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El segundo punto de las conversaciones entre la guerrilla de las

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La participación política en

la agenda de La Habana:

Tres interpretaciones sobre un

mismo dilema

Santos Alonso Beltrán Beltrán

Politólogo. Administrador Público. Ingeniero Industrial Magíster en Estudios Políticos. Candidato a Doctor en Estudios Políticos y Relaciones Internacionales

E

l segundo punto de las conversaciones entre la guerrilla de las FARC-EP y el Gobierno del presidente Santos se concentrará en una temática esquiva y ambigua: la participación política. Una temáti-ca que trae aparejada por lo menos tres diferentes interpretaciones: para el Gobierno nacional significa la discusión sobre las formas de participación de la guerrilla una vez desmovilizada; para algún sector de la sociedad civil y la opinión nacional, la forma en la que se refrendarán los acuerdos que se alcancen en el marco de la mesa de negociaciones, y, finalmente, algunos sectores del movimiento popular han interpretado que la discu-sión en este punto debe concentrarse en la reforma del régimen político y del sistema electoral para que permitan una participación más amplia de las minorías políticas, y para que se pueda desarrollar una democracia más garantista, amplia e incluyente. Las FARC-EP parecen haber cons-truido un temario amplio que incluye las dos últimas interpretaciones pero que menciona solo vagamente la discusión del primer punto.

La propuesta de la guerrilla es amplia y ambiciosa; plantea una re-forma profunda del régimen político. La razón para esta apuesta de las FARC-EP es apenas lógica: la existencia de la propia oposición armada puede explicarse por las características sectarias, excluyentes y violentas del sistema político colombiano. Un sistema político que ha favorecido a minorías oligárquicas que han entronizado la persecución y la elimi-nación física ‒cuando no la cooptación‒ de la tercerías políticas frente a las opciones tradicionales del bipartidismo; que han perpetuado durante

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décadas los mismos vicios clientelares y las mismas prácticas corruptas para acceder al poder; que han convertido el ejercicio de la política en propiedad privada de pocas familias y castas; que se han enquis-tado en la estructura de Esenquis-tado a través de la creación de una institucionalidad que les favorece, y que a partir de ello han diseñado unas fuerzas militares proclives a la defensa de los privilegios de clase; que han desarrollado un orden territorial del Estado que margina importantes sectores sociales, habitantes de lugares apartados de la geografía nacional; en fin, la propuesta de la guerrilla ataca de fondo la raíz del problema de la participación, pero por ello mismo la iniciativa de la insurgencia ha sido calificada de exorbitante e ilusa cuando no de exagerada frente a los alcances de la agenda pactada.

Los límites de la agenda

propuesta por Santos

El Gobierno nacional y sus voceros en La Habana, y en Colombia, han reiterado en múltiples ocasiones que con la guerrilla no se discute el modelo de Esta-do ni la propiedad privada ni el modelo económico; que los diálogos con la insurgencia deben conducir únicamente a “cambiar balas por votos”, es decir, a decidir las formas en las que la insurgencia armada participará en el juego electoral abandonando las armas, renunciado a su poder regional y respondien-do por los crímenes que el Gobierno y parte de la opinión nacional e internacional les imputan. Para el Gobierno de Santos, la agenda de conversaciones es limitada y orientada a la desactivación del conflicto, sin la transformación del régimen político. Para la insurgencia, la paz está más allá de la desactivación del conflicto militar, que es solo su manifestación ulterior, y se extiende a la transformación de múlti-ples escenarios de la vida política nacional. En este tira y afloja, el primer punto de las conversaciones, el punto sobre desarrollo agrario y propiedad de la

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las temáticas gruesas permanecen pendientes: limitación del latifundio, modelo de desarrollo agrario, redistribución real de la propiedad rural improductiva, autonomía de las zonas de reservas campesina, etc. A diferencia del punto de tierras, la discusión sobre participación política conlleva un horizonte más amplio de condiciones, que con seguridad deben tocar la estructura misma del Estado. El Gobierno nacional tal vez no esté dispuesto a discutir temas gruesos, como la estructura del Congreso o la elección popular de algunos funcionarios o, más aun, el cariz de las fuerzas militares. Ampliar la agenda se impone entonces como única salida a la tensión que con seguridad suscitará este punto.

