contra la luz". Un caso no tan raro. Delimitemos todavía más nuestro problema. Supongamos que se trata de un creyente que ha tenido fe explícita, por ejemplo, en los artículos del Credo católico, y ha practicado durante largo tiempo su religión. Pero ahora duda y no encuentra en si

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aquella adhesión primera a su credo. Con todo se cree sinceramente movido por el bien y la verdad. Ha leído mucho en estos últimos tiempos, ha discutido con los no creyentes, ha escuchado proposiciones contrarias a su fe que le han turbado profundamente. Ahora querría creer, pero ya no puede; su fe ha muerto.

Ante su afirmación nos preguntamos: ¿Será verdad que puede, perderse la fe sin pecado?

Respuesta del magisterio

Si la fe fuese un puro don de Dios, la respuesta sería clara, supuesto el principio de san Agustín señalado más arriba: perder un don supone siempre un pecado. Pero la cuestión es mucho más compleja.

Es evidente que no puede descubrirse nada verdadero opuesto a la fe católica (no a alguna de sus interpretaciones particulares), ya que ninguna verdad puede contradecir a lo que Dios enseña por su Iglesia. Lo que aquí nos preguntamos es si un católico culto puede tener justa causa para suspender su acto de fe al encontrarse en la necesidad de revisar sus fundamentos racionales. Es más: Un católico inquieto, ¿no tendrá la

obligación de poner su fe en duda antes de examinar los motivos en los que ella se

apoya?

A todo ello responde el Concilio Vaticano I diciendo que los fieles que han abrazado la fe bajo el magisterio de la Iglesia, no pueden jamás tener una razón válida para poner en duda su propia fe.

No se trata de aquellos que, aún bautizados en la Iglesia, no han tenido con ella más que contactos superficiales. El Concilio tiene presentes a los cristianos cultos que han vivido bajo la influencia de la Iglesia y se le han entregado El abandono de su fe no será jamás justificable; su deber es el de permanecer inquebrantablemente unidos a ella. En realidad nada podrá legitimar su deserción (Const. de Fide Cathol.).

Sin embargo, ¿por qué al verdadero creyente en la Iglesia, se le prohíbe por completo toda vuelta hacia atrás?

El deber de los católicos de perseverar en su fe no está fundado solamente en la luz que procede de los motivos de credibilidad, sino que se apoya en la misma fe. Fundados en el testimonio del Espíritu de Dios, nuestra alma se adhiere a ciertos misterios sobrenaturales, a los cuales nos unimos íntimamente por la fe, participación infusa de la verdad divina. Afinidad no sólo subjetiva sino también objetiva, en cuanto que los misterios divinos están orgánicamente enlazados y el asentimiento que damos a uno de ellos nos dispone a admitir los demás, en virtud de aquella armonía: Además la luz de la fe y la voluntad de creer inclinan sobrenaturalmente a la inteligencia hacia su adhesión. La certeza de fe cimentada en la palabra de Dios, adquiere un nuevo valor. Por ello el creyente que la Iglesia Católica ha formado, no puede renunciar a sus creencias sin pecar contra la verdad, y sin pecar gravemente, ya que entran en juego realidades esenciales.

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Deserciones no culpables

Sea lo qué fuere de esta afirmación de principio el problema queda en, pie: Saber si

todo católico que ha practicado su religión peca ciertamente contra la fe al rechazar lo que hasta ahora ha creído.

Una primera pista para su solución nos la ofrece el mismo Concilio.

Las anotaciones y discusiones del Vaticano I nos demuestran que los Padres querían mantenerse en una condena general, sin pronunciarse sobre la responsabilidad individual, lo cual significa que el abandono de la fe no es, a sus ojos, necesariamente culpable.

Una nota marginal al esquema preparatorio precisaba que la apostasía de un católico inculto, víctima de una ignorancia involuntaria, estaba excluida de su reprobación. De ahí deducimos que el Concilio no sólo evita -como es evidente- el juicio de Dios sobre la conciencia particular de cada individuo, sino que además admite que los "ignorantes" pueden llegar tal vez a abandonar su fe sin que haya en ello falta personal. Así podemos pensar sin temeridad que, por ejemplo, en la época de la Reforma muchas deserciones en la fe no fueron moralmente imputables; incluso podrían haber sido meritorias para aquellos que, con buena conciencia, abrazaron el protestantismo, aunque naturalmente el mérito no procediera cediera de la adhesión al error como tal, sino de la intención de agradar a Dios al pasar a una confesión religiosa que erróneamente creían mejor.

Ámbito de la fe

Puede por tanto suceder que se abandone la fe sin pecar contra la luz, ya que la gracia de la fe no es tan decisiva ni tan clara que nos ponga al abrigo de todo error (material). Requiere la sinceridad del creyente, la fidelidad de su inteligencia a lo que saben ser revelado por Dios.

