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LOS DERECHOS HUMANOS EN LAS AMÉRICAS: NUEVOS DESAFÍOS 1

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LOS DERECHOS HUMANOS

EN LAS AMÉRICAS: NUEVOS DESAFÍOS1

RODOLFO STAVENHAGEN2

Desde hace alrededor de un cuarto de siglo hemos podido presenciar una verdadera explosión de los derechos humanos en América Latina. Este movimiento, a la vez jurisprudencial, político, social y cultural, se expresa mediante:

• nuevas legislaciones y reformas constitucionales•

• la creación de comisiones y organismos públicos de defensa de • derechos

humanos

• la formación y considerable expansión de asociaciones civiles y • populares de

derechos humanos

• el surgimiento de nuevos actores sociales y políticos que adoptan un • discurso de

los derechos humanos (mujeres, indígenas, migrantes, minorías, refugiados y desplazados)

• la creciente preocupación por parte de regímenes internacionales • (sistema de

Naciones Unidas, sistemas regionales, organizaciones no gubernamentales) para la adopción de declaraciones, tratados y convenciones sobre estos derechos

• la reactivación y ampliación del sistema interamericano de protección • (comisión,

corte e institutos interamericanos de derechos humanos)

• la creciente atención que prestan a este tema los centros académicos (cursos,

programas, diplomados, grados académicos, numerosas publicaciones, sitios web)

• la creciente concientización de la opinión pública y el creciente • énfasis del

discurso público en materia de derechos humanos.

Con todo esto, se puede hablar de un movimiento a favor de los derechos humanos en América Latina.

Generalmente el discurso de los derechos humanos se vincula a un proceso de juridización, es decir, con la elaboración de instrumentos jurídicos internacionales, constitucionales y legislativos sobre la materia. Así en América Latina las referencias obligadas son la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, ambas de 1948; los Pactos Internacionales de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y la Convención Americana de Derechos Humanos, conocida como Pacto de San José (adoptada por la OEA en 1969 y que entró en vigor en 1978 cuando fue ratificada por el undécimo estado parte). A ésta fue agregada en 1988 el Protocolo Adicional en materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales conocido como Protocolo de San Salvador. El derecho constitucional de numerosos países latinoamericanos incorpora en parte estos instrumentos y principios internacionales.

Pero más allá del régimen jurídico de los derechos humanos, es decir, del derecho de los derechos humanos, es necesario vincular su evolución y sus actuales desafíos a los cambios sociales y políticos de nuestras sociedades y a los parámetros sociales que les dan vigencia. Me referiré en estas reflexiones principalmente a tres temas: Los derechos humanos y las necesidades humanas, los derechos humanos y la democracia, y los derechos económicos, sociales y culturales de los pueblos indígenas.

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Derechos humanos y justicia. Colección, Diálogos del Fórum Universal de las Culturas Monterrey 2007. Gloria Ramírez Coordinadora 2

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LOS DERECHOS HUMANOS Y LAS NECESIDADES HUMANAS

Toda actividad humana gira de una manera u otra en torno a la satisfacción de las necesidades, y por lo tanto corresponde al intento de satisfacer alguna necesidad de la persona. Estas necesidades pueden ser atendidas en forma individual –como las necesidades biológicas–, pero la mayoría se satisface de manera social. Incluso, la mayoría de las necesidades biológicas se satisfacen en contextos sociales y culturales específicos, por ejemplo, la alimentación.

Podemos considerar los derechos humanos como elementos indispensables que vinculan a las necesidades humanas con su satisfacción. Ello es así en la medida en que el Estado, como expresión contemporánea de la sociedad en su conjunto, es responsable de que sean satisfechas estas necesidades y que los derechos humanos sean implementados. En consecuencia, podemos considerar los derechos humanos como valores consensuados que se derivan en instrumentos jurídicos, sociales y políticos para la satisfacción de las necesidades humanas.

Hay muchas maneras de clasificar las necesidades humanas (algunas veces también denominadas necesidades básicas); pero desde la perspectiva de los derechos humanos el siguiente esquema puede resultar útil.

a. Necesidades de supervivencia: alimentación, salud, medio ambiente adecuado, eliminación de la agresión violenta.

b. Necesidades de protección y seguridad: vivienda, vestido, resguardo contra inclemencias del ambiente físico, medio ambiente social seguro (contra inseguridad, criminalidad, arbitrariedad y represión de las autoridades, guerras).

c. Necesidades de bienestar: servicios urbanos, sociales, comunicación y transporte, ambiente laboral adecuado, esparcimiento, juego, espacios verdes.

d. Necesidades de identidad: pertenencia a grupos, autoestima, no discriminación por motivos raciales, religiosos, culturales, creatividad, expresión, satisfacción emocional, sexual, conocimiento, prestigio social, reconocimiento.

e. Necesidades de libertad: libertad de creer, pensar, expresar, crear, escoger, consumir (también de no consumir), compartir, competir, asociarse (sindicatos o partidos pero también de no asociarse), participar, (por ejemplo en la vida política y cultural), resistir, no ser agredido, no ser reprimido.

