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JOSEPH MOINGT SACRAMENTOS Y PUEBLO DE DIOS

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JOSEPH MOINGT

SACRAMENTOS Y PUEBLO DE DIOS

El artículo denuncia los peligros que algunas concepciones sacramen-tales y sus fundamentos pueden representar para la iglesia. A partir del anuncio del levantamiento de la excomunión de los cuatro obispos lefebvristas, hace un repaso histórico de la cuestión de la validez de los sacramentos y sus condiciones, para a continuación revisar crítica-mente los argumentos expuestos y subrayar que los grandes ausentes en esta cuestión son la iglesia cuerpo de Cristo, el evangelio y las per-sonas humanas.

Sacrements et peuple de Dieu, Recherches de Science Religieuse 97 (2009) 563-582

El decreto pontifi cio previo al levantamiento de la excomunión de los cuatro obispos ordenados por Monseñor Lefebvre ya había suscitado protestas, que se intensi-fi caron cuando se supo que uno de ellos, Monseñor Williamson, ha-bía negado de forma inequívoca la realidad histórica del genocidio perpetrado por los nazis, y que sus tres compañeros eran también «ne-gacionistas». El papa Benedicto XVI recibió una abrumadora can-tidad de reproches por haber hecho caso omiso de la gravedad del he-cho y no haber previsto las reac-ciones legítimas que se produci-rían. Tampoco se enteraron de que en diversas iglesias ocupadas, con-tra todo derecho, por los fi eles se-guidores de la secesión de Monse-ñor Lefebvre, se hacía y se vendía propaganda antijudía, encubierta o abiertamente. Pero, incluso sin su-poner complacencia ideológica al-guna, la indulgencia manifestada

muy a la ligera respecto al prelado negacionista fue un error, y no pe-queño.

El reconocimiento vaticano de los lefebvristas hirió a los judíos, pero los primeros y más directa-mente afectados por tal medida fueron los católicos fi eles al Vati-cano II. En efecto, a consecuencia de la reconciliación con Roma de los tradicionalistas de Burdeos, de las facilidades otorgadas a los par-tidarios de los rituales de san Pío V, y de los alientos dados a una «restauración» de la liturgia, el de-creto parecía anunciar la cercana reintegración en la iglesia del mo-vimiento lefebvrista, sin que hu-biera renunciado a su hostilidad a la doctrina y las «novedades» li-túrgicas del Vaticano II, e incluso se hubiera jactado de estar autori-zado a denunciar y corregir «des-viaciones». Todos los que habían apoyado el Concilio y trabajado con denuedo para llevar a la

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prác-tica sus decretos y su espíritu, con razón se han podido sentir desca-lifi cados por la indulgencia,

aun-que sea condicional, prometida a los jefes del movimiento separa-tista.

EL VERDADERO PROBLEMA

La sacramentalidad: ¿peligro para la Iglesia?

Mi refl exión arranca de la si-tuación creada, pero mi atención apunta a otro tema más fundamen-tal, a saber: que la estabilidad de la iglesia pueda estar amenazada por su sacramentalidad y que pue-da ser víctima de los sacramentos -instituidos para su provecho- sin poderlo remediar.

Efectivamente, aunque monse-ñor Lefebvre, convertido en cismá-tico por su rechazo del Vaticano II y su ruptura con el papa, hubiera perdido su capacidad de jurisdic-ción y de transmitirla, conservaba el poder de ordenar válida, aunque ilícitamente, presbíteros y obispos que, a su vez, quedarían así habili-tados para ejercer el poder del or-den de la misma manera, válida pe-ro ilícita. Tendrían, pues, el poder de convocar a fi eles, hasta el mo-mento miembros de la iglesia cató-lica, a reunirse fuera de ella para celebrar la eucaristía, sacramento de unidad, y para administrarles los sacramentos de la iglesia. Así, la ordenación recibida fuera de la iglesia y a pesar de ella, serviría para desmembrarla y desunirla, sin poder oponerse so pena de desca-lifi car sus propios sacramentos.

Reconciliados con Roma, di-chos presbíteros recibirían el dere-cho de ejercer dentro de la iglesia el poder que habían usurpado; y los obispos, la autorización de ejer-cer, sobre una porción de la igle-sia, el poder de jurisdicción, del cual ya habían abusado antes, y que poseían derivado directamen-te de la ordenación recibida fuera de ella. Todo lo cual permite supo-ner que monseñor Lefebvre, aun-que excomulgado y privado de ju-risdicción, habría conservado el poder de transmitirla virtualmen-te. Así, la iglesia se vería obligada a reconocer a los desertores la le-gítima posesión de los bienes que le habían sustraído.

Consecuencias posibles

Es preciso también considerar las consecuencias de tales medidas sobre el pueblo de Dios, en la even-tualidad, ahora a tener en cuenta, de una reconciliación del conjunto del movimiento lefebvrista con Roma. Aunque, seguramente, ésta no la aceptaría sin antes exigir el previo reconocimiento del Vatica-no II.

Ahora bien, diversos miembros de ese movimiento se declaran

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dis-puestos a aceptar las declaraciones «pastorales» del Concilio que es-tán en continuidad con la tradición anterior, pero sólo ellas, dando a entender, o incluso afirmando abiertamente, que no se puede se-guir integralmente el Concilio sin rozar la herejía o sin haber caído ya en ella. Dado, además, que a personalidades importantes de la curia y a otros prelados se les oye murmurar que, en realidad, mu-chas de las declaraciones o deci-siones del Concilio deberían ser reinterpretadas o retocadas, no es

difícil adivinar los trastornos que produciría la reintegración masiva de «revisionistas» decididos, cuya mayor virtud no es precisamente la modestia. Uno también se atre-ve a preguntarse hasta qué punto las autoridades eclesiásticas pue-den imponer legítimamente a los fi eles unos obispos y presbíteros cuya primera preocupación sería inducirlos a reconocer los errores a los que los había arrastrado su fi -delidad al Concilio y su entrega para ir modifi cando el talante y los comportamientos en la iglesia.

VALIDEZ DEL SACRAMENTO Y PUEBLO DE DIOS Principios para la refl exión

Dentro de este contexto, me propongo reexaminar la relación que la sacramentalidad tiene con el pueblo de Dios, es decir, con las comunidades de fi eles.

En efecto, la autoridad eclesiás-tica ha justifi cado la validez de una ordenación y de los ministerios que derivan de ella por el hecho originario de haber sido conferida, en su momento, por un ministro legítimo que detentaba del poder de ordenar y según la «forma « ri-tual y canónicamente requerida. Pero éste es un punto de vista abs-tracto que no tiene en cuenta la re-lación del sacramento del orden respecto a la iglesia particular ni con los sujetos concretos en la que y sobre los cuales deberán ejercer su poder los ministros ordenados.

Las cosas serían distintas si tal lación estuviera formalmente re-conocida. Éste es el punto de vista que defenderé aquí. Pero no puedo hacerlo sin argumentar.

Sobre la argumentación y el objetivo de ella

Una larga tradición autoriza un razonamiento que lleva a concluir la invalidez de las ordenaciones conferidas fuera de la iglesia. Aun-que no puedo fi ngir Aun-que ignoro Aun-que la tesis de la validez goza en nues-tros días de la común aceptación de los teólogos y, sobre todo, de varias aprobaciones conciliares y pontifi cias.

