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La naturaleza de Dios

Una vez demostrado que el ser necesario, Dios, existe, se trata ahora de investiga lo que es accesible a la razón humana acerca de la naturaleza de Dios. La conclusión de las Cinco Vías permite vislumbrar algo de la naturaleza divina, pero el asunto no es tan sencillo ya que "la sustancia divina sobrepasa por su inmensidad todas las formas de nuestro entendimiento" (Suma contra los Gentiles, I, c.14) Por este motivo, el de Aquino distingue tres caminos para llegar a saber algo de la naturaleza del ser supremo: la vía negativa, la vía de la afirmación y la vía de la eminencia.

1. Vía negativa. Consiste en excluir de Dios las imperfecciones observadas en los seres creados. Mediante esta vía podemos llegar a saber que Dios es infinito, pues carece de limitaciones; perfecto, al no darse en Él imperfección alguna (en este sentido, Dios es acto puro, sin mezcla de potencia); simple, pues toda composición implica imperfección; inmutable, pues sólo lo que está en potencia puede cambiar (puede pasar de la potencia al acto); eterno, ya que en lo que no cambia, de acuerdo con Aristóteles, no es posible distinguir un antes y un después; y, claro está, Uno, en tanto que infinito y perfecto (no puede haber dos o más seres absolutamente infinitos y perfectos).

2. Vía de la afirmación. Podemos observar que en las criaturas se dan ciertas

perfecciones que, en sí mismas, no implican imperfección alguna (la deficiencia que podemos distinguir en ellas se debe, en todo caso, a la limitación de la propia criatura que las "porta"); este sería el caso, por ejemplo, de la bondad, la nobleza, la belleza, la sabiduría... Partiendo de este supuesto, parece claro que a Dios podemos atribuirle inteligencia, sabiduría, bondad, belleza, vida- puesto que, si estas perfecciones se dan en las criaturas, es lógico suponer que su creador no carecerá de ellas (a la causa no le pueden faltar las perfecciones que tengan sus efectos).

3. Vía de la eminencia. Con todo, la vía de la afirmación se muestra insuficiente. En efecto, puesto que Dios es infinitamente superior a cualquiera de sus criaturas, no es

razonable suponer que en Dios se dan las perfecciones que encontramos en los seres creados tal y como se dan en ellos. Para hablar de Dios parece más apropiado recurrir a la vía de la eminencia, es decir, predicar de Dios las perfecciones en grado eminente, en grado supremo. Como hemos visto, el hombre puede, a través de estas tres vías, llegar a saber algo de la naturaleza divina. Sin embargo, es fundamental tener presente que nada de lo que digamos de Dios, dada nuestra limitación, podemos pretender que describa adecuadamente su naturaleza; lo que conocemos de Dios lo conocemos a través de sus criaturas, pero los nombres, atributos, que aplicamos a Dios y a las criaturas no han de entenderse con un significado unívoco, pues dichos nombres no se aplican exactamente en el mismo sentido a uno y a otras, ni equívoco, como si nada tuviera que ver un uso con el otro, pues algo tienen en común las criaturas y Dios, su creador; debemos más bien entender la atribución de propiedades a Dios y a las cosas finitas de un modo análogo, con un significado en parte igual y en parte distinto, con un significado que guarda proporción con el ser que les corresponde a las criaturas y a Dios.

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Finalmente hay que añadir un hecho crucial: los atributos de Dios no son realmente distintos unos de otros; no pueden serlo ya que Dios es absolutamente simple: la inteligencia divina no es realmente distinta de la esencia divina, ni lo es su voluntad, ni su justicia, ni su misericordia. Todos sus atributos se identifican con su esencia. Ahora bien, la estructura de nuestro

lenguaje, que nos obliga a hablar en términos de sujeto y predicado, y el hecho de que conocemos de modo finito y discursivo, nos hace imposible comprender la esencia divina tal como es en sí misma y referirnos a ella adecuadamente; en conclusión, nuestro conocimiento de Dios es imperfecto e inadecuado, aunque no necesariamente falso.

