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Ferry, Luc - La Sabiduría de Los Mitos. Aprender a Vivir II

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(1)

L U C F E R R Y

LA SABIDURÍA

DE LOS MITOS

A P R E N D E R A V I V I R II

(2)

■ ■ I a GENERACIÓN DE DIOSES H i 2' generación de dioses ■ Ia generación olímpica I I 2“ generación olímpica 1 Mortales Otras divinidades Po n t o Ur a n o Las Erinias, Las ninfas Mellas Los Gigantes,

\ Afrodita________ |

Tá r t a r o

1 lecatónquiros Titanes y Titániries Cíclopes

Coto, Briáreo, Giges

Crono y Fílira Crono v Rea/

Q uim il | Poseidón, Hades, Zeus, Hostia,

Deméter, l lera

r

Mnemósine Metis Leto Mava

Las nueve musas

Las Horas Las Mni ras

Atenea Artemis

Apolo

Hermes

Océano, Ceo, Crío, I liparión, Jápeto, Cronos

y

Tea, Rea, Temis, Mnemósine, Febe, Tetis

Bi untes, Estéropes, Arges

Zeus

lle ra Deméter Sémele Alemena Dánae

Hel'esto Ares

Perséfone Dioniso Heracles Perseo

CD Hades

(3)

Luc F

erry

L

a

s a b id u r ía

DE LOS MITOS

A

pren der

a

vivir

2

Traducción de Irene C ifuentes

TAURUS PENSAMIENTO

(4)

Tímlo original: Im sagesse des mylhes. Apprmdre á vivre 2

© Editions Pión, 2008

© De la traducción: Irene Cifuentes © De esta edición:

Santillana Ediciones Generales, S. I.„ 2009 Torrelaguna, 60. 28043 Madrid

Teléfono 91 744 90 60 Telefax 91 74492 24 www.taurus.santillana.es

Diseño de cubierta: Carrió /Sánchez / Iacasta

ISBN: 978-84-306-0763-1 Dep. legal: M-32373-2009

Impreso en España en los talleres gráficos de Anzos, S. L., Fuenlabrada, Madrid.

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley. cualquier forma de reproducción, distribución,

comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito

contra la propiedad intelectual (arts. 270ysgts. del Código Penal).

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Ín d i c e

Pr ó l o g o. Lam i t o l o g í a g r i e g a: ¿p o r q u é v p a r a q u é?i i

i . Eln a c i m i e n t o d e l o s d i o s e s y d e l m u n d o . . . 53 2. De ln a c i m i e n t o d el o sd i o s e sa ld el o sh o m b r e s í o g

I. Hybris y cosmos: el rey Midas y el «toque

dorado»... 115 II. De los inmortales a los mortales: ¿por qué

y cómo ha sido creada la hum anidad?... 139 3. Las a b i d u r í a d e Ul i s e s o l a r e c o n q u i s t a

DE LA ARMONÍA P E R D I D A...175 I. Vista en perspectiva. El sentido del viaje

y la sabiduría de Ulises: de Troya a Itaca

o del caos al co sm o s... 176 II. El viaje de Ulises: once etapas hacia una

sabiduría de m ortal... 187 4. Hybris: e l c o s m o s a m e n a z a d o c o n u n a v u e l t a

AL CAOS (o CÓM O LA CARENCIA D E SABIDURÍA ECHA A PERD ER LA EX ISTEN C IA DE I.OS M O R T A L E S )____ 2 13

I. Historias de hybris: el caso de Asclepio (Escu­ lapio) y Sísifo, «los burladores de la muerte».. 219 II. Resurrecciones fallidas, resurrecciones logra­

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5. Dik éy c o s m o s. Lam i s i ó n p r i m o r d i a l

DE LOS h é r o e s: g a r a n t i z a r e lo r d e n d e l c o s m o s

CONTRA EL REGRESO DEL C A O S ...251 I. Heracles: de cómo el semidiós prosigue

la tarea de Zeus eliminando a los seres monstruosos que perturban la armonía

del m un d o... 252 II. Teseo, o cómo continuar la tarea de Heracles

luchando contra la supervivencia de las fuerzas caóticas ... 283 III. Perseo o el cosmos liberado de la Gorgona

Medusa... 307 IV. Un combate más en nombre de ríiA¿Jasón,

el vellocino de oro y el viaje maravilloso

de los Argonautas... 319 6. La s d e s g r a c i a s d e Ed i p o y d es u h i j a An t í g o n a,

o p o r q u é s ec a s t i g a a m e n u d o a l o s m o r t a l e s

SIN Q U E HAYAN P E C A D O ...3 4 1

Co n c l u s i ó n. Mi t o l o g í a y f i l o s o f í a. La l e c c i ó n

DE D lO N IS O Y LA E SPIR ITU A LID A D I j u c a ...3 71

No t a s... 395

(7)

Pr ó l o g o

La m i t o l o g í a g r ie g a: ¿p o r q u é y pa r aq u é?

C om en cem o s por lo más importante: ¿cuál es el sentido profundo de los mitos griegos y por qué habría, aún hoy día, tal vez más que nunca, que interesarse por ellos? La respuesta, en mi opinión, se encuentra en un pasaje de una de las obras más conocidas y más antiguas en lengua griega, la Odisea de Homero. De entrada se valora hasta qué punto la mitología no es lo que tan a menudo se cree en nuestros días, una colección de «cuentos y leyendas», una serie de historietas más o menos fantasmagóricas cuyo único objetivo sería distraer. Lejos de ser un simple diver- tímento literario, en realidad constituye el corazón de la sa­ biduría antigua, el origen primero de lo que pronto la gran tradición de la filosofía griega desarrollará bajo una for­ ma conceptual con vistas a definir los límites de una vida próspera para nosotros los mortales.

Dejémonos llevar un instante por el hilo de esta historia que menciono aquí a grandes rasgos, pero sobre la que, desde luego, tendremos ocasión de volver más adelante.

Tras diez largos años transcurridos fuera de su casa combatiendo a los troyanos, Ulises, el héroe griego por antonomasia, acaba de lograr la victoria mediante una ar­ timaña —en este caso gracias al famoso caballo de made­ ra que ha abandonado en la playa cerca de las murallas de

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La .sabiduríadkix>smitos

la urbe—. Son los propios troyanos los que lo introducen en su ciudad, de otro modo inexpugnable para los grie­ gos. Imaginan que se trata de una ofrenda a los dioses, cuando en realidad es una máquina de guerra cuyos flan­ cos están llenos de soldados. Al caer la noche, los guerre­ ros griegos salen del vientre de la imponente estatua y matan hasta al último troyano dormido, o casi. Es una car­ nicería atroz, y un pillaje sin piedad, tan espantoso que hasta provoca la ira de los dioses. Pero al menos la guerra ha terminado y Ulises se presta a volver a su casa, recobrar Itaca, su isla, reunirse con su esposa, Penélope, y con su hijo, Telémaco; en resumen, a recuperar su lugar tanto en su familia como en el seno de su reino. Se puede ya observar que antes de acabar en la armonía, en la recon­ ciliación apacible con el mundo tal como es, la vida de Ulises comienza, a imagen del universo, por el caos. La terrible guerra en la que acaba de participar y que le ha obligado a abandonar en contra de su voluntad el «lugar natural» que ocupaba al lado de los suyos se lleva a cabo bajo la égida de Eris, la diosa de la discordia. Ella es la causa de la enemistad entre griegos y troyanos, y a partir de este conflicto inicial es cuando el itinerario del héroe1 debe ponerse en perspectiva si se quiere captar su signifi­ cado en términos de sabiduría de vida.

El asunto estalla a raíz de una boda, la de los futuros padres de Aquiles2, gran héroe griego él también y uno de los protagonistas más famosos de la guerra de Troya. Como en el cuento de Lm bella durmiente del bosque, se «olvi­

daron» de invitar, si no a la bruja mala, al menos a la que aquí desempeña ese papel, a saber, precisamente Eris. Es que a decir verdad de buena gana prescindirían de ella en ese día de fiesta: todo el mundo sabe con seguridad que allá donde va todo se agria, que el odio y la ira preva­ lecerán sobre el amor y la alegría. Por supuesto, Eris acu­

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Prólogo

de a la invitación que no le han hecho con la firme inten­ ción de sembrar el desorden en los esponsales. Ya sabe cómo conseguirlo: sobre la mesa donde los jóvenes espo­ sos festejan su enlace, rodeados para la ocasión de los prin­ cipales dioses del Olimpo, arroja una magnífica manzana de oro en cuya superficie hay grabada una inscripción bien legible: «A la más bella». Como podía esperarse, las muje­ res presentes exclaman a una sola voz: «¡Entonces es para mí!». Y el conflicto se introduce lento pero seguro y aca­ bará desencadenando la guerra de Troya.