Por todo ello, respetuosamen-te, evitaré convertir mi argumen-tación discrepante en una

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demos-tración reglada y formal, cargada de autoridades y de referencias eruditas, que pudiera parecer in-criminatoria de una doctrina pací-fi camente recibida en la iglesia.

Porque mi intención es suscitar en teólogos, exegetas, canonistas e historiadores refl exiones e investi-gaciones en la línea de la necesi-dad de repensar los sacramentos en función del pueblo de Dios, pa-ra que tal opinión pueda llegar a ser calificada de «opinión más común y más probable», como se suele decir en términos técnicos admitidos. Y, a raíz de esto, el ma-gisterio se sienta obligado a tomar-la en consideración, como ha

ocu-rrido en el pasado, en particular en el campo sacramental.

Además, dichas investigaciones podrían ayudar a resolver las difi -cultades que actualmente encontra-mos en la administración de otros sacramentos y que son fuente de malestar y de confl ictos. Tales di-fi cultades parecen ser imputables a una observancia demasiado jurídi-ca de normas y formas impuestas por la iglesia sin haber tenido su-fi cientemente en cuenta la evolu-ción de la sociedad y de las men-talidades, así como la situación concreta de los que piden o reciben los sacramentos.

RECORRIDO HISTÓRICO DE UNA TRADICIÓN EMBROLLADA

De los tiempos apostólicos al siglo IV

En los tiempos apostólicos las comunidades cristianas estaban presididas por un colegio de ancia-nos o presbíteros (presbyteroi), to-davía llamados obispos o diáconos, pero no sacerdotes (sacerdotes, hiereis), término que el Nuevo Tes-tamento atribuye únicamente a los sacerdotes judíos. Este régimen se prolonga hasta fi nales del siglo II; entonces, hallamos un episcopado monárquico (un único obispo al frente de cada Iglesia) establecido casi en todas partes.

A principios del siglo III, apa-rece el primer ritual, obra de

Hi-pólito de Roma, que prescribe las normas para instituir y los ritos pa-ra ordenar obispos, presbíteros y diáconos, ahora claramente dife-renciados unos de otros y que for-man un «clero» separado de los «laicos». El obispo es elegido por el pueblo, confi rmado por la asam-blea, el colegio presbiteral y los obispos vecinos; es ordenado me-diante la imposición de manos de los obispos presentes y una oración de consagración, pronunciada por uno de ellos, que le confi ere, junto con el título de sacerdote, «el Es-píritu del supremo sacerdocio» y los poderes de «apacentar el reba-ño santo», ofrecer el sacrifi cio eu-carístico, el poder de perdonar los pecados y el de ordenar. El

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presbí-tero que es ordenado al «sacerdo-cio» por imposición de manos del obispo y de los otros presbíteros y por la oración de consagración del obispo, recibe «el Espíritu de gra-cia y de consejo para ayudar a los presbíteros y gobernar al pueblo»; pero no las atribuciones propia-mente sacerdotales reservadas al obispo.

Tales disposiciones, realzadas por el título prestigioso de la Tra-dición Apostólica, serán ley en Oriente y en Occidente hasta fi na-les del siglo IV, época en que se producen cambios importantes: el cristianismo se ha convertido en religión del Imperio. La jerarquía eclesiástica se multiplica y diver-sifi ca, siguiendo el modelo de la administración imperial, y el pres-biterio crece sin límite para poder proporcionar a todas las comuni-dades los ministros capaces de rea-lizar las funciones sagradas más comunes que el obispo ejercía en su sede urbana. Así fue cómo los presbíteros fueron reconocidos «sacerdotes», a lo que contribuyó el hecho de que, en el pasado, los obispos habían delegado ocasio-nalmente alguna de sus funciones a alguno de sus presbíteros o le ha-bían confi ado el encargo de aten-der a una parte de su ciudad o de su diócesis. Pero los rituales de or-denación recogidos en las compi-laciones canónicas y litúrgicas de la época y de los siglos siguientes reproducían las disposiciones, ri-tos y fórmulas de la Tradición Apostólica, sin explicitar las nue-vas funciones que, de hecho,

ejer-cían los sacerdotes. Se suponía que la gracia de la ordenación les con-fería el poder de implementar todo aquello que comportaba el cargo sacerdotal según las costumbres del tiempo.

Dos conclusiones opuestas y sus consecuencias

La tradición más antigua ya re-conocía la sacramentalidad del episcopado, pero la evolución del presbiterado hacia el sacerdocio tendió naturalmente a difuminar la diferencia ente sacerdote y obis-po en lo que a la ordenación se re-fi ere. La confusión de sus respec-tivos roles tenía que conducir a dos conclusiones diferentes: o negar la superioridad del sacerdocio del obispo si no tenía cargo y era me-ra dignidad, o sostener que la con-sagración episcopal sólo confi ere un cargo y una dignidad preemi-nentes, pero no el sacramento del orden. Jerónimo, en el siglo V, sa-cará la primera conclusión y con él otros padres latinos y griegos, y luego se expandirá durante la alta Edad Media; la segunda verá la luz más tarde, siempre en base a la au-toridad de Jerónimo, pero entendi-da de modo distinto, y parecerá su-perar a la primera entre los siglos XII y XV.

Estas confusiones y divergen-cias jugaron un papel en la cues-tión de la validez del poder sacer-dotal de los obispos caídos en la herejía o el cisma (o degradados) y las ordenaciones conferidas por

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ellos. La cuestión se plantea desde el siglo III y ligada al problema de la validez del bautismo adminis-trado por tales obispos y sacerdo-tes. Cipriano, siguiendo a Tertu-liano y seguido por numerosos teólogos latinos y griegos, par-tiendo del principio que «nadie puede dar el Espíritu Santo si lo ha perdido», concluye que un obispo que se separa de la iglesia por herejía o cisma pierde a la vez el poder de actuar por medio del Espíritu Santo, y que las ordena-ciones que confi ere son nulas y sin valor, lo mismo que los bautismos administrados por los sacerdotes que él hubiera ordenado. El conci-lio de Nicea tomó una decisión si-milar, que imponía la reordenación de los obispos separados de la igle-sia y de los sacerdotes y clérigos ordenados por ellos que quisieran volver a ella. La decisión fue reco-gida y confi rmada por las compi-laciones canónicas posteriores, y aplicada generalmente entre los griegos hasta el siglo IX.