Por esto, para Santo Tomás, de los muchos nombres que podemos atribuirle a Dios, el más adecuado es el que corresponde a la propiedad fundamental que más separa a Dios de las criaturas, el llamado constitutivo formal, y que Él mismo le dijo a Moisés: Quid est, es decir, "el que es". Lo que para el de Aquino significa que Dios es el mismo ser subsistente, es decir, en el que esencia y existencia se identifican.

Dios: creador y providente (el problema del mal)

La realidad del mundo y de todo lo que en él existe, dada su contingencia, no puede ser explicada si no es por creación divina. Pero, además, sabemos por la segunda vía que Dios es la primera causa incausada, con lo que la creación sólo puede ser de Imada (ex nihilo) es decir, sin nada preexistente: no cabe defender la emanación como hacía el neoplatonismo. Dios, de forma absolutamente libre y gratuita, ha dado el ser a todo lo que existe (es creador); pero también lo conserva en el ser (es providente): de tal forma depende todo ser creado (y como tal finito) de su creador, que sin la acción de Dios, ningún ser podría mantenerse en la existencia. Y, por tanto es claro que la doctrina de la Providencia está inseparablemente vinculada con la creación divina. Ahora bien, defender la creación y la providencia divinas plantea un problema muy importante y difícil de resolver: el problema del mal. Si Dios es omnipotente e infinitamente bueno, ha creado todas las cosas y las conserva con su providencia, surge una pregunta: ¿por qué hay mal en el mundo? La res- puesta nos hace volver la vista a San Agustín: el mal no es ser, sino carencia o defecto en el ser, es decir, privación de ser. El mal se da cuando a un ser le falta algo que podría tener. No es una realidad positiva, sino algo negativo, de la misma forma que la ceguera no es otra cosa que ausencia de visión en aquel al que le corresponde la posibilidad ver (en un hombre, por ejemplo, pero no en un árbol). Como decía San Agustín, el ser, en sí mismo, es bueno, y por tanto el mal

absoluto es impensable. Así las cosas, es absurdo decir que Dios ha creado el mal, o que el mal se ha originado en algo. Todo lo creado, por el mero hecho de haber sido creado, tiene un grado mayor o menor de perfección, pero es imperfecto; y la imperfección supone limitación y falta de plenitud, es decir, de ser. Por tanto, dado que hay seres finitos, hay mal, pues falta el ser. Pero, en última instancia, es el bien el que fundamenta el mal (entendido como privación del bien); hasta tal punto que, incluso la providencia divina puede permitir ciertas deficiencias concretas para lograr el bien universal.

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El mundo (los seres creados)

a) La distinción esencia-existencia

Santo Tomás acepta la distinción aristotélica entre materia y forma (teoría hilo- mórfica) y entre potencia y acto. Ahora bien, defender la creación implica diferenciar entre el ser necesario (Dios) y los seres contingentes (el resto), y en esto se basa nuestro filósofo para introducir una nueva idea, que no estaba en Aristóteles: salvo en Dios, en todo ser se

distinguen realmente (y no sólo conceptualmente) la esencia (essentia), y la existencia (esse). Sólo Dios es absolutamente simple, lo que quiere decir que en los demás seres tiene que haber algún tipo de composición. Respecto de las sustancias corpóreas la cuestión no plantea

problemas, ya que están compuestas: tienen composición material, pues constan de partes físicas, y composición metafísica (de acuerdo con el hilomorfismo aristotélico) de materia y forma. En cambio, no puede decirse lo mismo de los seres espirituales (las sustancias simples), es decir, los ángeles o las almas de los hombres, en las que no se da materia alguna pues son, tan sólo, formas. Y, sin embargo, es claro que no son acto puro, sino que "tienen mezcla de potencia".