Sin embargo la gracia de la fe no obliga a que todo lo revelado caiga bajo el campo de su experiencia, ni siquiera a a que todo lo que ahora admite por la acción de aquella gracia, le permanezca indefectiblemente adherido y como revelado.

Este último punto, más delicado, exige una aclaración: puesto que hay dos maneras para la fe de admitir una cosa:

En el primer caso el creyente percibe con toda claridad los misterios como pertenecientes a objeto de la Revelación, que no puede negarlos con conciencia recta. En el segundo, el conjunto de los misterios ha sido admitido confiadamente, por varias razones, pero sin una convicción profunda, sin ver que aquello era palabra de Dios. El creyente no hacía un verdadero acto de fe sobrenatural; recibía aquellas verdades, no las

creía. Lo cual no quiere decir que no tuviese fe, sino que se ceñía a un núcleo en el que

no se. integraban muchos misterios. El contenido de su fe era más restringido de lo que parecía.

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Este católico creía tal vez en Dios, en Jesucristo, en ciertos aspectos de la Iglesia, pero su fe no se extendía, a más. Cuando surgieron dificultades prácticas o teóricas, el vínculo que unía estas verdades muertas con el compromiso vital de su conciencia de creyente, se ha deshecho; mejor dicho se ha mostrado inexistente.

Apostasía aparente

Se preguntará, cómo es posible que no se negasen unas verdades en las que en realidad no se creía. La respuesta es muy amplia: ignorancia, debilidad -humana, educación, gregarismo, superstición, evasión... Todo menos la fe auténtica en los misterios presentados por la Iglesia.

Este segundo caso incluso puede darse entre intelectuales. A pesar de una cultura profana o quizás a causa de ella, se está expuesto a. no captar el vínculo inquebrantable que une las verdades de fe a la autoridad de la Palabra Divina.

Las tesis marxistas o existencialistas exigen para su profundización y estudio el contrapeso de una seria formación teológica. Si el haz de misterios no está en armonía y cohesión correcta, si se aceptan las verdades por razones distintas de la única razón formal de la fe, es decir, por su pertenencia y vinculación a la autoridad de la Palabra de Dios, se comprende que aún permaneciendo intacto el ideal moral y la fidelidad a la luz, se llegue a una negación que no tiene de apostasía más que la apariencia. Aunque la fe de este hombre se llame implícita porque en la intención acepta todo lo revelado, en realidad no cree más que lo que le aparece como revelación de Dios:

Apologética y credibilidad

El Concilio Vaticano I no definió que un católico culto en materia profana, no pueda tener razones aparentemente válidas para dudar de su fe, ni se pronunció sobre la culpabilidad de los casos individuales. Lo que condenó fue la pretensión de vincular indisolublemente ciencia apologética y percepción clara de los motivos de credibilidad, de suerte que quien careciese de una estructuración científica de la apologética, pudiese perder la fe sin culpa, aún en el supuesto de intuir con lucidez motivos decisivos de credibilidad.

Responsabilidad del creyente

El Católico tiene poderosos recursos para permanecer en su fe, pero hemos de reconocer que llevamos ese tesoro en "vaso frágil" y toda falta moral, cualquiera que sea su naturaleza, nos dispone, al menos remotamente, a la pérdida de la fe. De mayor responsabilidad pueden ser las imprudencias por las que uno se pone en contacto, sin preparación suficiente, con ciertos ambientes intelectuales que le desbordan. Habrá pecado contra la fe en la medida en que uno se da cuenta de que se expone sin motivo proporcionado. Llegará un momento, tal vez, en el que la fe desaparezca. Se había visto que era verdadera, y, poco a poco, sin que haya habido una verdadera repulsa formal, la luz se habrá extinguido. Aunque la llama de la fe no haya sido rechazada con plena conciencia, sino que se haya apagado lentamente, toda la responsabilidad moral recae

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sobre el camino que ha preparado y causado aquella muerte. En sí considerada, esta responsabilidad compromete gravemente la conciencia, ya que en materia tan capital no se pasa del día a la noche, sin una abdicación profunda, al menos virtualmente contraria a la fe. Tanto si entraña duda consentida, como herejía o apostasía declarada, la responsabilidad de este proceso nos coloca delante de Dios en estado de pecado.

Sin embargo, insistimos de nuevo, puede suceder que no se haya conocido el origen divino del dogma católico, admitido sin serio examen; y en este caso, no admitirlo en adelante no sería pecar contra la fe, de la misma manera que cuando se admitió no se hizo por un acto de fe sobrenatural.

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