No todas las necesidades humanas tienen correspondencia con un derecho humano respectivo, pero en general existe una asociación. Algunos psicólogos hablan de la necesidad humana de canalizar adecuadamente los impulsos agresivos. Los derechos humanos no se ocupan del derecho a la agresión, sino más bien a no ser agredido.

La primera generación de derechos humanos que en general se identifica con los derechos civiles y políticos se ocupa, relativamente bien, de las necesidades de libertad e identidad. Satisfizo las necesidades de quienes ya tenían satisfechas, más o menos, las necesidades de supervivencia. La burguesía europea fue la clase social que impulsó y mayormente se benefició de esta primera generación de los derechos humanos durante la mayor parte de los siglos XIX y XX.

La segunda generación de los derechos humanos, los derechos económicos, sociales y culturales, se ocupa más de las otras necesidades humanas e hizo acto de presencia como resultado de luchas sociales y políticas en el contexto de la emergente sociedad industrial, beneficiando a las clases sociales explotadas y oprimidas y a poblaciones marginadas, como las mujeres.

La llamada tercera generación de los derechos humanos se refiere a los derechos de solidaridad, y en ella se vinculan los derechos de satisfacer determinadas necesidades humanas, como son las de bienestar, protección, identidad, con los Estados y los organismos multilaterales. Incluyen aspectos sobre la paz, el medio ambiente, el desarrollo y también las futuras generaciones, y son considerados derechos de los pueblos, de las colectividades, de la humanidad entera.

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En América Latina la mayoría de la población tiene enormes carencias económicas, sociales y culturales. Las necesidades humanas de grandes sectores de la población no están satisfechas. En proporciones variables, según los países, la gente vive en la pobreza o la extrema pobreza, está marginada de los mínimos servicios sociales, está desempleada o subempleada, y acusa bajos índices de desarrollo social y humano. Según estimaciones internacionales América Latina es la región con mayores desigualdades en el mundo. Si los derechos económicos, sociales y culturales han sido legislados para hacer frente a determinadas necesidades, entonces la información disponible demuestra que estos sectores diversos de la población latinoamericana no gozan plenamente de los derechos humanos que se derivan de las necesidades mencionadas.

Las políticas económicas neoliberales, que se impusieron a los países latinoamericanos hace un cuarto de siglo, no han logrado subsanar estas carencias porque no fueron diseñadas ni para satisfacer las diversas necesidades de la mayoría de la población ni mucho menos para garantizar los derechos humanos. Por el contrario, sus efectos han ido más bien en sentido contrario. En esta perspectiva, puede argumentarse que las políticas económicas neoliberales son más bien violatorias de los derechos humanos legalmente establecidos; por ejemplo, el derecho a la vivienda adecuada, a la salud, a la alimentación, a la educación, al trabajo digno, y el derecho al desarrollo también proclamado por la Asamblea General de la ONU en su resolución 41/128 de 1986. El derecho al desarrollo, tal como lo considera la ONU, es un derecho humano inalienable en virtud del cual todo ser humano y todos los pueblos están facultados para participar en un desarrollo económico, social, cultural y político en el que puedan realizarse plenamente todos los derechos humanos y libertades fundamentales, a contribuir a ese desarrollo y a disfrutar de él.

La Asamblea General de las Naciones Unidas también ha establecido que el desarrollo debe estar centrado en los derechos humanos; en caso contrario no es desarrollo. Y en 2000 la propia ONU proclamó los objetivos de desarrollo del milenio que incluyen, entre otros, alcanzar el pleno goce de los derechos humanos, garantizar la educación y abatir la pobreza extrema. Los derechos económicos, sociales y culturales son universales, indivi-sibles e interdependientes con todos los demás derechos. Por ello, cuando los Estados los ratifican, se obligan a su cumplimiento. Si bien algunos de estos derechos, tal como son definidos en la actualidad, no son estrictamente justiciables, sí constituyen obligaciones públicas de los Estados por lo que estos deben adoptar políticas que garanticen el ejercicio de estos derechos y la satisfacción de las necesidades humanas que expresan.