Ningún ser finito ha existido desde siempre, lo que no quiere decir, claro está, que sea

imposible su existencia. Los seres finitos (creados), seres que han empezado a existir y que, en algún momento, dejarán de existir, se caracterizan por ser seres contingentes y, por tanto, posibles. Dicho de otro modo, éstos son seres cuya esencia (lo que la cosa es, su naturaleza) puede ser pensada sin que sea necesario captarla realizada en acto, es decir, existiendo. En este tipo de entes (finitos, contingentes) la existencia (entendida como el acto de ser), no acompaña necesariamente a la esencia, pues ambas son realmente distintas. En definitiva, para Santo Tomás todo ente finito está compuesto de esencia y existencia (principios

metafísicos). La esencia desempeña el papel de potencia y sólo se da actualizada en el caso de que no sólo pueda existir, sino que de hecho exista; por su parte la existencia trae consigo el acto (es el propio acto de ser de la esencia). Tan sólo en Dios, acto puro y perfecto, el ser necesario, coinciden esencia y existencia. Éste es el atributo fundamental, antes citado de Dios, el constitutivo formal.

b) Los grados de perfección

La esencia es aquello que contesta a la pregunta por el ser de una cosa (“Independientemente de que una cosa exista o no, es manifiesto que esencia es aquello que se entiende por la definición de una cosa", Sobre el ente y la esencia, c.2), y desempeña el papel de potencia. Por su parte, la existencia es el acto por el cual una esencia es o tiene ser. Pues bien, dado que la relación entre la esencia y la existencia es un caso de la relación entre la potencia (esencia) y el acto (existencia), para Santo Tomás parece claro que la existencia no puede predicarse de forma unívoca de los diferentes entes.

Si la existencia es el acto de la esencia, es lógico concluir que el tipo de existencia de cada ser dependerá de la esencia que en cada caso se actualice. La existencia de una mosca no es la existencia de un hombre. La esencia "mosca" determina claramente el tipo de existencia (su forma de alimentarse, crecer, reproducirse, conocer...) que le corresponde a cada mosca. Por su parte, la esencia "hombre" hace que cada hombre individual exista como hombre y esté

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capacitado para lo que está capacitado todo hombre y sólo los hombres (desde luego no las moscas). Así pues, es claro que la existencia se dará en distintos niveles de perfección según las esencias que en cada caso actualice. De este modo, entre los seres creados, la existencia más perfecta será la de los ángeles (seres sin composición de materia y forma), un segundo grado sería el de la existencia del hombre (dotado de entendimiento -razón y voluntad- y libertad) y, en esta línea descendente, habría que hablar de los animales, las plantas, los minerales.

Naturalmente, Dios es el grado máximo de perfección, su esencia es su existencia (es acto puro). Y, en este sentido, Santo Tomás entiende que Dios es el ser (la existencia) en sentido pleno, mientras que los entes creados participan del ser (existencia), es decir, tienen ser en mayor o menor grado, según la capacidad de ser de sus respectivas esencias.

Por último, habría que decir que la capacidad de ser de cada esencia vendrá determinada por la mayor o menor semejanza que tenga respecto de Dios, perfección suprema; de modo que cuanto más participe de, o imite a la perfección divina una esencia, más perfecto será el ser en el que se da actualizada.

CONSIDERACIONES FINALES

1. Santo Tomás refuta la tesis de algunos filósofos (árabes y averroístas latinos) para los que el mundo era necesario (no podía no existir, ni existir de otro modo que como existía). Si las esencias de los seres finitos no coinciden con su existencia, entonces no existen necesariamente y tienen que haber recibido el ser (la existencia) de Dios, que es libre para crear o no crear.

2. El mundo, por tanto, es evidentemente contingente (es, pero podría no ser), ha sido creado y su creador ha de ser necesario (no puede no ser).

3. En Dios, no cabe distinguir esencia y existencia (de lo contrario sería contingente), es la propia existencia, mientras que las criaturas tienen existencia (participan de ella).

4. Las sustancias espirituales no son perfectas; aunque no tengan materia, son limitadas, ya que se componen de esencia (potencia) y existencia (acto de ser); y su esencia limita su acto de existir (que reciben de Dios por creación).

5. Santo Tomás modifica el concepto de ser. El ser no es sólo la esencia, sino una esencia a la que le corresponde la existencia (que existe); hay una primacía de la existencia respecto de la esencia (ser se aplica al existente, no a la esencia).

