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CRÓNICAS

SOBRE UNA LAGUNA FUE CONSTRUIDO EL BARRIO SANTA ANA …No tiene problemas con los rateros y posee excelentes servicios médicos…

EL PAÍS en diario peregrinar por los barrios de “la sultana del Valle”, trae hoy hasta sus páginas destinadas a divulgar sus necesidades, problemas y proyectos, al barrio “Santa Ana”, conocido en esta capital con el nombre de “La Invasión” y al cual se le cambió hace unos meses por petición que hicieron los prestantes vecinos de esta localidad, en vista de que “ese ni es un nombre apropiado para un barrio en donde habitan personas pobres pero honorables”, para decirlo con sus propias palabras.

UN POCO DE HISTORIA.- El barrio “Santa Ana”, localizado al frente del barrio “Villanueva” y enmarcado por las carreras 38 y 43 y por las calles 26 y 29, es un hijo natural de “Villanueva” ya que una noche, cuyo recuerdo no queda en la mente de ninguno de sus habitantes, numerosas familias, furtivamente, invadieron los terrenos que habían figurado como de propiedad de don Paco Caicedo.

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Años más tarde, la laguna fue desapareciendo gracias al esfuerzo colectivo de las familias invasoras, que todas las tardes en “convites”, iban poco a poco llenándolas con tierra, yerba, balastro, hasta lograr hacer desaparecer el agua por completo. Al poco tiempo de haber sido empezada esta tarea, las casas surgieron del fondo de la laguna, gracias al relleno que se había hecho. De ahí que muchos vecinos dicen que el barrio se parece a México, por aquello de que la capital azteca, según la leyenda, está construida sobre terrenos que antes fueron una inmensa laguna.

METRO A DIEZ PESOS.- Tenemos pues que el barrio “Santa Ana” ocupa terrenos ejidos del Municipio, los cuales ya han empezado a ser vendidos a sus ocupantes por metros cuadrados cuyo valor es de diez pesos. Al respecto una de las vecinas del “Santa Ana” nos dijo: “como usted puede ver, la mayoría de los habitantes del barrio, son personas extremadamente pobres, sin dinero suficiente para emprender la compra de la parcelita que tantos años ha ocupado. Nosotros no es que nos opongamos a la medida del Municipio y queremos comprarle, pero creemos necesario que el Municipio revise el precio que nos ha fijado por metro cuadrado, ya que diez pesos aun es muy alto el costo para nuestras exiguas entradas”.

En este barrio, aproximadamente habitan 700 familias, algunas de las cuales están compuestas por 20 personas (y conste que son vallecaucanos) que ocupan unas 420 casas cuyo 70 por ciento conserva todavía los rasgos del típico rancho inicial de la invasión.

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“Hace algunos días la Secretaria de Obras Públicas del Municipio –nos dijo el presidente de la Junta Cívica- envió a dos topógrafos con el fin de trazar el correspondiente nivelado de las calles. Pero parece que se cansaron, porque no los hemos vuelto a ver en el barrio, dejando su labor inconclusa”.

Pues numerosas comisiones han visitado el despacho del Secretario de Obras Publicas del Municipio, pero ni siquiera se les ha recibido, haciendo gala con ellos del clásico “carameleo” oficial, tan socorrido en estos casos.

Por la falta de nivelación de las calles, cuando llueve éstas se convierten en unos intransitables lodazales y en tiempo de verano, en una serie de huecos que impiden el paso de vehículos.

EL COLECTOR.- El barrio que tiene una red muy corta de alcantarillado, posee un colector que va a desembocar al caño que corre al finalizar la calle 27. Pero sucede que cuando éste se estaba construyendo, tal vez por falta de cemento y ladrillo, lo dejaron inconcluso, de ahí que las aguas negras antes de desembocar en el caño principal, recorren un buen trecho de la 27, contribuyendo a dar mal aspecto al barrio y a infestar la atmósfera de malos olores, que hacen necesario el uso del pañuelo.

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SIN RATEROS.- En contraste con algunos barrios de Cali, por ejemplo “San Nicolás”, el barrio “Santa Ana” no tiene el problema que ocasionan los rateros. “Aquí es más fácil que nazca papa, que pelechen rateros”.- Nos dijeron al respecto los vecinos.

