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Valores éticos y valores humanos 1 (en tomo a la ontología del valor)

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Valores éticos y valores humanos

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(en tomo a la ontología del valor)

Juliana González

Valores “humanos”

Hay dos sentidos básicos en los que cabe hablar de valores "humanos". Uno, que hace referencia al problema específico del origen del valor, el origen "humano" del valor (no extra ni suprahumano). Otro, referido a los valores del hombre en ge- neral, del hombre en su propia humanitas o dignidad humana, como la designa la tradición humanista.

El primer sentido remite al clásico interrogante ¿vale porque se desea, o se desea porque vale? Es decir, al problema de las relaciones entre el deseo y el valor. Y más radicalmente aún, remite a la cuestión de la subjetividad u objetividad del valor y, en consecuencia, de su relatividad o su universalidad.

Valor y deseo

Afirmar el origen humano del valor implica, primeramente, reconocer que el valor no tiene una realidad en sí, ni es atributo del "ser" como lo consideró la tradición metafísica. Es admitir que el orden de lo no humano, la realidad misma, es en sí neutra, carente de significación axiológica: ni buena ni mala, ni verdadera ni falsa.

El valor se lo da el hombre. Es reconocer, en suma, eso que Nietzsche llamó "la inocencia del devenir". Los valores son ciertamente "demasiado humanos".

Claro está que al ponerse en el deseo humano el fundamento del valor, se pierde con la posibilidad de objetividad y universalidad; se desemboca así, en toda suerte de subjetivismos y relativismos, o de irracionalismos. Todo depende, sin embargo, de cómo se conciba el deseo, y de si éste por necesidad implica la arbitrariedad, el capricho y lo meramente subjetivo, de modo que sólo puede comprenderse en el ámbito de los puros impulsos irracionales.

Significativamente, en efecto, el deseo ha solido entenderse ante todo como concupiscencia y libido, y en todo caso referido a impulsos primarios, lejanos al valor. El término, como es sabido, viene del latín desidium, deseo erótico. Y es notable, en español, el nexo con el concepto de desidia (indolencia y pereza), con el sentido de "libertinaje", "voluptuosidad", incentivo de la lujuria.2 Asimismo, la palabra desidens significa "libido".

La concepción freudiana no sólo consagra esta noción libidinal del deseo, sino

1 Estas reflexiones rebasan el título de este Coloquio "Los valores humanos en México". Ellas discurren en plano filosófico (incluso ontológico) con la inevitable abstracción de una consideración universal. Pero ello no implica que estos valores no estén comprendidos implícitamente en tales reflexiones, o que no se tenga presente que hay en México urra decisiva tradición de valores humanos, y muy concretamente, una notable tradición humanista. Cuanto se dice en orden universal es, de un modo u otro, aplicable a nuestra realidad histórica y a nuestra realidad actual.

2 Berceo. Para Plauto es "libertinaje" y para Cicerón "avidez".

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que deriva de ella que éste sea por necesidad deseo "reprimido", no susceptible de

"realización", precisamente por razones culturales, sociales, axiológicas. El mundo del valor sí estaría condicionado al deseo humano, nacería de él, pero como una forma suya distorsionada, enmascarada o disfrazada, o, en el mejor de los casos, sería una forma "sublimada" del deseo libidinal. Lo que habría siempre en el fondo de todo valor, como su contenido primario, sería el mundo del deseo sexual o de la libido, con lo cual, de un modo u otro, queda cuestionado el universo del valor, tanto en su autonomía como en su propia significación estrictamente axiológica.

Lo que en principio se hace evidente es que la concepción libidinal del deseo no da razón de la rica complejidad del fenómeno, ni mucho menos puede ser la clave última para la comprensión del mundo del valor. Se produce, en realidad, una inevitable des valoración del valor mismo; éste queda reducido a mera expresión de fuerzas que en sí se conciben como no valiosas e incluso contrarias al valor.