6. La esencia determina el grado de perfección de cada ser.

7. Cualquier perfección (la existencia misma) se predica de Dios y de las criaturas por analogía: Dios es la existencia, las criaturas tienen existencia; Dios es la perfección, las criaturas participan e imitan, más o menos, esa perfección

El hombre

Como filósofo y, además, cristiano, Santo Tomás dedicó gran parte de su obra a investigar acerca del hombre (creado a imagen y semejanza de Dios). En efecto, si el hombre es un compuesto de alma y cuerpo, será necesario aclarar qué tipo de relación se da entre una y otro; si el hombre se caracteriza por tener entendimiento y voluntad (libre), habrá que elaborar una determinada teoría del conocimiento, una teoría ética en la que se muestre qué comportamientos son acordes con la naturaleza humana y, por tanto, cómo ha de

comportarse el hombre para ser mejor y más feliz y, finalmente, una teoría política que explique cuál ha de ser la finalidad del Estado (el logro del bien común), y cómo ha de ser el Estado para que se logre ese bien común y la felicidad de sus ciudadanos.

a) El hombre y la composición alma-cuerpo

En su antropología, el de Aquino adoptó el hilomorfismo aristotélico, si bien, como veremos, no fue plenamente fiel al Filósofo.

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Frente a todas las explicaciones de carácter platónico, fundamentadas en un dualismo

excesivo, según el cual el hombre es propiamente su alma unida accidentalmente a un cuerpo del que se sirve como de una herramienta, Santo Tomás defiende que se da una unión

sustancial entre el cuerpo y el alma; hasta tal punto que alma y cuerpo se encuentran relacionadas como la forma sustancial y la materia primera, formando una única sustancia. Sólo la unión de cuerpo (materia) y alma (forma sustancial) da lugar a ese ser (sustancia) que llamamos hombre. Es evidente por tanto, que no es correcto suponer que el sujeto de actividades como la nutrición, la sensación, la reproducción... es el cuerpo, y el de actividades como el conocer o el querer (libre) es el alma; el sujeto de todas ellas es uno solo, el mismo, el ser (sustancia) llamado hombre.

Del mismo modo que en Aristóteles, el alma única del hombre es lo que le proporciona todas sus operaciones vitales, vegetativas, sensitivas e intelectivas. En una planta sólo hay alma vegetativa, que la faculta para la vida más elemental, es decir, alimentarse, crecer y

reproducirse; el animal irracional tiene sólo alma sensitiva, principio de vida vegetal y sensitiva (movimiento local, sensación y apetitos sensibles); y el hombre únicamente alma racional, pero el alma racional además de capacitar para desarrollar las funciones propias del ser racional (entender, querer y obrar libremente) incluye las funciones vegetativa y sensitiva. Por tanto, de acuerdo con El Filósofo, el alma es el principio de vida, la forma sustancial, de todo ser vivo. Donde hay vida hay un alma que se corresponde con el tipo de vida del que se trate. Ahora bien, hay un punto en el que el de Aquino no sigue a Aristóteles: la inmortalidad del alma humana (un preámbulo a la fe, es decir, una verdad que podemos llegar a conocer por la razón, pero que también ha sido revelada). Santo Tomás demuestra la inmortalidad del alma humana (racional) basándose en que el hombre ejercita actividades psíquicas que no dependen intrínsecamente de un órgano corporal, como por ejemplo: juzgar, razonar, reflexionar (conocimiento inteligible). No podría decirse lo mismo de las actividades para las que capacita el alma vegetativa o el alma sensitiva, pues en estos casos el alma depende del cuerpo para todas sus operaciones (comer, correr, conocer a través de los sentidos...), y se corrompe cuando se corrompe el cuerpo. De este modo, el alma racional es la única

inmaterial, es decir, espiritual, la única que desarrolla actividades desvinculadas de la materia y capaz de tratar con objetos no materiales: los conceptos, Dios...; es también incorruptible pues al no depender intrínsecamente del cuerpo, no le afecta la corrupción de éste, y subsistente (ya que debe subsistir tras la muerte del individuo sin estar unida a la materia).