He aquí de qué manera.

Alrededor del banquete toman asiento U'es diosas su­ blimes, las tres muy próximas a Zeus, el rey de los dioses. Primero está Hera (en latín,Juno), su divina esposa, a la que nada puede negar. Pero también está su hija predilec­ ta, Atenea (Minerva), y su tía Afrodita (Venus), la diosa del amor y de la belleza. Desde luego, la previsión de Eris se cumple y las tres mujeres se disputan la hermosa man­ zana. Zeus, como cabeza de familia sagaz, se abstiene de tomar parte en la disputa: sabe demasiado bien que al ele­ gir entre su hija, su esposa y su tía se dejará en ello su tran­ quilidad... Además, debe ser justo y, decida lo que decida, aquellas que haya dejado de lado le acusarán de prejui­ cio. Así pues envía a su fiel mensajero, Hermes, a buscar discretamente a un joven inocente quejuzgue a las tres bel­ dades. A primera vista, se trata de un pastorcillo troyano, pero en realidad este muchacho no es otro que París, uno de los hijos de Príamo, rey de Troya. París fue abando­ nado por sus padres tras su nacimiento porque un orácu­ lo había predicho que provocaría la destrucción de su ciudad. Pero, in extrmis, un pastor se apiada del bebé, lo recoge y lo educa hasta que se convierte en el hermoso ado­ lescente que es ahora. Bajo la apariencia de un joven cam­ pesino se esconde, pues, un príncipe troyano. Con la in­

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Lasabiduríadkix>smitos

genuidad de la juventud, París acepta desempeñar el papel dejuez.

Para atraer sus favores y ganar la célebre «manzana de la discordia», cada una de las mujeres le hace una prome­ sa que corresponde a lo que ella misma es. Hera, que rei­ na al lado de Zeus en el imperio más grandioso, ya que se trata del universo entero, le promete que si la elige dis­ pondrá él también de un reino sin igual en la tierra. Ate­ nea, diosa de la inteligencia, de las artes y de la guerra, le garantiza que si es ella la elegida, saldrá vencedor de to­ das las batallas. En cuanto a Afrodita, le dice al oído que con ella podrá seducir a la mujer más hermosa del mun­ do... Y París, por supuesto, elige a Afrodita. Ahora bien, ocurre que para desgracia de los hombres la criatura más hermosa del mundo es la esposa de un griego, y no de uno cualquiera: se trata de Menelao, el rey de la ciudad de Esparta, ciudad guerrera donde las haya. Esta joven se llama Helena, la famosa «bella Helena» a la que los poe­ tas, compositores y cocineros seguirán rindiendo home­ naje en el transcurso de los siglos... Eris ha logrado su ob­ jetivo: la guerra entre troyanos y griegos se desencadenará unos años más tarde debido a que un príncipe troyano, París, hechizado por Afrodita, le robará la bella Helena a Menelao...

Y el pobre Ulises se verá obligado a tomar parte en ella. Los reyes griegos —y Ulises es uno de ellos que, como se ha dicho, reina en ítaca— han prestado juram ento de auxilio al que se casara con Helena. Su belleza y su encan­ to son tan grandes que temen la discordia que podría ins­ talarse entre ellos debido a los celos y el odio que conlle­ va. Así pues, han jurado fidelidad al que eligiera Helena. Elegido Menelao, los demás deben, en caso de traición, acudir en su ayuda. Ulises, cuya esposa Penélope acaba de dar a luz al pequeño Telémaco, hace lo posible por librar­

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Próloco

se de esta guerra. Finge estar loco, labra su tierra al revés y siembra piedras en lugar de semillas, pero su astucia no engaña al anciano sabio que ha ido a buscarle y, al final, no tiene más remedio que decidirse a partir como los de­ más. Durante diez largos años está alejado de su «lugar natural», de su mundo, de su lugar en el universo, con los suyos, dedicado al conflicto y a la discordia antes que a la armonía y a la paz. Terminada la guerra, sólo tiene una idea en la cabeza: volver a casa. Pero sus dificultades no han hecho más que empezar. Su viaje de regreso durará diez años y estará sembrado de obstáculos, de pruebas casi insuperables que hacen pensar que la vida armonio­ sa, la salvación y la sabiduría no se dan de entrada. Hay que conquistarlas arriesgando a veces la vida. El episo­ dio que aquí nos interesa se sitúa muy al principio de este periplo de la guerra.

Mises a Calipso: una vida de mortal venturosa es preferible a una vida de inmortal malograda

Tratando de llegar a ítaca, Ulises debe detenerse en la isla de la arrebatadora Calipso, una divinidad secundaria, no obstante sublime, y dotada de poderes sobrenaturales. Calipso se enamora perdidamente de él. Enseguida se convierte en su amante y decide retenerlo prisionero. En griego, su nombre viene del verbo calyptein, que significa «esconder». Es hermosa como el día, su isla es paradisia­ ca, verde, poblada de animales y de árboles frutales que suministran alimentos de ensueño. El clima es suave, las ninfas que se ocupan de los dos amantes son tan encanta­ doras como serviciales. Está claro que la diosa tiene todas las cartas en la mano. Sin embargo, Ulises se siente atraí­ do como un imán por su rincón del universo, por Itaca.

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I A SABIDURÍA Dfc I.OS MITOS

Desea a toda costa regresar a su punto de partida y, solo frente al mar, llora cada noche, desesperado por no tener ninguna posibilidad de conseguirlo. Esto sin contar con la intervención de Atenea que, por sus propias razones —entre otras por celos: porque el troyano París no la ha elegido—, ha apoyado a los griegos durante toda la gue­ rra. Viendo a Ulises tan atormentado, pide a su padre, Zeus, que envíe a Hermes, su fiel mensajero, a conminar a Calipso a que le deje partir para que pueda recobrar su lugar natural y vivir al fin en armonía con ese orden cós­ mico del cual el rey de los dioses es autor y garante al mis­ mo tiempo.

Pero Calipso no ha dicho su última palabra. En un últi­ mo intento por conservar a su amante, le ofrece lo impo­ sible para un mortal, la oportunidad inaudita de escapar a la muerte, que es el destino común de los humanos, la ocasión inesperada de entrar en la esfera inaccesible de aquellos a quienes los griegos denominan los «bienaven­ turados», es decir, los dioses inmortales. Para darle mayor énfasis, añade a su oferta un complemento que no puede desdeñar: si Ulises acepta le dotará para siempre, además de la inmortalidad, de la belleza y el vigor que sólo confie­ re la juventud. La precisión es a la vez importante y diver­ tida. Si Calipso añade la juventud a la inmortalidad, es que guarda el recuerdo de un infortunio anterior3: el de otra diosa, Aurora, que también se enamoró de un simple humano, un troyano llamado Titono. Al igual que Calip­ so, Aurora quiere hacer inmortal a su enamorado para no separarse nunca de él. Suplica a Zeus, que acaba por acce­ der a su deseo, pero olvida pedir la juventud además de la inmortalidad. Resultado: con el correr de los años, el des­ dichado Titono se reseca y encoge de un modo atroz has­ ta convertirse en un viejo decrépito, una especie de insec­ to inmundo que Aurora termina por abandonar en un

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P núi.o< ¡n

rincón de su palacio antes de decidirse a transformarlo en una cigarra para deshacerse completamente de él. Así pues, Calipso tiene mucho cuidado. Ama de tal manera a Ulises que de ninguna manera quiere verle envejecer ni morir. La contradicción entre el amor y la muerte, como en todas las grandes doctrinas de la salvación o de la sabi­ duría, se halla en el núcleo de^ nuestra historia...

La proposición con la que le quiere seducir es sublime, como ella, como su isla, sin parangón para ningún mor­ tal. Y sin embargo, incomprensiblemente, Ulises se queda frío como el mármol. Su desdicha es tanta que declina el ofrecimiento de la diosa, no obstante tan tentador. Digá­ moslo de entrada: el significado de este rechazo es de una profundidad abismal. En él se puede leer entre líneas el mensaje más profundo, sin duda, y el más potente de la mitología griega, aquel que la filosofía4 retomará por su cuenta y que podría formularse fácilmente de la siguiente manera: el objetivo de la existencia humana no es, como pensarán pronto los cristianos, ganar por todos los me­ dios, incluidos los más honestos y los más fastidiosos, la salvación eterna, conseguir la inmortalidad, puesto que una vida de mortal venturosa es muy superior a una vida de inmortal malograda. En otras palabras, Ulises está con­ vencido de que la vida «deslocalizada», la vida fuera de su hogar, sin armonía, fuera de su lugar natural, al margen del cosmos, es peor que la misma muerte.

