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El cielo sobre Alejandro

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Academic year: 2021

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DOSIER DE PRENSA

El cielo

sobre

Alejandro

Luis Villalón

Un gran conquistador a punto de dominar el mundo

Tres ciudadanos griegos dispuestos a impedírselo

El mundo se tambalea: Alejandro, rey de Macedonia, un muchacho de apenas veinte años, arrasa poblaciones enteras y afianza su hegemonía sobre los griegos, al tiempo que prepara el asalto al todopoderoso imperio persa.

La ciudad de Atenas, aterrada por la situación, se halla sumida en disputas entre seguidores y detractores del macedonio. Diógenes, un anciano harapiento que vive de la limosna, duerme en una tinaja y se asea una vez al año, permanece ajeno a todo ello. También están en la inopia Dioxipo, campeón olímpico que pasa media vida en los gimnasios y la otra media con sus amigos, y Onesícrito de Astipalea, un modesto fabricante de flautas para quien la felicidad consiste en cuidar de su familia, conversar con Dioxipo y Diógenes y pasear en barca.

Sin embargo, la plácida vida de Onesícrito salta por los aires cuando ha de defender en un juicio a Diógenes. A partir de ese momento, sin poder evitarlo y en contra de su voluntad, se ve involucrado en una peculiar trama articulada en torno al admirado y odiado rey Alejandro, de cuyo éxito dependerá lo que más le importa a Onesícrito, y también lo que menos: la vida de sus seres queridos y el destino del mundo.

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DRAMATIS PERSONAE

En esta historia intervienen casi un centenar de personajes; la gran mayoría de ellos existieron —o, al menos, llevamos 2.350 años creyendo que así fue— , y solo unos pocos han sido inventados para el sustento de la trama. De ese total se citan a continuación los más relevantes, tanto los ficticios (en cursiva) como los reales:

Alejandro de Macedonia: hijo de Filipo y conquistador de todo el mundo

conocido por los griegos al este del mar Egeo.

Alejandro Lincesta: general macedonio de sangre real a las órdenes de

Alejandro. Fue el primero en aclamar al nuevo rey, más por salvar la vida que por devoción.

Anaxarco: filósofo algo retorcido y de tendencias perniciosas para sus

seguidores. Viajaba con Alejandro para medrar, y tenía muy mal perder.

Antípatro: general encargado de gestionar los asuntos macedonios en

Europa, mientras Alejandro luchaba contra los persas en Asia. Se le nombra varias veces en la novela pero, curiosamente, no aparece nunca en primera persona.

Aristandro: adivino de Alejandro. El más certero y encantador de los hombres

mánticos habidos y por haber.

Aristóteles: filósofo de saber enciclopédico y capacidades mentales e

intelectuales inconmensurables, inabarcables e insospechadas.

Artabazo: sátrapa del rey Darío, que un buen día decidió rebelarse contra él.

Tenía a su servicio a los hermanos rodios Mentor y Memnón.

Artasata: rey del imperio persa, conocido públicamente como Darío. Tuvo la

desgracia de coincidir en el tiempo con Alejandro el macedonio; de no ser por eso, no le habría ido tan mal.

Calístenes: sobrino de Aristóteles y cronista de Alejandro. Y esto último, a

pesar de que no le caían bien los macedonios.

Caridemo: nacido en la ciudad de Óreo, al norte de la isla de Eubea, fue en su

juventud un mercenario al servicio de quien más pagara. En su vejez mantuvo esa convicción.

Caripo: cándido esposo de Corina, la hermana de Dioxipo. A él le gustaba

correr.

Cleomedes: pugilista de Astipalea, cuyos dudosos méritos le llevaron a

convertirse en héroe nacional de la pequeña isla.

Cleonice: abnegada esposa de Onesícrito. Sus padres concertaron el

matrimonio sin estar del todo seguros de que aquello fuera un buen negocio.

Corago: macedonio de pura cepa, alistado en la falange de Alejandro. Tan

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Corina: que Dioxipo tuvo una hermana viuda, es un hecho; que se llamara

Corina, una posibilidad. Corina casó con Caripo, y ahí acabó la historia… o ahí comenzó.

Demóstenes: sus discursos fustigaron la voluble e ingenua conciencia de los

atenienses. Se opuso a Filipo de Macedonia con vehemencia, oposición que heredó Alejandro cuando aquel murió.

Diógenes: anciano filósofo que vivía con gusto en la miseria dentro de una

tinaja. Hizo del cinismo algo más que una actitud: una filosofía y un modo de vida.

