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Alegato por una cierta anormalidad (OCR)

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Jo

y

ce McDougall

ALEGATO POR UNA CIERTA

ANORMALIDAD

'

PAIDOS

(3)

INDICE

Prefacio a la edición inglesa de 1990... 7

Prefacio... 15

1. La escena sexual y el espectador anónimo ... 29

2. Escena primaria y argumento perverso... 55

Antecedentes de este estudio... 58

El final de la infancia ... ... 65

Argumento perverso y escena del sueño ... 69

Tema y variaciones... 71

3. El dilema homosexual: estud[o de la homosexualidad femenina ... ... .... ... ... ... 91

Historia edípica y estructura edípica ... ... 97

La imagen del padre ... ... 99

La imagen de la madre ... 110

La envidia del pene y el concepto de falo... 121

La mujer homosexual y el pene... 126

La relación homosexual... 131

Estructura edípica y defensas del yo... 137

4. La masturbación y el ideal hermafrodita... 145

El pecho materno y la sexualidad... 147

El hombre y la masturbación ... 154

Masturbación y psicoanálisis... 162

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6. El anti-analizando en análisis... 199

7. La contratransferencia y la comunicación primitiva.... 225

Sobrevivir es fácil. Lo duro es saber vivir. Annabelle Borne ... ... ... ... .... 240

La comunicación primitiva ... 246

El papel de la contratransf erencia .. ... ... 256

8. Narciso en busca de una reflexión... 269

9. El psicosoma y el proceso psicoanalítico... 301

El individuo psicosomátíco... 307

Psique y soma en la teoría psicoanalítica ... 310

Observaciones y especulaciones... 335

Relaciones sexuales y objetales... 338

Defensa somática y defensa neurótica ... 350

El cuerpo como objeto psíquico... 356

10. El cuerpo y el lenguaje, y el lenguaje del cuerpo... 361

11. El dolor psíquico y el psicosoma ... 379

12. Tres cuerpos y tres cabezas ... 405

13. Alegato por una cierta anormalidad... 415

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PREFACIO A LA EDICION INGLESA DE 1990

Me siento sumamente complacida de que este libro se publique por primera vez en Gran Bretaña, gracias a Jos incansables y denodados esfuerzos de Robert Young, de la casa editora Free Association Books, quien luchan -do contra viento y marea obtuvo los derechos de publica-ción una década después de que la obra apareciera en inglés en Estados Unidos.

La nQticia de esta nueva edici6n me llevó a releer Alegato por cierta anormalidad por primera vez desde que yo misma terminé su traducción del francés al inglés. Rara vez un autor lee de nuevo una de sus obras publicadas, quizá porque, según dicen que dijo Picasso, "la única obra que cuenta es la que todavía no se ha hecho"; pero esta reticencia puede deberse tam -bién a una negativa a redescubrir y reconsiderar lo que se escribió, por temor a encontrarlo deficiente, banal o carente de las cualidades que uno quisiera adjudicar a sus propias ideas. Esto es particularmente válido en el campo de la investigación psicoanalítica, donde los con-ceptos son permanentemente cuestionados y ampliados,

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en un intento de abarcar con ellos fenómenos clínicos que ya no parecen corroborar los conceptos clásicos.

Al

releer, pues, Alegato por cíerta anormalidad, com-probé con agrado que mi actitud hacia mi labor y hacia mis pacientes apenas si ha cambiado a lo largo de los años, pero también quedé sorprendida al reparar en las hipótesis teóricas que siguieron germinando en mi mente y me impulsaron a nuevas observaciones y elabo-raciones. Mientras repasaba el liuro como lo haría un crítico a quien se le hubiera encargado una reseña, pude recoger una impresión general acerca de la motivación subyacente que me llevó a abordar al mismo tiempo tan-tas y tan controvertibles cuestiones teóricas complejas. En el "Prefacio" de la primera edición ya mencioné los sentimientos de incomodidad y malestar que me insta~ ron a redactar estas notas: la sensación de no compren-der lo que estaba pasando (o lo que no estaba pasando) en la situación analítica. A veces esto derivaba de la intrincada relación transferencial-contra transferencia! con cierto tipo de pacientes, que daba origen a estados de malestar emocional y de cuestionamiento intelectual. Con frecuencia esto promovía en mí el deseo de escribir con la esperanza de lograr así una mejor comprensión de la realidad psíquica de mis pacientes, con sus poderosos, aunque paradójicos, dramas interiores, así como el de tantear las barreras creadas por mi propio mundo interno. No se me escapaba mi inquietud por el hecho de estar aprisionada dentro de conceptos teóricos venera-bles, que tal vez fueran el impedimento para tratar de hallar solución a problemas clínicos complejos. Estos conceptos abarcaban toda una gama, desde el perma-nente examen de las pulsiones instintivas y sus desti-nos, hasta el desafío a dicotomías tales como las de lo edípico y lo preedípico, o las que oponían el conflicto mental a la deficiencia psíquica, o las teorías de las

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rela-ciones objetales a las perspectivas interpersonales. Tam-poco creía en la validez de considerar a la perversión simplemente como el negativo de la neurosis, ni en la concepción según la cual neurosis

y

psicosis pertenecen a dos mundos totalmente separados. Quería, con cau-tela, abrir nuevos territorios, proponer otras hipótesis y enfoques clínicos diferentes.

Lo que se enuncia con menos claridad, tanto en el "Prefacio" de la primera edición como en el resto del libro, es la actitud polémica que está en la base de estos cuestionamientos, la marcha de protesta teórica contra gran parte de lo que me habían enseñado a considerar sacrosanto tanto en la teoría como en la práctica del psi-coanálisis. ¿Quién se atrevería. a discrepar despreocupa~ damente con Freud? Pese a los veinte años transcurri -dos desde mis primeros pasos vacilantes en el campo profesional, yo seguía pensando que criticar a Freud equivalía a un delito de lesa majestad.

¿Y

cómo podía pretender desafiar a los teóricos posteriores a él que tanto habían contribuido a mi creciente comprensión de las complejidades de la psique humana y a mis propias observaciones clínicas? Sin embargo, había diversos aspectos de las teorías de Klein, Lacan, Hartmann, Win-nicott, Bion y Kohut que no me satisfacían. Desde mi temprana adolescencia, las influencias familiares me habían vuelto algo irreverente, y esto sin duda promovía aún más mi reacción alérgica ante cualquier huella de religiosidad presente en las diversas escuelas de pensa -miento psicoanalítico.

Esta mirada retrospectiva me llevó a advertir, e nton-ces, que muchos de los temas tratados en el libro (así como en los seminarios que sirvieron de base a varios capítulos) tenían como propósito criticar la idealización de la teoría y poner de relieve cuán peligroso era invali-dar las ideas personales sobre el trabajo propio,

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adhi-riendo con excesiva tozudez a ciertas consignas

metapsi-cológicas

y clínicas. Me daba cuenta de que el

terrorismo

teórico, si bien puede ser a veces tranquilizador para los candidatos en formación, ejercía una influencia inhibi-dora en los jóvenes analistas que sólo contaban para orientarse con unos pocos años de experiencia, y les impediría hallar en el futuro explicaciones creativas para los fenómenos clínicos novedosos que, aunque no invalidaran los conceptos vigentes, tampoco encontra-ban respuesta en éstos.