En consecuencia, de manera indirecta, lo que se esbo­ za es la definición de la vida buena, de la existencia ventu­ rosa, donde se empieza a entrever la dimensión filosófica de la mitología: a la manera de Ulises, es preferible una condición de mortal conforme al orden cósmico, antes que una vida de inmortal entregado a lo que los griegos denominan hybris, la desmesura, que nos aleja de la re­ conciliación con el mundo. Es necesario vivir con lucidez,

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Lasabiduríadelosmitos

aceptar la muerte, vivir con arreglo tanto a lo que se es en realidad como a lo que está fuera de nosotros, en armo­ nía con los suyos así como con el universo. Eso tiene mu­ cho más valor que ser inmortal en un lugar vacío, falto de sentido, por muy paradisiaco que sea, con una mujer a la que no se ama, por muy sublime que sea, lejos de los su­ yos y de su hogar, en un aislamiento que simbolizan no sólo la isla, sino también la tentación de la divinización y de la eternidad que nos apartan tanto de lo que somos como de lo que nos rodea... Magnífica lección de sabidu­ ría para un mundo laico como es el nuestro hoy día, lec­ ción de vida que rompe con el discurso religioso de los monoteísmos pasados y futuros, mensaje que la filosofía no tendrá, por así decirlo, más que traducir debidamente para elaborar a su manera, que ya no será, desde luego, la de la mitología, doctrinas de salvación sin Dios no menos admirables, de la vida buena para los simples mortales que somos.

Evidentemente, tendremos que interrogarnos más a fondo acerca de las motivaciones del rechazo que Ulises opone a su encantadora amante. Veremos también a lo largo de todo el libro cómo, cada uno a su manera, los grandes mitos griegos ilustran, desarrollan y sostienen esta lección de vida magistral, proporcionando de este modo a la filosofía la base misma de su futuro auge.

Pero tratemos en primer lugar de extraer algunas ense­ ñanzas de esta primera aproximación con el fin de precisar el sentido y el proyecto que animan este libro. Y para empe­ zar, ¿cómo se explica que unos mitos inventados hace más de tres mil años, en una lengua y un contexto que apenas tienen vínculos con los que nos rodean actualmente, pue­ dan hablarnos todavía con tanta cercanía? Todos los años aparecen, por todo el mundo, decenas de obras sobre la mitología griega. Desde hace ya mucho tiempo, el cine, los

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I’RÓIXMX)

dibujos animados y las series de televisión se han adueñado de ciertos temas de la cultura antigua para componer la trama de sus guiones. De este modo, todo el mundo ha po­ dido oír en alguna ocasión hablar de los trabajos de Hércu­ les, de los viajes de Ulises, de los amores de Zeus o de la guerra de Troya. Creo que eso se debe a dos series de razo­ nes, de orden cultural, por supuesto, pero también, y sobre todo, de orden filosófico, cuya legitimidad quisiera com­ partir en este prólogo con mis lectores. Desde este punto de vista, la obra que se disponen a leer se inscribe directa­ mente en la perspectiva iniciada en el primer tomo de

Aprender a vivir1. He tratado de narrar en ella de la manera

más sencilla y más vivaz posible los principales relatos de la mitología griega. Pero lo he hecho desde un punto de vista filosófico muy especial del que me gustaría decir aquí unas palabras. Con el propósito de destacarlas lecciones de sabi­ duría escondidas en los mitos, he intentado explicar lo que todavía conlleva la infinidad de historias y anécdotas que se reagrupa normalmente de manera más o menos barroca bajo el nombre de «mitología». A fin de subrayar mejor desde el principio lo que puede hablarnos de forma tan actual de esos esplendores pasados, me gustaría precisar, a guisa de prólogo, lo que nuestra cultura, incluso la más co­ mún, pero también la sabiduría filosófica más sofisticada, les deben.

En nombre de la cultura: en qué somos lodos nosotros griegos antiguos...

Empecemos por la dimensión cultural de los mitos. Si consideramos por un instante el uso que en el lengua­ je cotidiano hacemos de una multitud de imágenes, metá­ foras y expresiones, es casi evidente que las tomamos pres­

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1.A sabiduríadelosmitos

tadas directamente sin ni siquiera conocer su sentido y su origen6. Ciertas expresiones convertidas en lugares comu­ nes traen consigo el recuerdo de un episodio fabuloso, ha­ ciendo especial hincapié en las aventuras de un dios o un héroe: partir a la búsqueda del «vellocino de oro», «coger el toro por los cuernos», «huir del fuego y dar en las bra­ sas», introducir en casa del enemigo un «caballo de Troya», limpiar los «establos de Augias», seguir el «hilo de Ariad- na», tener un «talón de Aquiles», padecer la nostalgia de «la edad de oro», colocar su empresa bajo «la égida» de al­ guien, observar la «Vía Láctea», participar en los «Juegos Olímpicos»... Otras, aún más numerosas, ponen el acento en un rasgo característico dominante de un personaje cuyo nombre se nos ha hecho familiar sin que sepamos todavía las razones de semejante éxito ni el papel exacto que de­ sempeñaba en el imaginario griego: pronunciar palabras «sibilinas», dar con una «manzana de la discordia», «dárse­ las de Casandra» o vaticinar malos augurios, tener, como Telémaco, un «Mentor», caer en «brazos de Morfeo» o tomar «morfina», «tocar el Pactólo», perderse en un «laberinto», un «Dédalo» de callejuelas, tener un «Sosia» (aquel criado de Anfitrión cuya apariencia tomó Hermes cuando Zeus vino a seducir a Alcmena), una «Egeria» (esa ninfa que, se dice, fue consejera de uno de los primeros reyes de Roma), estar dotado de una fuerza «titánica» o «hercúlea», pade­ cer el «suplicio de Tántalo», pasar por «el lecho de Procus­ to», ser un «Anfitrión», un «Pigmalión» enamorado de su criatura, un «Sibarita» (habitante de la fastuosa ciudad de Sibaris), abrir un «Adas», blasfemar «como un carretero»7, lanzarse a una empresa «prometeica», una tarea infinita como la que consiste en vaciar el «tonel de las Danaidas», hablar con voz «estentórea», cruzarse con «Cerbero» en la escalera, cortar el «nudo gordiano», montar «al estilo de las Amazonas», imaginar «Quimeras», dejar «de piedra»,

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Prólogo

como hacía «Medusa», «descender del muslo de Júpiter»*, chocarse contra una «Harpía», una «Megera», una «Furia», dejarse llevar por el «pánico», abrir «la caja de Pandora», tener «complejo de Edipo», ser «narcisista», estar en com­ pañía de un buen «areópago»... Podría alargarse la lista hasta el infinito. Dentro del mismo orden, ¿somos cons­ cientes de que un hermafrodita es ante todo el hijo de Her- mes y de Afrodita, el mensajero de los dioses y la diosa del amor; de que una Gorgona evoca una planta petrificada como si hubiera cruzado la mirada de Medusa; de que el museo y la música son herederos de las nueve musas; de que se considera que un lince posee la vista penetrante de Linceo, el argonauta del que se cree que podía ver a tra­ vés de una tabla de roble; de que los lamentos de Eco, Id hermosa ninfa desconsolada por la marcha de Narciso, aún se pueden oír después de su muerte; de que el laurel es una planta sagrada en recuerdo de Dafne, y el ciprés, que puebla tantos cementerios mediterráneos, un símbolo de duelo en memoria del desdichado Cyparissos, que mató por descuido a un ser querido y nunca logró el consuelo...? Numerosas expresiones recuerdan también los lugares cé­ lebres de la mitología, el «campo de Marte», los «campos Elíseos» o, más secreto, el «Bosforo», que alude literalmente al «vado de la vaca» en recuerdo de lo, la joven ninfa que Hera, la esposa de Zeus, persiguió ciega de odio y celos des­ pués de que su ilustre marido convirtiera a su amante en una ternera para protegerla de las iras de su esposa...

En realidad, se necesitaría un capítulo entero para agrupar todas esas alusiones mitológicas registradas y lue­ go olvidadas en el lenguaje habitual, para reavivar el sen­

* El equivalente español de esta expresión sería «descender de la pata del Cid», pero en este caso sólo se puede traducir literalmente. La explicación se halla en el capítulo 1. [N. de la T.]