En el campo latino

La cuestión se complica en el campo latino a partir y a causa de san Agustín, cuyo infl ujo en Occi-dente nadie ignora. Agustín expli-ca que un ministro herético o cis-mático no puede comunicar la gracia del Espíritu que ha perdido, pero que conserva y puede trans-mitir el signo sacramental (sacra-mentum tantum). ¿Qué quiere de-cir? Los autores medievales lo

interpretarán, a la luz de la teolo-gía de su tiempo, en el sentido del signo sacramental eficaz por sí mismo, en cuanto la «forma» y la «materia» han sido «puestas» se-gún la práctica de la iglesia, y ex-plicarán que el obispo que se ha hecho cismático conserva su poder de orden, y que los bautismos y las ordenaciones que administra son plenamente válidos si ha observa-do la norma de la iglesia, pero que la situación fuera de la iglesia del sujeto y del ministro impide que sus actos sacramentales produzcan sus frutos de gracia. El impedi-mento cesará con su retorno a la iglesia. Es así como los autores contemporáneos suelen entender el pensamiento de Agustín. Pero, ¿es correcta esa interpretación? No es seguro, si atendemos a los cali-fi cativos que aplica al sacramen-tum tansacramen-tum (externum, visibile, corporale, inane, vacuum): no es sino un «carácter» (otro término de Agustín) visible y no espiritual, desprovisto de efi cacia, un mero signo de reconocimiento que la iglesia sabrá discernir cuando se le presente ante ella alguien que haya sido bautizado en la herejía o en el cisma, de forma que no le rei-terará el sacramento, sino que el tal bautizado, una vez reconcilia-do, recibirá la gracia, pero por el hecho de su ingreso en la verdade-ra iglesia y no por la reactivación del signo recibido con anteriori-dad. En cuanto al obispo católico convertido en cismático, ha perdi-do el poder que tenía, recibiperdi-do del Espíritu, de celebrar la eucaristía, sacramento por excelencia de la

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unidad de la iglesia, cuerpo de Cristo, y no lo puede transmitir. Ni Inocencio I ni León el Grande, en el siglo V, ni Pelagio I, en el VI, reconocen la validez de las orde-naciones conferidas por un obispo cismático o hereje. A fi nales del si-glo VI, Gregorio Magno parece in-clinarse por una mayor indulgen-cia; mientras que el Arzobispo de Canterbury, un siglo después, im-puso el renovarlas, que sigue sien-do la posición de los sínosien-dos de Letrán y de Soisssons, de los siglos VIII y IX, respectivamente. La tra-dición patrística griega y latina es ampliamente desfavorable al reco-nocimiento de dicha validez, a pe-sar de Agustín.

El debate en la Edad Media El considerable desarrollo de la teología de los sacramentos y de la liturgia en la Edad Media intro-ducirá nuevos argumentos en el de-bate que evolucionará en un senti-do más favorable a la validez de las ordenaciones objeto de discu-sión, pero no hasta el punto de di-rimir la cuestión de forma peren-toria y absoluta.

Los canonistas en conjunto sos-tienen que hay nueve órdenes en el clero, siendo uno de ellos el epis-copado, un sacramento que impri-me un carácter indeleble, cuyo efecto es permanente, si ha sido conferido mediante una unción. En virtud del principio de que todo or-den es transmisible por aquel que lo ha recibido, los «juristas» del

si-glo XIII defi enden que el sacerdo-te puede ser, por mandato papal, el ministro extraordinario del sa-cramento del orden, incluso del episcopado, por lo menos según los que sostienen que sacerdocio y episcopado son un único sacra-mento.

La mayor parte de los teólogos de los siglos XII y XIII, entre ellos santo Tomás, sólo consideran siete órdenes: el episcopado no es un or-den ni un sacramento, pues no está ordenado a la eucaristía -como lo está el sacerdocio administrado mediante la transmisión o entrega de los instrumentos del sacramen-to del altar-, sino únicamente al go-bierno de la iglesia, es un sacra-mental, un cargo y una dignidad honorífi ca. Se nota la infl uencia de Jerónimo en varios teólogos, pero en sentidos opuestos: para unos, el episcopado procura una amplia-ción (nada más) del sacerdocio; pa-ra otros, es su plenitud y le es su-perior, porque es precisamente el que confi ere el poder de ordenar a quienes consagrarán la eucaristía, a lo que otros responden que no hay poder superior al de consagrar la eucaristía, de lo cual concluyen que el sacerdote tiene el mismo poder que el obispo. La discusión sobre las relaciones entre el episcopado y el sacerdocio continúa durante el siglo XIV. En el XV, Capreolo con-solida la opinión más tradicional retomando el punto de vista de To-más de Aquino: el sacerdocio se refi ere «al cuerpo verdadero» de Cristo, el episcopado sólo a su «cuerpo místico».

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La discusión se centra, tanto por los de una parte como por los de la otra, sobre el tipo de efecto producido por el rito sacramental y no tienen en cuenta ni el punto de vista de la comunidad sobre la que se ejerce el poder sacerdotal o episcopal, ni la intención del su-jeto a quien se le confi ere el or-den, hasta el punto de que los más grandes teólogos admiten común-mente que un recién nacido sería válidamente ordenado sacerdote u obispo, con la única condición de ser de sexo masculino como Cristo.

El debate relativo a las ordena-ciones cismáticas y heréticas pro-sigue en la Edad Media, sobre to-do a propósito de las ordenaciones «simoníacas», ligadas a los «bene-ficios» eclesiásticos, y que aca-rreaban pena de excomunión. En el siglo XI, Pedro Damián y un sí-nodo romano defi enden su validez, pero poco después el Cardenal Humberto las tiene por inválidas y el sínodo de Plaisance, por in-efi caces. En el siglo XII, Gracia-no, inspirándose en Agustín, en-seña que el obispo excomulgado, si ha sido ordenado dentro de la iglesia, conserva su poder de or-den, que recuperará, si vuelve a ella, sin necesidad de reiterar la unción; pero que ha perdido «el ejercicio de su cargo», es decir, el poder de ejercer, mientras no se re-concilie, por lo que no puede or-denar ni consagrar válidamente; y los que reciban algún orden de ese obispo no podrán ejercerlo válida-mente hasta que hayan obtenido la

reconciliación. En la misma escue-la de Bolonia, algunos doctores mantienen una doctrina muy pare-cida, mientras que otros, en virtud del principio que toda ordenación válida es transmisible, enseñan que los obispos y los sacerdotes orde-nados en la herejía o en el cisma, pero siguiendo la forma de la igle-sia, son realmente ordenados y pueden ordenar y consagrar váli-damente, pero que tienen prohibi-do ejercer su orden. Siempre en el siglo XII, los teólogos recuperaban la doctrina de Cipriano, unos en sentido estricto: herejes y cismáti-cos no pueden ni tan siquiera bautizar válidamente; otros modifi -cándola: pueden bautizar si han sido ordenados siguiendo el modo de la iglesia, pero no ordenar ni consagrar válidamente; otros eran todavía más rigurosos y decían que un sacerdote degradado queda des-pojado de su sacerdocio y, llegado el caso, debería ser reordenado. Pe-dro Lombardo, el Maestro de las Sentencias, como pensaba que la cuestión era muy complicada y los argumentos esgrimidos muy con-tradictorios, se abstenía de tomar posición.