Yo admitía mi deuda fundamental con la meta psico-logía freudiana (sin la cual, aún hoy lo sostengo, es imposible "pensar psicoanalíticamente"), pero objetaba, con cierta timidez, su teoría de las aberraciones sexua-les, su enfoque normativo de las relaciones amorosas adultas, su concepción más bien endeble de la sublima-ción y sus restrictivos puntos de vista acerca de la sexualidad femenina. En una vena similar, no me ani-maba del todo a criticar el enfoque solipsista de Klein sobre las primeras relaciones objetales, y lo que yo lla-maba, irreverentemente, su modelo "digestivo" de la astructura psíquica. Al mismo tiempo, no me satisfacía la visión "desencarnada" de Lacan sobre la humanidad, puesta de manifiesto en su modelo lingüístico del inconsciente. Apreciaba la insistencia de Lacan en el papel estructurante del padre, tanto en la fantasía como en lo que él define como estructura simbólica, pero me molestaba su aparente desdén de la temprana díada madre-hijo, así como su oclusión del nexo entre el cuerpo y la mente y su descuido del afecto. Klein, por su lado, parecía haber prestado poca atención al papel del padre y su significación en el inconsciente de la madre, con respecto a su efecto en la estructura psíquica temprana. Si bien yo admiraba la forma en que Winnicott había invertido la posición kleiniana tomando en cuenta las

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primeras transacciones entre la madre y el bebé, y su reconocimiento de que algunas madres no eran "sufi-cientemente buenas" en lo que atañe a responder a las necesidades del lactante, me desconcertaba su escaso énfasis en el papel fundamental que tiene la relación entre el padre y la madre para la organización psíquica del niño pequeño. Las investigaciones de Bion me resul-taron enormemente estimulantes, pero perturbadoras por su intelectualidad, que por momentos oscurecía, a mi juicio, la naturaleza de la relación analítica. El inte-rés de Kohut por el "sí-mismo", según él lo concebía, y por la importancia de la patología narcisista, me irrita-ban en no menor medida, a raíz de su aparente sent i-mentalismo y de que echaba por la borda conceptos bási-cos, como los de la teoría de la libido o el papel de la sexualidad infantil, sin ofrecer a cambio, desde mi punto de vista, sustitutos satisfactorios. Me fue muy esclarece-dor el nuevo territorio abierto por Kernberg con su exploración de la patología fronteriza y narcisista, y valoré la necesidad por él expresada de poner orden en el caos del funcionamiento psíquico, pero su exhaustiva categorización de los estados clínicos me pareció limi-tante; con él, como con muchos otros investigadores cre-ativos, tuve la impresión de que a veces se perdía de vista al analizando -un ser como nosotros, que lucha por hallar soluciones a las dificultades que le plantea el hecho de ser humano-. Pero a pesar de todo, jamás se me habría ocurrido enfrentarme abiertamente a estos pensadores, ya que tenía aguda conciencia de mis pro-pias limitaciones. Lo que hice -ahora lo advierto- fue tratar de que mis ideas y mis ejemplos clínicos se enfrentaran con ellos por mí.

En verdad, mis sentimientos más intensos hacia los pensadores analíticos mencionados en esta lista (que de ningún modo es exhaustiva) se vinculan con el

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entu-siasmo del descubrimiento, pues todos ellos me inspira-ron ulteriores reflexiones.

Mi insatisfacción

por

sus

ine-vitables limitaciones no anula en absoluto la deuda que tengo para con ellos. Lo opuesto a la admiración, como ocurre con el amor, no es la crítica o el rechazo, sino la indiferencia. Yo estaba y sigo estando lejos de permane-cer indiferente ante estos pensadores constructivos, y en cambio les estoy sumamente agradecida por haberme obligado a pensar, por más que, después de muchas bús-quedas, he rechazado algunos de sus hallazgos a la par que incorporaba otros a mi metapsicología privada.

Me llevó algunos años darme cuenta de que mis crí-ticas principales se dirigían a los seguidores ciegos, complacientes, de los fundadores de las escuelas psicoa-nalíticas, los discípulos devotos que parecen olvidar que una teoría, por definición, es sólo una serie de postula-dos que no fueron probapostula-dos jamás. (Si fuese de otro modo, nuestras teorías sobre el funcionamiento psíquico serían leyes, no teorías, y por ende sólo con enorme difi-cultad podrían ser impugnadas.) Esta actitud reveren-cial hacia la teoría y los teóricos psicoanalíticos, si bien puede fomentar el esfuerzo por corroborar los conceptos teóricos existentes, es una amenaza constante contra la capacidad de observación clínica y el cuestionamiento teórico creador si sus adherentes caen en la trampa de convertirse a la fe de los líderes carismáticos y de sus teorías.

Esta actitud mía polémica, que no fui capaz de asu-mir plenamente en mis primeros intentos de objetar conceptos venerables, inevitablemente me lleva a pre-guntarme por las metas y finalidades que inconsciente-mente afectan mis propias investigaciones clínicas y teó-ricas. ¿En qué se funda, por ejemplo, mi tendencia a las actitudes iconoclastas, presente desde mi niñez, y a otor-gar en consecuencia un alto valor, en mí vida

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--nal, a un enfoque ecuménico del pensamiento psicoana-lítico? Dejando de lado el origen de estas tendencias, el hecho de que recibiera mi formación analítica en un idioma que no era mi lengua natal, y que debí esfor-zarme por dominar, tuvo un efecto considerable al incul-carme que, como decía Pascal, las palabras sirven para encubrir nuestros pensamientos en vez de servir para comunicarlos. Hay teorías altisonantes que, cuando se las examina con cuidado, se parecen en ocasiones a la hazaña de partir un coco: tras la enérgica división, uno descubre apenas una cantidad muy pequeña de líquido ahí dentro, de un sabor casi imperceptible.

En diversas oportunidades se me acusó, por ejemplo, de atreverme a utilizar conceptos teóricos kleinianos o lacanianos siendo que yo no me identificaba en modo alguno como analista kleiniana o lacaniana, ni en la teo-ría ni en la práctica. Con igual sorpresa noté que otros me criticaban por ser una clínica y teórica "ecléctica". En rigor. me considero, como profesional, una freudiana clásica, y si bien mis hipótesis pueden poner en tela de juicio algunos de los conceptos más venerados por Freud, entiendo que son una extensión de sus puntos de vísta básicos, teóricos y clínicos. Pero me siento impul-sada a agregar ... jque la misma afirmación harían los kleinianos, lacanianos, hartmannianos, winnicottíanos y kohutianos, así corno los adherentes a casi todas las demás escuelas de pensamiento psicoanalítico1 En la medida en que todos nos zambullimos en el misterioso funcionamiento de la psique humana y estamos de-cididos a buscar la verdad en este campo escurridizo, pertenecemos a la misma familia. El cambio psíquico se produce en todas las variantes de tratamiento psicoana-lítico, por más que lo practiquen profesionales con con-ceptos teóricos y enfoques técnicos sumamente divergen-tes entre sí. El hecho de que cada escuela proponga una

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teoría distinta para explicar los cambios producidos en

el

curso

del

tratamiento sugiere

que las

transformacio-nes en la organización psíquica y las curas sintomáticas resultantes ¡no se deben a nuestras teorías sobre dichos fenómenos! Quizá la explicación del cambio psíquico se

nos escape por siempre.

A los lectores que ya están familiarizados con los libros posteriores a Alegato por cierta anormalidad tal vez les interese conocer los antecedentes, en materia de experiencia y reflexión, que son el fundamento de mis obras posteriores. Esto es particularmente notorio en mi intento por demostrar, con referencia a las teorías de raíz clásica sobre la perversión, que las desviaciones sexuales no pueden entenderse meramente como el negativo de las construcciones neuróticas (inquisición que prosiguió en Theatres of the Mind), así como en mi actitud de sondeo frente a las teorías establecidas que dan cuenta de los fenómenos psicosomáticos (retomada

en Theatres

of the Body). En ciertos aspectos el presente libro y Theatres of the Mind se complementan, por cuanto este ljbro ilustra con más detalle una teoría clí-nica general que me resultó útil para abordar a los ana-lizandos cuya estructura psíquica presenta un desafío particular en el encuentro psicoanalítico.

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PREFACIO

Para un psicoanalista, publicar un libro "de psicoa-nálísis" significa también publicarse, revelar un frag-mento de sí mismo.

Este libro expone el trayecto de una reflexión de muchos años, resultado de una experiencia compartida con mis pacientes. Pues un psicoanálisis no debe asimi-larse a una situación en la que una persona "analiza" a otra. Más bien es el análisis de una revelación entre dos personas: el analista vivirá a su modo, con su propia fuerza y su propia debilidad, lo que sus analizantes experimentan, se identificará por turno con cada uno de ellos y con los seres que han marcado sus vidas, y lo hará a través de un conocimiento de sí mismo, siempre parcial. A veces, la intimidad de esta experiencia es mayori más intensa que la que el analista ha conocido en la relación con sus parientes ...