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I-A SABIDURÍA d el o sm it o s

tido de los nombres de Océano, Tifón, Tritón, Pitón y otros seres maravillosos que habitan de incógnito en nuestras conversaciones cotidianas. Charles Perelman, uno de los lingüistas más importantes del siglo pasado, hablaba de las «metáforas dormidas» en las lenguas maternas. ¿Qué fran­ cés recuerda aún que las «gafas» que acaba de extraviar y que busca refunfuñando son «pequeñas lunas»*? Hay que ser ajeno a nuestra lengua para darse cuenta y por eso un japonés o un indio encuentran a veces poéticos un térmi­

no o una expresión que a nosotros nos parecen perfecta­ mente comunes (por la misma razón que nosotros encon­ tramos fascinantes o chistosos los nombres de «perla de rocío», «oso intrépido» y «sol de la mañana» que a veces utilizan para sus hijos...). Este libro propone despertar esas «metáforas dormidas» de la mitología griega narrando las historias maravillosas que constituyen su origen. Aunque no sea más que en nombre de la cultura, vale la pena —o más bien, como veremos, el placer— para estar en condi­ ciones de comprender las innumerables obras de arte o li­ terarias que, en nuestros museos o bibliotecas, extraen su inspiración de estas raíces antiguas y permanecen así com­ pletamente «herméticas» (¡un recuerdo más del dios Her- mes!) para quienes ignoran la mitología.

Porque este enorme éxito lingüístico de la mitología no está, desde luego, desprovisto de sentido ni de impor­ tancia. Existen razones de fondo para este fenómeno sin­ gular —ninguna doctrina filosófica, ninguna religión, ni siquiera las de la Biblia, puede aspirar a un estatus compa­ rable— que hacen de la mitología una parte inalienable de nuestra cultura común, aun cuando se ignoren por completo sus orígenes reales. Sin duda, esto se debe en

* En francés, «gafas» se dice lunettes, que literalmente se traduciría por pequeñas lunas o limitas, ya que luna se dice lurte f N. de la T.].

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PRÓI.CXX)

primer lugar al hecho de que nos llega por medio de rela­ tos concretos y no, como la filosofía, de manera concep­ tual y reflexiva. Y por eso puede, aún hoy día, dirigirse a todos, apasionar a los niños y a los padres con el mismo entusiasmo, traspasar incluso, siempre que la presenten de manera razonable, no sólo las edades y las clases socia­ les, sino también las generaciones para transmitirse a nuestra época como lo ha sido casi sin interrupción desde hace casi tres milenios. Aunque durante mucho tiempo se la consideró una marca de «distinción», el símbolo de la cultura más elevada, en realidad la mitología no está reservada a una élite, ni siquiera a aquella que habría es­ tudiado latín y griego: Jean-Pierre Vernant, a quien al pa­ recer le gustaba narrársela a su nieto, había observado que todo el mundo podía comprenderla, incluidos los ni­ ños, con los que de manera esencial hay que compartirla lo antes posible. No sólo les aporta infinitamente más que los dibujos animados, de los que por otra parte están satu­ rados, sino que arroja sobre su vida un punto de vista irreemplazable siempre que uno se moleste en compren­ der la prodigiosa riqueza de los mitos con la suficiente profundidad como para ser capaz, a su vez, de narrarlos en unos términos comprensibles y sensatos.

Y he aquí el primer objetivo de este libro: hacer que la mitología sea lo bastante accesible a la mayoría de los pa­ dres para que ellos puedan a su vez hacérsela descubrir a sus hijos sin traicionar ni desvirtuaren nada los textos antiguos

de los que se extrae. En mi opinión, este punto es crucial y

me gustaría insistir sobre él un momento.

Por su método y su intención, el trabajo que aquí pre­ sento no se parece a las obras de divulgación, por otra parte agradables, que se reúnen normalmente en colec­ ciones del tipo «cuentos y leyendas». En general, puesto que van destinadas tanto a los niños como al gran públi­

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Lasabiduríadklosmitos

co, se mezclan alegremente en ellas todas las capas hete­ rogéneas que han foijado poco a poco, en el tiempo como en el espacio y el espíritu, lo que se denomina «la» mitolo­ gía. La mayor parte del tiempo esos fragmentos del saber quedan deslavazados y deformes, ya que se han «arregla­ do» por exigencias de la causa y el momento. El significado y el origen auténticos de los grandes relatos míticos se ha­ llan de este modo ocultos, falsificados incluso, hasta el punto de que acaban por reducirse en nuestra memoria a una colección de anécdotas más o menos razonables que en alguna parte están encasilladas entre los cuentos de hadas y las supersticiones heredadas de las religiones ar­ caicas. Y lo que es peor, su coherencia se pierde bajo di­ versos ornamentos y fiorituras, incluso errores puros y simples —hay muchísimos en este tipo de obras— que en general los autores modernos no pueden evitar desli­ zar de paso en los relatos antiguos y que desvirtúan su al­ cance. Pues es necesario ser consciente de que «la» mito­ logía no es de ningún modo obra de un solo autor. No hay un relato único, ni un texto canónico o sagrado, comparable a la Biblia o el Corán, que se hubiera conser­ vado con esmero a lo largo de los siglos y que en lo suce­ sivo fuera una autoridad. Por el contrario, tenemos que vérnoslas con una multitud de historias que los narrado­ res, filósofos, poetas y mitógrafos (se llaman así los que desde la Antigüedad han recogido y redactado las reco­ pilaciones de relatos míticos) han escrito en el transcur­ so de más de doce siglos (en líneas generales desde el si­ glo vill a.C. hasta el siglo v d.C.), por no hablar de las múltiples tradiciones orales de las que, por definición, sabemos muy poco.

Ahora bien, esta diversidad no debe ser reducida ni de­ jada de lado por el hecho de que no se redactaría una obra dedicada sólo al saber académico. Aunque no me

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PRÓUXSO

dirijo aquí, o en lodo caso no solamente, a especialistas, sino a lectores de todo talante, no he querido confundir­ lo todo de ese modo. Me he esforzado por reconciliar lo que nos enseña la erudición y lo que la divulgación nos impone sin sacrificar en ningún momento la primera a los imperativos de la segunda. Dicho de otro modo, de cada una de las historias que voy a relatar indico las fuen­ tes auténticas, cito los textos originales las veces que sean necesarias y especifico, cuando sea interesante y útil a un tiempo, las principales variantes que han salido a la luz en el transcurso del tiempo. Pretendo que no sólo ese respe­ to a los textos antiguos, a su complejidad y a su heteroge­ neidad, no peijudique en nada la inteligibilidad de los mitos, sino que por el contrario sea la condición necesa­ ria para su comprensión. Percibir las inflexiones que un trágico como Esquilo (siglo vi a.C.) o un filósofo como Platón (siglo IV a.C.) han podido dar al mito de Prometeo tal como lo había contado el poeta Hesíodo, el primero en hacerlo (en el siglo vil a.C.), no es engañoso sino clari­ ficador. Lejos de confundirlo, eso enriquece la compren­ sión y es absurdo privar de ello al lector porque apunte a la divulgación: las reinterpretaciones sucesivas de esas his­ torias no hacen sino volverlas más interesantes todavía.

Pero el interés de la mitología no se detiene en su as­ pecto lingüístico o cultural y su éxito no está ligado sola­ mente a las cualidades inherentes a la forma de la narra­ ción que utiliza para dar sus lecciones. El objetivo de mi libro no es, pues, ofrecer solamente unas claves para orientarse en lo que los griegos habrían denominado los «lugares comunes» de la cultura —aunque esto no tenga nada de despreciable ni desdeñable: después de todo, a partir de esta herencia es cuando cada uno de nosotros, se quiera o no, se ha foijado, al menos en parte, una cier­ ta representación del mundo y de los hombres; conocer

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Iasabiduríadelosmitos

sus orígenes no puede más que hacernos más libres y más conscientes de nosotros mismos—. Pero más allá de su importancia histórica o estética inestimable, los relatos que vamos a descubrir o redescubrir llevan dentro leccio­ nes de sabiduría de una profundidad filosófica y de una actualidad que desde ahora quisiera hacer vislumbrar.

En nombre de la filosofía: la mitología como respuesta a los interrogantes de los mortales acerca de la vida buena

Centenares, incluso millares de obras y de artículos se han consagrado a la única cuestión del estatus de los mi­ tos griegos: ¿hay que clasificarlos bajo el epígrafe «cuentos y leyendas» o en la sección religiones; al lado de la litera­ tura y la poesía o mejor en las esferas de la política y la so­ ciología? La respuesta que aporto en este libro es muy cla­ ra: en primer lugar y ante todo, la mitología, tradición común a toda una civilización y religión politeísta, no es por ello menos una filosofía hecha relato, un intento grandioso con intención de responder de manera laica9 a la cuestión de la vida buena por medio de lecciones de sabiduría vivas y carnales, vestidas de literatura, poesía y epopeyas, y no enunciadas dentro de argumentaciones abstractas. En mi opinión, es esta dimensión indisoluble­ mente tradicional, poética y filosófica de la mitología la que hace que todavía hoy día tenga para nosotros interés y encanto. Esto es lo que la hace singular y preciosa a la luz de la miríada infinita de los demás mitos, cuentos y le­ yendas que, desde un punto de vista únicamente literario, podrían pretender hacerle la competencia. Quisiera ex­ plicarme brevemente, pero no obstante de manera sufi­ ciente, para que se comprenda a un tiempo la organiza­ ción de este libro y el proyecto que lo anima.