Dioxipo: vencedor olímpico de pancracio y discípulo de Diógenes. Fue

soldado de Alejandro y compañero de aventuras de Onesícrito. Los dioses le sonreían sin recato alguno.

Eufemo: tutor de Corina, hermana de Dioxipo. Viejo veterano de la guerra

entre atenienses y espartanos, hacía bueno el enigma de la Esfinge y Edipo: caminaba siempre con un bastón.

Eufreo: entrenador de Dioxipo. Vivió buenas épocas en el pasado como

luchador, y después entrenando a su alumno predilecto. Pero el tiempo no pasó en balde por su cuerpo.

Eumenes: fiel secretario de Alejandro. El más leal de los macedonios, lo cual

no estaba mal teniendo en cuenta que él no era macedonio.

Eumolpo: sicario de Caridemo, oriundo de las salvajes tribus tracias del norte

del río Istro. Su facilidad para pronunciar mal el nombre de cualquiera formaba parte de su encanto.

Filipo: rey de Macedonia, padre de Alejandro. Creó un ejército invencible; con

él y con diplomacia, se hizo dueño y señor de Grecia. Ya preparaba el asalto a Persia cuando un macedonio despechado le asesinó.

Foción: general ateniense partidario de llevarse bien con los macedonios. Fue

laureado como pocos, y reelegido tantas veces como ninguno.

Hipérides: orador y logógrafo de ideas algo locas, pero a menudo efectivas. Homero: poeta del siglo viii a.C. citado sin cesar en todas partes. Sus poemas

fueron la base de la educación, la sabiduría y la ética de los griegos durante siglos.

Ifícrates: general ateniense. Entre sus grandes hazañas cabría obviar el sitio

de Anfípolis.

Licofrón: oficial de caballería ateniense, pero también padrino de boda de

Caripo, y antes que eso, amigo suyo. O tal vez después.

Melampo: adivino, sacerdote, mántico y mil cosas más. Percibía los colores de

la vida de un modo especial.

Memnón: mercenario a sueldo de los persas. Si alguien podía detener el

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Onesícrito: refugiado en Atenas en la infancia, fabricante de flautas en la

madurez, amante del mar toda la vida. Y Astipalea, su isla, su hogar, presente siempre en su mente.

Parmenión: veterano general de Filipo primero y de Alejandro después. Era la

máxima autoridad militar solo por debajo del rey, y encarnaba el tradicionalismo macedonio más rancio.

Pérdicas: general de Alejandro, comandaba una de las falanges del ejército.

Como a todo buen macedonio, no le gustaba tener griegos entre sus hombres.

Pirrón: pintor sin éxito en su Elis natal, se enroló en la expedición de

Alejandro para filosofar y ser filosofado. Jamás supo decidir si aquella fue una buena o mala decisión, o las dos cosas.

Sisines: persa metido a tracio, su papel en la vida era parecer lo que no era y

ser lo que no parecía.

Sóstrato: legendario luchador de pancracio natural de Sición, cuya derrota a

manos de Dioxipo no se cansaba este de explicar a todo el mundo.

Tereo: mole humana nacida en Tracia, compañero de Eumolpo y bastante

menos hablador que él.

Timoteo: célebre general ateniense, bregó por muchos lugares y en casi

todos tuvo éxito. Anfípolis no fue uno de ellos.

Tírtamo: discípulo de Aristóteles, quien decidió llamarle Teofrasto, «el que se

expresa divinamente». Digno sucesor de su maestro, le gustaban mucho las plantas.

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EL AUTOR

Luis Villalón (Barcelona, 1969) es licenciado en

Filosofía y Ciencias de la Educación. Es autor de varios ensayos sobre la antigua Grecia (La guerra

de Troya, Alejandro en el fin del mundo, Los herederos de Alejandro Magno), así como de

relatos de temática histórica premiados y publicados en varias antologías. En 2009 publicó

Hellenikon, novela con la que obtuvo el premio

Hislibris al mejor autor novel de novela histórica.