Sin embargo, en el propio Freud hay una distinción sutil pero decisiva y fundamental entre libido y eros: no son equivalentes.3 Y sólo si se concibe como Eros, como pulsión de vida, y de ahí como fuerza de unión y creación, puede el deseo ser verdadero origen o fuente vital de la valoración y de la creación de valores.

La cuestión se centra, ciertamente, en cómo se conciba el deseo, en tanto que origen humano del valor.

Axiología y ontología

Otros han sido, desde luego, los significados filosóficos del deseo, desde la concepción griega hasta la contemporánea, destacándose ante todo el sentido que éste cobra en la filosofía de Hegel o en la de Heidegger y Sartre.4 Particularmente importa, a nuestro juicio, el enfoque ontológico del deseo en tanto que permite poner en el hombre mismo el origen de los valores en general y de los valores éticos en particular. El problema del deseo como origen del valor remite, en efecto, al problema de la constitución ontológica del ser humano. Heidegger, en par- ticular, concibe ésta como el "ser relativamente a las posibilidades", lo cual se cifra en última instancia en el desear: "El 'ser relativamente a las posibilidades7 —dice— se muestra... regularmente como mero desear".

La naturaleza humana es ciertamente naturaleza posible, no fatal y predeterminada, conlleva en sí misma su propio no-ser; es naturaleza ambigua, abierta, susceptible de devenir y auto- transformarse. Naturaleza esencialmente histórica, esencialmente ética (y axiológica, en general); naturaleza libre, en suma.

Es necesario, ciertamente no soslayar el carácter contradictorio del ser mismo del hombre que la filosofía ha formulado en la paradoja de que "somos lo que no somos y no somos lo que somos".

El hombre es posibilidad y la posibilidad es deseo. Originariamente, está en el hombre la condición deseante.5 El hombre mismo, cabe decir, es deseo y, en este

3 Cf. Juliana González, El malestar en la moral. Freud y la crisis de la ética. México, Joaquín Mortiz/Planeta, 1986.

4 Concepción del deseo radical que tiene considerable proximidad con la idea de "Voluntad" de Schopenhauer y de Nietzsche.

5 Y el deseo conlleva el vacío ontológico, la oquedad del ser mismo; pero este vacío no es inerte, sino al contrario, es el

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sentido originario, deseo "de todo"; deseo indistinto, independiente del valor.

Pero, además, esta asociación ontológica del ser del deseo y del ser de la posibilidad implica reconocer también la conexión entre ésta y la valoración misma, concebida, también a nivel ontológico, como la originaria y constitutiva necesidad de valorar, sean cuales sean los valores concretos de que se trate (éstos varían histórica y socialmente, pero no varía la valoración en cuanto tal, el acto de valorar, inherente a lo humano mismo). Resulta de este modo que si el deseo es originario lo es también la valoración, el "sí" y el "no" de los deseos mismos; son ciertamente originarias la preferencia, la cualificación, la opción entre lo mejor y lo peor, entre lo que se juzga que vale o no vale. La valoración surge, en última instancia, de la alternativa ontológica radical: ser o no ser. Lo posible es justamente lo valorable y de hecho sólo es valorable lo posible, o sea, lo que puede ser de otro modo o puede no ser (coinciden en el fondo posibilidad y contingencia). No es valorable lo necesario, unívoco y fatal: lo que no puede ser de otro modo. Y es evidente que la valoración implica afirmación-negación; que todo valor conlleva su "contravalor", y que en sentido estricto el valor corresponde al aspecto afirmativo o positivo de la valoración misma.

En este sentido, el deseo que funda el valor ya no es el deseo indistinto, axiológicamente in-diferente, sino al contrario: es el deseo cualificado, que diferencia "sí" y "no" (erótico antes que libidinal) y que expresa, en última instancia, el deseo de ser, el deseo de realización de la propia condición humana: el afán de ser lo que se es, lo cual también es radical y originario.