¿Qué me impulsó a escribir los diversos textos que componen este libro? La necesidad de escribir no se me impone en los momentos en los que siento mayor placer por ser analista sino más bien en aquellos en los que

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debo superar obstáculos para recuperar ese placer. La

relación íntima

e

n la

que se

encuentran dos individuos

para comprender mejor la problemática de uno de ellos desencadena una experiencia innovadora en la cual algo puede ser puesto en palabras por primera vez en la his-toria del sujeto, y por primera vez también ser pensado y experimentado. Pero las complejidades de la relación son tales que en cada análisis surgen "tiempos muertos" en los que este proceso se detiene. Y a veces se traba totalmente, colocando tanto al analista como al anali-zante en una situación de incomodidad. Así, cada vez que me encontraba en dificultades, que ya no compren-dfa nada o no lograba comunicar lo que había compren-dido o, lo que es más perturbador aún, cuando tenía la impresión de haber comprendido, de haber compartido mi comprensión y, a pesar de nuestros esfuerzos combi-nados, el proceso analítico no se desencadenaba con los caxnbios profundos que es capaz de inducir, entonces me ponía a escribir. Al principio realicé este trabajo de reíle· xión pensando en los jóvenes analistas que se estaban formando. El primer tema de mis seminarios fue la

re)a.

ción de transferencia y contratransf erencia, tema que permitía llevar siempre más lejos la pregunta por aque-Jlo que pone al analista en dificultades en su práctica y lo que corre el riesgo de escapar al proceso analítico;

cuestionamiento siempre retomado de las limitaciones del analista, del analizante y, por último, del mismo método psicoanalítico. El analista queda fácilmente preso en su propia formación.

Su

saber específico, adqui-rido por los afectos de la transferencia y fuertemente marcado por ellos, corre el riesgo no sólo de propagar cierto terrorismo teórico -lo cual obstaculiza la libertad de pensar y de cuestionar- sino también de entorpecer su práctica. Todo lo que al analista le ha faltado explo-rar en su psicoanálisis personal se encuentra en el ori·

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-gen de su ceguera y su sordera frente a sus futuros pacientes. De modo que si quiere acompañar a sus anali-zantes tan lejos como sea posible, debe examinar conti-:nuamente sus afectos contratransferenciales.

Este interés primero ha dejado sus huellas en casi todos los capítulos de este libro. Pero el estudio de la relación analítica no es lo único que abre el camino a la exploración de lo que hace fracasar el trabajo del ana-lista. Desde muy temprano, mi atención fue atraída por un cambio sutil surgido en la naturaleza de la demanda de análisis y por el hecho, constatado igualmente por un gran número de mis colegas, de que el "buen neurótico clásico" (si es que su existencia en estado puro es algo más que un simple artificio de la teoría psicoanalítica)

empezaba a escasear. Hoy en día nos encontramos más bien con pacientes que padecen problemas de carácter, que se expresan la mayoría de las veces por medio de conductas sintomáticas que he calificado como "actos-síntoma". Los actos-síntoma, haciendo las veces de lo reprimido, ocupan el lugar de la elaboración psíquica tal como se la observa detrás de los síntomas neuróticos. Un

cambio semejante, debido en parte al interés creciente por la experiencia analítica, tiene el efecto de llevar al análisis a pacientes que en los primeros tiempos del psi-coanálisis no hubieran sido considerados como "indica-ciones". Pero también en nuestros días las curas analíti-cas duran varios años, lo que da a los "neuróticos" el tiempo suficiente para descubrir su dimensión "psicó

-tica", la que se esconde en los rasgos del carácter, en las manifestaciones psicosomáticas, en la inhibición de las aspiraciones creadoras. Paralelamente, he podido cons-tatar que el "buen neurótico", con su "yo fuerte", resulta con frecuencia totalmente inaccesible al proceso analí-tico, mientras otros, de estructura laxa, narcisista, pro-yectiva, los de "yo débil", convertían su análisis en una

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aventura fructífera y fascinante para sí mismos y para

su

analista.

Estos pacíentes, a los que no puedo

clasifi-car pues su sintomatología es muy diversificada -lla-mémosles los "casos dificiles" - , me han llevado a com-prender, por el encarnizamiento mismo de su resistencia al análisis, al cual sin embargo se aferran con violencia, que su coraza caracterológica tenfa la función de prote-ger sus vidas, y no sólo su sexualidad, como sucede con la sintomatología neurótica. Es verdad que todo síntoma es un intento de autocuración, pero, en esos analizantes difíciles, los síntomas sirven como escudo contra la indi-ferenciación, la pérdida de identidad, la implosión fra g-mentadora del otro. Para salvaguardar el derecho a existir, solo o con otro, sin temor de perderse, de hun-dirse en la depresión o disolverse en la angustia, se crea un edificio psíqu1co construido por la magia infantil, megalomaníaca e impotente: medios de niño para hacer frente a una vida de adulto. Esta forma de vivir puede aparecer a los ojos de los demás como una existencia loca o incoherente, y e1 sujeto como inexplicablemente actuando o ausente en exceso; pero quien habita este edificio, por más que su estructura oprimente torne la existencia casi insoportable, no renunciará a él alegre-mente (salvo que haya decidido quitarse la vida). Pues al menos, al abrigo de este edificio, le es posible sobrevi-vir.

Este libro se abre allí donde comienza mi cuestiona-miento de la creatividad psíquica, con una pregunta por la perversión sexual. La solidez de la construcción cons-tituida por la perversión ha opacado su significación interna. Sin embargo, es un terreno muy familiar para el psicoanálisis. ¿No consagró ya Freud en 1905, en los Tres ensayos, un capítulo magistral a las "aberraciones sexuales"? No hago más que redescubrir todo lo que de

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allí se deriva: la angustia de castración; los aconteci-mientos traumáticos de la infancia que, en el análisis, apuntalan el sentido del fantasma amenazante; la pre-genitalidad y la tolerancia de sus expresiones eróticas que los neuróticos niegan; el retorno del ataque super-yoico rechazado por el sujeto, volviendo del exterior con fuerza persecutoria. Mis pacientes me ayudaban a reconstruir sus vidas de niño, a escuchar en sus propias palabras las claves que daban sentido a su invención erótica, a su elección de objeto, a sus estrechos objeti-vos. Pero sus sufrimientos continuaban, y su desviación también. Por más que encontrase en la famosa fórmula "la neurosis es el negativo de la perversión" que es enri-quecedora -fórmula que la experiencia clínica siempre confirma- me parecía insuficiente para comprender lo que hay de inquebrantable y compulsivo en la organiza-ción perversa. La hipótesis económica de la "energía libidinal", hipótesis que tan bien ilumina el síntoma neurótico con sus satisfacciones secretas, no explica del mismo modo los caminos complejos de la desviación sexual, que constituye la economía de una construcción neurótica. Dicho de otra forma, esta desviación (= una vía distinta) no es un simple desvío en el camino del placer. Una dimensión evocadora de la desesperación, una necesidad vital se entremezclan en la práctica per-versa, adelantándose al deseo; o más bien, es un deseo diferente el que se expresa y, muy frecuentemente, puede prescindir tanto de la resolución orgástica como de la relación amorosa. Allí la amenaza que pesa sobre la sexualidad es más antigua: concierne al derecho a una existencia separada y a un pensamiento indepen-diente. Se trata de la angustia originaria, del peligro de desaparecer en el otro y de desear esta desaparición, esta muerte psíquica ante la cual el ser infantil y frágil inventará lo que sea para escapar. Así nacen tanto las

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creaciones de la sexualidad perversa como la

perversi-dad cruel que intenta

·

por medios eróticos controlar el

peligro que representa el otro. Algunos, presos en la trampa de su deseo de vivir y su imposibilidad de hacerlo sin violencia, encuentran en la no-sexualidad

un guión y una escena para la acción susceptibles de

contener esta violencia, también con una expresión

eró-tica que les permite una vida sexual, aunque muy

intrincada, y un contacto con sus semejantes, aunque

muy parcial. Así se evita a la vez el peligro de perder todo derecho al deseo y el peligro de perderse en la

rela-ción con el otro. Por el contrario, en este encuentro,

queda recuperada la imagen de sí, con una identidad propia y sin que nadie muera. Pues el encarnizamiento por destruir al objeto amenazador apunta al mismo tiempo a los objetos originarios más amados. Este drama da la medida de la hazaña del niño que crea

estas invenciones, creaciones imaginarias que, en el

segundo tiempo del deseo, se convertirán en perversio-nes sexuales.