-¿Por qué no hay rateros?

Hace algunos meses nosotros empezamos a realizar una campaña para erradicar ciertos individuos amigos de lo ajeno, que nos dio muy buenos resultados. Por el momento no se nos ha presentado esta plaga y esperamos que jamás la tengamos.

“No Podemos Quejarnos por Falta de Higiene”, Dicen los Vecinos

“En honor a la verdad, no podemos quejarnos por la falta de higiene”. Declararon varios vecinos del barrio Santa Ana al reportero que ayer los visitó para enterarse de sus problemas y necesidades. Más adelante las mismas personas dijeron al reportero que en la actualidad no existía problema alguno relacionado con la higiene, ya que tanto en el centro materno infantil de Villanueva como en el puesto de socorro, eran muy bien atendidos por los médicos al servicio de la secretaría de salud pública.

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empezamos a excavar los hoyos, al metro de profundidad teníamos que suspender porque el agua brotaba, haciendo imposible la continuación del trabajo”.

SIN ACUEDUCTO.- Dos de los principales problemas que afronta el barrio Santa Ana es la falta de balasto en las calles y la ausencia total de acueducto. Esta última necesidad la satisfacen mediante la construcción de aljibes y de dos pilas públicas, las cuales además de proveer de agua al vecindario, sirven de baños públicos y lavaderos. El otro problema, la falta de balasto en las calles, hasta ahora ha sido de imposible solución, no obstante las reiteradas peticiones a las autoridades municipales para que ordenen la balastada, con lo cual en parte se solucionara el problema coronario que surge en época de lluvia, lo que ocasiona como dijimos en otra parte, inmensos lodazales.

Dos Carreras “Ciegas” Embotellan el Barrio, Cuál Sería la Solución

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UNA MIRADA AL SILOÉ “TRAVEL”

En uno de los barrios más temidos hay una ruta para turistas. No es broma.

Aunque muchos lo sospechan pocos logran saber que, en realidad, el cielo es distinto visto desde allá arriba. En un día de verano desprovisto de nubes es posible, por ejemplo, divisar la cima del volcán Puracé y advertír a lo lejos las puntas de varias montañas del Parque Nacional de los Nevados, asomándose en el horizonte como jorobas grises de una manada de camellos.

Doscientos once escalones después, el grupo se ha detenido para observar la mejor panorámica posible de esta ciudad a la que llaman Sucursal del Cielo y nadie concibe ni puede ni alcanzar a decir nada. Quien años atrás, como negarlo, seguramente todos habríamos estado mudos por el miedo y el silencio habría sido cosa previsible; pero ahora es distinto y sólo estando allí resulta posible comprender en qué consiste el efecto que surte aquella paradoja de apreciar una porción del paraíso, parados sobre eso que siembre ha sido visto como el infierno.

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Pasado

A principios del siglo pasado, el barrio que nació como invasión fue conocido como “Marmáticos”, le decían así en honor a los mineros de Marmatos, Caldas que llegaron huyendo de la violencia para asentarse en las faldas de esa montaña donde en ese tiempo terminaba Cali.

Luego arribaron colonias de paisas y de negros y de arrieros y cientos de familias campesinas del sur. Unos y otros escapando de lo mismo, fueron haciendo sus casas aquí y allá. A excepción de los mineros, famosos por su facilidad para vencer la ley de gravedad a la hora de levantar campamentos, nadie por ahí tenía idea de construcción y la forma en que se urbanizó la cuesta es reflejo de ello.

Pero la práctica, la necesidad y la persistencia implícita de la pobreza, les otorgó una destreza insospechada que en poco tiempo los llevo a urbanizar más allá de los previsto y el estado, al final, tuvo que dejar de pelear con esa porción de ciudad que intentaba ignorar.

Muchas cosas han pasado desde entonces. A mediado de los 70 la loma fue el centro de operaciones del M-19 y allí, en casas proveídas de sótanos que aún sobreviven entre esa arquitectura caprichosa y laberíntica, se llegaron a esconder importantes jefes de aquella guerrilla.

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bronce en los pasados olímpicos de Beijing. El triunfo de esa chica, justo en una disciplina como la lucha, no parece casualidad para alguien que creció allí.

