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De una a otra orilla 21

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Academic year: 2022

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Al día siguiente por la mañana, cuando me desperté, me juré que tenía que decirle todo aquello al profesor.

Comenzó la clase. Él empezó a hablar de ciencias naturales, y todos los alumnos pusieron las orejas como antenas, atentos e interesados. Yo no podía concentrarme. Esperé y dejé pasar varias ocasiones de interrumpir la lección y gritar las verdades de mi padre.

Una gran emoción me oprimía el corazón. En un momento dado, concentré toda mi energía en el vientre, contuve la respiración en la caja torácica, cerré la boca, apreté los dientes y los puños. Alcé la mano para atraer la atención del profesor. No perturbé en absoluto el ritmo de la clase. Él me pidió que me levantase para hacer mi pregunta, y añadió que apreciaba mucho a los alumnos que preguntaban cosas. Era una señal de inteligencia y del nacimiento de un espíritu crítico. Yo no sabía bien el significado de esa frase, pero tenía la intuición de que quería decir que era buena señal buscarles las vueltas a las cosas que parecen evidentes. Era preciso criticar y criticar, y si no sabíamos, teníamos que aprender.

Cuando acabé de contar el experimento del vaso lleno de agua, los chicos abrieron desmesuradamente los ojos, como ranas, y el profesor observó su reacción. Algunos miraban sus pies y se preguntaban cómo podían mantenerse erguidos. Luego el profesor dijo una frase célebre: «El mundo pertenece a los que se hacen preguntas». Nos pidió que escribiésemos esta divisa de la inteligencia en nuestros cuadernos, para que la tuviésemos presente toda la vida.

Para concluir mi exposición, creo que dije en alto lo que los demás callaban. La Tierra es perfectamente plana. Por eso podemos mantenernos de pie en su superficie, y lo mismo pasa con el agua del mar. Los alumnos se quedaron tranquilos. Ellos comprendían ahora el porqué de las cosas, el equilibrio de la naturaleza en particular. En cuanto al profesor, dijo que era necesario aprovechar bien aquella hermosa demostración de inteligencia para comprender algunas nuevas explicaciones.

Hace mucho tiempo, dijo, los hombres creían que la Tierra era plana, que se mantenía derecha porque los dioses lo querían así. Después, las cosas cambiaron. Gracias al progreso científico, ya nadie duda de que la Tierra es redonda y que gravita alrededor del Sol.

Cuando dijo “nadie”, de verdad creí que mi padre era un escapado de la edad de bronce.

El profesor se sentó en su silla y comenzó a explicar que «las cosas caen».

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—Cuando se lanza un objeto al aire, vuelve a caer automáticamente a nuestros pies.

¿Estáis de acuerdo con esta idea?

Toda la clase gritó «sí». Toda la clase, salvo yo. No estaba seguro de que todo fuese así, por el momento.

—¿Por qué el objeto cae al suelo, cuando podía permanecer flotando en el aire?

—Porque es pesado —reaccionó alumno.

—Exactamente.

A partir de ahí, ya apenas pude comprender nada de la explicación. Todo iba demasiado rápido para mí. Retuve algunas frases como «atracción universal, gravitación terrestre, gravedad». Comprendí más o menos que la Tierra atrae con su ojo de cíclope a todos los objetos, a todas las cosas que están sobre ella y a su alrededor. Es como cuando se pasa por delante de un horno en el que está cociéndose una tarta de arándanos. Su aroma atrae a todo el mundo que pasa por delante. Cuando estamos lejos, ya no se siente el olor.

Entonces, la tarta deja de atraer a la gente.

A mi manera, comprendí la lección. Soy capaz de hacer comparaciones. Por otra parte, el profesor me dijo que yo hacía un razonamiento circular, es decir, que puedo llegar a rizar el rizo cuando reflexiono. Parece que eso no está bien.

Volví a casa muy confuso. Mi padre ya había regresado del trabajo y, como es su costumbre, sorbía un café en la terraza, escuchando en la radio las canciones de su infancia lejana.

Me acerqué a él y le solté, de golpe, mis nuevos conocimientos. Esta vez explotó.

Quería ir a clase, a ver al profesor. Denunciarlo al director del colegio por comentarios blasfemos, para que lo destituyese de su puesto por incompetente y reincidente.

—Estoy harto de repetirte las mismas cosas siempre. No debes hacerle caso a ese mal profesor.

No sabía en qué agujero meterme. Tenía mucho miedo por mi profesor. Pensaba que por culpa de mi padre iba a perder su trabajo, que sus hijos iban a pasar hambre, y todo eso porque yo le había repetido a mi padre lo que él había dicho en su lección. Me sentía culpable.

Luego casi me puse enfermo cuando mi padre se bebió de un trago el café y me dijo:

—Ven aquí. Vas a escribirle una carta al director del colegio para que libere a los alumnos de este profesor que no vale para nada.

Le dije que no, suavemente, pero seco, categórico.

—¿Quién manda aquí? —puso un gesto muy serio, que no iba mucho con su cara.

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Tenía necesidad de reafirmarse, de demostrar su autoridad. Pero me mantuve en mis trece.

Si digo no, es que no. Le expliqué que estas prácticas no eran propias de mi clase. Si tenía un problema con el profesor, debía ir a verlo personalmente.

—Si supiese hablar bien el idioma, ya le hubiese hecho una visita a tu profesor hace mucho tiempo. ¡Habría visto cómo me las gasto! ¡Le hubiese enseñado a respetar a Dios!

Intenté calmarlo, pero cuando vi que estaba resentido porque ya no tenía autoridad sobre sus hijos, que no lo respetaban, que su hijo menor se atrevía a decirle que no, sin más, abandoné mi idea y lo dejé solo con sus murmuraciones y sus quejas de padre.