Así, este libro comienza con la historia de M. B., o

más bíen con un trozo de su historia analítica que sólo intenta ilustrar una hipótesis. Todo lo que era exclusivo de B. no figura en estas páginas; sólo lo que tenía en común con otros que, como él, sufrieron una misma

angustia y semejante desesperación. Este dolor

insoste-nible, más allá de la "angustia de castración" qi1e sub-yace a la sintornatología del neurótico (y que tampoco

falta en estos pacientes), atañe a la muerte psíquica en

la que el yo del discurso corre el riesgo de perder sus señales narcisistas identificatorias. Erigir una muralla

contra este derrumbamiento, muro cuyas primeras pie-dras han sido colocadas en el transcurso de la primera infancia, con todo lo que implica de tambaleante e

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eró-tico, piedra angular de este arcaico edificio, una dimen-sión pavorosa e ineluctable.

En un capítulo más teórico (cap. 2) he intentado pre-cisar esta problemática y definir el funcionamiento psí-quico que permite mantener este frágil equilibrio.

Esta primera pregunta por la perversión abre otros interrogantes. Muchas perversiones sexuales son en el fondo sistemas insólitos de

masturbación

,

lo que me con-dujo a una reflexión sobre la masturbación como fenó· meno universal en el ser humano, y sobre su rol como expresión privilegiada de la bisexualidad psíquica y la omnipotencia erótica de todo ser. Entre los dioses y las lombrices, Hermafrodita ocupa un lugar imaginario (cap. 4).

En "Creación y desviación sexual" (cap. 5) abordo el problema de lo que liga la sublimación y la perversión y de lo que las distingue, pregunta que para rnf está lejos de haber recibido una respuesta definitiva.

Partiendo de la noción de una sexualidad "adictiva" -de la sexualidad como droga-, he llegado a pregun-tarme si muchas relaciones sexuales, que por su forma no pueden considerarse desviaciones, no jugaban un papel semejante en la economía psíquica del yo. De allí la idea de señalar en la regresión psicosomática una forma de sexualidad y de relación "adictiva". En efecto, he dedicado mi interés a aquellos que, si bien mostraban una problemática de fondo idéntica a la que se descubre en el interior de la desviación sexual, no han podido encontrar este ensayo de autocuración, o bien, habié n-dolo encontrado, no han podido retenerlo. La sesión ana -lítica relatada en "Cuerpo y discurso" (cap. 10) aporta un ejemplo de la pérdida de las soluciones económicas de este tipo.

Estas observaciones han desembocado en los proble~ mas de la economía narcisista y sus permutaciones

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eventuales en quienes luchan para salvaguardar su

identidad

como

sujeto.

Querer sondear la profundidad

de las angustias psicóticas de despedazamiento, de pér-dida de identidad, es un trabajo de espeleólogo psíquico~ trabajo en una angustia compartida para seguir una senda que se abre sobre un vacío tan aterrador que todo camino parece bueno para escapar de él~ fuga hacia los otros, tragados como una droga; fuga ante los otros en una autarquía narcisista; y, cuando el intento de anidar en el otro, de enroscarse sobre sí mismo, conduce siem~ pre a un abismo cuya profundidad no puede medir el espíritu, precipitación en actos automutilantes o toxico-manfacos, con la fuga última hacia el suicidio en el hori-zonte.

No

nos asombramos entonces al observar, en aque-llos cuya demanda de análisis está sustentada por seme-jante sufrimiento, una resistencia feroz contra el

proto-colo de la cura psicoanalítica con su invitación a decirlo

todo, a experimentarlo todo, sin recurrir a la actuación.

No me refiero aquí a esas curas llamadas de "psicotera-pia psicoanalítica", en las que el analista se muestra reservado de entrada respecto de la capacidad del demandante para utilizar la relación analítica, para poder contener y elaborar las emociones intensas

susci-tadas en ella, para soportar comunicaciones que no son

sino interpretaciones. A decir verdad, emprender seme-jante aventura supone una buena dosis de salud mental.

Pues sucede que muchos pacientes se comprometen en un análisis a causa de síntomas' neuróticos pero la parte psicótica prevalece en ellos por encima de la dimensión neurótica de la personalidad. La defensa contra las angustias psicóticas amenaza interponerse constante-mente entre el analista y el analizante, desencadenando pasajes a la acción que difícilmente pueden traducirse en palabras; o peor aún, análisis en apariencia

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tranqui-los o tormentosos pero vacíos, en tranqui-los que las sesiones se suceden y se asemejan sin producir ningún cambio en el interior de la relación analítica.

Ineluctablemente, descubrí que estos pacientes movilizan en el analista sus propios temores y defensas psicóticas; en efecto, cuando el trabajo se estanca, es el analista quien corre el riesgo de perder sus señales iden-tificatorias, es decir, de perder su identidad de analista.

Subrepticiamente descubre que ya no "funciona". Tra-yecto del análisis en el que es necesario inventar algo para no verse atrapado en una relación de fuerzas inter-minable; y aquí comienza el cuestionamiento de sí mismo, y el núcleo de nuevas hipótesis de trabajo: una nueva forma de intervenir, un gesto en lugar de una interpretación, otra manera de escuchar y, en todos los casos, una reflexión profundizada sobre sí mismo, sobre el otro y sobre la pareja que forman. Este aspecto de la aventura psicoanalítica, del lado del analista, se expresa particularmente en los capítulos: "El anti-analizando en el análisis" (cap. 6) y "La contratransferencia y la comu-nicación primitiva" (cap. 7).

Pero el autoanálisis sólo nos da explicaciones parcia-les. ¿Por qué logré devolver a la vida a Annabelle Borne, personaje central de la "Comunicación primitiva" y por qué fracasé tan lamentablemente en hacer otro tanto por Mme. O. de "El anti-analizando"? ¡Habrá que creer que la contratransferencia siempre obstruye la visión! No es sorprendente descubrir que la relación analítica que establecen estos analizantes encuentra su corres-pondencia en las relaciones incoherentes que mantienen con su entorno. Pero se supone que el analista descu-brirá en esta incoherencia un sentido, y así es. En segundo plano, siempre se descubren las relaciones inco -herentes de la primera infancia, relaciones alternativa-mente gratificadoras y frustrantes, consteladas con

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experiencias de abandono, de perversión, de

enferme-dad, de muerte, que han

contribuido

a hundir al niño en

duelos imposibles y a poner en peligro su vida psíquica. El pequeño sujeto, preso en las redes de fondo del inconsciente parental o de una realidad traumática, padece la ira y la mortificación narcisistas, las que,

per-maneciendo enquistadas hasta la edad adulta logran ajustarle solapadamente las cuentas, a pesar de la defensa masiva contra los impulsos destructores. Si se evita una "solución" psicótica, los mecanismos primiti-vos se infiltrarán de todas maneras en cualquier rela-ción. Estos sujetos terminan finalmente perdiendo la esperanza de poder vivir una relación de amor que no sea destruida por el odio. ¿Destrucción de sí, destrucción del otro? En este mundo de relación fusiona!, es exacta-mente

Jo

mismo. Mientras tanto, la repetición incansa-ble confinna al sujeto la certeza de que, en cada nuevo encuentro será rechazado, deniwado, abandonado, trai-cionado. Entra entonces en un círculo que comienza con Ja idealización del objeto que aportaría supuestamente la satisfacción total, seguida del furor y de fantasmas asesinos cuando sobreviene el desfallecimiento del otro. En su obstinación por establecer una relación indisolu-ble y eterna, crea un lazo fusiona! imaginario, imagen especular que, inevitablemente, se revelará como inade-cuada para la espera imposible. La alondra*, presa en la trampa de su propio deseo, descubre entonces una fuerza sobrepoderosa para apartarse del otro -superfi-cie reflectante- y romper el espejo. Y en ese preciso momento es su propia imagen la que vuela en pedazos. El sujeto, ahogado por la angustia, se retrotrae ante Ja

"' Juego de palabras con ulouette (alondra) y miroir (espejo):

umiroir

a

alouettes" significa espejuelo, trozo curvo de madera con espejitos incrustados que se usa para atraer a las alondras y cazar-las. [T.)