Hasta Trento

En el siglo XIII, Alberto Mag-no observa que en su tiempo nadie duda de la validez de los sacramen-tos conferidos por herejes con los poderes requeridos y del modo es-tablecido. Buenaventura atribuye a Agustín el mérito de esa

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doctri-A partir de Trento

La cuestión se plantea precisa-mente en Trento porque el conci-lio quiere reafi rmar contra los re-formadores la eficacia de los sacramentos de la iglesia y el ori-gen divino el sacerdocio instituido por Cristo para administrarlos. Gran número de obispos, sobre to-do los españoles, quisieron sacar provecho del momento para esta-blecer sólidamente la superioridad del obispo sobre los sacerdotes en virtud de la institución de derecho divino del episcopado, entendién-dolo en el sentido que el obispo re-cibiría directamente de Cristo no sólo el poder de orden sino tam-bién el de jurisdicción, mientras que el papa aportaría sólo la «ma-teria», «es decir los sujetos», como dijo el arzobispo de Granada. Pero los italianos, capitaneados por los legados pontifi cios, se opusieron resueltamente, razonando que esto afectaría al primado del papa, y re-currieron a la opinión de Jerónimo, pero también a la de Agustín y de otros Padres que habían sostenido la igualdad entre el obispo y el sa-cerdote, opinión, decían, que com-partían entonces todos los canonis-tas y afín al pensamiento de diversos teólogos, que se postula-ban seguidores de santo Tomás: se-gún éste, el poder de jurisdicción no viene inmediatamente de Dios, sino a través del papa (según una intervención del futuro Urbano VII). La discusión fue muy viva, los legados no cedieron en absolu-to y el concilio se contentó con de-na, que comparte igualmente

To-más de Aquino. ¿Tendremos que concluir que había alcanzado una aceptación unánime? No, en abso-luto. Diversos teólogos que se de-claran discípulos de Graciano y que piensan que el episcopado no confi ere carácter alguno, afi rman que la degradación priva al obispo del poder y no sólo del derecho de ordenar; y ésta es también la posi-ción de los canonistas. Aquellos para los que el episcopado es un orden sacramental sostienen que el poder episcopal no se puede per-der. Pero Duns Scoto tiene en cuenta prudentemente la opinión adversa y no excluye que el poder episcopal, si sólo es un poder de jurisdicción, pueda serle retirado al obispo por una jurisdicción su-perior.

La opinión más común de los teólogos tiende a reconocer la va-lidez de las ordenaciones heréticas y cismáticas, pero el problema no parece todavía claramente resuel-to a las puertas del siglo XIV, pues tanto la diversidad de las defi ni-ciones terminológicas, de las ar-gumentaciones y de las posiciones como el resurgimiento incesante de cuestiones controvertidas indi-can que uno se mueve en el domi-nio de las opidomi-niones teológicas más que en el de la doctrina de fe propiamente dicha, y es ilógico pensar que el problema pueda que-dar tajantemente resuelto de mo-do definitivo mientras la sacra-mentalidad del episcopado no sea admitida por todos, lo mismo que el origen divino de su jurisdicción.

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clarar que una disposición divina ha establecido en la iglesia una je-rarquía de la que resulta la supe-rioridad del obispo sobre el sacer-d o t e, p e r o si n a p o r t a r l a s precisiones que habrían satisfecho a los obispos.

No se puede decir que el con-cilio de Trento clarifi case los pun-tos dudosos y apagado las contro-versias de la teología anterior y, por ello, se reanudaron los debates, a favor sobre todo de la tesis favora-ble al episcopado, pero sin que se siguiera un verdadero consenso. Belarmino buscó en las Escrituras, de las que los teólogos medievales casi no se habían preocupado, res-puestas a las objeciones de los re-formadores contra la sacramenta-lidad de los órdenes, incluido el episcopado, a lo que Domingo So-to objeta que el episcopado quizá pueda concebirse como la plenitud del sacerdocio, del cual es una ex-tensión, pero sin que la consagra-ción episcopal haya de ser de na-turaleza sacramental. Vázquez y la escuela tomista explican de forma parecida que sólo añade un poder nuevo al carácter sacerdotal ya re-cibido antes. Difícilmente podre-mos deducir de ello la formación de una nueva mayoría a favor del episcopado.

Siglos XVII y XVIII

Después de Trento, la validez de las ordenaciones heréticas y cismáticas no levantó, al parecer, tantos debates como

anteriormen-te. Con todo, las investigaciones sobre la antigüedad cristiana -tal mal conocida durante la época medieval- que se divulgaron du-rante los siglos XVII y XVIII, contribuyeron a que la imposición de la mano substituyera, como ri-to esencial del sacramenri-to del or-den, a la entrega de los instru-mentos de la misa en el caso del sacerdote y a la unción en el del obispo. También dieron a conocer la práctica de repetir la ordenación de sacerdotes y obispos ordenados por herejes o cismáticos. Algunos teólogos sacan la conclusión de que, en tales casos, o bien, aun permaneciendo adquirido el ca-rácter, su efi cacia puede verse sus-pendida por la iglesia; o bien el poder de ordenar puede estar di-sociado del carácter, lo que com-porta la invalidez, y no la mera ili-citud, de la ordenación realizada. Que tales conclusiones hayan sido contestadas no prueba que la tesis de la validez de tales ordenaciones sea ya opinión consolidada, cuan-do uno ve tantos teólogos impor-tantes que rehúsan todavía identi-fi car el poder de orden y el poder de jurisdicción del obispo. Otro argumento en el mismo sentido puede deducirse de la opinión que admitiría que un sacerdote, dele-gado por el papa, pudiera ordenar válidamente para el sacerdocio o el diaconado. Incluso minoritarias, tales opiniones sólidamente fun-damentadas por buenos e impor-tantes teólogos, atestiguan que la tesis mayoritaria de la validez no se impone todavía como doctrina de fe.

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Defi nido solemnemente el pri-mado papal en el Vaticano I, ya no había ningún peligro en reconocer que la ordenación episcopal es un sacramento que confi ere la pleni-tud del sacerdocio, incluyendo en él el poder de gobernar y de ense-ñar de acuerdo con el papa y el co-legio episcopal, como declaró el Vaticano II. Incluso si tal

declara-ción no es presentada como doc-trina infalible, no deja de requerir un asentimiento de fe por parte de los católicos, por cuanto represen-ta una enseñanza muy antigua y segura de la iglesia. ¿Resuelve tal declaración la cuestión de la vali-dez (aunque no la mencione) de las ordenaciones hechas y recibidas en la herejía o el cisma?

RELECTURA CRÍTICA DE LA TRADICIÓN A pesar de que la brevedad de

nuestro recorrido histórico no ha-ya permitido esclarecer todas las contradicciones de las posiciones expuestas, se imponen dos consta-taciones: que la tradición no se ha acabado y que es evolutiva. En pri-mer lugar, la tradición no puede quedar encerrada en un período determinado, cerrado de una vez por todas, y cuya autoridad sería dirimente, ya que no se ve en qué momento la tradición ha resuelto la cuestión que nos ocupa de mo-do tajante, ni siquiera en el Vatica-no II, que Vatica-no la tuvo en cuenta for-malmente. Es sensato considerar privilegiada la antigüedad más próxima a la fuente apostólica, pe-ro ello no impide que la tradición continúe incluso hasta nosotros que, asumiéndola, hemos de deci-dir en qué sentido nos inclina. En segundo lugar, la tradición no se nos presenta como autodesarro-llándose interna y continuamente a partir una única base y condu-ciendo a un mismo fi n, sino como una evolución que progresa

diver-sifi cándose, si no divergiendo, de tal manera que no podemos fun-darnos en ella si no es interpretán-dola. Dado que se ha ido haciendo a golpe de innovaciones teológicas, asignables a nombres y a épocas concretas, de los que el magisterio de la iglesia parece depender cuan-do se pronuncia sobre la materia, se sigue que es responsabilidad de los teólogos interpretar tal tradi-ción y mejor que lo hagan con co-nocimiento de causa.