La participación política en Colombia:

exclusión y violencia contra las minorías

En el Foro de Participación Política citado por la Mesa de conversa-ciones, y realizado hace algunos días, los delegados de las organizaciones convocadas eran reiterativos en señalar la ausencia de mecanismos reales de participación más allá de lo electoral, y las limitaciones del consti-tuyente primario para expresarse. Los asistentes calificaban el sistema electoral como un arreglo corrupto donde el clientelismo, el nepotismo, y la cleptocracia se imponían frente a las minorías. Además, señalaban la limitación de la democracia participativa mediante el recorte de me-canismos de participación popular o su tránsito desdibujado a través de vericuetos jurídicos. Al final, todas ellas coincidían en la identificación de una dinámica violenta agenciada por minorías dominantes que ha tomado el sistema político colombiano, eliminando a sangre y fuego la oposición política y convirtiendo en herramientas de lucha electoral el macartismo, la amenaza y el asesinato de líderes y organizaciones polí-ticas. Sin embargo, ante este diagnóstico, las propuestas y exigencias de los asistentes eran vagas: más democracia, más participación, más con-trol a los mandatarios, financiación pública de las campañas electorales; menos trabas para desarrollar la oposición política, menos requisitos para la presencia de las minorías, menos clientelismo y corrupción. Las propuestas concretas sobre rediseño institucional lamentablemente bri-llaron por su ausencia, de la misma manera que lo hicieron los represen-tantes de los partidos tradicionales, verdaderos artífices de la decadencia del sistema político colombiano.

El papel de la Mesa en este sentido es tanto incluir de manera real estas observaciones y demandas de la sociedad civil como precisarlas, de manera tal que se puedan proponer verdaderas reformas al régimen po-lítico que eliminen los vicios que la derecha y las clases dominantes han

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construido en el desarrollo políticos del país para satisfacer sus intereses particulares. Así las cosas, reestructurar el Estado, como lo plantea la guerrilla, antes que descabellado es necesario e insoslayable.

La inclusión de la guerrilla

en la vía democrática

La participación también ha sido conce-bida como la forma en la que se garantizará que la guerrilla, y los movimientos políticos que surjan de los acuerdos, puedan desarro-llar su trabajo político en el mundo electo-ral. La insurgencia no puede tratarse como un actor derrotado y, por ello, el gobierno no puede reducir el problema de la parti-cipación a la posibilidad de que los alzados en armas compitan en un sistema político viciado por las prácticas de corrupción y clientelismo institucionalizadas en el orden político nacional. El movimiento armado continúa ejerciendo el poder real en las zonas en las que el abandono estatal ha sido histórico; allí los insurgentes son casi un Estado dentro del Estado: desconocer este

poder y pensar que la contienda electoral re-trata de manera adecuada la correlación de fuerzas es la salida simplista del estableci-miento para sacar ventaja de la negociación. La salida debe ser modificar tanto el orden territorial como la representación política asociada a él y reconocer la exis-tencia de poderes regionales mas allá de la dinámica electoral, que ha compuesto un poder nacional que no consulta de manera real a los habitantes de territorios y regio-nes alejadas del centro del poder político colombiano. En este sentido, un orden del territorio diferente al actual, que avance en los provincial o regional y reconozca la participación política en los órganos colegiados del poder nacional, puede tanto ayudar la participación de movimientos regionales, que no tienen ni voz ni voto en el orden nacional, como contribuir a la integración política de la insurgencia mediante el reconocimiento de su poder en los territorios donde lo han ejercido de manera sostenida y han construido formas organizativas propias.