Por tanto, el alma humana racional es inmortal por naturaleza; sólo la acción aniquiladora de Dios podría poner fin a su existencia. Y, en este sentido, podría decirse que respecto de sí misma es como una sustancia (existe por sí y en sí) incorpórea. Pero al alma le corresponde por esencia estar unida al cuerpo en un único acto de ser (una única existencia), un hombre. En efecto, como forma sustancial de un cuerpo que tiene la vida en potencia (tal y como decía Aristóteles), el alma subsistente, separada del cuerpo tras la muerte, no está en su condición natural y no es persona humana, estrictamente hablando, ya que la palabra persona se refiere a toda la sustancia completa, unidad de alma (forma) y cuerpo (materia). De este modo, Santo Tomás se esfuerza en hacer compatibles la antropología aristotélica, la inmortalidad del alma (un preámbulo a la fe) y el dogma cristiano (artículo de fe) de la resurrección de la carne (de los cuerpos).

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b) Teoría del conocimiento

Para nuestro filósofo, es un hecho que el hombre está capacitado para conocer la realidad; la cuestión es explicar cómo se conoce y en qué consiste conocer.

En primer lugar, es necesario tener presente que el hombre puede alcanzar, al menos, dos tipos de conocimiento: el conocimiento sensible (del que también disfrutan los animales) y el conocimiento inteligible (específico del hombre). El primero se refiere a lo particular, lo concreto; por su parte el conocimiento intelectual se caracteriza por su universalidad, abstracción e inmaterialidad.

Puesto que conocer un objeto no consiste en tenerlo tal cual (materialmente) en la cabeza, hay que suponer que, cuando se conoce, quien conoce, al menos, sí tiene cierta "forma" o "imagen" que le informa del objeto conocido. A estas, formas o imágenes mediante las cuales el objeto se hace presente al sujeto que conoce, Santo Tomás las llama "especies". De modo que, en principio, cabe distinguir entre especies sensibles y especies inteligibles, según se trate de conocimiento sensible o de conocimiento inteligible. Ahora bien, la especie (sensible o inteligible), en cierta medida, ha de ser inmaterial y representar al objeto conocido

prescindiendo, de alguna manera, de sus determinaciones materiales (de lo contrario, para conocer un elefante haría falta tener una cabeza donde cupiese un elefante). Es un hecho, por tanto, que todo conocimiento exige una cierta inmaterialidad (que en el caso del conocimiento inteligible ha de ser total).

Si seguimos este argumento tomista, dado que conocer es poseer ciertas formas, cuanto más desmaterializada se hace presente la forma o especie, más exacto y perfecto es el

conocimiento. Y así, el conocimiento inteligible (abstracto), el específico del hombre, resulta evidentemente superior y más perfecto que el sensible, en el que la forma de lo conocido está sin su materia, como es natural, pero con sus condiciones materiales. Para entender algo no hace falta imaginarlo: al entender un concepto prescindimos de la imagen, no necesitamos color, luz, tamaño, peso, sonido, sabor, olor, rugosidad...; no sólo dejamos de lado la materia en sí, sino también todas sus condiciones materiales. Sé lo que es un átomo, pero no necesito imaginármelo. Por el contrario, cuando veo una moto es evidente que la moto no está, tal cual, ni en mi cerebro, ni en mis ojos..., poseo la forma (especie) sensible de la moto, pero no he prescindido de sus condiciones materiales individuales: su color, su tamaño, su sonido. Por eso, veo esa moto (concreta, particular), pero no sé, propiamente, lo que es una moto, es decir, lo que hace que el ente que veo sea llamado "moto", con la misma palabra que otros muchos entes (lo que le hace ser moto).