(23)

vida, se aparta del prójimo y se autorrecrimina, diri· giéndose amargos reproches. Frente a semejante desas-tre, algunos no se aventuran más en el universo de los

otros, no se exponen

nunca

más a

la dependencia servil, al temor constante de perder, no sólo el objeto deseado sino también el objeto-reflejo, garantía de la existencia y seguridad de que la vida vale la pena de ser vívida. En "Narciso en busca de una fuente" (cap. 8) he intentado hacer sensibles, por medio de algunos fragmentos de análisis, los dos desenlaces de este conflicto psíquico vital, aparentemente opuestos. Si una de las soluciones apunta al dominio tan absoluto como sea posible de·

mismo, la otra persigue el control absoluto del objeto, y cada una intenta a su modo evitar la amenaza de la muerte psíquica.

Mis reflexiones sobre la libido narcisista con su pre· caria economía me han enfrentado a sus expresiones más arcaicas que son también, curiosamente, sus expre-siones más banales: las "creaciones" psicosomáticas, manifestaciones del espíritu humano que, luchando cie-gamente por la vida, toman como aparato de pensa-miento este ordenador implacable que es el soma, y de ese modo se ubican del lado de la muerte. Esta falla en la psique, que la escinde del soma, no es la falta signifi-cable que suscita el deseo y la creatividad y que induce los síntomas neuróticos y psicóticos, las perversiones y los actos-síntomas, todos ellos testimonio de la creativi· dad psíquica. Cuando el que encuentra la respuesta a

los conflictos psíquicos es el

soma

solo,

su

creación

es

por definición y literalmente, inenarrable. Aquí el ana -lista está a la escucha de lo inefable, de una nada indeci-ble, metáfora de la muerte. Los capítulos de este libro que tratan del psicósoma en psicoanálisis (caps. 9 al 12) adelantan nociones sumamente hipotéticas. Novalis dice en alguna parte: "Las hipótesis son redes de pescar;

(24)

quien no las arroje nada recogerá". Yo he tendido, por

tanto, algunas redes ... a

la

espera de que otros me ayu-den a recogerlas y a evaluar lo que contienen. Esta región limite de lo analizable me ha llevado a una apre-ciación de la vitalidad psíquica en todas sus formas. ¿Crear o morir? ¿Es ésta la elección final? Entre las prohibiciones y lo imposible que estructuran la mente humana, el derecho de paso se adquiere arduamente, y el precio que se paga es más diversificado de lo que se piensa. Entre la promesa de la infancia y las realizacio-nes de una vida de adulto, hay más que los escollos de la neurosis, la psicosis y los actos·síntoma. El niño inces· tuoso

y

el niño de pecho megalómano que exigen sus derechos en tales creaciones tal vez

han

evitado otro destino, el del niño que supo adecuarse demasiado pronto y demasiado bien al mundo de los mayores, con riesgo de perderse en una sobreadaptación a la realidad exterior, en una "normalidad patológica" tan dolorosa con sus apagados colores como los caminos de la locura. Si el niño agazapado en el fondo del hombre es la causa de su sufrimiento psíquico, también es la fuente

del arte y de la poesía de la existencia, la promesa siem-pre siem-presente de una nueva mirada, develamiento de lo insólito en lo cotidiano, protección contra las caídas y locura secreta contra el espectro de la "normalidad nor-malizante" de una vida exclusivamente "adulta". Es necesario saber comunicarse con este niño mágico narci-sista, so pena de asfixiarlo. Asistir a la expansión de este intercambio es una experiencia conmovedora, ser testigo de su fracaso, una tragedia. Es éste el senti-miento que quisiera transmitir en el capítulo que cierra este libro y que le da su título: "Alegato por cierta

anor-malidad''.

(25)

maestra, cada análisis es una odisea. Mis analizantes no dejan de asombrarme, de enseñarme, de emocionarme. Este libro está dedicado a todos aquellos que me han permitido acompañarlos en su viaje.

(26)

; 1

l. LA ESCENA SEXUAL

Y EL ESPECTADOR ANONIMO

-¿La vida? Es un juego cuyas reglas conozco bien.

Que gane o que pierda, no me importa en absoluto.

Diga-mos más bien que

la vida

me divierte.

Si alguien escuchara estas palabras se sorprendería de la voz grave y entrecortada del hombre que las pro-nuncia, de la rigidez de su cuerpo y sobre todo de la expresión de su rostro, que no refleja en absoluto la diversión que, según sus palabras, Ia vida le ofrece. ¿Qué significa semejante negación de la importancia de

la vida, e incluso del sujeto mismo? Un desafío, cierta-mente. ¿Pero dirigido a quién y por qué motivo? Esta frase, lanzada como una profesión de fe de la cual se siente orgulloso, muestra, sin saberlo el paciente, su

intento desesperado por dar un

sentido

a

la

vida,

y

más

exactamente a su vida. Podría traducirse de esta

manera: "Es

necesario que

mi

vida sea vivida como un juego para que pueda vivirla". Por

otra parte,

él

añade:

-Tomar mi vida en serio sería correr un riesgo insensato. Y sin saber por qué.

Si su vida no es más que un juego, se convierte en un

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-peligro, en transgresión cuyo castigo será la castracíón,

la afánisis, la muerte. Al elegir

el juego como modus vivendi, M. B. ha optado finalmente por la vida, que en adelante vivirá sólo bajo una forma lúdica. Y esto, con respecto a cualquier faceta de su vida: trabajos profesio-nales, amistades o vida sexual. Y de la misma forma, por la variante del juego, él se autoriza la experiencia de

un análisis. "¿Juego bien el juego del psicoanálisis?", preguntará durante los primeros minutos de su primera sesión.

Gracias a esta cobertura lúdica, pudo, desde el comienzo del aná1isis, revelar la sombra de una verdad opuesta a aquella que mostraba durante sus primeras entrevistas.

-Mi vida es una degradación continua. Mi trabajo

intelectual está siempre retrasado y sólo lo termino en

caso de urgencia; frente a mi público tengo la impresión

constante de hacer trampa ... y un miedo que no me deja, miedo de ser desenmascarado un día y condenado ... A

propósito, tengo que hablarle de mis pequeñas obsesiones

sexuales.

En las sesiones siguientes, el paciente utilizaba este último tema como un juego, dejando escapar de vez en cuando fragmentos de frases en relación con su vida sexual y preguntando si yo había "comprendido", sí o no. En realidad, lo que él llamaba su juego sexual, consistía en pegar a su amiga con un látigo en una puesta en escena ritual y detallada. De esta manera podía esperar el goce.

-Y ahora le muestro mi degradación sexual. Es algo que sobrepasa mi comprensión ... pero no piense que yo querría abstenerme. Son mis juegos favoritos.

A decir verdad, en esta sesión, se podría haber sos-pechado que a pesar de su protesta contra la degrada-ción, no quería en absoluto modificar su vida erótica.

(28)

Utilizaba esta última, en su mismo discurso, si no para negar, para controlar el miedo de ser "desenmascarado y

condenado" por un delito no conocido.

En lo que concierne a su trabajo expresaba, por el contrario, el deseo de cambiar. Pero al tratar de remar-car su impresión de nulidad en ese campo, mostraba la

fuerte interdependencia entre sus inhibiciones

profesio-nales y su sexualidad. Cuando hablaba de sus

dificulta-des para tomar su trabajo en serio, su lenguaje se impregnaba, a menudo, de una imaginería evocadora de fantasmas inquietantes asociados al acto sexual genital.

-Soy incapaz de lanzarme, de penetrar en mi tra·

bajo. Como si no me atreviera a ir hasta el final. Jamás

toco el fondo. Para zambullirme, tengo que hacerlo con

los ojos cerrados ... ¡pero de todas maneras lo logro!

Tengo cantidad de pequeños trucos para tener éxito. Pri·

mero me pongo en una situación en donde no puedo

retroceder. Estoy obligado, entonces, a ir hasta el final. ..

El hecho de que los otros me miren, me obliga a produ·

cir. ¡Delante del público produzco siempre!