Porque para nadie ha sido fácil surgir. En medio del abandonado gubernamental, el barrio fue aprovechado por los narcos para reclutar jovencitos y surtir así su empresa criminal a mediados de los ochenta. Dagoberto Pérez, un abuelo de 79 años y casi ningún diente completo, cuenta a las afueras de su casa hubo un tiempo en el que impero la ley del Oeste y sobrevivir, para muchos, fue casi milagro. Siloé, es sabido., también ha sido una cueva para milicianos de las Farc, el ELN y las Autodefensas; en algún momento llegaron a extenderse por sus calles más de treinta pandillas que desataron una temida guerra territorial y las épocas de limpieza social dejaron nombres penosamente célebres, como el del “Tombo Milton”, un ex policía obsesionado con el personaje de Rambo, al que se le atribuyen 200 asesinatos entre 1988 y 1992.

Sería mentira decir que ya todo es diferente. Que las balas ya no suenan, que no hay más muertos, que no roban, que no hay vicio, que todos son buenos. No. Pero hay cosas que están cambiando.

Presente

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hay futuro”, me explica mientras se seca el sudor que le resbala por el mentón y le gotea sobre la camiseta roja que ese día cubre su panza de buda bonachón.

Todo comenzó desde que tuvo un canal comunitario con el que empezó a recorrer las calles y a acceder a rincones vetados para el resto. Con el tiempo, detrás de una cámara con la que hacía un noticiero fundamentado en el periodismo del hueco, del tubo roto, la gente empezó a reconocerlo y a respetarlo y a confiar en ese hombre “extraño” que parecía preocupado por los problemas de los otros.

“Nací aquí, mi papá llegó de Caldas a levantar su casita, aquí vive mi hijo, aquí se murió el viejo. Este es mi cielo”. David lleva un gorro de paja con una leyenda que él mismo le pintó; el mensaje, escrito con una caligrafía festiva y colorida, permite entender la dimensión de sus sentimientos aun si no lo prodigara: I love Siloé.

La primera vez, lo contactó un grupo de estudiantes universitarios que querían hacer una jornada de salud en la pendiente; luego, colegios que querían alfabetizar; luego monjas y luego artistas y luego cualquiera. La gente, de un momento a otro, empezó a llamar a su celular, como si en realidad él fuera el único capaz de abrirle la puerta de ese otro mundo a los extraños.

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“M”, miembro de un clan que controla cierto sector, me cuenta que con el tiempo chicos como él, que llevan años de guerra, han terminado por entender que para que las cosas cambien al fin un día, deben demostrar que la loma no es una cloaca llena de desperdicios y por eso respetan lo que hace David. “El man nos está limpiando”, dice con la agudeza de la filosofía callejera.

La ruta fue ideada para atravesar toda la montaña y pasar por puntos que hablan de su historia: las minas, la casa del “Barby”, las calles donde jugó la luchadora olímpica, los sitios de reunión del M-19, la estrella que empezó a alumbrar en el año 73, el teatrino que está construyendo el programa Siloé Blanco, los nacimientos de agua donde los caminantes beben del pozo y un restaurante en el barrio Belén. 5,2 kilómetros en los que la única arma de Davis es un megáfono con el que va contando los relatos y anunciando el paso de la gente con una clara intención de ahuyentar la tentación que para alguien con hambre podría representar la desprotección de los extraños: “Bueno y aquí seguimos subiendo y comprobando que este es un barrio de gente buena y honesta, mire que belleza…”

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los turistas puedan disfrutar de la asepsia de las comidas hechas en serie, seguramente por gente de la favela, pero empacada en cajitas con letreritos en inglés.

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LA CAÑA DE AZUCAR EN EL VALLE

Si no hubieran indicios de inexactitud o apresuramiento en las descripciones que Pedro de Leda dejó acerca de los sembrados que en los caseríos indígenas encontraron los conquistadores peninsulares, podría convenirse en que la caña de azúcar los antecedió en este lado de América y que fue plantada por gentes desconocidas que quizás arribaron desde sus antípodas tras un fantástico peripio hundido en la oscuridad de los tiempos.