Valores humanos y humanismo

Los valores "humanos" son en este sentido, los valores que emanan del deseo de ser, de las posibilidades o potencialidades más propias del ser humano, aquellas que lo realizan en su propia "humanidad", en su propio ser. Lo "valioso" se identifica aquí, en efecto, con la afirmación del ser, de las posibilidades o potencias positivas, inherentes a la naturaleza humana. Son los valores literalmente humanistas, o del humanismo universal (el cual se halla, desde luego, más allá del humanismo histórico, limitado a un tiempo y a unas expresiones culturales, por amplias y diversas que sean). Es decir, el humanismo en términos en que lo comprende Heidegger cuando afirma: "El humanismo consiste en reflexionar y velar porque el hombre sea humano y no in-humano o 'bárbaro', es decir, fuera de su esencia".6

Los valores humanos son los valores del homo humanus, del hombre humanizado. Coinciden con la areté o "excelencia" humana, y son inconcebibles fuera de la historia.7 El hombre realiza, y a la vez crea y recrea, su propia humanitas. Ésta pervive, renovándose, re-naciendo permanentemente. Son los valores que expresan la esencia del hombre, a la vez que la van transformando y enriqueciendo históricamente con las grandes creaciones de la cultura, la

principio del movimiento; cf. Eduardo Nicol, Metafísica de la expresión. México, FCE, 1974.

6 Martin Heidegger, Lettre sur Vhumanisme. Ed. bilingüe. Aubier, París, Montaigne, 1964.

7 Hay sin duda una función teleológica del valor. El valor "mueve" el deseo, mueve al hombre (y no sólo el deseo promueve el valor). A semejanza del Primer motor aristotélico, el valor "mueve por amor". Y ese Telos corresponde a la propia naturaleza humana.

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civilización, la humanización; son, en concreto, valores de la libertad, la paz, la igualdad, la justicia, el amor, la racionalidad. Son los valores que expresan precisamente el radical deseo o, más bien, el desiderátum de la literal humanización, cuyos contravalores corresponden obviamente a todas las formas de deshumanización e in-humanidad que, justamente por tratarse de un ser libre, son también posibilidades, ontológicas y axiológicas, del hombre.8

En un sentido, pues, todos los valores son humanos, ya que su origen es el hombre; pero en otro sentido, los valores "humanos" son los que específica y directamente recaen en el hombre mismo y su destino humanizante.

La historia ofrece el testimonio de la presencia de los valores del hombre humanizado, aunque sobre todo lo ofrece de su ausencia y su indudable rareza;

éstas son consecuencia de dos signos irreductibles de la libertad: la decisión y el esfuerzo. En el hombre están sin duda los impulsos dominantes del odio, la destrucción, la crueldad y el sufrimiento, del inagotable poder de irracionalidad y malignidad, de autonegación de la libertad y la dignidad humanas; males, todos, de los que sólo el hombre es capaz. Pero también en la misma naturaleza humana, en su ambigüedad constitutiva, están obviamente los poderes contrarios, creadores del homo humanus. En el hombre mismo está la fuente del valor y de la ética.

El deseo humano es, en efecto, la fuente de la valoración en general, y del valor positivo en particular, que afirma la propia condición humana. Los valores

"humanos" son, en este sentido, aquellos que responden a la propia, peculiar e irreductible naturaleza humana.9

Así, ontológicamente concebido, el sujeto del deseo y del valor no es la mera subjetividad, arbitraria y superflua. Sin duda hay deseos profundos y deseos superficiales. La aspiración al valor y a la plenitud, el deseo de libertad y de una vida humanizada, es deseo originario y radical. El mundo del valor y lo valioso surgen ciertamente del fondo mismo del deseo.10

Nietzsche habló, en un conocido pasaje, de que con "la muerte de Dios" se

"borraba la línea del horizonte" y no habría ya ni "arriba" ni "abajo", ni adelante ni atrás, sólo "caída", en un vacío indiferenciado, en un abismo carente de toda distinción de valor.