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PRÓIjOGO

En el primer tomo de Aprenderá tñvirpropuse una defi­ nición de la filosofía que da cuenta finalmente de lo que esta última fue y debe en mi opinión seguir siendo: una doctrina de salvación sin dios, una respuesta a la cuestión de la vida buena que no pasa ni por un «ser supremo» ni por la fe, sino por su empeño en pensar y por su razón. Una exigencia de lucidez, en suma, como condición últi­ ma de la serenidad entendida en el sentido más simple y más sólido: como una victoria —sirí duda siempre relativa y frágil— sobre los miedos, en particular a la muerte, que bajo formas tan diversas como insidiosas nos impiden vivir bien. He tratado también de dar una ¡dea de los Uempos duros que han marcado su historia, una visión general de las grandes respuestas que en el transcurso del tiempo se aportaron a lo que, después de todo, sigue siendo la cues­ tión crucial de la filosofía, la de la sabiduría definida como ese estado en el que la lucha contra la angustia permite a los humanos lograr ser más libres y abiertos a los demás, capaces de pensar por sí mismos y de amar. Abordo aquí la mitología desde este mismo punto de vista: como una pre­ historia de esta historia, como el primer momento de la filosofía o, tal vez para mayor precisión, como su matriz que por sí sola explica su nacimiento en Grecia en el si­ glo Vi a.C., acontecimiento singular que por costumbre se ha venido a designar como el «milagro griego».

Desde este punto de vista, la mitología nos suministra mensajes de una profundidad sorprendente, perspectivas que abren a los humanos las sendas de una vida buena sin recurrir a las ilusiones del más allá, una manera de afron­ tar la «finitud humana», de plantar cara al destino sin sos­ tenerse en los consuelos que las grandes religiones mono­ teístas pretenden aportar a los hombres apoyándose en la fe. En otras palabras, que mencioné explícitamente en el primer volumen de Aprender a xñvir, la mitología esboza.

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l A SABIDURIA DE I.OS MITOS

tal vez por primera vez en la historia de la humanidad, en todo caso de Occidente, los lineamientos de lo que he de­ nominado una «doctrina de la salvación sin Dios», una «espiritualidad laica», o si se quiere decir todavía con más simplicidad, una «sabiduría para los mortales». Represen­ ta de este modo un intento admirable con vistas a ayudar a los hombres a «salvarse» de los miedos que les impiden acceder a una vida buena.

La ¡dea podrá parecer paradójica: ¿no están los mitos griegos poblados de una multitud incontable de dioses, empezando por los que residen en el Olimpo? ¿No son, pues, ante todo «religiosos»? A primera vista, desde lue­ go. Pero si se deja atrás la apariencia, se comprende ense­ guida que la pluralidad de los dioses está en las antípodas del Dios único de nuestras religiones de Libro. Si bien en apariencia están más cerca de los hombres, en realidad los moradores del Olimpo son inaccesibles —por lo que les dejan resolver solos, y en este sentido, de manera «lai­ ca», la cuestión del «saber vivir»—. De este modo, por contraste absoluto con los Inmortales, sin esperanza algu­ na de reunirse con ellos y, por eso mismo, con pleno co­ nocimiento de los límites de la condición humana, es por lo que debemos tratar de dar una respuesta. Por lo que la actitud griega es más actual que nunca. Eso es lo que qui­ siera tratar de poner en claro en este prólogo con el fin de que los relatos específicos que encontraremos a conti­ nuación en este libro no aparezcan como un revoltijo de anécdotas desprovistas de hilo conductor, sino por el con­ trario como unas historias llenas de sentido y, más allá de su aparente ligereza poética o literaria, portadoras de una sabiduría profunda y coherente.

Para comprender bien esta articulación entre mitolo­ gía y filosofía, para medir el significado y la importancia de las lecciones de vida que van a aportar las dos, cada una

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Prólogo

a su manera pero ligadas entre ellas, hay que partir de la idea de que a los ojos de los griegos el mundo de los seres conscientes, de las personas, se divide antes que nada en­ tre mortales e Inmortales, entre hombres y dioses.

Esto puede parecer obvio, palmario, pero si se piensa un instante se comprenderá que en realidad situar así la cuestión de la muerte en el centro de un género literario no tiene nada de anecdótico. La principal característica de los dioses es que escapan a la muerte: en cuanto nacen (pues no han existido siempre), viven eternamente y lo saben, por lo que según los griegos son «bienaventura­ dos». Por supuesto, de vez en cuando pueden tener pro­ blemas, como ese pobre Hefesto (Vulcano), por ejemplo, cuando descubre que su mujer, la sublime Afrodita, diosa de la belleza y del amor, le engaña con su compañero de guerra, el terrible Ares (Marte). A veces, los bienaventura­ dos son desgraciados. Sufren como los mortales, experi­ mentan pasiones como ellos: amor, celos, odio, ira... Sue­ len incluso mentir y ser castigados por el dueño de todos, Zeus. Pero al menos hay un sufrimiento que desconocen y es sin ninguna duda el más funesto de todos: aquel que está ligado al miedo a la muerte, pues para ellos el tiempo no cuenta, nada es definitivo, irreversible, irremediable­ mente perdido, lo que les permite afrontar las pasiones humanas con una altura de miras y una distancia a las que nosotros no podríamos aspirar. En su esfera todo puede acabar por arreglarse un día u otro...

Nuestra principal característica, simples humanos que somos, es la inversa. Al contrario que los dioses y los ani­ males, somos los únicos seres de este mundo que tienen plena conciencia de lo Irremediable, por el hecho de que vamos a morir. No solamente nosotros, sino además tam­ bién los que amamos: nuestros padres, nuestros herma­ nos y hermanas, nuestras mujeres y nuestros maridos,

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Lasabiduríadf. Ijosmitos

nuestros hijos, nuestros amigos... Constantemente senti­ mos que el tiempo pasa y que, sin duda, a veces nos aporta mucho —la prueba: amamos la vida—, pero inevitable­ mente también nos quita lo que más queremos. Y aunque parezca mentira somos los únicos en este caso, los únicos que notamos con una intensidad sin igual que en nues­ tras existencias hay, incluso antes del término último que es la muerte propiamente dicha, lo irreversible, lo irrepa­ rable, lo «nunca más». Los dioses no padecen nada de esto, y con razón, ya que son inmortales. En cuanto a los animales, en la medida en que podamos valorarlo, apenas piensan en esos asuntos, y si a veces son conscientes un instante fugaz, es sin duda de forma muy confusa y sólo cuando el fin es inminente. Por el contrario, los humanos son como Prometeo, uno de los personajes más impor­ tantes de esta mitología: piensan «por anticipado», son «seres de las lejanías». Siempre tratan más o menos de anticipar el futuro, reflexionan sobre ello, y como saben que la vida es corta y escaso el tiempo, no pueden evitar preguntarse lo que hay que hacer...

En uno de sus libros, H annah Arendt explica cómo la cultura griega se ha apropiado de esta reflexión sobre la muerte para hacer de ella el centro de sus preocupacio­ nes, cómo ha terminado por concluir que en el fondo ha­ bía dos formas de afrontar los interrogantes que atañen a nuestra finitud para tratar de aportar una respuesta.

Se puede, en primer lugar, optar sencillamente por te­ ner hijos o, como se dice con mucha propiedad, una «des­ cendencia». ¿Cuál es la relación con el deseo de eternidad que alumbra en nosotros la contradicción entre la certeza de la muerte y el placer de la vida? En realidad es muy di­ recta, pues sabemos muy bien que a través de nuestros hi­ jos algo de nosotros continúa sobreviviendo más allá de

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PRÓIjOCO

del cuerpo y del rostro, así como los del carácter, se en­ cuentran siempre más o menos en aquellos que hemos criado y amado. 1.a educación es siempre transmisión y toda transmisión es en cierto modo una prolongación de uno mismo que nos rebasa y no muere con nosotros. Di­ cho esto, sean cuales sean la grandeza y las alegrías de la vida de los padres —las preocupaciones también...— sería absurdo pretender que basta con tener hyos para acceder a la vida buena. Menos aún para superar el miedo a la muerte. Todo lo contrario. Pues esta angustia no se apoya por fuerza, ni siquiera principalmente, en uno mismo. Lo más frecuente es que ataña a los que amamos, empezando precisamente por nuestros hijos (como lo atestiguan los es­ fuerzos desesperados de Tetis, la madre de Aquiles, uno de los héroes más importantes de la guerra de Troya, por vol­ ver a su hijo inmortal sumergiéndole en el agua mágica del Estige, el río de los infiernos). Esfuerzos vanos, puesto que el troyano París matará a Aquiles de un (lechazo en ese cé­ lebre talón por el que su madre lo sujetaba cuando lo su­ mergió en el agua divina y que, de ese modo, siguió siendo vulnerable. Y Tetis, como todas las madres, derrama lágri­ mas cuando se entera de la muerte de ese hijo amado del cual había temido toda su vida que sus hazañas heroicas no le expusieran a un final precoz...