Mas al parecer, correspondió a Pedro de Atienza la distinción de ser el primer cultivador de caña de azúcar en el Valle de Cauca, pues “los datos históricos afirman que el Conquistador Belalcazar lo contrató con tal propósito en la primera mitad del siglo XVI. Este desconocido pionero regó por nuestras tierras las practicas de que había hecho gala en las Antillas e indujo a los nobles propietarios de entonces a confiar a la industria dulcera muchas de las preocupaciones que mantenía para lograr una mejor explotación de la tierra que el azar y las mercedes reales ponían al alcance de sus manos.

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de la caña de azúcar en la región que la humanidad calificó luego como excepcional para su desarrollo y aprovechamiento.

La primeras siembra de la famosa gramínea hechas con técnica así fuese rudimentaria, parecen haberse realizado en los aledaños de Cali y se señala históricamente como terreno de estas el propio de la finca de “La Estancia” que Belalcazar poseía en las actuales vecindades de Yumbo, hecho bien probable si se acuerda que el Conquistador dependía quien vino con el encargado de metodizar su cultivo en las extensiones bajo su mando. Y luego aparecieron rudimentarias moliendas en las márgenes de los ríos Cañaveralejo, Meléndez, Arroyodondo, Lili y Yumbo.

Posteriormente, vencida más de la mitad del siglo XVI, se corre hacia el rio Amaime la actividad dulcera y en sus vegas surgen tres instalaciones principales que apuntaron desde entonces al destino de las hermosas tierras que alimentan a Palmira. Y entre ellas se destaca históricamente la que fundó Gregorio de Astigarreia a quien cabe el título de primer empresario dulcero nuestro, pues no contento con levantar edificios que parcialmente aun se admiran, contrató en España a Juan Francisco, Pedro de Miranda y Rafael Guerra como peritos en la producción de azúcar, dando así orientación sensata a lo que hasta entonces se manejaba como actividad elemental para ocupar los brazos de indios y negros y proporcionar medios de trueque al incipiente comercio comarcano.

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especulaciones. Y así en 1572 el Procurador de Cali don Rodrigo de Villalobos y Ayala pidió se filiasen los precios del azúcar y la miel “del ingenio de esta ciudad porque unos había vencido a siete pesos arroba y a diez, y la libra a tres o cuatro reales”.

Las anteriores breves líneas de recuento en manera alguna podrían suponerse como de introducción a una relación histórica completa de la actividad cañicultura en el Valle, pues su extensión excedería la del espacio al que debe limitarse nuestro escrito. Pero la hemos ofrecido para que se aprecie por quienes poco conocen de este interesante producto, como es de antigua y, por lo tanto, de honda la vinculación que nuestra comarca tiene con la caña de azúcar, y como la primitiva organización de nuestros núcleos sociales esta unida al cultivo de esa gramínea generosa.

También para que se aprecie que la caña de azúcar ha sido atendida siempre por el más activo espíritu empresario de nuestras gentes, pues desde el comienzo fue concebida su exploración como un sistema para valorizar el talento humano. Para que se pueda comprobar que en ningún momento se la utilizó como una siembra que tolera la pereza del propietario, pues desde sus primeros, ya se agitaban en trajines de exportación y comercio que despertaron la adormecida fundación colonial con los vagidos de los procesos socio-económicos con que ella sacudiría a las gentes que vendrían siglos más tarde.

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virtudes de la gramínea que resultó así favorecida por uno de esos fenómenos de protección artificial que son de usanza en las épocas modernas pero que no eran frecuentes en aquella en que lo signó el monarca.

En los tres siglos que median entre Gregorio de Astigarreta y Santiago Eder, la caña de azúcar sigue envolviendo el pausado crecimiento de la comarca. Estimula y remunera la tarea familiar, pues con rudimentarios procesos es posible conseguir una especie de azúcar crudo que se denomina “panela” cuya consistencia le permite viajar por las trochas, desfiladeros y raudales de entonces; que el pueblo asimila a su alimentación y que, de contera, descubre espíritus que parecen dormir en el fondo de sus caldos y que al conjunto del fuego aparecen para llenar de pasajera alegría el triste rutinario vivir popular.

Pero luego, bajo el comando audaz del último de nombrados, la caña de azúcar se somete a la industria. Se empieza a transformar en elemento creador de riqueza moderna y en hilo conductor de la economía. No se la verá exclusivamente en el verdor de las plantaciones, sino que se la dibujará también entre las cifras de los balances. Y no se doblegará solamente a la mano del viento, sino que se extenderá bajo la mirada escrutadora de los técnicos para rendir mejores jugos, para que su faena proporcione ahora tanto beneficio como antes fatiga; para que en su laboreo resoplen los hornos en vez de las bestias cuyos trillos cicatrizan el paisaje.