Se requiere ciertamente reencontrar, trazar de nuevo "la línea del horizonte".

Pero ésta no se encuentra más allá del hombre mismo; la línea divisoria que hace posible el valor, la fuente primordial de la valoración está en su propio ser. La línea del horizonte la traza la propia naturaleza humana, desde la cual se produce, o no, el despliegue del hombre, su movimiento de ascenso o descenso, de elevación o de caída; desde la cual el hombre se trasciende a sí mismo en la realización de valores, o bien queda sometido a la inercia y a las fuerzas regresivas de desunión y muerte. Hay un "arriba" y un "abajo" para el hombre, un valer y un no valer que se fundan en la propia condición humana.11 El fundamento del valor es, en efecto,

8 Dicho de otro modo: el homo humanus, que "reflexiona y vela por su esencia", es el hombre que se hace cargo de su propia humanidad, asume y desarrolla sus potencias propiamente humanas; es el que hace de su libertad un verdadero poder de creación: y muy probablemente la suprema creación del homo humanus es su propia comunicación, consigo mismo, con los otros y con el universo. La fuerza creadora del hombre humanizado es la fuerza de Eros.

9 Cf Juliana González, El ethos, destino del hombre. México, UNAM/FCE, 1996.

10 Cf Paul Ricoeur, Freud, una interpretación de la cultura. México, Siglo XXI.

11 Dicho de otro modo: sí está trazada la línea del horizonte que delimita lo que vale de lo que no vale. El horizonte es el

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ontológico (no teológico). Los valores humanos surgen de la condición humana y se fundan en ella. La condición humana es suficiente para explicar la ética, de ahí el que ésta sea ética laica, radicalmente autónoma.

E independientemente de si cabe hablar o no de "progreso" en el orden moral o en el orden axiológico en general, sí hay decisivos signos de evolución histórica en que se van consolidando los valores humanos, expresiones de real humanización que hacen esencialmente irreversible el proceso. Atravesando la generalizada y dominante tendencia tánica a la regresión, la destrucción y la barbarie, el deseo humano cruza la historia en pos de lo contrario, nadando contracorriente, proyectándose hacia el ser, hacia la afirmación de los valores de la cultura, hacia la creación de un mundo humanizado, y hacia la renovación efectiva de los valores humanos, en cuyo centro están los valores éticos.

Valores éticos

Los valores humanos coinciden ciertamente con los valores éticos. Coinciden ética y humanismo, y ética y paideia, en tanto que ésta es literal "formación" del hombre.

Y los valores éticos, específicamente éticos, son los valores del hombre como persona. Su eje es el ethos, la morada interior del ser humano, su carácter o modo de ser, su paradójico "libre destino" o "destino de libertad": su "segunda" naturaleza.

El ámbito ético es, en efecto, el ámbito de la interioridad, de la conciencia y la vivencia, de la autenticidad, del daimon socrático; el universo de la intención, la voluntad, la responsabilidad, de la forma única de ser y de responder, que sólo competen a la persona. Y la persona está en el centro de la ética tanto como del humanismo. ¿Qué significarían los valores "humanos" sin la dimensión ética, sin la asunción individual, sin la libertad y la conciencia moral de la persona? ¿Y qué pueden ser, a su vez, los valores éticos si ellos no se revelan en su fondo mismo como inequívocas expresiones del humanismo esencial, del deseo radical de humanización?

La vida ética es, en efecto, forma eminente de individuación; es proceso activo de libre creación de la propia singularidad. Lo ético es el orden de lo cualitativo, del modo único de ser en que consiste el ethos, tanto el ethos de un individuo como el de un pueblo: su identidad.12

Pero la vida ética, asimismo, es forma eminente de vinculación interhumana y de proyección a la universalidad. Es necesario reconocer la esencia individual y ala vez social de la ética. Se hace urgente recuperar una concepción ética —ético-políti- ca—

que asuma la integración dialéctica de lo particular y lo universal; que supere la escisión de estos dos contrarios primordiales, complementarios en esencia; que logre conciliar libertad e igualdad, libertad y justicia, pues una y otra se han sacrificado recíprocamente en la historia.