''Los pequeños trucos para tener éxito" en su vida

social encontraban su simétrico en la puesta en escena fetichista (látigo, vestimenta ritual), pero, en ese ámbito, "los otros que miraban" no eran fácilmente iden-tificables. La mirada del otro, presentada generalmente como la mirada de un público anónimo, se convirtió casi en un personaje en el discurso de M. B. Gracias a éste, transformaba sus tareas profesionales en realizaciones brillantes, siempre producto del último minuto, con lo que ganaba un "momento de goce", trabajo que no impe-día el sentimiento irreal de planear "sobre toda su pro-ducción". Un sentimiento de fracaso y de depresión ganaba terreno sobre la impresión más bien triunfante de jugar la vida, mientras que los otros, "la gente bien", se tomaban en serio.

(29)

-Esta impresión de irrealidad forma parte dt!l

juego.

A

veces

me pregunto si no

es

un juego de niños el

mío. Debo confesar que siempre hice creer a los demás

que, por tomarse la vida tan en serio, eran ellos los niños y era yo quien podía decirles la verdad.

¿Pero de qué verdad se trataba? El paciente estaba lejos de poder precisarlo, sino para decir que, en lo que se refiere a jugar, él jugaba realmente y con pleno conocimiento de causa, que él no era inocente. ¿Y de qué juego se trataba? Eso tampoco era evidente. M. B. habría estado de acuerdo con la idea de

Claparede

de que "el juego es una persecución libre de metas ficti-cias" y habría agregado enseguida que esta definición

del

juego caracterizaba perfectamente su concepción de

la

vida. ¿No había presentado, acaso, todas sus metas bajo un tiempo ficticio? ¿Podría permitirse alguna vez obrar «realmente"? Pero su juego·de-la-vida comprendía también una dimensión de prestidigi-tación que implicaba la mirada del otro. Los otros, al contrario de él, debían creerle, tenían que dejarse engañar como el niño engañado por el adulto. De esta manera proyectaba en los otros su propia confusíón, gracias a la cual, el adulto jugaba y el niño, mistifi-cado y serio, miraba. Protegido por su identidad de prestidigitador, siempre se ha visto como alguien "orí~ ginal" que podía permitirse extravíos y no hacer caso de las obligaciones sociales, reservadas a los otros (a los niños serios, juiciosos). Ahora bien, a través de su discurso analítico comenzó a considerarse bajo una mirada nueva.

-Por primera vez me ueo como alguien inmutable, rfgido. Controlo todo lo que hago. ¿Acaso alguna vez (en

mi vida) me entregué a un solo gesto espontáneo? ... . e incluso, veo claramente que me ínmouilizo frente a todo intento por mi parte de salirme de esto. Hace un año no

(30)

lo hubiera creído. Pero, ¿quiero salirme de esto o no?

Q ., ?

¿ uien soy yo ....

Después de un corto silencio, retomó el tema habi-tual: no había hecho nada en toda la semana ... durante meses ... desde hacía años. Después de cada logro, se lamentaba aún más de su fracaso y de su degradación. Durante 1a misma sesión, al esbozo de la idea de "salirse de eso" continuaban las protestas por su fracaso. Me limité a decirle que quería tranquilizarme; aportaba las pruebas de su 1nocencía. No "penetraba". De hecho, tanto en su trabajo como en sus juegos sexuales, apla-zaba indefinidamente el desenlace, el goce. E incluso en esto, se desligaba de toda responsabilidad afirmando que actuaba bajo coacción.

El paciente comenzaba a vislumbrar que el juego, ese juego desarmante que era su vida, tenía reglas de las cuales él era esclavo, cosa que nunca había percibido antes. Toda su relación "con el público", su deseo de bri-llar, de presentarse mistificándose, mostraban la exis-tencia de un fantasma potente e inmutable, cuyo sentido él no reconocía. La puesta en escena (rígida también) de sus fantasmas eróticos, al menos en cuanto a su reflejo consciente, fue precisándose, poco a poco, durante el curso de las sesiones. Sus fantasmas se referían siempre a dos personajes femeninos, por ejemplo el de una mujer que pega a una niña en sus nalgas desnudas. "¿Y el público?", le pregunté yo un día, refiriéndome a todo lo que él había dicho sobre la importancia del público. Sor-prendido por esta pregunta, contestó: "¿Pero cómo sabe usted que el público juega un papel importante?". Mi intervención inaugura un período angustiante en el dis-curso del paciente. Como fantasma de la mirada, ese público no tarda en instalarse en la relación analítica bajo la forma de resistencia.

(31)

--¿A quién le hablo? ... Ahora estoy obligado a tomarla en serio y tengo horror de eso. ¿Sabe?, ¡todo esto no me divierte más!

-¿Y qué pasa si el psicoanálisis no le divierte más, si no es más un juego?

Las palabras vacío y abismo, -responde- me

vie-nen

a

la mente. No veo nada más.

Es

el enloquecimiento. El, que se cuidaba de toda expresión de angustia, se apresura a agregar;

-Aunque, fíjese bien, yo tengo una gran capacidad para soportar el enloquecimiento.

- ¿Se podría decir que usted hace un juego del enlo-quecimiento mismo?

Después

de

un largo silencio, respondió: -Yo hago sólo eso ... con mi acuerdo ... hasta el momento en que yo no puedo retroceder. .. Soy como alguien que juega con la muerte.

Se quedó en silencio, y le hice notar que se había callado evocando la idea de la muerte.

-Mire usted, ya no pensaba más en mi trabajo, sino en mis juegos sexuales. El látigo es una fuente de angustia, pero es también el medio de suprimirla.

Si bien el látigo despierta en mi paciente la angustia ligada a la amenaza de castración, es también el ele-mento del juego que sirve para controlar esta angustia. Aquí, la castración, toma la imagen de un sexo feme-nino, representado como "el abismo" - a la vez amenaza narcisista y alusión al padre: doble amenaza, entonces, para el pequeño que juega a la sexualidad.

La continuación de estas asociaciones era instructiva a este propósito. "¿Hay alguna relación

entre

el

enloque-cimiento y el asco?", preguntó. "Pienso en el asco que tengo del interior de la mujer." B. trata de protegerse contra la angustia del "abismo", inclinándose a una defensa anal.

(32)

---No tocar el sexo de la mujer. Tampoco verlo. Sin embargo, al esconder ese sexo asqueroso, me gustamos-trarlo.

-¿A

quién?

-Con

una risa seca respondió:

-Sin duda a mi "público anónimo" ... Me siento inquieto al decirle esto. El enloquecimiento, por así decir, está allí.

-¿Por qué?

-{Prosigue rápidamente) ¡Pero esto marcha bien, de todas maneras, porque la angustia aumenta mi goce!

Lo cual le hace percibir que la angustia, el enloquecí-miento, forman parte integrante del juego, sexual u otro, y que esta angustia está ligada al espectador anónimo.

Resumiendo, se trate de sus trabajos, de su relación amorosa, de su necesidad de fascinar y dominar a la gente, o de sus juegos masturbatorios delante del espejo, la puesta en escena se ofrece siempre a la misma mirada. En las semanas siguientes, fue posible delimi-tar con más precisión el papel del "espectador anónimo"

a través de la relación transferencial. Un día me explicó detenidamente que ya no le era posible hablar de sus fantasmas y de sus prácticas sexuales sin una respuesta de mi parte. Ya que se tortura para contarlos, necesita estar seguro de que esto vale la pena. Así, escuchar el relato de su actuación sexual debía ser mi deseo, y lo escuchado, un placer para mí. Se me ofrecía el papel del voyeurista. Esta interpretación le pareció "exacta e inquietante" y agregó: "Es realmente cierto, puesto que me dije: y bueno, si quiere escuchar todo esto, se va a decepcionar. Le ocultaré lo que me gusta". Entonces, necesidad de engañar. Es necesario que el otro mire, pero también es necesario abusar de su mirada. Es lo que muestra la puesta en escena del fantasma. El argu-mento trataba, tal vez con algunas variaciones, de un

(33)

castigo, siendo la víctima, además, inocente (él

"pene-tra", es sólo un juego). El inocente-culpable será azotado

públicamente frente a "una multitud". Esta multitud se

redujo a un "desconocido" en el discurso analítico. El

desconocido, que lo ve castigarse, se confunde en un pri-mer momento respecto del significado de lo que ve, por-que lo por-que se presenta como un castigo es la condición misma del goce sexual. Además, incluido sin saberlo

como participante de la escena del goce, el espectador resulta, a raíz de este hecho, doblemente engañado.· Pero no se nos escapa que el paciente abusa en primer lugar de sí mismo. Su insistencia en convencerse de que