Detectamos factores de evolu-ción, marcados, el primero, por la racionalidad escolástica, de forma fi losófi ca a pesar del peso que con-cede a las autoridades de la tradi-ción y del magisterio, y el segundo, por una racionalidad ya «moderna», de forma histórica y científi -ca, incluso cuando da prioridad a los argumentos escriturísticos. Es-tos dos hiEs-tos marcan tres períodos: uno que va de los tiempos apostó-licos hasta el fi nal de la edad pa-trística, que se puede alargar hasta alrededor del siglo X; otro que a partir de la primera escolástica,

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conduce hasta el concilio de Tren-to; el tercero, se inicia a partir de él y nos invita a remontarnos a la fuente apostólica. Recorreremos cada uno de dichos períodos para subrayar los puntos a revisar y re-calcar los resultados conseguidos.

Período patrístico: la unidad del cuerpo de Cristo

Damos un interés privilegiado al período patrístico, el más próxi-mo a la fuente. No se dudaba de la sacramentalidad del episcopado ni tampoco de la incapacidad radical de las ordenaciones conferidas fue-ra de la iglesia de establecer la co-nexión entre los sujetos, benefi cia-rios de ellas, y el Espíritu Santo que reside en ella, de forma que quedan vacías de efecto santifi can-te. Faltaría reexaminar la doctrina de Agustín para comprobar si con-cuerda con la de Cipriano que si-gue, aunque modifi cada, en la pos-terior patrística griega e incluso en la latina, o si la contradice; y para decidir, en consecuencia, si dichas ordenaciones reencontrarían su efi -cacia en caso de vuelta a la iglesia de sus benefi ciarios o si sería ne-cesario repetirlas. De todos modos quedaría como cosa adquirida que sólo la comunión actual con la igle-sia da la participación en el Espí-ritu Santo: nuestros lefebvristas no pueden recurrir a esta antigua tra-dición, porque apunta ante todo al bienestar de la iglesia reunida al-rededor de sus pastores legítimos. Y de tal tradición retenemos que

el principio privilegiado por los Padres, incluido Agustín, es el de la unidad de la iglesia cuerpo de Cristo, considerada concretamen-te como la comunión de sus miem-bros unidos por el vínculo del Es-píritu. Esto invita a hacer que prevalezca, cuando se trata de la validez de los sacramentos, el pun-to de vista, no del ministro, sino de los sujetos en cuyo provecho se administran: primero, del indivi-duo que recibe un sacramento, y a continuación, de los que constitu-yen colectivamente una iglesia par-ticular. Hay que admitir la validez de los bautismos recibidos fuera de la iglesia pero según la intención de ella, como los mismos Padres acabaron por reconocer -conce-diendo a Agustín que los frutos de la gracia no se producirían hasta que el bautizado volviera a la Igle-sia- puesto que los sacramentos, como el sabbat, han sido estable-cidos para los hombres. Pero el ca-so de las ordenaciones es distinto, pues los sacerdotes son instituidos para reunir el pueblo de Dios, co-mo también dice Agustín, no para desunirlo y, en esto, la prioridad es el bien del pueblo cristiano al que la Tradición apostólica remitía la elección de su obispo.

Dominio de la racionalidad escolástica

Ahora bien, en lugar de prestar atención a la relación del ministro respecto a las personas sobre las que ejerce su poder de orden, el

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período escolástico se centrará en la relación del sacramento con el que lo recibe. El principio de la unidad de la iglesia cuerpo de Cris-to se difumina, y prima la consi-deración abstracta de la «cosa del sacramento» y de su «forma». Los debates ya no los dirigen los jefes de la iglesia, buscando el bien de su «rebaño», sino los teóricos, teó-logos o canonistas. Los primeros hacen prevalecer unas nociones metafísicas cada vez más alambi-cadas para establecer relaciones de causa a efecto ex opere operato; los segundos, el punto de vista del derecho que determina las relacio-nes de poder entre los diferentes «grados» del orden. Unos y otros respetan «la autoridad de los Pa-dres», unos se remiten a Agustín, otros, a Jerónimo o a otros padres latinos, pero entendiéndolos cada uno a su manera, según sus propias categorías y frecuentemente de forma contradictoria. Pero, inclu-so si se ve que la influencia de Agustín gana terreno a las otras, no se va a concluir que una opinión más común es capaz de fundamen-tar una certeza de fe: ¿cómo van los meros razonamientos fi losófi -cos a dirimir cuestiones de fe? Ter-tuliano ya se preguntaba cómo po-día ser Aristóteles árbitro en confl ictos entre cristianos. Los de-bates acerca de la superioridad del obispo sobre el sacerdote, orilla-dos en Trento para asentar la del papa sobre el conjunto de los obis-pos, provocan una triste impresión: ¿qué diría el Evangelio si se les so-metiera a su arbitraje? Desde que la iglesia fue religión de imperio,

ir superando los «grados» del or-den se convirtió en desafío de una carrera, una competición entre «clérigos», «benefi cios « incluidos. El punto de vista metafísico y el punto de vista jurídico confl uyeron para buscar quién tenía autoridad sobre quién. El rechazo de Trento de dilucidar estos confl ictos de po-der, reivindicando la institución di-vina de la jerarquía eclesiástica, quita a los lefebvristas el derecho a reclamar que se los reconozca como parte de la jerarquía contra la autoridad del Vaticano II, pero deja a los teólogos el trabajo de probar tal institución.

Puntos débiles de la teología escolástica

Aquí se descubre un primer punto débil de la teología escolás-tica: el haber establecido su funda-mento tan al margen de los escri-tos evangélicos y patrísticos. Los reformadores ya lo habían adver-tido, cuando denunciaban la «cau-tividad babilónica» de los sacra-mentos de la iglesia, puestos por ella a la entera disposición de obis-pos y sacerdotes para mejor some-ter a los fi eles a su poder. Aunque Trento arguyó correctamente, a propósito de cada sacramento, que denotaba una institución divina y no una invención humana, espar-cir algunas citas bíblicas aquí y allá no constituía una respuesta apropiada a dichas acusaciones. Y la carga de la prueba recayó sobre los teólogos postridentinos.

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Algu-nos se aplicaron a ello, pero la ma-yoría retornó a los argumentos me-tafísicos o jurídicos. El siglo XVII, con todo, había inaugurado la su-premacía de las ciencias históricas y textuales. Varios sabios católicos se habían dedicado a este género de investigaciones, pero sus traba-jos difícilmente traspasaban las de-fensas de la ciudadela dogmática, a pesar de una tardía autorización, y hubo que esperar hasta el Vati-cano II que urgió a los teólogos que aportaran sus refl exiones sobre las Escrituras y alentó la exégesis his-tórica y científi ca. Al proclamar la sacramentalidad del episcopado, el concilio servía a los lefebvristas el mejor de los argumentos para rei-vindicar la validez de sus ordena-ciones, pero prefi rieron denunciar sus enseñanzas. Ahora bien, ¿pue-de tal vali¿pue-dez fundamentarse en ese solo argumento?