En otro momento de su obra, y a propósito de la creación artística, Nietzsche rechazó contundentemente que el arte pudiera comprenderse como expresión de la mera subjetividad. Un supuesto arte "subjetivo" simplemente es mal arte. En el

hombre mismo y su destino propiamente "humano".

12 Es lo que en esencia ha de entenderse por identidad "nacional". Esta se configura históricamente, precisamente por los valores humanos que realiza, y queda por tanto amenazada en un mundo en el que tiende a privar la uniformidad y el orden de lo puramente cuantitativo y necesario, de meros valores externos ajenos a la dimensión ética de la libertad y la interioridad.

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arte se produciría una esencial conjunción entre lo particular y lo universal, conjunción que ha de afirmarse para la ética con el mismo énfasis y radicalidad con que se hace para el arte verdadero. No hay genuino acto ético que sea pura subjetividad o pura universalidad, que no resulte de ese milagroso punto de confluencia entre lo individual y lo social, en el sentido más amplio y profundo en que éstos se entienden.

Es patente la necesidad de reconocer la existencia de una doble modalidad — una auténtica, otra inauténtica— de ser "sujeto" o individuo y a la vez comunicarse e integrarse a la comunidad. Las formas inauténticas logran lo uno a costa de lo otro: la individualidad se afirma contra los otros y contra la comunidad. Lo social, por su parte, se configura dentro de una colectividad uniforme, impersonal, masiva, llegando, incluso, en los totalitarismos, a arrasar con las libertades individuales. Predomina, de hecho, la estructura "egoísmo" vs.

"altruismo", como forma en apariencia inevitable de la dinámica individuo- comunidad. Lo decisivo es que ambas son formas fallidas de lo que pretenden ser.

El sujeto no alcanza una genuina individualidad sin crear vínculos auténticos. La sociedad despersonalizada, que no asegura las libertades, no logra constituir una genuina comunidad o polis.

La autenticidad sólo se logra en la afirmación simultánea de lo individual y lo social, de la libertad y la solidaridad. El proceso de individuación, de creación de la persona moral, implica la creación de vínculos genuinos desde los cuales surgen los valores sociales. La creación más propia y decisiva de la libertad es la comunicación misma y, con ella, la construcción de la polis humana. La comunicación verdadera —y su forma suprema que es la philia o el amor—, no es algo dado, sino adquirido o creado; es, en efecto, obra fundamental de la libertad.

Y en este sentido cabe decir también que sólo la libertad construye la auténtica igualdad humana, en tanto que ésta no es mera uniformidad indiferenciada e impersonal.

Dicho de otro modo: hay dos formas de ser "yo". Una, que corresponde más bien a un nivel pre-ético en el que predomina la estructura (sado-masoquista) de amo- esclavo, y donde el yo se define en uno o en otro papel —aunque en realidad juega ambos. Otro sería, en cambio, el "yo ético" en sentido estricto, que coincide justamente con la persona, sustrato genuino de los auténticos valores humanos. El yo que, en efecto, trasciende la estructura de exclusión y dominación, integrando en sí mismo la alteridad.

La verdadera transformación ética no es, así, el cambio del "egoísmo" al

"altruismo" (ni, por supuesto, a la inversa). Es cambio que implica la mutación de una estructura excluyente que contrapone "ego" y "alter ", individualidad y comunidad, libertad e igualdad, a otra estructura de implicación dialéctica que se cifra en la señalada conjunción de lo particular y lo universal. La ética, en este sentido —como en otros más—, tiene mucho que aprender del arte.