Ahora bien, Santo Tomás niega la existencia de las ideas innatas y afirma que todo

conocimiento comienza con los sentidos (con la experiencia sensible). Pero si el conocimiento sensible es conocimiento de lo particular y concreto (imagen) y el conocimiento humano inteligible, sin embargo, es conocimiento de lo universal y abstracto (concepto), el verdadero problema es explicar cómo se puede pasar del conocimiento sensible (origen de todo

conocimiento) al conocimiento inteligible; de la imagen, particular y concreta, al concepto, universal y abstracto. La solución es la abstracción.

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Es claro que, a partir de los datos proporcionados por los sentidos, el entendimiento ha de ser capaz de conocer las esencias universales (lo que hace que cada ente sea lo que es) que se encuentran individualizadas en las cosas materiales, es decir, en cada ser existente. En el entendimiento, por lo tanto, han de distinguirse dos capacidades: la de conocer lo universal y abstracto, llamada entendimiento paciente o posible, y la de desmaterializar, universalizar y abstraer de las imágenes sensibles las esencias universales, denominada entendimiento agente. Sólo si el entendimiento es capaz de desempeñar ambas funciones es posible el conocimiento inteligible.

El concepto no puede formarse de un modo simplemente pasivo; por tanto es necesaria alguna actividad por parte del entendimiento. Con todo el material proporcionado por los sentidos externos e internos la imaginación elabora una imagen (fantasma) sobre la que actúa (proyecta su luz) el entendimiento agente, cuya actividad consiste en abstraer la esencia universal de las cosas materiales y producir la "especie inteligible"; así, de la imagen de este perro concreto abstrae la esencia "perro" prescindiendo de su pelo, color y tamaño concretos, lo que la individualiza, aunque no de que tenga pelo, color, tamaño..., algo común a todo perro y que, por tanto, pertenece a la esencia "perro". La "especie inteligible" faculta al

entendimiento paciente o posible a pasar de la potencia al acto y conocer, por medio de ella, la esencia universal de las distintas realidades, permitiendo la aplicación del concepto universal, elaborado por el entendimiento agente, a cada uno de los objetos particulares y concretos, y que así podamos decir, por ejemplo, "Sócrates es hombre".

El proceso de abstracción, por tanto, muestra que el entendimiento conoce directamente y en primer lugar las esencias universales, y sólo de modo indirecto, sobre los fantasmas, las realidades individuales (verdadero objeto del conocimiento sensible). El aristotelismo de esta teoría del conocimiento es evidente: no hay innatismo, no hay iluminación, no se desprecia lo sensible, no es necesario un proceso de purificación y el conocimiento de la esencia se alcanza por abstracción.

c) Ética

Tal y como ocurría en la filosofía de Aristóteles, el concepto de naturaleza desempeña un papel primordial. Pero, como veremos, y esto ya no es aristotélico, todo el planteamiento gira en torno a Dios

Para Santo Tomás todos los seres tienden a un fin y, por tanto, actúan con vistas a ese fin. Por su parte, el hombre no es una excepción, pero sí un caso especial, ya que puede conocer el fin que persigue y poner los medios para alcanzarlo (objetivo de la ética).

Como es lógico, dentro de un sistema aristotélico, es la naturaleza la que determina el fin que le corresponde a cada ente y, así, dado que todos los hombres tienen la misma naturaleza, es evidente que el fin al que todos los hombres tienden ha de ser el mismo. La primera cuestión es clara, ¿cuál es el fin último propio del hombre? ¿Con vistas a qué fin último actúa el hombre? Del mismo modo que en Aristóteles, la respuesta es: la felicidad.

Podemos, por tanto, afirmar que la ética de Santo Tomás, igual que la aristotélica, es teleológica y eudomonista. Ahora bien, ¿en qué consiste la felicidad para el hombre?

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Aristóteles consideraba que en la Sabiduría (el conocimiento), al alcance de pocos, pero al fin y al cabo posible para los hombres que desarrollan al máximo sus capacidades racionales

naturales. A Santo Tomás, como cristiano, esta solución le parece insuficiente. La felicidad plena no es de este mundo; puede admitirse que está en el conocimiento, pero en el

conocimiento de la esencia divina, sólo alcanzable en presencia de Dios (causa primera y fin de todas las cosas).