Un hecho se constata, pero no puede ser demostrado a priori. Da-do que Trento, a remolque de la teología escolástica, fundamenta su doctrina sacramental sobre el hecho de la institución por Cristo de la «forma» y «materia», de ca-da sacramento, la carga de la prue-ba pasa a la historia neotestamen-taria, prolongada hasta la época patrística, ya que el concilio se re-mite a una tradición ininterrumpi-da ab initio. Ningún teólogo igno-ra hoy la difi cultad, por no decir la imposibilidad, de dotar a cada afi r-mación de Trento de semejante prueba. La certeza de la fe es de naturaleza diferente de la certeza histórica; pero no puede remitir a

la historia y a la vez estar en con-tradicción con ella en un mismo punto. Hay que reinventar el len-guaje de la fe en la medida en que apela al acontecimiento de Jesu-cristo y al hecho eclesial. Eso es lo que impide deducir la validez de las ordenaciones lefebvristas a partir de la teoría episcopal del Va-ticano II: primero hay que buscar qué dice el evangelio de la relación entre el obispo y su «rebaño», y luego qué piensa el concilio de ello.

El segundo punto débil de la teología medieval es la total igno-rancia del sujeto reducido al papel de «materia» del sacramento sobre la que se ejercen sin apelación la competencia del sacerdote y el po-der del obispo, hasta el punto, -re-cordémoslo-, de validar la ordena-ción de un niño en la cuna. Aunque la teología no tardó en declarar «ilícita» tal ordenación y preconi-zó que se debía esperar a «la edad de la razón», no ha dejado de sos-tener, incluso después de Trento, que la efi cacia del sacramento no necesitaba el consentimiento del niño y que la ordenación seguiría siendo válida aunque se confi riera a la fuerza a un adulto capaz de oponerse a ello. Trento descarta con el mismo desdén la necesidad de consultar al pueblo sobre la elección de su obispo: ninguna subjetividad puede oponer su de-recho a un poder de origen divino, sea el del sacramento sea el de la jerarquía. Había transcurrido me-nos de un siglo desde que Trento hubiera sancionado con su autori-dad una doctrina varios siglos más

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antigua, cuando vio la luz una nue-va etapa de la cultura, anticipada ya por la Reforma y sus convulsio-nes: la del nacimiento del sujeto y la emancipación de la sociedad ci-vil. El individuo «ilustrado» se sentía “mayor de edad”, sujeto de derecho, responsable de sus actos y libre para tomar decisiones; rei-vindicaba la capacidad y la liber-tad de «fi losofar», de hacer profe-sión de sus ideas, de practicar el culto que quisiera, y de usar su ra-zón para comprender las Escriras La sociedad se sacudía las tu-telas religiosas y pronto rechazaría la autoridad sagrada de los reyes para atribuir al pueblo el poder po-lítico. La iglesia católica, asistía, impotente, a esas evoluciones y re-voluciones, incapaz de compren-derlas, contentándose con conde-narlas, mientras los fieles la abandonaban en masa.

El Vaticano II: la dignidad de las personas

Finalmente el Vaticano II reac-cionó. Por un lado, aprendió a ha-blar al mundo de la modernidad un lenguaje nuevo, reconoció los principios adquiridos: la dignidad de la persona humana, su libertad y sus derechos (entre ellos la libre elección de religión), el valor de la ciencia guiada por la sola razón, la independencia de la sociedad secular y del poder político que brota del pueblo. Y, por otro, al presentar la iglesia a este mundo, no ha pretendido mostrarla como

una sociedad perfecta y domina-dora, sino siempre reformable y al servicio de la humanidad. Al pre-sentarla a sus fi eles, la ha descrito como pueblo de Dios, pueblo sa-cerdotal, real y profético y, sobre todo, como cuerpo de Cristo, cu-yos miembros son todos llamados a una misma santidad, puesto que todos participan directamente del Espíritu Santo, responsables todos del destino común. Éste es el mar-co dentro del cual debiera poder elaborase la nueva teología de los sacramentos que reclama el mun-do de hoy.

Este marco mental impone a la iglesia la obligación de reconocer concretamente a sus fi eles la dig-nidad de toda persona humana, el derecho a la palabra y los derechos asociativos. No le permite mante-ner la efi cacia del sacramento ex opere operato sin tener en cuenta condición alguna. Más aún, la obliga a introducir la intención del sujeto que lo recibe. Tampoco per-mite que, en adelante, una comu-nidad de fi eles pueda ser conside-rada «materia» inerte del poder de jurisdicción del obispo o del sacer-dote, y la invita a librar la carga «pastoral» de la imaginería del «redil» y las «ovejas». Le reco-mienda que introduzca, si no en el poder, por lo menos en el ejercicio de la jurisdicción, el consentimien-to, expresado de forma adecuada, por lo menos presunto, del pueblo que le será «sumiso», conforme a la norma introducida por la Tradi-ción apostólica y practicada, pre-cisamente, en unos tiempos en que

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los fi eles eran en su mayoría iletra-dos. Y repone como primera res-ponsabilidad de la iglesia la unidad del «rebaño», que se concreta en el acuerdo de sentimientos y pensa-mientos entre los fi eles y el pastor que les ha sido dado, acuerdo que no puede ser profundo si se preten-de establecer preten-de forma unilateral, sólo con la obediencia requerida a los fi eles.

Tales son algunos de los prin-cipios a cuya luz debiera ser dis-cutida la validez de las ordenacio-nes lefebvristas. Se comprende que los miembros de ese movi-miento rechacen este nuevo mar-co de pensamiento, no tanto por respeto a la tradición tridentina como por rechazo deliberado (o ¿instintivo?) de las «nuevas ideas» que avala. Pero ese rechazo clari-fica precisamente el problema planteado: porque ¿puede admitir-se la validez de un poder de juris-dicción expresamente conferido, no sólo a pesar de la prohibición papal, sino más aún, incluso con-tra la intención del concilio, a fi n de oponerse a sus ideas directrices

y erradicarlas de la mente de los fi eles? Y ¿qué ocurre con la orde-nación si ese poder es indisociable de ella? Conviene plantearse qué pasaría si ahora irrumpiesen en la iglesia de Francia esos sacerdotes y obispos triunfalmente retorna-dos de su emigración voluntaria: una parte de sus escasos y mejo-res fi eles huirían, y la mayor parte de los no creyentes o de los prac-ticantes ocasionales que les pres-taban atención ya no confi arían en ellos, como lo ha puesto de mani-fi esto la conmoción producida por el anuncio del levantamiento de la excomunión a los obispos nega-cionistas. Se objetara que esta eventualidad no tiene nada que ver con la validez de las ordenaciones. Puede que sea verdad. Pero la fa-cilidad de orillar el debate ilumi-na con luz siniestra la urgencia del problema que estudiamos: porque, si sucediera tal posibilidad, ¿sería correcto concluir que la efi cacia acordada al sacramento iría en contra de su fi nalidad porque en realidad trabajaría contra el bien de la iglesia?