Sin embargo, muchos se preguntan si los derechos económicos, sociales y culturales son realmente justiciables, y si no lo son, entonces no deberían ser considerados como derechos humanos sino más bien como aspiraciones de política social. En esta línea, algunos Estados no los reconocen como derechos humanos, y otros no tienen capacidad económica, política o institucional para garantizarlos de manera efectiva. Por ello resulta indispensable no solamente proclamar estos derechos sino especificar la forma en que podrán ser identificados y atendidos en los distintos países. Es lo que actualmente se intenta lograr con la definición de los nuevos derechos emergentes y con la declaración sobre los derechos culturales que están en proceso.

Si bien todos los derechos humanos son por definición universales e indivisibles, en la realidad, especialmente en su consolidación jurídica y su aplicación, existen jerarquías políticas y culturales en las perspectivas sobre los derechos humanos. Y la relación frágil entre las necesidades humanas, los derechos humanos y las políticas sociales y económicas está sujeta con mayor razón a los vaivenes del contexto cultural y social.

LOS DERECHOS HUMANOS Y LA DEMOCRACIA

Durante las décadas de la segunda mitad del siglo XX, en las que los defensores del capitalismo y los del socialismo se disputaban la hegemonía ideológica del entonces llamado Tercer Mundo, el debate en torno a los derechos humanos reflejaba esta disputa.

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Los primeros enfatizaban los derechos civiles y políticos, y los segundos argumentaban en torno a la primacía de los derechos económicos, sociales y culturales. Como ahora bien sabemos, o creemos saber, ni entre los primeros se respetaron todos los derechos civiles y políticos (recordemos las dictaduras militares latinoamericanas que lograron altas tasas de crecimiento económico con alta intensidad de represión política), ni entre los segundos se alcanzaron todos los derechos económicos, sociales y culturales, aún a costa de las libertades fundamentales de sus ciudadanos. El debate ha amainado un poco a últimas fechas y una lectura más equilibrada de la historia contemporánea nos indica que no es buena política a la larga sacrificar un grupo de derechos humanos para alcanzar los demás.

Hoy en día son casi equivalentes los conceptos derechos humanos y democracia. Es un lugar común decir que la democracia sin derechos humanos no es democracia, y que los derechos humanos sin democracia no pueden ser efectivos. En los últimos años se han logrado considerables avances en la democracia electoral. Estamos satisfechos de que en la región americana, con algunas excepciones, notoria como en el caso de Estados Unidos en el año 2000, o las elecciones presidenciales en México en 2006, los procesos electorales ahora tienden a ser pacíficos y transparentes y se respetan los derechos civiles y políticos de la población. Si bien también se ha dado violencia preelectoral, como en Guatemala en la reciente campaña política, o fraude maquinado, como en las elecciones legislativas y municipales recientes en el estado de Veracruz.

Pero los resultados de esta democratización han sido insatisfactorios y decepcionantes. Hace veinte años se hablaba con gran expectativa de la transición a la democracia; hace diez años los politólogos mostraron entusiasmo por la consolidación de la democracia; y hoy es común referirse a las democracias insuficientes o incompletas. ¿Qué ha pasado? Básicamente, que nos hemos concentrado en los ingredientes de los procesos electorales y hemos descuidado los otros aspectos del guiso, es decir, cómo enfrentar la concentración del poder económico, cómo manejar la globalización para beneficio de los estratos más necesitados en vez de las empresas transnacionales, cómo combatir la corrupción y el crimen organizado que forman cada vez más parte de las instituciones del Estado, cómo ejercer la famosa accountability para controlar a los funcionarios electos y no electos, cómo ampliar la participación de la sociedad civil en los procesos de toma de decisiones, cómo equilibrar y negociar los intereses de grupos y sectores de la sociedad más allá de las alianzas electorales entre partidos políticos, etcétera.

El reto de la democracia electoral parece haberse estancado en el marketing de los candidatos a los altos puestos públicos. Por ello se cimbran las clases políticas de nuestros países cuando resurgen en el escenario nacional los líderes populistas que plantean reformas profundas y están dispuestos a modificar las reglas del juego, pienso desde luego en Venezuela y Bolivia y aún en México en la campaña presidencial de 2006.

Según Norberto Bobbio y Alain Touraine, la democracia es participación efectiva, elección real entre alternativas, liberación del sujeto (en lo individual y colectivo). Las pseudo-democracias que tenemos en América Latina ni siquiera han logrado esto. Agreguemos a esto el respeto a las minorías, la articulación efectiva de intereses de grupos, y sobre todo, control y rendición de cuentas (accountability). A esto los zapatistas en México agregan: mandar obedeciendo (ojo: obedecer al pueblo, no a los altos mandos políticos, eclesiásticos o militares).