"el otro quiere ser azotado" (en el juego compartido o en las historias fantaseadas) muestra la importancia que

se le da al goce del compañero, goce que se requiere para

validar su actuación y sus medios. Sólo el otro puede

validar el fantasma, según el cual aquí se trata del

secreto mismo del goce sexual (el juego debe hacerse verdad), y reconocer los poderes efectivos del látigo, sexo

ficticio-fetiche. El segundo engaño consiste en conside-rar al otro como fuente exclusiva de validación, cuando

ésta reside en uno mismo y sólo se sitúa en el otro por proyección. M. B. logró comprender que azotando a su

amiga no hacía más que identificarse con el deseo de

"ser azotada" que él le imputaba. Esta toma de concien-cia le permitió revelarme que a veces se azotaba a sí

mismo. Más tarde llegó a hablar del placer de "ser pene-trado por el dolor", descubriendo así un fastasma

homo-sexual, hasta ese momento reprimido. En un cierto nivel

imaginario, las marcas del látigo testimoniaban una castración, castración lúdica, e incluso burlada, puesto que por ella se llegaba al placer, al mismo tiempo que el

dolor era representado como algo penetrante,

penetra-ción a su vez fantaseada como la posesión del falo paterno deseado por la madre. "Ahora comprendo

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-decía- que me disfrace de mujer para convertirme en hombre. Quiero adquirir un pene especial. Pero, ¿qué quiere decir? ¿Soy homosexual, entonces?" Aquí también

se equivocaba, porque en su actuación sexual, si bien manifiestamente no había vagina, tampoco había pene. Había ciertamente una significación homosexual, como había una significación heterosexual, pero sobre todo, lo que estaba camuflado (realmente por el disfraz de la puesta en escena, y psíquicamente por la renegación) era la diferencia entre los sexos y su significación. La re~

lación sexual se reducía a un juego de nalgas azotadas, con lo que ilustraba bien el papel de la denegación su-brayado por Freud en sus escritos sobre el fetichismo. De esta manera, al disfrazar los órganos sexuales y su función, B. denegaba que el uno tenía por destino com-pletar al otro. La necesidad de ocultar la identidad origi-naria de los participantes presentes en el juego y los fantasmas asociados, parecía aún más importante. El fantasma que pone en escena dos personajes femeninos bajo la mirada de un desconocido, indica bien una trans-posición particular de la constelación edípica.

Ha llegado el momento de -centrar nuestro interés en

los padres de M. B., o en la manera como él quería pre-sentarlos. A decir verdad, dejaba salir con cuentagotas

los detalles de su pasado. Así, durante dos años, dejó que yo ignorara si su padre estaba muerto o vivo, si te-nía hermanos y hermanas. Al escucharlo parecía hijo único, hijo que no parecía tener tampoco una historia. Poco a poco, sin embargo, emergió el retrato de suma-dre, o más exactamente el retrato de la pareja que él, pequeño, formaba con ella.

-Con mis pantalones cortos color pastel, aunque ya estuviera fuera de edad, era para ella el pequeño Prínci-pe Azul. De alguna manera era contra mi padre ...

mi

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madre y

yo

hacíamos causa común contra él... Ella me repetía a menudo que yo era un verdadero machito ...

Era muy ambiciosa para conmigo. Su mayor deseo era que yo me pareciera un día a su padre. Era un escritor, y ella lo admiraba sin límites ... grande, fuerte; todo lo opuesto a mi padre. Usted me hizo notar que mi padre estaba ausente en todo lo que yo decía de mi familia. Pero es la realidad. ¡El no contaba! Evidentemente estaba siempre allí, como una ausencia permanente ... Tampoco veo a mi abuelo, me acuerdo de él sólo por los relatos de mi madre ... Había una historia a propósito de él que ella me contaba con frecuencia. Un día mi abuelo la persiguió con un látigo y ella se escapó al baño del jar-dín ... Yo me veo en el jardín del abuelo soñando des-pierto.

Me

pasaba las horas así.

Más tarde supe que B., niño de nueve años, soñaba ya, en el jardín del abuelo, con los mismos fantasmas eróticos, salvo por algunos detalles, que treinta años más tarde sostenían su placer sexual. Algunos objetos de la puesta en escena ritual, una camisa de un color determinado, un zapato de cierta forma, no eran otros que los que llevaba su madre en el momento de la escena del látigo; años más tarde quedarán como un medío potente para excitar su deseo. ¿Pero cuál es ese deseo? Desde ese momento del que el recuerdo-pantalla es testigo, el látigo estaba impregnado de la significa-ción de ese hecho, a la vez violento y excitante, que el pequeño imaginaba entre madre ·y abuelo. ¿Y a qué podría remitir ese látigo sino al deseo de la madre del pene paterno, pene valorizado, idealizado, exclusivo, único modelo posible? La frase tan a menudo escuchada, "eres un verdadero machito", no representaba en abso-luto para el hijo una comparación con su propio padre; esta imagen, por el contrario supuestamente desvalori-zada a los ojos de Ja madre, no evocaba sino una imagen

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marcada de castración, de un signo negativo, de una ausencia. No era seguramente allí en donde podía bus-car el falo, sino más bien del lado de la madre. Había que pasar por ella para encontrar el eventual acceso. De esta manera, B. había operado una separación a nivel de sus identificaciones viriles. En su manera de vivir, toda realización de su creatividad (mientras que algunas de sus actividades sociales eran un intento de imitar al abuelo idealizado) era posible sólo si se identificaba con un padre castrado y desvalorizado, enmascarando su depresión con la ficción del juego. Por otro lado, en su vida erótica, se identificaba con un padre ideal, el abuelo fálico, provisto de látigo, y en un nivel más profunda-mente reprimido, como lo hemos visto, se identificaba con su madre, la única que tenía derecho al falo paterno. La puesta en escena fetichista servía de máscara para evitar la decepción y el sentimiento de vacío. En una atmósfera mezclada de delícia y angustia, B. se imagi-naba penetrado por el látigo, representación del pene del abuelo; para acceder a él, se disfrazaba de la única mujer que podía pretenderlo. Este juego erótico, con-viene recordarlo, estaba a. su vez negado en la puesta en escena, de tal manera que su propio deseo sólo era asu-mído a través de su amiga.

Identificándose así, con el placer de esta madre-sus-tituta que recibe el látígo, llegaba a gozar. Por medio de este rodeo recuperaba el falo narcisístico del que se sen-tía desprovisto.

El fantasma que consiste en absorber mágicamente un pene muy valorizado no tiene, en sí mismo, nada de insólito en el estadio anal. El acceso a la potencia fálica en esta fase está representado en el imaginario de los niños de ambos sexos como una incorporación anal del pene del padre. (La clínica nos ofrece repetidos ejemplos y los juegos de niños lo ilustran explícitamente.) Pero la

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actitud del niño frente a su deseo (del falo) y frente a su fantasma (de la incorporación del pene paterno) se orga-niza en función de su relación con los dos progenitores.

El deseo será vivido corno algo permitido, en cuyo caso podrá integrarse al yo y abrir el camino hacia una sexualidad adulta o, por el contrario, será vivido como algo prohibido y peligroso que implica el riesgo de cas-tración por parte del padre, de la madre o del mismo niño. En cuanto a mi paciente, el deseo sólo estaba per-mitido bajo la forma de juego, juego que más tarde se convirtió en la respuesta al enigma de la sexualidad. Esta "solución" es la que estructuraría el conjunto de su vida psíquica.

Más tarde, el paciente llegó a recordar el senti-miento doloroso de ser diferente de Jos demás niños. Se volvió a ver entre un grupo de niños de nueve años, de su edad: en medio de un mundo infantil de gritos ale-gres y juegos compartidos, él, completamente aturdido, buscaba desesperadamente a su madre.

- Yo la quería sólo a ella ... nínguna otra cosa con-taba para mí ... Esos chicos, yo no los comprendía. ¡Ni quería comprenderlos!