EL AUTOR HA DICHO…

«Me encontré con el personaje de Caridemo de Óreo mientras buscaba a Onesícrito de Astipalea. Ambos individuos, a menos que se demuestre que la trama de esta novela tiene alguna base real, no tuvieron ninguna relación directa entre sí; fueron las fuentes clásicas las que me guiaron de uno a otro: en el recorrido por ellas, Onesícrito me llevó a Alejandro, Alejandro a Filipo, Filipo a Demóstenes, y Demóstenes a Caridemo. La vida de este sujeto merecería una novela propia: fue pirata, mercenario, asaltador, borracho y mujeriego. Llegó a gobernar Cardia de modo autocrático, burló y se rio de los atenienses como quiso, cambió de bando cuando le interesó, y engañó y traicionó sin pudor alguno. Y encima Atenas le premió con una corona de oro y la ciudadanía ateniense. Fue, en fin, un personaje ambicioso y sin escrúpulos solo preocupado por su propio beneficio.

De Onesícrito, en cambio, se sabe bastante menos. Y lo poco que se sabe no lo convierte en alguien especialmente interesante: se le cuenta como filósofo y como autor de libros de viajes, y ni en lo uno ni en lo otro destacó de manera particular. A decir verdad, la posteridad tildó la obra escrita de Onesícrito de fantasiosa, exagerada y falta de rigor. Y como filósofo no hizo sino seguir el camino de sus dos hijos, a quienes envió a estudiar a Atenas; allí se hicieron discípulos de un viejo desarrapado que vivía en una tinaja, y Onesícrito no lo pensó y viajó hasta allí para conocer a semejante ejemplar humano y absorber también sus enseñanzas. Aparte de estos dos apuntes, poco más se conoce de su vida.

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¿Qué tiene entonces de especial un ser tan anodino, para convertirlo en protagonista de una novela? ¿Por qué lo escogí a él y no, por ejemplo, a aquel otro pendenciero y sinvergüenza, Caridemo de Óreo? Por una simple pero poderosa razón. Onesícrito posee un rasgo singular que lo hace incomparable a ningún otro individuo: es el nexo de unión entre el hombre más destacado, sobresaliente y audaz de su tiempo —y quién sabe si de cualquier otro tiempo—, y el más mísero, pobre y desahuciado. Es el vínculo, el elemento de conexión, entre Alejandro de Macedonia, conquistador sin parangón en toda la historia de la Humanidad, y Diógenes de Sinope, pobre entre los pobres que dormía en el interior de una vasija de cerámica. Onesícrito conoció a ambos: acompañó al uno en su expedición asiática y fue discípulo del otro, de quien al parecer devino alumno avezado. Onesícrito es el camino que conduce, pues, a Diógenes, y también a Alejandro. Eso sí es francamente llamativo.

Pero no menos llamativo es el hecho de que Alejandro y Diógenes se conocieran personalmente. El escritor moralista Plutarco y el biógrafo Diógenes Laercio —que vivieron en torno a los siglos ii y iii d.C.— fueron los primeros en transmitir la noticia de un encuentro casual entre el joven rey y el anciano filósofo. Esta novela arranca con una cita que emana de ese encuentro, el cual fue tan breve como lo es la propia frase que la describe; en cambio, el resto de sus páginas son el soportal bajo el que transcurre, fluye y se desarrolla la otra relación trilátera, la que conecta al filósofo, al monarca y al griego de Astipalea. El triángulo formado por Onesícrito, Diógenes y Alejandro preside, por tanto, toda la novela, y Onesícrito deviene así el caballo sobre el que el lector monta para recorrer esa estoa, ese pórtico que comienza con el filósofo zarrapastroso y acaba con el conquistador de ínfulas divinas.

Desde esta perspectiva, parece entonces que Onesícrito —el personaje novelesco, que del auténtico, como he dicho, bien poco se sabe— no tiene luz propia, no destaca en nada, no posee mérito alguno por sí mismo, aparte de servir de conexión entre aquellos dos extremos.

De hecho, sus rasgos físicos son vulgares, su carácter es apocado, nada en él es remarcable, salvo quizá que posee unos hermosos ojos azules. Azules como el cielo azul, o como el mar cuando proyecta su reflejo. ¿Y acaso tiene eso algo de particular? En realidad, no.