Pero a todo esto, ¿en dónde quedaron los derechos humanos? Sugiero que en este proceso de efectiva democratización electoral que se ha logrado en América Latina durante las dos décadas pasadas, han sido lamentablemente descuidados los derechos económicos, sociales y culturales, vale decir, las necesidades humanas fundamentales de las grandes mayorías de nuestras naciones. Hay que reconocer que la democracia rebasa el ámbito electoral, netamente político. Es un proceso a la vez social y cultural, en todos los ámbitos de la vida social: familia, comunidad, empresa, sindicato, partido político, organizaciones de la sociedad civil, medios de comunicación.

Uno de los grandes retos de la agenda de los derechos humanos en el momento actual es que en la región americana se siguen dando violaciones diversas de los derechos humanos incluso en el marco de las democracias formales y de los Estados de derecho los

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que, además, han sido incapaces con las estrategias económicas neoliberales que adoptaron hace algunas décadas, de satisfacer las principales necesidades humanas de sus poblaciones. Si anteriormente fueron las dictaduras militares y los regímenes autocráticos los principales obstáculos al pleno goce de los derechos humanos de los pueblos, hoy el problema se centra en la incapacidad de los Estados formalmente democráticos de dar respuesta a la demanda social acumulada de los sectores populares de sus países.

Esta demanda no se refiere solamente a los servicios sociales que son responsabilidad del Estado como la educación, la salud, la infraestructura urbana, los servicios públicos diversos y el medio ambiente sano, entre otros. Se trata sobre todo de abrir espacios de participación a quienes por razones históricas, socioeconómicas o étnicoculturales han sido los excluidos de siempre. Superar la exclusión social y abrir los espacios de participación democrática a estas categorías de la población es parte de un proceso más largo de reconocimiento y conquista de la ciudadanía plena. Sin derechos humanos no hay ciudadanía y sin ciudadanía no hay democracia.

La gran falla histórica de las democracias electorales partidistas en América Latina es que no supieron construir ciudadanías y por ello quedaron excluidos amplios sectores sociales. Por consiguiente, los liderazgos que surgen al margen de las estructuras partidistas convocan a la democracia directa de las calles, con todas las ambigüedades y peligros que esto implica. Allí tenemos el fenómeno Hugo Chávez en Venezuela y el de Evo Morales en Bolivia, y aquí en México con sus tintes postmodernos, el de la Otra Campaña del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, pero también la campaña y poscampaña presidencial de Andrés Manuel López Obrador.

Sabemos que en el proceso de construcción de las ciudadanías en América Latina se incorporaron a la polis progresivamente, después de las consabidas oligarquías, las clases medias urbanas y, en algunas partes, las fracciones más modernas de la clase obrera. En el periodo del crecimiento económico vía sustitución de importaciones, y en algunos países como resultado de importantes movimientos agrarios, también los campesinos lograron temporalmente alcanzar un grado de ciudadanía. Pero los vientos democratizadores cambiaron, las reformas agrarias se interrumpieron y los campesinos fueron nuevamente marginados como actores políticos. En México fueron subordinados al estado corporativo priista durante sesenta años, en Bolivia no lograron romper el monopolio del poder de los criollos, en el Chile de la dictadura fueron reprimidos manu militari igual que muchos otros.

LOS DERECHOS ECONÓMICOS, SOCIALES Y CULTURALES DE LOS PUEBLOS INDÍGENAS

A partir de los años ochenta surge en diversos países un nuevo actor político, desde siempre socialmente marginado y excluido, que lucha por el reconocimiento de sus derechos de ciudadanía, a su manera y en sus propios términos. No debe extrañar que también los pueblos indígenas, después de 500 años de olvido, como lo recuerda el EZLN cuando se levanta en Chiapas en 1994, reclamen su derecho de ciudadanía. Con la diferencia de que no solamente exigen la igualdad formal y jurídica, que por lo general ya disfrutaban sobre el papel pero no gozaban efectivamente, sino el reconocimiento de sus identidades colectivas y sus especificidades culturales, vinculadas a su ocupación histórica del territorio y a sus largas relaciones casi siempre conflictivas y ambiguas con la sociedad dominante y las estructuras del poder.

A lo largo de la historia de los Estados nacionales en la región americana los pueblos indígenas fueron víctimas de despojos y marginación, tal vez objeto de algunas políticas públicas que en su conjunto se denominaban indigenismo, y estuvieron prácticamente ausentes del discurso político. El objetivo de los Estados era asimilar a los indígenas al modelo de nación dominante y negar sus identidades culturales y lingüísticas. A partir de los años ochenta del siglo pasado, surgen numerosas asociaciones indígenas que hoy ya suman centenas en todo el continente, con relevante militancia y activismo, así como con

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planteamientos programáticos a nivel nacional e internacional. Las organizaciones indígenas, su liderazgo, objetivos, actividades e ideologías emergentes, constituyen un nuevo tipo de movimiento social y político en la América Latina contemporánea que se han incorporado a la construcción de la ciudadanía democrática y plantean nuevos retos a la dinámica de los derechos humanos en el continente.