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expresa mejor en quienes se trasplantan de los medios avanzados mas exhaustos a los promisorios pero inexplotados. Y las chimeneas de la “Manuelita”, antes de oscurecer el claro ámbito refrescado por el Cauca, le dieron intención y le indicaron una ruta.

Desde entonces empieza a organizarse el campo vallecaucano para recibir el impacto de los días modernos. A Eder algún Caicedo, Cábeles, Sarmiento, Ochoa, Garcés y cientos más que vinculan a la tentadora explotación agrícola las mejores estirpes colombianas. Se modernizan y superan las fábricas de azúcar y se multiplican los hornos y calderos de las panelerías. Para tratar los cañamelares se ensayan equipos costosos que descubren ante la mirada de otros agricultores las ventajas de sistemas e implementos a los vacilaban en confiar sus cosechas. El ensanche de los mercados aumenta la capacidad de empleo de los industriales del dulce y sus competencia eleva el salario a punto que antes no se sospechaban para el trabajo rural.

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Pero como también hay que transportar la caña hacia la molienda, el azúcar y la panela hacia los mercados que están más allá de los limites departamentales y las mieles para las destilerías oficiales sobre cuyo producto empieza a apoyase el peso de la administración, estas necesidades entre otras, estimulan carácter a la ola humana que empieza a colmar la taza geográfica dominada por los cañaverales.

Cumple desde entones las industrias que de la caña de azúcar se derivan, mucha suerte de beneficios pues lograron que el campo fuese grato a quienes quizá venían solo para el desembullar por las ciudades y originaron una serie de transformaciones en la mentalidad rural que ha terminado por distinguir a nuestros campesinos sobre todos los otros del país. Y estimularon las utilidades que provienen del uso de la tierra, haciéndola participe de la valorización concebida a la industria y que, fuera del Valle del Cauca, aun se mantiene como fenómeno exclusivo de los centros más poblados.

De ninguna actividad originada en la utilización del suelo colombiano dependen tantos brazos como de la cañicultura vallecaucana. La sigue la explotación del petróleo con varios miles de obreros menos y ningún grupo de industrias urbanas de transformación dedicadas a un mismo producto alcanza en más de la mitad la suma de trabajadores dulceros. En el Valle del Cauca, la tercera parte de los empleos se ampara en la industria azucarera y de ella dimana más del diez por ciento del ingreso total de su riquísima economía.

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¡JAQUE MATE!

El mate de manjarblanco tiene en diciembre su temporada alta. Historia de una receta árabe-hispana,

perfeccionada en Buga.

El manjarblanco, el sabor que identifica al Valle del Cauca hasta en el extremo Oriente, tiene su origen justamente al otro lado del mundo. La receta original es una creación árabe que los moros llevaron a España y luego los ibéricos trajeron a América Latina.

Razones por las cuales hay versiones de este dulce desde los pueblos del Caribe hasta Argentina. Pero el manjarblanco valluno tiene un sabor muy especial porque su receta encontró su nicho ideal en un valle de haciendas ganaderas productoras de leche y de trapiches para la molienda de la caña de azúcar y cultivadoras de arroz. Los tres ingredientes esenciales de la versión clásica de este postre que cinco siglos después aún es sinónimo de celebraciones de Navidad, ya no sólo en el Valle del Cauca, sino en el resto del país.

El manjarblanco es un dulce de leche muy antiguo –dice el antropólogo e investigador de la cocina vallecaucana Germán Patiño –que está referenciado entre los pueblos árabes que llegaron a España, incluso con el mismo nombre. Sólo que en la tradición árabe lo preparaban con leche de almendras y azúcar y lo dejaban hervir hasta que se redujera y quedara espeso.

“Ese era el manjarblanco andaluz de tradición oriental (moroandaluz) que trajeron los

españoles, pero aquí se cambió la leche de almendras –no se daban aquí y eran muy costosas–

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molido para darle el punto final, porque actúa como el espesante (llamado ‘el cuajo’ en la

tradición popular) pero manteniendo la combinación de leche y azúcar”, dice Patiño.

