E
l lago dEa
titlán:
misticismo,
ritualEsmayas y
... ¿
un robo?
E
l próximo destino era el famoso lago de Atitlán y los múl- tiples pueblitos que lo rodean. Dejamos parte del equipaje en Antigua -ya que pensábamos volver- y salimos rumbo a Tecpán, una ciudad que quedaba a mitad de camino y en la cual pensábamos pasar la noche.Desde el principio tuvimos que exigirnos en el pedaleo, ya que el camino continuaba siendo una constante y forzosa subida:
dimos gracias de llevar sólo la mitad de nuestro equipaje encima.
En un momento nos cruzamos con una camioneta que venía carga- da de bicicletas y cuyo conductor nos hacía señas de todo tipo para que nos detuviéramos. Se bajó y enseguida nos sentamos a charlar al costado de la ruta. Era un guatemalteco que se dedicaba a fabri- car diferentes maquinarias utilizando como base, justamente, las bicicletas: hacía licuadoras, moledoras de café y batidoras que fun- cionaban mientras alguien pedaleara; es decir, a tracción humana.
Nos mostró folletos con una amplia variedad de artefactos, todos muy ingeniosos. El objetivo de su trabajo era ayudar principalmen-
te a los indígenas y campesinos de escasos recursos que necesitaban mecanizar algunos procesos, por lo cual creó una fundación sin fi- nes de lucro que se encargaba de diseñar y fabricar esos aparatos para luego entregárselos. Su proyecto era todo un éxito, y había sido invitado en varias oportunidades a dar conferencias incluso fuera del país. ¡Una persona con un alma generosa que emanaba luz y entusiasmo por doquier! Nos invitó a quedarnos en su casa pero, lamentablemente, quedaba bastante lejos del camino que se- guíamos, lo que implicaba un desvío de varios días. Agradecimos su invitación, pero le dijimos que no. Muchas veces, después, nos preguntamos si hicimos lo correcto en seguir viaje: nos quedamos con la sensación de que nos perdimos de algo importante...
Llegamos a Tecpán, un poblado típicamente indígena, bajo una intensa lluvia. Buscamos hospedaje y luego salimos a conocer el colorido mercado que se encontraba a unas pocas cuadras de la hostería. En todas las ciudades de Guatemala hay mercados que funcionan dos o tres veces a la semana, donde la mayoría acude para vender desde huevos, carnes, verduras y frutas hasta artesa- nías. No importa la cantidad de mercadería que cada uno posea, ya que hay vendedores cuya oferta se limita a un balde repleto de arvejas y, otros, que poseen puestos de varios metros atestados de productos de toda índole. Lo bueno para los clientes es que se ase- guran de comprar productos frescos directamente a sus producto- res. Así que, muy temprano, a la madrugada, ya hay un movimiento frenético en la ciudad, con decenas de personas bajando sus merca- derías y armando los puestitos.
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Seguimos rodando rumbo a Panajachel, el distrito más gran- de del lago de Atitlán. El camino era sinuoso y bello, aunque un poco duro por lo escarpado y por el tránsito intenso, sobre todo de camiones. En algunas partes estaban arreglando la ruta, lo que provocaba largas filas de vehículos esperando su turno para pasar, ya que quedaba habilitado un solo sentido de circulación. Eso hacía que la gente y los conductores no tuvieran otra cosa que hacer que observarnos, tranquila y descaradamente, mientras pedaleábamos en subida tratando de poner la mejor cara de ‘estamos súper entre- nados y esta subida no nos afecta en lo más mínimo’, mientras que, en verdad, transpirábamos como locos y quedábamos cada vez más
Compartiendo la ruta con los tipicos buses guatemaltecos.
colorados. Cada tanto llegaba una bajada que nos permitía respi- rar y recuperar un poco el aire -y el honor- y estirar las piernas. A medida que pasaban los kilómetros, el espeso bosque dejaba paso a una zona de variadas plantaciones de hortalizas, para luego -ya casi llegando a Panajachel- convertirse nuevamente en una espectacu- lar zona boscosa.
Finalmente, llegamos al famoso lago de Atitlán, el cual ha estado rodeado siempre por un aire de misticismo. Para los mayas es un lugar sagrado y, para el resto de los mortales, un sitio de una belleza conmovedora, tanto para la vista como para el alma. Nadie puede quitarle los ojos; uno queda como enredado en sus historias, en esa sensación de bienestar que flota en el aire. El lago está como abrazado por una serie de volcanes que parecen custodiar un secre- to ancestral y en sus laderas, casi tocando las aguas, florecen una docena de pueblitos encantadores, como Panajachel.
Una vez instalados, salimos a caminar por la calle principal de la ciudad, llamada Santander, y vimos que había innumerables negocios de joyas y artesanías realizadas en mostacilla o chaquira.
Según nos contaron, la chaquira que utilizan la importan de Re- pública Checa y luego ellos la combinaban con distintas piedras, cueros y semillas, para hacer más atractivos los diseños. ¡Es casi una obligación comprarse algún artículo!
La zona de Atitlán, junto con otras ciudades como Chichi- castenango y Quetzaltenango, es conocida en Guatemala como la
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región de las ‘culturas vivas’. Se denomina así porque, efectivamen- te, allí la cultura maya no es un mito o algo del pasado, sino que está muy presente en el día a día, forma parte de la cotidianeidad.
Casi todos los habitantes son descendientes mayas y conservan, como pueden, sus costumbres y tradiciones. Una prueba de ello es el baño sagrado que siguen realizando diariamente en el lago, con- servando un rito ancestral. Nuestro hospedaje se encontraba afor- tunadamente a escasos metros de la orilla, sobre uno de los tantos accesos al agua. Desde allí podíamos observar cómo, ataviados con sus vestimentas tradicionales y con una toalla en la mano, hombres y mujeres desfilaban serenamente todas las mañanas y se sumergían
Textiles en Chichicastenango.
por un largo rato totalmente desnudos, como dejando desvanecer sus pensamientos en la superficie ondulante de su amado lago.
Otro ejemplo de sus tradiciones se palpa los domingos en Chichicastenango (ubicado a unos 40 kilómetros de Panajachel), donde se despliega uno de los mercados indígenas más famosos de todo Centroamérica: desde hierbas y plantas medicinales de todo tipo, hasta gloriosas y delicadas artesanías, pasando por gallos, cer- dos, cuadros y textiles. Para los mayas es un punto de encuentro para el trueque de mercadería y el comercio de animales y verdu- ras; para los extranjeros, la oportunidad de adquirir piezas valiosas directamente de sus creadores. Uno puede caminar por horas y no terminar de recorrer los cientos de puestos que colman el mercado.
Otro atractivo que tiene la ciudad de Chichicastenango son las ceremonias mayas-católicas que se realizan en las iglesias. La más concurrida es la de Santo Tomás, pegadita al monumental mercado. En el exterior del templo se puede ver a los nativos ven- diendo coloridas flores mientras los sacerdotes mayas hacen rituales propios en la mismísima puerta de entrada del templo católico. Al mismo tiempo, en el interior, los curas brindan la tradicional misa pero con cierta influencia maya. Por ejemplo, distribuyen decenas de velas en el piso, la mitad de la ceremonia la ofician en el idioma quiché y la otra mitad en español, e incluyen una serie de rituales que no se ven en una misa tradicional. Claro que, para presenciar un culto ciento por ciento maya había que alejarse un poco y pre- guntar bastante ya que ese tipo de información, generalmente, se
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