Las últimas décadas del siglo fueron un periodo de gran actividad legislativa en la que se reconocieron por primera vez los pueblos indígenas en numerosas constituciones políticas de la región. Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Guatemala, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú y Venezuela realizaron reformas constitucionales en las que han sido reconocidos algunos derechos de los pueblos indígenas. Estas reformas legislativas abarcan numerosas cuestiones, como son los derechos a la propiedad de la tierra y el territorio, al uso del idioma propio, a la educación y a la cultura y, en algunos casos, a la autonomía y el Gobierno propio, y también el derecho consuetudinario, a veces referido como usos y costumbres, pero conocido más bien ahora como los sistemas normativos propios de los pueblos indígenas. Durante la última década del siglo XX todos los países andinos, excepto Chile, cambiaron sus constituciones, reconocieron el pluralismo jurídico y ratificaron el Convenio n.º 169 sobre pueblos indígenas y tribales de la Organización Internacional del Trabajo. Chile tiene una ley de 1993 sobre este tema y está pendiente una reforma constitucional, que ha sido bloqueada por la derecha conservadora. Con fórmulas afines, dichas constituciones reconocieron potestad jurisdiccional, para administrar justicia o resolver conflictos, a las autoridades indígenas y campesinas, de acuerdo a su propio derecho consuetudinario o costumbres.

El nuevo constitucionalismo pluralista destaca el reconocimiento de los pueblos indígenas como sujetos políticos y no sólo como objetos de políticas que dictan otros; un cambio en la identidad del Estado-nación que ahora se reconoce como multiétnico y pluricultural; el derecho individual y colectivo a la propia identidad, y el reconocimiento del pluralismo jurídico. Sin embargo, la implementación institucional, el desarrollo legislativo y jurisprudencial y la apropiación misma de las reformas por los propios indígenas y campesinos ha sido desigual en la región.

Algunas reformas constitucionales, como la de México de 2001, reconocen el derecho de los pueblos indígenas a la libre determinación y la autonomía, aunque con restricciones. La principal innovación es que surge jurídicamente el sujeto colectivo, el pueblo o la comunidad indígena, portador de derechos, que anteriormente sólo quedaba esbozado o implícito en la ley, o era simplemente negado, salvo en el caso de las diversas reformas agrarias latinoamericanas en que el sujeto colectivo aparece más bien como comunidad de derechohabientes a ciertas formas de tenencia de la tierra.

En su mayoría, estas reformas constitucionales y legislativas en materia de derechos indígenas han quedado incompletas, ya que pocos son los países que han adoptado leyes reglamentarias específicas que velen por su implementación, y menos aún los que aplican cumplidamente las disposiciones legislativas en la materia. A raíz de la reforma constitucional indígena en México, varios estados de la República modificaron sus propias constituciones, algunos –como Oaxaca– lo habían hecho incluso antes. Esto ha obligado a las comunidades y organizaciones indígenas a acudir a los tribunales para buscar justicia, pero el sistema judicial ha sido hasta la fecha poco propenso a sostener y consolidar los derechos colectivos de los pueblos indígenas. Una notable excepción son los fallos de la Corte constitucional de Colombia.

En contraste, la Corte Suprema de Chile ha fallado en ocasiones contra líderes mapuches consignados por defender las tierras de sus comunidades, aplicándoles la legislación antiterrorista de la época de la dictadura, si bien recientemente unos lonkos (jefes) mapuches acusados de actividades terroristas fueron absueltos por falta de pruebas. En Chile, a pesar de la transición democrática, la derecha conservadora mantiene su control sobre la actividad legislativa, pudiendo limitar severamente las propuestas democráticas a favor de los derechos humanos de los pueblos indígenas.

Tanto en Estados Unidos como en Canadá los pueblos indígenas han sabido utilizar los tribunales para reclamar derechos aborígenes ancestrales que en algunos casos están

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consagrados en los tratados firmados en los siglos XVIII y XIX, pero que han sido sistemáticamente violados por estos Gobiernos.