Eso sí, era una labor de las esclavas de las haciendas donde mínimo se batían unas 50 botellas de leche con cagüinga (mecedor de madera) durante unas seis horas hasta que tomara el color bronceado cual melao de caña y luego se envasaba en el tradicional mate, esa totuma natural de arbustos que aún hoy crece en zonas verdes, para conservarlo fresco.

Por ello, el dulce sabor de la leche batida es un símbolo de la economía vallecaucana que se mantiene desde la época colonial con una tradición ancestral moroandaluza y con una técnica de preparación que si bien trajeron los españoles, se apropiaron de ella las mujeres esclavas de origen africano en el Valle del Cauca.

Como deliciosa muestra de nuestro mestizaje gastronómico, es posible que haya sido idea de las esclavas africanas agregar el arroz remojado y molido. “El cultivo del arroz también lo llevaron los árabes a España, pero los ibéricos lo cultivaron en la zona tropical de África y quienes se hicieron cargo de esos cultivos fueron los africanos subsaharianos, así que cuando llegaron acá, ya tenían la experiencia del arroz; entonces es muy posible que este arroz remojado que se le agrega, lo cual es exclusivo del manjarblanco vallecaucano, sea un aporte de las esclavas negras”, explica Germán Patiño, autor del libro ‘Fogón de Negros’, sobre el origen de la comida vallecaucana.

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En el principio, hubo dos versiones del manjarblanco: “el de las mesas de los ricos, en las que se preparaba como una salsa dulce para acompañar la gallina y se servía con pechuga desmenuzada. Y el manjarblanco de los pobres, que era sin pechuga, porque la gallina era un artículo de lujo, por eso se le llamaba ‘despechugado’. Esta última versión fue la que pasó a Latinoamérica como un postre”, explica Patiño.

La cocinera tradicional María Elena Moreno, más conocida como ‘María E’, reconoce que la receta podrá ser de origen árabe y español, pero fue aquí donde se perfeccionó.

“La receta entró por Popayán, pero se asentó en Buga y se extendió a las poblaciones del centro del Valle. Fuimos nosotros los que le pusimos el arroz molido y así fue como encontró su punto, un punto más duro”, dice esta portadora de tradición gastronómica vallecaucana, ganadora del premio La Ruta Los Sabores de María 2009, en la categoría de Artesanía Culinaria.

‘María E’ aprendió a preparar el manjarblanco y muchos dulces típicos de la región al lado de su abuela, los cuales prepara actualmente en su restaurante ‘El Requerdo’ (sic), en El Cerrito. Preparar el manjarblanco le despierta tiernos recuerdos de su infancia.

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Le da pena que los jóvenes de hoy se estén perdiendo esa experiencia entrañable porque ya lo encuentran todo preparado y “listo para servir”, pero no disfrutan del ritual en familia.

Hoy día, en algunos barrios populares aún se conserva la costumbre de reunirse varias familias en diciembre, para preparar este dulce.

Según Germán Patiño, “Lo hacen en pailas de cobre y se turnan el meneo al calor de unos tragos, música y baile, porque la tarea de su preparación era una labor del pueblo. Pero también era una tradición de hacendados, porque era en las haciendas donde se preparaba. Los amos participaban, no tanto batiéndolo, pero sí estaban alrededor de la preparación”.

Luego, las diferencias sociales se borraban cuando todos, ricos, pobres, tenían en su boca el manjar blanco, el manjar de los dioses, el manjar que endulza el alma.

Ay, qué calor

Doña Ofelia Ruiz era una niña cuando su mamá preparaba el manjarblanco y ella hacía fila con una cuchara para degustar el pegado. Años más tarde, su suegra repetía el ritual cuando la botella de leche valía dos centavos.

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manjarblanco caliente. Atender el negocio y la casa la obligaban a mojarse tan acalorada, que la artritis marcó sus manos con huellas irreversibles.

Sin embargo, de su trabajo surgió Manjar del Valle, empresa que lleva 34 años endulzando a propios y extraños, y que es paso obligado de famosos en la Carrera Primera con Calle 52, en Cali.

“El Gordo Benjumea, Carolina Cruz, Andrea Hurtado, Memo Orozco y hasta Pacheco se han metido a los fogones”, dice Jhon Villa, hijo de Ofelia y actual administrador del negocio.