EXTENSIÓN Y REPLANTEO DEL PROBLEMA El peligro al que un

sacramen-talismo abusivo expone a la igle-sia, concebida como pueblo de Dios y cuerpo de Cristo, se halla también en la situación presente del orden presbiteral, en primer lu-gar, y en la administración del bau-tismo, en segundo. Utilizaré estos dos casos para apuntar los

diver-sos aspectos de la refl exión funda-mental a la que invito a teólogos, exegetas, canonistas e historiado-res de los dogmas y de la iglesia. Y me interesan estos dos casos, por muy distintos que sean, por un mismo motivo: darle la vuelta al problema del poder de orden y de la efi cacia del sacramento para

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re-visarlo desde el punto de vista con-creto del bien común de la iglesia.

La falta de sacerdotes para el pueblo de Dios

El primer caso es la dramática caída del reclutamiento sacerdotal. Al principio, disimulado -la pro-porción del número de sacerdotes en relación con el número de fi eles que frecuenta los templos no ha ba-jado-, después trasladado piadosa-mente al terreno sobrenatural -el poder del Espíritu Santo no ha dis-minuido, basta con rogárselo-, a menudo dramatizado -si el pueblo cristiano ya no quiere dotarse de sacerdotes, será él quien sufra las consecuencias- y, por fi n, remitido a soluciones administrativas pro-visionales -suprimir y reagrupar parroquias, recurrir a sacerdotes provenientes de una inmigración temporal, o de movimientos caris-máticos o fundamentalistas (o ¿de la reintegración de sacerdotes tra-dicionalistas?)-, el problema sigue, se revela insoluble y se puede in-terpretar como el fi n próximo y programado de la iglesia de Fran-cia que, sin sacerdotes, ya no ten-drá forma de asegurar la vida sa-cramental, doctrinal y eclesial de los católicos que se obstinen en quedarse. Los obispos se desespe-ran, y más aún los fi eles, privados de verdadera vida comunitaria, reenviados de un lugar de culto a otro para disimular el vacío de es-pacio eclesial, reducidos a acomo-darse a los horarios del único cura

disponible en veinte kilómetros a la redonda, y que se enfrentan al inminente derrumbe del marco cristiano en el que habían vivido.

Pero, ¿estamos realmente en un callejón sin salida? Porque ¿cómo vivían los cristianos de los dos pri-meros siglos, antes de que la Tra-dición apostólica instaurase la se-paración entre clérigos y laicos? ¿Acaso estaban totalmente priva-dos del culto, la enseñanza y los sacramentos? No se puede hacer tambalear la fábula cristiana (lo que hay que decir, lo que se dice) según la cual la jerarquía del orden salió perfectamente estructurada de un acto institucional de Cristo, debido a la labor subterránea del Espíritu que hizo nacer la iglesia del cuerpo resucitado de Cristo, la hizo crecer en el desierto del pa-ganismo, luego le inspiró el arte y los medios de situarse en el tiem-po y en el espacio, y ahora sólo de-sea que se deje inspirar para que sepa extraer del tesoro del pueblo sacerdotal los recursos para enca-rarse a la dura realidad de los tiem-pos, no ya para ocupar todo el mundo, sino para sembrarlo, para servirlo y no para dominarlo.

Para el teólogo la cuestión se plantea así: si la ciencia histórica no halla la prueba del hecho insti-tucional aducido pero descubre otros rastros de una institución posterior, si la ciencia exegética ex-plica la vida eclesial y sacramen-tal de las comunidades apostólicas de manera diferente a como lo ha-ce la dogmática, ¿se puede admitir que Cristo deje a los miembros de

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su cuerpo faltos del alimento del Pan de vida por no tener ministros autorizados que se lo distribuyan? ¿No debiéramos pensar que ha en-cargado al Espíritu Paráclito que asista a su cuerpo según las nece-sidades de los tiempos? Más aún, si razonamos desde la fe según el espíritu del evangelio y no según la teoría ofi cial, ¿se puede acaso concebir que los cristianos priva-dos de sacerdotes estén necesaria-mente condenados a morir de ham-bre, y que no haya quien deba preocuparse por facilitarles me-dios de conseguir los alimentos esenciales de la vida cristiana?

A propósito de la escasez de vocaciones sacerdotales, se sacan a relucir las cuestiones del celiba-to sacerdotal, del estatuceliba-to del cura casado, de la admisión de mujeres al orden, pensando que la elimina-ción de tales exclusiones impues-tas por el magisterio sería un re-medio. Pensar así supone aceptar que sólo se puede de salir de la cri-sis por la puerta de los ministerios consagrados, cuando la mentalidad moderna y el espíritu del Vaticano II recomiendan lo contrario, des-clericalizar más los ministerios. Dicho esto, hay que admitir que tales cuestiones no carecen de im-portancia y que nada impide que el teólogo las examine.

La teología medieval conside-raba a la mujer no apta para el sa-cerdocio porque Dios (o ¿la natu-raleza? o ¿la costumbre?) la había colocado en situación de sujeción al marido, mientras que el sacer-dote, otro Cristo, tendría una

posi-ción dominante en la iglesia. Este argumento no es válido ni según el espíritu de la modernidad ni se-gún el espíritu del evangelio. A los Padres y a los teólogos escolásti-cos se les ocurrió más de una vez comparar el sacramento del orden al del matrimonio, para ilustrar tanto la indisolubilidad de la unión del obispo con su iglesia (a una so-la), como (más frecuentemente) la indefectibilidad del carácter sacer-dotal y de la obligación de celiba-to que impone. Si la comparación tiene algún sentido, una vez admi-tido que la relación con el sujeto (colectivo) de la jurisdicción es parte intrínseca de la ordenación que confi ere la potestad al minis-tro, éste sería ilustrar la necesidad de requerir el consentimiento de la comunidad cristina (diocesana o parroquial) en la elección del mi-nistro puesto como cabeza de tal comunidad para servirla. El ma-gisterio tiene mucho miedo de in-troducir en la iglesia algún fermen-to democrático. Pero la aufermen-toridad divina de la que tanto presume, no pide en modo alguno ser ejercida al estilo imperial de las monar-quías políticas. En este punto el evangelio es muy claro. Cuando se trata de gobernar una comunidad de personas, libremente asociadas con una fi nalidad espiritual, para guiarlas, exhortarlas, animar sus actividades, hacer de ellas discípu-los y discípulas del evangelio, la cuestión del poder se le plantea, en primer lugar, en un plano ético y no simplemente jurídico. Así, por ejemplo, ¿tiene derecho el obispo a imponer a una comunidad un

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sa-cerdote de una cultura muy dife-rente, habituado a una vida de igle-sia muy distinta, o que tenga muy arraigadas ideas opuestas a las de sus futuros parroquianos? ¿Sería capaz este sacerdote de comuni-carse con ellos, estrecharía entre ellos lazos espirituales y afectivos de fraternidad, les entendería y se haría entender? Es una seria res-ponsabilidad, de la que el obispo no se puede excusar alegando que no había otro candidato o que le ha sido difícil encontrarlo, porque la forma moral de prevenir eventua-les confl ictos sería más bien deba-tir con la comunidad la elección de su futuro pastor, darle la palabra para que pudiera asumir su vida en iglesia. Si no, el obispo no hace más que nombrar un funcionario para el culto y no un ministro del evangelio. Buena parte de la mi-sión de la iglesia en este mundo se-cularizado debería ser mostrarle cómo el evangelio enseña a vivir la fraternidad en la libertad. Si no lo consigue, continuará vaciándo-se de fi eles sin atraer ya a nadie.