"Comprenderlos" hubiera significado identificarse con sus metas, y al mismo tiempo renunciar al lugar de Prín-cipe Azul que ocupaba junto a su madre, esta reina madre de su país interior, donde no había sitio para ningún rey.

Treinta años después de este incidente, "hacer como los otros" equivaldrá siempre a castrarse; "ser aceptado por los otros" querrá decir perderse. Pasaríamos así al lado de los hermanos, y de los padres. Correr un riesgo semejante sería perder toda esperanza de poseer el secreto fálico de su madre, de conseguir algún día aque-llo con lo cual podría colmarla. La imagen de un padre ideal, inefable y todopoderoso se perdería también; pér-dida de un misterio, de un dios, de lo sagrado.

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-Más grave aún, B. corría el riesgo de ver su identi-dad subjetiva hundida en la nada, puesto que mantenía dicha identidad a través de los ojos de su madre. Por intermedio de ella, tenía que adquirir los atributos viri-les. El deseo de amar a su padre, de identificarse con él, de introyectar una imagen paterna fálica propia, estaba prohibido por la madre y debía quedar como algo incons-ciente. De esta manera, B. jamás podrá renunciar a su madre, única garantía de su integridad narcisística y de su identidad sexual.

La orientación del análisis hacia la inserción del padre en su historia le provocaba de inmediato angus-tia; sistemáticamente buscaba refugio en las imágenes tiernas y nostálgicas del paraíso materno, y siempre se encontraba en el mismo atolladero. "A veces, cuando era chico, se me hacía un nudo en la garganta, y cuando no podía soportar más, iba al encuentro de mi madre para llorar en su hombro. Un solo gesto suyo, y todo pasaba. Esas lágrimas eran una delicia. Pero llegó un momento, hacia los nueve años, en que .ya no era posible pedir eso. ¡Entonces estuve obligado a tragarme ese nudo! ... Más tarde, erigí un sistema donde podía bastarme íntegra-mente a mí mismo que se convirtió en mi ideal. Todo mi sistema estaba ya en práctica desde los nueve años. Por qué nueve años, no lo sé ... ¡Pero ahora quiero sarlirme de esto, usted entiende!. .. Toda mi vida esperé un mila-gro, algo que transformara en real lo irreal de mi exis-tencia, algo que diera un sentido a mi dolor ... Estoy per-dido en un universo del que no conozco las reglas del juego." Al dejar caer por un momento su máscara lúdica, revela, sin saberlo, su situación edípica distorsionada que da solamente un sentido parcial a su propia imagen,

a sus deseos y al papel que desempeñan los otros.

Buscando salir del juego, prosigue: "Haría falta una catástrofe que me sacara de mis fracasos, de mis

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enga-ños, un acontecimiento que me colocara entre la espada

y la pared. Habíamos visto una vez que había en mí un rechazo a correr riesgos, a someterme a pruebas. Es

ver-dad. Yo hago un rodeo ... y me encuentro del otro lado sin

haber pasado el examen".

-¿Lo que le obliga a continuar haciendo trampa y a estar al acecho para no ser descubierto?

-Exactamente. ¡Estoy harto' Quiero acabar con mi imagen de usurpador, con ese fanlasma de mí mismo. Si sólo pudiera hacer lo que realmente tengo ganas de

ha-cer, y sentir que los otros existen realmente ... pero no, yo soy aquel que pasa por debajo. Busco siempre un

pa-saje secreto. Sólo una catástrofe podría destruir mi mon-taje. (Después de un largo silencio continúa) No sé por

qué pienso en la guerra.

-He aquí una catástrofe que le solucionó bastantes

cosas.

- Sí. Durante la ausencia de mi padre sentí que

me convertía en un hombre. Como un pez en el agua.

Pero espero sin cesar la catástrofe verdadera. ¡Estoy frustrado de mi catástrofe! No sé por qué, pero esto me parece profundamente cierto ... Es como si nunca hu-biera firmado un tratado con mi enemigo. ¡Por temor a

ser humillado! Y es como si me hubiera ído a escondi-das.

-Su tratado, ¿lo ratificó usted mismo?

-Sí, ¡es falso! Como todos mis diplomas y mis

lo-gros. Tudo es falso. Y ahora espero que usted provoque la

catástrofe, que diga algo que me trastorne completa-mente ...

La "catástrofe" tan esperada exige el

renunciamien-to, tanto a la omnipotencia del deseo como al objeto

in-cestuoso en beneficio del padre y, finalmente, la

sumi-sión a las cláusulas del "tratado humillante" como única

salida posible. Ahora bien, M. B. había arreglado de otro

...

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-modo el camino de salida del Edipo. Convirtiendo a su padre en alguien "inexistente" -gracias a la competen-cia materna- podía conservar la ilusión de ser el único ~bjeto de amor de la madre. Los "falsos diplomas" le otorgaban privilegios, ciertamente, pero le costaban caros. En efecto, a pesar de su depresión que iba en aumento, no podía renunciar sin pena a sus falsos diplo-mas, ni evocar sin angustia la catástrofe. Buscaba una respuesta en la mirada de los otros;

-Soy capaz de ser una estrella, siempre y cuando tenga al público delante de mí. La estrella existe sólo a través de los ojos del otro. Hago trampa como se debe,

actúo mi papel.

Pero en otros momentos todo esto le parecía vacío, y

entonces armaba largas historias eróticas:

-Mi amiga escribió a su madre que yo le he pegado

y que me niego a admitir que lo sepa todo el mundo. Ella sabe que los vecinos están al tanto y dice que le da lo mismo ... Usted tiene razón, ¡el "público" es indispensa-ble!

Detrás de la mirada cómplice del compañero o de las confidencias compartidas entre dos mujeres o en el juego masturbatorio frente al espejo, inevitablemente se encontraba el fantasma de la otra mirada. "Ese X que lo mira todo es el punto culminante de mí angustia y de mi placer." En la sesión que siguió a esta reflexión, trajo un sueño:

-Yo estaba en la casa de mi infancia, y usted estaba conmigo en la cama. Usted decía: "Esas aureolas en la sábana son culpa mía. Se pueden ver". Y agregaba con una voz solemne esta frase: "Nosotros dos nos inquieta· mos". Era al mismo tiempo excitante y aterrador.

Entre las diferentes interpretaciones posibles, era evidente que el analista remplazaba aquí a la madre en tanto que objeto del deseo sexual; que "la falta" era

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para remitir aparentemente a esta imagen materna, y

que se recurría a un tercer personaje frente al cual los otros dos se inquietaban. Esta referencia al padre es angtistiante porque este último puede castrar al hijo incestuoso, pero, al mismo tiempo, es excitante, porque el padre es engañado con la complicidad madre-hijo. Espontápeamente, al pensar en la casa representada en el sueño, recuerda a su madre confiándole sus disputas con el padre. Aquel día no veía la relación entre el sueño y esta asociación de ideas. Al evocar, sin nom-brarlo, aquel "frente al cual uno se inquieta", dejaba vacante el lugar de este otro destinado a notar las man-chas en la sábana para saber así que había sido enga-ñado. Y su desprecio se trasladó a todos los padres, a la masa anónima. He aquí que una vez más jugaba con sus falsos diplomas:

-Acabo de pensar que estoy superadaptado a los otros. Yo nunca farfullo ... porque lo que hacen los otros nQ tiene ningún sentido para mí. O soy yo, quizás, el que le quita todo el sentido. De todas maneras tengo horror de las cosas colectivas. Las evito desde que tenía seis años. Siempre me hizo falta un máximo de independen-cia con respecto a los otros. Beber, comer, masturbarme, fantasear, eso es mi mundo real, mi mundo y sólo mío.

Es

el

mundo imaginario, incestuoso, del niño y de la madre, en el que el Otro queda excluido. La referencia paterna, referencia a la que B. ha "quitado el sentido" es proyectada, aquí en los otros (la "gente bien", los castra-dos). En adelante, su mundo aparece corno dividido en dos: de un lado, en donde están los otros, todo es engaño para él. Allí hay que controlar todo, y no farfullar nunca; del otro lado, es el mundo "real", íntimo y sensual (beber, comer, masturbarse). Allí está solo. Puse en pala-bras el bosquejo que él me daba, desde hacía algunas sesiones, de los respectivos cuadros, de esos dos mundos:

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