Tres hijos más se dedican al negocio dulce: Alba, en la repostería; Andrea, dedicada a los desamargados y el champús, y Otto, experto en confitería de coco y arequipe de guanábana.

En temporada baja se bate dulce ocho horas al día, pero en diciembre batidores como Antonio José Giraldo y Leonardo Favio Uribe, los más antiguos de la firma, se ganan la vida sudando, literalmente, once horas diarias.

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“El calor es más sofocante a la 1:00 p.m.”, dice Antonio José Giraldo, con once años en el oficio. Él se toma cuatro litros diarios de agua para compensar la deshidratación. Para apagar la sed deben esperar al intermedio, mientras bajan una paila con dulce y suben la siguiente. Jamás beben o comen mientras revuelven, pues el Invima prohíbe tener elementos en la hornilla.

Y es que la temporada decembrina y la tradición familiar “hacen que la venta de manjarblanco y otros dulces típicos como el desamargado y las brevas rellenas se incrementen desde octubre”, dice Eduardo José Cadavid, analista comercial y de exportaciones de Dulces del Valle.

Esta empresa fue fundada en 1926, en Buga, por Cecilia Payán de Domínguez, una dama de gran espíritu y dinamismo nacida en 1897, que rompiendo las barreras para la mujer en esa época, logró que el manjarblanco saliera de la cocina casera para convertirse en una industria que trajo empleo y dinamismo a la región.

Lo confirman sus exportaciones de manjarblanco tradicional en mate, cortado de leche, bocadillos rellenos, marquetas y panelitas de leche hacia Nueva York, Miami, Houston, Illinois y La Florida desde el 2000.

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Otra historia cuenta María Elena Serna Marmolejo, productora de manjarblanco bugueño desde 1972, y quien se ufana de vender solo “por encargo y a puerta cerrada”, con un éxito enorme.

El encanto de su dulce, dice ella, está en que no le agrega ningún químico ni conservante, por lo que no puede tener reservas disponibles’. “Es 100% hecho en casa”, señala.

Ese sello se lo debe a una promesa que le hizo a su mamá días antes de morir: que seguiría con la receta tradicional que ellas perfeccionaron. “Con la ingeniera química hicimos pruebas y el conservante le cambia el sabor. Aquí han venido ejecutivos a proponerme que industrialicemos, pero les digo que no”, dice María Elena Serna.

Lejos “del tiempo en que el dulce se hacía una sola vez al año y no se vendía, sino que se regalaba”, doña Ofelia -por motivos de salud- monitorea a sus 33 empleados y supervisa la cadena de la producción a través de una cámara con circuito cerrado de televisión instalada en su habitación. Gajes de la modernidad.

El punto secreto

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Un buen Manjarblanco empieza con leche de buena calidad, de ganado de finca, con toda la crema, dice la historiadora de arte y columnista gastronómica Soffy Arboleda de Vega. O como dicen los expertos, que no esté bautizada (revuelta con agua, leche de bolsa o maizena).

Todo comienza con un puñado de arroz bien lavado y se pone a remojar la víspera en un poco de agua (otros lo hacen en leche). Al otro día se muele en molino (antes se trituraba en mortero con piedra). En un paño blanco se cuela exprimiendo bien, y se reserva esa masita que pasa sin piedrecillas ni grumos.

Aparte, en una paila grande de cobre se ponen 30 botellas de leche, se le agrega la masita de arroz que actúa como pesante o “cuajo”, y se añaden doce libras de azúcar.

Se pone a cocinar a fuego lento, en fogón de leña, no debe hervir a borbotones para que no se “arrebate” ni se pegue. Y luego hay que revolver, revolver y revolver con cagüinga de madera… hasta que dé el punto.

La leche se va consumiendo a medida que la mezcla va espesando; el dulce va tomando su tono bronceado y se considera que ‘está en su punto’ cuando al pasar la cagüinga se puede ver el fondo de la olla.

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Variaciones locales lo han enriquecido: brevas almibaradas o frutas nativas como el coco rallado en la versión del Pacífico y del Caribe. O torta de manjarblanco con bizcochuelo y vino. El cortado es un delicioso error: cuando la leche no cuaja, para no perderlo se deja con esa consistencia.

Referencias

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