Desde hace pocos años las organizaciones indígenas vienen acudiendo a las instancias internacionales. En el ámbito interamericano han presentado reclamos ante la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En el ámbito de las Naciones Unidas acuden a los comités de derechos humanos establecidos por los convenios internacionales, como la Comisión de Expertos de la OIT, el Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial de la ONU y otras instancias.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha desarrollado una innovadora jurisprudencia en materia de derechos humanos indígenas desde hace pocos años, al amparo de a Convención Americana de los Derechos y Deberes del Hombre. Un caso emblemático es el de la Comunidad Mayagna (Sumo) Awas Tingni contra Nicaragua en el año 2001. La sentencia de la Corte concluye que el Gobierno de Nicaragua violó los derechos de la comunidad indígena al otorgar una concesión para explotación forestal dentro de su territorio tradicional sin el consentimiento de ésta y sin atender a sus demandas de titulación de su territorio ancestral. Hasta esta fecha, el Gobierno de Nicaragua no ha emprendido acciones mínimamente suficientes para dar cumplimiento a la sentencia y resolución de medidas provisionales dictadas por la Corte. Cuatro años después de esta sentencia y a casi tres años de haber expirado el plazo de 15 meses dado por este tribunal, las tierras de la Comunidad Awas Tingni no han sido demarcadas ni tituladas, lo cual ha resultado en una violación continua de los derechos de propiedad reconocidos por la Corte y otros instrumentos y organismos internacionales de derechos humanos. Como resultado de este incumplimiento, la situación de la comunidad ha empeorado drásticamente a tal punto que se encuentra en una situación mucho más delicada en cuanto al disfrute de sus derechos humanos que cuando empezó el caso ante el sistema internacional, poniendo serias dudas sobre la eficacia de este sistema para generar cambios en las normas y políticas de los Estados en relación con los pueblos indígenas.

La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha fallado en sentido semejante en varios otros casos, mientras que la Comisión se ocupa cada vez más de denuncias y reclamos presentados por los pueblos indígenas. Por lo demás, la Organización de Estados Americanos aún no se ha puesto de acuerdo en un proyecto de Declaración de los Derechos de los Pueblos Indígenas que está siendo considerado desde 1989. En cambio, en el ámbito de las Naciones Unidas, la Asamblea General aprobó la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas en octubre de 2007, después de veinte años de negociaciones y una incansable labor de las organizaciones indígenas y sus aliados. Aunque las Declaraciones no son instrumentos jurídicos vinculantes para los Estados, hay quienes hablan ya de un emergente jus cogens de los derechos indígenas a nivel internacional, de un nuevo derecho internacional de los derechos de los pueblos indígenas.

Los logros obtenidos a nivel internacional se dan en el marco de una creciente actividad de Naciones Unidas en torno a los pueblos indígenas, como son las dos Décadas Internacionales de los Pueblos Indígenas proclamadas por la Organización (1995-2014), la constitución de un Foro Permanente de Asuntos Indígenas en el Consejo Económico y Social y el nombramiento en 2001 de un Relator Especial sobre derechos humanos y libertades fundamentales de los indígenas en el seno del Consejo de Derechos Humanos, antes Comisión de Derechos Humanos, de la ONU.

Los avances a nivel internacional retroalimentan a su vez el debate sobre los derechos indígenas en el ámbito doméstico, especialmente en cuanto a la aplicación a nivel nacional de la emergente legislación y jurisprudencia internacional. Si bien existen pueblos indígenas identificados como tales en numerosos países, aunque no todos los Estados los reconozcan formalmente, la mayoría de los países con poblaciones indígenas se encuentran en la región americana. De los diecinueve Estados que han ratificado hasta ahora el Convenio 169 de la OITsobre pueblos indígenas y tribales adoptado en 1989, la mayoría se encuentra en esta región. Por ello, tal vez, en la ONU se oye decir con frecuencia que ésta es una problemática que incumbe sobre todo a la región americana. De allí que resulte alentador que después de un largo letargo, el sistema interamericano de derechos humanos se ocupe

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de esta materia desde hace algunos años, después de que el reto había sido levantado unos años antes por el sistema de Naciones Unidas.

Como nuevos actores sociales y sujetos históricos, no solamente en las Américas, los pueblos indígenas ocupan cada vez más espacios conflictivos y contestados. Aprincipios de los años ochenta los misquitos de la costa atlántica nicaragüense tuvieron un papel protagónico en el conflicto entre el Gobierno revolucionario sandinista y la contra armada y manejada por el Gobierno de Reagan. Durante los noventa, el movimiento indígena organizado en Ecuador irrumpió en el escenario político nacional y su partido político, Pachakutik, participó brevemente en el espurio Gobierno de Lucio Gutiérrez, con el cual rompió su alianza política en 2003. Después de más de treinta años de guerra civil, fue firmado en Guatemala, en 1995, el Acuerdo sobre Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas (AIDPI), como parte de los Acuerdos de Paz, pero su incorporación a la constitu-ción política del país no fue aprobada en el referéndum de 1999, dejando truncos sus efectos. En 2007 Rigoberta Menchú Tum, mujer indígena maya luchadora por los derechos de su pueblo, galardonada con el Premio Nóbel de la Paz en 1992, fue candidata a la presidencia de Guatemala. A pesar de que los indígenas constituyen la mayoría demográfica en el país, Menchú obtuvo menos del 5 por ciento de los votos.