Y si la ética cobra hoy especial relevancia, es, entre otras cosas, porque se ve en ella la posibilidad de refundamentar y renovar los valores sociales. Porque se advierte, por un lado, que sólo por la vía ética hay esperanza de trascender las amenazas de un mundo deshumanizado en la mera afirmación de puros bienes externos y de un individualismo extremo. Y por otro lado, porque se reconoce que los valores sociales sólo se afirman desde el ethos individual; que de hecho la

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cohesión social, y toda forma positiva de comunidad y comunicación, son en esencia valores éticos y no simple consecuencia mecánica, externa, de una supuesta "necesidad histórica", de un proceso abstracto e impersonal carente de sujeto y desprovisto de significado valorativo y humanista.

Los caminos viables para la ética del presente apuntan ciertamente a la necesidad de reconocer que así como no cabe afirmar valores morales en un débil compromiso con los valores solidarios, así tampoco es posible afirmar valores sociales sin la persona moral, sin la fuerza ética radical que promueve la humanización.

Historicidad de los valores

Y por último: es necesario reconocer que en tanto que "humanos", los valores están en su historia. Y en tanto que históricos, son cambiantes, son creados y re-creados por el hombre. La creatividad es inherente al valor, pues éste es ciertamente obra de la libertad, manifestación del homo creator. Los valores humanos no son inmutables, pero tampoco son cancelables. Todo valor tiende a la universalidad y ala eternidad: busca valer para todos y para siempre. Pero esta eternidad es cambiante.

Los valores han de ser permanentemente re-creados por los individuos y por los pueblos. Éticamente, cada momento de la vida es único y libre, conlleva siempre la deliberación y la opción valorativa y, por ende, el riesgo. Históricamente, cada tiempo, cada situación es única y libre; cada momento histórico tiene que hacer experiencia propia del mundo del valor, desde lo inédito del presente; tiene que crear y re-crear los valores, particularmente los valores humanos. Y aun cuando los recobre del pasado, han de ser su propia creación. Cada tiempo presente los tiene que hacer "suyos", como si los "inventara" totalmente; ellos tienen que nacer de nuevo desde su propio deseo creador.

La evidente crisis contemporánea de los valores humanos no se trasciende con la pretensión de crear una nueva "tabla". Se resuelve tras una memoria viva de aquellos valores que, desde la autenticidad misma del presente, se asumen en su vigencia universal y su pervivencia, y no sin introducir en el proceso humanizador los nuevos aportes que la conciencia actual puede ofrecer.

El presente ha de realizar su propio esfuerzo axiológico para dar actualidad y vida al universo del valor. Y esto sólo es posible si los valores tienen sentido para el ac¡uí y el ahora; si ellos "hablan" el lenguaje del presente, si forman parte del contexto vital de éste y si responden a sus propias expectativas y necesidades. Sólo es posible si la valoración actual es signo de una reavivación de las potencias creadoras, del deseo humanizador de la naturaleza humana. Si se produce, en suma, el reencuentro del hombre consigo mismo, con su propia aspiración al cumplimiento de la condición humana, con el impulso radical que nace de la alternativa creadora de la libertad.

Se trata ciertamente de un doble y simultáneo proceso: de renovación y de innovación, el cual conserva con la misma fuerza que renueva, e innova con el mismo poder con que logra reavivar y conservar.

La tarea es múltiple; apunta en varias direcciones. Hacia la búsqueda teórica de la verdad de los valores, de la verdad de la ética y del humanismo, mediante el cultivo de las ciencias humanas y las humanidades. Y apunta hacia el orden de la praxis en sus dos direcciones principales: hacia la praxis ética, cifrada en la creación

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de la persona moral, tarea de todos y cada uno en su radical individualidad; y hacia la praxis ético-política y hacia la genuina paideia, orientadas a la construcción de una real cultura humanística, a través de acciones e instituciones capaces de propiciar una verdadera educación en los valores humanos, una educación realmente formativa.

Referencias

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