Así pues, es necesaria otra estrategia y Hannah Arendt muestra cómo va a ocupar un lugar esencial en la cultura griega: el del heroísmo y la gloria que proporciona. He aquí la idea que se esconde detrás de esta convicción sin­ gular: el héroe que lleva a cabo acciones impensables para los simples mortales —como Aquiles, precisamente, y tam­ bién Ulises, Heracles, Jasón...— escapa al olvido que nor­ malmente engulle a los hombres. Se aleja del mundo de lo efímero, de lo que no tiene más que un tiempo, para entrar en una especie, si no de eternidad, al menos de

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Las a b id u r íad kijo s M m s

perennidad que lo asemeja en cierto modo a los dioses. No hay equívoco: esta gloría, en la cultura de los griegos, no es el equivalente de lo que hoy llamaríamos la «noto­ riedad mediática». Se trata de otra cosa, más profunda, que procede de esa convicción que atraviesa toda la Anti­ güedad según la cual los humanos están en competencia permanente, no sólo con la inmortalidad de los dioses, sino también con la de la naturaleza. Intentemos resumir en unas palabras el razonamiento que sirve de base a este pensamiento crucial.

En primer lugar, hay que recordar que, en la mitología, al principio, la naturaleza y los dioses son una sola cosa. Gea, por ejemplo, no es sólo la diosa de la tierra, ni Urano el dios del cielo o Poseidón el del mar: son la tierra, el cielo o el mar, y a los ojos de los griegos está claro que estos gran­ des elementos naturales son eternos al igual que los dioses que los personifican. Tratándose de la naturaleza, esta pe­ rennidad está, además, prácticamente demostrada y se puede verificar experimentalmente. ¿Cómo se sabe? Al menos, en una primera aproximación, mediante la simple observación. En efecto, todo en la naturaleza es cíclico. In­ variablemente, el día sucede a la noche y la noche al día; el buen tiempo acaba siempre por llegar después de la tor­ menta, como el verano después de la primavera y el otoño después del verano. Cada año, los árboles pierden las hojas con las primeras escarchas y, también cada año, vuelven a brotar con el buen tiempo, de manera que los principales acontecimientos que marcan el ritmo de la vida del mundo natural evocan, por así decirlo, nuestros recuerdos. Por de­ cirlo aún más simplemente: no hay ninguna posibilidad de que los olvidemos, y si por casualidad ése fuera el caso volverían por sí mismos a nuestra mente. Por el contrario, en el mundo humano, todo pasa, todo es perecedero, la muerte y el olvido terminan por llevárselo todo: las palabras

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Prólogo

que se pronuncian así como las acciones que se llevan a cabo. Nada es duradero... ¡salvo la escritura! Así es. Los libros se conservan mejor que las palabras, mejor que los hechos y los gestos y si, por sus acciones heroicas, por la gloria que proporcionan, uno de los héroes —Aquiles, Heracles, Uli- ses u otro— logra convertirse en el protagonista de una obra histórica o literaria, entonces sobrevivirá en cierto modo a su desaparición, aun cuando no fuera más que por el recuerdo que permanece en nuestras mentes. ¿La prue­ ba? Aún hoy día algunas películas se consagran a la guerra de Troya o a los trabajos de Hércules, y somos bastantes los que, cada noche o casi, contamos a nuestros hijos las aven­ turas de Aquiles, de Jasón o de Ulises porque un puñado de poetas y de filósofos, varios siglos antes de Cristo, han plasmado por escrito sus hazañas...

Sin embargo, a pesar de la fuerza de la convicción sub­ yacente a esta apología de la gloria hecha perenne me­ diante el Escrito, la cuestión de la salvación, en el sentido etimológico del término —lo que nos puede salvar de la muerte o, al menos, de los miedos que ella suscita— no está todavía zanjada.

Por cierto, hace un momento mencionaba el nombre de Aquiles, y algunos dirían quizá que en ese sentido no está del todo muerto... En nuestra memoria, sin duda, pero ¿y en realidad? Bueno, pues preguntemos a su madre, Te- lis, lo que piensa. Desde luego, es una metáfora, ya que esos personajes no son reales, son sólo legendarios. Pero imagi­ nemos un poco: estoy seguro de que ella daría todos los li­ bros de la Tierra y todas las glorias del mundo por abrazar a su pequeño. Para ella, no cabe duda, su hijo está muerto de verdad, y el hecho de que se «conserve» en forma im­ presa, en las estanterías de nuestras bibliotecas, constituye seguramente un pobre consuelo. ¿Y qué piensa el propio Aquiles? Si creemos a Homero, bien parece que en su opi­

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Lasabiduríadelosmitos

nión la muerte gloriosa durante combates heroicos casi no valía la pena. Esto es al menos lo que muestra un pasaje sorprendente de la Odisea. Detengámonos un momento en este episodio, significativo a más no poder en esta cuestión de la salvación, esencia] entre todas puesto que refleja indi­ rectamente, como de rechazo, la de la vida buena, definida precisamente como una vida de mortal «salvada» al fin de los miedos. A decir verdad, vamos a ver que este pasaje de la

Odisea aclara también de manera luminosa el significado

de toda la mitología.

Helo aquí: tras el valioso consejo de Circe, la hechice­ ra, y gracias a su ayuda divina, Ulises tiene el privilegio in­ signe para un mortal de poder descender a los infiernos, a la morada de Hades y de su esposa Perséfone (hija ado­ rada de Deméter, diosa de las estaciones y de las cosechas) para ir a consultar a un célebre adivino de nombre Tire- sias sobre las pruebas que le aguardan durante la conti­ nuación de su viaje. Y en ese lugar donde permanecen los desgraciados humanos después de su muerte, en esa co­ marca siniestra donde no son más que sombras irrecono- cibles y afligidas, Ulises se cruza con el valeroso Aquiles al lado del cual ha combatido durante la guerra de Troya. Contentísimo de encontrarse con su amigo, profiere en primer lugar estas palabras llenas de optimismo:

Antes, cuando vivías, todos nosotros, guerreros de Al gos, te honrábamos igual que a un dios: ahora, en estos lugares, te veo ejercer tu poder sobre los muertos; para ti, Aquiles, ¡hasta la muerte carece de tristeza!

Aquí, Ulises expresa la idea que acabo de exponer, la que anima al heroísmo griego, esa concepción de la glo­ ria salvadora de la que habla Hannah Arendt: aunque haya muerto joven, el héroe, que la celebridad ha sacado

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Pm'h.o m i

del anonimato y convertido casi en un dios, no sabría ser nunca desgraciado. ¿Por qué? Porque no se le puede olvi­ dar, precisamente, de modo que escapa al destino terrible del común de los mortales que, una vez muerto, vuelve «sin nombre», y así, al mismo tiempo que la vida, pierde toda clase de individualidad o, en sentido propio, de per­ sonalidad. Por desgracia, la respuesta de Aquiles aniquila las ilusiones vinculadas a la gloria:

¡Oh! ¡No me disfraces la muerte, noble Ulises! Preferiría vivir como un siervo que se ocupa de los bueyes, estar al servi­ cio de un campesino pobre, privado de toda fortuna, antes que reinar sobre los muertos, sobre toda esta muchedum­ bre sin vida.

¡Qué ducha de agua fría para el amigo Ulises! En tres frases, el mito del héroe vencedor de la muerte salta en mil pedazos. Y lo único que aún interesa a Aquiles es tener no­ ticias de su padre y, más aún, de su hijo por el que se preo­ cupa. Y como son excelentes, regresa a las profundidades siniestras del infierno con el corazón un poco menos opri­ mido, como cualquier padre de familia atrapado en la vida cotidiana —en el lado diametralmente opuesto del héroe extraordinario y glorioso que fue en vida—. Eso es tanto como decir que, en lo sucesivo, la gloria y los esplendores pasados le importan, si puede decirse, un bledo...