La creciente participación política de los indígenas no pasa necesariamente por los partidos políticos ni por los procesos electorales a nivel nacional. Por el contrario, a este nivel salvo algunas excepciones, como el caso de Bolivia, su efecto sobre los procesos políticos ha sido hasta ahora más bien escaso. En cambio, en el nivel político municipal y en los ámbitos locales, la participación indígena con frecuencia logra cierta efectividad. Si bien existen legisladores indígenas en numerosos parlamentos latinoamericanos: senadores en Colombia y Venezuela, diputados en Guatemala y México, está creciendo en la región el número de ayuntamientos y cabildos locales y regionales en los cuales los indígenas juegan un papel cada vez más importante. Con el reconocimiento constitucional que se ha logrado en algunos países, se multiplican los experimentos de autonomía y auto-determinación local de los pueblos y comunidades indígenas en países que antes solían estar muy centralizados y en los cuales se negaba históricamente la participación y aún el reconocimiento de los pueblos indígenas.

El levantamiento zapatista en Chiapas, en 1994, fue un detonante para que la sociedad mexicana tomara conciencia de la cuestión de los derechos olvidados de los pueblos indígenas. Después de laboriosas negociaciones el Gobierno del presidente Ernesto Zedillo y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional firmaron un Acuerdo sobre Derechos y Cultura Indígena en 1996. Los demás acuerdos programados nunca llegaron a negociarse. El Gobierno incumplió su parte del acuerdo y una propuesta conjunta de iniciativa de ley, la llamada ley COCOPA, no llegó al poder Legislativo sino hasta el año 2000, cuando el presidente Vicente Fox la envió al Congreso. La reforma constitucional resultante que suponía la modificación del artículo cuarto y algunos otros, se apartó del texto original del acuerdo con la aprobación de las principales fracciones parlamentarias. A pesar de que trescientos municipios indígenas interpusieron una controversia constitucional, la Suprema Corte de la Nación no quiso ocuparse del asunto, y a partir de entonces no se ha vuelto a reanudar la negociación entre las partes.

En 2003, el relator especial sobre los derechos humanos de los indígenas de la ONU realizó una misión oficial en el país y presentó a la Comisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas un informe sobre la situación de los derechos humanos y las libertades fundamentales de los indígenas en México, recomendando, entre otras cosas, que se reabra “el debate sobre la reforma constitucional en materia indígena con el objeto de establecer claramente todos los derechos fundamentales de los pueblos indígenas de acuerdo con la legislación internacional vigente y con apego a los principios firmados en los Acuerdos de

San Andrés.”3 Esto no se llegó a hacer durante la administración de Fox, en la cual la

política indigenista del Estado mantuvo su viejo cuño de asistencialismo, obras de infraestructura y apoyo a diversos proyectos de desarrollo local en algunas regiones

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indígenas. La demanda indígena por la autodeterminación y el ejercicio pleno de sus derechos humanos colectivos e individuales fue atendida sólo parcialmente. La postura del actual Gobierno no parece cambiar esta línea. En general, desde la aparición del EZLN cuyo ciclo de movilización parece haberse agotado en 2001, el tema de los derechos indígenas en México parece haber desaparecido de las pantallas, literal y metafóricamente.

Uno de los primeros actos del presidente Evo Morales de Bolivia, indígena aymara y dirigente de los campesinos cocaleros, electo en diciembre de 2005 con amplia mayoría popular, fue convocar una asamblea constituyente para refundar Bolivia, ya que “el pueblo boliviano, el movimiento popular, especialmente el movimiento indígena originario, que no participó en la fundación de Bolivia el año 1825, ahora quiere refundar Bolivia”. Refundar las naciones latinoamericanas en que hay una fuerte presencia de pueblos indígenas ha sido una aspiración insistente de sus organizaciones políticas.

El movimiento indígena mundial ha pasado en breve tiempo de las peticiones ante los Gobiernos a la participación política y a propuestas concretas para el pleno reconocimiento de sus derechos humanos individuales y colectivos. Estos últimos se inscriben principalmente en el ámbito de los derechos económicos, sociales y culturales pero también en el campo del derecho de los pueblos a la libre determinación. Apesar de que este último derecho está fundamentado en el artículo primero de ambos Pactos Internacionales de Derechos Humanos, algunos Estados rechazan que sea aplicable a los pueblos indígenas, argumento que es una de las razones por las que aún no se aprueba el proyecto de declaración de los derechos indígenas en la ONU. El debate en torno a la interpretación del concepto de libre determinación también apareció en las discusiones sobre los Acuerdos de San Andrés y la reforma constitucional en México, y las restricciones que se le impusieron en el nuevo texto constitucional provocó el rechazo del EZLN y de la mayoría de sus simpatizantes en el país y en el extranjero.