Pero sucede que los antiguos griegos, que hicieron del lenguaje la herramienta con la que edificaron una cultura que constituye los cimientos de nuestra civilización occidental; los griegos, que esgrimían y empleaban con increíble libertad la palabra oral —y también la escrita— como elemento básico para crear razonamientos, entablar discusiones o plantear cuestiones;

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los griegos, que tenían vocabulario y argumentos para todo; esos griegos carecían de una palabra con la que referirse al azul. Veían el color, por supuesto, pero no sintieron jamás la necesidad de buscar un vocablo con el que definirlo; para ellos el azul no era un color como tal sino una tonalidad más clara o más oscura de otros colores. Tal vez comenzaran a plantearse la cuestión cuando vieron las murallas de acceso al templo de Marduk, en Babilonia, recubiertas de brillante lapislázuli; en cualquier caso, y al margen de los babilonios, la naturaleza no convidaba a esforzarse en definir un color que podía ser entendido y descrito sin problemas diluyéndolo en otros. Por ello en los textos de la Grecia Antigua no se menciona jamás el azul. Y, por ello, en esta novela tampoco. Lo cual no deja de ser curioso, pues uno de sus personajes principales presume precisamente de percibir no solo ese color, sino todas las tonalidades cromáticas del mundo que le rodea y de los seres que lo habitan.

Ese personaje es Melampo de Tesalia, otro de los actores importantes de la novela, a la altura incluso de la tríada Onesícrito-Diógenes- Alejandro. Pero, a diferencia de ellos, él no existió. Su nombre evoca al legendario y misterioso adivino que se cita de pasada en la Odisea de Homero, a quien el poeta Hesíodo dedicó el poema Melampodia hoy perdido, y cuyo nombre se utilizó para bautizar el eléboro negro como melampodio. El personaje Melampo une a sus facultades adivinatorias la capacidad de «percibir el color» de cada ser humano, identificar dicho color con un cierto carácter, comportamiento y cualidades, y generar a partir de todo ello una sensación de agrado o desagrado. La sinestesia o «conjunción de sentidos» es un fenómeno neuronal auténtico que afecta a ciertas personas —no muchas, según las escasas estadísticas que existen al respecto—, el cual les permite percibir colores cuando oyen algo, asociar sabores a ciertos sonidos, ver letras o números ante determinados estímulos que nada tienen que ver con las letras o los números… Es decir: tener determinadas sensaciones ante estímulos que en principio no se corresponden con ellas. El sinestésico Melampo intuye el carácter de las personas a través del color que emana de ellas; y el color que percibe en Onesícrito es, precisamente, aquel que ni él ni ningún otro griego es capaz de definir con una palabra. Eso es lo que, a ojos del adivino, hace extraordinario a Onesícrito.

Al margen de esto, Melampo es un hombre mántico versado no solo en las artes proféticas sino también en la magia negra, que es aquella que persigue perjudicar al prójimo. Los antiguos griegos fueron asiduos practicantes de este tipo de magia, consistente en la elaboración de maleficios a través de un complejo ritual en el cual eran pieza clave y esencial las llamadas tablillas de maldición. Estas láminas de plomo contenían signos, palabras e invocaciones

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litúrgicas grabadas con un punzón; posteriormente eran enrolladas, atravesadas con clavos y enterradas en tumbas o arrojadas a corrientes de agua, con la insana intención de atraer el mal hacia alguna persona, tal vez incluso solicitando su muerte. Melampo es hábil en ese terreno, pero también lo es como curandero, pues conoce las propiedades terapéuticas del reino vegetal, de las hierbas y las raíces. Se mueve con comodidad en ambos extremos, el bien y el mal, la sanación y la maldición, como lo hace también en los extremos que encarnan Diógenes y Alejandro, y también Dioxipo y Onesícrito, parecidos en ciertos aspectos pero con caracteres diametralmente opuestos.

Es, en fin, gracias a —o por culpa de— Melampo que el anodino fabricante de flautas Onesícrito de Astipalea emerge de su insulsez y deviene un individuo merecedor de protagonizar una novela, desplazando del papel principal al mismísimo Alejandro de Macedonia y afrontando una aventura en la que está en juego el destino del mundo, el cual, a decir verdad, le tiene un poco sin cuidado.

La historia de Onesícrito de Astipalea, como toda historia, no habría nacido de no haberse producido un cúmulo de circunstancias que la hicieron posible. En primer lugar, difícilmente habría existido si Flavio Arriano, Quinto Curcio Rufo, Diodoro de Sicilia, Pompeyo Trogo, Plutarco, Demóstenes y otros muchos escritores, griegos y no griegos, no hubieran decidido, hace muchos siglos, explicar los hechos del conquistador macedonio Alejandro Magno, e incluso mencionar algunos de ellos al buen Onesícrito.

FICHA TÉCNICA

Título: El cielo sobre Alejandro Autor: Luis Villalón

Colección: Novela histórica Páginas: 617

Precio: 22,90 €

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