El problema del bautismo El segundo caso a examinar es el abandono de la iglesia por parte de una gran masa de bautizados, poco después de acabar su «inicia-ción sacramental. Hay que matizar el diagnóstico: sin duda entre los que ya no frecuentan más las igle-sias, no todos han perdido comple-tamente la fe. Algunos retornarán al templo para casarse o para el

bautismo de los hijos o en ocasión de los funerales de parientes; lo cual no sólo no es despreciable, si-no que es positivo. Tales argumen-tos «de consolación», sin embargo, no nos ahorran la pregunta de fon-do: ¿para qué les ha servido el bau-tismo a todos aquellos a los que no ha llevado a vivir y permanecer en la iglesia? ¿Para hacerlos hijos de Dios y asegurarles la salvación eterna? No ignoramos que, según el NT y la tradición, el bautismo abre la puerta de la salvación por la incorporación a la iglesia cuer-po de Cristo, donde el creyente ob-tiene los alimentos de vida que ne-cesita para mantenerse en el camino de la salvación. Pero cuan-do éste no es el caso, ¿qué es exac-tamente lo que ha pasado? Sin atrevernos a preguntárnoslo, he-mos seguido bautizando y, así, el sacramento se ha «envilecido», co-mo se decía en la Edad Media, y provoca la «risa burlesca de los no-creyentes». Pero entonces ¿qué hay que hacer? ¿Endurecer más las condiciones de acceso al bautismo cuando no hay garantías de una «continuación» familiar de la ini-ciación?

Algunos obispos, tomando este camino, han dictado medidas que no han sido comprendidas y que tienen el riesgo de alejar todavía más de la iglesia aquellos padres cuyas peticiones han sido rechaza-das. Yo mismo había preconizado, hace ya un tiempo, que se retarda-ra la edad de recibir los sacretarda-ramen- sacramen-tos de la iniciación cristiana, adap-tándola al progreso de la iniciación

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en la fe, hasta que me di cuenta de que la iglesia, al imponerlos y re-glamentarlos como una fi esta, los había convertido en «bienes cultu-rales» de los que no se podía des-poseer a las poblaciones sin deses-tructurarlas. ¿Cabría la posibilidad de suplirlos más tarde, ya en la edad adulta, inspirándose en el ejemplo de los «bautismos en el Espíritu» de las comunidades pen-tecostales, o las celebraciones de «nacer de nuevo» que atraen a tan-ta gente a las iglesias evangélicas? Quizás. Pero no va por ahí mi ac-tual refl exión sobre la desolada si-tuación del «sacramento de la fe», sino hacia la urgencia de convertir las comunidades cristianas en po-los de evangelización, que no quie-re decir de proselitismo.

En la tradición antigua, el bau-tismo venía después de la conver-sión a la fe, que seguía al anuncio del evangelio. Desde que se gene-raliza, a partir del siglo VI, la cos-tumbre, o mejor, la obligación de llevar a bautizar a los niños recién nacidos so pena de exponerlos al riesgo de la muerte eterna, el sa-cramento ha suplido a la conver-sión y al anuncio en los países cris-tianos. De este modo, Francia se ha convertido en un pueblo de bau-tizados, de personas que son cul-turalmente cristianas pero sin ha-berse convertido al evangelio. La sacramentalización ha remplaza-do a la evangelización, hasta el punto que ésta se confunde co-rrientemente con aquélla incluso en el lenguaje ofi cial del magiste-rio. La preocupación por ofrecer

los sacramentos debe dar paso a la preocupación por difundir el evangelio, a partir de una re-fl exión fundamental sobre la rela-ción de la salvarela-ción con el evan-gelio. Pues la misión esencial de la iglesia es anunciar el evangelio para que su espíritu se expanda hasta los confi nes de la tierra, allí donde sus sacramentos no han conseguido penetrar, y hacer que el espíritu humano se oriente ha-cia el perdón y el amor, a la justi-cia y a la paz y se prepare a acoger a Dios que sale a su encuentro, si-guiendo la huella evangélica, que viene a salvarles de la muerte. Es necesario también que la iglesia se convierta a la idea de que la ción no le pertenece, que la salva-ción no está encerrada en la «for-ma» de sus sacramentos, sino en el evangelio, que ella conserva, con la condición de dejar que se extien-da y buscando los medios para ello. El orden episcopal y sacerdo-tal se reserva la autoridad de ense-ñarlo o de predicarlo, pero enseñar no es anunciar y los que necesitan escuchar el evangelio no acuden a las iglesias a escuchar las predica-ciones que en ellas se hacen. Co-rresponde a los fi eles laicos, tal co-mo intuyó el Vaticano II, tomar el relevo de la misión evangélica de la iglesia, comunicar el espíritu del Evangelio a los que les rodean con su estilo de vida y también con sus palabras; hacer que sus comunida-des sean acogedoras de los que buscan espiritualidad y sentido, para que la Palabra de vida pueda circular en ellas con el lenguaje de

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todos los días y desbordarse hacia fuera, llevada por aquellos que ya habrán encontrado en ella un mo-tivo para esperar y un estímulo pa-ra actuar, papa-ra «hacer la verdad». Esto a su vez refuerza el encargo pastoral de obispos y sacerdotes de ayudar a los fi eles laicos a asumir sus tareas misioneras y a formar comunidades en vistas a la evan-gelización de la sociedad, y no só-lo a la celebración del culto y só-los sacramentos. No es fácil imaginar transformaciones tan profundas. Pero ¿quién podría dudar de que ya ha llegado la hora de atreverse a afrontarlas? Cuando en todo el mundo se produce el retroceso de

la religión, ha llegado el momento de que la iglesia pueda despojarse de los prestigios de lo sagrado y apostarlo todo por el evangelio.

En visita ofi cial, Juan Pablo II lanzaba a la Francia secularizada el siguiente dicterio: Oh, Francia, hija mayor de la iglesia, ¿qué has hecho de tu bautismo? Pero, ¿aca-so no oímos muchas voces que reenvían la pregunta a su fuente: Sacerdocio de sacerdotes, pleni-tud de lo Sagrado, ¿qué has hecho de tus bautizados? Formará parte de la grandeza y el honor del mi-nisterio teológico tomar la respon-sabilidad de invertir la pregunta.

Tradujo y condensó: ÀNGEL RUBIO

La espiritualidad cristiana es activa y expansiva. Nos proyecta más allá de nosotros mismos. Un elemento esencial de la maduración espiritual es la ex-presión de la creatividad, el despliegue de los talentos. Lo que nos hace a

imagen de Dios es nuestra compasión y nuestra creatividad. La espiritualidad

debe ser una invitación a descubrir, reconocer y asumir la responsabilidad de nuestra condición de co-creadores y co-creadoras con Dios. Para ello es fun-damental educar en la compasión y en la confi anza en nuestro poder creativo.

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