Parece, por tanto, que sólo llega a la verdadera felicidad el que se salva, el que es bueno. Pero, ¿cómo se hace uno bueno?

Como vimos al estudiar la quinta vía, el orden observado en el mundo, el hecho de que todo ente obre por un fin (fijado en su naturaleza), implica la existencia de Dios como inteligencia ordenadora. En efecto, la sabiduría de Dios ha ordenado cada cosa hacia su respectivo fin. Y ese plan de la sabiduría divina, promulgado en la creación, que rige los actos y movimientos de todos los entes, es la Ley Eterna. El hombre también está sometido a la Ley Eterna, pero en la medida en que tiene entendimiento y voluntad libre y es dueño de sus actos es un caso particular. Por este motivo, la Ley Eterna, en tanto que rectora de todos los actos y

movimientos propios del hombre (libres y, por tanto, morales) es llamada por el de Aquino Ley Natural (la participación de la Ley Eterna en la criatura racional).

Gracias a la Ley Natural el hombre distingue lo bueno de lo malo, lo que le corresponde en tanto que hombre y lo que no; por eso, se caracteriza por ser evidente y fácil de conocer para todo hombre, universal, ya que sus preceptos valen para todo ser humano, e inmutable, puesto que la naturaleza humana es siempre la misma. Ahora bien, la existencia de la Ley Natural no supone que el hombre no sea libre, todo lo contrario. La Ley Natural marca con claridad qué actos son propios de nuestra naturaleza y, por tanto, nos perfeccionan (nos acercan a la felicidad) y cuáles no; pero el hombre, en la medida en que es libre, puede no hacer caso a las exigencias de su propia naturaleza, actuar en oposición a los fines que le son propios y decidirse por lo que llamamos mal moral.

Pero, ¿qué ha de hacerse y qué no, de acuerdo con la Ley Natural?

Santo Tomás considera que la razón, cuando se trata de actuar (razón práctica), lo primero que capta es el bien. Si es cierto que todo el que actúa lo hace por algo, por un fin, y que ese fin es considerado como un bien (de lo contrario no se intentaría alcanzar), parece claro que en el terreno de la acción (la práctica) el objeto de la razón es el bien. De aquí por tanto que el primer precepto de la Ley Natural sea el siguiente: "El bien ha de hacerse y buscarse; el mal ha de evitarse". Es un precepto muy general (el bien ha de hacerse, de acuerdo, pero ¿qué es bueno?, ¿qué es malo?), y sobre él habrán de fundarse el resto de los preceptos de la Ley Natural. Si el bien es el fin último de toda acción y de todo ser que, de acuerdo con Aristóteles, aspira a perfeccionarse dentro de su naturaleza, y el mal es lo contrario, hay que concluir "que todo aquello a lo que el hombre se siente inclinado por naturaleza, lo aprehende la razón como bueno y por lo tanto, como algo que debe ser procurado, y lo contrario se reconoce como mal y, lógicamente se debe evitar.

Por todo ello, Sto. Tomás que el orden de los preceptos de la Ley Natural se corresponde con el de las inclinaciones naturales, y así, dado que cada hombre es sustancia, hay en él una

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tendencia natural a conservar su propio ser. Además, la naturaleza racional del hombre le determina a buscar ciertos bienes, de tal modo que es propio (y exclusivo) del hombre una inclinación o tendencia natural a buscar la verdad acerca de Dios y a vivir en sociedad. Por tanto, es de Ley Natural "todo lo que atañe a esta inclinación como evitar la ignorancia, respetar a los ciudadanos y todo lo demás relacionado con esto" (Suma Teológica, I, q.94, a.2). Ahora bien, ¿puede el hombre ajustar su conducta a lo regulado en la Ley Natural? ¿Cómo? Puede, puesto que, según nuestro filósofo, todo hombre posee un "hábito" o disposición natural hacia estos primeros principios prácticos y de la Ley Natural en general, denominado Sindéresis. Así, todo hombre, en tanto que tiene naturaleza humana, puede conocer la Ley Natural (moral). Y, no sólo eso, sino que además puede aplicar ese conocimiento juzgando cada acto concreto, actividad que se conoce como "conciencia moral" (juicio de la razón práctica que, a partir de la ley moral, decide acerca de la bondad o maldad de un acto concreto y capacita así para hacer el bien y evitar el mal).