La sabiduría mítica o la vida buena coma vida en armonía con el orden del mundo

De ahí el interrogante fundamental, el interrogante al cual es necesario responder si queremos comprender al mismo tiempo el sentido filosófico y el hilo conductor más

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I A SABIDURÍA DE U M MITOS

profundo de los mitos griegos: si la descendencia y el he­ roísmo, la filiación y la gloria no permiten afrontar la muerte con más serenidad, si no proporcionan un acceso verdadero a la vida buena, ¿hacia qué sabiduría dirigirse? Ésta es la cuestión más importante, cuestión que la mito­ logía va a legar, por así decirlo, a la filosofía. Por muchos conceptos, esta última no será, al menos al principio, más que una continuación, por otras vías (las de la razón y ya no las del mito), de la primera. Como ella, en efecto, uni­ rá de manera indisoluble las nociones de «vida buena» y sabiduría a la de una existencia humana reconciliada con el universo, con lo que los griegos denominan el «cos­ mos». La vida en armonía con el orden cósmico, he aquí la verdadera sabiduría, la vía auténtica de salvación en el sentido de lo que nos salva de los miedos y nos hace así más libres y más abiertos a los demás. La mitología expon­ drá esta convicción potente entre todas a su manera, míti­ ca y literaria, antes de que la filosofía se apodere de ella para formularla finalmente en términos conceptuales y argumentativos.

Como tuve ocasión de explicar en Aprender a vivir 1 —y por esa razón sólo vuelvo brevemente sobre ello para su­ brayar el sentido de la articulación entre mitología y filoso­ fía—, en la mayor parte de la tradición filosófica griega hay que imaginar el mundo antes que nada como un orden magnífico a la vez que armonioso, justo, bello y bueno. Eso es exactamente lo que designa la palabra cosmos. En opi­ nión de los estoicos, por ejemplo, a los que con mucha ra­ zón se refiere el poeta latino Ovidio en sus Metamorfosis cuando reinterpreta a su manera los grandes mitos que tra­ tan del nacimiento del mundo, el universo se asemeja a un organismo vivo magnífico. Para hacerse una idea de ello, puede comparársele casi enteramente con lo que un médi­ co, fisiólogo o biólogo descubre cuando diseca un conejo o

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PRÓtXXX)

un ratón. ¿Qué es lo que ve? En primer lugar, que cada ór­ gano está maravillosamente adaptado a su función: ¿hay algo mejor hecho que un ojo para ver, que los pulmones para oxigenar los músculos, que el corazón para irrigarlos de sangre? Todos estos órganos son mil veces más ingenio­ sos, más armoniosos y también más complejos que todas las máquinas concebidas por los hombres. Pero además, nuestro biólogo llega a otra conclusión: ve que el conjunto de esos órganos, que ya considerados por separado son asombrosos, fonna un todo absolutamente coherente, «ló­ gico» —en el sentido de lo que los estoicos denominan precisamente el logos, el ordenamiento coherente del mun­ do tanto como del discurso, infinitamente superior él tam­ bién a todas las invenciones humanas—. Desde ese punto de vista, hay que reconocer que la creación de un animal, siquiera el más humilde, una hormiga, un ratón o una rana, está todavía en nuestros días fuera del alcance de nuestros laboratorios científicos más sofisticados...

La idea fundamental, aquí, es que, en ese orden cósmi­ co que más adelante desvelará la teoría filosófica —vere­ mos cómo, según los grandes relatos mitológicos, Zeus acabará por imponer ese orden en el transcurso de las guerras que deberá dirigir contra las fuerzas del caos— cada uno de nosotros posee su sitio, su «lugar natural». Desde ese punto de vista, la justicia y la sabiduría consis­ ten fundamentalmente en el esfuerzo que hacemos para acoplamos en él. Al igual que un lulier dispone una a una las múlüples piezas de madera que componen un instru­ mento de música para que se ensamblen todas en armo­ nía (y si el alma de un instrumento, es decir, la pequeña lista de madera blanca que une el dorso y el anverso del violín, está mal colocada, entonces éste deja de sonar bien, de ser armonioso), debemos, a imagen de Ulises en Itaca, encontrar nuestro lugar de vida y retornar a él so

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I.A SABIDURÍA DE I X » M1TCXS

pena de no estar en condiciones de cumplir nuestra mi­ sión en el seno del universo y de ser entonces desgracia­ dos: he aquí un mensaje que la filosofía griega, al menos en su mayor parte, va a poder extraer de la mitología.

¿Cuál es, sin embargo, el vínculo con la cuestión de la división cardinal entre mortales e Inmortales? ¿En qué puede ayudarnos esta visión del cosmos a responder a la cuestión de la salvación? ¿Y por qué podría aparecer ella como superior a la que descansa sobre la filiación o sobre la gloria?

Detrás de esta voluntad de adaptarse al mundo, de en­ contrar su justo lugar en el seno de todo el orden cósmico, se esconde en realidad una idea más oculta que se acerca a nuestro interrogante sobre el sentido de la vida de los mor­ tales, de los que saben que van a morir: el mensaje de esta gran tradición filosófica heredera de la mitología nos invi­ ta, en efecto, a pensar que el cosmos, el orden del mundo que Zeus va a construir y que la teoría filosófica tratará de desvelarnos para que nos podamos adaptar, es eterno. ¿Qué importa?, se preguntarán tal vez. A los ojos de los griegos mucho, y en una primera aproximación se podría formular simplemente de este modo: una vez incorporado al

cosmos, una vez que su vida entra en armonía con el orden cósmi­ co, el saldo comprende que nosotros, hombrecillos mortales, no so­ mos en el fondo más que un fragmento suyo, un átomo de eternidad ftor así decirlo, un elemento de una totalidad que. no podría des­ aparecer, de modo que, en última instancia, la muerte deja de ser un problema para el sabio auténtico porque ya no tiene nada de verdaderamente real. O mejor dicho, no es más que el paso de un estado a otro, un paso que, como tal, no debe asustamos más. De

ahí el hecho de que los filósofos griegos recomienden a sus discípulos que no se contenten con palabras, que no se li­ miten a meros discursos abstractos, sino que practiquen concretamente ejercicios que tiendan a ayudar a los morta­

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PRÓIjOOO

les a liberarse de los miedos absurdos ligados a la muerte a fin de vivir en «armonía con la armonía», es decir, en con­ sonancia con el cosmos.

Está claro que eso no es más que una formulación com­ pletamente abstracta y, por así decirlo, reducida de esta sabiduría antigua. En la realidad de la vida humana, el trabajo que consiste en adaptarse al mundo consta de múltiples facetas. Es, como se verá principalmente con el viaje de Ulises, un trabajo singular en todos los sentidos del término, una tarea fuera de lo común: sólo los que as­ piran a la sabiduría van a comprometerse, y al «común de los mortales», precisamente, le es ajena. Pero también es una empresa «singular» en el sentido de que cada uno de nosotros debe comprometerse por su propia cuenta y a su manera. Se puede contratar a alguien para hacer un tra­ bajo —lavar los platos o arreglar el jardín—, pero ningu­ no puede, en nuestro lugar, recorrer el itinerario que conduce a vencer sus miedos para adaptarse al mundo y encontrar en él su justo lugar. El objetivo último, formula­ do de manera general, es la armonía, pero cada individuo debe buscar su forma de conseguirla: encontrar su senda, que no es la de los otros, puede por lo tanto constituir la tarea de toda una vida.

Cinco interrogantes fundamentales que alientan los mitos

Desde esta perspectiva es desde la que quisiera releer y relatar aquí la mitología. En ella veo primero, ya lo ha­ brán captado, una prehistoria de la filosofía cuyo estudio es indispensable para comprender, no sólo su nacimien­ to, sino también su naturaleza más profunda. Pero más allá de este aspecto teórico e intelectual, la mitología, en ese esfuerzo por imaginar la condición de los mortales tal

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I.A SABIDURÍA DK LOS MITOS

como son, proporciona lecciones de sabiduría que, al igual que las de la filosofía griega, nos hablan todavía a través de las representaciones del mundo y de nosotros mismos de las que son portadoras. Considerados desde este punto de vista, los mitos griegos más importantes vie­ nen alentados por cinco interrogantes fundamentales que será necesario tener presentes si se quiere compren­ der, más allá de su belleza o su singularidad, el significado de los relatos concretos que siguen a continuación. Me servirán de hilo conductor para organizarlos de manera que el lector no se pierda.