Fui a la cocina. Llené un vaso de agua para realizar un nuevo experimento al que llegué por intuición. Giré el vaso sobre sí mismo y lo volví a su posición inicial con un movimiento muy rápido del brazo. El resultado científico fue muy claro: no cayó ni gota.

Todo iba demasiado deprisa. No tenía tiempo de reaccionar. Algo muy fuerte atraía al agua contra las paredes y el fondo del vaso. Una fuerza invisible. Esa era la verdad. Esbocé una pequeña sonrisa en mis labios. Sentía que tenía en mis manos algo verdadero. No quería soltar mi presa.

Abrí el termo del café y sorprendí la mirada absorta de mi madre. Debía de haberme oído hablar a solas y ver la demostración que yo había hecho con el vaso. Ella no conocía el lado oculto de las cosas.

—¿Qué haces con el termo? —estaba inquieta—. ¿Le vas a dar la vuelta como al vaso?

Solté una carcajada. Intenté explicarle lo que había hecho, pero continuó desgranando las judías y meneó la cabeza de derecha a izquierda.

—Esto no está bien, no está nada bien.

Mientras que, por un lado, mi padre lloraba por su difunta autoridad paterna, por el otro, mi madre se agitaba misteriosamente sobre las judías. Reinaba una atmósfera de incomprensión. A pesar de todo, eché un poco de café en un vaso y se lo llevé a mi padre, que estaba sentado en el sofá. No lloraba, pero casi. Observó el vaso que le ofrecía.

—Mira —le dije.

Y... ¡zas! Como un rayó giré el vaso y lo volví a poner derecho delante de sus ojos.

Hizo un gesto y se apartó hacia un lado para evitar que le cayese el café caliente en la cara.

No cayó ni la menor gota.

Ningún peligro.

—¡Has visto! El vaso ha vuelto a su posición y no se ha caído nada. Y esto no es porque lo diga Dios, ha sido mi profesor el que nos lo ha enseñado. Se llama fuerza centrífuga.

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—¿Cómo se dice eso en árabe? —preguntó simplemente.

Se lo traduje literalmente.

Dijo que nunca había oído hablar de eso hasta aquel momento. Entonces le dije:

—¡Venga! ¡Hazlo tú!

Cogió el vaso con la mano, lo miró como si ocultase dentro un genio maligno, vaciló un momento, luego con un gesto torpe y brusco lo giró hacia él, pensando que el líquido iba a quedarse pegado a las paredes del vaso. Cuando comprobó que le había manchado la camisa, el pantalón y también el terciopelo del sofá, quedó verdaderamente extrañado.

Dijo:

—Esa fuerza centrífuga tuya es una cosa de locos.

Apoyada en la puerta del salón, cuando vio lo que hacíamos, mi madre dijo por tercera vez «Eso no está bien» con un tono enigmático, antes de volver a sus judías.

Dejé la lección por aquel día.

Al día siguiente, cuando acabó la clase, me acerqué al profesor para hablar a solas con él y le expliqué lo que había pasado en mi casa. Me dijo sonriendo:

—No olvides que tu padre tiene dentro de él otra fuerza. Pero ¡enhorabuena! Has puesto el dedo en la llaga de un problema fundamental de la física.

Luego me habló de la atracción universal, la fuerza que ejerce la Tierra y que explica la gravedad del señor Newton. Fue él el primero en descubrirla. Pero otros sabios le ayudaron a ver mejor las cosas, Kepler y Galileo. No pude retener con claridad lo que ellos hicieron.

El profesor dijo que, al ver caer una manzana del árbol, Newton dedujo el principio de atracción terrestre. Encontré todo esto un poco gracioso pero muy interesante. Además, me propuse desde ese día observar todo lo que se moviese para descubrir el principio del universo que se oculta detrás.

Cuando la Tierra gira sobre sí misma, la gente puede mantenerse en pie sobre su corteza gracias a la fuerza de atracción, que es como un enorme imán situado en el centro del globo terrestre. Ahora esta imagen ya la tengo bien metida en la cabeza. No lo olvidaré jamás y se la voy a explicar a mi padre. Con el truco de Newton verá las cosas de otra manera.

Dejé pasar varios días antes de volver a hablar de la Tierra redonda, de los planetas y del universo infinito. Era preciso que las cosas madurasen en mi mente.

Una tarde, cuando él se preparaba para hacer sus oraciones, con la mirada dirigida hacia La Meca, quise transportarlo a la magia de la atracción universal y de la gravitación terrestre. Pero no quiso. Quizá porque yo no sabía decirle en su lengua aquellas palabras

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complicadas. Pero el momento peor fue cuando me preguntó:

—Muéstrame esa fuerza de la que hablas.

Sus ojos brillaban con picardía. Y yo no sabía bien cómo se puede señalar con el dedo la atracción universal. Le dije que era la caída de los cuerpos la que permitía deducirla. Él me respondió que no quería deducir, sino ver, simplemente ver. Entonces le hablé del viento que no se ve pero que hace que las hojas se muevan en la copa de los árboles, que produce las olas en la superficie del mar, y que hincha las velas de los barcos. Nada que hacer. Me dijo:

—Vamos, vamos. Demuéstrale a tu padre si sabes decir tus oraciones. Eso es lo verdadero.

Cerró la puerta detrás de él y se quedó solo con sus cosas. Ni siquiera se dio cuenta de que yo no lo seguía. Pero esto no impide que la Tierra continúe con su danza eterna alrededor del Sol, con un ritmo en dos tiempos: el día, la noche, el día, la noche...

Azouz Begag De una a otra orilla Madrid: SM, D.L. 2002

Referencias

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