De este modo, sólo cuando el hombre se esfuerza en tener un adecuado conocimiento de la Ley Natural (moral) y actúa de acuerdo con ella, ordenando su conducta a lo regulado en la ley, adquiere virtudes (hábitos operativos buenos) como la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza (las llamadas virtudes cardinales, que son las fundamentales), se va perfeccionando, haciendo bueno y, por tanto, se pone en disposición de alcanzar la felicidad y la salvación. Respecto de las virtudes, Santo Tomás mantiene el mismo esquema que Aristóteles, distinguiendo entre virtudes intelectuales (que perfeccionan el conocimiento en su aspecto meramente especulativo: inteligencia, ciencia y sabiduría; o en su aspecto práctico: arte y prudencia) y virtudes morales (las ya citadas virtudes cardinales). Pero como cristiano añade las llamadas virtudes sobrenaturales o teologales, que tienen a Dios mismo como objetivo y perfeccionan la disposición humana dirigida al orden sobrenatural. Estas virtudes que, en tanto que sobrenaturales, son infundidas en nosotros por Dios, son tres: fe (creer en Dios y en su palabra revelada), esperanza (confiar en la gracia de Dios para la realización de nuestra felicidad en la vida eterna) y caridad (amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios).

d) Política

Como ya hemos visto, la vida en sociedad era algo prescrito en la propia Ley Natural. En el hombre hay una tendencia natural a vivir en sociedad con sus semejantes, de modo que la familia y el Estado no son sino comunidades naturales (como decía Aristóteles, el hombre es un ser social o político por naturaleza). Es por tanto un error pensar que el Estado existe, como consecuencia del pecado original, para mantener la paz y castigar a los malhechores (como pensaba San Agustín) Sólo en sociedad puede el hombre perfeccionarse y, por tanto, acercarse a la felicidad; pero para lograr esto toda sociedad necesita dirección y gobierno, es decir, una autoridad que dirija el Estado hacia el bien común. La autoridad es algo natural y, en última instancia, de origen divino, por lo que los gobernantes serán responsables de su uso ante Dios. De hecho, según nuestro filósofo, a los tiranos, a aquellos gobernantes que se dedican a promulgar leyes injustas abusando de su poder, posición y autoridad, es legítimo derrocarlos.

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Santo Tomás define Ley, en general, como "la ordenación racional dirigida al bien común y promulgada por aquél que tiene a su cuidado la comunidad", y llama Ley Positiva al conjunto de preceptos y normas promulgados por la autoridad humana competente que no están manifiestamente expresados en la Ley Natural. Ahora bien, se ha de determinar con claridad la relación entre la Ley Positiva y la Ley Natural, y en definitiva, cuándo es justa y cuándo es injusta una ley positiva. La respuesta del de Aquino es clara, la Ley Positiva que contravenga o entre en conflicto con los postulados de la Ley Natural no es una ley acorde con la propia naturaleza del hombre, ni tiende al bien común de todos los hombres (que comparten una misma naturaleza), y en consecuencia, no es justa ni debe ser obedecida. En efecto, la Ley Positiva, para ser justa, no puede entrar en discordancia con la Ley Natural; todo lo contrario, ha de explicitar y prolongar la propia Ley Natural.

Así pues, ese Estado, que nace de las necesidades de la vida y de la propia naturaleza humana, tiene como fin la vida buena y, en último término, la perfección y la felicidad de los hombres. No es la fuente, el origen, del derecho, sino el representante, intérprete y realizador del derecho. Y su soberanía no es absoluta, está limitada por la Ley Natural y el bien común. La conexión entre política y ética no puede ser más clara: si no hay justicia en el Estado (en la sociedad) los hombres que formen parte de esa sociedad tendrán más difícil alcanzar su pleno desarrollo, su dignidad y su felicidad.

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