£1 primer interrogante atañe en buena lógica al origen del mundo (capítulo 1) y de los hombres (capítulo 2), al nacimiento de ese célebre cosmos con el cual los morta­ les, desde el momento de su creación, deberán encontrar cada uno su manera de ponerse de acuerdo. Toda la mito­ logía comienza así por una narración de los orígenes del cosmos y de los seres humanos, los cuales expone por pri­ mera vez Hesíodo, en el siglo vn a.C., en sus dos poemas matriciales: la Teogonia (término que en griego significa sencillamente el «nacimiento de los dioses») y Los trabajos

y los días. Se trata de la primera aparición del mundo, de

los dioses y de los hombres. Es un relato muy abstracto, a veces difícil de seguir, y en los dos primeros capítulos voy a tratar de aclararlo lo más posible pues realmente vale la pena: todo se fundamenta en él.

Tengo que hacer aquí una precisión a fin de descartar un malentendido que todavía es frecuente: contrariamen­ te a una idea admitida desde hace mucho tiempo, pero del todo errónea, esta reconstrucción de los orígenes, aunque abstracta y a menudo bastante teórica, no tiene ninguna pretensión científica. Numerosos sabios de la ac­ tualidad siguen pensando, sin embargo, que no tiene nada que ver con un «primer enfoque», todavía ingenuo

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PRÓIXX.O

y «primitivo», por no decir «mágico», de las cuestiones científicas que el «progreso» de nuestros conocimientos «positivos» permitirían superar. La mitología no constitu­ ye la infancia de la humanidad: no dene nada que envi­ diar, en cuanto a profundidad e inteligencia, a la ciencia moderna de la que no es, ni de cerca ni de lejos, una anti- cipación siquiera aproximada. Sería completamente ab­ surdo, por ejemplo, querer compararla a lo que hoy día nos enseñan los resultados de la invesügación científica sobre el Big Bang y los primeros instantes del universo. Una vez más (nunca se insiste en ello lo bastante por lo afianzada que está la visión cientísta y «progresista»): el proyecto de la mitología es muy distinto del proyecto científico moderno. No es en modo alguno su intuición aproximada. No aspira a la objetividad, ni siquiera al co­ nocimiento de lo real como tal. Su verdadera esencia está en otra parte. Mediante un relato que se pierde en la no­ che de los tiempos y que, a decir verdad, no tiene nada de explicativo en el sentido que entienden los científicos ac­ tuales, trata de ofrecernos a los mortales los medios para dar un sentido al mundo que nos rodea. Dicho de otro modo, aquí el universo no se considera como un objeto por

conocer, sino como una realidad por vivir, como el terreno de

juego de una existencia humana que, por así decirlo, debe encontrar en él su lugar. Es decir, que el objetivo de estos relatos primordiales no es tanto alcanzar la verdad factual como dar posibles significados a la existencia hu­ mana interrogándose sobre lo que puede ser una vida lo­ grada en un universo ordenado, armonioso yjusto como ese en cuyo seno nos incitan a encontrar nuestra senda. ¿Qué es una vida buena para unos seres, los humanos, que saben que van a morir y que son capaces como nin­ gún otro de hacer daño y descarriarse de forma trágica? ¿Qué es una vida lograda para estos seres efímeros que

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Lasabiduríadelosmitos

a diferencia de los árboles, las ostras y los conejos poseen una conciencia clara de lo que más adelante los filósofos denominarán su «finitud»? Esta es la única pregunta váli­ da, la única que en realidad guía los relatos de los oríge­ nes. He aquí también por qué se interesan, en primer lu­ gar y ante todo, por la construcción del «cosmos», por la victoria de las fuerzas del orden contra las del desorden, pues en este cosmos, en el seno de ese orden, es donde va a ser necesario que encontremos, cada uno a su manera, nuestro lugar para alcanzar la vida buena.

Este primer relato, tal como lo expone Hesíodo, posee desde entonces una característica del todo asombrosa: está escrito casi enteramente desde el punto de vista de los dioses o, lo que viene a ser lo mismo, de la naturaleza. Los protagonistas de esta historia tan extraña como mag­ nífica son, en primer lugar, fuerzas extrahumanas, entida­ des a la vez divinas y naturales: el caos, la tierra, el mar, el cielo, los bosques y el sol, e incluso cuando se trata de la aparición de la humanidad, se narra también desde el punto de vista global del nacimiento de los dioses y del universo.

Pero una vez acabada esta construcción es necesario invertir del todo la perspectiva y dejarse llevar por un se­

gundo interrogante que, en realidad, justifica desde el prin­

cipio todo el edificio: ¿cómo van a entrar los hombres en ese universo de los dioses que no parece a priori hecho para ellos? Después de todo, hay que tener en cuenta que no son los dioses, sino los hombres, evidentemente, los que han inventado y narrado todas estas historias. Y lo han hecho, también evidentemente, para dar sentido a sus vidas, para situarse en el seno del universo que Ies ro­ dea. Lo que no siempre resulta fácil, como lo atestiguan las numerosas dificultades que jalonan el largo viaje de Ulises (capítulo 3), en que proporciona el arquetipo de la

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Puritano

búsqueda, coronada finalmente con éxito, de una vida bue­ na entendida como la búsqueda, siempre singular para cada uno de nosotros, de su lugar en el seno del orden cósmico edificado por los dioses.

A decir verdad, como se verá desde el primer capítulo, son dos caminos que se cruzan. Hay una humanización progresiva de los dioses y una divinización progresiva de los hombres. Con esto quiero decir que los primeros dio­ ses son impersonales, no son, como Caos y Tártaro por ejemplo, más que entidades abstractas, sin rostro, sin ca­ rácter ni personalidad. Sólo representan fuerzas cósmicas que se organizan progresivamente fuera de cualquier proyecto consciente. Pero poco a poco, con la segunda generación de dioses, la de los Olímpicos, van aparecien­ do caracteres, personalidades, funciones distintas. En cierto modo, los dioses se humanizan, son cada vez más conscientes, más inteligentes y se alejan cada vez más de la naturaleza bruta: es que la organización del cosmos su­ pone mucha inteligencia y no solamente fuerza. Hera es celosa; Zeus, su marido, un mujeriego; Hermes, un bella­ co; Afrodita conoce todas las artimañas del amor; Artemis no tiene piedad; Atenea es tremendamente susceptible; Hefesto un poco necio cuando se trata de sentimientos, pero un genio en lo referente a los trabajos manuales, et­ cétera. A la lógica de la relación de fuerzas que domina a los primeros dioses le sustituye poco a poco una lógica más humana, menos natural y más cultural. Aun cuando la cosmología y el orden de la naturaleza ganan, la psico­ logía y el orden de la cultura empiezan a ocupar un lugar cada vez más importante en la conducta de los dioses. Pa­ ralelamente, el camino inverso se impone cada vez más a los humanos: cuanto más reflexionan sobre ello, más de­ ben comprender que lo que más les interesa es adaptarse a ese universo divino que es el orden cósmico. A la huma­

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Lasabiduríadf. losmitos

nización de lo divino responde un proceso de diviniza­ ción de lo humano, nunca acabado, claro está, puesto que somos y seguiremos siendo mortales, pero que indica un camino, una tarea: la reconciliación con el mundo así como con los dioses aparece en lo sucesivo como un ideal de vida. Todo el sentido del viaje de Ulises, que vamos a des­ cubrir o redescubrir en este capítulo, se aclara a partir de ahí: la vida buena es la vida reconciliada con lo que es, la vida en armonía con su lugar natural en el orden cósmi­ co, y es cosa de cada cual encontrar ese lugar y llevar a cabo ese trayecto si un día quiere alcanzar la sabiduría y la serenidad.

Nietzsche lo dirá de nuevo, a continuación de los gran­ des griegos, lo que demuestra de paso que su mensaje si­ gue siendo tan actual que puede encontrarse todavía en la filosofía contemporánea: el objetivo último de la vida humana es lo que él denomina amor fati = el amor de su

suerte, el amor de lo que es, de lo que nos es destinado, del

presente en suma. Esta es la sabiduría más elevada, la úni­ ca que nos permite liberarnos de lo que Spinoza, a quien Nietzsche consideraba como «un hermano», denominará las «pasiones tristes»: el miedo, el odio, la culpabilidad, el remordimiento, esos corruptores del alma que se arrai­ gan en las ilusiones del pasado o del futuro. Sólo esta re­ conciliación con el presente, con el instante —en griego: el kairos—, puede según él, como para lo esencial de la cultura griega, conducir a la verdadera serenidad, a la «ino­ cencia del devenir», es decir, a la salvación entendida no en su acepción religiosa, sino en el sentido de encontrar­ se al fin a salvo de los miedos que «arrinconan» la existen­ cia e impiden su desarrollo.

Pero Ulises no es todo el mundo, y la tentación de sus­ traerse a la condición humana para escapar de la muerte es grande. Los hay, y sin duda más de uno, que habrían res­

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