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El problema de la dejación de las armas no debe convertirse en la talanquera para avanzar en los acuerdos, menos aún la discusión del problema de la participación política. La insurgencia ha manifestado en múltiples ocasiones que reconoce la necesidad de un monopolio estatal de las armas, y que éstas serán innecesarias en el marco de un acuerdo de paz que modifique de manera real las condiciones que condu-jeron al conflicto. Así las cosas, el argumento expues-to por el gobierno de aclarar de manera anticipada la desmovilización y entrega de armas del movimiento insurgente lo que hace es enrarecer el ambiente y boi-cotear la senda de los acuerdos. Ni la guerrilla llego derrotada a la Mesa de conversaciones ni el Estado se ha impuesto en todo el territorio. El acuerdo puede llevar a integrar positivamente al desarrollo econó-mico y la vida política nacional a amplios sectores marginados en la geografía nacional.

La refrendación de los acuerdos

y la terminación del conflicto

La Mesa de conversaciones debe llegar a acuerdos sobre los temas fundamentales que han originado la confrontación armada. Estos acuerdos no son solo el producto de la discusión entre las dos partes sino que parten de los aportes que varios sectores de la sociedad civil han realizado desde diversos espacios de participación en la Mesa: los foros, las asam-bleas, las iniciativas de participación propiciadas por el Congreso nacional, la visita de expertos a La Habana, etc. Sin embargo, estos canales han sido limitados, y la forma de garantizar aún más el res-paldo popular y modular las iniciativas de reformas demanda un proceso de participación popular que vaya más allá de un mecanismo de consulta neutro como un referendo o una consulta popular: la misma naturaleza de los acuerdos alcanzados, que pueden llegar a afectar el orden constitucional, implica un mecanismo de mayor calado político. Pero, además, la terminación del conflicto y la garantía de su no

La asamblea nacional

constituyente debe

ser el mecanismo

que asegure que los

acuerdos alcanzados

puedan tener la

legitimidad social

para adoptarse

en el régimen

constitucional, para

que muchos sectores

de la sociedad civil

puedan aportar en

su conceptualización,

para que la

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los cambios y el

mantenimiento de las

medidas adoptadas

para reintegrar a

los combatientes

no sea asunto de

los ánimos políticos

de los gobiernos

sobrevinientes y,

finalmente, para que

la vida política del

país se enrumbe por

el camino de la paz

estable y duradera.

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repetición no pueden hacerse mediante mecanismos de refrendación que permitan la revocatoria de los mismos al libre arbitrio de los gobiernos siguientes. Por estas razones, la asamblea nacional constituyente debe ser el mecanismo que asegure que los acuerdos alcanzados puedan tener la legitimidad social para adoptarse en el régimen constitucional, para que mu-chos sectores de la sociedad civil puedan aportar en su conceptualización, para que la estabilidad de los cambios y el mantenimiento de las medidas adopta-das para reintegrar a los combatientes no sea asunto de los ánimos políticos de los gobiernos sobrevinien-tes y, finalmente, para que la vida política del país se enrumbe por el camino de la paz estable y duradera.

Reformar o refundar el Estado

Más allá de este falso dilema que ha sido cons-truido por los manipuladores de la opinión nacional con el fin de alertar sobre un posible atentado a la institucionalidad vigente, pero también más allá de la pretensión de algunos sectores políticos que suponen que las conversaciones actuales deben dejar intocada la estructura del Estado, lo que se impone es mante-ner los avances que la constitución de 1991 garantizó para amplios sectores de la sociedad nacional, pero también enriquecer la carta constitucional con los acuerdos que emerjan de La Habana. La lucha social y popular debe estar comprometida al máximo tanto en la defensa de los acuerdos y en la exigencia del mecanismo de asamblea constituyente, como en su reglamentación para que se asegure la participación más beneficiosa e incluyente de los sectores margi-nados, y del propio movimiento insurgente; y, por supuesto, la lucha debe continuar con la participa-ción masiva en la elecparticipa-ción de los miembros de esta instancia máxima de decisión política. La asamblea será la oportunidad de fijar los cimientos de la paz estable y duradera.

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