La llamada problemática indígena sólo surge tardíamente como un tema de derechos humanos en la región americana, y todavía hoy no es reconocida plenamente como tal. El indigenismo oficial nace en 1940 a raíz de la Carta de Pátzcuaro y allí aparecen las comunidades indígenas como objeto de benéficas acciones por parte del Estado. Los fundadores de las repúblicas americanas consideraban a los indígenas más bien como un obstáculo para alcanzar el progreso y la unidad nacional. Algunos de estos fundadores pregonaban abiertamente su desaparición, otros promovían asiduamente su asimilación. Hasta fechas recientes, las constituciones políticas ignoraban a los indígenas, y en el mejor de los casos existían legislaciones tutelares de tinte racista y paternalista.

La Convención Americana no hace mención de ellos y el Protocolo de San Salvador, que contiene apartados relativos a los trabajadores, los niños, los ancianos y los minusválidos no reconoce la existencia de pueblos indígenas con necesidades y derechos propios. Por eso, salvo en casos excepcionales, los indígenas no tuvieron lugar durante mucho tiempo en los sistemas de administración de justicia de nuestras sociedades. Si exigir la justiciabilidad de los derechos económicos, sociales y culturales es una tarea que aún no se logra en el continente, lograr la justiciabilidad de los derechos indígenas es una meta todavía lejana.

El sistema de defensorías públicas de los derechos humanos (ombudsman) que se ha extendido rápidamente en la región durante los últimos años aún es relativamente frágil y no ha sido lo suficientemente legitimado en las sociedades nacionales. Se ha ocupado poco de los derechos económicos, sociales y culturales porque precisamente la legislación nacional en la materia es débil y las recomendaciones y resoluciones de estos organismos generalmente no son de cumplimiento obligatorio, por lo que los Gobiernos pueden fácilmente desentenderse del asunto. Por razones semejantes también es débil y de poco peso la atención que este sistema ha podido prestar a los derechos de los pueblos indígenas, aunque ya existen en algunos países quienes se ocupan exclusivamente de estos problemas y en otros hay visitadurías u oficinas dedicadas a los pueblos indígenas dentro de la instancia general de protección de los derechos humanos.

Algunos observadores tienden a atribuir la poca importancia que hasta ahora se ha prestado a los derechos económicos, sociales y culturales, a una genérica falta de voluntad política. Puede ser, pero ello no explica la ausencia de esta falta de voluntad política o la

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poca eficiencia de quienes sí la tienen para modificar la situación. La respuesta debe buscarse en la estructura del poder y el funcionamiento del sistema político en el marco de la globalización excluyente que nos aqueja. Cuando los sectores sociales cuyas necesidades humanas no están satisfechas y cuyos derechos humanos no se protegen y ni se garantizan suficientemente conquisten su lugar en los espacios contenciosos políticos y logren para sí una cuota de poder que les permita negociar con los grupos dominantes, entonces, tal vez, aparezca la voluntad política sin la cual estos derechos no pasan de ser un catálogo de buenas intenciones.

CONCLUSIONES

Los países latinoamericanos han descuidado lamentablemente la implementación de los derechos económicos, sociales y culturales. Este rezago, que se refleja en el funcionamiento de las instituciones públicas que serían las encargadas de satisfacer las necesidades correspondientes, contrasta con los compromisos oficialmente acordados para cumplir con los Objetivos de Desarrollo del Milenio establecidos por las Naciones Unidas. La globalización neoliberal no proporciona el entorno adecuado para el pleno goce de estos derechos por todos los sectores de la población. Los pueblos indígenas se encuentran entre los más afectados por esta brecha, aunque no son los únicos. La mayoría de los derechos económicos, sociales y culturales no están cubiertos adecuadamente por los mecanismos jurisdiccionales de protección de los derechos humanos. Su reconocimiento y su aplicación requieren de políticas públicas enfocadas hacia las necesidades específicas de determinados sectores de la población (indígenas y migrantes entre otros). A falta de la voluntad política tantas veces lamentada, son los movimientos sociales los que vienen planteando a la sociedad sus demandas y reivindicaciones, enarbolando su derecho a tener derechos. La lucha por los derechos conduce al replanteamiento de los modelos sociales y económicos de desarrollo, a la búsqueda de un mundo alternativo.

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